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Eran las siete y cuarto de la mañana y Urmila casi no podía más. Estaba en la cocina, moliendo especias, con el sudor chorreándole por la cara hasta el sari cubierto de manchas. Ya llevaba una hora levantada: había dado el desayuno a sus padres; había fregado la cocina; había dado de desayunar y bañado a su sobrino y su sobrina; había lavado el uniforme de su hermano pequeño para su partido de la tarde. Tenía que marcharse dentro de una hora si quería llegar a tiempo a la conferencia de prensa en el Gran Hotel Oriental. Pero aún le quedaba el asunto del pescado, y todavía no había ni señales de un vendedor.

Miró por la ventana de la cocina, intentando calcular cuánto tardaría en ir y volver corriendo al mercado de Gariahat. Iba a verse en apuros, estaba segura, a menos que pronto ocurriera alguna especie de milagro: si tenía que ir al mercado, tardaría en llegar media hora como mínimo, y luego tenía que escoger el pescado, regatear y todo lo demás; no había modo de evitarlo.

El apartamento estaba en un tercer piso, encajonado por todas partes entre otros edificios de viviendas. La ventana de la cocina era la única parte de la casa que tenía vistas, aparte de la terraza. Ofrecía un atisbo de una franja de la ciudad: Urmila veía el amplio y desigual horizonte de la parte sur de Calcuta, que se extendía longitudinalmente desde el parque de abajo; una vista de tejados ennegrecidos de moho que se fundían con el sucio resplandor del nublado cielo monzónico.

Abajo, en el parque, ya estaba en marcha la habitual media docena de partidos de criquet. Oía los golpes de la madera contra el cuero y unas cuantas voces soñolientas, que daban gritos de estímulo. En otro rincón del parque, media docena de hombres hacían pesas bajo el tejado de hojalata de un gimnasio. Más allá, la avenida RashBehari empezaba a removerse preparándose para la hora punta. Pero las calles seguían relativamente vacías salvo por algunos que, apresurándose por el atajo, volvían del mercado de Gariahat con manojos de verduras asomando por las bolsas de nailon de la compra.

El atajo a Gariahat salía de la avenida principal, a unos centenares de metros de distancia. Era un sendero largo y estrecho cuyo punto sobresaliente lo constituía una anticuada mansión de construcción irregular con un camino de grava, porche de columnas y jardín bien cuidado. Urmila la veía bien desde la ventana: solía poner los ojos en ella cuando estaba atareada en la cocina: era la residencia de Romen Haldar.

En aquel preciso momento llamaron al timbre.

-Llaman al timbre, Urmi -gritó la madre desde su habitación-. ¿Es que no lo oyes?

Su padre había salido a la terraza con el periódico para mirar la sección de Anuncios, uno de sus pasatiempos matinales favoritos. Los leía en alta voz, para sí mismo, escupiendo los nombres como espinas de pescado. Dejó el periódico sobre las rodillas y alzó la cabeza.

-¿Quién es? -gritó-. Que vaya alguien a ver.

Casi inmediatamente, de la habitación de su cuñada se oyó una lánguida voz: no podía levantarse porque estaba dando de mamar al niño. Su hermano mayor ya se había marchado a primera hora de la mañana a coger un tren. Su hermano pequeño estaba en el baño, chasqueando los dedos y cantando «Disco diwana».

Entonces su madre, en su tono más dulce y lisonjero, dijo:

-Ve a echar una mirada, Urmi; si no vas tú, no irá nadie.

¡Estoy ocupada!, quiso gritar. ¿Es que no ves que estoy trajinando, intentando dejarlo todo arreglado antes de irme a trabajar…?

Volvió a sonar el timbre y en el mismo instante su sobrino de seis años entró en la cocina y empezó a tirarle del sari.

-Abre la puerta, Urmi-pishi -canturreó el niño-. Urmi-pishi-kirmi-pishi, abre la puerta, abre la puerta…

Dejó caer con fuerza el pesado almirez en la picada superficie del mortero, vivamente coloreado ahora de cúrcuma y guindilla, y pasó junto a su sobrino, que se había tumbado en el suelo. El niño alzó los brazos cuando ella pasaba y le enganchó los dedos en el borde del sari. Ella lo arrastró unos pasos y luego le dio un manotazo en el puño.

El niño rompió a llorar y fue corriendo a la habitación de sus padres, gritando:

-Me ha pegado, me ha pegado, kirmi-pishi me ha pegado…

Al descorrer el cerrojo, Urmila oyó la voz de su cuñada, que de pronto gritó:

-¡Cómo te atreves a pegar a mi hijo!

Abrió la puerta y vio a un chico parado en el umbral con una gran cesta tapada a su lado. No le había visto antes; parecía muy joven para ser vendedor. Llevaba un lungi y una camiseta grisácea.

-¿Crees que no sé lo que te traes entre manos, so guarra -perseguía la voz a Urmila a través de la puerta abierta-, viniendo todas las noches tarde a casa? Voy a darte una lección; yo te enseñaré a pegar a mis hijos…

Urmila salió y cerró de un portazo.

La turbación dio una nota chillona a su voz cuando preguntó en tono brusco:

-¿Qué ocurre? ¿Qué quieres?

El muchacho le contestó con una alegre sonrisa, enseñando una boca desdentada. De pronto Urmila sintió vergüenza, mortificada ante la idea de haber permitido que su cuñada la provocara delante de un completo desconocido. Sin darse cuenta, se pasó el dorso de la mano por la frente. Las facciones se le contrajeron en una mueca al sentir la punzante huella que las especias molidas le dejaban en la cara. Se apresuró a frotarse los ojos con el borde del sari.

-¿Qué quieres? -repitió en tono más ecuánime.

El chico se estaba poniendo en cuclillas junto a la cesta. Con otra sonrisa, retiró una capa de papel y plástico y descubrió un montón de pescado que lanzaba destellos plateados a la luz de la mañana.

-Sólo he venido a preguntarte si necesitabas pescado esta mañana, didi -dijo, sonriendo-. Nada más.


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