ÚLTIMA EDITIÓN
Doble o nada

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El gabinete escapa ileso tras la explosión de una bomba del IRA en el jardín del número 10

Han mordido más de lo que pueden digerir, fue el titular del artículo publicado en el Financial Times. Sir Paul Maitland, sentado ante la chimenea encendida de su hogar en Epsom, y Tom Spencer, que en ese momento viajaba en un tren de cercanías desde Greenwich, Connecticut, leyeron el artículo por segunda vez, aunque sólo la mitad de su contenido tenía algún interés para ellos.


Los barones de la prensa, Keith Townsend y Richard Armstrong, parecen haber cometido el error clásico de asegurarse préstamos sobre una proporción demasiado elevada de sus valores. Ambos parecen destinados a convertirse en casos de estudio para generaciones futuras de estudiantes de la Harvard Business School.

Los analistas siempre han estado de acuerdo en que Armstrong pareció haber dado inicialmente un buen golpe al adquirir el New York Tribune por sólo veinticinco centavos, mientras que todas las responsabilidades del periódico eran asumidas por los antiguos propietarios. El golpe podría haberse convertido en un triunfo si hubiera cumplido con su amenaza de cerrar el periódico en seis semanas en el caso de que los sindicatos no firmaran un acuerdo que los comprometiera. Pero no lo hizo así, y su error se vio agravado al conceder finalmente un acuerdo de despido colectivo tan generoso que los líderes sindicales dejaron de llamarlo «Capitán Dick» para pasar a llamarlo «Capitán Santa Claus».

A pesar de ese acuerdo, el periódico continúa arrojando unas pérdidas de más de un millón de dólares semanales, aunque se cree inminente un acuerdo sobre un segundo paquete de despidos colectivos y jubilaciones anticipadas.

Pero mientras siguen aumentando las tasas de interés y continúa la moda de reducir el precio de venta de los periódicos, no pasará mucho tiempo antes de que los beneficios del Citizen y del resto del grupo Armstrong Communications sean incapaces de soportar las pérdidas de su periódico subsidiario en Estados Unidos.

El señor Armstrong todavía no ha informado a sus accionistas acerca de cómo tiene la intención de financiar el segundo acuerdo por importe de 320 millones de dólares, recientemente establecido con los sindicatos de impresores de Nueva York. La única declaración que ha hecho al respecto se ha publicado en las columnas del Tribune: «Ahora que los sindicatos han aceptado el segundo paquete, no hay razón alguna para pensar que la liquidez del Tribune no sea positiva».

La City se muestra escéptica respecto de esta afirmación y las acciones de la Armstrong Communications cayeron ayer en otros nueve peniques, hasta alcanzar las 2,42 libras…

El error de Keith Townsend…


Sonó el teléfono y sir Paul dejó el periódico, se levantó del sillón y se dirigió a su despacho para contestarlo. Al reconocer la voz de Eric Chapman le pidió que esperara un momento, mientras cerraba la puerta. Eso era algo totalmente innecesario, ya que no había nadie más en la casa en ese momento, pero cuando se ha sido durante cuatro años el embajador británico en Pekín, algunos hábitos resultan difíciles de eliminar.

– Creo que deberíamos reunimos inmediatamente -dijo Chapman.

– ¿Por el artículo del Financial Times? -preguntó sir Paul.

– No, se trata de algo potencialmente mucho más peligroso que eso. Preferiría no ser más explícito por teléfono.

– Lo comprendo -dijo sir Paul-. ¿Debo pedirle a Peter Wakeham que nos acompañe?

– No, si quiere que lo que hablemos sea estrictamente confidencial.

– Tiene razón -asintió sir Paul-. ¿Dónde quiere que nos veamos?

– Podría conducir ahora mismo hasta Epsom. Me reuniré con usted dentro de una hora.


Tom Spencer leyó por encima la primera mitad del artículo mientras el tren pasaba por Mamaroneck, camino de Nueva York. Sólo empezó a concentrarse plenamente al leer las palabras:

El error de Keith Townsend fue el de ansiar algo tanto que no logró poner en práctica las reglas básicas de llegar a cualquier acuerdo de negocios.

Todo escolar sabe que si se quieren cambiar unas viejas castañas pilongas por un paquete de patatas fritas sin abrir, no sólo no se debe parpadear en ningún momento, sino que también hay que esperar a que sea el oponente el que haga la oferta inicial. Pero parece ser que el señor Townsend estaba tan decidido a ser el propietario de Multi Media que no dejó de parpadear en ningún momento y, sin detenerse a preguntar siquiera por cuánto estaría dispuesto Henry Sinclair a vender su compañía, hizo por su cuenta una oferta de tres mil millones. A continuación, agravó el problema al mostrarse de acuerdo en pagar esa cantidad en efectivo.

Del mismo modo que los sindicatos de impresores de Nueva York se refieren al señor Armstrong llamándolo «Capitán Santa Claus», al señor Sinclair se le podría disculpar por creer que la Navidad se ha anticipado este año para él, sobre todo cuando era de todos conocido que había estado a punto de cerrar un trato con Armstrong por dos mil millones, un precio que incluso se habría considerado como demasiado alto.

Una vez acordados los términos, al señor Townsend le resultó extremadamente difícil conseguir el dinero en efectivo dentro de los treinta días estipulados por el señor Sinclair. Y para cuando finalmente lo consiguió fue a costa de condiciones tan exorbitantes que mantener el prohibitivo programa de devolución de los créditos acabará por ser la prueba terminal para el resto de Global International. El señor Townsend ha sido un jugador durante toda su vida. Con este acuerdo, ha demostrado estar dispuesto a arriesgarlo todo a una sola tirada de los dados.

Al informar ayer de sus previsiones para mitad de año, las acciones de la Global descendieron otros ocho peniques, para situarse en las 3,19 libras.

Pero, por encima de todos los problemas a los que se enfrentan los dos barones de la prensa, ambos se verán particularmente afectados por el continuo aumento en el precio del papel y por la actual debilidad del dólar frente a la libra esterlina. Si la combinación de estas dos tendencias continúa durante mucho más tiempo, hasta sus vacas lecheras se quedarán sin leche.

El futuro de ambas compañías se encuentra ahora en manos de sus banqueros, que deben de estar preguntándose, como los acreedores de una nación del Tercer Mundo, si llegarán a cobrar siquiera los intereses, por no hablar de la devolución del principal a largo plazo. Su única alternativa consiste en reducir sus pérdidas y acordar el participar en la mayor venta de saldos de la historia. La ironía final es que sólo se necesita que un banco rompa la cadena de los préstamos para que todo el edificio se desplome.

Según me comentó ayer alguien que sabe del asunto, si cualquiera de los dos hombres presentara hoy un cheque, su banco se negaría a pagarlo por falta de fondos.


Tom fue la primera persona en bajar del tren en cuanto éste se detuvo en la estación Grand Central. Corrió hasta la cabina telefónica más cercana y marcó el número de Townsend. Heather le pasó inmediatamente. Esta vez, Townsend escuchó con atención el consejo de su abogado.


Cuando Armstrong terminó de leer el artículo, tomó un teléfono interno y dio instrucciones a su secretaria para decir que no estaba en el caso de que llamara sir Paul Maitland desde Londres. Apenas hubo colgado cuando volvió a sonar el teléfono.

– Señor Armstrong, tengo al habla al principal agente de Bolsa del Bank of New Amsterdam. Dice que necesita hablar urgentemente con usted.

– Entonces pásemelo -dijo Armstrong.

– El mercado está siendo inundado con órdenes de venta de acciones de Armstrong Communications -le informó el agente de Bolsa-. El precio de la acción ha descendido ahora a 2,31 libras y me pregunto si tiene alguna instrucción que darme.

– Siga comprando -dijo Armstrong sin la menor vacilación.

Se produjo una pausa.

– Permítame indicarle que por cada penique que baja la acción pierde usted aproximadamente otros setecientos mil dólares -dijo el agente, que comprobó rápidamente el número de acciones puestas a la venta esa mañana.

– No me importa lo que cueste -dijo Armstrong-. Sólo es una situación coyuntural a corto plazo. Una vez que el mercado se haya vuelto a estabilizar, podrá volver a poner las acciones en el mercado y recuperar las pérdidas gradualmente.

– Pero si continúan bajando a pesar…

– Usted siga comprando -le interrumpió Armstrong-. El mercado invertirá la tendencia en algún momento.

Colgó el teléfono con fuerza y contempló fijamente la fotografía en la que aparecía él mismo en la primera página del Financial Times. No era precisamente muy halagadora.

En cuanto Townsend hubo terminado de leer el artículo, siguió el consejo de Tom y llamó a sus banqueros comerciales, antes de que fueran ellos los que le llamaran. David Grenville, el director general del banco, le confirmó que las acciones de Global habían vuelto a caer esa misma mañana. Le pareció una buena idea reunirse lo antes posible, y Townsend acordó reorganizar las citas que tenía previstas para esa tarde, y reunirse con él a las dos.

– Sería conveniente que asistiera también su abogado -añadió Grenville con un tono siniestro.

Townsend le dio a Heather instrucciones para que cancelara todas sus citas para la tarde. Se pasó el resto de la mañana informándose para un seminario que celebraría la compañía al mes siguiente. Henry Kissinger y sir James Goldsmith ya habían confirmado su asistencia como oradores más destacados. Había sido idea del propio Townsend reunir en Honolulu a todos sus altos ejecutivos repartidos por el mundo para analizar el desarrollo de la corporación durante los diez próximos años, ver cómo encajaba Multi Media en la estructura general de la compañía, y cómo podían aprovechar mejor su nueva adquisición. Por un momento se preguntó si acaso tendría que cancelar también aquel seminario. ¿O se trataría más bien de un servicio funerario?

Había necesitado de veintisiete frenéticos días para reunir el paquete financiero con el que comprar Multi Media, y muchas noches más de insomnio preguntándose si acaso no habría cometido un error desastroso. Ahora, el plumífero del Financial Times parecía confirmar sus peores temores. Si al menos no hubiera conseguido cumplir con el plazo previsto, o si hubiera escuchado a Tom desde el principio, las cosas quizá hubieran tenido un desenlace diferente.

Su chófer, al volante de su coche, giró por Wall Street pocos minutos antes de las dos y se detuvo ante las oficinas de J. P. Grenville. Al bajar a la acera, Townsend recordó lo nervioso que se sintió la primera vez que fue convocado al despacho del director de la escuela donde había estudiado cincuenta años antes. La enorme puerta acristalada fue abierta por un hombre vestido con un largo abrigo azul. Se llevó una mano a la visera de la gorra al ver de quién se trataba. Pero ¿durante cuánto tiempo más haría eso?, se preguntó Townsend.

Le dirigió un gesto de asentimiento y se dirigió al mostrador de recepción, donde David Grenville ya estaba enfrascado en una profunda conversación con Tom Spencer. En cuanto lo vieron, los dos hombres se volvieron hacia él y le sonrieron. Evidentemente, estaban ambos convencidos de que no llegaría tarde a esta cita.

– Me alegro de verle, Keith -le saludó Grenville al estrecharse ambos la mano-. Y gracias por haber acudido tan rápidamente.

Townsend sonrió. No recordaba que el director de su escuela le hubiera dicho nada semejante. Tom pasó un brazo alrededor del hombro de su cliente mientras se dirigían hacia el ascensor que esperaba.

– ¿Cómo está Kate? -preguntó Grenville-. La última vez que la vi se disponía a editar una novela.

– Alcanzó tanto éxito que ahora ya está trabajando en otra -contestó Townsend-. Si las cosas no salieran bien, podría terminar por vivir de sus derechos de autora.

Ninguno de sus dos acompañantes dijo nada ante aquel humor de condenado a la horca.

Las puertas del ascensor se abrieron en el decimoquinto piso. Salieron al pasillo y entraron en el despacho del director general. Grenville hizo sentar a los dos hombres en cómodos sillones, y abrió una carpeta que estaba sobre la mesa, frente a él.

– Permítanme empezar por agradecerles a ambos que hayan acudido con tanta rapidez -dijo.

Tanto Townsend como su abogado asintieron con sendos gestos, aunque sabían que no habrían tenido ninguna otra alternativa. Grenville se volvió a mirar a Townsend.

– Hemos tenido el privilegio de actuar en nombre de su compañía desde hace más de un cuarto de siglo, y lamentaría mucho que nos viéramos obligados a dar por terminada esa asociación.

A Townsend se le secó la boca, pero no hizo ningún intento por interrumpirlo.

– Sin embargo, sería estúpido que cualquiera de nosotros subestimara la gravedad de la situación a la que nos enfrentamos ahora. Tras un estudio superficial de sus asuntos, nos parece que sus préstamos pueden superar bastante sus valores, lo que posiblemente le deja en una situación de insolvencia. Si desea que sigamos siendo sus banqueros de inversiones, Keith, únicamente lo haremos en el caso de que nos garantice su plena cooperación para tratar de solucionar el dilema en el que ahora se encuentra.

– ¿Y qué significa «plena cooperación»? -preguntó Tom.

– Empezaremos por adscribir a su compañía un equipo financiero bajo la dirección de uno de nuestros directores más antiguos, que dispondrá de plena autoridad, y me refiero a la más plena autoridad, para investigar cualquier aspecto de sus acuerdos comerciales que nos parezcan necesarios para asegurar la supervivencia de la compañía.

– ¿Y una vez que haya concluido esa investigación? -preguntó Tom, que enarcó una ceja.

– El director del equipo financiero planteará sus recomendaciones, que esperaremos sigan ustedes al pie de la letra.

– ¿Cuándo puedo ver a ese señor? -preguntó Townsend.

– Señora -le corrigió el director general del banco-. Y la respuesta concreta a su pregunta es…, inmediatamente, porque la señorita Beresford se encuentra ahora en su despacho, en el piso inferior, a la espera de conocerle.

– En ese caso, sigamos adelante -dijo Townsend.

– Antes debo saber si está usted de acuerdo con nuestras condiciones -dijo Grenville.

– Creo que puede asumir usted que mi cliente ya ha tomado esa decisión -intervino Tom.

– Bien, en tal caso les acompañaré al despacho de E. B. para que ella le informe del siguiente paso a dar.

Grenville se levantó de detrás de la mesa, y condujo a los dos hombres por la escalera, hasta el decimocuarto piso del edificio. Al llegar ante el despacho de la señorita Beresford, se detuvo y llamó casi con deferencia.

– Pase -dijo una voz de mujer.

El director general abrió la puerta y les hizo pasar a una sala grande, agradablemente amueblada, desde la que se dominaba Wall Street. Causó la impresión inmediata de estar ocupada por una persona limpia, ordenada y eficiente.

Una mujer que Townsend imaginó que debía de tener unos cuarenta años, quizá cuarenta y cinco, se levantó desde detrás de una mesa y se adelantó para saludarles. Tenía aproximadamente la misma altura que Townsend, con un cabello oscuro perfectamente peinado y un rostro de expresión austera oculto tras un par de gafas bastante grandes. Vestía un traque chaqueta de corte elegante y color azul oscuro, con blusa de color crema.

– Buenas tardes, caballeros -dijo, al tiempo que extendía la mano-. Soy Elizabeth Beresford.

– Keith Townsend -dijo él, estrechándosela-. Mi asesor legal, Tom Spencer.

– Les dejaré a solas para que hablen del asunto -dijo David Grenville-. Pero antes de marcharse le ruego que pase por mi despacho, Keith. -Hizo una pausa antes de añadir-: Si se siente con ánimos para ello.

– Gracias -asintió Townsend.

Grenville abandonó la sala y cerró la puerta despacio tras él.

– Tomen asiento, por favor -invitó la señorita Beresford, que les indicó dos cómodos sillones frente a la mesa.

Al volverse para ocupar su propio sillón ante la mesa, Townsend observó la docena de carpetas que tenía encima.

– ¿Quiere alguno de ustedes tomar café? -preguntó.

– No, gracias -contestó Townsend, desesperado por meterse de lleno en el asunto.

Tom negó con un gesto de la cabeza.

– Soy una especie de médico de empresas -empezó a explicar la señorita Beresford-, y mi tarea, señor Townsend, es bien sencilla: tratar de salvar la Global Corp. de una muerte prematura. -Se reclinó en el sillón y junto las yemas de los dedos, con los codos apoyados en los reposabrazos-. Como cualquier médico que diagnostica un tumor, mi primera obligación consiste en determinar si es benigno o maligno. Debo decirle, ya desde el principio, que mi índice de éxitos en esta clase de operaciones es aproximadamente de uno por cada cuatro. Y también debería añadir que éste es el encargo más difícil que se me ha confiado hasta ahora.

– Gracias, señorita Beresford -dijo Townsend-. Es muy reconfortante oírle decir esas palabras.

Ella no demostró ninguna reacción ante el sarcasmo. Se inclinó hacia adelante y abrió una de las carpetas que tenía sobre la mesa.

– Aunque esta mañana he dedicado varias horas a repasar sus balances, y a pesar de la investigación adicional llevada a cabo por mi excelente equipo financiero, sigo sin poder juzgar con hechos si la valoración que hace el Financial Times de su compañía es exacta o no, señor Townsend. Ese periódico se ha contentado con una civilizada opinión según la cual sus compromisos financieros superan con mucho los activos, y mi tarea tiene que ser mucho más exacta.

»Mis problemas se han visto agravados por varias influencias externas. En primer lugar, y tras haber repasado sus datos, cualquier puede darse cuenta de que sufre usted de una enfermedad bastante común entre los hombres que se han hecho a sí mismos… Cuando están cerca de cerrar un trato, se sienten fascinados por un horizonte distante, hasta el punto de dejar en manos de otros que se preocupen acerca de cómo llegar hasta allí.

Tom hizo un esfuerzo por no sonreír.

– En segundo lugar, parece que ha cometido usted el error clásico que los japoneses describen tan singularmente como «el principio de Arquímedes», es decir, que su último negocio es a menudo más grande que la suma de todos los negocios anteriores juntos.

»Específicamente, siguió usted adelante y tomó prestados tres mil millones de dólares de una serie de bancos e instituciones financieras, con el propósito de comprar Multi Media, sin detenerse a considerar si el resto del grupo podía producir la liquidez necesaria para afrontar los pagos de un préstamo tan vasto. -Hizo una pausa y volvió a juntar las yemas de los dedos-. Me resulta difícil creer que aceptara usted asesoramiento profesional antes de llevar adelante esta transacción.

– Pedí asesoramiento profesional -dijo Townsend-, y el señor Spencer me aconsejó que no me metiera.

Se volvió a mirar a su abogado, que permaneció impasible.

– Comprendo -dijo la señorita Beresford-. Si yo fracaso, será el implacable jugador que hay en usted el que habrá sido la causa de su propia caída. Al leer anoche y durante esta mañana la información contenida en estas carpetas, he llegado a la conclusión de que la única razón por la que ha sobrevivido hasta el momento es porque a lo largo de los años ha conseguido ganar más de lo que ha perdido, y porque sus banqueros, aunque impulsados a menudo hacia la distracción, han mantenido la confianza en usted, a veces en contra de lo que les dictaba su sentido común.

– ¿Me va a dar usted alguna buena noticia? -preguntó Townsend. Ella ignoró la pregunta y continuó.

– Mi primera responsabilidad consistirá en repasar sus libros con toda escrupulosidad, estudiar cada una de sus empresas y compromisos, sea cual fuere su tamaño, el país donde ejerza sus actividades y la moneda en que lo haga, para tratar de encontrarle algún sentido al cuadro general. Una vez hecho eso, si llego a la conclusión de que la Global Corp. sigue siendo solvente en el sentido legal de la palabra, pasaré a una segunda fase que significará, indudablemente, la venta de algunos de los valores más preciados de la compañía, por muchos de los cuales estoy segura de que sentirá un cariño personal especial.

Townsend ni siquiera quiso pensar en qué tesoros estaría pensando ella. Se limitó a permanecer sentado y escuchar el diagnóstico del forense.

– Aun suponiendo que el proceso quede terminado de un modo satisfactorio, y como parte de un plan de emergencia, tendremos que emitir un comunicado de prensa para explicar por qué la Global Corp. se dispone a efectuar una liquidación voluntaria. Si eso fuera necesario, entregaría sin dilación ese comunicado de prensa a la agencia Reuters.

Townsend tragó saliva con dificultad.

– Pero si ese paso demostrara ser innecesario y seguimos trabajando juntos, pasaría entonces a la tercera fase, que me exigirá visitar a cada banco e institución financiera con la que esté relacionado, para tratar de convencerles de que le concedan un poco más de tiempo para devolver sus extraordinarios créditos. Aunque debo decir que, si yo estuviera en su lugar, no lo haría así.

Guardó un momento de silencio, se inclinó de nuevo hacia adelante y abrió otra carpeta.

– Parece ser -dijo, leyendo de una nota escrita a mano-, que tendría que visitar en ese caso un total de treinta y siete bancos y otras once instituciones financieras situadas en cuatro continentes, la mayoría de las cuales ya se han puesto en contacto conmigo esta misma mañana. Sólo espero que haya podido ser lo bastante convincente como para inducirles a esperar hasta que nos hayamos hecho una composición del cuadro general. -Sus manos se desplazaron por el aire, sobre las carpetas-. Si por algún milagro se pudieran completar las fases uno, dos y tres, mi tarea final, y con mucho la más difícil, consistiría en convencer a esos mismos bancos e instituciones, actualmente tan recelosos en cuanto a las perspectivas futuras de su grupo, que deben permitirle establecer un paquete de medidas financieras que aseguren la supervivencia a largo plazo de la compañía. No podré alcanzar esa fase, sin embargo, a menos que pueda demostrarles, con cifras auditadas de modo independiente, que sus préstamos están asegurados por verdaderos valores de mercado y por una liquidez positiva. Y estoy segura de que no le sorprenderá saber que eso es algo de lo que yo misma tengo que quedar previamente convencida. Tampoco debe imaginar ni por un momento que si fuera usted tan afortunado como para llegar a la cuarta fase, puede por ello relajarse. Antes al contrario, porque será entonces cuando se le comunicarán los detalles de la quinta fase.

Townsend notaba que el sudor empezaba a resbalarle por la nariz.

– Ha habido un aspecto en el que el Financial Times ha sido exacto -continuó ella-. Si uno solo de los bancos no estuviera dispuesto a colaborar, entonces, y cito textualmente, eso sería suficiente para que «todo el edificio se desplome». En el caso de que ése fuera el resultado final, le pasaría el caso a un colega mío que trabaja en el piso de abajo, y que se especializa en liquidaciones.

»Concluiré diciéndole, señor Townsend, que si espera usted evitar el destino de sus compatriotas, el señor Alan Bond y el señor Christopher Skase, no sólo tiene que estar de acuerdo en cooperar plenamente conmigo, sino que también tiene que darme la seguridad de que, a partir del momento en que salga de este despacho, no firmará un solo cheque sin consultar antes conmigo, ni transferirá ningún dinero de ninguna cuenta que esté bajo su control, a excepción de aquello que sea absolutamente necesario para cubrir los gastos corrientes cotidianos. Y ni siquiera entonces pueden exceder, bajo ninguna circunstancia, la cantidad de dos mil dólares.

– ¿Dos mil dólares? -repitió Townsend.

– Sí -asintió ella-. Podrá ponerse en contacto conmigo en cualquier momento, de día o de noche, y nunca tendrá que esperar más de una hora a que yo tome una decisión. Sin embargo, si cree usted que no puede aceptar estas condiciones -añadió, cerrando la carpeta-, entonces no estoy dispuesta a seguir representándole, y con ello incluyo a este banco, cuya reputación, no hace falta decirlo, también está en juego. Espero haber dejado bien clara mi postura, señor Townsend.

– Abundantemente -asintió Townsend, que tenía la sensación de haber mantenido diez asaltos con un peso pesado.

Elizabeth Beresford se reclinó en su sillón.

– Naturalmente, puede usted solicitar asesoramiento profesional -dijo-. En cuyo caso me complacería ofrecerle la utilización de una de nuestras salas de consulta.

– Eso no será necesario -dijo Townsend-. Si mi asesor profesional hubiera estado en desacuerdo con cualquier aspecto de su valoración, tal como lo ha planteado usted, ya lo habría dicho así hace rato. -Tom se permitió esbozar una sonrisa-. Cooperaré con todas sus recomendaciones.

Townsend se volvió a mirar a Tom, que hizo un gesto de asentimiento.

– Bien -dijo la señorita Beresford-. En ese caso podría empezar por entregarme sus tarjetas de crédito.

Tres horas más tarde, Townsend se levantó de la silla, estrechó la mano de Elizabeth Beresford y, sintiéndose totalmente exhausto, la dejó en compañía de sus carpetas. Tom regresó a su oficina mientras él subía lentamente los escalones que conducían al piso superior y recorría el pasillo hasta llegar a la puerta del despacho del director general. Estaba a punto de llamar cuando David Grenville abrió la puerta y apareció ante él con un gran vaso de whisky.

– Tengo la sensación de que podría necesitar esto -le dijo, entregándole el vaso a Townsend-. Pero antes dígame, ¿ha sobrevivido a los asaltos iniciales de E. B?

– No estoy muy seguro -contestó él-. Pero estoy ocupado todas las tardes, desde las tres hasta las seis durante los próximos quince días, incluidos los fines de semana. -Tomó un gran trago de whisky y añadió-: Y ella se ha quedado hasta con mis tarjetas de crédito.

– Eso es una buena señal -dijo Grenville-. Demuestra que no da su caso por perdido. A veces, E. B. se limita a enviar las carpetas a un despacho situado un piso más abajo en cuanto ha terminado la primera reunión.

– ¿Y encima debo sentirme agradecido? -preguntó Townsend después de vaciar el whisky.

– No, sólo temporalmente aliviado -dijo Grenville-. ¿Se siente todavía con ánimos para asistir esta noche a la cena de banqueros? -le preguntó al tiempo que le servía un segundo whisky.

– Bueno, la verdad es que esperaba acompañarle -contestó Townsend-, pero resulta que ella -y señaló con un dedo hacía el piso de abajo-, me ha puesto tantos deberes para hacer en casa y dejarlos terminados antes de las tres de la tarde de mañana que…

– Creo que sería prudente que hiciera usted una aparición en público esta noche, Keith. En las circunstancias actuales, su ausencia podría malinterpretarse con suma facilidad.

– Quizá sea cierto, pero ¿no me enviará ella a casa antes de que sirvan los entremeses?

– Lo dudo, porque le he situado a la derecha de donde ella se sienta. Todo esto forma parte de mi estrategia para convencer al mundo de la banca de que estamos apoyándole por completo.

– Demonios, ¿cómo se comporta esa mujer en un ambiente social?

El presidente reflexionó un momento sobre la pregunta, antes de contestar:

– Debo confesar que a E. B. no le gusta mucho hablar de fruslerías.

37

Carlos y Diana: «Motivo de preocupación»

– Tiene una llamada de Suiza por la línea uno, señor Armstrong -dijo la secretaria temporal cuyo nombre ya no recordaba-. Dice llamarse Jacques Lacroix. También retengo otra llamada de Londres por la línea dos.

– ¿Quién llama desde Londres? -preguntó Armstrong.

– Un tal señor Peter Wakeham.

– Dígale que espere, y páseme directamente la llamada de Suiza.

– ¿Es usted, Dick?

– Sí, Jacques. ¿Cómo está, viejo amigo? -preguntó Armstrong con voz alegre.

– Un poco inquieto, Dick -fue la suave respuesta desde Ginebra.

– ¿Por qué? -preguntó Armstrong-. La semana pasada deposité un cheque por importe de cincuenta millones de dólares en su sucursal de Nueva York. Tengo incluso el recibo.

– No discuto el hecho de que depositara ese cheque -dijo Lacroix-. El propósito de mi llamada es para comunicarle que hoy nos ha sido devuelto por el banco, con la anotación «Guardar en el cajón».

– Tiene que haber algún error -dijo Armstrong-. Sé que esa cuenta dispone de fondos más que suficientes para cubrir esa cantidad.

– Quizá sea así. Pero alguien se niega a entregarnos esos fondos y, de hecho, ha dejado bien claro, a través de los canales habituales, que en el futuro no cubrirán ningún cheque que se les presente al cobro sobre esa cuenta.

– Les llamaré inmediatamente y luego le llamaré a usted -dijo Armstrong.

– Le agradecería que así lo hiciera -dijo Lacroix.

Armstrong colgó y observó que la luz parpadeaba en lo alto del teléfono. Recordó que Wakeham todavía esperaba por la línea dos y levantó de nuevo el teléfono.

– Peter, ¿qué demonios está pasando ahí?

– Ni siquiera yo mismo estoy seguro de saberlo -admitió Peter-. Lo único que puedo decirle es que Paul Maitland y Eric Chapman me visitaron en casa a últimas horas de anoche y me preguntaron si había firmado algún cheque sobre la cuenta del fondo de pensiones. Les dije exactamente lo que usted me pidió que les dijera, pero tengo la impresión de que Maitland ha dado ahora órdenes para que no se pague ningún cheque que lleve mi firma.

– ¿Quiénes diablos se creen que son? -aulló Armstrong-. Es mi compañía y haré con ella lo que me plazca.

– Sir Paul dice que ha tratado de ponerse en contacto con usted desde hace una semana, pero no le ha devuelto sus llamadas. Durante una reunión del comité financiero celebrada la semana pasada dijo que si no aparecía en la reunión del consejo de administración del próximo mes, no le quedaría más remedio que dimitir.

– Pues que dimita, ¿a quién le importa eso? En cuanto se haya marchado puedo nombrar a cualquiera que sea de mi gusto como presidente.

– Desde luego que puede hacerlo -asintió Peter-. Pero creo que le gustaría saber que su secretaria me ha dicho que se ha pasado los últimos días redactando una y otra vez un comunicado de prensa para anunciar su dimisión.

– ¿Y qué? -preguntó Armstrong-. Nadie se molestará en seguir su ejemplo.

– Yo no estoy tan seguro de eso -dijo Peter.

– ¿Qué le hace decir eso?

– Después de que su secretaria se marchara, me di una vuelta por su despacho y conseguí ver la declaración en su ordenador.

– ¿Y qué dice?

– Dice, entre otras cosas, que solicitará a la Comisión de Bolsa que suspenda la cotización de nuestras acciones hasta que se lleve a cabo una investigación completa.

– No tiene autoridad para hacer eso -gritó Armstrong-. Algo así tendría que ser aprobado por el consejo.

– Creo que tiene la intención de solicitar esa autorización en el próximo consejo -dijo Peter.

– Entonces dígale con toda claridad que estaré presente en esa reunión -aulló Armstrong por el teléfono-, y que el único comunicado de prensa que se emitirá será el mío anunciando las razones por las que sir Paul Maitland ha tenido que ser sustituido como presidente del consejo de administración.

– Quizá sea mejor que se lo diga usted mismo -comentó Peter con voz serena-. Yo me limitaré a decirle que tiene usted la intención de estar presente.

– Dígale lo que se le antoje, pero déjele bien claro que no debe emitir ningún comunicado de prensa hasta que yo no regrese, a finales de mes.

– Haré todo lo que pueda, Dick, pero…

Peter escuchó un clic al otro extremo de la línea.

Armstrong trató de poner en orden sus pensamientos. Sir Paul podía esperar. Su primera prioridad consistía en conseguir de algún modo cincuenta millones de dólares antes de que Jacques Lacroix le hiciera saber al mundo entero su secreto. El Tribune todavía no lograba despegar, a pesar de todos sus esfuerzos. Incluso después del segundo acuerdo de despido colectivo con los sindicatos, la compañía mostraba una liquidez desastrosamente negativa. Ya había tenido que retirar trescientos millones de libras esterlinas del fondo de pensiones sin conocimiento del consejo de administración para quitarse a los sindicatos de encima, y para mantener el precio de las acciones, ya que no podía seguir comprando cantidades tan masivas de acciones de su propia compañía. Pero si no lograba pagar a los suizos en los próximos días, sabía que las acciones volverían a bajar y esta vez no dispondría de una fuente de fondos de la que echar mano.

Se volvió a mirar el reloj internacional que colgaba de la pared, por detrás de su mesa, para comprobar qué hora era en Moscú. Poco después de las seis de la tarde, pero sospechaba que el hombre con el que deseaba hablar se encontraría todavía en su despacho. Tomó el teléfono y le pidió a su secretaria que le pusiera con un número de Moscú.

Colgó el teléfono. Nadie se había sentido más satisfecho que Armstrong cuando el mariscal Tulpanov fue nombrado jefe de la KGB. Desde entonces había efectuado varios viajes a Moscú y de ese modo había conseguido varios grandes contratos en países del este de Europa. Pero recientemente había descubierto que ya no le resultaba tan fácil ponerse en contacto con Tulpanov.

Armstrong empezó a sudar mientras esperaba a que le pasaran la llamada. A lo largo de los años había estado presente en una serie de encuentros con Mijail Gorbachov, que parecía bastante receptivo a sus ideas. Pero entonces llegó Boris Yeltsin al poder. Tulpanov le presentó al nuevo líder ruso, pero Armstrong salió de aquella reunión con la sensación de que ninguno de ellos apreciaba lo importante que era él.

Mientras esperaba la comunicación hojeó las páginas de su Filofax, en busca de nombres que pudieran ayudarle en su actual dilema. Al llegar a la C se encontró con Sally Carr. En ese momento, sonó el teléfono. Lo tomó y escuchó una voz en ruso que preguntaba quién deseaba hablar con el mariscal Tulpanov.

– Lubji, sector de Londres -contestó.

Se escuchó un clic, y la voz familiar del jefe de la KGB surgió por la línea.

– ¿Qué puedo hacer por usted, Lubji? -preguntó.

– Necesito un poco de ayuda, Sergei -empezó a decir Armstrong.

No se produjo una respuesta inmediata.

– ¿Y qué forma espera usted que cobre esa ayuda? -preguntó finalmente Tulpanov con un tono contenido.

– Necesito un préstamo a corto plazo de cincuenta millones de dólares. Se lo devolvería en el término de un mes, se lo garantizo.

– Pero camarada -dijo el jefe de la KGB-, ya tiene usted siete millones de dólares de nuestro dinero. Algunos de mis comandantes de estación me comunican que no han recibido sus derechos de autor por la publicación de nuestro último libro.

A Armstrong se le secó la boca.

– Lo sé, lo sé, Sergei -rogó-. Pero sólo necesito un poco más de tiempo y podré devolvérselo todo en el mismo paquete.

– No estoy seguro de que quiera correr ese riesgo -dijo Tulpanov después de otro prolongado silencio-. Creo que los británicos dicen algo respecto de arrojar buen dinero detrás del malo. Y haría bien en recordar, Lubji, que el Financial Times no sólo se lee en Londres y Nueva York, sino también en Moscú. Creo que esperaré a ver mis siete millones depositados en las cuentas adecuadas, antes de considerar siquiera la idea de prestarle más dinero. ¿Me he explicado con claridad?

– Sí -contestó Armstrong en voz baja.

– Bien. Le daré hasta finales de mes para cumplir con sus obligaciones. En caso contrario, me temo que nos veremos obligados a recurrir a métodos menos sutiles. Creo que ya le indiqué, hace muchos años, que en algún momento tendría que tomar una decisión acerca de en qué lado quería estar. Se lo recuerdo sólo porque, en estos momentos, y por citar otro dicho inglés, parece estar jugando con los dos extremos en contra del centro.

– No, eso no es justo -protestó Armstrong-. Estoy de su lado, Sergei. Siempre he estado de su lado.

– Escucho lo que me está diciendo, Lubji, pero si nuestro dinero no ha sido devuelto a finales de mes, no podré hacer nada por ayudarle. Y después de una amistad tan larga entre nosotros, eso sería de lo más desafortunado. Estoy seguro de que se dará cuenta de la tesitura en la que me coloca.

Armstrong oyó que la línea quedaba cortada. Su frente estaba cubierta de sudor. Se sintió mal. Colgó el teléfono, sacó una polvera del bolsillo y empezó a pasarse la torunda de algodón por la frente y las mejillas. Trató de concentrarse. Pocos momentos más tarde tomó el teléfono de nuevo.

– Póngame con el primer ministro de Israel.

– ¿Es un número de Manhattan? -preguntó la secretaria temporal.

– Maldita sea, ¿es que soy yo la única persona que queda en este edificio capaz de realizar una tarea tan sencilla?

– Lo siento -balbuceó la secretaria.

– No se moleste. Ya lo haré yo mismo -gritó Armstrong.

Consultó el Filofax y marcó el número. Mientras esperaba, se dedicó a pasar de nuevo las páginas del Filofax. Al llegar a la H se encontró con Julius Hahn y una voz al otro extremo de la línea dijo:

– Despacho del primer ministro.

– Soy Dick Armstrong. Necesitaría hablar urgentemente con el primer ministro.

– Veré si puedo interrumpirle, señor.

Otro clic, otra espera, unas cuantas páginas más hasta llegar a la letra L, Sharon Levitt.

– Dick, ¿es usted? -preguntó el primer ministro Shamir.

– Sí, soy yo, Yitzhak.

– ¿Cómo está, viejo amigo?

– Estupendamente -contestó Armstrong-. ¿Y usted, qué tal?

– Estoy bien, gracias. -Hizo una pausa-. Tengo los problemas habituales, claro, pero al menos me conservo con buena salud. ¿Cómo está Charlotte?

– Charlotte está muy bien -contestó Armstrong, incapaz de recordar cuándo la había visto por última vez-. Está en Oxford, cuidando de los nietos.

– ¿Cuántos tiene ahora? -preguntó Shamir.

Armstrong se lo tuvo que pensar un momento.

– Tres -contestó, y casi añadió: «¿O son cuatro?».

– Ah, hombre afortunado. ¿Y sigue manteniendo felices a los judíos de Nueva York?

– Siempre puede contar conmigo para eso -contestó Armstrong.

– Sé que podemos, viejo amigo -le aseguró el primer ministro-. Bien, dígame, ¿qué puedo hacer por usted?

– Se trata de una cuestión personal, Yitzhak, en la que espero que pueda aconsejarme.

– Haré todo lo que pueda por ayudar. Israel siempre estará en deuda con usted por el trabajo que ha hecho por nuestro pueblo. Dígame en qué puedo ayudarle, viejo amigo.

– Es una petición muy sencilla -contestó Armstrong-. Necesito un préstamo a corto plazo de cincuenta millones de dólares, que serán devueltos en un mes como máximo. Me preguntaba si podría usted ayudar de alguna forma.

Se produjo un prolongado silencio antes de que el primer ministro contestara.

– El gobierno no se dedica a hacer préstamos, claro, pero podría hablar con el presidente del Banco Leumi si cree que eso puede serle útil.

Armstrong decidió no decirle al primer ministro que ya tenía un préstamo vencido con ese banco concreto por importe de veinte millones de dólares, y le habían dejado bien claro que no le prestarían más.

– Es una buena idea, Yitzhak. Pero no se moleste. Yo mismo me pondré en contacto con él -añadió tratando de dar a su voz un tono alegre.

– Y a propósito, Dick -dijo el primer ministro-, ahora que lo tengo al teléfono… En relación con su otra petición…

– ¿Sí? -preguntó Armstrong, cuyas esperanzas aumentaron por un momento.

– Sin pretender ser morboso por ello, el Knesset acordó la semana pasada que fuera usted enterrado, llegado el momento, en el Monte de los Olivos, un privilegio que sólo se concede a aquellos judíos que han prestado un gran servicio al Estado de Israel. Felicitaciones. Como bien sabe, no todo primer ministro puede estar seguro de conseguirlo. -Se echó a reír-. Aunque espero que no aproveche usted la ventaja de esta oferta durante muchos años.

– Esperemos que tenga razón -dijo Armstrong.

– ¿Le veré entonces a usted y a Charlotte en Londres al mes que viene, en el banquete del Guildhall?

– Sí, esperamos ese momento con ilusión -contestó Armstrong-. Le veré entonces. Pero no quisiera ocuparle ahora más de su tiempo, señor primer ministro.

Armstrong colgó el teléfono, repentinamente consciente de que tenía la camisa empapada de sudor y pegada al cuerpo. Se levantó pesadamente del sillón y se dirigió al cuarto de baño, quitándose la chaqueta y desabrochándose la camisa mientras avanzaba. Una vez que hubo cerrado la puerta tras él, se secó con la toalla y se puso la tercera camisa limpia del día.

Regresó a la mesa y continuó revisando la lista de números de teléfono, hasta que llegó a la S, Arno Schultz. Levantó el teléfono y le pidió a la secretaria que le pusiera con su abogado.

– ¿Tiene usted su número? -preguntó la secretaria.

Después de otro estallido, colgó el teléfono y poco después marcaba él mismo el número de Russell. Sin pensar, pasó unas pocas páginas más del Filofax hasta que oyó la voz del abogado al otro extremo de la línea.

– ¿Tengo cincuenta millones de dólares ocultos en alguna parte del mundo? -le preguntó de inmediato.

– ¿Para qué los necesita? -preguntó Russell.

– Los suizos empiezan a amenazarme.

– Creía que les había pagado la semana pasada.

– Así lo hice.

– ¿Qué ocurrió con esa fuente inagotable de fondos?

– Se ha secado.

– Comprendo. ¿Cuánto ha dicho que necesita?

– Cincuenta millones.

– Bueno, se me ocurre una forma con la que podría conseguir por lo menos esa cantidad.

– ¿Cómo? -preguntó Armstrong, que hizo un esfuerzo para que su voz no sonara desesperada.

Russell vaciló antes de contestar.

– Siempre podría vender el 46 por ciento de sus acciones en el New York Star.

– Pero ¿quién podría poner encima de la mesa esa cantidad de dinero en tan poco tiempo?

– Keith Townsend. -Russell apartó de la oreja el teléfono y esperó a escuchar la palabra «¡Nunca!» resonando con fuerza por la línea. Al comprobar que no ocurría eso, continuó-: Supongo que estaría de acuerdo en pagar la acción por encima del precio del mercado, porque eso le garantizaría el control completo de la compañía.

Russell volvió a apartar el teléfono de la oreja, a la espera del estallido. Pero Armstrong se limitó a decir:

– ¿Por qué no habla usted con sus abogados?

– No creo que sea ése el mejor método -contestó Russell-. Si yo le llamara así, de improviso, Townsend llegaría rápidamente a la conclusión de que andaba usted escaso de fondos.

– ¡Eso no es cierto! -gritó Armstrong.

– Nadie está sugiriendo que sea así -dijo Russell-. ¿Asistirá usted a la cena de banqueros de esta noche, en el Four Seasons?

– ¿La cena de banqueros? ¿Qué cena de banqueros?

– El encuentro anual que mantienen los principales actores del mundo financiero y sus invitados. Sé que ha sido usted invitado, porque he leído en el Tribune que se sentará entre el gobernador y el alcalde.

Armstrong comprobó la hoja impresa de compromisos del día, que tenía sobre la mesa.

– Tiene razón. Se supone que debo asistir. ¿Por qué lo pregunta?

– Tengo la impresión de que Townsend también estará presente, aunque sólo sea para hacerle saber al mundo de la banca que todavía está vivo después de ese desgraciado artículo publicado en el Financial Times.

– Supongo que lo mismo podría decirse de mí -observó Armstrong con un tono de voz insólitamente taciturno.

– Podría ser la oportunidad ideal para sacar a relucir el tema con la mayor naturalidad posible, y comprobar qué clase de reacción obtiene.

Otro teléfono empezó a sonar en ese momento.

– Espere un momento, Russell -dijo Armstrong, que descolgó el otro teléfono. Era su secretaria-. ¿Qué quiere ahora? -aulló Armstrong tan fuerte que Russell se preguntó por un momento si todavía hablaba con él.

– Siento interrumpirle, señor Armstrong, pero el hombre de Suiza acaba de llamar otra vez.

– Dígale que yo volveré a llamarle -dijo Armstrong.

– Insistió en esperar, señor. ¿Quiere que le pase?

– Tendré que llamarle dentro de un momento, Russell dijo Armstrong cambiando de teléfono.

Se quedó mirando por un momento el Filofax, abierto por la letra T.

– Jacques -dijo por el otro teléfono-. Creo que ya he podido solucionar nuestro pequeño problema.

38

El alcalde le dice al jefe de policía: «El armario está vacío»

Townsend detestaba la idea de tener que vender sus acciones del Star, y precisamente a Richard Armstrong. Sostuvo la pajarita frente al espejo y maldijo de nuevo en voz alta. Sabía que todo aquello en lo que Elizabeth Beresford había insistido aquella tarde era probablemente su única esperanza de supervivencia.

Quizá Armstrong no apareciera en la cena. Eso, al menos, le permitiría farolear durante unos pocos días más. ¿Cómo hacerle comprender a E. B. que, de todos sus valores, el Star sólo se veía superado en sus afectos por el Melbourne Courier? Se estremeció al pensar que ella todavía no le había dicho lo que en su opinión tendría que ser liquidado en Australia.

Townsend revisó el cajón de abajo en busca de una camisa de gala, y se sintió aliviado al encontrar una perfectamente envuelta en un paquete de celofán. La sacó. ¡Maldición! Lanzó el exabrupto cuando el botón superior se desprendió, al tratar de desabrocharlo, y volvió a maldecir al recordar que Kate no regresaría de Sydney hasta dentro de otra semana. Se puso la pajarita, con la esperanza de que ocultara el problema. Se miró en el espejo. No lo ocultaba del todo. Y lo que era peor, el cuello de la chaqueta parecía tan brillante que tenía el aspecto de un director de orquesta de los años cincuenta. Kate le había dicho desde hacía años que se comprara una nueva chaqueta de esmoquin, y quizá hubiera llegado el momento de seguir su consejo. Fue entonces cuando recordó que ya no disponía de sus tarjetas de crédito.

Esa noche, al salir del apartamento y tomar el ascensor para bajar al coche que le esperaba, Townsend no pudo evitar el darse cuenta por primera vez que su chófer llevaba un traje de aspecto más elegante que todo lo que él tuviera en su propio guardarropa. Mientras la limusina iniciaba el lento trayecto hacia el Four Seasons, se arrellanó en el asiento de atrás y trató de imaginar cómo podría plantear el tema de vender sus acciones en el Star en el caso de que se encontrara un momento a solas con Dick Armstrong.


Armstrong pensó que una de las cosas buenas de una chaqueta cruzada y bien cortada era que ayudaba a ocultar el propio exceso de peso. Esa noche había pasado más de una hora dejando que el mayordomo le tiñera el cabello y la doncella le hiciera la manicura. Al mirarse en el espejo, se sintió convencido de que pocos de los que asistieran a la cena de banqueros de esa noche creerían que él ya tenía casi setenta años.

Russell le había llamado por teléfono poco antes de salir del despacho, para decirle que había calculado que el valor de sus acciones del Star debía de ser entre sesenta y setenta millones de dólares, y estaba convencido de que Townsend estaría dispuesto a pagar una bonificación si lograba adquirir todo el paquete.

Por el momento, lo único que necesitaba eran cincuenta y siete millones de dólares. Eso permitiría taparle la boca a los suizos, a los rusos e incluso a sir Paul.

Al detenerse la limusina en el Four Seasons, un hombre joven, vestido con una elegante chaqueta roja, se precipitó a abrirle la portezuela. Al ver quién era el que hacía esfuerzos por incorporarse y bajar del coche, se llevó una mano a la gorra.

– Buenas noches, señor Armstrong.

– Buenas noches -contestó Armstrong y le entregó al joven un billete de diez dólares.

Al menos seguiría habiendo una persona convencida de que él todavía era un multimillonario. Subió la ancha escalera que conducía al comedor y se unió a la corriente de otros invitados. Algunos de ellos se volvieron para sonreírle. Otros le señalaron con gestos. Se preguntó que se estarían susurrando entre sí. ¿Predecían su caída, o hablaban de su genio? En cualquier caso, les devolvió las sonrisas.

Russell ya le esperaba en lo alto de la escalera. Al dirigirse juntos hacia el comedor, se inclinó hacia él y le susurró:

– Townsend ya ha llegado. Está en la mesa catorce, como invitado de J. P. Grenville.

Armstrong asintió con un gesto, consciente de que J. P. Grenville había sido el banquero comercial de Townsend desde hacía más de veinticinco años. Entró en el comedor, encendió un largo puro habano y empezó a abrirse paso entre las atestadas mesas redondas. Ocasionalmente se detenía para estrechar una mano que se le tendía, o para charlar un momento con alguien de quien sabía que era capaz de prestar grandes sumas de dinero.

Townsend estaba de pie, tras su silla de la mesa catorce, y observó a Armstrong que avanzaba lentamente hacia la mesa de honor. Finalmente, se sentó entre el gobernador Cuomo y el alcalde Dinkins. Sonreía cada vez que un invitado le saludaba desde la distancia, suponiendo siempre que el saludo iba dirigido a él.

– Esta noche podría encontrar su mejor oportunidad -le comentó Elizabeth Beresford, que también miraba hacia la mesa de honor.

Townsend asintió con un gesto.

– Quizá no sea tan fácil hablar con él en privado.

– Si quisiera usted comprar sus acciones, seguro que encontraría una forma rápida de hacerlo.

¿Por qué aquella condenada mujer tenía siempre razón?

El maestro de ceremonias hizo sonar varias veces el martillo sobre la mesa hasta que todos los presentes guardaron silencio para que el rabino pronunciara una oración. Más de la mitad de los presentes llevaban kipas sobre la coronilla, incluido Armstrong, algo que Townsend nunca le había visto hacer en una función pública en Londres.

Una vez que los invitados se sentaron, un numeroso grupo de camareros empezó a servir la sopa. Townsend no tardó mucho tiempo en descubrir que David Grenville había tenido razón al valorar la conversación de E. B., que terminó mucho antes de que él hubiera terminado el primer plato. En cuanto se sirvió el plato principal se volvió hacia él, bajó el tono de voz y empezó a hacerle una serie de preguntas acerca de sus valores australianos. Contestó a cada una de ellas lo mejor que pudo, sabiendo que hasta la menor inexactitud sería recogida y utilizada más tarde como prueba contra él. Sin hacer la menor concesión al hecho de que se encontraban en una ocasión social, ella abordó el tema de cómo pensaba plantear el tema de venderle a Armstrong sus acciones en el Star.

Después de que las respuestas de Townsend llenaran la contratapa de dos tarjetas del menú, la primera oportunidad para escapar al interrogatorio de E. B. se le presentó cuando llegó un camarero para llenarle la copa de vino. Aprovechó el momento para volverse hacia Carol Grenville, la esposa del presidente del banco, que estaba sentada a su izquierda. Las únicas preguntas a las que Carol deseaba encontrar respuesta fueron: «¿Cómo están Kate y los niños?», y «¿Ha visto usted la reposición de Chicos y chicas?».

– ¿Ha visto usted la reposición de Chicos y chicas, Dick? -preguntó el gobernador.

– No, no la he visto, Mario -contestó Armstrong-. Con eso de dirigir los periódicos de mayor éxito de Nueva York y Londres no encuentro últimamente tiempo para asistir al teatro. Y, francamente, con las elecciones tan cerca, me sorprende que usted pueda asistir.

– No olvide nunca, Dick, que los votantes también acuden al teatro -comentó el gobernador-. Y si uno se sienta en la quinta fila de las butacas de platea, tres mil de ellos le ven a uno inmediatamente. Siempre les complace descubrir que uno tiene sus mismos gustos.

Armstrong se echó a reír.

– Nunca habría podido ser político -comentó, al tiempo que levantaba una mano. Un instante después, un camarero apareció a su lado-. ¿Puede servirme un poco más? -le susurró Armstrong.

– Desde luego, señor -asintió el camarero de la mesa de honor, aunque casi podría jurar que ya le había servido a Armstrong una segunda ración.

Armstrong miró hacia la derecha, donde estaba sentado David Dinkins, y observó que apenas probaba la comida, un hábito bastante común entre quienes tenían que hablar después de la cena, según había podido descubrir a lo largo de los años. El alcalde, con la cabeza inclinada, comprobaba su texto escrito, y efectuaba algún pequeño cambio de última hora con un bolígrafo del Four Seasons.

Armstrong no hizo ningún intento por interrumpirlo en su tarea, y observó que Dinkins hacía un gesto de rechazo cuando se le ofreció una crème brûlée, lo que él aprovechó para sugerirle al camarero que la dejara a su lado, por si acaso el alcalde cambiaba de opinión. Cuando Dinkins acabó de repasar el texto de su discurso, Armstrong ya había dado buena cuenta de su postre. Se sintió encantado al ver una bandeja de petits fours situada entre ellos, un momento después de que se sirviera el café.

Durante los discursos que siguieron, Townsend se sintió distraído. Trató de no pensar demasiado en sus problemas actuales, pero una vez que se apagaron los aplausos tras la salutación de agradecimiento del presidente de la Asociación de la Banca, se dio cuenta de que apenas si lograba recordar nada de lo que éste había dicho.

– Los discursos han sido excelentes, ¿no le parece? -preguntó David Grenville desde el otro lado de la mesa-. Dudo que este año vuelva a haber oradores tan distinguidos para dirigirse al público en Nueva York.

– Probablemente tiene usted razón -asintió Townsend.

Su único pensamiento se centraba ahora en cuánto tendría que quedarse por allí antes de que E. B. le permitiera regresar a casa. Al mirar a su derecha, vio que la mirada de aquella mujer se hallaba fija en la mesa de honor.

– Keith -dijo una voz tras él.

Se volvió y se levantó, para recibir el abrazo de oso por el que era justamente famoso el alcalde de Nueva York. Townsend aceptaba que debía haber alguna que otra desventaja en aquello de ser el propietario del Star.

– Buenas noches, señor alcalde -saludó-. Qué agradable volver a verle. Me permito felicitarle por su excelente discurso.

– Gracias, Keith, pero no es ésa la razón por la que he venido para charlar un momento con usted. -Dirigió el dedo índice hacia el pecho de Townsend-. ¿Por qué tengo la sensación de que el director de su periódico se mete demasiado conmigo? Sé que es irlandés, pero quisiera que le preguntara cómo puede esperar que aumente otra vez el salario de los miembros del departamento de policía de Nueva York cuando la ciudad ya se ha quedado sin dinero para lo que resta del año. ¿Acaso quiere que vuelva a aumentar los impuestos, o que deje a la ciudad en bancarrota?

Townsend le habría recomendado al alcalde que empleara a E. B. para solucionar el problema del departamento de policía, pero cuando David Dinkins dejó de hablar, le dijo que hablaría con su director a la mañana siguiente, para añadir, sin embargo, que siempre había seguido la política de no interferir en el contenido editorial de ninguno de sus periódicos.

E. B. enarcó una ceja, lo que no hizo sino indicarle lo muy meticulosamente que ella había revisado sus carpetas.

– Le estoy agradecido, Keith -dijo el alcalde-. Estaba seguro de que una vez que le explicara contra qué tengo que enfrentarme, comprendería usted mi postura, aunque difícilmente sabrá usted lo que significa no poder pagar sus facturas a fin de mes.

El alcalde miró por encima del hombro de Townsend, y anunció en tono más alto.

– Ahí llega un hombre que nunca me causa ningún problema.

Townsend y E. B. se volvieron al unísono para ver a quién se refería. El alcalde señalaba con un gesto hacia Richard Armstrong.

– Supongo que son ustedes viejos amigos -dijo el alcalde, que los tomó a ambos por el brazo.

Cualquiera de los dos podría haber contestado a la pregunta si Dinkins no se hubiera alejado para continuar su ronda de visitas a la búsqueda de sacar algo. Elizabeth se apartó discretamente, pero no tanto como para dejar de escuchar cada una de las palabras que se cruzaran entre ellos.

– ¿Cómo está, Dick? -preguntó Townsend, a pesar de no sentir el menor interés por el bienestar de Armstrong.

– Nunca me he sentido mejor -contestó Armstrong, que se volvió para arrojar una nube de humo en dirección a Elizabeth.

– Tiene que haber sido un alivio para usted solucionar finalmente sus disputas con los sindicatos.

– Al final no tuvieron más remedio que aceptar -dijo Armstrong-. O aceptaban mis condiciones, o cerraba el periódico.

Russell se les acercó despacio y quedó situado cerca de ellos, por detrás.

– Pero a qué precio -dijo Townsend.

– Un precio que me puedo permitir -replicó Armstrong-. Sobre todo ahora que el periódico empieza a dar beneficios cada semana. Sólo espero que pueda usted conseguir lo mismo con Multi Media -comentó y aspiró profundamente el humo del puro.

– Eso nunca ha sido un problema para Multi Media, desde el primer día -dijo Townsend-. Con la liquidez que genera esa empresa, mi mayor preocupación consiste en disponer de personal suficiente para ingresar el dinero en el banco.

– Debo admitir que escupirle tres mil millones a ese vaquero demostró que tiene usted agallas. Yo sólo le ofrecí mil quinientos a Henry Sinclair, y sólo después de que mis contables revisaran sus libros con lupa.

En circunstancias diferentes, Townsend podría haberle recordado que en la cena ofrecida por el alcalde el año anterior, en el ayuntamiento, Armstrong le había dicho que había ofrecido a Sinclair dos mil quinientos millones, a pesar de que ni siquiera le habían permitido revisar sus cuentas, pero sabía que no podía decirle eso teniendo a E. B. a dos pasos de distancia.

Armstrong aspiró de nuevo profundamente de su habano antes de pronunciar su siguiente frase, bien meditada.

– ¿Sigue usted teniendo tiempo para ocuparse de mis intereses en el Star?

– Más que suficiente, desde luego -contestó Townsend-. Y aunque quizá no alcance la tirada del Tribune, estoy convencido de que ya le gustaría cambiarlas por los beneficios del Star.

– Dentro de un año, por estas mismas fechas, le aseguro que el Tribune le habrá adelantado al Star en ambos aspectos.

Ahora le tocó a Russell enarcar una ceja.

– Bueno, podemos comparar notas en la cena del próximo año – dijo Townsend-. Para entonces todo estará tan claro que cualquiera podrá verlo.

– Mientras yo controle el cien por cien del Tribune y el 46 por ciento del Star, estoy destinado a llevarme el gato al agua en cualquier caso -dijo Armstrong. Elizabeth frunció el ceño.

– De hecho, si Multi Media vale tres mil millones de dólares -siguió diciendo Armstrong-, mis acciones en el Star tienen que valer por lo menos cien millones para cualquiera.

– Si eso fuera así -replicó Townsend, con ligera precipitación-, las mías deben de valer bastante más de cien millones.

– Quizá haya llegado el momento de que uno de los dos se las compre al otro -dijo Armstrong.

Los dos hombres guardaron silencio. Russell y Elizabeth se miraron el uno al otro.

– ¿En qué estaba usted pensando? -preguntó Townsend finalmente.

Russell volvió la atención a su cliente, sin estar muy seguro de saber cómo reaccionaría. Se trataba de una pregunta para la que no tenían preparada una respuesta.

– Estaría dispuesto a sacrificar mi cuarenta y seis por ciento del Star a cambio de…, digamos que unos cien millones.

Elizabeth no dejó de preguntarse cómo habría contestado Townsend a aquella oferta si ella no hubiera estado discretamente presente.

– No me interesa -dijo-, pero le diré lo que puedo hacer. Si cree que sus acciones valen cien millones, le dejaría disponer de las mías exactamente por esa misma cantidad. No podría hacerle una oferta más justa.

Tres personas hicieron esfuerzos para no parpadear, a la espera de la reacción de Armstrong, que inhaló de nuevo el humo del puro antes de apoyarse sobre la mesa y hundir el resto del puro en el plato intacto de crème brûlée de Elizabeth.

– No -dijo finalmente, encendiendo otro puro. Lanzó una nubecilla de humo, antes de añadir-: Puedo esperar tranquilamente a que ponga sus acciones en venta en el mercado libre, porque entonces podré hacerme con ellas por una tercera parte de su precio. De ese modo controlaría los dos tabloides de la ciudad y no habría premios para suponer cuál de los dos cerraría primero. -Se echó a reír, se volvió por primera vez hacia su abogado y dijo-: Vamos, Russell, ya es hora de que sigamos nuestro camino.

Townsend se quedó allí de pie, apenas capaz de controlarse.

– Hágame saber si cambia de opinión -dijo Armstrong en voz alta, antes de dirigirse hacia la salida. En cuanto estuvo seguro de que no le podía oír, se volvió a su abogado y comentó-: Ese hombre está tan necesitado de liquidez que trataba de venderme sus acciones.

– Ciertamente, todo parecía indicar que así era -asintió Russell-. Debo confesar que no había imaginado que se produjera esa situación.

– ¿Qué oportunidades tengo ahora de vender mis acciones en el Star?

– Ni una sola -dijo Russell-. Después de esa conversación todo el mundo en la ciudad sabrá que Townsend está dispuesto a vender. Entonces, cualquier comprador potencial supondrá que ambos tratan de desprenderse de su paquete de acciones, antes de que el otro tenga la oportunidad de hacerlo.

– Y si yo situara las mías en el mercado abierto, ¿cómo cree que reaccionarían?

– Si colocara esas acciones a la venta en el mercado, de una sola vez, se llegaría rápidamente a la conclusión de que estaría dispuesto a venderlas muy baratas, de modo que tendría suerte en conseguir apenas veinte millones. En toda venta de éxito tiene que haber un comprador bien dispuesto y un vendedor reacio. Por lo que parece, en estos momentos sólo tenemos a dos vendedores desesperados.

– ¿Qué alternativas me quedan? -preguntó Armstrong mientras se dirigían ya hacia la limusina.


– No nos ha dejado virtualmente ninguna alternativa -observó E. B.-. Voy a tener que encontrar a una tercera parte que esté dispuesta a comprar sus acciones en el Star, y hacerlo preferiblemente antes de que Armstrong empiece a hacer bajar el precio.

– ¿Por qué seguir ese camino? -preguntó Townsend.

– Porque tengo la sensación de que el señor Armstrong se encuentra incluso con mayores problemas que usted.

– ¿Qué le hace decir eso?

– En ningún momento aparté la mirada de él y, una vez terminados de pronunciar los discursos, lo primero que hizo fue dirigirse directamente hacia esta mesa.

– ¿Qué demuestra eso?

– Que sólo perseguía un propósito -contestó E. B.-. Venderle a usted sus acciones en el Star.

Una tenue sonrisa apareció en el rostro de Townsend.

– Entonces, ¿por qué no las compramos? -preguntó-. Si pudiera echarle mano a su paquete de acciones podría…

– Señor Townsend, no se le ocurra siquiera pensar en ello.

39

Acciones de grupos periodísticos en caída libre

Cuando Townsend subió al avión para Honolulu, Elizabeth Beresford ya habría sobrevolado la mitad del Atlántico. Durante las tres últimas semanas, Townsend se había visto sometido al examen más duro de toda su vida y, como sucede con todos los exámenes, tardaría algún tiempo más en saber los resultados.

E. B. había interrogado, comprobado e investigado cada uno de los aspectos de todos los tratos en los que había participado. Ahora, sabía de él mucho más que su propia madre, esposa, hijos y asesores juntos. Townsend se preguntaba si existiría algún aspecto que ella no conociera, aparte de lo que había hecho en el pabellón de la escuela con la hija del director. Y si hubiera tenido que pagar por ello, estaba convencido de que ella habría insistido en conocer todos los detalles de la transacción.

Aquella noche, al llegar a su apartamento, exhausto, repasó la última situación con Kate.

– Sólo estoy seguro de una cosa -repitió varias veces-. Mis posibilidades de supervivencia se encuentran ahora por completo en manos de esa mujer.

Habían terminado la primera fase. E. B. aceptó que la compañía era técnicamente solvente. A continuación, dirigió toda su atención a la segunda fase: el disponer de los valores. Al decirle a Townsend que la señora Summers quería recuperar sus acciones en el New York Star, él se mostró de acuerdo, aunque de mala gana. Pero E. B. le permitió al menos conservar sus intereses de control en el Melbourne Courier y en el Adelaide Gazette. Se vería obligado, sin embargo, a vender el Perth Sunday Monitor y el Continent, a cambio de mantener el Sydney Chronicle. También tendría que sacrificar sus intereses minoritarios en su canal australiano de televisión, así como todas las empresas subsidiarias de Multi Media, de modo que ya no podría seguir publicando el TV News.

A finales de la tercera semana ella ya había terminado el despiece y lo había dejado desnudo. Y todo ello por una simple llamada telefónica. Se preguntó cuándo dejarían de obsesionarle aquellas palabras.

«¿Sería demasiado preguntarle en qué cifra había pensado usted, señor Townsend?»

«En tres mil millones de dólares, embajador.»

E. B. no tuvo necesidad de recordarle que aún había que considerar el plan de contingencias, antes de que pudiera pasar a la tercera fase.

Sin embargo, por muchas veces que escribieron y volvieron a redactar el comunicado de prensa, la conclusión que transmitía era siempre la misma: la Global Corp. planteaba una situación incluida en el capítulo once de la ley de sociedades anónimas y entraría en proceso de liquidación voluntaria. Townsend nunca había tenido que emplear un par de horas más desagradables en toda su vida. Ya se imaginaba el titular del Citizen: «Townsend en bancarrota».

Una vez que se pusieron de acuerdo en el texto del comunicado de prensa, E. B. estuvo preparada para pasar a la siguiente fase. Le preguntó a Townsend cuáles eran, en su opinión, los bancos que probablemente se mostrarían más comprensivos con su causa. Identificó inmediatamente a seis, y luego añadió otros cinco cuya relación desde hacía tiempo con la compañía siempre se había planteado en términos amistosos. Pero en cuanto al resto, le advirtió a E. B., nunca había tratado con ellos hasta que se le presentó la necesidad de conseguir los tres mil millones de dólares para la compra de Multi Media. Y uno de ellos ya le había exigido la devolución del dinero «pase lo que pase».

– En tal caso, dejaremos ése en último lugar -sentenció E. B.

Ella empezó por entrevistarse con el director de préstamos más antiguo del banco con el que Townsend mantenía una línea de crédito más amplia, y le explicó con todo detalle el exhaustivo rigor con el que había tratado a Townsend. El director quedó impresionado y estuvo de acuerdo en apoyar su plan, pero sólo en el caso de que todos los demás bancos implicados aceptaran también el paquete de rescate. Los cinco siguientes tardaron algún tiempo más en hacer lo mismo, pero una vez que E. B. se aseguró su cooperación, empezó a visitar a los demás uno a uno, y en cada caso pudo indicar que, hasta el momento, todas las instituciones bancarias con las que había hablado estaban dispuestas a seguir adelante con sus planteamientos. En Londres mantuvo entrevistas con Barclays, Midland Montagu y Rothschild. Tenía la intención de continuar su viaje a París, donde acudiría al Crédit Lyonnais, y más tarde tenía plazas reservadas para volar a Frankfurt, Bonn y Zurich, en su intento por soldar cada uno de los eslabones de la cadena.

Le había prometido a Townsend que si alcanzaba éxito en Londres, le llamaría inmediatamente para comunicárselo. Pero que si fallaba con cualquiera de los bancos, su próximo vuelo la llevaría a Honolulu, donde él podría informar a los delegados reunidos de la Global no sobre el futuro a largo plazo de la compañía, sino que tendría que explicarles por qué cuando regresaran a sus países de origen tendrían que empezar a buscar nuevos trabajos.

E. B. partió para Londres aquella misma noche, armada con una caja llena de carpetas, un grueso talonario de billetes aéreos y una lista de números de teléfono que le permitirían ponerse en contacto con Townsend en cualquier momento del día o de la noche. Durante los cuatro días siguientes tenía la intención de visitar a todos los bancos e instituciones financieras que decidirían, entre todas ellas, el destino de la Global. Townsend sabía que si no lograba convencer a uno solo de ellos, ella no vacilaría en regresar a Nueva York y enviar todas sus carpetas al decimotercer piso de sus oficinas. La única concesión que le prometió fue darle una hora de tiempo antes de emitir el comunicado de prensa.

– Si se encuentra en Honolulu al menos no se verá acosado por la prensa mundial -le comentó ella poco antes de partir para Europa.

Townsend le dirigió una seca sonrisa.

– Si tiene que dar a conocer ese comunicado de prensa, no importará dónde me encuentre -le aseguró-. Ya me encontrarán.


El Gulfstream de Townsend aterrizó en Honolulu a la puesta de sol. Fue recogido en el aeropuerto y conducido directamente al hotel. Al llegar se le entregó un mensaje que decía simplemente: «Los tres bancos de Londres están de acuerdo con el paquete. Salgo para París. E. B.».

Ya en su habitación, deshizo la maleta, tomó una ducha y se reunió con sus principales directivos para cenar. Habían acudido desde todas partes del mundo para participar en lo que originalmente tenía la intención que fuera un intercambio de ideas sobre el desarrollo de la compañía durante los diez próximos años. Ahora, en cambio, parecía como si tuviera que desmantelarla en los próximos diez días.

Todos los que se encontraban alrededor de la mesa hicieron lo posible por mostrarse alegres, aunque la mayoría de ellos habían sido convocados ante la presencia de E. B. en algún momento durante el transcurso de las últimas semanas. Y acabadas las entrevistas, todos ellos archivaron inmediatamente cualquier idea que pudieran tener para la expansión. La palabra más optimista que brotó de labios de E. B. durante aquellos exámenes fue la de «consolidación». Le había pedido al secretario y el jefe financiero del grupo que prepararan un plan de emergencia que supondría suspender la cotización de las acciones de la compañía y solicitar la liquidación voluntaria. Así pues, les resultaba particularmente difícil aparentar que disfrutaban.

Después de la cena, Townsend se acostó en seguida y pasó otra noche de insomnio que no pudo achacar a la diferencia horaria. Hacia las tres de la madrugada oyó que alguien le pasaba un mensaje por debajo de la puerta. Saltó de la cama y abrió el sobre con nerviosismo. «Los franceses están de acuerdo, de mala gana. Salgo para Frankfurt. E. B.»

A las siete, Bruce Kelly acudió para desayunar en su suite. Recientemente, Bruce había vuelto a Londres para convertirse en director general de Global TV, y empezó por explicarle a Townsend que su mayor problema consistía en explicarles a los escépticos británicos que compraran los cien mil discos de transmisión por satélite que estaban actualmente almacenados en un almacén de Watford. Su última idea era regalarlos a cada lector del Globe. Townsend se limitó a asentir mientras tomaba el té. Ninguno de los dos mencionó el tema que estaba en la mente de ambos.

Después del desayuno bajaron juntos a la cafetería, y Townsend se movió entre las mesas, charlando con sus ejecutivos jefes procedentes de todo el mundo. Una vez que hubo recorrido la sala llegó a la conclusión de que eran todos muy buenos actores o no tenían ni la menor idea de lo precaria que era realmente la situación. Confiaba en que sólo se tratara de esto último.

La conferencia inaugural pronunciada durante la mañana estuvo a cargo de Henry Kissinger, que habló sobre la importancia internacional de la cuenca del Pacífico. Townsend, sentado en primera fila, hubiera deseado que su padre estuviera presente para escuchar las palabras del antiguo secretario de Estado, que hablaba de oportunidades que nadie habría creído posibles hacía apenas una década, y en las que estaba convencido de que la Globe jugaría un papel principal. Los pensamientos de Townsend se desviaron hacia su madre, que ahora ya tenía noventa años de edad y las palabras que le dijo la primera vez que regresó a Australia, cuarenta años antes: «Siempre he detestado cualquier clase de deudas». Incluso recordaba su tono de voz.

Durante el día, Townsend estuvo presente en todos los seminarios que pudo, y salió de cada uno de ellos con las palabras «compromiso», «visión» y «expansión» resonando en sus oídos. Esa noche, antes de acostarse, se le entregó la última misiva de E. B.: «Frankfurt y Bonn están de acuerdo, pero imponen duras condiciones. Salgo para Zurich. Le llamaré en cuanto conozca su decisión». Pasó otra noche de insomnio mientras esperaba su llamada telefónica.

Townsend había sugerido que, inmediatamente después de Zurich, E. B. volara directamente a Honolulu para que pudiera informarle personalmente. Pero a ella no le pareció una buena idea.

– Después de todo -le recordó-, no voy a elevar la moral hablándoles a los delegados sobre cuál es el trabajo que realizo.

– Quizá se imaginen que es usted mi amante -dijo Townsend.

Ella ni siquiera sonrió ante este comentario.

Después del almuerzo del tercer día, le llegó a sir James Goldsmith el turno para dirigirse a los reunidos. Pero en cuando disminuyó la intensidad de las luces, Townsend empezó a mirar su reloj con ansiedad, preguntándose cuándo le llamaría E. B.

Sir James subió al estrado ante el aplauso entusiasmado de los delegados. Colocó las hojas de su discurso sobre el atril, miró a un público al que ya no podía ver y empezó diciendo:

– Constituye un gran placer para mí dirigirme a un grupo de personas que trabajan para una de las compañías de mayor éxito en el mundo.

Townsend prestó atención a los puntos de vista de sir James sobre el futuro de la CE y por qué había decidido presentarse para el Parlamento Europeo.

– Como miembro electo del mismo, tendré la oportunidad de…

– Discúlpeme, señor. -Townsend levantó la mirada para ver al director del hotel, que estaba a su lado-. Hay una llamada de Zurich para usted. Dice que es urgente.

Townsend asintió con un gesto y lo siguió rápidamente fuera de la oscurecida sala para salir al pasillo.

– ¿Quiere atender la llamada en mi despacho?

– No. Pásemela a mi habitación -contestó Townsend.

– Desde luego, señor -asintió el director mientras Townsend se dirigía al ascensor más cercano.

En el pasillo se cruzó con una de sus secretarias, que se preguntó por qué su jefe había abandonado la conferencia de sir James cuando estaba previsto en el programa que dirigiera al final unas palabras de agradecimiento.

Al entrar Townsend en la suite, el teléfono ya sonaba. Cruzó el salón y tomó el teléfono, contento por el hecho de que ella no pudiera observar lo nervioso que estaba.

– Keith Townsend -dijo.

– El Banco de Zurich está de acuerdo con el paquete.

– Gracias a Dios.

– Pero a un precio. Exigen tres puntos por encima del tipo de interés básico durante todo el período de diez años. Eso le costará a la Global otros 17,5 millones de dólares.

– ¿Y cuál fue su respuesta?

– Acepté sus condiciones. Fueron lo bastante astutos como para calcular que se encontraban entre los últimos a los que había abordado, de modo que ya no me quedaban muchas más cartas que jugar.

Townsend se tomó algún tiempo antes de plantear su siguiente pregunta.

– ¿Cuáles son ahora mis posibilidades de supervivencia?

– No siguen siendo mejores que cincuenta-cincuenta -contestó ella-. No apueste dinero por ello.

– No me queda ningún dinero que apostar -replicó Townsend-. Se llevó usted hasta mis tarjetas de crédito, ¿recuerda? -E. B. no hizo ningún comentario-. ¿Hay algo que yo pueda hacer todavía?

– Al pronunciar su discurso de cierre, esta noche, procure que nadie abrigue la menor duda de que es usted el presidente de la compañía de medios de comunicación de mayor éxito en el mundo, sin dejarles entrever en ningún momento que se encuentre posiblemente a muy pocas horas de solicitar una liquidación voluntaria.

– ¿Y cuándo sabré cuál de los dos caminos hay que tomar?

– Yo diría que en algún momento a lo largo del día de mañana -contestó E. B.-. Le llamaré en cuanto haya concluido mi entrevista con Austin Pierson.

Luego, la línea quedó en silencio.


Tras bajar del Concorde, Armstrong fue recogido por Reg, que le condujo a través del aguanieve que caía desde Heathrow a Londres. Siempre le molestaba que las autoridades de la aviación civil no le permitieran utilizar su helicóptero sobre la ciudad una vez que oscurecía. De regreso en Armstrong House, tomó el ascensor para subir directamente a su ático, despertó al chef y le ordenó que le preparara una comida. Tomó una prolongada ducha caliente y treinta minutos más tarde estaba sentado ante la mesa preparada, envuelto en un batín y fumando un puro.

Se le había servido un gran plato de caviar; ya se había llenado la boca con los dedos antes de sentarse. Después de tomar varios puñados más, tomó el maletín, lo dejó sobre la mesa y extrajo una sola hoja de papel que colocó delante de él. Empezó a estudiar la agenda para la reunión del consejo del día siguiente, entre puñados de caviar y copa tras copa de champaña.

Pocos minutos más tarde dejó la agenda a un lado, convencido de que si lograba pasar más allá del primer punto del día tendría respuestas convincentes para cualquier otra cosa que se le pudiera ocurrir a sir Paul. Se retiró a su habitación y se dejó caer sobre la cama, con un par de almohadones. Encendió la televisión y empezó a pasar de un canal a otro, en busca de algo que le distrajera. Finalmente, se quedó dormido mientras veía una vieja película de Laurel y Hardy.


Townsend tomó el texto de su discurso de una mesita lateral, salió de la suite y recorrió el pasillo hasta el ascensor. Ya en la planta baja, se dirigió rápidamente hacia el salón de conferencias.

Mucho antes de que llegara pudo escuchar las conversaciones relajadas de los delegados, que esperaban. Al entrar en el salón mil ejecutivos guardaron silencio y se levantaron de sus asientos. Recorrió el pasillo central hasta el estrado y colocó las hojas de su discurso sobre el atril. Luego miró a los presentes, que formaban un grupo compuesto por los hombres y mujeres de mayor talento en el mundo de los medios de comunicación, algunos de los cuales trabajaban para él desde hacía treinta años.

– Damas y caballeros, permítanme empezar diciendo que la Global nunca se ha encontrado en mejor forma para afrontar los desafíos del siglo veintiuno. Controlamos ahora cuarenta y una emisoras de radio y televisión, ciento treinta y siete periódicos y doscientas cuarenta y nueve revistas. Y, naturalmente, hemos añadido recientemente una joya a nuestra corona: la TV News, la revista de mayor venta en el mundo. Gracias a esa cartera, la Global se ha convertido en el imperio de comunicaciones más poderoso de la tierra. Nuestra tarea consiste en mantenernos como líderes mundiales, y veo ante mí a un equipo de hombres y mujeres dedicados a mantener a la Global en la vanguardia de las comunicaciones. Durante la próxima década…

Townsend habló otros cuarenta minutos sobre el futuro de la compañía y los papeles que ellos jugarían en ese futuro, y terminó diciendo:

– Ha sido un año récord para Global. Cuando nos volvamos a reunir al año que viene, confundamos a nuestros críticos presentándoles un año todavía mejor.

Todos se levantaron y lo vitorearon. Pero al apagarse el sonido de los aplausos, no pudo dejar de recordar otra reunión que tendría lugar en Cleveland a la mañana siguiente. En esa reunión sólo se contestaría a una pregunta y, desde luego, no se vería seguida por los aplausos.

Cuando los delegados empezaron a dispersarse, Townsend salió de la sala tratando de parecer relajado mientras se iba despidiendo de sus directores generales. Sólo confiaba en que cuando regresaran a sus territorios respectivos, no tuvieran que enfrentarse con periodistas de los periódicos rivales que querrían saber por qué la compañía había solicitado una liquidación voluntaria, que sería lo que sucedería si un banquero de Ohio decía: «No, señor Townsend. Exijo que se me paguen los cincuenta millones antes de que termine el día. De otro modo, no tendré más alternativa que poner la cuestión en manos de nuestros abogados».

En cuanto pudo librarse de compromisos, Townsend regresó a su suite e hizo la maleta. Un chófer lo llevó al aeropuerto, donde el Gulfstream ya le esperaba, preparado para despegar. ¿Tendría que viajar al día siguiente en clase turista? No se había dado cuenta de lo mucho que aquella conferencia lo había agotado, y pocos minutos después de abrocharse el cinturón de seguridad, ya se había quedado dormido.


Armstrong tenía previsto levantarse temprano y disponer de tiempo suficiente para destruir varios papeles que guardaba en su caja fuerte, pero le despertaron las campanadas del Big Ben que anunciaban las noticias de las siete en la televisión. Maldijo el cansancio producido por el cambio de horario y se levantó, consciente de todo lo que aún le quedaba por hacer.

Se vistió y se dirigió al comedor, donde ya encontró el desayuno servido: bacon, salchichas, budín negro y cuatro huevos fritos, que regó con media docena de tazas de humeante café negro.

A las 7,35 abandonó el ático y bajó en el ascensor hasta el undécimo piso. Salió al rellano, encendió las luces, recorrió rápidamente el pasillo, pasó ante la mesa de su secretaria y se detuvo para teclear un código en la plancha electrónica situada junto a la puerta de su despacho. Al pasar el piloto indicador de rojo a verde, empujó la puerta y abrió.

Una vez en el interior, dejó de lado el montón de correspondencia que le esperaba sobre la mesa y se dirigió directamente a la gran caja de seguridad situada en un rincón del despacho. Tuvo que marcar un código mucho más largo y complicado antes de poder abrir la pesada puerta de la caja fuerte.

La primera carpeta que encontró estaba marcada como «Liechtenstein». Se dirigió a la trituradora de documentos y empezó a alimentarla, página tras página. Luego volvió a la caja fuerte y extrajo una segunda carpeta, marcada «Rusia (Contratos de libros)», cuyo contenido sometió al mismo proceso. Estaba enfrascado de hacer lo mismo con una carpeta marcada como «Territorio de distribución», cuando oyó una voz tras él.

– ¿Qué demonios cree estar haciendo?

Armstrong se giró en redondo para encontrarse con uno de los guardias de seguridad, que le enfocaba con una linterna.

– Salga de aquí, estúpido -le gritó-. Y cierre la puerta al salir.

– Lo siento, señor -dijo el guardia-. Nadie me dijo que estaba en el edificio.

Una vez cerrada la puerta, Armstrong continuó triturando documentos durante otros cuarenta minutos, hasta que oyó llegar a su secretaria. Ella llamó a la puerta.

– Buenos días, señor Armstrong -dijo con tono alegre-. Soy Pamela. ¿Necesita alguna ayuda?

– No -gritó por encima del ruido de la trituradora-. Saldré dentro de un momento.

Pero pasaron otros veinticinco minutos antes de que abriera finalmente la puerta.

– ¿De cuánto tiempo dispongo antes de que empiece el consejo? -preguntó.

– Poco más de media hora -contestó ella.

– Dígale al señor Wakeham que se reúna inmediatamente conmigo.

– No esperamos hoy al vicepresidente -dijo Pamela.

– ¿Que no lo esperan? ¿Por qué no? -aulló Armstrong.

– Creo que ha pillado la gripe que nos afecta a casi todos. Sé que ya ha presentado sus disculpas al secretario de la compañía.

Armstrong se dirigió a su mesa, buscó el número de Peter en su Filofax y lo marcó. El teléfono sonó varias veces antes de que lo contestara una voz femenina.

– ¿Está Peter ahí? -bramó.

– Sí, pero está en la cama. Se encuentra bastante mal y el médico ha dicho que necesita unos días de descanso.

– Sáquelo de la cama.

Se produjo un largo silencio, antes de que una voz carrasposa preguntara:

– ¿Es usted, Dick?

– Sí, soy yo -contestó Armstrong-. ¿Qué demonios cree estar haciendo al no asistir a una reunión tan crucial?

– Lo siento, Dick, pero tengo un resfriado terrible y el médico me ha recomendado unos días de descanso.

– Me importa un comino lo que le haya recomendado el médico -bramó Armstrong-. Quiero que esté presente en esta reunión. Voy a necesitar todo el apoyo que pueda conseguir.

– Bueno, si cree que es tan importante… -dijo Peter.

– Desde luego que sí -replicó Armstrong-. Así que venga aquí, y hágalo rápido.

Armstrong se sentó tras su mesa, consciente de los ruidos que llegaban desde los despachos exteriores, que demostraban que el edificio iba cobrando vida. Miró el reloj; sólo faltaban unos diez minutos para que empezara la reunión del consejo. Pero ninguno de los ejecutivos se había acercado a su despacho para charlar un rato con él, como solían hacer, o para asegurarse su apoyo para cualquier propuesta que desearan recomendar al consejo. Quizá era porque no sabían que había regresado.

Pamela entró en su despacho, nerviosa, y le entregó una gruesa carpeta informativa sobre la agenda de la reunión de esa mañana. El primer punto en el orden del día, tal como había leído la noche anterior, era: «El fondo de pensiones». Sin embargo, al comprobar el contenido de la carpeta, no encontró notas aclaratorias para consideración de los directores; la primera de esas notas pertenecía al segundo punto del orden del día: el descenso en la circulación del Citizen, después de que el Globe recortara su precio a diez peniques.

Armstrong siguió revisando el contenido de la carpeta hasta que Pamela regresó para decirle que faltaban dos minutos para las diez. Se levantó de la silla con un esfuerzo, tomó la carpeta bajo el brazo y salió seguro de sí mismo al pasillo. Al dirigirse hacia la sala del consejo de administración, se cruzó con varios empleados que le saludaron con un «Buenos días». Dirigió a cada uno de ellos una cálida sonrisa y les devolvió el saludo, a pesar de que no estaba muy seguro de conocer sus nombres.

Al acercarse a la puerta abierta de la sala del consejo, escuchó a los otros directores, que hablaban en voz baja entre ellos. Pero en cuanto entró en la sala se produjo un extraño silencio, como si su presencia los hubiera dejado mudos a todos.

Townsend fue despertado por una azafata cuando el avión iniciaba ya su aproximación al aeropuerto Kennedy.

– Una tal señorita Beresford llama desde Cleveland. Me ha asegurado que aceptaría usted la llamada.

– Acabo de salir de la reunión con Pierson -le informó-. Ha durado más de una hora, pero él seguía sin tomar una decisión cuando le dejé.

– ¿Que no ha tomado una decisión?

– No. Todavía necesita consultar con el comité financiero del banco, antes de tomar una decisión final.

– Pero, seguramente, ahora que todos los demás bancos están de acuerdo, Pierson no puede…

– Puede hacerlo, y es posible que lo haga. Procure recordar que es el presidente de un pequeño banco de Ohio. No le interesa lo que otros bancos hayan podido acordar. Y después de toda la mala prensa que ha recibido usted en las últimas semanas, a él sólo le interesa ahora una cosa.

– ¿Y qué es?

– Cubrirse las espaldas -contestó la asesora.

– Pero ¿es que no se da cuenta de que todos los demás bancos se echarán atrás si él no está de acuerdo con el plan general?

– Sí, se da cuenta de ello, pero al decírselo así se limitó a encogerse de hombros y replicó: «En ese caso, tendré que correr mi suerte junto a todos los demás». -Townsend empezó a maldecir y E. B. añadió-: Pero me prometió una cosa.

– ¿Qué fue?

– Que llamaría en cuanto el comité hubiera tomado su decisión.

– Muy generoso por su parte. ¿Qué espera que haga si la decisión va en contra de mis intereses?

– Que anuncie la declaración de prensa que acordamos -contestó ella.

Townsend sintió náuseas.

Veinte minutos más tarde salió precipitadamente de la terminal. Una limusina le esperaba y subió al asiento trasero antes de que el chófer pudiera abrirle la portezuela. Lo primero que hizo fue marcar el número de su apartamento en Manhattan. Por lo visto, Kate esperaba la llamada junto al teléfono, porque contestó inmediatamente.

– ¿Has tenido ya alguna noticia de Cleveland? -fue su primera pregunta.

– Sí, E. B. se ha entrevistado con Pierson, pero él todavía no ha decidido nada -contestó Townsend mientras el coche se unía al denso tráfico de Queen's Boulevard.

– ¿Cuáles crees que son las oportunidades de que te conceda el préstamo?

– Eso mismo le pregunté ayer a E. B., y me contestó que cincuenta-cincuenta.

– Sólo quisiera que nos sacara de una vez de esta angustia.

– Lo hará pronto.

– Pues en cuanto lo haga, procura que sea yo la primera persona a la que llames, sea cual fuere el resultado.

– Desde luego, serás la primera persona a la que llame -le aseguró Keith antes de colgar.

La segunda llamada que hizo Townsend, mientras el coche cruzaba el puente Queensboro, fue a Tom Spencer. El tampoco sabía nada.

– Pero no esperaría saberlo hasta que E. B. le haya informado a usted -dijo-. No es ése su estilo de hacer las cosas.

– En cuanto sepa lo que ha decidido Pierson, será mejor que nos veamos para decidir qué hacer a continuación.

– Desde luego -asintió Tom-. Llámeme en cuanto tenga alguna noticia y acudiré en seguida.

El chófer tomó por Madison Avenue y se situó en el carril de la derecha, antes de detenerse ante la sede de la Global International. Se sintió sorprendido cuando el señor Townsend se inclinó hacia adelante y le dio las gracias por primera vez en veinte años. Pero todavía se sorprendió más cuando le abrió la portezuela del coche y su jefe le dijo:

– Adiós.

El presidente de Global International cruzó rápidamente la acera y entró en el edificio. Se dirigió directamente hacia la batería de ascensores y entró en el primero que llegó a la planta baja. Aunque el vestíbulo estaba lleno de empleados de la Global, ninguno de ellos intentó subir con él, excepto un botones que entró e hizo girar una llave en una cerradura, junto al botón superior. Las puertas se cerraron suavemente y el ascensor inició la rápida aceleración hacia el piso cuarenta y siete.

Al abrirse las puertas de nuevo, Townsend salió al pasillo del piso de los ejecutivos, cubierto con una mullida alfombra, y pasó ante la mesa de la recepcionista, que levantó la mirada y le sonrió. Estaba a punto de decirle: «Buenos días, señor Townsend» cuando vio la expresión taciturna de su rostro y se lo pensó mejor.

El rápido paso de Townsend no disminuyó al llegar a las puertas de cristal que se abrieron ante su presencia.

– ¿Algún mensaje? -preguntó al pasar ante la mesa de su secretaria, para dirigirse hacia su despacho sin esperar contestación.

40

Búsqueda del magnate desaparecido

– Buenos días, caballeros -saludó Armstrong con un tono de voz fuerte y alegre, aunque sólo recibió un murmullo por toda respuesta.

Sir Paul Maitland le dirigió un ligero gesto de cabeza mientras Armstrong ocupaba el asiento vacío situado a su lado. Armstrong observó lentamente a los sentados alrededor de la mesa de la sala de conferencias. Estaban todos, excepto el vicepresidente.

– Puesto que todos están presentes, excepto el señor Wakeham -dijo sir Paul tras comprobar su reloj-, que por cierto ya ha presentado al secretario sus disculpas por su inasistencia, sugiero que empecemos. Me permito preguntarles si aprueban las minutas que se les han entregado sobre la reunión del consejo del pasado mes, y las aceptan como ciertas y exactas.

Todos asintieron excepto Armstrong.

– Bien. El primer punto del orden del día es el que discutimos ampliamente durante nuestra reciente reunión de finanzas -continuó sir Paul-, es decir, la situación actual del fondo de pensiones. En esa ocasión, el señor Wakeham hizo lo que pudo por informarnos tras su breve viaje a Nueva York, pero me temo que siguen por contestar varias preguntas. Llegamos a la conclusión de que únicamente nuestro director general podía informarnos con exactitud de lo que estaba ocurriendo realmente en Nueva York. Me tranquiliza ver que le ha sido posible unirse a nosotros en esta ocasión, de modo que todos nosotros podemos esperar que pueda empezar por…

– No -le interrumpió Armstrong-, quizá sea yo el que deba empezar por ofrecerles una explicación del por qué no pude asistir a la reunión del mes pasado.

Sir Paul apretó los labios, cruzó los brazos y miró fijamente hacia la silla desocupada, en el otro extremo de la mesa.

– Estuve en mi despacho de Nueva York, caballeros -continuó Armstrong-, porque era la única persona con la que estaban dispuestos a negociar los sindicatos de impresores, como estoy seguro que les informó Peter Wakeham durante la reunión del mes pasado. Gracias a eso, no sólo conseguí lo que algún comentarista ha calificado como «un milagro» -sir Paul Maitland observó un titular publicado la semana anterior en el New York Tribune, en el que efectivamente se utilizaba la palabra «milagro»-, sino que puedo confirmar ahora ante el consejo de algo más que le pedí al señor Wakeham que les transmitiera. Me refiero a la noticia de que el Tribune ha logrado finalmente superar el escollo y que durante el pasado mes ha podido efectuar una contribución positiva a nuestra cuenta de pérdidas y ganancias. -Armstrong hizo una breve pausa, antes de añadir-: Y, lo que es más importante, lo hace por primera vez desde que me hice cargo de ese periódico. -Varios de los miembros del consejo parecieron incapaces de mirar hacia él. Otros que lo hicieron no indicaban aprobación en la expresión de sus rostros-. Quizá sea merecedor de alguna alabanza por este logro tan monumental -continuó Armstrong-, en lugar de la continua crítica sin fundamento que recibo de un presidente cuya idea de la empresa parece consistir en alimentar a los patos en Epsom Downs.

Sir Paul pareció dispuesto a protestar, pero Armstrong hizo un gesto despreciativo con la mano y aumentó el tono de voz.

– Permítame terminar.

El presidente se enderezó en su asiento, rodeando firmemente con los dedos los reposabrazos de su sillón, con la mirada todavía rígidamente fija por delante de él.

– Por lo que se refiere al fondo de pensiones -continuó Armstrong-, el secretario de la compañía estará en mejor situación que yo para confirmar que disponemos de un considerable superávit en esa cuenta, una parte del cual me he permitido utilizar, de modo totalmente legítimo, para efectuar inversiones en Estados Unidos. Quizá le interese saber al consejo que recientemente he entablado negociaciones confidenciales con Keith Townsend, con la intención de comprarle su paquete de acciones en el New York Star.

La mayoría de directores parecieron asombrados ante el anuncio y esta vez todos se volvieron a mirarle.

– No es ningún secreto -continuó Armstrong-, que Townsend se halla sumido en graves problemas financieros después de su estúpida compra de Multi Media, por la que pagó tres mil millones de dólares. El consejo recordará que apenas el año pasado recomendé que hiciéramos una oferta no superior a los mil quinientos millones por esa compañía, y a la vista de lo ocurrido se demuestra que mi juicio era correcto. Ahora he podido aprovecharme del desastroso error de Townsend y hacerle una oferta por su paquete de acciones del Star que no habría sido concebible hace apenas seis meses.

Ahora contaba ya con la atención de todos los presentes.

– Ese golpe permitiría a la Armstrong Communications tener la más poderosa presencia en el mundo de la prensa en la costa este de Estados Unidos. -Armstrong hizo una pausa para que sus palabras tuvieran mayor efecto-. También aseguraría una contribución todavía mayor a los beneficios globales de los que actualmente obtenemos en Gran Bretaña.

Uno o dos de los rostros de las personas sentadas ante la mesa se iluminaron, pero el del presidente no fue uno de ellos.

– ¿Debemos comprender por sus palabras que ese trato con Townsend ha sido concluido? -preguntó en voz baja.

– Se encuentra en sus fases finales, presidente -contestó Armstrong-. Pero jamás se me ocurriría comprometer a la compañía en una absorción de tanta importancia sin tratar de conseguir antes la aprobación del consejo.

– ¿Y qué significa exactamente «en sus fases finales»? -preguntó sir Paul.

– Townsend y yo hemos mantenido una reunión informal en terreno neutral, en la que han estado presentes nuestros asesores profesionales. Pudimos llegar a un acuerdo sobre la cifra que sería aceptable para ambas partes, de modo que ahora todo depende simplemente de que los abogados redacten los contratos para su firma.

– ¿De modo que todavía no tenemos nada por escrito?

– Todavía no -contestó Armstrong-. Pero estoy convencido de que podremos entregar toda la documentación necesaria a tiempo para la aprobación del consejo en la reunión del próximo mes.

– Comprendo -dijo sir Paul secamente, al tiempo que abría una carpeta que tenía ante él-. A pesar de todo, me pregunto si podemos volver ahora al primer punto del orden del día y, en particular, al estado actual del fondo de pensiones. -Comprobó sus notas y añadió-: De esa cuenta se ha retirado recientemente una suma que totaliza cuatrocientos…

– Y le puedo asegurar que el dinero ha sido bien invertido -dijo Armstrong que, una vez más, impidió que el presidente terminara su frase.

– ¿En qué, si me permite preguntarle? -quiso saber sir Paul.

– No dispongo de los detalles precisos en estos momentos -contestó Armstrong-. Pero he pedido a nuestros contables de Nueva York que me presenten un informe detallado y amplio, de modo que los miembros del consejo puedan efectuar una valoración completa de la situación antes de la reunión del próximo consejo.

– Muy interesante -dijo sir Paul-. Porque al ponerme anoche mismo en comunicación con nuestro departamento de contabilidad en Nueva York, no tenían ni idea de lo que estaba hablando.

– Eso es porque para esta ocasión en particular se ha elegido a un pequeño grupo interno, y tienen instrucciones de no informar sobre los detalles, debido a la sensibilidad de uno o dos de los negocios en los que ahora estoy metido. En consecuencia, no puedo…

– Maldita sea -estalló sir Paul elevando la voz-. Yo soy el presidente de esta compañía, y tengo derecho a estar informado de cualquier gran negocio que pueda afectar a nuestro futuro.

– No si eso puede poner en peligro mis posibilidades de cerrar un gran trato.

– Yo no soy ningún sello de goma -dijo sir Paul, que se volvió para mirar a Armstrong por primera vez.

– En ningún momento he sugerido que lo fuera, presidente, pero hay momentos en que se tienen que tomar decisiones cuando usted ya está en la cama y medio dormido.

– Celebraría que se me despertara -dijo sir Paul, que seguía mirando directamente a Armstrong-, como lo fui anoche por monsieur Jacques Lacroix, que me llamó desde Ginebra para comunicarme que, a menos que se devuelva a su banco un préstamo vencido por importe de cincuenta millones de dólares antes de esta noche, se verán obligados a dejar la cuestión en manos de sus abogados.

Varios de los directores inclinaron sus cabezas.

– Ese dinero será devuelto esta noche -afirmó Armstrong sin pestañear-. Se lo aseguro.

– ¿Y de dónde se propone sacarlo a tiempo? -preguntó sir Paul-. Porque he dado claras instrucciones de que no se retire nada más del fondo de pensiones, mientras yo sea el presidente. Nuestros abogados me han informado que si ese cheque de cincuenta millones de dólares se hubiera pagado, cada uno de los miembros de este consejo tendría que responder de sus actos ante una demanda criminal.

– Eso no fue más que un sencillo error cometido por uno de nuestros empleados más jóvenes en el departamento de contabilidad -dijo Armstrong-, que depositó estúpidamente el cheque en el banco equivocado. Fue despedido ese mismo día.

– Pero monsieur Lacroix me informó que había entregado usted el cheque personalmente, y tiene el recibo firmado para demostrarlo si fuera necesario.

– ¿Cree usted realmente que ocupo el tiempo que estoy en Nueva York en depositar cheques? -preguntó Armstrong, que miró fijamente a sir Paul.

– Francamente, no tengo ni idea de lo que hace cuando está en Nueva York, aunque debo decir que no fue nada verosímil la explicación que nos ofreció Peter Wakeham durante la reunión del mes pasado acerca de cómo el dinero retirado del fondo de pensiones terminó en cuentas en Bank of New Amsterdam y del Manhattan Bank.

– ¿Qué está usted sugiriendo? -gritó Armstrong.

– Señor Armstrong, ambos sabemos muy bien que el Manhattan es el banco que representa a los sindicatos de impresores de Nueva York, y que usted mismo dio instrucciones al BNA para comprar durante el pasado mes acciones de la compañía por un importe superior a los setenta millones de dólares, y eso a pesar de que Mark Tenby, nuestro jefe de contabilidad, le indicó, al entregarle un talonario de cheques de la cuenta del fondo de pensiones, que comprar acciones de nuestras propias compañías es un delito.

– Él no me dijo nada de eso -gritó Armstrong.

– ¿Acaso es ése otro ejemplo de «un sencillo error de uno de nuestros empleados»? -preguntó sir Paul-. ¿Algo que sin duda puede solucionarse despidiendo a nuestro jefe de contabilidad?

– Esto es algo totalmente absurdo -dijo Armstrong-. El BNA podría haber comprado esas acciones para cualquiera de sus clientes.

– Desgraciadamente no ha sido así -dijo sir Paul, que consultó otra carpeta-. El principal agente de bolsa de ese banco, que estuvo dispuesto a atender mi llamada, me confirmó que usted le había transmitido instrucciones concretas… -miró sus notas-, de «apuntalar», según sus propias palabras, el precio de la acción, porque no podía permitir que el precio de ésta descendiera todavía más. Cuando se le indicaron las implicaciones que podía tener esa clase de acción, usted, por lo visto, le indicó… -sir Paul volvió a consultar sus notas-: «No me importa lo que cueste».

– Es su palabra contra la mía -dijo Armstrong-. Si lo repite le plantearé una demanda por difamación. -Hizo una pausa y añadió-: En los dos países.

– Esa no sería una actitud muy prudente -dijo sir Paul-, porque cada llamada que se recibe en ese departamento del BNA queda grabada y registrada, y he solicitado que se me envíe una transcripción completa de la conversación.

– ¿Me acusa de mentir? -gritó Armstrong.

– Si lo hiciera, ¿planteará usted una demanda por difamación contra mí? -preguntó el presidente. Por un momento, Armstrong se quedó atónito-. Ya veo que no tiene usted la intención de contestar a ninguna de mis preguntas por las buenas -continuó sir Paul-. No me queda, pues, otro remedio que dimitir como presidente del consejo de administración.

– No, no -gritaron unas pocas voces apagadas alrededor de la mesa.

Armstrong se dio cuenta por primera vez de que había forzado demasiado la situación. En el caso de que sir Paul dimitiera ahora, todo el mundo se enteraría en el término de muy pocos días de la precaria situación de las finanzas de la empresa.

– Espero que pueda usted permanecer como presidente hasta que se celebre la próxima junta anual general de accionistas del próximo mes de abril -dijo en voz baja-, para que de ese modo podamos efectuar un ordenado traspaso de poderes.

– Me temo que todo esto ha llegado ya demasiado lejos -dijo sir Paul.

Al levantarse de la silla, Armstrong levantó la mirada hacia él y le preguntó:

– ¿Espera acaso que le suplique?

– No, señor. No es eso lo que espero. Es usted tan perfectamente capaz de hacerlo así como de decir la verdad.

Armstrong se levantó inmediatamente del asiento y los dos hombres se miraron fijamente por un momento antes de que sir Paul se diera media vuelta y abandonara la sala, dejando sus papeles sobre la mesa.

Armstrong se sentó en la silla del presidente, pero no dijo nada durante un rato, mientras su mirada recorría la mesa.

– Si hay alguien que desea unirse a él, ahora tiene la oportunidad -dijo finalmente.

Se oyó el rumor de papeles al ser manoseados, algunas sillas crujieron y algunos de los presentes se miraron fijamente las manos, pero nadie hizo ademán de marcharse.

– Bien -dijo Armstrong-. Y ahora, mientras todos nos comportemos como adultos, pronto quedará claro que sir Paul se ha precipitado al llegar a conclusiones, sin ninguna comprensión de la verdadera situación.

No todos los presentes parecieron convencidos. Eric Chapman, el secretario de la compañía, estuvo entre aquellos que mantuvieron la cabeza inclinada.

– Segundo punto del orden del día -dijo Armstrong con tono firme.

El director de circulación empleó algún tiempo en explicar por qué las cifras de venta del Citizen habían descendido tanto durante el pasado mes, algo que, según advirtió, tendría un efecto inmediato y demoledor sobre los ingresos por publicidad.

– Puesto que el Globe ha bajado su precio en diez peniques, sólo puedo aconsejar al consejo que hagamos lo mismo.

– Pero si lo hacemos -intervino Chapman-, sólo sufriremos una mayor pérdida de ingresos.

– Cierto… -empezó a decir el director de circulación.

– Tenemos que mantener los nervios -dijo Armstrong, interrumpiéndole-, y ver quién parpadea primero. Apuesto a que Townsend no estará aquí dentro de un mes, y entonces podremos recoger los despojos.

Aunque un par de directores asintieron con sendos gestos, la mayoría de ellos llevaban en el consejo el tiempo suficiente como para recordar lo que había sucedido la última vez que Armstrong sugirió que se podría producir esa situación en particular.

Necesitaron otra hora para revisar los puntos del día que quedaban y a cada minuto que pasaba estaba cada vez más claro que ninguno de los presentes parecía dispuesto a enfrentarse directamente con el director general. Cuando Armstrong preguntó finalmente si existía algún otro asunto pendiente, nadie dijo nada.

– Gracias, caballeros -dijo.

Se levantó del asiento, recogió las carpetas abandonadas por sir Paul y salió rápidamente de la sala. Al recorrer el pasillo, hacia el ascensor, vio a Peter Wakeham que se dirigía jadeante hacia él. Armstrong le sonrió al vicepresidente al pasar a su lado y éste se volvió y le siguió. Lo alcanzó justo cuando Armstrong entraba en el ascensor.

– Si hubiera llegado usted unos pocos minutos antes, Peter -le dijo mirándolo altivamente-, podría haberlo nombrado presidente.

Le sonrió ampliamente a Wakeham antes de que las puertas del ascensor se cerraran.

Apretó el botón de la terraza y al llegar encontró al piloto apoyado sobre la barandilla y fumando un cigarrillo.

– A Heathrow -ladró, sin pensar ni por un instante en el permiso del control de tráfico aéreo, o en la disponibilidad de canales de despegue.

El piloto aplastó rápidamente el cigarrillo y corrió hacia la plataforma de despegue donde estaba el helicóptero. Mientras volaban sobre la City de Londres, Armstrong empezó a considerar la secuencia de acontecimientos que se producirían durante las pocas horas siguientes, a menos que se materializaran de algún modo milagroso los cincuenta millones de dólares.

Quince minutos más tarde, el helicóptero se posó sobre la pista privada conocida como Terminal Cinco por aquellos que pueden permitirse el utilizarla. Descendió a tierra y se dirigió lentamente hacia su jet privado.

Otro piloto, que ya esperaba para recibir sus órdenes, le saludó desde lo alto de la escalerilla.

– A Niza -dijo Armstrong, antes de dirigirse hacia el fondo de la carlinga.

El piloto desapareció en la cabina de mando, e imaginó que el «capitán Dick» iba a tomar su yate en Monte Carlo, para pasar unos pocos días de descanso.

El Gulfstream despegó y tomó la ruta hacia el sur. Durante el vuelo de dos horas, Armstrong sólo hizo una llamada telefónica, a Jacques Lacroix, en Ginebra. Pero, por mucho que rogó, la respuesta se mantuvo inflexible.

– Señor Armstrong, dispone usted hasta la hora de cierre de hoy para reponer los cincuenta millones de dólares. En caso contrario, no tendré más alternativa que dejar el tema en manos de nuestros abogados.

41

¡Plaf!

– Tengo al presidente de Estados Unidos por la línea uno -dijo Heather-, y al señor Austin Pierson, de Cleveland, por la línea dos. ¿A cuál quiere que le pase primero?

Townsend le dijo a Heather con cuál de los dos quería hablar primero. Tomó el teléfono, nervioso, y escuchó una voz con la que no estaba familiarizado.

– Buenos días, señor Pierson. Ha sido usted muy amable al llamarme -dijo Townsend.

Luego, escuchó con suma atención.

– Sí, señor Pierson -dijo finalmente-. Desde luego. Comprendo perfectamente su situación. Estoy seguro de que yo habría respondido del mismo modo dadas las circunstancias.

Townsend escuchó atentamente las razones por las que Pierson había tomado su decisión.

– Comprendo su dilema y aprecio que se haya tomado la molestia de llamarme personalmente. -Hizo una pausa-. Sólo puedo esperar que no lo lamente. Adiós, señor Pierson.

Colgó el teléfono y hundió el rostro entre las manos. De repente, se sintió muy sereno.

Cuando Heather escuchó el grito, dejó de teclear, se levantó de un salto y corrió hacia el despacho de Townsend. Lo encontró dando saltos.

– ¡Está de acuerdo! -gritaba-. ¡Está de acuerdo!

– ¿Significa eso que puedo pedirle finalmente esa chaqueta de esmoquin que tanto necesita? -preguntó Heather.

– Media docena si quiere -contestó, tomándola en sus brazos-. Pero antes tendrá usted que recuperar mis tarjetas de crédito.

Heather se echó a reír y ambos empezaron a dar saltos de alegría.

Ninguno de los dos se dio cuenta de que Elizabeth Beresford acababa de entrar en el despacho.

– ¿Debo asumir que esto es alguna clase de culto practicado en las partes más remotas de las antípodas? -preguntó E. B.-. ¿O existe una explicación mucho más sencilla, relacionada con la decisión tomada por un banquero en un estado del Medio Oeste?

Se detuvieron abruptamente y se volvieron a mirarla.

– Es una forma de culto -dijo Townsend-. Y usted es el ídolo.

E. B. sonrió.

– Me siento complacida de oírselo decir -dijo con voz serena-. Heather, ¿podría hablar un momento con el señor Townsend, en privado?

– Desde luego -asintió Heather.

Volvió a ponerse los zapatos, que se había quitado durante la efusión de alegría y abandonó el despacho, cerrando la puerta silenciosamente tras ella.

Townsend se pasó una mano por el cabello y regresó rápidamente a su silla. Una vez que se hubo sentado, trató de recuperar la compostura.

– Ahora, Keith, quiero que me escuche, y que lo haga muy atentamente -empezó a decir E. B.-. Ha tenido usted una suerte increíble. Estuvo en un tris de perderlo absolutamente todo.

– Me doy cuenta de ello -asintió Townsend con tranquilidad.

– Quiero que me prometa que nunca hará una oferta por nada sin consultar primero con el banco…, y con ello me refiero a consultar conmigo.

– Cuenta usted con mi solemne juramento.

– Bien. Porque ahora dispone usted de diez años para consolidar la Global y convertirla en una de las instituciones más conservadoras y respetadas en este campo. No olvide que ésa es la quinta fase de nuestro acuerdo original.

– Nunca lo olvidaré -dijo Townsend-. Y le estaré eternamente agradecido por ello, Elizabeth, no sólo por haber salvado mi empresa, sino a mí con ella.

– Ha sido un placer ayudarle -dijo E. B.-, pero no estaré convencida de haber terminado mi trabajo hasta que no oiga describir a su compañía como una empresa impecable, especialmente por parte de sus detractores.

Él asintió con un gesto solemne y ella se inclinó, abrió un maletín y extrajo un montón de tarjetas de crédito, que le entregó.

– Gracias -dijo Townsend.

Un atisbo de sonrisa apareció en los labios de E. B. Se levantó de la silla y le ofreció la mano extendida, sobre la mesa. Townsend se la estrechó cálidamente.

– Espero que volveremos a vernos pronto -dijo, acompañándola hasta la puerta.

– Espero que no -dijo ella-. No creo que esté dispuesta a pasar una segunda vez por ese agotador rodillo.

Al llegar al despacho de Heather, E. B. se volvió hacia él. Por un momento, Townsend consideró la idea de besarla en la mejilla, pero luego se lo pensó mejor. Permaneció junto a la mesa de Heather, mientras E. B. le estrechaba la mano a su secretaria, con una actitud formal. Miró luego hacia Townsend, lo saludó con un gesto final de la cabeza y se marchó sin decir nada más.

– Toda una señora -comentó Townsend con la vista fija en la puerta, ya cerrada.

– De eso puede estar seguro -asintió Heather-. Hasta me enseñó un par de cosas sobre usted. -Townsend estaba a punto de preguntarle de qué se trataba, cuando ella añadió-: ¿Quiere que vuelva a llamar ahora a la Casa Blanca?

– Sí, directamente. Se me había olvidado por completo. Cuando haya terminado de hablar con el presidente, póngame con Kate.

Mientras Townsend regresaba a su despacho, Elizabeth permaneció en el pasillo, a la espera de que llegara al último piso uno de los seis ascensores. Tenía prisa por regresar al banco y recoger los papeles de su mesa. No había pasado un solo fin de semana en su casa desde hacía un mes, y le había prometido a su esposo que estaría de regreso para ver a su hija representar el papel de Gwendolen en la obra de teatro de la escuela. Cuando el ascensor llegó al piso de ejecutivos, entró y apretó el botón de la planta baja, en el momento en que otro ascensor se detenía en el otro lado del pasillo y se abrían sus puertas. Pero las puertas del ascensor donde estaba Elizabeth se cerraron antes de que pudiera ver quién salía del otro y se dirigía hacia la oficina de Townsend.

El ascensor se detuvo en el piso cuarenta y uno, y tres hombres jóvenes se unieron a E. B., al tiempo que continuaban en animada conversación, como si ella no estuviera allí. Cuando uno de ellos mencionó el nombre de Armstrong, empezó a prestar más atención a lo que decían. No podía creer lo que estaban diciendo. Cada vez que el ascensor se detenía y nuevas personas entraban, lograba captar un poco más de información.

Un Tom jadeante entró precipitadamente en la oficina de Heather.

– ¿Está dentro? -fue todo lo que preguntó.

– Sí, señor Spencer -contestó ella-. Acaba de hablar con el presidente. ¿Por qué no pasa directamente?

Tom se dirigió hacia la suite ejecutiva y abrió la puerta en el momento en que Townsend acababa de marcar un número en su teléfono privado.

– ¿Se ha enterado de la noticia? -preguntó, todavía jadeante.

– Sí -contestó Townsend, que levantó la mirada-. Me disponía a llamar a Kate para dársela ahora que Pierson está de acuerdo en conceder el préstamo.

– Me complace saberlo. Pero eso ya no es noticia, sino historia -dijo Tom, que se dejó caer en el asiento que E. B. había desocupado momentos antes.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Townsend-. Si yo mismo acabo de enterarme hace escasos minutos.

Una voz sonó entonces por el teléfono.

– ¿Diga? Aquí Kate Townsend.

– Quiero decir si se ha enterado de algo respecto a Armstrong.

– ¿Armstrong? No, ¿en qué anda metido ahora? -preguntó Townsend, que ignoró el teléfono.

– ¿Diga? -repitió Kate-. ¿Hay alguien ahí?

– Se ha suicidado -dijo Tom.

– ¿Eres tú, Keith? -preguntó Kate.

– ¿Que se ha qué…? -preguntó Townsend, que colgó el teléfono, atónito.

– Parece ser que estuvo perdido en el mar durante varias horas, y unos pescadores acaban de encontrar su cuerpo frente a la costa de Cerdeña.

– ¿Armstrong, muerto? -Townsend giró en su sillón y por unos momentos se quedó mirando por la ventana que daba a la Quinta Avenida-. Y pensar que mi madre le ha sobrevivido -observó finalmente.

Tom se sintió perplejo ante aquellas palabras.

– No puedo creer que se haya suicidado -dijo Townsend.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó Tom.

– Porque no es ése su estilo. Ese condenado hombre siempre se creyó capaz de sobrevivir a cualquier cosa.

– En cualquier caso, de Londres llegan noticias continuamente -dijo Tom-. Parece ser que el inagotable flujo de dinero del que disponía Armstrong procedía del fondo de pensiones de la compañía, que no sólo utilizó para comprar sus propias acciones, sino también para pagar a los sindicatos en Nueva York.

– ¿El fondo de pensiones de la compañía? -preguntó Townsend-. ¿De qué está usted hablando?

– Al parecer, Armstrong descubrió que en el fondo había mucha más liquidez de la legalmente necesaria, de modo que empezó a sacar dinero, a base de unos pocos millones cada vez, hasta que su presidente descubrió lo que estaba haciendo y presentó su dimisión.

Townsend tomó un teléfono interno y marcó tres números.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Tom.

– Sshh -siseó Townsend, que se llevó un dedo a los labios. Al escuchar una voz al otro extremo de la línea preguntó-: ¿Es el departamento de contabilidad?

– Sí, señor -contestó alguien que reconoció inmediatamente el acento australiano-. Soy Hank Turner, el subdirector de contabilidad.

– Es usted exactamente el hombre que necesito, Hank. Antes que nada, dígame una cosa, ¿tiene la Global una cuenta aparte para el fondo de pensiones?

– Sí, desde luego que sí, señor.

– ¿Y cuánto tenemos en esa cuenta en el momento actual? -preguntó.

Colgó, y quedó a la espera de la respuesta. El ascensor en el que iba E. B. ya había llegado al noveno piso en sentido ascendente cuando el subdirector de contabilidad pudo informar a Townsend.

– A las nueve de esta mañana, señor, la cuenta indicaba un balance de setecientos veintitrés millones de dólares.

– ¿Y cuánto necesitamos tener para cumplir con la legalidad vigente y atender las obligaciones del fondo de pensiones?

– Algo más de cuatrocientos millones, señor -fue la respuesta del contable-. Gracias a la atinada política de inversiones del director del fondo, hemos podido mantenernos bastante por delante de la inflación.

– ¿De modo que disponemos de un superávit de trescientos millones de dólares por encima de las obligaciones indicadas en los estatutos?

– Así es, señor, pero la posición legal es que debemos mantenernos en todo momento por encima de…

Townsend colgó el teléfono sin esperar a oír más y se volvió hacia el abogado, que lo miraba con incredulidad.

E. B. salió del ascensor y echó a andar por el pasillo.

– Espero que no esté pensando lo que creo que está pensando -dijo Tom cuando E. B. ya entraba en el despacho de Heather.

– Necesito ver al señor Townsend urgentemente -dijo.

– ¿No me diga que Pierson ha cambiado de opinión? -preguntó Heather.

– No, esto no tiene nada que ver con Pierson, sino con Richard Armstrong.

– ¿Con Armstrong?

– Ha sido encontrado muerto en el mar. Los primeros informes sugieren que se ha suicidado.

– Santo cielo. Será mejor que entre usted inmediatamente, señora Beresford. Está reunido en estos momentos con Tom Spencer.

E. B. se dirigió hacia el despacho de Townsend. Tom había dejado la puerta entreabierta al entrar precipitadamente, de modo que, antes de llegar, E. B. pudo darse cuenta de que se producía entre los dos hombres una acalorada discusión. Al escuchar las palabras «fondo de pensiones», se quedó helada donde estaba y escuchó con incredulidad la conversación que mantenían Townsend y su abogado.

– No, escúcheme usted a mí, Tom -decía Townsend-. Mi idea seguiría encajando bien dentro de cualquier exigencia legal.

– Espero que me permita ser el juez sobre eso -dijo Tom.

– Supongamos que la cotización de Armstrong Communications haya sido suspendida a últimas horas del día de hoy.

– Es una suposición razonable -asintió Tom.

– Así pues, sería inútil en estos momentos tratar de apoderarme de sus acciones. Lo único que sabemos por ahora es que Armstrong estaba sangrando el fondo de pensiones hasta dejarlo seco, de modo que cuando las acciones vuelvan a cotizar en el mercado, seguro que lo harán a un precio muy bajo.

– Sigo sin comprender en qué puede ayudarle eso -dijo Tom.

– Sencillamente, actuaré como los cruzados de los viejos tiempos, con su armadura justiciera, y entraré a saco para salvar la situación.

– ¿Y cómo se propone hacerlo?

– Sencillamente, fusionando las dos compañías.

– Pero jamás aceptarán una cosa así. Para empezar, los fideicomisarios del fondo de pensiones del Citizen no se arriesgarán a otra…

– Quizá lo hagan cuando descubran que el superávit de nuestro propio fondo de pensiones cubre con creces las pérdidas del suyo. Eso solucionaría convenientemente dos problemas al mismo tiempo. En primer lugar, el gobierno británico no tendría que echar mano de su fondo especial de reserva.

– ¿Y segundo? -preguntó Tom, que seguía mirándolo con expresión escéptica.

– Los propios pensionistas podrían dormir seguros, convencidos de que no tendrían que afrontar el resto de sus días sumidos en la penuria.

– Pero la Comisión de Monopolios y Fusiones jamás estará de acuerdo en permitir que sea usted el propietario de los dos tabloides más grandes que existen en Gran Bretaña -dijo Tom.

– Quizá no -asintió Townsend-, pero no pondrán ninguna objeción a que me apodere de todas las publicaciones regionales de Armstrong…, que deberían haber sido mías desde el principio.

– Supongo que eso lo podrían tolerar -dijo Tom-, pero los accionistas no…

– A los accionistas no les importaría un bledo el cuarenta y seis por ciento del paquete de acciones de Armstrong en el New York Star.

– Es un poco tarde para preocuparse por eso -dijo Tom-. Ya ha perdido usted el control general sobre ese periódico.

– No, todavía no -dijo Townsend-. Todavía nos encontramos en el proceso de determinación de deudas exigibles. No tengo que firmar los documentos finales hasta el próximo lunes.

– Pero ¿qué me dice entonces del New York Tribune? -preguntó Tom-. Quizá Armstrong haya muerto, pero no haría usted otra cosa que heredar sus problemas. Al margen de lo que él afirmara en sentido contrario, la verdad es que ese periódico sigue perdiendo más de un millón de dólares a la semana.

– No será así si yo hago lo que Armstrong tendría que haber hecho desde el principio, que no es ni más ni menos que cerrar el periódico -dijo Townsend-. De ese modo, crearía en esta ciudad un monopolio que nadie podría desafiar nunca.

– Pero aunque convenciera al gobierno británico y a la Comisión de Monopolios y Fusiones, ¿qué le hace pensar que el consejo de administración de Armstrong Communications estaría de acuerdo en aceptar su plan?

– Porque de ese modo no sólo volvería a llenar las arcas de su fondo de pensiones, sino que también permitiría a la dirección conservar el control del Citizen. Y no actuaríamos en contra de la ley, porque el superávit de nuestro propio fondo de pensiones cubre con creces el déficit del suyo.

– Sigo pensando que le plantearían una lucha feroz para impedírselo -dijo Tom.

– No cuando el Globe le recuerde cada mañana a los 35.000 antiguos empleados del Citizen que existe una solución muy sencilla a su problema de pensiones. Al cabo de pocos días se estarían manifestando frente a la Armstrong House, para exigir que el consejo aceptara la fusión.

– Pero eso supone que el Parlamento también lo aceptaría -dijo Tom-. Piense en todos esos miembros del Partido Laborista que le detestan mucho más de lo que detestaban a Armstrong.

– Tendré que asegurarme de que esos mismos parlamentarios reciban montones de cartas de sus votantes, para recordarles que sólo faltan pocos meses para las elecciones, y que si esperan que les voten…

Keith levantó la mirada y vio a E. B., de pie en la puerta. Ella le miró fijamente, de la misma forma que lo había mirado el primer día que se reunieron.

– Señor Townsend -dijo ella-, hace menos de quince minutos que usted y yo llegamos a un acuerdo. Un acuerdo sobre cuyo cumplimiento me dio usted su más solemne promesa. ¿O es que acaso su memoria no llega tan lejos?

Las mejillas de Keith se enrojecieron ligeramente y a continuación, una ligera sonrisa se extendió lentamente sobre su rostro.

– Lo siento, E. B. Le mentí.

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