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En el Periférico Sur, a mitad de camino del Hospital G. P., Urmila se encontró leyendo y releyendo el brillante letrero amarillo que había en el costado de un rebosante microbús que iba pegado a su ventanilla. El taxi avanzaba poco en aquel tráfico, aprisionado por el habitual tropel de coches y autobuses. Titubeando, Urmila alzó la cabeza hacia las ventanas del microbús: una docena de personas la miraban fijamente. Desvió rápidamente la vista.

Quizá fuese aquél el micro donde hubiera ido en aquel momento si hubiese ido a trabajar. Probablemente iban en él todos los habituales: el anciano con dhoti que trabajaba en las oficinas de Hacienda y estaba escribiendo un libro sobre esto o lo otro; el funcionario de ferrocarriles que todas las mañanas llevaba una enorme fiambrera llena de comida a la Strand; la mujer de Radio Panindia que la semana pasada había intentado hacerla socia del club «Viajeros de la línea BBD Bagh».

Urmila se encogió en el asiento. Estaba incómoda, los arrugados papeles le raspaban en la blanda división de los pechos. Sentía deseos de meterse la mano y quitárselos; pero, con aquel microbús tan cerca de su ventanilla, no podía.

¿Y si la vieran ahora los del club «Viajeros de la línea BBD Bagh»? ¿Si se enteraban de que iba al Hospital G. P. con un completo desconocido? ¿Qué pensarían? ¿Qué les parecería?

De pronto se puso furiosa.

-¿Qué tiene que ver el Hospital G. P. con mis papeles? -inquirió, volviéndose a Murugan-. ¿Por qué me lleva allí? ¿Qué intenciones tiene?

-Usted quería una explicación, Calcuta -contestó Murugan-. Ése era el trato. Y voy a dársela, pero sólo lo haré donde quiero hacerlo.

-¿Y quiere que sea en el Hospital G. P.?

-Eso es. Por eso la llevo allí.

Urmila notó que el taxista los observaba por el retrovisor. Se inclinó hacia adelante y le agitó el envoltorio de pescado delante de las narices.

-¿Qué estás mirando, cabeza de chorlito? -le soltó-. No apartes los ojos de la carretera.

Escarmentado, el taxista bajó la cabeza.

-¡Vaya! -exclamó Murugan-. ¿A qué venía eso?

-Y usted -gritó Urmila, volviéndose furiosa hacia él-. ¿Quién es usted realmente?

Comenzaba a alimentar todo tipo de sospechas; recordó las historias que había oído sobre timadores y secuestradores extranjeros y redes de prostitución en Oriente Medio.

-Quiero saber quién es usted y qué está haciendo en Calcuta. Quiero que me enseñe el pasaporte.

-En este momento no llevo el pasaporte. Pero puede ver esto -dijo Murugan, sacando la cartera y entregándole su carné de identidad.

Ella lo examinó con atención, fijándose en las letras y comparando la fotografía con su rostro.

Cuando llegaron al teatro Rabindra Sadan, Murugan tocó en el hombro al taxista y señaló calle abajo.

-Por ahí -le dijo-. Pare, déjenos aquí.

-¿Aquí? -Urmila se encontró mirando a un muro de ladrillo, detrás de una zanja-. ¿Por qué aquí? Si no hay nada; hemos dejado atrás la entrada del hospital: está por allá.

-En la entrada no hacemos nada -aseguró Murugan, dando al taxista un billete de cincuenta rupias-. Aquí hay algo que quiero enseñarle.

-Pero si aquí no hay nada que ver -protestó Urmila, recelosa-. No es más que una valla.

-Mire allí -dijo Murugan, contando la vuelta. Señaló por encima del hombro al monumento de Ronald Ross-. ¿Ya ha visto eso?

Sorprendida, Urmila abrió mucho los ojos mientras seguía su dedo hacia la placa de mármol situada en el vértice del sencillo arco.

-No. Nunca me había fijado -dijo Urmila, y empezó a leer en voz alta-: «En un pequeño laboratorio, a setenta metros al sudeste de esta puerta, el comandante Ronald Ross, del Cuerpo Médico de la India, descubrió en 1898 cómo transmiten los mosquitos la malaria.»

Sacudió la cabeza.

-Qué raro -observó-. Aquí he cambiado centenares de veces de autobús. No puedo ni imaginar las veces que he pasado por delante de esta valla. Pero nunca me había fijado en la inscripción.

-Ya nadie se fija en el pobre Ron -sentenció Murugan, dirigiéndose a una puerta de hierro, un poco más abajo. Haciéndole señas de que se acercara, añadió-: Sígame. Le enseñaré otra cosa.

De la verja colgaba una cadena, lo bastante larga para permitir el paso a una persona. Murugan pasó primero y, cuando Urmila le alcanzó, señaló por entre las concurridas dependencias del hospital hacia un elegante edificio de ladrillo rojo bastante apartado de los demás.

-Cuando Ronald Ross vino a trabajar aquí en 1898 -explicó Murugan-, ese edificio de ahí era el único del Hospital G. P.

-¿Cómo lo sabe? -preguntó Urmila.

-Muy sencillo -dijo riendo-. Da la casualidad de que está hablando con el mayor especialista del mundo en Ronald Ross.

-¿Se refiere a usted?

-Usted lo ha dicho.

Murugan giró sobre sus talones y echó a andar por un sendero que bullía de empleados con el uniforme del hospital.

-Mire allá -dijo, señalando un complejo de cuadrados edificios nuevos, todos pintados del deslustrado amarillo de los edificios públicos-. No había ninguno cuando Ronnie realizaba su investigación sobre la malaria en Calcuta. Por aquí no había más que árboles, bambúes y follaje, excepción hecha de algunos laboratorios y dependencias donde vivían los criados y ordenanzas.

Se llevó un pañuelo a la nariz mientras pasaban por un vertedero abierto donde cuervos, perros y buitres se disputaban restos de comida y vendas sanguinolentas. Cerca había una hilera de hombres que, de cara a la pared, hacían caso omiso de un cartel que decía: «Se ruega no orinar».

Murugan se detuvo en un espacio entre dos edificios, uno de los cuales tenía el siguiente cartel: «Pabellón conmemorativo de Ronald Ross». Señaló a un viejo bungalow de ladrillo rojo que habían incorporado a una de las nuevas alas del hospital.

-Fíjese -dijo a Urmila-. Ése era el laboratorio de Ross.

Acercándose al bungalow, le señaló una placa de mármol colocada en la parte alta de la fachada. En la placa se veía la imagen estilizada de un mosquito y debajo una inscripción.

-Está muy alto para leerlo -dijo Urmila-. ¿No dice que fue en este laboratorio donde el comandante médico Ronald Ross hizo el trascendental descubrimiento de que la malaria se transmite por la picadura del mosquito?

-Algo así -confirmó Murugan.

Urmila puso cara de asombro.

-Qué edificio tan raro -comentó-. Da la impresión de estar muy encerrado en sí mismo. Es difícil creer que pudiera hacer algún descubrimiento ahí dentro.

-Lo que resulta aún más difícil de creer -dijo Murugan- es que antiguamente fuese uno de los laboratorios mejor equipados de todo el subcontinente indio.

-¿Ah, sí? -dijo ella, sorprendida.

-Desde luego -repuso él, asintiendo con la cabeza-. ¿Y sabe quién lo montó?

-¿Y cómo iba a saberlo? -contestó bruscamente ella.

-Pues lo sabe. En realidad tiene su nombre ahí.

Señaló hacia la pelota de papel que ella se había guardado en el pecho.

Dándole la espalda, Urmila se la sacó de la blusa.

-Ahí lo tiene. Enséñemelo.

Murugan le señaló una de las líneas subrayadas con tinta.

-Ése es. El coronel médico D. D. Cunningham. Él fue quien montó este sitio. Como Ronnie Ross, pertenecía al Cuerpo Médico de la India, que era una unidad del Ejército Británico de la India. Pero Cunningham era casi un jubilado, muchos años mayor que Ross. Y también era investigador, patólogo. En realidad era miembro de la Royal Society; junto a su nombre figuraban las siglas M.R.S., que era uno de los títulos más extravagantes que había por aquella época. Cunningham hizo buena parte de su trabajo en Calcuta, en este mismo laboratorio. Lo convirtió en el centro de investigación mejor equipado de esta parte del mundo. Fue Ron quien lo hizo famoso, pero no lo habría conseguido sin el viejo D. D.

-Le creo -dijo Urmila-, pero sigo sin entender qué tiene eso que ver con que estos papeles sean tan especiales.

-Paciencia, Calcuta -le recomendó Murugan-. Sólo estoy empezando. Vamos.

Volviendo por donde habían venido, la condujo por un pasaje al estrecho espacio lleno de basura que separaba el Pabellón Ronald Ross de la valla que rodeaba el hospital. Ahora tenían el arco conmemorativo a unos metros a su izquierda, y por encima de la valla alcanzaban a ver el embotellamiento de tráfico en el Periférico Sur.

Murugan señaló a unas estructuras destartaladas con tejado de aluminio, que anidaban entre los montículos de tierra y escombros apilados contra el muro.

-¿Ve esas casetas? Ahí vivían los criados de Ronnnie Ross. Uno de ellos, un individuo llamado Lutchman, era el brazo derecho de Ross. Justo ahí daba de comer a las palomas que Ross utilizaba para los experimentos.

-¿Palomas? -dijo Urmila con aire distraído, lanzando una mirada de repugnancia a los montoncitos de excremento medio ocultos entre los escombros-. Creí que había dicho que estudiaba la malaria y los mosquitos.

-Bueno, déjeme explicarle. Ronnie Ross no siempre trabajó con los tipos de malaria normales y corrientes. En Calcuta empezó a trabajar con un clase de malaria relacionada con las aves, la halteridium; podría decirse que es una versión aviar de la malaria.

-¿De veras? -dijo Urmila, mirando con cautela los árboles que los rodeaban.

-Sí. Y para mantenerle abastecido de material para sus experimentos, sus ayudantes, Lutchman y su cuadrilla, tenían una gran bandada de aves infectadas… ahí mismo. Y la soltaron en septiembre de 1898, unos días después de que Ross acabase su serie de experimentos definitivos.

Cogió una piedra del suelo.

-Permítame que le enseñe algo.

Arrojó la piedra hacia la construcción. Cayó en los escombros y, momentos después, una bandada de palomas se elevó en el aire con un cloqueo de alarma y un frenético batir de alas. Murugan retrocedió y observó los círculos que las aves describían en lo alto.

-No me sorprendería nada que ahí hubiera algunos descendientes de la bandada de Lutchman.


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