QUINTA EDITIÓN
El Citizen contra el Globe

28

Dimite el ministro

– Han quedado impresos cien mil ejemplares de La amante del senador, que han sido almacenados en el almacén de New Jersey, a la espera de la inspección de la señora Sherwood -dijo Kate, que levantó la mirada al techo.

– Eso está bien para empezar -dijo Townsend-, pero no me van a devolver un centavo de mi dinero hasta que no los vean en las librerías.

– Una vez que su abogado haya verificado las cifras y los albaranes de entrega, no tendrá más remedio que devolverte el primer millón de dólares. Habremos cumplido con esa parte del contrato dentro del período de doce meses previamente estipulado.

– ¿Y cuánto me ha costado hasta el momento este pequeño ejercicio?

– Incluida la impresión y el transporte, unos treinta mil dólares -contestó Kate-. Todo lo demás se hizo en la empresa o se puede deducir de impuestos.

– Chica lista. Pero ¿qué posibilidades tengo de recuperar mi segundo millón? A pesar de todo el tiempo que has dedicado a reescribir el libro, sigo sin verlo en las listas de los más vendidos.

– Yo no estoy tan segura -dijo Kate-. Todo el mundo sabe que sólo mil cien librerías informan semanalmente de sus ventas al New York Times. Si pudiera ver esa lista de librerías, tendría una verdadera oportunidad de asegurarme de que recuperaras tu segundo millón.

– Pero saber qué librerías informan de sus ventas no hará que los clientes compren los libros.

– No, pero creo que podríamos dirigirlos en la dirección correcta.

– ¿Y cómo te propones hacer eso?

– Primero, distribuyendo el libro en un mes tradicionalmente bajo, como enero o febrero, y segundo vendiéndolo únicamente en aquellas librerías que informen al New York Times.

– Pero eso tampoco hará que la gente lo compre.

– Será suficiente si sólo le cobramos a la librería cincuenta centavos por ejemplar, con un precio de cubierta de tres dólares con cincuenta, lo que permitirá al librero obtener un beneficio del 700 por cien por cada ejemplar vendido, en lugar de su habitual cien por cien.

– Eso seguirá sirviendo de poco si el libro es indigerible.

– Eso es algo que no importará durante la primera semana -dijo Kate-. Si las librerías obtienen esa clase de beneficio, tendrán interés en promocionar el libro y ponerlo en sus escaparates, en el mostrador, e incluso en las estanterías de bestsellers. Mi investigación demuestra que sólo tenemos que vender diez mil ejemplares en la primera semana para alcanzar el puesto número quince en la lista de libros más vendidos, lo que supone algo menos de diez ejemplares por librería.

– Supongo que eso nos proporcionaría una oportunidad del cincuenta por ciento -dijo Townsend.

– Y todavía puedo aumentar las posibilidades. La semana en que se inicie la distribución, podemos utilizar nuestra red de periódicos y revistas en todo Estados Unidos para asegurarnos de que el libro reciba buenas críticas y anuncios en primera página, y para publicar mi artículo «La extraordinaria señora Sherwood» en tantos otros periódicos a los que te parezca que podemos llegar.

– Si eso me ahorra un millón de dólares habrá valido la pena -asintió Townsend-. Pero eso sólo hace que las posibilidades estén algo mejor que el cincuenta por ciento.

– Si me permites ir un paso más allá, probablemente podré conseguir que estén todas a tu favor.

– ¿Qué propones? ¿Que compre el New York Times?

– No se trata de una idea tan drástica -contestó Kate con una sonrisa-. Propongo que durante la primera semana de distribución nuestros propios empleados compren cinco mil ejemplares del libro.

– ¿Cinco mil ejemplares? Eso sería como despilfarrar el dinero.

– No necesariamente -dijo Kate-. Después de que los vendamos de nuevo a las librerías a cincuenta centavos el ejemplar, habrás recuperado dos mil quinientos dólares, de modo que por un gasto total de quince mil dólares te puedes asegurar virtualmente una semana de permanencia en la lista de libros más vendidos, en cuyo caso el señor Yablon tendrá que devolverte el millón de dólares.

Townsend la tomó en sus brazos.

– Es posible que todo salga bien.

– Pero sólo si consigues los nombres de las librerías que informan de sus ventas al New York Times para confeccionar la lista de libros más vendidos.

– Eres una chica lista -le dijo apretándola más fuerte.

– He descubierto al menos lo que te enciende -dijo Kate con una sonrisa.


– Stephen Hallet llama por la línea uno, y Ray Atkins, el ministro de Industria por la línea dos -dijo Pamela, la secretaria de Armstrong.

– Hablaré primero con Atkins. Dígale a Stephen que le llamaré en seguida que pueda.

Armstrong esperó a que sonara el clic de su último juguete, que aseguraría la grabación de toda la conversación.

– Buenos días, señor ministro -saludó-. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Se trata de un problema personal, Dick. Me preguntaba si podríamos reunimos.

– Desde luego -contestó Armstrong-. ¿Qué le parece si almorzamos en el Savoy en algún momento de la semana que viene?

Revisó su dietario para ver qué cita podía cancelar.

– Me temo que se trate de algo mucho más urgente que eso, Dick. Y preferiría no reunimos en un lugar tan público.

Armstrong comprobó las entrevistas que tenía durante el resto del día.

– Bueno, ¿y si se reúne a almorzar conmigo hoy mismo en mi comedor privado? Iba a verme con Don Sharpe, pero si se trata de algo tan urgente puedo cancelarlo.

– Es muy amable por su parte, Dick. ¿Nos vemos hacia la una?

– Estupendo. Me ocuparé de alguien acuda a recibirle a recepción y le haga subir directamente a mi despacho.

Armstrong colgó el teléfono y sonrió. Sabía exactamente por qué quería verle el ministro de Industria. Al fin y al cabo, había apoyado lealmente al Partido Laborista a lo largo de los años, a través, en buena medida, de donar mil libras anuales a cada uno de cincuenta escaños marginales clave. Esa pequeña inversión le aseguraba cincuenta amigos íntimos en el Parlamento, algunos de ellos ministros, y le permitía mantener abierto el acceso a los niveles gubernamentales más altos cada vez que lo necesitaba. Si hubiera deseado ejercer la misma influencia en Estados Unidos, eso le habría costado un millón de dólares al año.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido del teléfono. Pamela tenía a Stephen Hallet al aparato.

– Siento mucho haberte hecho esperar, Stephen, pero en ese momento tenía al joven Ray Atkins al aparato. Dice que necesita verme urgentemente. Creo que los dos sabemos de qué se trata.

– Creía que la decisión sobre el Citizen no se tomaría hasta el próximo mes como mucho.

– Quizá quieran hacer un anuncio antes de que la gente empiece a especular. No olvides que Atkins fue el ministro que envió la oferta de Townsend por el Citizen a la Comisión de Monopolios y Fusiones. No creo que al Partido Laborista le entusiasme mucho la idea de que Townsend controle el Citizen y el Globe.

– Pero es la comisión la que decide al final, Dick, no el ministro.

– A pesar de todo, no me imagino que le permitan a Townsend obtener el control de la mitad de Fleet Street. En cualquier caso, el Citizen es el periódico que ha venido apoyando coherentemente al Partido Laborista durante los últimos años, mientras que la mayoría de los demás no han sido más que revistas de los tories.

– Pero la comisión tendrá que parecer ecuánime.

– ¿Como lo ha sido Townsend con Wilson y Heath? El Globe se ha convertido en una carta diaria de amor por Teddy, el marinero. Si Townsend le echara también la mano al Citizen, el movimiento laborista se quedaría sin voz en este país.

– Usted lo sabe y yo lo sé -asintió Stephen-. Pero la comisión no está compuesta únicamente por socialistas.

– Es una pena -comentó Armstrong-. Si pudiera echarle mano al Citizen, Townsend descubriría por primera vez en la vida lo que es la verdadera competencia.

– A mí no tiene que convencerme, Dick. Le deseo suerte con el ministro. Pero no era ésa la razón por la que le llamaba.

– Cada vez que me llama por teléfono, Stephen, me plantea un problema. ¿De qué se trata esta vez?

– Acabo de recibir una larga carta del abogado de Sharon Levitt, amenazándole con un proceso ante los tribunales -dijo Stephen.

– Pero hace meses que firmé un acuerdo con ella. No puede esperar sacarme más dinero.

– Sé que lo hizo así, Dick. Pero esta vez le van a poner una demanda de paternidad, Dick. Parece ser que Sharon ha dado a luz a un varón y ella afirma que es usted su padre.

– Podría serlo cualquiera, dada la promiscuidad de esa zorra… -empezó a decir Armstrong.

– Posiblemente -admitió Stephen-. Pero no con esa marca de nacimiento bajo el omóplato derecho. Y no olvide que en la comisión hay cuatro mujeres, y que la esposa de Townsend está embarazada.

– ¿Cuándo nació ese bastardo? -preguntó Armstrong que retrocedió rápidamente en su dietario.

– El cuatro de enero.

– Espere un momento -dijo Armstrong. Comprobó las entradas en el dietario nueve meses antes de esa fecha: Alexander Sherwood, en París-. Esa condenada mujer ha tenido que planificarlo todo desde hace tiempo -rugió-, al mismo tiempo que fingía que deseaba ser mi ayudante personal. De ese modo sabía que terminaría con dos finiquitos. ¿Qué me recomienda?

– Sus abogados sabrán la batalla que se plantea por la posesión del Citizen y, por lo tanto, saben que sólo necesitarían hacer una llamada al Globe….

– No se atreverán -dijo Armstrong levantando la voz.

– Quizá no -contestó Stephen con calma-. Pero ella podría hacerlo. Por lo tanto, sólo puedo recomendarle que me permita zanjar la cuestión con las mejores condiciones que consiga.

– Si usted lo dice -admitió Armstrong, algo más tranquilo-. Pero asegúrese de decirles que si se filtra una sola palabra de esto, ese mismo día se suspenderán todos los pagos.

– Haré todo lo que pueda -dijo Stephen-. Pero me temo que ella ha aprendido algo de usted.

– ¿Y qué es? -preguntó Dick.

– Que no sale a cuenta contratar a un abogado barato. Le volveré a llamar por teléfono en cuando hayamos acordado las condiciones.

– Hágalo -asintió Armstrong antes de colgar el teléfono-. ¡Pamela! -gritó a través de la puerta-. Póngame con Don Sharpe. -Una vez que el director del London Evening Post estuvo al aparato, Armstrong le dijo-: Ha surgido algo. Voy a tener que retrasar nuestro almuerzo por el momento.

Colgó el teléfono antes de darle a Sharpe la oportunidad de responder. Armstrong ya había decidido hacía tiempo que este director en particular tenía que ser sustituido, y hasta se había puesto en contacto con la persona que deseaba para ocupar el puesto, pero la llamada telefónica del ministro supuso que esa decisión se retrasara durante unos pocos días más.

No se sentía preocupado por Sharon y por la posibilidad de que pudiera irse de la lengua. Tenía fichas comprometedoras de todos los directores de Fleet Street, y todavía más abultadas sobre los dueños de los periódicos, y casi un archivo dedicado especialmente a Keith Townsend. Su mente volvió a pensar en Ray Atkins.

Una vez que Pamela hubo terminado de repasar con él la correspondencia de la mañana, le pidió un ejemplar del Dod's Parliamentary Companion. Deseaba recordar los datos más destacados de la carrera de Atkins, los nombres de su esposa e hijos, los ministerios de los que había sido titular e incluso sus aficiones.

Todo el mundo aceptaba que Ray Atkins era uno de los políticos más brillantes de su generación, como quedó confirmado cuando Harold Wilson lo nombró ministro en la sombra después de sólo quince meses. Tras las elecciones generales de 1966, Atkins se convirtió en ministro de Estado en el departamento de Comercio e Industria. Y todos estaban de acuerdo que si los laboristas ganaban las próximas elecciones, un resultado que Armstrong no consideraba probable, Atkins sería invitado a formar parte del gabinete. Algunos hablaban de él incluso como futuro líder del partido.

Puesto que Atkins era miembro de una circunscripción parlamentaria del norte, cubierta por uno de los periódicos locales de Armstrong, los dos hombres habían llegado a conocerse bien con el transcurso de los años, y a menudo comían juntos en la sede del partido. Cuando Atkins fue nombrado ministro de Industria, con responsabilidades especiales sobre las absorciones de empresas, Armstrong intensificó sus esfuerzos por cultivar su amistad, con la esperanza de que pudiera inclinar la balanza en su favor cuando se tratara de decidir quién se haría cargo del Citizen.

Las ventas del Globe continuaron su descenso continuo después de que Townsend comprara las acciones de sir Walter Sherwood. Townsend había intentado despedir al director, pero dejó en suspenso sus planes tras la muerte, unos meses más tarde, de Hugh Tuncliffe, el propietario del Citizen, en cuanto su viuda anunció su intención de poner el periódico en venta. Townsend dedicó varios días a convencer a su consejo de administración de que debía hacer una oferta por el Citizen, que el Financial Times describió como «un precio demasiado alto», a pesar de que el Citizen era el periódico de mayor circulación de Gran Bretaña. Después de recibidas todas las ofertas, la suya resultó ser la más alta de todas con gran diferencia. Se produjo un alboroto inmediato entre la competencia, cuyos puntos de vista, mantenidos con firmeza, se expresaron en la primera página del Guardian. Día tras día, periodistas seleccionados anunciaron su desaprobación ante la perspectiva de que Townsend fuera el propietario de dos de los periódicos de mayor éxito del país. Con una rara demostración de solidaridad, The Times también expresó su opinión en nombre de los estamentos tradicionales, y condenó la idea de que los extranjeros dominaran las instituciones nacionales y ejercieran de ese modo una poderosa influencia sobre el estilo de vida británico. A la mañana siguiente el director recibió varias cartas en las que se le indicaba que el propietario del The Times era un canadiense. Ninguna de ellas fue publicada.

Cuando Armstrong anunció que igualaba la oferta de Townsend, y admitió mantener como presidente del consejo de administración a sir Paul Maitland, antiguo embajador en Washington, al gobierno no le quedó más remedio que recomendar que la cuestión se dejara en manos de la Comisión de Monopolios y Fusiones. Townsend se quedó lívido ante lo que describió como «nada más que un complot socialista», pero no logró mucha comprensión por parte de quienes habían seguido el continuo declive de los niveles periodísticos del Globe durante todo el año anterior. Armstrong, sin embargo, tampoco recibió apoyo de mucha gente. Durante el mes anterior volvió a aparecer en varios periódicos la pauta de tener que elegir entre el menor de dos males.

Pero Armstrong estaba convencido de que esta vez le llevaba la delantera a Townsend, y que el mayor premio de Fleet Street estaba a punto de caer en sus manos. Ya se sentía impaciente ante la visita inminente de Roy Atkins, y esperaba que le confirmara oficialmente la noticia.

Atkins llegó a Armstrong House poco antes de la una. El propietario mantenía una conversación en ruso cuando Pamela lo hizo entrar en su despacho. Armstrong colgó inmediatamente el teléfono, en plena conversación, y se levantó para dar la bienvenida a su invitado. Al estrecharle la mano a Atkins, no pudo dejar de observar que estaba un poco húmeda.

– ¿Qué desea beber? -le preguntó.

– Un escocés corto con mucha agua -contestó Atkins.

El propio Armstrong preparó la bebida para el ministro y luego lo condujo hasta la sala de al lado. Encendió una luz totalmente innecesaria y, con ello, una grabadora oculta. Atkins sonrió con alivio al ver que sobre la mesa de comedor sólo se habían preparado dos cubiertos. Armstrong le indicó que se sentara en una de las dos sillas.

– Gracias, Dick -dijo con cierto nerviosismo-. Es muy amable por su parte haberme recibido tan rápidamente.

– De nada, Ray -dijo Armstrong, que ocupó su asiento en la cabecera de la mesa-. Es un placer. Me siento encantado de ver a alguien que trabaja tan incansablemente por nuestra causa. Brindemos por su futuro -dijo, levantando su copa-. Un futuro que, según me dicen todos, es de color rosado.

Armstrong observó un ligero temblor en la mano del ministro, antes de que éste respondiera.

– Hace usted muchas cosas por nuestro partido, Dick.

– Es muy amable por su parte el decirlo así, Ray.

Durante los dos primeros platos, hablaron de las posibilidades que tenía el Partido Laborista de ganar las próximas elecciones, y ambos tuvieron que admitir que no eran muy optimistas.

– Aunque las encuestas de opinión parece que van mejorando -dijo Atkins-, sólo hay que estudiar los resultados de las elecciones locales para comprender lo que está ocurriendo realmente en las circunscripciones electorales.

– Estoy de acuerdo con usted -asintió Dick-. Sólo un estúpido se dejaría influir por las encuestas de opinión cuando se trata de unas elecciones generales. Aunque tengo entendido que Wilson suele sacar de quicio a Ted Heath en la sesión de preguntas parlamentarias en la Cámara.

– Cierto, pero eso es algo que sólo ven unos pocos cientos de parlamentarios. Si se televisaran las sesiones, toda la nación se daría cuenta de que Harold está en una clase diferente.

– No creo que yo llegue a conocer eso -dijo Dick.

Atkins asintió y luego cayó en un profundo silencio. Una vez retirado el primer plato, Dick le dio instrucciones al mayordomo para que los dejaran a solas. Llenó la copa del ministro con más clarete, pero Atkins se limitó a juguetear con ella, con aspecto de preguntarse cómo podía plantear un tema embarazoso. Una vez que el mayordomo hubo cerrado la puerta tras él, Atkins suspiró profundamente.

– Todo esto es un poco angustioso para mí -empezó a decir, con vacilación.

– Diga todo lo que quiera decir, Ray. Sea lo que fuere, no saldrá de esta habitación. Y no olvide nunca que ambos bateamos para el mismo equipo.

– Gracias, Dick -replicó el ministro-. Supe inmediatamente que era usted la persona adecuada con la que discutir mi pequeño problema. -Siguió jugueteando con la copa, sin decir nada durante un rato. Luego, de repente, barbotó-: El Evening Post ha estado hurgando en mi vida personal, Dick, y ya no puedo soportarlo.

– Lamento mucho oírle decir eso -dijo Armstrong, que se había imaginado que hablarían de un tema completamente diferente-. ¿Qué han hecho que le ha molestado tanto?

– Me han estado amenazando.

– ¿Amenazándole? -preguntó Armstrong, con un tono de voz que sonó molesto-. ¿De qué forma?

– Bueno, quizá «amenazar» sea una palabra un poco fuerte. Pero uno de sus periodistas ha estado llamando constantemente a mi oficina y a mi casa los fines de semana, en ocasiones incluso dos o tres veces al día.

– Créame, Ray, que no sabía nada de esto -le aseguró Armstrong-. Hablaré con Don Sharpe en cuanto se haya marchado usted. Y puede estar seguro de que ya no se hablará más del asunto.

– Gracias, Dick -dijo el ministro, que esta vez tomó un trago de vino-. Pero no son las llamadas lo que necesito que se detengan, sino la historia que tienen.

– ¿Le ayudaría contarme de qué se trata, Ray?

El ministro fijó la mirada sobre la mesa. Transcurrió algún tiempo antes de que levantara la cabeza.

– Todo sucedió hace varios años -empezó a decir-. En realidad, fue hace tanto tiempo que casi se me había olvidado que tuvo lugar, hasta hace poco.

Armstrong permaneció en silencio y volvió a llenar la copa de su invitado.

– Fue poco después de ser elegido para el consejo municipal de Bradford. -El ministro tomó otro trago de vino-. Conocí a la secretaria del consejo.

– ¿Estaba usted casado con Jenny por aquel entonces? -preguntó Armstrong.

– No, Jenny y yo nos conocimos un par de años más tarde, antes de que fuera elegido por la circunscripción de Bradford West.

– ¿Cuál es entonces el problema? -preguntó Armstrong-. Hasta el Partido Laborista permite tener amigas antes de contraer matrimonio -añadió, tratando de dar un tono ligero a la conversación.

– No cuando esa amiga queda embarazada -dijo el ministro-. Y cuando su religión prohíbe el aborto.

– Comprendo -asintió Armstrong en voz baja. Hizo una pausa, antes de preguntar-: ¿Está Jenny enterada de todo esto?

– No, no sabe nada. Nunca se lo dije. En realidad, no se lo dije a nadie. Ella es hija de un médico local, un condenado tory, de modo que su familia no me aceptó en ningún momento. Si esto llega a saberse, tendré que soportar el clásico síndrome del «Ya te lo dije».

– ¿De modo que es ella la que plantea dificultades?

– No. Que Dios la bendiga, Rahila ha sido magnífica, aunque su familia me consideraba con el mismo afecto que mis parientes políticos. Naturalmente, le he venido pagando una cantidad por alimentos.

– Naturalmente. Pero si ella no le causa ninguna molestia, ¿dónde está el problema? Ningún periódico se atrevería a publicar nada a menos que ella confirmara la historia.

– Lo sé. Pero, desgraciadamente, su hermano bebió demasiado una noche y se le soltó la lengua en el pub local. No sabía que en esos momentos había un periodista en el bar que trabaja por libre para el Evening Post. El hermano lo negó todo al día siguiente, pero el bastardo del periodista no hizo más que hurgar en el asunto. Si esta historia llega al dominio público, no me quedará más alternativa que dimitir. Y sólo Dios sabe lo que eso representaría para Jenny.

– Bueno, todavía no hemos llegado a eso, Ray, y puede estar seguro de una cosa: nunca la verá publicada en ningún periódico de mi propiedad. Cuenta usted con mi palabra. En cuanto se marche llamaré a Sharpe y le dejaré bien clara cuál es mi postura al respecto. Nadie volverá a ponerse en contacto con usted en relación con este tema.

– Gracias -dijo Atkins-. Eso me produce un gran alivio. Lo único que tengo que hacer ahora es rezar para que a ese periodista no se le ocurra ir con la historia a otra parte.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Armstrong.

– John Cummins.

Armstrong anotó el nombre en una libreta que tenía a su lado.

– Me ocuparé de que al señor Cummins se le ofrezca un puesto de trabajo en uno de mis periódicos en el norte, en alguna parte lo más alejada posible de Bradford. Eso será suficiente para amortiguar su entusiasmo.

– No sé cómo agradecérselo -dijo el ministro.

– Estoy seguro de que ya se le ocurrirá alguna forma -dijo Armstrong, que se levantó del asiento sin molestarse en ofrecerle café a su invitado.

Acompañó a Atkins fuera del comedor. El nerviosismo del ministro se vio sustituido por la voluble seguridad en sí mismo más habitualmente asociada con los políticos. Al pasar por el despacho de Armstrong, observó que en la estantería había una edición completa de Wisden.

– No sabía que fuera usted aficionado al críquet, Dick.

– Oh, sí -contestó Armstrong-. Me ha gustado ese juego desde que era muy pequeño.

– ¿A qué condado apoya? -preguntó Atkins.

– A Oxford -contestó Armstrong cuando ya llegaban ante el ascensor.

Atkins no dijo nada y le estrechó cálidamente la mano.

– Gracias de nuevo, Dick. Muchas gracias.

En cuanto se cerraron las puertas del ascensor, Armstrong regresó a su despacho.

– Quiero ver inmediatamente a Don Sharpe -gritó al pasar ante la mesa de Pamela.

El director del Evening Post apareció en el despacho del propietario pocos minutos más tarde. Llevaba una gruesa carpeta. Esperó a que Armstrong terminara una conversación telefónica en una lengua que no reconoció.

– Pidió verme -le dijo, una vez que Armstrong hubo colgado el teléfono.

– Sí. Acabo de almorzar con Ray Atkins. Me dice que el Post lo ha estado molestando con alguna historia que ha estado usted siguiendo.

– Así es, hemos hecho algún trabajo con una historia. En realidad, llevamos varios días tratando de ponernos en contacto con Atkins. Creemos que el ministro fue padre de un hijo ilegítimo hace varios años, un muchacho llamado Vengi.

– Pero todo eso tuvo lugar antes de que se casara.

– Cierto -asintió el director-, pero…

– En ese caso no veo motivo alguno para considerar que la historia pueda ser de interés público.

Don Sharpe pareció un tanto sorprendido ante la insólita insensibilidad del propietario por aquel tema, pero también sabía que la decisión de la comisión sobre el Citizen tendría que tomarse en las pocas semanas siguientes.

– ¿Está usted de acuerdo o no? -preguntó Armstrong.

– En circunstancias normales lo estaría -contestó Sharpe-. Pero en este caso resulta que la mujer en cuestión ha perdido su puesto de trabajo en el consejo municipal, se ha visto abandonada por su familia, y sobrevive apenas en un piso de una sola habitación, en la circunscripción representada por el ministro, quien, por otra parte, es conducido de un lado a otro en un Jaguar y cuenta con una segunda residencia en el sur de Francia.

– Pero él le paga todos sus alimentos.

– No siempre lo hace a tiempo -dijo el director-. Y podría considerarse como de interés público saber que cuando fue subsecretario de Estado en el departamento de Servicios Sociales, fue responsable de promover la aprobación de la ley sobre progenitores solos, que defendió en la fase de comité de la Cámara.

– Eso no tiene importancia y usted lo sabe.

– Hay otro factor que podría interesar conocer a nuestros lectores.

– ¿De qué se trata?

– Ella es musulmana. Tras haber dado a luz a un niño fuera del matrimonio, no cuenta con ninguna esperanza de casarse. En estas cuestiones ellos son un poco más estrictos que la Iglesia de Inglaterra.

El director sacó una fotografía de la carpeta y la dejó sobre la mesa de Armstrong, que observó en ella a una madre asiática atractiva que sostenía a un niño pequeño en sus brazos. Habría sido difícil negar la semejanza del niño con su padre.

Armstrong miró a Sharpe.

– ¿Cómo sabía que iba a hablar de este tema con usted? -le preguntó.

– Imaginé que no había cancelado nuestro almuerzo sólo porque deseaba hablar con Ray Atkins sobre las posibilidades de ser reelegido esta temporada por la circunscripción de Bradford.

– No sea sarcástico conmigo -le espetó Armstrong-. Abandonará usted de inmediato esa investigación. Si observo en alguna ocasión la más mínima alusión a esta historia en uno de mis periódicos, no tendrá necesidad de acudir a trabajar al día siguiente.

– Pero… -protestó el director.

– Y mientras continúa con su trabajo habitual, puede dejar esa carpeta sobre mi mesa.

– ¿Que puedo qué?

Armstrong siguió mirándolo con expresión furibunda hasta que él dejó dócilmente la abultada carpeta sobre la mesa. Se dio media vuelta y salió del despacho sin añadir una sola palabra más.

Armstrong lanzó una maldición por lo bajo. Ahora, si despedía a Sharpe, lo primero que haría éste sería cruzar la calle y acudir con la historia al Globe. Acababa de tomar una decisión que probablemente le costaría mucho dinero de una u otra forma. Tomó el teléfono.

– Pamela, póngame con el señor Atkins, del Departamento de Comercio e Industria.

Atkins estuvo al habla momentos más tarde.

– ¿Es ésta una línea pública? -preguntó Armstrong, consciente de que los funcionarios escuchaban a menudo las conversaciones por si acaso los ministros acordaban compromisos que luego ellos tuvieran que cumplir.

– No, me ha llamado usted por mi línea privada -le aseguró Atkins.

– He hablado con el director en cuestión -le informó Armstrong-, y le puedo asegurar que el señor Cummins no volverá a molestarle. También le advertí que si veo alguna referencia a este incidente en cualquiera de mis periódicos, ya puede empezar a buscarse otro trabajo.

– Gracias -dijo el ministro.

– Y quizá le interese saber, Ray, que tengo sobre mi mesa la carpeta de Cummins relativa a esta cuestión, y que destruiré su contenido en cuanto terminemos esta conversación. Créame, nadie volverá a oír una sola palabra sobre este asunto.

– Es usted un buen amigo, Dick. Y probablemente ha salvado mi carrera.

– Una carrera que vale la pena salvar -dijo Armstrong-. No olvide nunca que yo estoy aquí si me necesita.

Acababa de colgar el teléfono cuando Pamela, su secretaria, asomó la cabeza por la puerta.

– Stephen volvió a llamar mientras hablaba usted con el ministro. ¿Me pongo de nuevo en contacto con él?

– Sí. Y cuando termine de hablar con él, hay algo que quiero que haga por mí.

Pamela asintió con un gesto de la cabeza y desapareció en su propio despacho. Un momento más tarde sonó de nuevo el teléfono y Armstrong lo descolgó.

– ¿Cuál es el problema ahora, Stephen?

– No hay ningún problema. He mantenido una larga discusión con los abogados de Sharon Levitt, y hemos alcanzado unas propuestas preliminares para llegar a un acuerdo…, sujeto, claro está, a la aprobación de ambas partes.

– Infórmeme -le pidió Armstrong.

– Parece ser que Sharon tiene un amigo que vive en Italia y…

Armstrong escuchó con atención mientras Stephen esbozaba las condiciones que había negociado en su nombre. Sonrió mucho antes de que el abogado hubiera terminado de informarle.

– Todo eso me parece muy satisfactorio -dijo finalmente.

– Lo es. ¿Cómo fue la reunión con el ministro?

– Bastante bien. Se enfrenta más o menos al mismo problema que yo, pero él tiene la desventaja de no contar con alguien como usted para sacarlo del atolladero.

– ¿Debo entender eso como un halago?

– No -contestó Armstrong.

En cuanto hubo colgado el teléfono, llamó a su secretaria.

– Pamela, una vez que haya mecanografiado la conversación que ha tenido lugar durante el almuerzo, quiero que incluya una copia en esta carpeta -dijo, señalando el montón de documentos que Don Sharpe había dejado sobre su mesa.

– ¿Qué hago después con la carpeta?

– Guárdela en la caja de seguridad. Si la vuelvo a necesitar, se lo haré saber.


Cuando el director del London Evening Post solicitó mantener una entrevista con Keith Townsend, recibió una respuesta inmediata. En Fleet Street todos sabían que el personal de Armstrong estaba invitado a ver a Townsend en cualquier momento si tenía alguna información interesante sobre su jefe. No eran muchos los que se habían aprovechado de esa oferta hasta el momento, porque todos sabían que, de ser descubiertos, ya podían recoger sus objetos personales de su despacho ese mismo día, y que jamás volverían a trabajar en ninguno de los periódicos de Armstrong.

Había pasado mucho tiempo desde que alguien tan importante como Don Sharpe se pusiera en contacto directo con Townsend. Sospechaba que el señor Sharpe ya sabía que tenía los días contados y había llegado a la conclusión de que no tenía nada que perder. Pero, como sucedió con otros antes que él, insistió en que el encuentro tuviera lugar en terreno neutral.

Townsend siempre alquilaba para esos propósitos la suite FitzAlan, en el hotel Howard, ya que sólo estaba a corta distancia de Fleet Street y no era un establecimiento frecuentado por periodistas avizor. Una sola llamada telefónica de Heather a la recepción y se tomaron todas las disposiciones necesarias con la máxima discreción.

Sharpe le contó a Townsend con todo detalle la conversación que había tenido lugar entre él y Armstrong después de que el propietario almorzara con Ray Atkins el día anterior. Luego, esperó a ver cuál era su reacción.

– Ray Atkins -dijo Townsend.

– Sí, el ministro de Industria.

– El hombre que tomará la decisión final acerca de quién se hace con el control del Citizen.

– Exactamente. Por eso pensé que desearía usted saberlo de inmediato -dijo Sharpe.

– ¿Y dice que Armstrong se guardó la carpeta?

– Sí, pero sólo tardaría unos pocos días en conseguir duplicados de todo. Si publicara usted la historia en la primera página del Globe, estoy seguro de que, teniendo en cuenta las circunstancias, la Comisión de Monopolios y Fusiones se vería obligada a eliminar a Armstrong de sus cálculos.

– Quizá -dijo Townsend-. Una vez que haya reunido usted esa documentación, envíemela a mí directamente. Asegúrese de poner las iniciales K. R. T. en la esquina inferior izquierda del paquete. De ese modo tendré la seguridad de que nadie más lo abre.

– Deme una semana -asintió Sharpe con un gesto-. Dos como máximo.

– Y en el caso de que terminara por ser el propietario del Citizen -añadió Townsend-, puede tener usted la seguridad de que contará con un puesto de trabajo en ese periódico si desea aceptarlo. -Sharpe se disponía a preguntarle en qué clase de trabajo estaba pensando cuando Townsend añadió-: No salga del hotel durante por lo menos otros diez minutos.

Al salir a la calle, el portero se llevó la mano al ala de la chistera. Townsend fue conducido de regreso a Fleet Street, convencido de que el Citizen terminaría por caer ahora en su poder.

Un mozo joven, que había visto llegar a los dos hombres por separado y salir también por separado, esperó a que su jefe hiciera un descanso para tomar un té antes de efectuar una llamada telefónica.


Diez días más tarde llegaron dos sobres a la oficina de Townsend con las iniciales «K. R. T.» escritas en letras mayúsculas en la parte inferior izquierda. Heather los dejó sobre la mesa de su jefe, sin abrirlos. El primero era de un antiguo empleado del New York Times, que le enviaba la lista completa de librerías que informaban de sus ventas para la confección de las listas de libros más vendidos. A cambio de dos mil dólares, había sido una buena inversión, pensó Townsend. Dejó la lista a un lado y abrió el segundo sobre. Contenía páginas y páginas de investigaciones, enviadas por Don Sharpe, sobre las actividades extraprofesionales del ministro de Industria.

Una hora más tarde, Townsend se convenció no sólo de que podría recuperar su segundo millón de dólares, sino también de que Armstrong viviría para lamentar el haber silenciado el secreto del ministro. Tomó un teléfono y le dijo a Heather que necesitaba enviar un paquete a Nueva York mediante entrega especial. Una vez que ella se hizo cargo de uno de los sobres sellados, Townsend tomó de nuevo el teléfono y le pidió al director del Globe que acudiera a verle.

– En cuanto haya tenido la oportunidad de leer el contenido de esto -le dijo empujando hacia él el segundo sobre-, sabrá cuál debería ser el titular del periódico de mañana.

– Ya tengo un titular para mañana -dijo el director-. Tenemos pruebas de que Marilyn Monroe está con vida.

– Eso puede esperar otro día -dijo Townsend-. El titular de mañana versará sobre el ministro de Industria y su intento por suprimir la historia sobre la existencia de su hijo ilegítimo. Procure dejarme una prueba de la primera página con mi nueva disposición en mi despacho a las cinco de la tarde sin falta.


Pocos minutos después, Armstrong recibió una llamada de Ray Atkins.

– ¿En qué puedo ayudarle, Ray? -le preguntó, al tiempo que apretaba el botón situado al lado del teléfono.

– No, Dick, en esta ocasión soy yo el que puede ayudarle a usted -dijo Atkins-. Acaba de llegar a mi despacho un informe de la Comisión de Monopolios y Fusiones en la que expone sus recomendaciones para el Citizen. -Ahora fue Armstrong el que sintió un ligero humedecimiento en las palmas de las manos-. Aconsejan que dictamine en favor de usted. Le llamo simplemente para que sepa que tengo la intención de seguir su consejo.

– Esa es una noticia maravillosa -dijo Armstrong, que se levantó del asiento-. Gracias.

– Encantado de ser el que le haya dado la noticia -dijo Atkins-. En cuanto disponga usted de un cheque por importe de setenta y ocho millones de libras, el Citizen será suyo.

Armstrong se echó a reír.

– ¿Cuándo se hará el anuncio oficial?

– La recomendación de la comisión se presentará ante el gabinete a las once de esta mañana, y no creo que encuentre la oposición de nadie -dijo el ministro-. Tengo previsto hacer una declaración ante la Cámara a las 15,30 de hoy, por lo que le quedaría agradecido si no dijera usted nada hasta entonces. Al fin y al cabo, no queremos dar a la comisión ninguna razón para que revoque su decisión.

– Ni una sola palabra, Ray, se lo prometo. -Hizo una pausa-. Y quiero que sepa que si hay algo que pueda hacer por usted en el futuro, sólo tiene que pedírmelo.


Townsend sonrió al leer una vez más el titular:


EL MISTERIO DEL HIJO MUSULMÁN DEL MINISTRO


A continuación leyó el primer párrafo, en el que introdujo uno o dos pequeños cambios.


Anoche, Ray Atkins, el ministro de Industria, se negó a hacer comentario alguno al preguntársele si era el padre del pequeño Vengi Patel (véase foto), de siete años de edad, que vive con su madre en un sombrío piso de una sola habitación en la circunscripción electoral del ministro. La madre de Vengi, la señorita Rahila Patel, de treinta y tres años…


– ¿Qué ocurre, Heather? -preguntó, levantando la mirada cuando su secretaria entró en el despacho.

– El director de política está al teléfono. Llama desde la galería de prensa de la Cámara de los Comunes. Parece ser que se ha hecho una declaración oficial relativa al Citizen.

– Pero se me dijo que no se produciría una declaración oficial durante por lo menos otro mes -dijo Townsend al tiempo que tomaba el teléfono.

La expresión de su rostro se hizo más y más sombría a medida que se le leían por teléfono los detalles de la declaración que Ray Atkins acababa de hacer ante la Cámara.

– Ahora ya no tiene mucho sentido publicar esa primera página -dijo el director de política.

– Esperemos y veamos -dijo Townsend-. Le echaré otro vistazo esta noche.

Miró sombríamente por la ventana. La decisión de Atkins significaba que Armstrong controlaría ahora el único periódico diario de Gran Bretaña que tenía una circulación superior a la del Globe. A partir de ese momento, él y Armstrong se enzarzarían en una batalla por atraer a los mismos lectores, y Townsend se preguntó si podrían sobrevivir ambos.


Una hora después de que el ministro hubiera hecho su declaración en la Cámara, Armstrong llamó a Alistair McAlvoy, el director del Citizen y le pidió que acudiera a verle a Armstrong House. También dispuso cenar esa noche con sir Paul Maitland, el presidente del consejo de administración del Citizen.

Alistair McAlvoy era director del Citizen desde hacía una década. Al ser informado de la decisión del ministro, advirtió a sus colegas que nadie, ni siquiera él mismo, podían tener la seguridad de sacar adelante la edición del día siguiente del periódico. Pero cuando Armstrong rodeó los hombros de McAlvoy con un brazo por segunda vez a lo largo de su entrevista, y le describió como el mejor director de Fleet Street, empezó a tener la sensación de que su puesto estaba seguro después de todo. Al relajarse un poco más el ambiente, Armstrong le advirtió que se enfrentaban a una batalla a muerte con el Globe, que sospechaba se iniciaría al día siguiente.

– Lo sé -asintió McAlvoy-, así que será mejor que regrese a mi despacho. Le llamaré en cuanto descubra los titulares del Globe y vea si encuentro alguna forma de contrarrestarlos.

McAlvoy salió del despacho de Armstrong cuando llegó Pamela con una botella de champaña.

– ¿Quién ha ordenado que traigan eso?

– Ray Atkins -contestó Pamela.

– Descórchela -dijo Armstrong.

En el momento en que descorchó la botella, sonó el teléfono. Pamela contestó y escuchó.

– Es un mozo joven del hotel Howard… Dice que no puede esperar mucho tiempo por temor a que lo pillen. -Colocó la mano sobre el micrófono antes de añadir-: Intentó hablar con usted hace diez días, pero no le pasé la comunicación. Ahora dice que se trata de Keith Townsend.

Armstrong le arrebató el teléfono. Cuando el mozo le dijo con quién acababa de tener Townsend una entrevista en la suite FitzAlan, supo inmediatamente cuál sería el artículo que el Globe publicaría en primera página a la mañana siguiente. Lo único que deseaba el joven por aquella información tan importante eran cincuenta libras.

Colgó el teléfono y ladró una serie de órdenes antes de que Pamela tuviera tiempo de llenar las copas de champaña.

– Y una vez que haya visto a Sharpe, póngame con McAlvoy.

En cuanto Don Sharpe regresó al edificio, se le dijo que el propietario deseaba verle. Subió directamente al despacho de Armstrong, donde sólo escuchó tres palabras: «Está usted despedido». Se volvió y encontró a dos guardias de seguridad junto a la puerta, esperando para acompañarle fuera del edificio.

– Póngame con McAlvoy.

Todo lo que dijo Armstrong en cuanto el director del Citizen se puso al teléfono fue:

– Alistar, sé lo que se va a publicar en la primera página del Globe de mañana, y soy la única persona que puede contrarrestarlo.

En cuanto hubo colgado el teléfono tras hablar con McAlvoy, Armstrong le pidió a Pamela que sacara la carpeta de Atkins de la caja de seguridad. Luego tomó un sorbo de champaña. Era de buena cosecha.


A la mañana siguiente, el titular del Globe decía: «El secreto del hijo musulmán del ministro: exclusiva». Seguían tres páginas de información, acompañadas con fotografías, que ilustraban una entrevista con el hermano de la señorita Patel, bajo el encabezamiento: «Don Sharpe, periodista investigador jefe».

Townsend estaba encantado, hasta que se le entregó un ejemplar del Citizen y leyó su titular de primera página.


EL HIJO ILEGÍTIMO DEL MINISTRO LO REVELA TODO AL CITIZEN


Seguían cinco páginas con fotografías y extractos de una entrevista grabada ofrecida en exclusiva al corresponsal especial del periódico, cuyo nombre no se citaba.

Aquella noche, el artículo principal del London Evening Post estaba dedicado al anuncio, hecho por el primer ministro en el 10 de Downing Street, de que había aceptado con mucho pesar la dimisión del señor Ray Atkins, miembro del Parlamento.

29

No son muchos los habitantes del Nuevo Globo

En cuanto Townsend pasó por los trámites aduaneros, encontró a Sam que le esperaba fuera de la terminal para conducirlo a Sydney. Durante el trayecto, que duró veinticinco minutos, Sam puso a su jefe al día de lo que ocurría en Australia. No le dejó la menor duda en cuanto a lo que debía sentir con respecto al primer ministro, Malcolm Fraser, anticuado y sin tacto, así como acerca del Teatro de la Ópera de Sydney, un despilfarro de dinero que ya se había quedado obsoleto. Pero sí le dio una información que no estaba anticuada.

– ¿Dónde se enteró de eso, Sam?

– Me lo dijo el chófer del presidente del consejo.

– ¿Y qué tuvo que decirle usted a cambio?

– Sólo que regresaba usted de Londres en una visita rápida -contestó Sam cuando ya se detenían frente a la sede central de Global Corp, en Pitt Street.

Las cabezas se volvieron al pasar Townsend por las puertas giratorias, cruzar el vestíbulo y entrar en el ascensor que le esperaba para llevarlo directamente al último piso. Pidió que viniera el director a verle antes de que Heather tuviera la oportunidad de darle la bienvenida.

Townsend recorrió su despacho de un lado a otro mientras esperaba, y sólo se detuvo alguna que otra vez para admirar el nuevo teatro de la ópera que, como Sam, habían sido rápidos en condenar todos sus periódicos, excepto el Continent. A sólo ochocientos metros de distancia se levantaba el puente que había sido hasta entonces la construcción característica de la ciudad. En el puerto, las embarcaciones de vela navegaban con sus mástiles relucientes bajo el sol. Aunque Sydney había duplicado su población, ahora le parecía terriblemente pequeña en comparación con la época en que se hizo cargo del Chronicle. Tenía la sensación de contemplar una ciudad provinciana.

– Qué alegría de tenerle de vuelta por aquí, Keith -dijo Bruce Kelly al entrar.

Townsend se giró en redondo para saludar al primer hombre que había nombrado como director de uno de sus periódicos.

– Y también es una alegría estar de vuelta, Bruce. Ha pasado mucho tiempo -le dijo al estrecharle la mano.

Se preguntó si habría envejecido tanto como el hombre calvo y con exceso de peso que ahora se encontraba de pie ante él.

– ¿Cómo está Kate?

– Detesta Londres, y parece pasar más tiempo en Nueva York, pero confío en que pueda reunirse conmigo a la semana que viene. ¿Qué ha estado ocurriendo aquí?

– Bueno, como habrá visto por nuestros informes semanales, las ventas han superado ligeramente las del año pasado, y los beneficios alcanzan unos niveles récord. Así que supongo que ha llegado el momento de jubilarme.

– Esa es exactamente la razón por la que he regresado a casa, para hablar con usted -dijo Townsend.

La sangre desapareció del rostro de Bruce.

– ¿Lo dice en serio, jefe?

– Nunca he hablado más en serio -afirmó Townsend frente a su amigo-. Le necesito en Londres.

– ¿Para qué? -preguntó Bruce-. El Globe no es la clase de periódico que yo esté preparado para dirigir. Es demasiado tradicional y británico.

– Precisamente por eso pierde ventas a cada semana que pasa. En primer lugar, sus lectores son tan viejos que prácticamente se me mueren. Si quiero adelantar a Armstrong, le necesito como próximo director del Globe. Hay que reconfigurar todo el periódico. Lo primero que hay que hacer es convertirlo en un tabloide.

Bruce miró a su jefe, con incredulidad.

– Pero los sindicatos no lo tolerarán jamás.

– También tengo planes para ellos -dijo Townsend.


El diario más vendido de Gran Bretaña


Armstrong observó con orgullo la banda que se extendía por debajo de la cabecera del Citizen. Pero aunque las ventas del periódico se habían mantenido estables, empezaba a tener la sensación de que Alistair McAlvoy, el director más antiguo de Fleet Street, quizá no fuera el hombre adecuado para llevar a cabo su estrategia a largo plazo.

Armstrong seguía extrañado ante la repentina partida de Townsend a Sydney. No podía creer que siguiera permitiendo el descenso continuo en la tirada del Globe sin plantear batalla. Pero mientras el Citizen superara en ventas al Globe en una proporción de dos a uno, Armstrong no vacilaba en recordarles cada mañana a sus leales lectores que él era el propietario del periódico de mayor venta en Gran Bretaña. Armstrong Communications acababa de declarar unos beneficios de diecisiete millones de libras durante el año anterior, y todo el mundo sabía que su director general miraba ahora hacia el oeste para su próxima gran adquisición.

Personas que imaginaban saber de qué hablaban le habían dicho seguramente mil veces que Townsend se había dedicado a comprar acciones del New York Star. Lo que no sabían era que él también había hecho lo mismo. Russell Critchley, su abogado en Nueva York, le había advertido que una vez que estuviera en posesión de más del cinco por ciento de las acciones, tendría que hacerlo público según las normas de la Comisión de Bolsa, y declarar si tenía la intención de aumentar su participación hasta apoderarse de la compañía.

Ahora tenía poco más del cuatro y medio por ciento de las acciones del Star, y sospechaba que Townsend se encontraba más o menos en la misma posición. Pero, por el momento, cada uno de los dos se contentaba con sentarse y esperar a que fuera el otro quien hiciera el primer movimiento. Armstrong sabía que Townsend controlaba más imprentas urbanas y estatales en Estados Unidos que él mismo, a pesar de su reciente adquisición del Milwaukee Group y de sus once periódicos. Ambos sabían igualmente que el New York Times nunca se pondría a la venta, y que el premio definitivo que podían encontrar en la Gran Manzana consistía en controlar el mercado de los tabloides.

Mientras Townsend permanecía en Sydney, preparando sus planes para el lanzamiento del nuevo Globe sobre un público británico que no sospechaba lo que se avecinaba, Armstrong voló a Manhattan para preparar su asalto al New York Star.

– Pero Bruce Kelly no sabía nada de eso -dijo Townsend mientras Sam le conducía desde el aeropuerto Tullamarine a la ciudad de Melbourne.

– No esperaba yo que lo supiera -replicó Sam-. Él nunca ha tenido la oportunidad de hablar con el chófer del presidente del consejo.

– ¿Intenta decirme que un chófer puede saber algo de lo que no ha oído hablar nadie más en el mundo periodístico?

– No. El vicepresidente también lo sabe porque lo estaba discutiendo con el presidente en los asientos traseros del coche.

– ¿Y el chófer le ha dicho que el consejo se reúne a las diez de esta mañana?

– Así es, jefe. De hecho, en estos precisos momentos conduce al presidente del consejo a esa reunión.

– ¿Y que el precio acordado era de doce dólares por acción?

– Eso fue lo que el presidente y el vicepresidente acordaron en el coche -contestó Sam mientras conducía hacia el centro de la ciudad.

A Townsend no se le ocurrieron más preguntas que hacerle a Sam sin parecer como un completo estúpido.

– Supongo que no estaría usted dispuesto a apostar por ello, ¿verdad? -preguntó mientras el coche giraba hacia Flinders Street.

Sam pensó por un momento en la propuesta, antes de contestar.

– A mí me parece bien, jefe. -Hizo una pausa antes de añadir-. Cien dólares a que tengo razón.

– Oh, no -replicó Townsend-. Su salario de un mes, o damos media vuelta y regresamos de inmediato al aeropuerto.

En ese momento, Sam se pasó un semáforo en rojo y evitó por poco chocar contra un tranvía.

– De acuerdo -asintió-, pero sólo si Arthur recibe el mismo trato.

– ¿Y quién demonios es Arthur?

– El chófer del presidente del consejo.

– De acuerdo, usted y Arthur acaban de cerrar un trato -dijo Townsend cuando el coche se detuvo frente a las oficinas del Courier.

– ¿Cuánto tiempo quiere que le espere? -preguntó Sam.

– El tiempo que sea necesario para que pierda usted el salario de un mes -contestó Townsend, que bajó y cerró con fuerza la portezuela del coche.

Townsend observó el edificio en el que su padre iniciara su carrera como periodista en la década de los años veinte, y donde él mismo había cumplido con su primera misión como periodista en prácticas cuando todavía estaba en la escuela, y que su madre vendió más tarde a un rival sin decírselo siquiera. Desde el sendero de acceso distinguió el despacho donde había trabajado su padre. ¿Podía ser realmente cierto que el Courier estuviera a la venta sin que ninguno de sus asesores profesionales se hubiera enterado de nada? Esa misma mañana había comprobado el precio de la acción, antes de tomar el primer vuelo desde Sydney; el precio era de 8,40 dólares. ¿Podía arriesgarlo todo fiándose de la palabra de un chófer? Empezó a desear que Kate estuviera con él para darle su opinión. Gracias a ella, La amante del senador, de Margaret Sherwood, había logrado aparecer dos semanas consecutivas en los últimos puestos de la lista de libros más vendidos del New York Times, y el segundo millón de dólares le fue devuelto íntegro. Ante la sorpresa de ambos, el libro también obtuvo críticas razonables en periódicos que no le pertenecían a Townsend. A Keith le divirtió recibir una carta de la señora Sherwood en la que le preguntaba si estaría interesado en un contrato por tres libros.

Townsend cruzó las puertas dobles y pasó bajo el reloj situado sobre la entrada del vestíbulo. Permaneció un momento de pie ante un busto de bronce de su padre, y recordó cómo se había estirado de niño para tratar de tocarle el cabello. Eso no hizo sino ponerlo más nervioso.

Se volvió y cruzó el vestíbulo para unirse a un grupo de personas que entraron en el primer ascensor disponible. Todos guardaron silencio en cuanto se dieron cuenta de quién era. Apretó el botón y las puertas se cerraron. No había estado en aquel edificio desde hacía treinta años, pero aún recordaba dónde se hallaba situada la sala del consejo de administración, a unos pocos metros más allá de lo que había sido el despacho de su padre.

Las puertas se abrieron en los departamentos de circulación, publicidad y editorial, antes de que se quedara finalmente a solas en el ascensor. En el piso de los ejecutivos salió precavidamente al pasillo y miró en ambas direcciones. No vio a nadie. Giró a la derecha y se dirigió hacia la sala del consejo. Su paso se hizo más lento al pasar ante el antiguo despacho de su padre. Luego, se hizo más y más lento, hasta que llegó ante la puerta de la sala del consejo.

Estaba a punto de darse media vuelta, abandonar el edificio y decirle exactamente a Sam lo que pensaba de él y también de su amigo Arthur, cuando recordó la apuesta. Si no hubiera sido tan mal perdedor, quizá no habría llamado a la puerta y hubiera entrado sin esperar respuesta.

Dieciséis rostros se volvieron y le miraron fijamente. Esperó a que el presidente del consejo le preguntara qué demonios creía estar haciendo, pero nadie dijo nada. Era casi como si todos hubieran esperado su visita.

– Señor presidente -empezó a decir-. Estoy dispuesto a ofrecer doce dólares por cada acción del Courier. Puesto que mañana mismo salgo para Londres, o cerramos el trato ahora mismo, o no lo haremos.

Sam estaba sentado en el coche, a la espera de que regresara su jefe. Durante la tercera hora de espera, llamó por teléfono a Arthur y le aconsejó que invirtiera el salario del próximo mes en acciones del Melbourne Courier, y que lo hiciera antes de que el consejo de administración efectuara una declaración oficial.


A la mañana siguiente, cuando Townsend emprendió el vuelo hacia Londres, emitió un comunicado de prensa para informar que Bruce Kelly ocuparía el puesto de director del Globe y que el periódico iba a ser convertido en un tabloide. Sólo un puñado de expertos apreciaron la importancia de aquel nombramiento. Durante los días siguientes se publicaron perfiles de la carrera de Bruce en diversos periódicos nacionales. Todos ellos informaban que había sido director del Sydney Chronicle durante veinticinco años, estaba divorciado, tenía dos hijos mayores y, aunque se decía que Keith Townsend no tenía amigos íntimos, Bruce era lo más cercano. El Citizen se alegró cuando no se le concedió un permiso de trabajo, y sugirió que dirigir el Globe no podía considerarse como un trabajo. Aparte de eso, no se publicó mucha más información sobre el último inmigrante procedente de Australia. Bajo el titular «R. I. P», el Citizen informaba a sus lectores que Kelly no era más que un director de pompas fúnebres que había sido traído para enterrar algo que todo el mundo aceptaba ya como muerto desde hacía años. Pasaba a decir que por cada ejemplar vendido del Globe, el Citizen vendía ahora tres. La verdadera cifra era de 2,3 pero Townsend ya empezaba a acostumbrarse a las exageraciones de Armstrong cuando se trataba de estadísticas. Hizo enmarcar la cabecera y la colgó de la pared del nuevo despacho de Bruce, a la espera de su llegada.

En cuanto Bruce aterrizó en Londres, incluso antes de ocuparse de encontrar un sitio donde vivir, empezó a engatusar a los periodistas de los tabloides. A la mayoría de ellos no pareció preocuparles las advertencias del Citizen, según las cuales el Globe se encontraba en una espiral descendente sin retorno y no podría sobrevivir si Townsend no llegaba a un acuerdo con los sindicatos. El primer nombramiento de Bruce recayó en Kevin Rushcliffe quien, según se le había asegurado, había adquirido una excelente fama como subdirector del People.

La primera vez que Rushcliffe tuvo que editar el periódico porque Bruce se tomó el día libre, recibió una demanda de los abogados que representaban al señor Mick Jagger. Rushcliffe se limitó a encogerse de hombros y comentó: «Era una historia demasiado buena como para dedicarse a comprobarla». Después de haber pagado una indemnización sustancial y de haber publicado una nota de disculpa, los abogados recibieron instrucciones de vigilar más cuidadosamente el periódico cuando Rushcliffe lo tuviera que editar en el futuro.

Algunos periodistas curtidos pasaron a formar parte del equipo editorial. Al preguntárseles por qué habían abandonado unos puestos de trabajo seguros para unirse al Globe, señalaron que se les ofrecían contratos por tres años y que, de todos modos, no les importaba demasiado.

Durante las primeras pocas semanas bajo la dirección de Bruce, las ventas siguieron bajando. Al director le habría gustado disponer de más tiempo para discutir el problema con Townsend, pero el jefe parecía estar continuamente enzarzado en negociaciones con los sindicatos de artes gráficas.

El día del lanzamiento del Globe como tabloide, Bruce celebró una fiesta en las oficinas para ver salir el nuevo periódico de las prensas. Se sintió decepcionado al comprobar que no acudieron muchos de los políticos y personajes famosos a los que había invitado. Más tarde se enteró de que asistían a una fiesta organizada por Armstrong para celebrar el septuagesimoquinto aniversario del Citizen. Un antiguo empleado del Citizen, que ahora trabajaba para el Globe, indicó que en realidad el periódico sólo existía desde hacía setenta y dos años.

– Bueno, en ese caso se lo tendremos que recordar a Armstrong dentro de tres años -dijo Townsend.

Pocos minutos después de la medianoche, a punto de acabar la fiesta, un mensajero entró en el despacho del director para comunicarle que las prensas se habían estropeado. Townsend y Bruce bajaron inmediatamente a la imprenta y descubrieron que los obreros habían apagado las máquinas y se habían marchado a casa. Se remangaron las camisas y emprendieron la desesperada tarea de intentar volver a poner en marcha las prensas, pero pronto descubrieron que se había introducido literalmente un palo en la maquinaria. Al día siguiente sólo llegaron a los quioscos 131.000 ejemplares, ninguno de los cuales se pudo distribuir más allá de Birmingham, ya que los conductores de trenes habían acudido en apoyo de sus compañeros del sindicato de artes gráficas.

«NO SON MUCHOS LOS HABITANTES DEL NUEVO GLOBO», decía el titular del Citizen de la mañana siguiente. El periódico dedicaba toda la página cinco a sugerir que había llegado el momento de volver a imprimir el viejo Globe. Después de todo, el «inmigrante ilegal», como se empeñaban en llamar a Bruce, había prometido nuevos records de ventas y, en efecto, los había conseguido: el Citizen superaba ahora al Globe por una proporción de treinta a uno. Sí, ¡treinta a uno!

En la página siguiente, el Citizen ofrecía a sus lectores una apuesta de cien contra uno a que el Globe no podría sobrevivir más de seis meses. Townsend extendió inmediatamente un cheque por importe de mil libras y lo hizo entregar a mano en el despacho de Armstrong, pero no obtuvo acuse de recibo. No obstante, una llamada de Bruce a la Asociación de la Prensa se aseguró de que la historia fuera difundida por todos los demás periódicos.

En la primera página del Citizen del día siguiente, Armstrong anunció que había ingresado en el banco el cheque de mil libras de Townsend y declaraba que puesto que el Globe no tenía esperanzas de sobrevivir otros seis meses, ofrecería una donación de 50.000 libras al Fondo de Beneficencia de la Prensa y otras 50.000 libras a cualquier institución de caridad elegida por el señor Townsend. A finales de esa misma semana, Townsend había recibido ya más de cien cartas de destacadas instituciones caritativas en las que se le explicaba por qué debería elegir su causa particular.

Durante las pocas semanas que siguieron, el Globe raras veces logró imprimir más de 300.000 ejemplares diarios, un hecho que Armstrong no dejó de recordar a sus lectores. A medida que transcurrieron los meses, Townsend aceptó que finalmente tendría que llegar a un acuerdo con los sindicatos. Pero sabía que eso sería imposible mientras el Partido Laborista permaneciera en el poder.

30

¡Vence Maggie!

Townsend dejó encendido el televisor de su despacho durante toda la noche, para informarse de los resultados electorales a medida que llegaban desde todos los rincones del país. Una vez que estuvo seguro de que Margaret Thatcher ocuparía el número 10 de Downing Street, escribió apresuradamente un editorial en el que aseguraba a los lectores que Gran Bretaña estaba a punto de embarcarse en una apasionante nueva era. Terminó con las palabras: «Abróchense los cinturones».

A las cuatro de la madrugada, al abandonar el edificio en compañía de Bruce, las palabras que le dijo Townsend antes de despedirse fueron:

– Sabe lo que esto significa, ¿verdad?


A la tarde siguiente, Townsend dispuso una entrevista privada en el hotel Howard con Eric Harrison, el secretario general del disidente sindicato de artes gráficas. Una vez terminada la reunión, el portero llamó a la puerta y preguntó si podía hablar con él en privado. Le contó a Townsend lo que había podido escuchar a un mozo del hotel por teléfono al regresar pronto de su descanso para tomar el té. Townsend no necesitó que le dijera quién estaba al otro lado de la línea telefónica.

– Lo despediré inmediatamente -le aseguró el portero-. Puede estar seguro de que eso no volverá a suceder.

– No, no -le pidió Townsend-. Déjelo exactamente en el puesto que ocupa ahora. Es posible que ya no pueda entrevistarme aquí con personas sin que Armstrong se entere, pero eso no me impedirá entrevistarme con personas cuando me interese que Armstrong se entere.

Durante la reunión mensual del consejo de administración de Armstrong Communications, el director financiero informó que, según sus estimaciones, el Globe debía seguir perdiendo cien mil libras a la semana. Por muy hondos que fueran los bolsillos de Townsend, esa clase de liquidez negativa no tardaría en vaciarlos.

Armstrong sonrió, pero no dijo nada hasta que sir Paul Maitland pasó al segundo punto del orden del día y le pidió que informara al consejo sobre su último viaje a Estados Unidos. Armstrong les puso al día de los avances conseguidos en Nueva York y pasó a decirles que tenía la intención de efectuar un nuevo viaje al otro lado del Atlántico en un próximo futuro, pues estaba convencido de que la empresa se encontraría dentro de poco en posición de efectuar una oferta pública de adquisición de acciones del New York Star.

Sir Paul indicó que le preocupaba la magnitud de una adquisición como aquella, y solicitó que no se llegara a ningún compromiso sin la aprobación del consejo de administración. Armstrong le aseguró que jamás se le habría ocurrido hacerlo de otro modo.

En el apartado de Otros asuntos, Peter Wakeham llamó la atención del consejo sobre un artículo del Financial Times en el que se decía que Keith Townsend había adquirido recientemente un gran bloque de almacenes en la isla de los Perros, y que una flota de camiones sin distintivos efectuaban con regularidad entregas nocturnas en aquellos almacenes.

– ¿Tiene alguien alguna idea de lo que se trata? -preguntó sir Paul, cuya mirada recorrió a los presentes.

– Sabemos que Townsend adquirió una empresa de camiones al hacerse cargo del Globe -dijo Armstrong-. Como le van las cosas tan mal con sus periódicos, quizá tenga que diversificar sus actividades en sectores más o menos afines.

Algunos miembros del consejo se echaron a reír, pero sir Paul no estuvo entre ellos.

– Eso no explicaría por qué Townsend ha montado un dispositivo de seguridad tan escrupuloso alrededor de esos almacenes -dijo-. Hay guardias de seguridad, perros, puertas eléctricas, alambradas en lo alto de los muros… Anda metido en algo.

Armstrong se encogió de hombros y lo miró con expresión de aburrimiento, de modo que sir Paul se vio obligado de mala gana a dar por concluida la reunión.

Tres días más tarde, Armstrong recibió una llamada del hotel Howard y el mozo que le mantenía informado le dijo que Townsend había pasado toda la tarde y buena parte de la noche encerrado en la suite FitzAlan con tres dirigentes de uno de los principales sindicatos de artes gráficas, que se negaban a hacer horas extras. Armstrong imaginó que estarían negociando mejoras salariales y de condiciones laborales, a cambio de que consiguieran que sus afiliados volvieran al trabajo.

El lunes siguiente se marchó a Estados Unidos, convencido de que Townsend estaría preocupado por los problemas que tenía en Londres, y que no podría encontrar un mejor momento para plantear su oferta de adquisición de acciones del New York Star.


Cuando Townsend convocó una reunión de todos los periodistas que trabajaban en el Globe, la mayoría de ellos imaginaron que el propietario había llegado finalmente a un acuerdo con los sindicatos, y que la reunión no sería más que un ejercicio de relaciones públicas para demostrar que lo había conseguido.

A las cuatro de aquella tarde, más de setecientos periodistas llenaban el piso de la redacción. Guardaron silencio en cuanto entraron Townsend y Bruce Kelly y abrieron filas para que el propietario se dirigiera al centro de la sala, donde se subió sobre una mesa. Observó al grupo de periodistas que estaban a punto de decidir su destino.

– Durante los últimos meses -empezó a decir con voz serena-, Bruce Kelly y yo hemos tratado de poner en marcha un plan que, estoy convencido de ello, cambiará nuestras vidas y posiblemente todo el panorama del periodismo en este país. Los periódicos no tienen esperanzas de sobrevivir en el futuro si continúan siendo dirigidos como lo han sido durante los últimos cien años. Alguien tiene que asumir una postura, y esa persona soy yo. Y éste es el momento para hacerlo. A partir de la medianoche del domingo, tengo la intención de transferir todas mis empresas de impresión y publicación a la isla de los Perros.

Entre los asistentes pudieron escucharse murmullos de sorpresa.

– Recientemente -siguió diciendo Townsend-, he alcanzado un acuerdo con Eric Harrison, secretario general del sindicato Alianza de Obreros Gráficos, que nos ofrecerá una oportunidad para desembarazarnos de una vez por todas del baluarte del taller agremiado.

Algunas personas empezaron a aplaudir. Otros parecían desconcertados y unos pocos abiertamente hostiles.

El propietario pasó a explicar a los periodistas la logística de una operación tan vasta.

– El problema de la distribución será solucionado por nuestra propia flota de camiones, lo que hará innecesario depender en el futuro de los sindicatos ferroviarios, que indudablemente emprenderán una huelga en apoyo de sus compañeros del sindicato de artes gráficas. Sólo confío en que todos ustedes me apoyen en esta aventura. ¿Hay alguna pregunta?

Se levantaron manos diseminadas por toda la sala. Townsend señaló a un hombre situado directamente delante de él.

– ¿Espera que los sindicatos monten piquetes en el nuevo edificio? Y, en tal caso, ¿qué medidas se propone tomar?

– La respuesta a la primera parte de su pregunta es afirmativa -contestó Townsend-. Por lo que se refiere a la segunda parte, la policía me ha aconsejado que no divulgue los detalles de lo que hemos planeado. Pero le puedo asegurar que cuento con el apoyo de la primera ministra y de su gobierno para poner en marcha toda esta operación.

En la sala se oyeron algunos gemidos. Townsend se volvió y señaló otra mano alzada.

– ¿Habrá alguna compensación para aquellos de nosotros que no estemos dispuestos a participar en este descabellado plan?

Se trataba de una cuestión que Townsend ya confiaba que sería planteada por alguien.

– Les aconsejo que lean sus contratos muy cuidadosamente -contestó-. En ellos encontrarán exactamente cuál es la compensación que recibirán en el caso de que tenga que cerrar el periódico.

Los murmullos aumentaron de tono a su alrededor.

– ¿Nos está amenazando, señor? -preguntó el mismo periodista.

Townsend se giró velozmente hacia él y contestó con ferocidad:

– No, no les amenazo. Pero si ustedes no me apoyan en esto, estarán amenazando la propia supervivencia de todos aquellos que trabajan para el Globe.

Numerosas manos se levantaron. Townsend señaló a una mujer situada al fondo.

– ¿Cuántos otros sindicatos han estado de acuerdo en apoyarle?

– Ninguno -contestó-. De hecho, espero que todos los demás inicien una huelga inmediatamente después de acabada esta reunión.

Señaló a otra persona y continuó contestando preguntas durante más de una hora. Cuando finalmente se bajó de la mesa, estaba claro que los periodistas se hallaban divididos acerca de si debían apoyar el plan o unirse a los otros sindicatos de artes gráficas y optar por una huelga general.

Más tarde, aquella misma noche, Bruce le dijo que el Sindicato Nacional de Periodistas había emitido un comunicado de prensa afirmando su intención de celebrar una asamblea de todos los empleados de Townsend a las diez de la mañana siguiente. En ella se decidiría qué respuesta debía darse a sus planteamientos. Una hora más tarde, Townsend emitió su propio comunicado de prensa.

Townsend pasó la noche en vela, preguntándose si acaso no se habría embarcado en un temerario juego que pusiera finalmente de rodillas a todo su imperio. La única buena noticia recibida en el último mes fue que su hijo más pequeño, Graham, que estaba en Nueva York con Kate, había pronunciado su primera palabra y ésta no era «periódico». Aunque había asistido al nacimiento del niño se le vio subir tres horas más tarde a un avión en el aeropuerto Kennedy. A veces se preguntaba si todo aquello merecía la pena.

A la mañana siguiente, tras haber sido conducido hasta sus oficinas, se sentó a solas en su despacho para esperar el resultado de la asamblea. Si decidían convocar una huelga, sabía que estaba derrotado. Después de su comunicado de prensa, en el que esbozaba sus planes, las acciones de la Global Corp. habían caído cuatro peniques de la noche a la mañana, mientras que las de Armstrong Communications, la evidente beneficiaria si se producían consecuencias, había aumentado el precio de sus acciones en dos peniques.

Pocos minutos después de la una, Bruce entró precipitadamente en su despacho, sin llamar.

– Le han apoyado -dijo. Townsend le miró y el color volvió a sus mejillas-. Pero ha sido por un margen muy escaso. Votaron 343 contra 301 a favor de apoyarle. Creo que su amenaza de cerrar el periódico si no lo hacían fue lo que finalmente inclinó la balanza en su favor.

Townsend llamó al Número Diez pocos minutos más tarde para informar a la primera ministra de que probablemente se produciría un enfrentamiento que quizá durara varias semanas. La señora Thatcher le prometió todo su apoyo. A medida que transcurrieron los días se puso rápidamente de manifiesto que él no había exagerado en nada: periodistas y obreros de artes gráficas por igual tuvieron que ser escoltados por la policía armada para entrar y salir del nuevo complejo; Townsend y Bruce Kelly recibieron protección policial permanente después de recibir amenazas anónimas de muerte.

Pero ése no resultó ser su único problema. Aunque los nuevos talleres de la isla de los Perros eran incuestionablemente los más modernos del mundo, algunos de los periodistas se quejaban de la vida que se esperaba tuvieran que soportar, y señalaban que en sus contratos no se decía nada sobre maltratos y, en ocasiones, incluso piedras que les arrojaban los cientos de sindicalistas al entrar cada mañana en la fortaleza Townsend y al abandonarla por la noche.

Las quejas de los periodistas no se quedaron ahí. Una vez que lograban entrar en las instalaciones, pocos de ellos se preocupaban por el ambiente de la línea de producción, los modernos teclados y computadoras que habían sustituido a sus viejas máquinas de escribir y no les gustaba, en particular, la prohibición de beber alcohol dentro de las instalaciones. Las cosas habrían resultado más fáciles si no se hubieran encontrado tan lejos de los locales habituales a los que solían acudir a beber en Fleet Street.

Durante el primer mes posterior al cambio, sesenta y tres periodistas dimitieron, y las ventas del Globe continuaron cayendo semana tras semana. Los piquetes de huelga se hicieron más y más violentos, y el director financiero le advirtió a Townsend que si las cosas continuaban del mismo modo durante mucho más tiempo, se agotarían hasta los recursos de la Global Corp. Después, le preguntó:

– ¿Vale la pena arriesgarse a afrontar la bancarrota sólo por demostrar que tiene razón?

Armstrong observaba encantado todo lo que sucedía desde el otro lado del Atlántico. El Citizen seguía aumentando sus ventas, y el precio de sus acciones se disparaba. Pero sabía que si Townsend lograba invertir la situación, tendría que regresar a Londres y poner rápidamente en marcha un plan similar.

Sin embargo, nadie pudo anticipar lo que sucedió a continuación.

31

¡Lo pillamos!

La noche de un viernes de abril de 1982, mientras los británicos se quedaban dormidos, las tropas argentinas invadieron las islas Malvinas. La señora Thatcher convocó una sesión del Parlamento en un sábado, por primera vez en cuarenta años, y la Cámara votó a favor de enviar sin dilación una fuerza militar para recuperar las islas.

Alistair McAlvoy se puso en contacto con Armstrong, que estaba en Nueva York, y lo convenció para que el Citizen apoyara la postura del Partido Laborista en el sentido de que la solución no estaba en dar una respuesta patriotera, y que el problema debía ser solucionado por las Naciones Unidas. Armstrong no estaba muy convencido hasta que McAlvoy añadió:

– Esto es una aventura irresponsable que provocará la caída de la Thatcher. Créame, el Partido Laborista volverá al poder en el término de pocas semanas.

Townsend, por su parte, no abrigó la menor duda de que debía apoyar a la señora Thatcher y ordenó izar la Union Jack en el Globe. EL INTRUSO ARGENTINO, fue el titular de la edición del lunes, con una viñeta que representaba al general Galtieri como un malvado pirata. Cuando la fuerza militar operativa zarpó de Portsmouth y puso rumbo al Atlántico Sur, las ventas del Globe aumentaron a los 300.000 ejemplares. Durante las escaramuzas de los primeros días hasta el príncipe Andrés fue elogiado por su «valeroso y heroico servicio» como piloto de helicópteros. Cuando el submarino británico Conqueror hundió el General Belgrano, el 2 de mayo, el Globe informó al mundo: «¡En el blanco!», y las ventas volvieron a aumentar. Para cuando las fuerzas británicas recuperaron Port Stanley, el Globe ya vendía más de 500.000 ejemplares diarios, y las ventas del Citizen habían descendido ligeramente por primera vez desde que Armstrong se convirtiera en su propietario. En cuanto Peter Wakeham llamó a Armstrong a Nueva York para informarle de las últimas cifras de ventas, tomó el primer vuelo de regreso a Londres.

Semanas más tarde, cuando las triunfantes tropas británicas emprendieron el regreso a casa, el Globe ya vendía más de un millón de ejemplares diarios, mientras que el Citizen había descendido por debajo de los cuatro millones por primera vez en veinticinco años. En cuanto la flota entró en Portsmouth, el Globe lanzó una campaña para recaudar dinero para las viudas de aquellos valerosos esposos que habían hecho el sacrificio más definitivo de todos por su país. Día tras día, Bruce Kelly publicaba historias de heroísmo y orgullo, apoyadas por fotografías de las viudas y sus hijos…, todas las cuales resultaban ser lectoras del Globe.


Al día siguiente del servicio religioso en memoria de los caídos, celebrado en la catedral de San Pablo, Armstrong convocó un consejo de guerra en el noveno piso de Armstrong House. De forma totalmente innecesaria, su director de circulación le recordó que la mayoría de los lectores del Globe los había ganado a expensas del Citizen. Alistair McAlvoy seguía aconsejándole que no se dejara arrastrar por el pánico. Al fin y al cabo, el Globe no era más que un periodicucho, mientras que el Citizen seguía siendo un periódico radical serio, con una gran reputación.

– Sería una estupidez bajar nuestros propios niveles simplemente para contrarrestar a un advenedizo cuyo periódico no sirve ni para envolver una ración de pescado y patatas fritas que se precie -dijo-. ¿Se imaginan al Citizen dejándose envolver en una competencia propia de un bingo? Ésa no sería más que otra de las ideas vulgares de Kevin Rushcliffe.

Armstrong tomó nota del nombre. Resultaba que el bingo había logrado aumentar las ventas del Globe en otros cien mil ejemplares diarios, y no veía razón alguna para que no pudiera hacer lo mismo por el Citizen. Pero también sabía que el equipo creado por McAlvoy a lo largo de los últimos diez años apoyaba por completo a su director.

– Observen el artículo de primera página del Globe de hoy -dijo Armstrong, en un último y desesperado esfuerzo por imponer su punto de vista-. ¿Por qué no conseguimos historias como esa?

– Porque Freddie Starr no es digno de aparecer ni siquiera en la página once del Citizen -contestó McAlvoy-. Y, en cualquier caso, ¿a quién le importan sus hábitos culinarios? Esa clase de historias se nos ofrecen cada día, pero no recibimos el puñado de demandas judiciales que suelen acompañarlas.

McAlvoy y su equipo abandonaron la reunión convencidos de haber persuadido al propietario de que no descendiera por el mismo camino seguido por el Globe.

La seguridad que tenían en sí mismos sólo duró hasta que las siguientes cifras de ventas llegaron a la mesa de Armstrong. Sin consultar con nadie, tomó el teléfono y acordó una cita para verse con Kevin Rushcliffe, el subdirector del Globe.

Rushcliffe llegó al edificio de Armstrong Communications a últimas horas de aquella misma tarde. No podía ofrecer un mayor contraste en comparación con Alistair McAlvoy. Ya durante la primera reunión, se dirigió a Dick como si fueran viejos amigos, y hablaba con tal rapidez que el propietario tenía que hacer esfuerzos para comprender lo que decía. Rushcliffe no le dejó dudas acerca de los cambios inmediatos que haría si se le diera la oportunidad de dirigir el Citizen.

– Los editoriales son demasiado suaves -afirmó-. Hay que hacerles saber a los lectores lo que se siente en apenas un par de frases. No emplear palabras con más de tres sílabas, ni frases con más de diez palabras. Ni siquiera hay que tratar de influir sobre ellos. Sólo hay que asegurarse de que pidan lo que ya desean.

Un Armstrong insólitamente avasallado le explicó al joven que tendría que empezar como subdirector.

– Porque el contrato de McAlvoy no expira hasta dentro de siete meses.

Armstrong estuvo a punto de cambiar de opinión cuando Rushcliffe le dijo el paquete que esperaba recibir. No habría dado tan fácilmente su brazo a torcer si hubiera conocido las condiciones del contrato de Rushcliffe con el Globe, o el hecho de que Bruce Kelly no tenía la intención de renovárselo a finales de año. Tres días más tarde le envió un memorándum a McAlvoy comunicándole que había nombrado subdirector a Kevin Rushcliffe.

McAlvoy consideró la alternativa de protestar por el hecho de que se le impusiera al subdirector del Globe, pero su esposa le indicó que tenía previsto jubilarse en siete meses más, con jubilación completa, y que no era éste el momento más adecuado para sacrificar su trabajo en el altar de los principios. A la mañana siguiente, al llegar a su despacho, McAlvoy se limitó a desdeñar a su nuevo subdirector y sus ideas precipitadas para la primera página del día siguiente.

Cuando el Globe publicó un desnudo en la página tres y vendió dos millones de ejemplares por primera vez, McAlvoy convocó una conferencia matinal de sus colaboradores.

– En este periódico, eso sólo se hará pasando por encima de mi cadáver -declaró.

Nadie se atrevió a señalar que dos o tres de sus mejores periodistas habían abandonado recientemente el Citizen para pasarse al Globe, mientras que sólo Rushcliffe había efectuado el trayecto en sentido contrario.

Como Armstrong seguía pasando una gran cantidad de su tiempo preparando la batalla de absorción en Nueva York, continuó aceptando de mala gana las opiniones de McAlvoy, debido en buena medida a que no quería despedir al director más experimentado cuando sólo faltaban pocas semanas para las elecciones generales.

Después de que Margaret Thatcher regresara a la Cámara de los Comunes con una mayoría de 144 escaños, el Globe consideró la victoria como suya y declaró que eso aceleraría sin duda la caída del Citizen. Varios comentaristas se apresuraron a señalar la ironía de aquella afirmación.

Cuando Armstrong regresó a Inglaterra a la semana siguiente para asistir a la reunión mensual del consejo de administración, sir Paul planteó el tema del descenso de las ventas del periódico.

– Mientras que el Globe sigue aumentando su tirada cada mes -observó Peter Wakeham desde el otro extremo de la mesa.

– ¿Qué vamos a hacer al respecto? -preguntó el presidente, que se volvió a mirar a su director general.

– Ya he puesto en marcha algunos planes -contestó Armstrong.

– ¿Y vamos a ser informados de esos planes? -preguntó sir Paul.

– Informaré ampliamente al consejo en nuestra próxima reunión -contestó Armstrong.

Al día siguiente, Armstrong llamó a McAlvoy, sin molestarse en consultar con ningún miembro del consejo. Al entrar el director del Citizen en el despacho del propietario, Armstrong ni siquiera se levantó para saludarlo y tampoco le sugirió que se sentara.

– Estoy seguro de que ya sabrá por qué le he pedido que viniera a verme -dijo.

– No, Dick, no tengo ni la menor idea -replicó McAlvoy con expresión inocente.

– Bueno, acabo de ver las cifras de tirada del pasado mes. Si continuamos a este ritmo, el Globe estará vendiendo más ejemplares que nosotros para finales de año.

– Y usted seguirá siendo el propietario de un gran periódico nacional, mientras que Townsend seguirá publicando un periodicucho.

– Quizá sea así, pero yo debo tener en cuenta a un consejo de administración y a unos accionistas.

McAlvoy no recordaba que Armstrong hubiera mencionado nunca al consejo de administración o a los accionistas. Eso es el último refugio de un propietario, estuvo a punto de decirle. Entonces recordó la advertencia que le había hecho su abogado, en el sentido de que todavía faltaban cinco meses para que expirara su contrato, y el consejo de que no sería prudente provocar a Armstrong.

– Supongo que habrá visto los titulares del Globe de esta mañana, ¿verdad? -preguntó Armstrong, que levantó con una mano el periódico de su rival.

– Desde luego que lo he visto -asintió McAlvoy observando las gruesas letras del titular: «Destacada estrella del pop involucrada en un escándalo de drogas».

– El nuestro dice: «Beneficios extra para las enfermeras».

– A nuestros lectores les encantan las enfermeras -observó McAlvoy.

– Es posible que a nuestros lectores les encanten las enfermeras -dijo Armstrong hojeando el periódico-, pero, por si acaso no se ha dado cuenta, el Globe publica la misma historia en la página siete. Está bastante claro para mí, aunque quizá no lo esté para usted, que a la mayoría de nuestros lectores les interesan mucho más las estrellas del pop y los escándalos con drogas.

– Esa estrella del pop en particular -contrarrestó McAlvoy- nunca ha ocupado un puesto en los cien primeros, y sólo fumaba un porro en la intimidad de su propio hogar. Si alguien hubiera oído hablar de él, el Globe habría incluido su nombre en el titular. Tengo un archivo lleno de esa clase de basura, pero no insulto a nuestros lectores publicándolo.

– En ese caso quizá haya llegado el momento de que lo haga -dijo Armstrong, cuyo tono de voz se elevaba a cada palabra que pronunciaba-. Empecemos por desafiar al Globe en su propio terreno, para variar. Quizá si lo hiciéramos así, no estaría buscando ahora a un nuevo director.

McAlvoy se quedó momentáneamente atónito.

– ¿Debo suponer por esas palabras que estoy despedido? -preguntó finalmente.

– Por fin empiezo a hacerme comprender -dijo Armstrong-. Sí, está usted despedido. El nombre del nuevo director será anunciado el lunes. Procure haber recogido sus cosas personales esta misma noche.

– ¿Puedo suponer que, después de diez años como director de este periódico, recibiré mi jubilación completa?

– No recibirá usted ni más ni menos que aquello a lo que tenga derecho -le gritó Armstrong-. Y ahora, salga de mi despacho.

Miró con ojos relampagueantes a McAlvoy, a la espera de que le dirigiera una de las diatribas por las que era tan famoso, pero el director despedido se limitó a dar media vuelta y salir del despacho sin pronunciar una sola palabra más. Al hacerlo, cerró la puerta despacio tras él.

Armstrong se dirigió a la sala de al lado y se cambió la camisa, que era exactamente del mismo color que la anterior, para que nadie se diera cuenta.

Una vez que McAlvoy regresó a su despacho, informó rápidamente a un puñado de sus colaboradores más cercanos del resultado de su reunión con Armstrong y de lo que planeaba hacer. Pocos minutos más tarde presidió la conferencia de la tarde por última vez. Observó la lista de historias que competían por ocupar la primera página.

– Tengo algo para mañana que puede causar sensación, Alistair -dijo una voz.

McAlvoy miró al jefe de redacción de política.

– ¿En qué está pensando, Campbell? -preguntó.

– Una consejera laborista en Lambeth ha iniciado una huelga de hambre para llamar la atención sobre la injusticia de la política de viviendas del gobierno. Es negra y está en el paro.

– ¿Qué tiene usted, Kevin?

El subdirector levantó la mirada desde el rincón donde estaba sentado y parpadeó, incapaz de creer que el director se hubiera dirigido a él.

– Bueno, he seguido desde hace semanas una pista sobre la vida privada del secretario de Asuntos Exteriores, pero me resulta difícil conseguir que la historia se sostenga en pie.

– ¿Por qué no prepara trescientas palabras sobre el tema y dejamos que los abogados decidan si podemos publicarlo?

Algunos de los colaboradores más antiguos empezaron a removerse inquietos en sus asientos.

– ¿Y qué ocurrió con esa historia sobre el arquitecto? -preguntó McAlvoy, dirigiéndose aún al subdirector.

– Usted la rechazó -contestó Rushcliffe, un tanto sorprendido.

– Me pareció un poco apagada. ¿No podría ponerle algo más de picante?

– Si eso es lo que desea… -dijo Rushcliffe sin salir de su asombro. Puesto que McAlvoy nunca tomaba una copa hasta después de haber leído de cabo a rabo la primera edición, algunos de los presentes se preguntaron si se sentía bien.

– Muy bien, queda solucionado. Kevin tiene la primera página y Campbell la segunda. -Hizo una pausa-. Y como esta noche tengo que llevar a mi esposa a ver a Pavarotti, dejaré el periódico en manos de Kevin. ¿Se siente usted cómodo con esa decisión? -preguntó, mirando al subdirector.

– Desde luego -asintió Rushcliffe, que parecía encantado al verse finalmente tratado como un igual.

– En tal caso, eso también queda solucionado -dijo McAlvoy-. Volvamos todos al trabajo, ¿les parece?

Mientras los periodistas empezaban a abandonar el despacho del director, murmurando entre ellos, Rushcliffe se acercó a la mesa de McAlvoy y le dio las gracias.

– No hay de qué -dijo el director-. Sabe que ésta podría ser su gran oportunidad, Kevin. Estoy seguro de que sabe que he tenido una entrevista con el propietario a primeras horas de esta tarde. Me ha dicho que le gustaría ver al periódico desafiar al Globe en su propio terreno. Ésas fueron exactamente sus palabras. De modo que cuando lea el Citizen mañana, asegúrese de que observe la huella que usted deje en él. Como bien sabe, yo no ocuparé eternamente este puesto.

– Haré todo lo que pueda -le prometió Rushcliffe antes de salir del despacho.

Si se hubiera quedado un momento más, habría podido ayudar al director a recoger sus cosas personales.

A últimas horas de aquella tarde, McAlvoy abandonó lentamente el edificio, y se detuvo para hablar un momento con todos los miembros del personal con los que se encontró. Les dijo a todos ellos la ilusión con la que él y su esposa se disponían a ver a Pavarotti esa misma noche, y si alguno le preguntaba quién dirigiría el periódico esa noche le contestó que hasta el portero podría hacerlo. De hecho, habló largo rato con el portero antes de dirigirse hacia la estación de metro más cercana, consciente de que su coche de la empresa ya habría sido inmovilizado con un cepo.

Kevin Rushcliffe trató de concentrarse en la redacción del artículo para la primera página, pero se vio interrumpido constantemente por una corriente de personas que deseaban aportar su colaboración para la edición. Dio el visto bueno a varias páginas que no tuvo tiempo para comprobar con cuidado. Al entregar finalmente su propio artículo, en la imprenta ya se quejaban de que iban retrasados, y se sintió aliviado al comprobar que los primeros ejemplares salían de la imprenta pocos minutos antes de las once.


Un par de horas más tarde, Armstrong tomó el teléfono situado a la cabecera de su cama para contestar una llamada de Stephen Hallet, que le leyó la primera página.

– ¿Por qué demonios no ha impedido esa barbaridad? -preguntó.

– No la he visto hasta que la primera edición estaba ya en la calle -contestó Stephen-. Al empezar a salir la segunda edición se hablaba de una consejera de Lambeth que ha iniciado una huelga de hambre. Es una mujer negra y…

– Me importa un pimiento de qué color sea -gritó Armstrong-. ¿Qué demonios se ha imaginado McAlvoy que hacía?

– McAlvoy no ha dirigido el periódico esta noche.

– En el nombre del cielo, ¿quién lo ha dirigido entonces?

– Kevin Rushcliffe -contestó el abogado.

Armstrong no pudo dormir aquella noche. Tampoco fueron muchos los que durmieron en Fleet Street, dedicados frenéticamente a tratar de ponerse en contacto con el secretario de Asuntos Exteriores y/o la actriz/modelo. Cuando salieron de imprenta las últimas ediciones, la mayoría de ellos ya habían podido comprobar que el secretario jamás conoció a la Miss Sifón Soda 1983.

Se habló tanto del artículo durante toda la mañana siguiente que fueron pocos los que detectaron una pequeña nota incluida en la página siete del Citizen, bajo el titular: «Ladrillos, pero no mortero», en el que se afirmaba que uno de los más destacados arquitectos de Gran Bretaña no hacía más que diseñar viviendas protegidas que se desmoronaban. Una carta entregada a mano por el abogado de sir Angus, tan distinguido como su cliente, señalaba que el arquitecto jamás había diseñado una vivienda protegida en toda su vida. El abogado incluía una copia de la nota de disculpa que esperaba ver publicada en la primera página del periódico del día siguiente, y otra en la que informaba de la cantidad de la donación que debería ser enviada a la institución de caridad elegida por el arquitecto.

En las páginas culinarias del periódico, un destacado restaurante era acusado de envenenar cada día a sus clientes, y en la sección de viajes se citaba el nombre de una compañía turística que supuestamente había dejado a sus clientes empantanados en España, sin habitaciones de hotel. En la última página se afirmaba que el entrenador del equipo de fútbol de Inglaterra había dicho que…

A todos los que le llamaron aquella mañana a su casa, McAlvoy les dejó bien claro que había sido despedido por Armstrong el día anterior y que se le ordenó que recogiera inmediatamente sus objetos personales de su despacho. Había salido de Armstrong House exactamente a las 16,19 horas, y dejado al subdirector a cargo de todo.

– El responsable de todo es Rushcliffe -añadió, por si hiciera falta.

Todos los miembros del personal que fueron abordados confirmaron las palabras de McAlvoy.

Stephen Hallet tuvo que llamar a Armstrong en cinco ocasiones a lo largo del día, y en cada una de ellas le comunicó que acababa de recibir una demanda, y le recomendó, también en cada ocasión, que llegara a un acuerdo lo más rápidamente posible.

El Globe informó en la página dos de la triste partida de Alistair McAlvoy como director del Citizen, después de una década de fieles servicios. Lo describían a continuación como el decano de los directores de Fleet Street, al que todos los verdaderos profesionales echarían tristemente de menos.


Al alcanzar el Globe unas ventas de tres millones de ejemplares por primera vez en su historia, Townsend organizó una fiesta para celebrarlo. Esta vez sí que asistieron la mayoría de los políticos más destacados y personalidades de los medios de comunicación, a pesar de la fiesta rival organizada por Armstrong para celebrar el octogésimo aniversario del Citizen.

– Bueno, esta vez ha acertado al menos con la fecha -comentó Townsend.

– Y hablando de fechas -dijo Bruce-, ¿cuándo puedo abrigar la esperanza de regresar a Australia? Supongo que no se habrá dado cuenta, pero no he vuelto a casa desde hace cinco años.

– No regresará a casa hasta que no haya eliminado de la cabecera del Citizen las palabras «El diario más vendido de Gran Bretaña».

Bruce Kelly no pudo reservar una plaza en un vuelo a Sydney hasta quince meses más tarde, cuando la comisión de control de tirada anunció que las ventas diarias del Globe habían alcanzado durante el mes anterior una media de 3.612.000, mientras que las del Citizen eran de 3.610.000. El titular del Globe a la mañana siguiente fue: QUÍTESELOS, sobre una foto de Armstrong, con sus ciento cuarenta kilos de peso, llevando por todo atuendo unos calzones de boxeador.

Al comprobar que la cabecera del Citizen seguía siendo la misma, el Globe informó a «los lectores más perspicaces del mundo» que el propietario del Citizen aún no había cumplido con el pago de cien mil libras derivado de su apuesta pérdida, con lo que «no es sólo un mal perdedor, sino un mal pagador de sus compromisos».

Al día siguiente, Armstrong plantó ante los tribunales una demanda por difamación contra Townsend. Incluso al The Times le pareció que eso merecía un comentario: «Sólo se beneficiarán los abogados», concluyó.

El caso llegó al Tribunal Supremo dieciocho meses más tarde y la vista duró más de tres semanas, apareciendo con regularidad en la primera página de todos los periódicos, excepto en el Independent. El señor Michael Beloff, consejero de la Reina, argumentó en nombre del Globe que las cifras de auditoría de tiradas daban la razón a su cliente. El señor Anthony Grabinar, también consejero real, señaló en nombre del Citizen que las cifras de la auditoría no incluían las ventas del Scottish Citizen que, combinadas con las del Daily mantenían la tirada cómodamente por encima de la del Globe.

El jurado se retiró a considerar su veredicto y después de cinco horas de deliberación dictaminó en favor de Armstrong por una mayoría de diez a dos. Al preguntar qué daños debían pagarse, el portavoz del jurado se levantó y declaró sin vacilación: «Doce peniques, señor juez», el precio de un ejemplar del Citizen.

El juez comunicó al consejo judicial que, teniendo en cuenta las circunstancias, cada parte debía pagar sus propios costes judiciales, que se calcularon conservadoramente en un millón de libras para cada parte. El consejo admitió la propuesta y empezó a dictaminar sus órdenes.

Al día siguiente, el Financial Times, en un largo artículo sobre los dos barones de la prensa, predijo que uno de los dos terminaría por provocar la caída del otro. No obstante, el periodista revelaba que el juicio había ayudado a aumentar las ventas de los dos periódicos que, en el caso del Globe, sobrepasaron por primera vez los cuatro millones de ejemplares.

Al día siguiente, el precio de las acciones de los dos grupos aumentaron en un penique.


Mientras Armstrong se dedicaba a leer lo que se publicaba sobre él mismo en los innumerables artículos de prensa dedicados al juicio, Townsend se concentraba en un artículo publicado en el New York Times, que Tom Spencer le había enviado por fax.

Aunque nunca había oído hablar de Lloyd Summers, o de la galería de arte cuyo contrato de alquiler estaba a punto de expirar, al llegar a la última línea del fax comprendió por qué Tom había escrito en letras mayúsculas en la parte superior: PARA SU ATENCIÓN INMEDIATA.

Tras haber leído el artículo por segunda vez, Townsend le pidió a Heather que se pusiera en contacto con Tom y que le reservara después plaza en el siguiente vuelo a Nueva York.

A Tom no le sorprendió que su cliente le llamara minutos después de haber recibido el fax. Al fin y al cabo, buscaba desde hacía más de una década una oportunidad para apoderarse de un paquete sustancial de acciones del New York Star.

Townsend escuchó atentamente a Tom, que le comunicó todo lo que había descubierto sobre el señor Lloyd Summers y por qué su galería de arte buscaba un nuevo lugar donde instalarse. Una vez agotadas todas las preguntas que tenía para plantearle, dio instrucciones a su abogado para que concertara una entrevista con Summers lo más rápidamente posible.

– Volaré a Nueva York mañana por la mañana -añadió.

– No hay necesidad de que venga usted todavía, Keith. Siempre puedo entrevistarme yo con Summers en su nombre.

– No -replicó Townsend-. Lo del Star es una cuestión personal. Deseo cerrar ese trato yo mismo.

– Keith, ¿se da cuenta de que si lo consigue tendrá que convertirse en ciudadano de Estados Unidos? -le dijo Tom.

– Como ya le he dicho muchas veces, Tom, eso no lo haré nunca.

Colgó el teléfono y tomó unas notas. Una vez que determinó cuánto estaba dispuesto a ofrecer, tomó el teléfono de nuevo y le preguntó a Heather a qué hora despegaba su vuelo. Si Armstrong no iba en el mismo avión podría cerrar un trato con Summers antes de que nadie se diera cuenta de que la terminación de un contrato de alquiler en el SoHo podía ser la clave para convertirse en el propietario del New York Star.


– Apuesto a que Townsend tomará el primer vuelo a Nueva York -dijo Armstrong una vez que Russell Critchley hubo terminado de leerle el artículo.

– En tal caso, será mejor que tome usted el mismo avión -aconsejó su abogado de Nueva York, sentado en el borde de su cama.

– De ningún modo -dijo Armstrong-. ¿Por qué alertar a ese bastardo sobre el hecho de que yo sé tanto como él? No, lo mejor que puedo hacer es ponerme en movimiento antes de que su avión aterrice. Acuerde una entrevista con Summers lo antes posible.

– Dudo mucho que la galería abra antes de las diez.

– En tal caso, procure estar esperándole delante a las diez menos cinco.

– ¿De qué margen de maniobra dispongo?

– Ofrézcale lo que pida -contestó Armstrong-. Incluso comprarle una nueva galería de arte. Pero, haga lo que haga, no permita que Townsend logre acercarse a él, porque si podemos convencer a Summers para que nos apoye, eso nos abrirá la puerta para llegar a su madre.

– Correcto -asintió Critchley poniéndose un calcetín-. Será mejor que me ponga en marcha.

– Sólo tiene que asegurarse de estar ante la galería antes de que abra -dijo Armstrong, y tras una pausa añadió-: Y si el abogado de Townsend llega antes, arróllelo.

Critchley podría haberse echado a reír, pero no estaba del todo seguro de que su cliente hubiera hablado en broma.


Tom esperaba frente a la salida de aduanas cuando su cliente salió por las puertas giratorias.

– Las noticias no son buenas, Keith -fueron sus primeras palabras en cuanto se hubieron estrechado la mano.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Townsend mientras los dos se dirigían hacia la salida-. Armstrong no ha podido llegar a Nueva York antes que yo, porque sé que aún estaba en su despacho del Citizen cuando despegué de Heathrow.

– Por todo lo que sé, podría continuar sentado en su despacho ahora mismo, pero Russell Critchley, su abogado en Nueva York, mantuvo una entrevista con Summers a primeras horas de esta mañana.

– ¿Firmaron un acuerdo?

– No tengo ni la menor idea -contestó Tom-. Lo único que puedo decirle es que al llegar a mi despacho, la secretaria de Summers me había dejado un mensaje en el contestador automático para comunicar que nuestra cita había sido cancelada.

– Maldita sea. En ese caso tenemos que pasar antes por la galería -dijo Townsend al salir a la acera-. No pueden haber firmado todavía un contrato. Maldita sea. ¡Maldita sea! -repitió-. Debería haber permitido que lo viera usted el primero.


– Está de acuerdo en prometerle el apoyo de sus acciones del Star, que representan el cinco por ciento, si aporta usted el dinero para una nueva galería -informó Critchley.

– ¿Y qué me va a costar eso? -preguntó Armstrong, que dejó el tenedor sobre el plato.

– Todavía no ha encontrado el edificio adecuado, pero cree que unos tres millones.

– ¿Cuánto?

– Naturalmente, usted tendría el alquiler del edificio…

– Claro.

– Y como la galería está registrada como una institución sin ánimo de lucro, hay algunas ventajas fiscales.

Se produjo un prolongado silencio al otro extremo de la línea, antes de que Armstrong volviera a hablar.

– ¿Qué hizo usted entonces?

– Al recordarme por tercera vez que tenía una cita con Townsend a últimas horas de la mañana, le dije que sí, sujeto a la firma de un contrato.

– ¿Firmó usted algo?

– No. Le expliqué que llegaba usted desde Londres, y que no tenía autoridad para firmar nada.

– Bien. En ese caso todavía disponemos de un poco de tiempo para…

– Lo dudo mucho -dijo Russell-. Summers sabe muy bien que le tiene cogido por los huevos.

– Precisamente cuando los demás creen tenerme cogido por los huevos, es cuando más disfruto dándoles por el culo -dijo Armstrong.

32

Se hunde la Bolsa de Nueva York.
Récord de 86,61 puntos

– Damas y caballeros -empezó a decir Armstrong-, he convocado esta rueda de prensa para anunciar que he informado esta misma mañana a la Comisión de la Bolsa de Valores que tengo la intención de efectuar una oferta oficial de adquisición de acciones del New York Star. Tengo la satisfacción de informarles que una gran accionista del periódico, la señora Nancy Summers, ha vendido sus acciones a la Armstrong Communications a un precio de 4,10 dólares por acción.

Aunque algunos periodistas continuaron anotando cada una de las palabras de Armstrong, la noticia ya se había anunciado en la mayoría de los periódicos desde hacía más de una semana. Los bolígrafos de los periodistas se mantuvieron preparados, a la espera de que se les diera la verdadera noticia.

– Pero hoy me siento especialmente orgulloso de anunciarles -continuó Armstrong-, que el señor Lloyd Summers, hijo de la señora Summers, y director de la fundación que lleva su nombre, también ha delegado en mi empresa el voto correspondiente al cinco por ciento de las acciones que posee del New York Star.

»A ninguno de ustedes le sorprenderá que tenga la intención de seguir apoyando el destacado trabajo realizado por la Fundación Summers en la promoción de las carreras de los artistas y escultores jóvenes que normalmente no tendrían la oportunidad de exponer en ninguna gran galería. Como sabrán muchos de ustedes, he estado relacionado durante toda mi vida con el arte, y en particular con los artistas jóvenes.

Ninguno de los periodistas presentes recordaba un solo acontecimiento artístico al que hubiera asistido y mucho menos apoyado Armstrong. La mayoría de bolígrafos se mantuvieron preparados.

– Con el apoyo del señor Summers, dispongo ahora del control sobre el diecinueve por ciento de las acciones del Star, y espero con ilusión convertirme en un próximo futuro en el accionista mayoritario, para asumir la presidencia del periódico en la junta anual de accionistas convocada para el próximo mes.

Armstrong levantó la mirada del texto de la declaración que Russell Critchley le había preparado y sonrió ante el nutrido grupo de rostros que le miraban.

– Y ahora, si lo desean, estaré encantado de contestar a sus preguntas.

Russell tuvo la impresión de que Dick manejaba bastante bien las primeras preguntas que se le plantearon, pero entonces concedió el turno a una mujer sentada en la tercera fila.

– Soy Janet Brewer, del Washington Post. Señor Armstrong, ¿me permite preguntarle cuál es su reacción al comunicado de prensa difundido esta mañana por el señor Keith Townsend?

– Nunca leo los comunicados de prensa del señor Townsend -contestó Armstrong-. Son más o menos tan exactos como lo que dicen sus periódicos.

– Permítame entonces que le informe -dijo la periodista, que consultó una hoja de papel-. Parece ser que el señor Townsend cuenta con el apoyo de los banqueros J. P. Grenville, que delegan en él su voto, correspondiente al once por ciento de las acciones, en su oferta de adquisición de acciones del Star. Eso, unido a sus propias acciones le permite controlar más del quince por ciento.

Armstrong la miró directamente antes de contestar.

– Como presidente del Star, estaré encantado de dar la bienvenida al señor Townsend en la junta anual del próximo mes…, como accionista minoritario.

En esta ocasión, los bolígrafos anotaron cada una de sus palabras.


Sentado en el recientemente adquirido apartamento del piso treinta y siete de la Torre Trump, Armstrong leyó el comunicado de prensa de Townsend. Emitió una risita al llegar al párrafo en el que Townsend alababa el trabajo realizado por la Fundación Summers.

– Demasiado tarde -dijo en voz alta-. Ese cinco por ciento me pertenece a mí.

Dio inmediatamente instrucciones a sus agentes de Bolsa para que compraran cualquier acción del Star que apareciera en el mercado, fuera cual fuese su precio. El precio de las acciones se disparó en cuanto estuvo claro que Townsend había dado la misma orden. Algunos analistas financieros sugirieron que, «debido a una fuerte animosidad personal», los dos estaban pagando por las acciones un precio muy superior a su valor real.

Durante las cuatro semanas siguientes Armstrong y Townsend, acompañados por una batería de abogados y contables, pasaron muchas horas en aviones, trenes y coches, recorriendo todo Estados Unidos, tratando de convencer a bancos e instituciones, a fideicomisos e incluso a alguna que otra viuda rica, para que les apoyaran en su batalla por apoderarse del Star.

El presidente del periódico, Cornelius J. Adams IV, anunció que entregaría las riendas del poder en la junta anual de accionistas al contendiente que controlara el 51 por ciento de las acciones. A falta de dos semanas para que se celebrara la junta, los directores financieros todavía no se ponían de acuerdo acerca de quién poseía el mayor número de acciones de la empresa. Townsend anunció que controlaba ahora el 46 por ciento de las acciones, mientras que Armstrong afirmaba tener el 41 por ciento. En consecuencia, los analistas llegaron a la conclusión de que quien consiguiera el apoyo del diez por ciento que estaba en manos de la Applebaum Corporation, se llevaría el gato al agua.

Vic Applebaum estaba decidido a disfrutar de sus quince minutos de fama y declaró a todo aquel que quiso escucharle que tenía la intención de escuchar a los dos propietarios antes de tomar una decisión final. Eligió el martes antes de la celebración de la junta para llevar a cabo sus entrevistas, en las que decidiría a quién de los dos concedería su favor.

Los abogados de los dos rivales se reunieron en terreno neutral y acordaron que se le permitiera a Armstrong ver el primero a Applebaum, algo que, según le aseguró Tom Spencer a su cliente, constituía un error táctico. Townsend estuvo de acuerdo, hasta que Armstrong salió de la reunión con los certificados de posesión de las acciones que demostraban que estaba en posesión del diez por ciento de Applebaum.

– ¿Cómo se las ha arreglado para conseguirlo? -preguntó Townsend con incredulidad.

Tom no tuvo respuesta a esa pregunta hasta que, durante el desayuno de la mañana siguiente, leyó la primera edición del New York Times. Su corresponsal de medios de comunicación informaba a sus lectores que Armstrong no había dedicado mucho tiempo en explicarle al señor Applebaum cómo dirigiría el Star, sino que se había concentrado más bien en explicarle en yiddish cómo no había llegado a recuperarse nunca por el hecho de haber perdido a toda su familia en el Holocausto, y que terminó la reunión revelando cómo el momento más orgulloso de su vida se produjo cuando el primer ministro de Israel le nombró embajador volante de su país ante la URSS, con el encargo especial de ayudar a los judíos rusos que desearan emigrar a Israel. Por lo visto, llegados a ese punto Applebaum rompió a llorar, le entregó las acciones y se negó a ver a Townsend.

Armstrong anunció que ahora controlaba el 51 por ciento de la empresa y que, en consecuencia, era el nuevo propietario del New York Star. El Wall Street Journal aseguró que la junta anual del Star no sería más que una ceremonia de unción, pero en una nota final añadió que Keith Townsend no debía de sentirse demasiado deprimido por haber perdido el control del periódico a manos de su rival porque, gracias al enorme aumento del precio de la acción, obtendría unos beneficios superiores a los veinte millones de dólares.

La sección de arte del New York Times recordaba a sus lectores que la Fundación Summers inauguraría su exposición de vanguardia el jueves por la noche. Después de todas las afirmaciones de apoyo de los barones de la prensa en favor de Lloyd Summers y del trabajo de la fundación, sería interesante comprobar si alguno de ellos se molestaba en aparecer en el acto.

Tom Spencer le sugirió a Townsend que sería prudente aparecer aunque sólo fuera durante unos minutos, pues Armstrong estaría seguramente presente y nunca se sabía lo que podría suceder en una ocasión así.


Townsend lamentó su decisión de asistir a la inauguración de la exposición momentos después de su llegada. Recorrió la sala una sola vez, contempló la selección de cuadros elegidos por los administradores de la fundación y llegó a la conclusión de que eran, sin excepción, lo que Kate habría calificado como «basura pretenciosa». Decidió marcharse de allí lo más rápidamente posible. Había logrado acercarse a la salida, abriéndose paso entre los asistentes, cuando Summers tomó un micrófono y rogó silencio. A continuación, el director procedió a pronunciar «unas palabras». Townsend comprobó su reloj. Al levantar la mirada vio a Armstrong, que sostenía con firmeza un catálogo de la exposición, y estaba de pie junto a Summers, con una expresión resplandeciente.

Hubo un conato de aplausos, amortiguados por el tintineo de las copas de vino, y Armstrong sonrió de nuevo alegremente. Townsend imaginó que Summers ya había terminado de hablar y se volvió para marcharse, cuando el director añadió:

– Desgraciadamente, ésta será la última exposición que se celebre en este local. Como estoy seguro que saben todos ustedes, nuestro contrato de alquiler termina en diciembre. -Un suspiro colectivo se extendió sobre toda la sala, pero Summers levantó una mano y añadió-: Pero no temáis, amigos míos. Después de una larga búsqueda creo haber encontrado el lugar perfecto para la sede de la fundación. Espero que todos volvamos a encontrarnos allí para nuestra próxima exposición.

– Aunque sólo uno o dos de entre nosotros sabemos por qué se ha elegido ese lugar en particular -murmuró alguien sotto voce por detrás de donde estaba Townsend.

Se volvió y vio a una mujer esbelta, de unos treinta y cinco años, de cabello pelirrojo corto, que llevaba una blusa blanca y una falta estampada de flores. La pequeña etiqueta de su blusa anunciaba que era la señorita Angela Humphries, subdirectora.

– Y sería un inicio maravilloso -siguió diciendo Summers- que la primera exposición en nuestro nuevo edificio fuera inaugurada por el próximo presidente del Star, que tan generosamente ha ofrecido su continuado apoyo a la fundación.

Armstrong sonrió ampliamente y asintió con un gesto.

– No, si tiene algo de sentido común, no lo hará -dijo la mujer situada por detrás de Townsend.

Keith retrocedió un paso y se situó junto a la señorita Angela Humphries, que bebía una copa de cava español.

– Gracias, queridos amigos -dijo Summers-. Y ahora, les ruego que continúen disfrutando con la exposición.

Siguió otra ronda de aplausos, después de lo cual Armstrong se adelantó y estrechó cálidamente la mano del director. Summers empezó a circular entre los invitados, presentando a Armstrong a aquellos que consideraba importantes.

Townsend se volvió a mirar a Angela Humphries, que terminaba su copa de cava. Tomó rápidamente una botella de cava español de la mesa situada tras él y le volvió a llenar la copa.

– Gracias -dijo ella, mirándole por primera vez-. Como puede ver, soy Angela Humphries. ¿Quién es usted?

– No soy de la ciudad -contestó él tras una ligera vacilación-. Sólo estoy de visita en Nueva York por asuntos de negocios.

Angela tomó un nuevo sorbo de cava antes de preguntar:

– ¿Qué clase de negocios?

– Me dedico a los transportes, principalmente aviones y contenedores, aunque también soy propietario de un par de minas de carbón.

– La mayoría de estos cuadros estarían mejor en el fondo de una mina de carbón -comentó Angela, que señaló con un amplio gesto los cuadros.

– No podría estar más de acuerdo con usted -asintió Townsend.

– Entonces, ¿por qué ha venido?

– Me encontraba solo en Nueva York y leí en el Times la inauguración de la exposición -contestó.

– ¿Y qué clase de arte le gusta a usted? -preguntó ella.

Townsend evitó contestar «Boyd, Nolan y Williams», cuyos cuadros llenaban las paredes de su casa en Darling Point.

– Bonnard, Camoir y Vuillard -contestó, artistas que Kate coleccionaba desde hacía años.

– Esos sí que saben pintar -asintió Angela-. Si los admira, se me ocurren unas cuantas exposiciones a las que sí valdría la pena dedicar una velada.

– Eso está muy bien si se sabe dónde mirar, pero cuando se es un extraño en…

– ¿Está usted casado? -preguntó ella enarcando una ceja.

– No -contestó, confiando en que ella le creyera-. ¿Y usted?

– Divorciada -le dijo-. Estuve casada con un artista convencido de que su talento sólo era superado por el de Bellini.

– ¿Y hasta qué punto era realmente bueno? -preguntó Townsend.

– Fue rechazado para participar en esta exposición -contestó ella-, lo que quizá le dé ya una pista.

Townsend se echó a reír. La gente había empezado a desplazarse hacia la salida, y Armstrong y Summers sólo estaban ahora a pocos pasos de distancia. Al servir Townsend una nueva copa de cava a Angela, Armstrong se encontró de repente delante de él. Los dos hombres se miraron fijamente por un momento, antes de que Armstrong tomara a Summers por el brazo y lo alejara rápidamente hacia el centro de la sala.

– Como habrá observado, ni siquiera quiso presentarme al nuevo presidente -comentó Angela tristemente.

Townsend no se molestó en explicarle que, mucho más probablemente, era Armstrong el que no deseaba presentarle a él al director.

– Ha sido un placer conocerle, señor…

– ¿Tiene previsto ir a cenar a alguna parte?

Ella vaciló un momento.

– No. No tenía previsto nada, pero mañana tengo que empezar temprano.

– Yo también -dijo Townsend-. ¿Qué le parece si tomamos un bocado rápido?

– Muy bien. Espere un momento a que recoja mi abrigo y estaré con usted.

Al dirigirse hacia el guardarropía, Townsend miró a su alrededor. Armstrong, seguido de cerca por Summers, se hallaba rodeado ahora por una multitud de admiradores. Townsend no necesitaba estar cerca para saber que les estaría hablando de sus apasionantes planes para el futuro de la fundación.

Angela regresó un momento más tarde, llevando puesto un pesado abrigo de invierno que descendía hasta pocos centímetros del suelo.

– ¿Dónde le gustaría cenar? -preguntó Townsend al tiempo que se dirigían hacia la ancha escalera que ascendía desde la galería, situada en el sótano, hasta la calle.

– Todos los restaurantes cercanos de los alrededores estarán llenos a estas horas de la noche del jueves -dijo Angela-. ¿Dónde se aloja usted?

– En el Carlyle.

– Nunca he comido allí. Podría ser divertido -comentó en el momento en que él le abría la puerta que daba a la calle.

Al salir a la acera fueron recibidos por un helado viento neoyorquino, y él casi tuvo que sostenerla.

El chófer del BMW del señor Townsend se sorprendió al verle llamar un taxi, y aún quedó más sorprendido al ver a la mujer que lo acompañaba. Francamente, no habría creído que aquella clase de mujer fuera el tipo preferido por el señor Townsend. Puso el coche en marcha y siguió al taxi de regreso al Carlyle. Los vio bajarse en Madison y desaparecer por las puertas giratorias de acceso al hotel.

Townsend condujo a Angela directamente al restaurante del primer piso, con la esperanza de que el maître no recordara su nombre.

– Buenas noches, señor -le saludó-. ¿Ha reservado mesa?

– No -contestó Townsend-, pero resido en el hotel.

El maître frunció el ceño.

– Lo siento, señor, pero no podré acomodarle hasta dentro de unos treinta minutos. Naturalmente, podría solicitar el servicio de habitaciones, si lo desea.

– No, esperaremos en el bar -dijo Townsend.

– Tengo realmente una cita a primeras horas de la mañana -dijo Angela-, y no me gustaría llegar tarde.

– ¿Quiere que salgamos a buscar un restaurante?

– Me parecería bien cenar en su habitación, aunque tendré que marcharme a las once.

– A mí me parece bien -dijo Townsend. Se volvió hacia el maître y le dijo-: Cenaremos en mi habitación.

El maître inclinó ligeramente la cabeza.

– Le enviaré inmediatamente a alguien. ¿Qué número de habitación tiene, señor?

– La 712 -contestó Townsend.

Condujo a Angela fuera del restaurante. Al alejarse por el pasillo, pasaron ante una sala en la que tocaba Bobby Schultz.

– Ese hombre sí que tiene verdadero talento -comentó Angela mientras se dirigían hacia el ascensor.

Townsend asintió con un gesto y sonrió. Se unieron a un grupo de clientes antes de que se cerraran las puertas y él apretó el botón del séptimo piso. Al salir, ella le dirigió una sonrisa nerviosa. Townsend hubiera querido decirle que no era su cuerpo lo que le interesaba.

Townsend introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta para permitirle pasar a Angela. Se sintió aliviado al observar la botella de champaña obsequio del hotel, que no se había molestado en abrir, y que seguía en el centro de la mesa. Ella se quitó el abrigo y lo dejó sobre la silla más cercana, mientras él descorchaba la botella y llenaba dos copas hasta el borde.

– No debo tomar mucho -dijo ella-. Ya bebí bastante en la galería.

Townsend levantó la copa en el momento en que se oyó una llamada ante la puerta. Apareció un camarero, que llevaba el menú, un bloc de pedidos y un bolígrafo.

– Lenguado de Dover y una ensalada verde para mí -dijo Angela, sin molestarse en estudiar el menú que se le ofrecía.

– ¿Limpio o entero, señora? -preguntó el camarero.

– Limpio, por favor.

– Que sean dos -dijo Townsend.

Luego se tomó su tiempo para elegir un par de botellas de vino francés, ignorando el chardonnay australiano, que era su favorito.

Una vez que estuvieron sentados, Angela empezó a hablar sobre los otros artistas que exponían en Nueva York, y su entusiasmo y conocimientos sobre el tema casi le hicieron olvidar a Townsend el verdadero propósito por el que la había invitado a cenar. Mientras esperaban a que llegara la cena, condujo lentamente la conversación hacia su trabajo en la galería. Se mostró de acuerdo con su opinión sobre la exposición a cuya inauguración habían asistido, y le preguntó por qué no había hecho ella algo al respecto, puesto que era la subdirectora.

– Eso no es más que un título pomposo que tiene poca o ninguna influencia -contestó con un suspiro mientras Townsend le llenaba la copa vacía.

– ¿Quiere decir que Summers toma todas las decisiones?

– Desde luego que sí. Yo no malgastaría el dinero de la fundación en la basura de esos pseudo intelectuales. En esta ciudad hay mucho talento si una se toma la molestia de salir a buscarlo.

– La exposición ha estado bien presentada -observó Townsend, tratando de empujarla un poco más.

– ¿Bien presentada? -preguntó ella con incredulidad-. Yo no hablo de la forma de colgar los cuadros, de la iluminación o de los marcos. Me refería a los cuadros. En cualquier caso, en esa galería sólo hay una cosa que debería estar colgada.

Alguien llamó a la puerta. Townsend se levantó de la silla, abrió y se hizo a un lado para dejar pasar al camarero, que empujaba un carrito cargado. Preparó la mesa para dos en el centro del salón y explicó que el pescado estaba caliente en el cajón de abajo. Townsend firmó el recibo y le dio una propina de diez dólares.

– ¿Quiere que regrese más tarde para retirarlo todo, señor? -preguntó el camarero con amabilidad.

Recibió un ligero pero firme gesto negativo de la cabeza.

Al sentarse Townsend frente a ella, Angela ya jugueteaba con la ensalada. Descorchó el vino y llenó las dos copas.

– De modo que tiene usted la impresión de que Summers gastó posiblemente mucho más de lo necesario en la exposición -la animó a seguir.

– ¿Más de lo estrictamente necesario? -preguntó Angela, que probó el vino blanco-. Cada año despilfarra más de un millón de dólares del dinero de la fundación, a cambio de lo cual sólo podemos celebrar unas pocas fiestas, cuyo único propósito consiste en halagar su ego.

– ¿Y cómo se las arregla para gastar un millón de dólares? -preguntó Townsend, que fingió concentrarse en su ensalada.

– Bueno, tome por ejemplo la exposición de esta noche. Eso le ha costado a la fundación un cuarto de millón de dólares, para empezar. Luego, está su cuenta de gastos, que sólo se ve superada por la de Ed Koch.

– ¿Cómo consigue salir adelante sin que nadie lo advierta? -preguntó Townsend, que le volvió a llenar la copa, esperando que ella no se diera cuenta de que apenas había tocado la suya.

– Porque nadie controla sus andanzas -contestó Angela-. La fundación está controlada por su madre, que es la que tiene la bolsa…, al menos hasta que se celebre la junta anual de accionistas.

– ¿La señora Summers? -preguntó Townsend, decidido a seguir haciéndola hablar.

– Ni más ni menos -asintió Angela.

– En ese caso, ¿por qué no hace ella algo al respecto?

– ¿Cómo podría hacerlo? La pobre mujer no ha podido abandonar la cama durante los dos últimos años, y la única persona que la visita, y podría añadir que diariamente, no es ni más ni menos que su querido hijo.

– Tengo la sensación de que eso podría cambiar en cuanto Armstrong esté al frente de la situación.

– ¿Por qué dice eso? ¿Le conoce?

– No -se apresuró a contestar Townsend, tratando de recuperarse de su error-. Pero todo lo que he leído sobre él sugiere que no le gustan mucho los parásitos.

– Sólo espero que tenga razón -dijo Angela, que se sirvió otra copa de vino-, porque eso me daría una oportunidad para demostrarle lo que yo podría hacer por la fundación.

– Quizá sea ésa la razón por la que Summers no perdió de vista a Armstrong durante toda la velada.

– Ni siquiera me lo presentó -dijo Angela-, como seguramente observó usted. Lloyd no abandonará su estilo de vida sin plantear batalla, de eso puede estar seguro. -Pinchó con el tenedor un trozo de calabacín-. Y si consigue que Armstrong firme el alquiler del nuevo edificio antes de que se celebre la junta anual, no tendrá ningún motivo para hacerlo. Este vino es realmente excepcional -comentó. Dejó sobre la mesa la copa vacía, y Townsend se apresuró a descorchar la segunda botella-. ¿Está tratando de emborracharme? -preguntó riendo.

– Ni siquiera se me había pasado por la cabeza -contestó Townsend. Se levantó de la silla, sacó los dos platos del cajón caliente y los depositó sobre la mesa-. Y dígame, ¿espera usted con ilusión el traslado?

– ¿El traslado? -repitió ella sirviéndose un poco de salsa holandesa en un lado del plato.

– A las nuevas instalaciones -dijo Townsend-. Parece ser que Lloyd ha encontrado el lugar perfecto.

– ¿Perfecto? Debería serlo por tres millones de dólares. Pero ¿perfecto para quién? -preguntó, tomando el cuchillo y el tenedor.

– Por lo que explicó -dijo Townsend-, no tuvo usted muchas alternativas.

– No, más bien querrá decir que el consejo de administración no tuvo muchas alternativas porque él se encargó de explicar que no las había.

– Pero el alquiler del edificio actual expiraba, ¿no es así? -preguntó Townsend.

– Lo que no dijo en su discurso fue que el propietario habría estado encantado de renovárselo por otros diez años, sin aumentarle el alquiler -dijo Angela, que tomó de nuevo su copa de vino-. Realmente, no debería beber más, pero después de lo que bebí en la galería, esto es un verdadero placer.

– ¿Por qué no lo hizo entonces? -preguntó Townsend.

– ¿Hacer, qué?

– Renovar el alquiler.

– Porque encontró otro edificio que tiene además un ático para él -contestó, dejando de nuevo la copa sobre la mesa para concentrarse en el pescado.

– Tiene todo el derecho a vivir en el mismo lugar -observó Townsend-. Al fin y al cabo es el director.

– Cierto, pero eso no le da derecho a tener un alquiler aparte por el apartamento, de modo que cuando finalmente decida jubilarse no podrán quitárselo de encima sin pagarle una enorme compensación. Lo tiene todo bien calculado.

Angela ya empezaba a arrastrar las palabras.

– ¿Cómo sabe usted todo eso?

– Porque hubo un tiempo en que compartimos un amante -contestó ella con bastante tristeza.

Townsend se apresuró a llenarle la copa.

– ¿Dónde está ese nuevo edificio?

– ¿Por qué tiene tantas ganas de saber dónde está el nuevo edificio? -preguntó ella, que pareció recelosa por primera vez.

– Porque me gustaría volver a verla la próxima vez que venga a Nueva York -contestó él sin la menor vacilación.

Angela dejó el cuchillo y el tenedor sobre el plato, empujó la silla hacia atrás y preguntó:

– No tendrá usted algo de brandy, ¿verdad? Sólo uno corto, para calentarme un poco antes de afrontar la tormenta cuando regrese a casa.

– Desde luego que sí -contestó Townsend.

Se levantó, se dirigió a la nevera y sacó cuatro pequeñas botellas de brandy de marcas diferentes. Las abrió y vertió su contenido en una copa grande.

– ¿No quiere acompañarme? -preguntó ella cuando le entregó la copa.

– No, gracias. Todavía no me he terminado el vino -contestó, al tiempo que tomaba su primera copa, que apenas había tocado-. Y, lo que es más importante, yo no tengo que afrontar la tormenta. Dígame, ¿cómo se convirtió usted en subdirectora?

– Después de que otros cinco dimitieran en cuatro años, creo que fui la única persona que se presentó para ocupar ese cargo.

– Me sorprende que se moleste en tener a una subdirectora.

– Tiene que hacerlo así -dijo ella tomando un sorbo de brandy-. Lo especifican los estatutos.

– Pero debe de estar usted muy bien calificada para que se le ofreciera ese puesto de trabajo -comentó, cambiando rápidamente de tema.

– Estudié historia del arte en Yale, y obtuve mi doctorado en el Renacimiento de 1527 a 1590 en la Accademia de Venecia.

– Después de haber estudiado a Caravaggio, Luini y Miguel Ángel todos esos otros llamados artistas modernos tienen que haber representado un acusado descenso de nivel -comentó Townsend.

– Eso no me habría importado demasiado, pero soy subdirectora desde hace dos años y nunca se me ha permitido montar una sola exposición. Si él me diera al menos la oportunidad, organizaría una exposición de la que la fundación pudiera sentirse orgullosa, y por una décima parte del coste de la actual.

Angela tomó otro sorbo de brandy.

– Si eso es lo que piensa, me sorprende que haya resistido tanto -dijo Townsend.

– No será así por mucho tiempo más -aseguró ella-. Si no logro convencer a Armstrong para que cambie la política de la galería, terminaré por dimitir. Pero como Lloyd parece llevarlo por donde quiere, dudo mucho que se presente siquiera para la próxima exposición. -Hizo una pausa y tomó otro sorbo de brandy-. Ni siquiera se lo he dicho a mi madre -admitió-, pero a veces resulta más fácil hablar con extraños. Usted no trabaja en el mundo del arte, ¿verdad?

– No, como ya le dije antes, mis actividades son el transporte y las minas de carbón.

– ¿A qué se dedica realmente? ¿A conducir o a excavar? -Lo miró fijamente, se terminó el contenido de la copa y lo intentó de nuevo-. Lo que quiero decir es…

– ¿Sí? -preguntó Townsend.

– Pues, para empezar…, ¿qué transporte y adónde?

Tomó la copa, se detuvo un momento y luego, lentamente, se deslizó de la silla para caer sobre la alfombra, al tiempo que murmuraba algo sobre combustibles fósiles en la Roma del Renacimiento. Poco después estaba acurrucada sobre el suelo y ronroneaba como un gatito. Townsend la alzó con suavidad y la llevó al dormitorio. La depositó sobre la cama y cubrió su ligero cuerpo con una manta. No tuvo más remedio que admirarla por haber resistido tanto tiempo; dudaba mucho que pesara más de cincuenta kilos.

Regresó al salón y cerró la puerta del dormitorio tras él, sin hacer ruido. Luego, se puso a buscar los estatutos del New York Star. Una vez que encontró el pequeño volumen rojo guardado en el fondo de su maleta, se sentó en el sofá y empezó a leer lenta y meticulosamente los estatutos de la compañía. Había llegado a la página cuarenta y siete cuando se quedó dormido.


Armstrong no encontró una buena excusa para rechazar la invitación de Summers a cenar juntos después de la exposición. Le alivió ver que su abogado todavía no se había marchado a casa.

– Nos acompañará usted, ¿verdad, Russell? -le preguntó al abogado con voz estentórea, haciéndolo parecer más una orden que una invitación.

Armstrong ya le había expresado a Russell en privado lo que pensaba de la exposición, algo que apenas había logrado ocultarle a Summers. Había tratado de evitar una reunión desde el momento mismo en que Summers anunció que había descubierto el lugar perfecto para trasladar la fundación. Pero Russell le advirtió que Summers empezaba a sentirse impaciente, y que había empezado incluso a lanzar veladas amenazas.

– No olvide que me queda todavía una alternativa.

Armstrong tuvo que admitir que el restaurante elegido por Summers era bastante excepcional, pero durante el pasado mes se había tenido que acostumbrar a los gustos extravagantes de aquel hombre. Una vez retirado el plato principal, Summers reiteró lo importante que era que se firmara el contrato para el nuevo edificio lo antes posible, puesto que si no se hacía así, la fundación no tendría sede.

– Desde el primer día que nos vimos, Dick, dejé bien claro que mi condición para cederle las acciones del consorcio fiduciario era que, a cambio, comprara usted una nueva galería para la fundación.

– Y sigue siendo mi intención hacerlo así -le aseguró Armstrong con firmeza.

– Y que lo hiciera antes de la junta anual de accionistas. -Los dos hombres se miraron fijamente-. Le sugiero que redacte inmediatamente el contrato de arrendamiento, y que esté listo para la firma el lunes. -Summers tomó una copa de brandy y vació su contenido-. Porque conozco a alguien que se sentiría muy feliz de firmarlo si usted no lo hiciera.

– No, no, lo prepararé inmediatamente -dijo Armstrong.

– Bien. En ese caso mañana mismo le mostraré el lugar.

– ¿Mañana? -preguntó Armstrong-. Estoy seguro de que encontraré tiempo.

– ¿Le parece bien a las nueve? -preguntó Summers después de que se le sirviera un café descafeinado.

Armstrong se bebió su café de un solo trago.

– A las nueve me parece bien -dijo finalmente, antes de pedir la cuenta.

Pagó otra de las extravagancias de Summers, dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó. El director de la fundación y Russell hicieron lo mismo, y lo acompañaron en silencio hacia la limusina que esperaba.

– Le veré mañana por la mañana a las nueve -dijo Summers, una vez que Armstrong subió al asiento trasero del coche.

– Desde luego que sí -asintió Armstrong sin molestarse en mirarlo.

Durante el trayecto hasta el Pierre, Armstrong le dijo a Russell que deseaba encontrar respuestas a tres preguntas. El abogado extrajo del bolsillo interior de la chaqueta un pequeño bloc de notas forrado en cuero.

– Primero, ¿quién controla la fundación? Segundo, ¿cuánto se come cada año de los beneficios del Star? Y tercero, ¿tengo yo alguna obligación legal de gastar tres millones de dólares en ese nuevo edificio del que él no deja de hablar? -Russell anotó todas las preguntas en el pequeño bloc-. Y quiero las respuestas mañana por la mañana.

La limusina dejó a Armstrong frente a su hotel. Hizo un gesto con la cabeza para despedirse de Russell, bajó del coche y paseó alrededor de la manzana. Compró un ejemplar del New York Star en el quiosco de la Sesenta y uno y Madison, y sonrió al ver una gran foto de él mismo que dominaba la primera página, con la palabra «Presidente» debajo. No le complació en cambio que la foto de Townsend se publicara en la misma página, aunque fuera considerablemente más pequeña. El epígrafe decía: «¿Un beneficio de 20 millones de dólares?».

Armstrong se colocó el periódico bajo el brazo. Al llegar al hotel, subió al ascensor y le dijo al botones:

– ¿Qué importan veinte millones de dólares cuando se puede ser el propietario del Star?

– ¿Cómo ha dicho, señor? -preguntó el botones.

– ¿Qué preferiría tener usted? -le preguntó Armstrong-. ¿El New York Star o veinte millones de dólares?

El botones miró fijamente al hombre corpulento, que le pareció perfectamente sobrio, y contestó esperanzado:

– Veinte millones de dólares, señor.


Al despertar a la mañana siguiente, Townsend tenía tortícolis. Se levantó y se desperezó. Luego se dio cuenta de que los estatutos del New York Star habían caído a sus pies. Y entonces lo recordó todo.

Cruzó el salón y abrió con cuidado la puerta del dormitorio. Angela todavía estaba profundamente dormida. Cerró la puerta sin hacer ruido, regresó a su silla y llamó al servicio de habitaciones. Pidió el desayuno, cinco periódicos y que retiraran el servicio de la cena de la noche anterior.

Cuando la puerta del dormitorio se abrió por segunda vez aquella mañana, Angela salió tambaleante al salón y se encontró a Townsend que leía el Wall Street Journal y tomaba café. Le hizo la misma pregunta que le planteó cuando se conocieron en la galería.

– ¿Quién es usted?

Townsend le dio la misma respuesta y ella sonrió.

– ¿Quiere que le pida el desayuno?

– No, gracias, pero podría servirme una buena taza de café. Regresaré en un momento.

La puerta del dormitorio se cerró y no volvió a abrirse durante otros veinte minutos. Cuando Angela se sentó finalmente en una silla frente a Townsend, parecía muy nerviosa. Él le sirvió el café, pero ella no hizo ningún intento por hablar hasta después de haber tomado varios sorbos.

– ¿Cometí anoche alguna tontería? -preguntó al cabo de un rato.

– No, no cometió ninguna tontería -contestó Townsend con una sonrisa.

– Es que nunca he…

– No tiene nada de qué preocuparse -le aseguró él-. Se quedó dormida y la llevé a la cama. -Hizo una pausa antes de añadir-: Completamente vestida.

– Es un alivio saberlo. -Miró su reloj-. Dios santo, ¿es realmente tan tarde o es que llevo el reloj al revés?

– Son las ocho y veinte -le dijo Townsend.

– Tendré que tomar un taxi inmediatamente. A las nueve tengo una reunión en el SoHo con el nuevo presidente, y debo causarle buena impresión. Si se negara a comprar el nuevo edificio, ésa podría ser mi única oportunidad.

– No se moleste en tomar un taxi -dijo Townsend-. Mi chófer la llevará adonde necesite ir. Lo encontrará aparcado enfrente, en un BMW blanco.

– Gracias. Es muy generoso por su parte.

Angela terminó de beber rápidamente el café.

– La de anoche fue una cena estupenda, y usted fue todo un caballero -dijo al levantarse de la silla-. Pero si quiero estar allí antes que el señor Armstrong, debo marcharme ahora mismo.

– Desde luego.

Townsend se levantó y la ayudó a ponerse el abrigo. Al llegar a la puerta, ella se volvió a mirarle de nuevo.

– Si anoche no hice nada estúpido, ¿dije algo que pudiera lamentar?

– No, no lo creo. Simplemente, habló de su trabajo en la fundación -contestó Townsend, que le abrió la puerta de la habitación.

– Fue usted muy amable al escucharme. Espero que volvamos a vernos.

– Tengo la sensación de que así será -dijo Townsend.

Ella se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

– Y a propósito -le dijo-, no me ha dicho en ningún momento cómo se llama.

– Keith Townsend.

– Oh, mierda -exclamó ella cuando la puerta ya se cerraba.


Esa mañana, cuando Armstrong llegó frente al 147 de Lower Broadway, se encontró con Lloyd Summers, que ya le esperaba en el último escalón, junto a una mujer delgada, de aspecto académico, que parecía muy cansada, o simplemente aburrida.

– Buenos días, señor Armstrong -dijo Summers en cuanto descendió del coche.

– Buenos días -contestó con una sonrisa forzada al estrechar la mano del director.

– Le presento a Angela Humphries, mi subdirectora. Quizá la viera anoche, en la inauguración de la exposición.

Armstrong recordaba su rostro, pero no que se la hubieran presentado. Asintió con un breve gesto de cortesía.

– Angela está especializada en el período renacentista -dijo Summers, que abrió la puerta y se hizo a un lado.

– Qué interesante -dijo Armstrong, que no hizo ningún esfuerzo por parecer interesado.

– Permítame empezar por mostrarle el edificio -dijo el director tras entrar en un gran salón vacío en la planta baja.

Armstrong se introdujo una mano en el bolsillo y apretó un conmutador.

– Son paredes maravillosas para colgar cuadros -comentó el director con tono entusiasmado.

Armstrong trató de dar la impresión de que se sentía fascinado por un edificio que no tenía ninguna intención de comprar. Pero sabía que no podía admitir eso hasta después de haber sido confirmado como presidente del Star en la junta que se celebraría el lunes, algo que probablemente no sucedería sin el apoyo del cinco por ciento de las acciones de Summers. Se las arregló para intercalar de vez en cuando un «Maravilloso», «Es ideal», «Perfecto» o «Estoy de acuerdo» en el efusivo monólogo del director, y hasta llegó a decirle: «Qué inteligente por su parte haberlo encontrado», cuando entraron en una nueva sala.

Cuando Summers lo tomó por el brazo y se dispuso a conducirlo de nuevo hacia la planta baja, Armstrong señaló una escalera que conducía a otro piso superior.

– ¿Qué hay ahí arriba? -preguntó.

– Sólo es una buhardilla -contestó Summers sin darle importancia-. Puede ser muy útil como almacén, pero no mucho más.

Angela no dijo nada, y trató de recordar si le había comentado al señor Townsend algo de lo que había en el último piso del edificio.

Al llegar de nuevo a la planta baja, Armstrong ya estaba impaciente por escaparse.

– Ahora comprenderá, presidente, por qué considero que éste es el lugar ideal para que la fundación continúe con su trabajo hasta el siglo que viene -comentó Summers al salir de nuevo a la acera.

– No podría estar más de acuerdo con usted -asintió Armstrong-. Es absolutamente ideal. -Sonrió aliviado al ver quién le esperaba sentado en el asiento de atrás de la limusina-. Me ocuparé de todo el papeleo necesario en cuanto regrese a mi oficina.

– Yo estaré en la galería durante el resto del día -dijo Summers.

– En ese caso, esta misma tarde le enviaré los documentos para la firma.

– A cualquier hora que desee… durante el día de hoy -dijo Summers, que le ofreció la mano.

Armstrong estrechó la mano del director y, sin molestarse en despedirse de Angela, subió al coche, donde encontró a Russell con un bloc amarillo sobre el regazo y el bolígrafo preparado.

– ¿Ha encontrado ya todas las respuestas? -le preguntó, antes de que el chófer pudiera poner el coche en marcha.

Se volvió para saludar a Summers antes de que el coche se apartara del bordillo.

– Sí, las tengo -contestó Russell, que miró su libreta-. Primero, la fundación está presidida actualmente por la señora Summers, que nombró director a su hijo hace seis años. -Armstrong hizo un gesto de asentimiento-. Segundo, el año pasado gastaron algo más de un millón de dólares de los beneficios del Star.

Armstrong se sujetó con firmeza al brazo del asiento.

– ¿Cómo demonios lograron hacerlo?

– Bueno, para empezar, Summers recibe un salario de ciento cincuenta mil dólares anuales. Pero lo más interesante -añadió Russell tras consultar sus notas-, es que ha conseguido incluir doscientos cuarenta mil dólares anuales en su cuenta de gastos… durante los dos últimos años.

Armstrong pudo sentir cómo se le aceleraba el pulso.

– ¿Cómo lo consigue? -preguntó en el momento en que se cruzaban con un BMW blanco que, por un instante, juraría haber visto antes en alguna parte.

Se volvió a mirarlo fijamente.

– Sospecho que su madre no hace demasiadas preguntas.

– ¿Qué?

– Sospecho que su madre no hace demasiadas preguntas -repitió Russell.

– Pero ¿y el consejo de administración? Seguramente, sus miembros tienen el deber de ser más vigilantes. Por no hablar de los accionistas.

– Alguien planteó el tema durante la junta anual de accionistas del año pasado -dijo Russell tras consultar sus notas-. Pero el presidente les aseguró, y cito textualmente, que «los lectores del Star aprueban que el periódico participe en el avance de la cultura en nuestra gran ciudad».

– ¿El avance de qué? -preguntó Armstrong.

– De la cultura -contestó Russell.

– ¿Y qué me dice del edificio? -preguntó Armstrong señalando a la ventanilla trasera.

– Ninguna dirección futura tiene la obligación de comprar otro edificio una vez que haya expirado el alquiler del antiguo, en diciembre. -Armstrong sonrió por primera vez durante aquella mañana-. Debo advertirle, sin embargo -añadió Russell- que, en mi opinión, Summers deberá estar convencido de que ha comprado usted el edificio antes de que tenga lugar la junta anual de accionistas, el lunes. Si no fuera así, y como director del consorcio fideicomisario, todavía podría cambiar en el último momento el sentido del voto de su cinco por ciento de acciones.

– En ese caso, envíele dos copias de un contrato de arrendamiento, preparado para su firma. Eso lo mantendrá tranquilo hasta el lunes por la mañana.

Russell no pareció quedar muy convencido.


Cuando el BMW regresó al Carlyle, Townsend ya esperaba en la acera. Se instaló en el asiento de atrás y le preguntó al chófer:

– ¿Dónde dejó usted a la mujer?

– En Lower Broadway, en el SoHo -contestó el chófer.

– En ese caso, lléveme allí -ordenó Townsend.

Al unirse el chófer al tráfico que circulaba por la Quinta Avenida, no dejó de sentirse extrañado por lo que el señor Townsend podía ver en aquella mujer. Tenía que haber un aspecto que él no había considerado. Quizá fuera una rica heredera.

Al entrar el BMW en Lower Broadway, Townsend no dejó de observar la alargada limusina aparcada frente al edificio que mostraba un cartel que decía «En venta» en una de las ventanas delanteras.

– Aparque a este lado de la calle, a unos cincuenta metros por delante del edificio donde dejó a la mujer esta mañana -le dijo al chófer.

Una vez puesto el freno de mano, Townsend miró por encima del hombro.

– ¿Puede distinguir los números de teléfono de esos carteles?

– Hay dos carteles, señor -contestó el chófer-. Con dos números de teléfono diferentes.

– Necesito los dos -dijo Townsend.

El chófer leyó los números y Townsend los anotó en un billete de cinco dólares. Luego tomó el teléfono del coche y marcó el primer número.

– Buenos días, aquí Wood, Knight & Levy, ¿en qué podemos servirle? -preguntó una voz.

Townsend dijo estar interesado por conocer los detalles del edificio en venta del número 147 de Lower Broadway.

– Le pondré con nuestras oficinas, señor -le dijeron.

Siguió un clic y un momento después otra voz preguntó:

– ¿En qué puedo servirle?

Townsend repitió la pregunta y lo pasaron con una tercera persona.

– ¿El número 147 de Broadway? Ah, sí, me temo que ya tenemos un posible comprador para esa propiedad, señor. Hemos recibido instrucciones de preparar un contrato de compra-venta, con la perspectiva de cerrar la operación el lunes. No obstante, tenemos otras propiedades en el mismo vecindario.

Townsend interrumpió la comunicación sin decir nada más. Sólo en Nueva York podía asombrarse alguien ante tan mala educación. Marcó en seguida el segundo número. Mientras esperaba a que le pusieran con la persona correcta, se distrajo un momento al observar un taxi que se detenía frente al edificio. Del taxi bajó un hombre alto, de edad mediana, elegantemente vestido, que se acercó a la limusina, habló un momento con el chófer y subió luego al asiento de atrás. Una voz sonó por la línea telefónica.

– Tendrá que actuar con rapidez si está interesado en comprar el edificio del 147 -le dijo una voz-, porque sé que la otra empresa que se ocupa de la transacción ya ha encontrado a un cliente interesado y están a punto de cerrar un trato, y esto que le digo no es ninguna fanfarronada. De hecho, ahora mismo están visitando el edificio, de modo que no podría llevarlo a hacer lo mismo hasta por lo menos las diez.

– A las diez me parecería bien -dijo Townsend-. Me reuniré con usted frente al edificio.

Y tras decir esto cortó la comunicación.

Townsend sólo tuvo que esperar unos pocos minutos más para que Armstrong, Summers y Angela salieran a la acera. Después de un breve intercambio de palabras y un apretón de manos, Armstrong subió a la limusina negra. No pareció sorprendido de encontrar allí a alguien que le esperaba. Al alejarse el coche, Summers le dirigió un saludo efusivo hasta que Armstrong se perdió de vista. Angela se mantuvo un par de pasos por detrás de él, con expresión de estar harta. Townsend se agachó al pasar la limusina, y al mirar de nuevo vio a Summers que detenía un taxi. Él y Angela subieron y Townsend los vio desaparecer en la dirección opuesta a la que había seguido la limusina.

En cuanto el taxi hubo doblado la esquina, Townsend bajó del coche y se acercó para estudiar el edificio desde el exterior. Un momento después continuó caminando y descubrió que algo más abajo, en la misma manzana, había otra propiedad similar en venta. También se anotó el número de teléfono indicado en el cartel en el billete de cinco dólares. Luego regresó al coche.

Una llamada telefónica más le permitió descubrir que el precio del edificio del número 171 era de dos millones y medio de dólares. Summers no sólo estaba tratando de conseguir un apartamento para él, sino que también daba la impresión de lograr un buen beneficio marginal sin que nadie lo supiera.

El chófer tabaleó sobre la ventanilla de separación interna y señaló hacia el número 147. Townsend levantó la mirada y vio a un hombre joven que subía los escalones. Colgó el teléfono, bajó del coche y se le acercó.

Después de haber recorrido detenidamente los cinco pisos del edificio, Townsend tuvo que estar de acuerdo con Angela en que era perfecto por tres millones de dólares… pero sólo para una persona. Al salir de nuevo a la acera, le preguntó al agente:

– ¿Cuál es el depósito mínimo que pediría por este edificio?

– El diez por ciento, no recuperable -contestó.

– Con los habituales treinta días para formalizar la operación, supongo.

– En efecto, señor -asintió el agente.

– Bien. En ese caso, extienda inmediatamente un contrato -dijo Townsend, que le entregó su tarjeta al joven-. Y envíemelo al Carlyle.

– Sí, señor -repitió el agente-. Me aseguraré de que lo reciba esta misma tarde.

Townsend extrajo finalmente un billete de cien dólares de la cartera y lo sostuvo ante el joven, para que éste pudiera ver la efigie del presidente grabada en él.

– Y quiero que el otro agente que trata de vender la propiedad sepa que haré un depósito por la compra de este edificio a primeras horas del lunes por la mañana.

El joven se embolsó el billete de cien dólares y asintió.


En cuanto Townsend llegó a su habitación del Carlyle, llamó inmediatamente a Tom a su despacho.

– ¿Qué planes tiene para el fin de semana? -le preguntó a su abogado.

– Una partida de golf y un poco de jardinería -contestó Tom-. Y también esperaba ver jugar a mi hijo menor en la escuela superior. Pero por su forma de plantear la pregunta, Keith, tengo la sensación de que ni siquiera tendré que tomar el tren de regreso a Greenwich.

– Tiene razón. Tenemos mucho trabajo que hacer antes del lunes por la mañana si es que quiero ser el próximo propietario del New York Star.

– ¿Por dónde tengo que empezar?

– Por un contrato de compra-venta que hay que revisar antes de que lo firme. Luego, quiero que cierre usted un acuerdo con la única persona que puede hacer posible todo esto.

Cuando Townsend colgó finalmente el teléfono, se reclinó en el sillón y observó fijamente el pequeño libro rojo que le había mantenido despierto la noche anterior. Pocos minutos después lo había tomado y abierto por la página cuarenta y siete.

Por primera vez en su vida se sintió agradecido por haber recibido una educación en Oxford.

33

Guerra de las galaxias

Armstrong firmó el contrato de alquiler y luego le pasó la pluma a Russell, que firmó como testigo.

Lloyd Summers no había dejado de sonreír desde que llegó aquella mañana a la Torre Trump, y casi saltó de la silla cuando Russell añadió su firma al contrato de alquiler por el edificio del número 147 de Lower Broadway. Extendió la mano y le dijo a Armstrong:

– Gracias, presidente. Espero con ansia poder trabajar con usted.

– Y yo con usted -dijo Armstrong, que le estrechó la mano.

Summers se inclinó ante Armstrong y luego hizo una inclinación algo menor ante Russell. Tomó el contrato y el depósito de trescientos mil dólares y se volvió para salir de la habitación. Al llegar a la puerta, se volvió a mirarlo y le dijo:

– Nunca lo lamentará.

– Me temo que pueda llegar a lamentarlo, Dick -comentó Russell en cuanto se hubo cerrado la puerta-. ¿Qué le hizo cambiar de opinión?

– No me quedó más alternativa en cuanto descubrí lo que Townsend se proponía.

– De modo que acaba de tirar a la basura esos tres millones de dólares -dijo el abogado.

– Trescientos mil -le corrigió Armstrong.

– No comprendo.

– He pagado el depósito, pero no tengo ninguna intención de comprar ese condenado edificio.

– Pero entonces le demandará si no cumple lo pactado en el término de treinta días.

– Lo dudo mucho -dijo Armstrong.

– ¿Qué le hace estar tan seguro?

– Porque dentro de un par de semanas llamará usted a su abogado y le dirá lo horrorizado que me sentí al descubrir que su cliente había firmado un contrato de alquiler por separado para un ático situado por encima de la galería, y que él me describió como una simple buhardilla.

– Eso será casi imposible de demostrar.

Armstrong extrajo un pequeño casette del bolsillo interior y se lo entregó a Russell.

– Puede que sea mucho más fácil de lo que cree.

– Pero esto será inadmisible como prueba -observó Russell, que tomó la cinta.

– En ese caso, tendrá que preguntarle qué habría ocurrido con los seiscientos mil dólares que los agentes le iban a pagar a Summers por encima del precio de venta original.

– Se limitará a negarlo, sobre todo porque usted no habrá cumplido con su parte del contrato.

Armstrong guardó un momento de silencio.

– Bueno, siempre queda un último recurso.

Abrió un cajón de su mesa y retiró una prueba de la primera página del Star, cuyo titular decía: «Lloyd Summers acusado de fraude».

– Le interpondrá otra demanda.

– No después de leer las páginas del interior.

– Pero eso ya será una historia muy antigua cuando llegue el momento de celebrarse el juicio.

– No, no lo será mientras yo sea el propietario del Star.


– ¿Cuánto tiempo tardará? -preguntó Townsend.

– Yo diría que unos veinte minutos -contestó Tom.

– ¿Y a cuántas personas ha logrado reunir?

– Algo más de doscientas.

– ¿Será eso suficiente?

– Fue todo lo que conseguí con tan poco tiempo, de modo que esperemos que sí.

– ¿Saben exactamente lo que se espera de ellos?

– Desde luego. Anoche les hice efectuar varios ensayos. Pero quisiera que se dirigiera usted a ellos antes de que empiece la junta.

– ¿Y qué me dice de la actriz principal? ¿Ha ensayado bien su papel? -preguntó Townsend.

– No necesitó hacerlo porque ya lo había estudiado desde hacía algún tiempo.

– ¿Estuvo de acuerdo con mis condiciones?

– Ni siquiera regateó.

– ¿Y lo del contrato? ¿Alguna sorpresa por ese lado?

– Ninguna. Todo salió tal como ella dijo.

Townsend se levantó, se acercó a la ventana y miró hacia Central Park.

– ¿Será usted el que proponga la moción?

– No. Le he pedido a Andrew Fraser que se encargue de eso. Yo voy a estar con usted.

– ¿Por qué eligió a Fraser?

– Es el socio más antiguo y eso le permitirá al presidente darse cuenta de lo serio de nuestra actitud.

Townsend se giró en redondo para mirar a su abogado.

– Entonces ¿qué puede salir mal?


Al salir Armstrong de las oficinas de Keating, Gould & Critchley, acompañado por el socio más antiguo del bufete de abogados, se encontró ante una batería de cámaras, fotógrafos y periodistas, todos los cuales esperaban obtener respuesta a las mismas preguntas.

– ¿Qué cambios se propone hacer, señor Armstrong, una vez que se convierta en el presidente del Star?

– ¿Por qué cambiar una gran institución? -replicó-. En cualquier caso -añadió mientras caminaba por el largo pasillo y salía a la acera-, no soy la clase de propietario que interfiere en el funcionamiento cotidiano de un periódico. Pregunten a cualquiera de mis directores. Ellos se lo confirmarán.

Uno o dos de los periodistas que le seguían ya habían hecho precisamente eso, pero antes de que pudieran plantearle más preguntas, Armstrong ya había llegado a la relativa seguridad de su limusina.

– Condenados buitres -exclamó en cuanto el coche emprendió la marcha hacia el Hotel Plaza, donde se iba a celebrar la junta anual de accionistas del Star-. Ni siquiera puede controlar uno a los que emplea.

Russell no hizo ningún comentario. A lo largo del trayecto por la Quinta Avenida, Armstrong empezó a mirar el reloj a cada pocos momentos. Los semáforos parecían ponerse en rojo justo cuando se acercaban a ellos. ¿O es que uno sólo se da cuenta de esas cosas cuando tiene prisa? Armstrong miró por la ventanilla hacia la acera llena de gentes de Manhattan que caminaban presurosas en ambas direcciones, a un ritmo que ahora ya daba por sentado. Al ponerse el semáforo en verde se tocó el bolsillo interior de la chaqueta para comprobar que llevaba el texto del discurso de aceptación del cargo. Había leído en cierta ocasión que Margaret Thatcher nunca permitía que sus ayudantes le llevaran los textos de los discursos que tenía que pronunciar, porque le aterrorizaba la idea de llegar ante un podio sin llevar escrito el guión de lo que tenía que decir. Ahora comprendió por primera vez la angustia de la primera ministra.

La nerviosa conversación entre Armstrong y su abogado se detuvo y reanudó varias veces, mientras el coche pasaba ante el edificio de la General Motors. Armstrong extrajo una gran polvera del bolsillo y se empolvó la frente. Russell seguía mirando fijamente por la ventanilla.

– Entonces ¿qué puede salir mal? -preguntó Armstrong por enésima vez.

– Nada -repitió Russell, que tabaleó con los dedos sobre el maletín de cuero que sostenía sobre las rodillas-. Tengo acciones y delegaciones de voto que totalizan el cincuenta y uno por ciento del accionariado, y sabemos que Townsend sólo cuenta con el cuarenta y seis por ciento. Así que relájese.

Más cámaras, fotógrafos y periodistas esperaban en los escalones del Plaza al detenerse la limusina. Russell miró a su cliente que, a pesar de sus afirmaciones en contra, parecía disfrutar de cada momento de atención de que era objeto. Al salir Armstrong del coche, el director del Plaza se adelantó hacia él para saludarlo como si se tratara de un jefe de Estado que estuviera de visita. Condujo a los dos hombres hacia el interior del hotel, cruzaron el vestíbulo y se dirigieron a la Sala Lincoln. Armstrong no vio a Keith Townsend, acompañado por el socio más antiguo de otro distinguido bufete de abogados, que salieron del ascensor al pasar él y su grupo.

Townsend había llegado al Plaza una hora antes. Sin que el director lo supiera, comprobó la sala donde se celebraría la junta y luego se dirigió a la suite State, donde Tom había reunido a un equipo de actores sin trabajo. Les informó brevemente del papel que esperaba que representaran y por qué era necesario que firmaran tantos formularios de transferencia de acciones. Cuarenta minutos más tarde, regresó al vestíbulo.

Townsend y Tom Spencer se encaminaron lentamente hacia la Sala Lincoln, por detrás de Armstrong. Podrían haber sido confundidos fácilmente por dos de sus acólitos.

– ¿Y si ella no aparece? -preguntó Townsend.

– Entonces, una gran cantidad de gente habrá empleado mucho tiempo y dinero inútilmente -contestó Tom al entrar en la Sala Lincoln.

A Townsend le sorprendió ver lo llena que ya estaba la sala; imaginaba que las quinientas sillas que había visto colocar al personal a primeras horas de la mañana serían muchas más de las necesarias. Pero se equivocaba, y ya había gente de pie al fondo. Recorrida una tercera parte de la sala, un cordón rojo impedía a todo aquel que no fuera accionista acomodarse en las veinte hileras de sillas situadas delante del estrado. Los miembros de la prensa, los empleados del periódico y los simples curiosos tenían que quedarse al fondo de la sala.

Townsend y su socio avanzaron lentamente por el pasillo central, acosados por el flash de alguna que otra cámara, hasta que llegaron al cordón rojo, donde se les pidió a ambos que demostraran que eran accionistas de la compañía. Una mujer eficiente recorrió con un dedo una larga lista de nombres que abarcaba varias páginas. Hizo dos pequeñas cruces junto a los dos nombres, les sonrió y desenganchó el cordón para permitirles el paso.

Lo primero que observó Townsend fue la enorme atención que los medios de comunicación centraban en Armstrong y en su séquito, que parecían ocupar la mayoría de los asientos de las dos primeras filas. Fue Tom el primero en verlos. Tocó ligeramente a Townsend con el codo.

– Extremo de la izquierda -le dijo-. Hacia la décima fila.

Townsend miró a su izquierda y emitió un audible suspiro de alivio al ver a Lloyd Summers y a su subdirectora, sentados juntos.

Tom condujo a Townsend hacia el otro extremo de la sala, y los dos ocuparon sendos asientos al fondo. Townsend miró nervioso a su alrededor, y Tom señaló con un gesto hacia otro hombre que avanzaba en ese momento por el pasillo central. Andrew Fraser, el socio más antiguo del bufete de Tom ocupó un asiento vacío un par de, filas por detrás de Armstrong.

Townsend dirigió su atención hacia el estrado, donde reconoció a algunos de los directores del Star, con los que se había reunido a lo largo de las últimas seis semanas. Formaban pequeños grupos por detrás de una mesa alargada, cubierta con un paño verde en el que se leían en grandes letras rojas las palabras «The New York Star». Sabía que Armstrong les había prometido a varios de ellos que permanecerían en el consejo si él era elegido presidente. Ninguno de ellos le creyó.

El reloj de la pared, por detrás de ellos, indicaba que eran las doce menos cinco. Townsend miró por encima del hombro y observó que la sala empezaba a estar tan llena que pronto no quedaría espacio para nadie más. Se lo susurró a Tom, que también miró hacia atrás, frunció el ceño y dijo:

– Si eso fuera un problema cuando ellos empiecen a llegar, me ocuparé del asunto personalmente.

Townsend se volvió de nuevo hacia el estrado y observó a los miembros del consejo, que empezaron a ocupar sus asientos tras la mesa alargada. La última persona en ocupar su asiento fue Cornelius J. Adams IV, como indicaba a los menos informados un cartel elegantemente grabado situado delante de él. En cuanto se hubo sentado, las cámaras dirigieron su atención desde la primera fila del público hasta el estrado. Las conversaciones que llenaban el salón se hicieron más apagadas. En el momento en que el reloj empezaba a hacer sonar las doce campanadas, el presidente hizo sonar el martillo varias veces para imponer orden, hasta que atrajo la atención de todos los presentes.

– Buenas tardes, damas y caballeros -empezó a decir-. Soy Cornelius Adams, presidente del consejo de administración del New York Star. -Hizo una pausa-. Bueno, al menos durante unos pocos minutos más. -Miró hacia donde estaba sentado Armstrong y brotaron unas ligeras risas ante lo que Townsend sospechaba que era una frase bien ensayada-. Iniciamos la junta anual y general de accionistas del periódico más grande de Estados Unidos.

Esa afirmación fue saludada con aplausos de entusiasmo por parte de quienes estaban sentados en los dos primeros tercios del salón, y con silenciosa indiferencia por la mayoría de quienes se encontraban por detrás del cordón rojo.

– Nuestro propósito principal hoy -continuó-, consiste en nombrar a un nuevo presidente, al hombre que tendrá la responsabilidad de dirigir el Star hacia el próximo siglo. Como estoy seguro que sabrán todos ustedes, a principios de este año se hizo una oferta de adquisición de acciones del periódico por parte del señor Richard Armstrong, de Armstrong Communications, y ese mismo día se planteó una contraoferta por parte del señor Keith Townsend, de Global Corp. Mi primera tarea de esta tarde consiste en informarles sobre el procedimiento a seguir para que se produzca una suave transferencia de poder.

»Puedo confirmarles que ambas partes afectadas me han presentado, a través de sus distinguidos asesores legales, demostración fehaciente de su posesión o control sobre las acciones de la compañía. Nuestros auditores han comprobado por dos veces esas declaraciones y las han hallado en orden. Demuestran -añadió, tomando una pizarra que tenía junto a la mesa, y mostrándola ante el público asistente-, que el señor Richard Armstrong está en posesión del cincuenta y uno por ciento de las acciones de la empresa, mientras que el señor Keith Townsend controla el cuarenta y seis por ciento. Un tres por ciento de los accionistas no han dado a conocer sus preferencias.

»Como accionista mayoritario, el señor Armstrong cuenta ipso facto con el control de la empresa, de modo que no me resta por hacer otra cosa que ofrecerle la presidencia de esta junta, a menos que, como se dice en los servicios de registros matrimoniales, exista alguna causa o impedimento para no hacerlo así.

Sonrió abiertamente al público, como un sacerdote que se encontrara ante los novios, y guardó silencio por un momento.

Entonces, una mujer se levantó en la tercera fila.

– Los dos hombres que tratan de hacerse con el control del Star son extranjeros -dijo-. ¿Qué recurso tengo si no deseo a ninguno de los dos como presidente?

Era una pregunta que el secretario de la empresa ya había anticipado, y para la que Adams tenía preparada una respuesta.

– Ninguna, señora -fue la respuesta inmediata del presidente-. De otro modo, cualquier grupo de accionistas estaría en posición de eliminar a los directores estadounidenses de compañías británicas y australianas en todo el mundo.

El presidente se sintió satisfecho, al pensar que había tratado a la mujer con amabilidad y contestado a su pregunta con efectividad.

La mujer en cuestión, sin embargo, no estuvo de acuerdo. Se volvió de espaldas al estrado y abandonó la sala, seguida por un cámara de la CNN y un fotógrafo.

Siguieron varias preguntas más sobre el mismo tema, algo de cuya probabilidad Russell ya había advertido a Armstrong.

– Son simplemente accionistas que ejercen sus condenados derechos -le explicó.

A medida que se contestaba a cada pregunta, Townsend se volvía y miraba con ansiedad hacia la puerta. Cada vez que lo hacía encontraba a más gente bloqueando la puerta. Tom comprendió lo nervioso que empezaba a sentirse su cliente, de modo que se levantó del asiento, se dirigió al fondo de la sala y habló un momento con el ujier. Para cuando el presidente ya creía haber contestado satisfactoriamente todas las preguntas planteadas desde el público, algunas de ellas dos veces, Tom había regresado a su sitio.

– No se preocupe, Keith -le aseguró-. Todo está bajo control.

– Pero ¿cuándo empezará Andrew…?

– Paciencia -le aconsejó Tom.

– Si no hay más preguntas entre el público -anunció el presidente-, sólo me resta por cumplir la agradable tarea de invitar al señor Richard…

Habría terminado la frase si Andrew Fraser no se hubiera levantado en ese momento de su asiento, un par de filas por detrás de Armstrong, para indicar que deseaba tomar la palabra.

Cornelius J. Adams frunció el ceño, pero asintió con un breve gesto al darse cuenta quién era el que deseaba plantear una pregunta.

– Señor presidente -dijo Fraser, y uno o dos gemidos surgieron en la sala.

– ¿Sí? -preguntó Adams, incapaz de ocultar su irritación.

Townsend se volvió a mirar de nuevo hacia la entrada y vio a un grupo de gente que se abría paso por el pasillo central hacia los asientos de los accionistas. A medida que cada uno de ellos llegaba hasta el cordón rojo era detenido por la eficiente mujer que comprobaba sus nombres en la larga lista, antes de desenganchar el cordón para permitirlos pasar y ocupar los pocos puestos que quedaban libres.

– Desearía llamar su atención sobre la regla 7 B de los estatutos de la compañía -siguió diciendo el colega de Tom.

Los murmullos de conversación se extendieron por toda la sala. Pocas de las personas situadas a ambos lados del cordón habían leído los estatutos de la empresa y, desde luego, nadie tenía idea de lo que decía la regla 7 B. El presidente se inclinó para permitir que el secretario de la compañía le susurrara al oído las palabras que acababa de leer en la página cuarenta y siete del pequeño libro de tapas de cuero rojo, raras veces consultado. Se trataba de una cuestión que no había anticipado, y para la que no disponía de una respuesta preparada.

A juzgar por el frenesí de actividad que se produjo en la fila delantera, Townsend comprendió que el primer hombre al que había visto subir al asiento trasero de la limusina, frente al 147 de Lower Broadway, trataba de explicar a su cliente el significado de la regla 7 B.

Andrew Fraser esperó a que se acallaran las voces que siguieron al planteamiento de su pregunta, dando así más tiempo para que el flujo continuo de personas que entraban en la sala ocupara sus puestos más allá del cordón rojo. Al presidente le pareció necesario hacer sonar varias veces el martillo para imponer silencio, antes de que la sala se tranquilizara lo suficiente como para informar a todos los presentes.

– La regla 7 B permite a cualquier accionista que asista a la junta anual general… -leía directamente del texto del pequeño libro rojo- «proponer a un candidato para ocupar cualquier puesto de la compañía». ¿Es ésa la regla a la que usted se refiere, señor? -preguntó, mirando directamente a Andrew Fraser.

– En efecto -contestó con firmeza el abogado de edad avanzada.

El secretario de la compañía tiró de la manga de la chaqueta del presidente. Una vez más, Adams se inclinó hacia él y escuchó. Andrew Fraser permaneció de pie. Un momento más tarde, el presidente se levantó y miró fijamente a Fraser.

– Como seguramente sabrá, señor, no se puede proponer un candidato alternativo para el puesto de presidente sin haberlo comunicado por escrito con treinta días de antelación, según la regla 7 B, apartado a -dijo, con una cierta satisfacción.

– Soy consciente de ello, señor -asintió Fraser, que permanecía de pie-. Pero no es para el puesto de presidente para el que propongo un candidato.

Un gran alboroto de voces estalló por toda la sala. Adams tuvo que golpear varias veces el martillo antes de que Fraser pudiera continuar.

– Deseo proponer un candidato para el puesto de director de la Fundación Summers.

Townsend no dejó de observar a Lloyd Summers, que se había quedado blanco. Miraba fijamente a Andrew Fraser, y se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo de seda roja.

– Pero ya tenemos a un excelente director en la persona del señor Summers -dijo el presidente-. ¿O desea simplemente confirmar su puesto? Si fuera así, puedo asegurarle que el señor Armstrong tiene toda la intención de…

– No, señor. Propongo que el señor Summers sea sustituido por la señorita Angela Humphries, la actual subdirectora.

El presidente se inclinó y trató de asegurarse con el secretario de la compañía que la moción planteada estaba dentro del orden. Tom Spencer se levantó entonces y empezó a comprobar a los asistentes para asegurarse de que todos sus reclutas se encontraban por delante del cordón rojo. Townsend pudo ver que todos los asientos se hallaban ocupados, y que varios de los llegados en el último momento tenían que contentarse con permanecer de pie en los pasillos laterales, o sentarse en ellos.

Finalmente, el secretario de la compañía le confirmó que la moción se ajustaba a las normas.

– ¿Alguien apoya la moción? -preguntó el presidente.

Ante su sorpresa, varias manos se levantaron. Adams eligió a una mujer sentada en la fila quinta.

– ¿Me puede decir su nombre, por favor? Es para las actas.

– Señora Roscoe -contestó la mujer.

– Es mi deber informarle que, de acuerdo con la regla 7 B, tendrá lugar ahora una votación que permita emitir su voto a todos los accionistas presentes. -Leyó directamente del libro rojo-. Se distribuirán las papeletas de votación, tal como se indica en los estatutos, y pueden colocar una cruz en uno de los cajetines que contienen, indicando si están a favor o en contra de la moción para sustituir al señor Lloyd Summers como director de la Fundación Summers por la señorita Angela Humphries. -Hizo una pausa y levantó la mirada-. En esta situación, me parece apropiado indicar que es la intención del consejo de administración votar por unanimidad contra esta moción, al creer que la corporación fideicomisaria ha sido bien servida por su actual director, el señor Summers, y que se le debe permitir que continúe ocupando ese puesto.

Summers miró nervioso a Adams, pero pareció tranquilizarse al ver que los miembros del consejo asentían con gestos, en apoyo de su presidente.

Los ayudantes empezaron a moverse por los pasillos laterales y a distribuir las papeletas de votación. Armstrong colocó su cruz en el cajetín marcado «EN CONTRA». Townsend puso la suya en el que indicaba «A FAVOR», y luego introdujo la papeleta en la urna de estaño que se le presentó.

A medida que continuó la votación, algunas personas de la sala empezaron a levantarse, como para estirar las piernas. Lloyd Summers permaneció sentado en silencio, derrumbado en su silla, y de vez en cuando se pasaba el pañuelo de seda roja por la frente. Angela Humphries no le miró en ningún momento.

Russell le aconsejó a su cliente que se mantuviera tranquilo y utilizara el tiempo para repasar su discurso de aceptación. Estaba convencido de que, después de la clara aquiescencia del consejo, la moción sería ampliamente derrotada.

– Pero ¿no debería hablar un momento con la señorita Humphreys, para el caso de que no lo sea? -susurró Armstrong.

– Creo que eso no sería nada prudente teniendo en cuenta las circunstancias -contestó Russell-, sobre todo si observa junto a quién está sentada.

Armstrong miró en aquella dirección y frunció el ceño. Seguramente, Townsend no podía haber…

Mientras tenía lugar el recuento de los votos, en algún lugar por detrás del estrado, Lloyd Summers trató de hacerle enojadamente una pregunta a su subdirectora. Ella lo miró y sonrió dulcemente.

– Damas y caballeros -dijo Cornelius Adams, que se levantó de nuevo de su asiento-, les ruego que regresen a sus asientos, ya que ha terminado el recuento.

Quienes habían estado charlando en los pasillos volvieron a sus puestos y esperaron a que se declarara el resultado de la votación. El secretario de la compañía le pasó una hoja de papel doblado al presidente. Éste la abrió y, como un buen juez, no ofreció en su expresión ninguna clave que permitiera adivinar el veredicto.

– Han apoyado la moción 317 votos -declaró con un tono senatorial.

Townsend respiró profundamente.

– ¿Es suficiente? -le preguntó a Tom, tratando de calcular cuántas personas se sentaban por delante del cordón rojo.

– Estamos a punto de descubrirlo -contestó Tom con calma.

– Han votado en contra 286. En consecuencia, declaro aprobada la moción por treinta y un votos. -Hizo una pausa-. La señorita Angela Humphries queda nombrada nueva directora de la fundación.

Un murmullo de voces se extendió por la sala, seguido por un gran alboroto, ya que, al parecer, todos los presentes tenían algo que decir.

– Por un margen más estrecho del que había esperado -comentó Townsend.

– Pero ha ganado usted, y eso es lo único que importa -replicó Tom.

– No, no he ganado todavía -le recordó Townsend, con la mirada muy fija en Angela.

Ahora, los presentes miraban por la sala y trataban de descubrir dónde estaba sentada la señorita Humphries, aunque no eran muchos los que sabían cuál era su aspecto. Una persona permaneció de pie en su puesto.

En el estrado, el presidente consultaba de nuevo con el secretario, que una vez más le leía directamente del texto del pequeño libro rojo. Finalmente, asintió con un gesto, se volvió hacia el público e hizo sonar el martillo para imponer orden.

El presidente miró directamente a Fraser y esperó a que los murmullos se acallaran y se restableciera una apariencia de orden.

– ¿Tiene la intención de proponer alguna otra moción, señor Fraser? -preguntó, sin hacer el menor intento por ocultar el sarcasmo de su voz.

– No, señor, no la tengo. Pero desearía saber a quién apoyará la recién elegida directora con el cinco por ciento de acciones que posee la fundación sobre la compañía, ya que eso afectará a la identidad del siguiente presidente del consejo de administración.

Por un momento, todos los presentes en la sala empezaron a hablar y mirar de un lado a otro, buscando a la nueva directora. El señor Fraser se sentó y Angela se levantó entonces de su asiento, como si se encontrara al otro lado del columpio.

El presidente desvió hacia ella toda su atención.

– Señorita Humphries -le dijo-, puesto que ahora controla usted el cinco por ciento de las acciones de la compañía, es mi deber preguntarle a quién apoyará como presidente.

Lloyd Summers no dejaba de limpiarse la frente, pero no tuvo valor para levantar la mirada hacia Angela. Ella parecía sentirse notablemente tranquila y compuesta. Esperó hasta que se produjo un silencio total.

– Señor presidente, no le sorprenderá que apoye al hombre que, en mi opinión, servirá mejor a los intereses de la fundación.

Hizo una pausa que Armstrong aprovechó para levantarse y saludarla, moviendo una mano en su dirección, pero el resplandor de los focos de la televisión impidió que ella lo viera. El presidente pareció relajarse.

– El consorcio fideicomisario ofrece su voto, correspondiente al cinco por ciento de las acciones, en favor del señor… -Hizo una nueva pausa, evidentemente disfrutando de cada momento-…, Keith Townsend.

Fuertes murmullos estallaron de nuevo en la sala. Por primera vez, el presidente se quedó sin habla. Dejó caer el martillo al suelo y miró con la boca abierta hacia Angela. Un momento después se recuperó y empezó a imponer orden. Una vez que creyó ser oído por los presentes, preguntó:

– ¿Es usted consciente, señorita Humphries, de las consecuencias de cambiar el sentido del voto de la fundación en esta fase tan avanzada?

– Desde luego que lo soy, señor presidente -contestó ella con firmeza.

Un grupo de abogados de Armstrong ya se había levantado para protestar. El presidente no hacía más que golpear con el martillo para imponer orden. Una vez que se hubieron acallado las voces, anunció que, puesto que la señorita Humphries cedía los votos de su cinco por ciento de la compañía, en posesión de la fundación, en favor del señor Townsend, eso le proporcionaba el 51 por ciento de los votos totales, contra el 46 por ciento de Armstrong y que, en consecuencia, según el artículo 11 A, apartado d de los estatutos, no tenía más remedio que declarar al señor Keith Townsend nuevo presidente del New York Star.

Los doscientos accionistas que habían llegado en el último momento al salón se pusieron a vitorear a coro, como extras de una película bien ensayada, mientras Townsend se levantaba y se dirigía al estrado. Armstrong abandonó precipitadamente la sala, y dejó a sus abogados que continuaran con sus protestas.

Townsend empezó por estrechar las manos de Cornelius Adams, el presidente anterior, y las de cada uno de los miembros del consejo de administración, aunque ninguno de ellos pareció particularmente complacido con él.

Luego, ocupó su asiento en el centro del estrado y observó la ruidosa sala.

– Señor presidente, damas y caballeros -dijo, tomando el micrófono-, quisiera empezar por expresarle mi agradecimiento, señor Adams, así como al consejo de administración del Star, por el servicio y el inspirado liderazgo que todos han ofrecido a la empresa durante los últimos años, y les deseo a todos y cada uno de ustedes el mayor éxito en todo aquello que decidan hacer en el futuro.

Tom se sintió contento que Townsend no viera las expresiones de los rostros de los hombres sentados tras él.

– Quisiera asegurar a los accionistas de este gran periódico, que haré todo lo que esté en mi poder para mantener las tradiciones del Star. Cuentan con mi palabra de que nunca interferiré en la integridad editorial del periódico, como no sea para recordar a cada uno de sus periodistas las palabras del gran C. P. Scott, director del Manchester Guardian, y que han sido el lema de mi vida profesional: «El comentario es libre, pero los hechos son sagrados».

Los actores se levantaron de nuevo de sus asientos y empezaron a aplaudir al unísono. Una vez amortiguado el ruido de los aplausos, Townsend terminó diciendo:

– Espero verles a todos ustedes dentro de un año.

Dejó caer el martillo y dio por concluida la junta anual general de accionistas.

Varias de las personas sentadas en la primera fila se levantaron inmediatamente de nuevo para continuar con sus protestas, mientras que otras doscientas cumplían con las instrucciones que se les habían dado. Se levantaron y empezaron a dirigirse hacia la salida, hablando en voz alta entre ellas. Pocos minutos más tarde en la sala sólo quedaba un grupo de personas que protestaban ante un estrado vacío.

En cuanto Townsend abandonó la sala, lo primero que hizo fue preguntarle a Tom:

– ¿Ha redactado un nuevo contrato de alquiler por el antiguo edificio de la fundación?

– Sí, está en mi despacho. Lo único que necesita es su firma.

– ¿Y no se producirá aumento en el alquiler?

– No, se ha concretado ya para los próximos diez años -contestó Tom-. Tal y como la señorita Humphries me aseguró que se haría.

– ¿Y el contrato de ella?

– También es por diez años, pero con un tercio del salario de Lloyd Summers.

Al salir los dos hombres del hotel, Townsend se volvió hacia su abogado y le comentó:

– Bien, lo único que tengo que decidir ahora es si firmar ese contrato o no.

– Pero yo ya he llegado a un acuerdo verbal con ella -dijo Tom.

Townsend miró a su abogado con una sonrisa burlona, mientras el director del hotel y varios cámaras, fotógrafos y periodistas les seguían hacia el coche que esperaba.

– Ahora me toca a mí hacerle una pregunta -dijo Tom una vez que estuvieron sentados en el interior del BMW.

– Adelante.

– Ahora que todo ha pasado, quisiera saber cuándo se le ocurrió este golpe maestro para derrotar a Armstrong.

– Hace aproximadamente cuarenta años.

– Creo que no le comprendo -dijo el abogado, que lo miró extrañado.

– No tiene razones para comprenderlo, compañero Tom, pero eso es porque no era usted miembro del Club Laborista de la Universidad de Oxford, cuando no pude convertirme en presidente del mismo simplemente porque no me había molestado en leer sus estatutos.

34

Tercera victoria de Maggie: Los tories ganan fácilmente «por 110 escaños»

Cuando Armstrong salió precipitadamente del Salón Lincoln, decidido a no sufrir la humillación de tener que asistir al discurso de aceptación de Townsend, pocos fueron los periodistas que se molestaron en seguirle. Pero sí lo hicieron dos caballeros llegados expresamente desde Chicago. Las instrucciones de su cliente no podían haber quedado más claras.

– Hagan una oferta a cualquiera de los dos que fracase para convertirse en presidente del Post.

Armstrong se quedó a solas en la acera, tras haber despachado a uno de sus caros abogados para que encontrara y le trajera su limusina. Al director del hotel ya no se le veía por ninguna parte.

– ¿Dónde está mi condenado coche? -gritó Armstrong, que miró fijamente el BMW blanco aparcado en la acera de enfrente.

– Acudirá a recogernos dentro de un momento -contestó Russell, que llegó en ese momento a su lado.

– ¿Cómo ha logrado ganar la votación? -preguntó Armstrong.

– Tuvo que haber creado un gran número de accionistas durante las últimas veinticuatro horas. Accionistas que no aparecerán en el registro durante por lo menos otras dos semanas.

– Entonces, ¿por qué se les permitió asistir a la junta?

– Lo único que tenían que hacer era presentar a la persona que comprobaba la lista la demostración de que poseían las acciones mínimas exigidas para su asistencia, junto con su identidad. Todo lo que se necesitó fueron cien acciones por, digamos, doscientos de ellos. Podrían haber comprado esas acciones a cualquier agente de Bolsa de Wall Street, o el mismo Townsend pudo haberles cedido 20.000 de sus acciones antes de que se iniciara la junta.

– ¿Y eso es legal?

– Digamos que entra dentro de la letra de la ley -contestó Russell-. Podríamos desafiar esa legalidad ante los tribunales. En eso se tendrían que emplear un par de años de trabajo, y no hay forma de saber de qué lado se pondría el juez. Pero mi consejo es que se limite usted a vender sus acciones y conseguir un buen beneficio por ellas.

– Ése es exactamente la clase de consejo que me daría usted -dijo Armstrong-. Y no tengo la intención de seguirlo. Voy a exigir tres puestos en el consejo de administración y acosar a ese condenado hombre durante el resto de su vida.

Dos hombres altos, elegantemente vestidos con abrigos negros se encontraban a pocos metros de distancia de ellos. Armstrong imaginó que debían de formar parte del equipo de abogados de Critchley.

– ¿Cuánto me están costando esos dos? -preguntó.

Russell se volvió a mirarlos.

– No los había visto antes -contestó.

Eso pareció actuar como una excusa, porque uno de los dos hombres se adelantó un paso hacia ellos.

– ¿Señor Armstrong? -preguntó.

Armstrong se disponía a contestar cuando Russell se adelantó un paso y lo hizo por él.

– Soy Russell Critchley, el abogado del señor Armstrong en Nueva York. ¿Qué desean?

El más alto de los dos hombres sonrió.

– Buenas tardes, señor Critchley. Soy Earl Withers, de Spender, Dickson & Withers, de Chicago. Tengo entendido que hemos tenido el placer de mantener negociaciones con su bufete en el pasado.

– En muchas ocasiones -asintió Russell, que sonrió por primera vez.

– Digan lo que tengan que decir -intervino Armstrong.

El más bajo de los dos hombres asintió con un gesto.

– Nuestro bufete tiene el honor de representar al Chicago News Group, y mi colega y yo desearíamos discutir una propuesta de negocios con su cliente.

– ¿Por qué no se ponen en contacto conmigo mañana por la mañana, en mi oficina? -sugirió Russell, en el momento en que llegaba la limusina.

– ¿De qué propuesta de negocios se trata? -preguntó Armstrong cuando el chófer bajó y le abrió la portezuela trasera.

– Hemos sido autorizados para ofrecerle la oportunidad de comprar el New York Tribune.

– Como ya le he dicho… -empezó a decir nuevamente Russell.

– Les veré a ambos en mi apartamento de la Torre Trump dentro de quince minutos -dijo Armstrong antes de subir al coche.

Withers asintió con un gesto mientras Russell se dirigía hacia el otro lado del coche y se acomodaba junto a su cliente. Cerró la portezuela, apretó un botón y no dijo nada hasta que el cristal de separación se elevó entre ellos y el chófer.

– Dick, en ninguna circunstancia le recomendaría… -empezó a decir el abogado.

– ¿Por qué no? -preguntó Armstrong.

– Es bastante sencillo -dijo Russell-. Todo el mundo sabe que el Tribune tiene unas deudas de doscientos millones de dólares, y pierde más de un millón de dólares a la semana. Además, se halla enzarzado en una insostenible disputa con los sindicatos. Le aseguro, Dick, que nadie puede darle la vuelta a la situación de ese periódico.

– Townsend consiguió hacerlo con el Globe -observó Armstrong-. Como sé muy bien a mi propia costa.

– Eso fue una situación completamente diferente -dijo Russell, que empezaba a sentirse desesperado.

– Y apuesto a que vuelve a hacer lo mismo con el Star.

– A partir de una base mucho más viable, que es precisamente la razón por la que montó usted una operación para apoderarse del periódico.

– En la que usted fracasó -le dijo Armstrong-. Así pues, no se me ocurre ninguna razón por la que no deba escuchar su propuesta.

La limusina se detuvo momentos después frente a la Torre Trump. Los dos abogados de Chicago ya estaban allí, esperándoles.

– ¿Cómo han conseguido llegar antes? -preguntó Armstrong, que abrió la portezuela y bajó a la acera.

– Tengo la impresión de que han venido a pie -contestó Russell.

– Síganme -les dijo Armstrong a los dos abogados, para dirigirse directamente hacia los ascensores.

Ninguno de ellos dijo nada hasta que se encontraron todos en el ático. Armstrong ni siquiera les preguntó si deseaban quitarse los abrigos o sentarse, y no les ofreció una taza de café.

– Mi abogado me dice que su periódico está en bancarrota y que ni siquiera es prudente que hable con ustedes.

– Es posible que el consejo del señor Critchley sea correcto. A pesar de todo, el Tribune sigue siendo el único competidor del New York Star -dijo Withers, que parecía actuar como portavoz-. Y a pesar de todos sus problemas actuales, sigue teniendo una tirada superior al Star.

– Sólo cuando consigue llegar a ser distribuido en las calles -intervino Russell.

Withers asintió con un gesto pero no dijo nada, evidentemente con la esperanza de que pasaran a otro tema.

– ¿Es cierto que tiene una deuda de doscientos millones de dólares? -preguntó Armstrong.

– Doscientos siete millones, para ser exactos -asintió Withers.

– ¿Y pierde más de un millón a la semana?

– Aproximadamente un millón trescientos mil.

– ¿Y que los sindicatos les tienen cogidos por los huevos?

– En Chicago, señor Armstrong, lo describiríamos como cogidos por el cañón del arma. Pero ésa es precisamente la razón por la que mis clientes creen que deberíamos ponernos en contacto con usted, puesto que no tenemos mucha experiencia en tratar a los sindicatos.

Russell confiaba que su cliente comprendiera que Withers habría podido cambiar el nombre de Armstrong por el de Townsend si la votación celebrada media hora antes hubiera salido de otro modo. Observó con atención a su cliente, y empezó a temer que se sintiera lentamente seducido por los dos hombres de Chicago.

– ¿Por qué podría hacer yo algo que ustedes han sido tan lamentablemente incapaces de hacer en el pasado? -preguntó Armstrong volviéndose a mirar para contemplar una vista panorámica de Manhattan.

– Temo que la prolongada relación de mi cliente con los sindicatos haya llegado a ser insostenible, y las cosas no se ven facilitadas por el hecho de que el periódico hermano del Tribune, así como la sede central del grupo se encuentren en Chicago. Debo añadir que se va a necesitar a un gran hombre para sortear esta clase de problemas. Alguien que sea capaz de enfrentarse a los sindicatos tal y como hizo el señor Townsend con tanto éxito en Gran Bretaña.

Russell observó para ver la reacción de Armstrong. No podía creer que su cliente se dejara engatusar por unos halagos tan serviles. Lo que debía hacer era darse media vuelta y echarlos de allí. Armstrong hizo lo primero, pero no lo segundo.

– Y si no lo compro, ¿cuál es su alternativa?

Russell se inclinó en su silla, se llevó las manos a la cabeza y emitió un suspiro audible.

– No tendremos más remedio que cerrar el periódico y permitir que Townsend disfrute del monopolio periodístico en esta ciudad.

Armstrong no dijo nada, pero siguió mirando fijamente a los dos hombres, que todavía no se habían quitado los abrigos.

– ¿Cuánto esperan conseguir por ello?

– Estamos abiertos a recibir sus ofertas -contestó Withers.

– Apuesto a que sí -dijo Armstrong.

Russell hubiera querido que les hiciera una oferta que ellos pudieran rechazar.

– De acuerdo -dijo Armstrong, que evitó la mirada de incredulidad de su abogado-. Ésta es mi oferta. Me haré cargo del periódico por veinticinco centavos, el precio actual de un ejemplar.

Lanzó una risotada. Los abogados de Chicago sonrieron por primera vez y Russell hundió aún más la cabeza entre las manos.

– Pero tendrán que asumir la deuda de doscientos siete millones de dólares en su balance -añadió Armstrong-. Y mientras se efectúan todos los trámites, cualquier coste adicional por el funcionamiento cotidiano del periódico será de su entera responsabilidad. -Se giró para mirar a Russell-. Ofrezca una copa a nuestros dos amigos mientras consideran mi propuesta.

Armstrong se preguntó cuánto tiempo tardarían en regatear. Pero no tenía forma de saber que el señor Withers había recibido instrucciones de vender el periódico por un dólar. El abogado tendría que informar a sus clientes de que habían perdido setenta y cinco centavos en el trato.

– Regresaremos a Chicago y recibiremos instrucciones -fue todo lo que dijo Withers.

Una vez que los dos abogados de Chicago se marcharon, Russell se pasó el resto de la tarde tratando de convencer a su cliente de que sería un error comprar el Tribune, fueran cuales fuesen las condiciones.

Pocos minutos después de las seis, al abandonar la Torre Trump, después de haber tomado parte en el almuerzo más prolongado de su vida, acordaron que si Withers llamaba para aceptar su oferta, Armstrong dejaría bien claro que ya no estaba interesado en ella.


Cuando Withers llamó a la semana siguiente para comunicar que sus clientes habían aceptado la oferta, Armstrong le dijo que se lo había pensado mejor.

– ¿Por qué no visita el edificio antes de dar una respuesta definitiva? -sugirió Withers.

Armstrong no vio nada de malo en ello y hasta le pareció que sería una forma fácil de librarse del compromiso. Russell sugirió acompañarlo para, después de haber visitado el edificio, encargarse de llamar a Chicago y explicar que su cliente no deseaba seguir adelante.

Aquella misma tarde, al llegar ante el edificio del New York Tribune, Armstrong se situó en la acera de enfrente y contempló el rascacielos art déco. Aquello fue amor a primera vista. Al entrar en el vestíbulo y ver el globo de cinco metros de altura, en el que se indicaba la distancia en millas a las principales ciudades del mundo, incluidas Londres, Moscú y Jerusalén, se sintió con ánimos para declararse. Pero el matrimonio quedó consumado en cuanto le empezaron a vitorear los cientos de empleados que se habían reunido en el vestíbulo, a la espera de su llegada. Por mucho que su abogado trató de convencerlo de lo contrario, no pudo evitar que tuviera lugar la ceremonia de firma del contrato.

Seis semanas más tarde, Armstrong tomó posesión del New York Tribune. El titular de la primera página del periódico de aquella tarde informaba a los neoyorquinos: «¡DICK TOMA EL MANDO!».


Townsend se enteró de la oferta de Armstrong de adquirir el Tribune por veinticinco centavos en el programa Today, cuando estaba a punto de meterse en la ducha. Se detuvo y observó a su rival en la pantalla del televisor, repantigado en un sillón y llevando una gorra roja de béisbol, con la leyenda «The N. Y. Tribune» grabada en ella.

– Tengo la intención de mantener en las calles al periódico más grande de Nueva York -le decía a Barbara Walters-, me cueste lo que me cueste.

– El Star ya está en las calles -dijo Townsend, como si Armstrong estuviera en la habitación y pudiera oírle.

– Y seguir ofreciendo trabajo a los mejores periodistas de Estados Unidos.

– Ésos ya trabajan para el Star.

– Y quizá, si tengo un poco de suerte, hasta es posible que consiga unos pocos de beneficios -añadió Armstrong con una risa.

– Deberás tener mucha suerte para eso -dijo Townsend-. Pregúntale ahora cómo piensa negociar con los sindicatos -añadió, mirando fijamente a Barbara Walters.

– Pero ¿no existe un gran problema de exceso de personal, que ha agobiado al Tribune durante las tres últimas décadas?

Townsend dejó abierto el grifo de la ducha, mientras esperaba a escuchar la respuesta.

– Es posible que haya sido así en el pasado, Barbara -contestó Armstrong-. Pero les he dejado bien claro a los sindicatos afectados que si no aceptan los recortes que propongo en el personal, no me quedará más alternativa que cerrar el periódico de una vez por todas.

– ¿Cuánto tiempo les darás para que decidan? -preguntó Townsend.

– ¿Y durante cuánto tiempo estará dispuesto a seguir perdiendo más de un millón de dólares a la semana antes de cumplir con esa amenaza?

La mirada de Townsend no se apartó en ningún momento de la pantalla.

– No he podido dejar más clara mi postura a los líderes sindicales -contestó Armstrong con firmeza-. Seis semanas como máximo.

– Pues le deseo mucha suerte, señor Armstrong -dijo Barbara Walters-. Espero poder entrevistarle de nuevo dentro de seis semanas.

– Una invitación que me sentiré feliz de aceptar, Barbara -dijo Armstrong llevándose los dedos a la punta de la gorra de béisbol.

Townsend apagó el televisor, se quitó el batín y se metió en la ducha.

A partir de ese momento no necesitó emplear a nadie para que le mantuviera informado de los planes de Armstrong. Por una inversión de veinticinco centavos diarios quedaba perfectamente informado con la lectura de las páginas del Tribune. Woody Allen sugirió que se necesitaría que un avión se estrellara en el centro de Queens para que Armstrong desapareciera de la primera página del periódico, y aun así tendría que tratarse de un Concorde.

Townsend también se enfrentaba al mismo problema con los sindicatos. Cuando en el Star se inició una huelga, el Tribune casi duplicó su tirada de la noche a la mañana. Armstrong empezó a aparecer en todos los canales de televisión que quisieron entrevistarle, para decirle a los neoyorquinos que «si se sabe negociar con los sindicatos, las huelgas son totalmente innecesarias». Los líderes sindicales comprendieron rápidamente que Armstrong disfrutaba apareciendo en la primera página del periódico y en los programas de la televisión, y que estaba poco dispuesto a cerrar el Tribune o admitir que había fracasado.

Cuando Townsend llegó finalmente a un acuerdo con los sindicatos, el Star no había salido a la calle desde hacía dos meses y había perdido varios millones de dólares. Necesitó emplear buena parte de su tiempo en reconstruir la circulación del periódico. Las cifras del Tribune, sin embargo, no se vieron ayudadas por una serie de titulares que comunicaban a los neoyorquinos que «Dick muerde la Gran Manzana», «Dick lanza por los Yanquis» y «El mágico Dick encesta por los Nicks». Pero todo eso pareció poco en cuanto regresaron las tropas enviadas al Golfo y la ciudad ofreció a los héroes que regresaban a casa un desfile de bienvenida a lo largo de la Quinta Avenida. La primera página del Tribune publicó una foto de Armstrong de pie en el podio, entre el general Schwarzkopf y el mayor Dinkins; en los artículos interiores, que cubrían el acontecimiento con todo lujo de detalles, el nombre del capitán Armstrong, Cruz Militar, se mencionaba en cuatro páginas diferentes.

Pero, a medida que pasaron las semanas, Townsend no encontró la menor alusión a que Armstrong hubiera llegado a un acuerdo con los sindicatos de impresores, por mucho que buscara en las columnas del Tribune. Seis semanas más tarde, al ser invitado de nuevo para acudir al programa de Barbara Walters, el secretario de prensa de Armstrong le comunicó que nada le habría gustado más, pero que tenía que estar en Londres para asistir a una reunión del consejo de administración de la compañía madre.

Eso, al menos, era cierto, aunque sólo porque Peter Wakeham le había llamado para advertirle que sir Paul había decidido seguir el sendero de la guerra, y exigía saber durante cuánto tiempo más tenía la intención de mantener el New York Tribune en las calles mientras seguía perdiendo más de un millón de dólares a la semana.

– ¿Quién se imagina que le ha permitido mantenerse en su puesto como presidente? -replicó Armstrong.

– No puedo estar más de acuerdo con usted -asintió Peter-. Pero me pareció que debía saber lo que sir Paul le está diciendo a todo el mundo.

– En tal caso tendré que regresar y explicarle unas pocas verdades a sir Paul, ¿no le parece?


La limusina se detuvo en el tribunal del distrito, en el Lower Manhattan, pocos minutos antes de las diez y media. Townsend, acompañado por su abogado, bajó del coche y subió rápidamente los escalones de acceso al tribunal.

Tom Spencer había visitado el edificio el día anterior para ocuparse de todas las formalidades legales, de modo que sabía exactamente adónde tenía que ir su cliente, y lo condujo a través del dédalo de pasillos. Una vez que entraron en la sala del tribunal, los dos se apretaron en uno de los atestados bancos situados al fondo, y esperaron pacientemente. La sala estaba llena de gente que hablaba en idiomas diferentes. Ellos aguardaron en silencio entre dos cubanos, y Townsend se preguntó si había tomado la decisión correcta. Tom no había dejado de señalarle que, si deseaba expandir su imperio, aquella era la única forma que le quedaba, aun sabiendo que tanto sus compatriotas como los más destacados estamentos británicos, se mostrarían muy críticos con sus razones. Lo que no podía decirles era que ninguna fórmula de palabras podía hacer que se sintiera más que como australiano.

Veinte minutos más tarde, un juez con una larga toga negra entró en el tribunal y todos los presentes se levantaron. Una vez que él hubo tomado asiento en el banco, un funcionario de inmigración se adelantó y dijo:

– Señoría, solicito permiso para presentarle a ciento setenta y dos inmigrantes para su consideración como ciudadanos estadounidenses.

– ¿Han cumplido todos ellos con el procedimiento correcto, tal como exige la ley? -preguntó el juez con solemnidad.

– Así lo han hecho, señoría -contestó el funcionario.

– En ese caso puede proceder a tomarles el juramento de fidelidad.

Townsend y otros 171 futuros ciudadanos estadounidenses recitaron al unísono las palabras que había leído por primera vez en el coche, durante el trayecto hasta el tribunal.

– Declaro por la presente, bajo juramento, que renuncio absoluta y completamente y abjuro de cualquier otra fidelidad y obediencia a cualquier príncipe extranjero, potestad, estado o soberanía, de la que haya sido hasta el momento súbdito o ciudadano; que apoyaré y defenderé la Constitución y las leyes de Estados Unidos de América contra todos sus enemigos, tanto extranjeros como nacionales; que demostrará verdadera fidelidad a la misma; que tomaré las armas, en nombre de Estados Unidos, cuando así lo exija la ley; que realizaré servicios no combatientes en las fuerzas armadas de Estados Unidos cuando así lo exija la ley; que realizaré trabajos de importancia nacional, bajo dirección civil, siempre que así lo exija la ley, y que acepto libremente esta obligación, sin ninguna reserva mental o propósito de evasión. Que Dios me ayude a cumplir este juramento.

El juez sonrió y miró los alegres rostros.

– Permítanme que sea el primero en darles la bienvenida como ciudadanos de pleno derecho de Estados Unidos -dijo.


Al sonar las once campanadas, sir Paul Maitland carraspeó y sugirió que quizá había llegado el momento de iniciar la reunión.

– Quisiera empezar por dar la bienvenida a nuestro director general, que ha regresado de Nueva York -dijo, mirando a la derecha. Hubo murmullos de asentimiento procedentes de todos los lados de la mesa-. Pero sería negligente por mi parte no admitir que algunos de los informes que nos han llegado procedentes de esa ciudad nos han provocado cierta angustia.

Los murmullos se repitieron y, en todo caso, aumentaron de tono.

– El consejo de administración le apoyó, Dick -siguió diciendo sir Paul- cuando adquirió el New York Tribune por veinticinco centavos. No obstante, tenemos ahora la sensación de que debería hacernos saber durante cuánto tiempo está dispuesto a tolerar pérdidas cercanas a un millón y medio de dólares semanales. Porque la situación actual -añadió, refiriéndose a un cuadro de cifras- es que los beneficios obtenidos por el grupo en Londres apenas si alcanzan para cubrir las pérdidas que se experimentan en Nueva York. Dentro de unas pocas semanas tendremos que afrontar a nuestros accionistas en la junta anual general. -Miró a sus colegas, sentados alrededor de la mesa-. Y no estoy convencido de que ellos apoyen nuestra administración si la situación se mantiene durante mucho más tiempo como hasta ahora. Como sabe muy bien, el precio de nuestras acciones ha descendido en las últimas semanas desde las 3,10 a las 2,70 libras.

Sir Paul se reclinó en la silla y se volvió a mirar a Armstrong, para indicarle que estaba dispuesto a escuchar una explicación.

Armstrong observó lentamente a los reunidos alrededor de la mesa, consciente de que casi todos los presentes estaban allí gracias a su protección.

– Señor presidente -empezó a decir-, puedo comunicarle al consejo que mis negociaciones con los sindicatos de Nueva York, que debo admitir me han mantenido despierto muchas noches, están llegando finalmente a su conclusión.

Hizo una pausa y dos o tres sonrisas aparecieron en los rostros de los presentes.

– Setecientos veinte miembros del sindicato de impresores ya han acordado aceptar una jubilación anticipada, o una indemnización por despido. Haré este anuncio oficial en cuanto regrese a Nueva York.

– Pero el Wall Street Journal ha calculado que tenemos que reducir los puestos de trabajo entre mil quinientos y dos mil -dijo sir Paul, refiriéndose a un artículo que extrajo de su maletín.

– ¿Qué saben ellos, sentados en sus costosos despachos con aire acondicionado, en el centro de la ciudad? -replicó Armstrong-. Yo soy el que tiene que enfrentarse a esos hombres cara a cara.

– Aun así…

– El segundo plan de despidos y jubilaciones anticipadas se acordará a lo largo de las próximas semanas -siguió diciendo Armstrong-. Estoy convencido de que terminaré esas negociaciones para cuando se vaya a producir la siguiente reunión del consejo.

– ¿Y cuántas semanas cree que transcurrirán antes de que empecemos a comprobar los beneficios de esas negociaciones?

Armstrong vaciló antes de contestar.

– Unas seis semanas, ocho semanas como máximo aunque, naturalmente, haré todo lo que esté en mi mano para acelerar ese proceso.

– ¿Cuánto le va a costar a la empresa el último paquete de medidas? -preguntó sir Paul, que consultó una hoja de papel escrita a máquina que tenía ante sí.

Armstrong comprendió que en ella tenía una lista de preguntas a plantear delante de cada una de las cuales trazaba una señal a medida que lo hacía.

– No dispongo de una cifra exacta, señor presidente -contestó Armstrong.

– Para los propósitos de esta reunión -dijo sir Paul, que consultó de nuevo sus notas-, me contentaría con una cifra global aproximada, o lo que los estadounidenses llaman una «cifra redondeada».

Unas ligeras risas rompieron la tensión reinante alrededor de la mesa.

– Doscientos, o quizá hasta doscientos treinta millones -contestó Armstrong, sabiendo que los contables de Nueva York ya le habían indicado que la cifra se acercaba más a los trescientos millones.

Ninguno de los presentes expresó su opinión, aunque dos o tres de los reunidos empezaron a tomar notas.

– Quizá no lo haya usted observado, señor presidente -añadió Armstrong-, pero el edificio del New York Tribune está valorado contablemente de forma conservadora en ciento cincuenta millones de dólares.

– Siempre y cuando produzca un periódico -observó sir Paul, que ahora revisó las páginas de un documento de síntesis que le había enviado un bufete de abogados llamado Spender, Dickson & Withers de Chicago-, pero si nos vemos obligados a cerrar el periódico, se me informa con fiabilidad que el edificio no vale más de cincuenta millones.

– No nos encontramos en una situación de cierre -aseguró Armstrong-, como no tardarán en apreciar todos.

– Sólo espero que tenga usted razón -dijo sir Paul en voz baja.

Armstrong permaneció en silencio mientras los miembros del consejo de administración pasaban a discutir el resto de los asuntos del día, punto por punto. Permaneció allí sentado, preguntándose por qué le trataban tan mal en su propio país, mientras que era saludado como un héroe en Estados Unidos. Sus pensamientos volvieron a centrarse en la reunión al captar la voz de Eric Chapman, el secretario de la compañía, que decía:

– … y en estos momentos tenemos un superávit satisfactorio en esa cuenta, señor presidente.

– Como debe ser -asintió sir Paul-. Quizá sea usted tan amable de proporcionarnos las cifras, señor Chapman.

El secretario de la compañía se inclinó, tomó un libro encuadernado en piel, de aspecto antiguo, lo colocó sobre la mesa y pasó sus páginas.

– Como saben todos los miembros del consejo -empezó a decir-, el fondo de pensiones se financia mediante contribuciones conjuntas. Los empleados ingresan en el fondo el cuatro por ciento de sus salarios, y la dirección aporta una contribución igual. Sobre una base de año contable, pagamos actualmente a nuestros antiguos empleados aproximadamente 34 millones de libras, mientras que de los empleados actuales recibimos unos ingresos por importe de 51 millones de libras. Gracias en parte al excelente programa de inversiones llevado a cabo por nuestros banqueros comerciales, el saldo de la cuenta asciende actualmente a poco más de 631 millones de libras, frente a unas exigencias para cumplir adecuadamente con nuestras obligaciones legales hacia los antiguos empleados de aproximadamente 400 millones de libras.

– Eso es de lo más satisfactorio -ronroneó sir Paul, mientras Armstrong seguía escuchando atentamente.

– No obstante -siguió diciendo Chapman-, debo informar al consejo que me he asesorado debidamente y aunque estas cantidades puedan indicar un gran superávit sobre el papel, eso no es más que un necesario cojín de amortiguación, teniendo en cuenta el aumento en las expectativas de vida que se produce cada año.

– Comprendemos su punto de vista -dijo sir Paul-. ¿Algún otro asunto?

Nadie dijo nada, y los directores empezaron a enfundar sus plumas, cerrar las carpetas y guardarlas en sus maletines.

– Bien -dijo sir Paul-, en ese claro declaro cerrada la reunión, y todos podemos pasar a almorzar.

En cuanto salieron de la sala del consejo y entraron en el comedor, Armstrong se dirigió directamente a la cabecera de la mesa, se sentó y empezó a atacar el primer plato, sin esperar a que los demás se sentaran. Le hizo una seña a Eric Chapman al entrar éste en el comedor, para indicarle que quería que se sentara a su derecha, mientras que Peter Wakeham se sentó a su izquierda. Sir Paul encontró un asiento vacío hacia el centro de la mesa, en el lado derecho.

Armstrong dejó que el secretario de la compañía hablara un rato de su handicap en el golf, y del estado del gobierno y de la economía. No demostró mucho interés en sus opiniones sobre Nick Faldo, Neil Kinnock o Alan Walters. Pero en cuanto Chapman empezó a hablar de lo que más le apasionaba, el fondo de pensiones, escuchó con atención cada una de sus palabras.

– Para ser justos, Dick, es a usted a quien debemos estar agradecidos -admitió Chapman-. Fue usted el que detectó la mina de oro que nos estaban entregando. No es que sea nuestra en realidad, claro. Pero los superávits siempre constituyen una buena lectura en el balance anual, por no hablar de las cuentas auditadas que se tienen que presentar en la junta general de accionistas.

Después de que se cubrieran con salsa las cinco rebanadas de exquisito roast beef que sirvieron en el plato de Armstrong, éste volvió su atención hacia Peter, que seguía demostrándole la devoción servil a la que se había acostumbrado desde que ambos sirvieran juntos en Berlín.

– ¿Por qué no vuela usted a Nueva York y pasa conmigo unos pocos días, Peter? -le sugirió, mientras una camarera seguía sirviéndole patatas en un plato aparte-. De ese modo podrá ver contra qué me tengo que enfrentar en lo que se refiere a los sindicatos y, lo que es más importantes, lo mucho que he conseguido hasta ahora. Luego, si por alguna razón no pudiera regresar a tiempo para participar en la próxima reunión mensual, siempre puede informar al consejo en mi nombre.

– Si eso es lo que desea -dijo Peter, a quien le gustó la idea de visitar Nueva York, pero confió en que fuera el propio Dick quien informara al consejo al mes siguiente.

– Tome el Concorde el lunes que viene -dijo Armstrong-. Por la tarde, tengo una reunión acordada con Sean O'Reilly, uno de los líderes sindicales más importantes del periódico. Me gustaría que estuviera usted presente para que vea cómo lo trato.

Después del almuerzo, Armstrong regresó a su despacho para encontrarse con una montaña de correspondencia sobre su mesa. Ni siquiera hizo el intento de revisarla. Tomó el teléfono y pidió que le pusieran con el departamento de contabilidad. En cuanto contestaron a su llamada, preguntó:

– Fred, ¿puede hacerme llegar un talonario de cheques? Sólo estaré en Inglaterra unas pocas horas y…

– No soy Fred, señor -fue la respuesta-, sino Mark Tenby.

– Entonces póngame con Fred, ¿quiere?

– Fred se jubiló hace tres meses, señor -le informó el nuevo contable jefe-. Sir Paul me nombró a mí en su lugar.

Armstrong estuvo a punto de preguntar: «¿Con qué autoridad?», pero se lo pensó mejor.

– Estupendo. Entonces quizá pueda enviarme inmediatamente ese talonario de cheques. Salgo para Estados Unidos dentro de un par de horas.

– Desde luego, señor Armstrong. ¿De la cuenta personal o de la compañía?

– De la cuenta del fondo de pensiones -contestó con naturalidad-. Haré un par de inversiones en nombre de la compañía mientras estoy en Estados Unidos.

Se produjo un largo silencio que Armstrong había esperado.

– Sí, señor -dijo finalmente el contable jefe-. Naturalmente, necesitará usted la firma de un segundo director para manejar esa cuenta en particular, como estoy seguro que ya sabe, señor Armstrong. Y debo recordarle que va en contra de las leyes de las sociedades anónimas el invertir dinero de un fondo de pensiones en cualquier otra empresa en la que tengamos acciones mayoritarias.

– No necesito que me dé lecciones sobre las leyes de sociedades anónimas, jovencito -gritó Armstrong y colgó el teléfono con fuerza-. Condenado estúpido -exclamó en la habitación vacía-. ¿Quién se cree que le paga su salario?

Una vez recibido el talonario de cheques, Armstrong abandonó toda apariencia de dedicarse a trabajar y salió del despacho sin despedirse siquiera de Pamela. Tomó el ascensor hasta el techo y dio órdenes al piloto del helicóptero para que lo llevara a Heathrow. Tras despegar, contempló Londres sin ningún atisbo del mismo afecto que ahora sentía por Nueva York.

Aterrizó en Heathrow veinte minutos más tarde, y se dirigió rápidamente a la sala de espera de ejecutivos. Mientras esperaba a subir a su vuelo, uno o dos estadounidenses se le acercaron para estrecharle la mano y expresarle su agradecimiento por lo que estaba haciendo por los ciudadanos de Nueva York. Sonrió y empezó a preguntarse qué habría sido de su vida si el barco en el que escapó hacía tantos años hubiera atracado en Ellis Island, en lugar de hacerlo en Liverpool. Quizá hubiera podido terminar por sentarse en la Casa Blanca.

Se llamó a los pasajeros de su vuelo y se instaló en la parte delantera del avión. Después de que le sirvieran un almuerzo inadecuado, durmió intermitentemente durante un par de horas. Cuanto más se acercaba a la costa este de Estados Unidos, más seguro se sentía de poder salir adelante. Dentro de un año, el Tribune no sólo vendería más ejemplares que el Star, sino que declararía unos beneficios que hasta el propio sir Paul Maitland tendría que reconocer que había conseguido él solo. Y con la perspectiva de un gobierno laborista en el poder, nadie sabía lo que sería capaz de alcanzar. Garabateó en el menú: «Sir Richard Armstrong» y pocos momentos más tarde lo tachó y escribió debajo: «Honorable lord Armstrong de Headley».

Al aterrizar en la pista del aeropuerto Kennedy se sentía de nuevo como un hombre joven, y ya estaba impaciente por encontrarse de nuevo en su despacho. Al pasar por la aduana, observó a unos pasajeros que le señalaban y oyó murmurar: «Mira, es Dick Armstrong». Algunos de ellos hasta le saludaron. Fingió no darse cuenta, pero la sonrisa no abandonó en ningún momento la expresión de su rostro. Su limusina le esperaba ya en la sección de personalidades importantes, y fue transportado rápidamente hacia Manhattan. Se arrellanó en el asiento de atrás y encendió el televisor, pasando de un canal a otro hasta que, de repente, un rostro familiar llamó su atención.

– Ha llegado el momento de jubilarme y concentrarme en el trabajo de mi fundación -dijo Henry Sinclair, el presidente de Multi Media, el imperio editorial más grande del mundo.

Armstrong escuchaba las palabras de Sinclair y se preguntaba a qué precio estaría dispuesto a vender cuando el coche se detuvo frente al edificio del Tribune.

Armstrong descendió pesadamente del coche y cruzó la acera. Después de empujar las puertas giratorias, la gente que encontró en el vestíbulo le aplaudió hasta que llegó al ascensor. Les sonrió a todos, como si aquello fuera algo que le sucediera habitualmente fuera adonde fuese. Un cargo sindical vio cómo se cerraban las puertas del ascensor y se preguntó si el propietario llegaría a enterarse alguna vez de que los miembros del sindicato habían recibido instrucciones para aplaudirle cuando y donde apareciera.

– Tratadlo como al presidente, y empezará a creérselo -les había dicho Sean O'Really durante la reunión llena de cargos sindicales-. Y seguid aplaudiendo hasta que se acabe el dinero.

Ahora, en cada piso en el que se abrían las puertas del ascensor, los aplausos se iniciaban de nuevo. Al llegar al vigésimo primero, Armstrong se encontró con su secretaria, que ya le esperaba.

– Bienvenido a casa, señor -le dijo.

– Tiene usted razón -replicó al salir del ascensor-. Ésta es mi casa.

Sólo desearía haber nacido en Estados Unidos. Si hubiera sido así, a estas alturas ya sería presidente.

– El señor Critchley ha llegado unos pocos minutos antes que usted, señor, y le espera en su despacho -le comunicó la secretaria mientras avanzaban por el pasillo.

– Bien -asintió Armstrong, que entró en la sala más grande del edificio-. Me alegro mucho de volver a verle, Russell -saludó en cuanto el abogado se levantó para saludarlo-. ¿Ha solucionado en mi nombre el espinoso problema sindical?

– Me temo que no, Dick -contestó Russell tras estrecharle la mano-. En realidad, las noticias no son buenas por ese lado. Siento tener que informarle que vamos a tener que empezar desde el principio.

– ¿Qué quiere decir con empezar desde el principio? -preguntó Armstrong.

– Mientras estaba usted fuera, los sindicatos rechazaron el paquete de indemnizaciones que propuso usted por importe de 230 millones de dólares, y han planteado unas exigencias por importe de 370 millones de dólares.

Armstrong se derrumbó en su silla.

– Sólo tengo que marcharme un par de días y deja usted que todo se desmorone -gritó.

Miró hacia la puerta en el momento en que su secretaria entraba en el despacho y dejaba sobre la mesa, delante de él, un ejemplar de la primera edición del Tribune. Leyó el titular, que decía: «¡BIENVENIDO A CASA, DICK!».

35

El capitán Dick al mando

– Armstrong ha hecho una oferta de dos mil millones de dólares por Multi Media -dijo Townsend.

– ¿Qué? Ésa es la actitud propia de un político que declara la guerra cuando no desea que el pueblo se dé cuenta de lo graves que son sus problemas en casa -comentó Tom.

– Posiblemente. Pero, lo mismo que sucede con esos políticos, si se sale con la suya, podría acabar por solucionar sus problemas en casa.

– Lo dudo mucho. Después de haber revisado esas cifras durante el fin de semana, si desembolsa dos mil millones de dólares lo más probable es que termine metido en otro desastre.

– Multi Media vale mucho más que esos dos mil millones -dijo Townsend-. Es propietaria de catorce periódicos que se extienden desde Maine a México, tiene nueve emisoras de televisión y la TV News, la revista de mayor venta del mundo. Su facturación alcanzó el año pasado casi los mil millones de dólares, y la compañía declaró unos beneficios superiores a los cien millones de dólares. Eso es una fábrica de liquidez.

– Por la que Sinclair espera que le den el Everest a cambio -dijo Tom-. No veo cómo puede tener Armstrong la esperanza de lograr unos beneficios de dos mil millones de dólares, sobre todo sin pedir fuertes créditos para ello.

– Sencillamente, generando más liquidez -dijo Townsend-. Multi Media funciona con piloto automático desde hace años. Para empezar, yo vendería algunas de las subsidiarias que ya no son rentables, y revitalizaría otras que deberían estar produciendo más beneficios. Pero mis esfuerzos principales se concentrarían en intensificar el negocio de los medios de comunicación, que nunca han sido debidamente explotados, utilizar la facturación y los beneficios de los periódicos y revistas para financiar toda la operación.

– Pero usted ya tiene preocupaciones más que suficientes como para meterse ahora en otra absorción -le recordó Tom-. Apenas ha logrado solucionar la huelga del New York Star, y no olvide que el banco recomendó iniciar ahora un período de consolidación.

– Ya sabe usted lo que pienso yo de los banqueros -dijo Townsend-. El Globe, el Star y todos mis intereses australianos producen ahora beneficios y es posible que no se me vuelva a presentar una oportunidad como esta. Sin duda alguna se dará usted cuenta de ello, Tom, aunque el banco no lo quiera ver.

Tom no dijo nada durante un rato. Admiraba el impulso y la innovación de Townsend, pero lo de Multi Media empequeñecía cualquier cosa que hubieran intentado hacer en el pasado. Y por mucho que lo intentara, no lograba que las cifras le cuadraran.

– Sólo se me ocurre una forma de que funcione -dijo finalmente.

– ¿Y cuál es? -preguntó Townsend.

– Ofreciéndole acciones preferenciales, nuestro paquete accionarial a cambio del suyo.

– Pero eso sería, simplemente, una absorción a la inversa. Jamás estaría de acuerdo en hacerlo, sobre todo si Armstrong ya le ha ofrecido dos mil millones en efectivo.

– Si lo ha hecho, sólo Dios sabe de dónde puede haberlos sacado -comentó Tom-. ¿Qué le parece si hablo con sus abogados y trato de averiguar si Armstrong ha hecho realmente una oferta de pago en efectivo?

– No. Ésa no es la actitud adecuada. No olvide que Sinclair es el único dueño de la empresa, de modo que tiene mucho más sentido tratar directamente con él. Eso es lo que habrá hecho Armstrong.

– Pero no es ése el estilo que suele usted emplear.

– Ya me doy cuenta de ello. Lo que sucede es que últimamente no he tenido la oportunidad de tratar con nadie que sea el propietario de su propia compañía.

Tom se encogió de hombros.

– ¿Qué sabe usted de Sinclair? -preguntó al fin.

– Tiene setenta años -contestó Townsend-, que es la razón por la que se jubila. A lo largo de su vida ha creado la corporación de medios de comunicación de propiedad privada de mayor éxito en el mundo. Fue embajador ante la Corte de St. James cuando su amigo Nixon era presidente, y en su tiempo libre ha reunido una de las colecciones privadas más exquisitas de cuadros impresionistas que se encuentren fuera de un museo nacional. También es el presidente de una fundación caritativa especializada en educación y, de algún modo, hasta encuentra tiempo para jugar al golf.

– Bien. ¿Y qué se imagina que Sinclair sabe sobre usted?

– Que soy australiano de nacimiento, dirijo la segunda compañía de medios de comunicación más grande del mundo, prefiero Nolan a Renoir, y no juego al golf.

– ¿Cómo tiene intención de acercarse a él?

– Cortando por lo sano. Llamándole directamente y haciéndole una oferta. De ese modo, al menos, no tendré que pasarme el resto de mi vida pensando si habría podido conseguirlo.

Townsend miró a su abogado, pero Tom no hizo ningún comentario. Tras un momento de silencio, Townsend tomó el teléfono.

– Heather, póngame con la sede central de Multi Media, en Colorado. Y cuando estén al habla, páseme con la telefonista.

Luego colgó el teléfono.

– ¿Cree realmente que Armstrong haya podido hacer una oferta por importe de dos mil millones? -preguntó Tom.

Townsend reflexionó un momento sobre la pregunta.

– Sí, lo creo.

– Pero ¿dónde encontraría esa cantidad de dinero en efectivo?

– Imagino que en el mismo sitio donde encontró el dinero para cumplir con las exigencias de los sindicatos.

– ¿Y cuánto tiene usted la intención de ofrecer?

El teléfono de la mesa sonó antes de que pudiera contestar.

– ¿Es ahí Multi Media?

– Sí, señor -contestó una voz con profundo acento sureño.

– Soy Keith Townsend, y quisiera hablar con el señor Sinclair.

– ¿Le conoce el embajador Sinclair, señor?

– Espero que sí -contestó Townsend-. En caso contrario estaría perdiendo el tiempo.

– Le pondré con su oficina.

Townsend le hizo señas a su abogado para indicarle que podía escuchar la conversación por la extensión. Tom tomó el teléfono auxiliar de la mesita situada a su lado.

– Oficina del embajador Sinclair -dijo otra voz sureña.

– Soy Keith Townsend y confiaba en poder hablar con el señor Sinclair.

– El embajador está en su rancho, señor Townsend, y sé que lo esperan en el club campestre dentro de veinte minutos para su lección semanal de golf. Veré si puedo ponerme en contacto con él antes de que se marche.

– Llámele embajador -dijo Tom colocando una mano sobre el micrófono-. Es evidente que todo el mundo le llama de ese modo.

Townsend asintió con un gesto y poco después una voz surgió por la línea.

– Buenos días, señor Townsend. Soy Henry Sinclair. ¿Deseaba hablar conmigo?

– Buenos días, embajador -dijo Townsend, que hizo esfuerzos por mantener la calma-. Deseaba hablar con usted personalmente, para no perder un tiempo innecesario haciéndolo a través de los abogados.

– Por no hablar de incurrir en unos gastos innecesarios -sugirió Sinclair-. ¿De qué deseaba hablar conmigo, señor Townsend?

Por un momento, Townsend deseó haber dedicado algo más de tiempo a analizar con Tom la táctica a emplear.

– Deseo hacerle una oferta por Multi Media -dijo finalmente-, y me parecía sensato hacerlo personalmente.

– Se lo agradezco, señor Townsend -dijo Sinclair-. Pero recuerde que el señor Armstrong, a quien tengo entendido que ya conoce, ya me ha hecho una oferta que he rechazado.

– Estoy enterado de ello, embajador -dijo Townsend, que se preguntó cuánto le habría ofrecido Armstrong.

Guardó un momento de silencio, sin mirar hacia donde estaba Tom.

– ¿Sería demasiado preguntarle en qué cifra había pensado usted, señor Townsend? -preguntó Sinclair.

Al darle Townsend su respuesta, a Tom casi se le cayó el teléfono al suelo.

– ¿Y cómo se propone financiar esa cantidad? preguntó Sinclair.

– En efectivo -contestó Townsend, sin tener ni la menor idea de cómo lograría reunir el dinero.

– Si logra reunir esa cantidad en el término de treinta días, señor Townsend, acaba usted de cerrar un trato, en cuyo caso quizá fuera tan amable de pedirle a sus abogados que se pongan en contacto conmigo.

– ¿Y el nombre de sus abogados…?

– Discúlpeme por tener que interrumpir esta conversación tan rápidamente, señor Townsend, pero tengo que estar en el campo de golf dentro de diez minutos, y el profesional que me da clases me cobra por horas.

– Desde luego, embajador -asintió Townsend, contento de que Sinclair no pudiera ver la expresión de su rostro.

Colgó el teléfono y se volvió a mirar a Tom.

– ¿Sabe usted lo que acaba de hacer, Keith?

– El mayor negocio de mi vida -contestó Townsend.

– Por tres mil millones de dólares quizá sea también el último -dijo Tom lacónicamente.


– ¡Cerraré el maldito periódico! -gritó Armstrong, que descargó al mismo tiempo el puño sobre la mesa.

Russell Critchley, que se hallaba situado a un paso por detrás de su cliente, tuvo la sensación de que aquellas palabras podían haber sido expresadas con un poco más de convicción si Sean O'Reilly no las hubiera escuchado cada día durante los tres últimos meses.

– Le costará mucho más si lo hace ahora -replicó O'Reilly, con voz serena y suave, de pie frente a Armstrong.

– ¿Qué quiere decir con eso? -aulló Armstrong.

– Simplemente que cuando ponga usted el periódico a la venta, es posible que ya no quede nada que valga la pena vender.

– ¿Me está amenazando?

– Supongo que podría interpretarlo usted de ese modo.

Armstrong se levantó de la silla, apoyó las palmas de las manos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante hasta quedar situado a tan solo pocos centímetros de la cara del líder sindical. Pero O'Reilly ni siquiera parpadeó.

– ¿Espera usted que acuerde pagar 320 millones de dólares cuando anoche mismo encontré dieciocho nombres en las listas de despidos propuestos que ya se debían de haber jubilado, uno de ellos hace más de diez años?

– Lo sé -admitió O'Reilly-. Se sienten tan apegados a su puesto que no han podido dejar de trabajar -dijo tratando de mantener una expresión seria en su cara.

– Por quinientos dólares la noche, no me sorprende nada -gritó Armstrong.

– Por eso precisamente le ofrezco una fórmula para salir del atolladero -dijo O'Reilly.

En la cara de Armstrong apareció una mueca al mirar las últimas plantillas.

– ¿Y qué me dice de Bugs Bunny, Jimmy Carter y O. J. Simpson, por no mencionar a otros cuarenta y ocho bien conocidos personajes que, según esta plantilla, ficharon en el último turno de anoche? Apuesto a que el único dedo que movieron en toda la noche fue para agitar el azúcar en el café mientras jugaban una mano de póquer. ¿Y espera usted que esté de acuerdo en que cada uno de ellos, incluido George Bush, sea incluido en el paquete de despidos colectivos?

– Sí. Sólo es nuestra forma de ayudarle a financiar su campaña con nuestras contribuciones.

Armstrong se volvió a mirar a Russell y a Peter, exasperado, confiando en lograr algún apoyo de ellos pero, por razones diferentes, ninguno de los dos dijo esta boca es mía. Se volvió a mirar a O'Reilly.

– Le daré a conocer mi decisión más tarde -gritó-. Ahora, salga de mi despacho.

– ¿Confiaba usted que el periódico saliera a la calle esta noche? -preguntó O'Reilly con expresión inocente.

– ¿Es esa otra amenaza?

– Desde luego que lo es -asintió O'Reilly-. Porque si abriga esa esperanza, le sugiero que tome su decisión antes de que entre el turno de la noche, a las cinco de la tarde. A mis hombres no les importa demasiado que se les pague por trabajar o por no hacerlo.

– Salga de mi despacho -repitió Armstrong con toda la potencia de su voz.

– Lo que usted diga, señor Armstrong. Usted es el jefe.

Le dirigió un gesto de despedida a Russell y se volvió para salir. Una vez que se hubo cerrado la puerta, Armstrong se giró en redondo para mirar a Peter.

– ¿Se da cuenta ahora a qué tengo que enfrentarme? ¿Qué esperan que haga? -preguntó, sin dejar de gritar.

– Cerrar el periódico -contestó Russell con voz tranquila-, como debería haber hecho desde el primer día de la séptima semana. Para entonces se habrían conformado con un precio mucho más bajo.

– Pero si hubiera seguido su consejo, ya no tendríamos periódico.

– Y todos podríamos dormir mejor por la noche.

– Si lo que quiere es dormir por la noche, ya puede ir preparándose -dijo Armstrong-, porque voy a firmar ese acuerdo. A corto plazo, es la única forma de salir del atolladero. Pero les ganaremos al final, de eso puede estar seguro. O'Reilly está a punto de reventar. Estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo, Peter.

Peter Wakeham no dijo nada hasta que Armstrong se volvió a mirarle. Sólo entonces asintió vigorosamente con la cabeza.

– Pero ¿dónde va a encontrar otros 320 millones de dólares? -preguntó Russell.

– Eso es problema mío -contestó Armstrong.

– También lo es mío. Necesitaré disponer del dinero minutos después de que O'Reilly estampe su firma en el acuerdo, ya que de otro modo iniciarán una huelga justo cuando estemos a punto de imprimir la siguiente edición.

– Lo tendrá -le aseguró Armstrong.

– Dick, todavía no es demasiado tarde para… -dijo Russell.

– Cierre el trato, ahora mismo -gritó Armstrong.

Russell asintió de mala gana y salió del despacho. Armstrong tomó el teléfono y pidió que le comunicaran directamente con el director.

– Barney, tengo buenas noticias -barbotó, exultante-. He conseguido convencer a los sindicatos para que acepten mis condiciones. Deseo una primera página en la que se diga que ha sido una victoria del sentido común, y un artículo de fondo sobre cómo he logrado algo que ningún otro había logrado en el pasado.

– Desde luego, si es eso lo que quiere, jefe. ¿Quiere que imprima también los detalles del acuerdo?

– No, no se moleste con los detalles. Las condiciones son tan complicadas que ni siquiera los lectores del Wall Street Journal las comprenderían. En cualquier caso, no vale la pena colocar a los sindicatos en una situación embarazosa -añadió, antes de colgar.

– Bien hecho, Dick -dijo Peter-. No tenía ninguna duda de que al final ganaría.

– Pero a qué precio -exclamó Armstrong, que abrió el cajón superior de su mesa.

– En realidad, no es tanto, Dick. O'Reilly se amilanó en cuanto le amenazó con cerrar el periódico. Lo ha tratado usted de una forma brillante.

– Peter, necesito que me firme un par de cheques -dijo Armstrong-, y como es usted el único otro director que está en Nueva York en estos momentos…

– Desde luego -dijo Peter-. Encantado de complacerle.

Armstrong colocó sobre la mesa el talonario de cheques del fondo de pensiones y abrió la tapa.

– ¿Cuándo regresa a Londres? -preguntó mientras le hacía señas a Peter para que se sentara en su silla.

– Mañana, en el Concorde -contestó Peter con una sonrisa.

– En ese caso, tendrá que explicarle a sir Paul por qué no puedo asistir a la reunión del consejo que se celebrará el miércoles, por mucho que me gustaría estar presente. Dígale que he llegado finalmente a un acuerdo con los sindicatos, en condiciones excelentes, y que para cuando informe al consejo al mes que viene ya habremos alcanzado una liquidez positiva.

Colocó una mano sobre el hombro de Peter.

– Será un placer, Dick. Y ahora, ¿cuántos de estos cheques tengo que firmarle?

– Pues ya que está en ello puede firmarlos todos.

– ¿Todo el talonario? -preguntó Peter, que se removió inquieto en la silla.

– Sí -contestó Armstrong, que le entregó su pluma-. Estarán totalmente a salvo conmigo. Al fin y al cabo, ninguno de ellos podrá hacerse efectivo mientras yo mismo no los haya firmado.

Peter emitió una risita nerviosa al desenroscar el capuchón de la pluma. Vaciló un momento, y entonces sintió que los dedos de Armstrong se apretaban ligeramente sobre su hombro.

– Su puesto como vicepresidente tendrá que ser renovado dentro de pocas semanas, ¿no es así? -preguntó Armstrong.

Peter firmó los tres primeros cheques sin protestar.

– Y Paul Maitland no ocupará su puesto eternamente, como bien sabe. Llegará un momento en el que alguien tendrá que sustituirle como presidente.

Peter continuó firmando cheques.

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