VESPERTINO EXTRA
Los magnates de la prensa luchan por salvar sus imperios

1

Armstrong afronta la bancarrota

Las probabilidades estaban en contra suya. Pero las probabilidades nunca habían preocupado a Richard Armstrong.

– Faites vos jeux, mesdames et messieurs. Hagan sus apuestas.

Armstrong miró el tapete verde. La gran abundancia de fichas rojas colocadas delante de él apenas veinte minutos antes había quedado reducida a un solo montón. Aquella noche ya llevaba perdidos cuarenta mil francos, pero ¿qué significaban cuarenta mil francos cuando se han derrochado mil millones de dólares en los últimos doce meses?

Se inclinó hacia adelante y depositó todas las fichas que le quedaban sobre el cero.

– Les jeux sont faits. Rien ne va plus -dijo el crupier al tiempo que efectuaba un movimiento rápido con la muñeca y daba un impulso a la ruleta.

La pequeña bola blanca cobró velocidad sobre la ruleta, antes de caer y saltar de un lado a otro sobre las diminutas ranuras negras y rojas.

Armstrong dejó la mirada perdida en la distancia. Se negó a bajarla, incluso después de que la bola quedara depositada sobre una de las ranuras.

– Vingt-six -anunció el crupier, que empezó a recoger inmediatamente con la paleta las fichas diseminadas sobre todos los números, excepto el veintiséis.

Armstrong se alejó de la mesa sin mirar siquiera al crupier. Avanzó lentamente por entre las atestadas mesas de backgammon y ruleta, hasta llegar a las puertas dobles que conducían hacia el mundo real. Un hombre alto, con una larga levita azul, le abrió una de las hojas y sonrió al conocido jugador, a la espera de la habitual propina de cien francos. Pero eso no sería posible esta noche.

Armstrong se pasó una mano a través del denso cabello negro, descendió por entre los frondosos jardines aterrazados del casino y pasó ante la fuente. Ya habían transcurrido catorce horas desde la reunión de emergencia del consejo de administración, en Londres, y empezaba a sentirse agotado.

A pesar de su corpulencia (Armstrong no se había pesado desde hacía varios años), mantuvo un paso firme a lo largo del paseo, y sólo se detuvo al llegar ante su restaurante favorito, que dominaba la bahía. Sabía que todas las mesas estarían reservadas por lo menos con una semana de anticipación, y el simple hecho de pensar en el problema que iba a causar arrancó una sonrisa de su rostro, por primera vez durante aquella noche.

Abrió la puerta de acceso al restaurante. El maître, alto y delgado, giró sobre sus talones y trató de ocultar su sorpresa con una fuerte inclinación.

– Buenas noches, señor Armstrong -le saludó-. Qué agradable verle de nuevo por aquí. ¿Le acompañará alguien?

– No, Henri.

El maître condujo rápidamente a su inesperado cliente a través del atestado restaurante, hasta una mesa situada en un pequeño nicho. Una vez que Armstrong se hubo sentado, le ofreció un gran menú encuadernado en cuero.

Armstrong negó con un gesto de la cabeza.

– No te molestes con eso, Henri. Sabes exactamente lo que me gusta.

El maître frunció ligeramente el ceño. No se amilanaba ante miembros de la realeza europea, estrellas de Hollywood e incluso futbolistas italianos, pero cada vez que Richard Armstrong se encontraba en el restaurante se sentía constantemente con los nervios de punta. Y ahora Armstrong esperaba que le eligiera la cena. Le aliviaba el hecho de que la mesa habitual de su famoso cliente hubiera estado libre. Si Armstrong hubiera llegado unos minutos más tarde, habría tenido que esperar en el bar, mientras montaban rápidamente una mesa en el centro de la sala.

Para cuando Henri desplegó una servilleta que colocó sobre el regazo de Armstrong, el sommelier ya le servía una copa de su champaña favorito. Armstrong miró por la ventana, hacia lo lejos, pero la mirada no se fijó en el gran yate anclado en el extremo norte de la bahía. Sus pensamientos estaban a varios cientos de kilómetros de distancia, con su esposa y sus hijos. ¿Cómo reaccionarían cuando se enteraran de la noticia?

Un bisque de langosta fue colocado ante él, a la temperatura adecuada para que pudiera comerlo de inmediato. Armstrong detestaba tener que esperar a que la comida se enfriara. Casi prefería quemarse.

Ante la sorpresa del maître, su cliente mantuvo la mirada fija en el horizonte, mientras se le llenaba por segunda vez la copa de champaña. Armstrong estaba convencido de que, en cuanto se hicieran públicas las cuentas de la empresa, sus colegas del consejo de administración, la mayoría de ellos simples comparsas con títulos y conexiones, empezarían a cubrirse las espaldas y a distanciarse de él. Sospechaba que sólo sir Paul Maitland podría salvar su propia reputación.

Armstrong tomó la cuchara de postre situada ante él, la introdujo en el tazón y empezó a tomar la sopa con un rápido movimiento cíclico.

De vez en cuando, los clientes de las mesas cercanas se volvían a mirarlo y luego susurraban algo a sus compañeros de mesa, con actitud conspiradora.

– Es uno de los hombres más ricos del mundo -le comentó un banquero local a una mujer joven con la que salía por primera vez, y que quedó debidamente impresionada.

Normalmente, Armstrong disfrutaba con su fama. Pero esta noche apenas miró a los demás comensales. Su mente se había trasladado a la sala del consejo de un banco suizo, donde se tomó la decisión de abrir la última cortina que lo protegía…, y todo por sólo cincuenta millones de dólares.

Le retiraron el tazón vacío de sopa y Armstrong se tocó apenas los labios con la servilleta de lino. El maître sabía muy bien que a él no le gustaba esperar entre platos.

Diestramente, se le colocó delante un plato con un lenguado de Dover, quitadas ya las espinas, dado que Armstrong no soportaba la actividad innecesaria; a su lado había un cuenco con las grandes patatas fritas que tanto le gustaban, y una botella de salsa HP, la única que había en la cocina, destinada al único cliente que siempre la pedía. Con expresión ausente, Armstrong quitó el tapón de la botella, la volvió boca abajo y la sacudió vigorosamente. Una gran masa informe y amarronada cayó en medio del pescado. Tomó el cuchillo y extendió la salsa de un modo uniforme sobre la carne blanca.


La reunión del consejo de administración celebrada aquella mañana casi se descontroló después de que sir Paul presentara la dimisión como presidente. Una vez que se hubieron ocupado del apartado «Otros asuntos», Armstrong abandonó rápidamente la sala y tomó el ascensor hasta el tejado, donde le esperaba su helicóptero.

El piloto estaba apoyado sobre la barandilla y fumaba un cigarrillo cuando apareció Armstrong.

– A Heathrow -ladró, sin pensar ni por un instante en el permiso del control de tráfico aéreo, o en la disponibilidad de canales de despegue.

El piloto aplastó rápidamente el cigarrillo y corrió hacia la plataforma de despegue donde estaba el helicóptero. Mientras volaban sobre la City de Londres, Armstrong empezó a considerar la secuencia de acontecimientos que se producirían durante las pocas horas siguientes, a menos que se materializaran de algún modo milagroso cincuenta millones de dólares.

Quince minutos más tarde, el helicóptero se posó sobre la pista privada conocida como Terminal Cinco por aquellos que pueden permitirse utilizarla. Descendió a tierra y se dirigió lentamente hacia su jet privado.

Otro piloto, que ya esperaba para recibir sus órdenes, le saludó desde lo alto de la escalerilla.

– A Niza -dijo Armstrong, antes de dirigirse hacia el fondo de la carlinga.

El piloto desapareció en la cabina de mando, e imaginó que el «capitán Dick» iba a tomar su yate en Monte Carlo, para pasar unos pocos días de descanso.

El Gulfstream despegó y tomó la ruta hacia el sur. Durante el vuelo de dos horas, Armstrong sólo hizo una llamada telefónica, a Jacques Lacroix, en Ginebra. Pero, por mucho que rogó, la respuesta se mantuvo inflexible.

– Señor Armstrong, dispone usted hasta la hora de cierre de hoy para reponer los cincuenta millones de dólares. En caso contrario, no tendré más alternativa que dejar el tema en manos de nuestros abogados.

La única otra acción que hizo durante el vuelo fue rasgar el contenido de las carpetas que sir Paul había dejado sobre la mesa del consejo de administración. Luego, desapareció en el lavabo y arrojó los pequeños trozos por la taza.

Cuando el avión evolucionó hasta detenerse en el aeropuerto de Niza, un Mercedes conducido por un chófer se situó junto a la escalerilla. No hubo necesidad de decir nada después de que Armstrong se instalara en el asiento posterior; el chófer ya sabía adónde quería su patrono que lo llevara. Armstrong no pronunció una sola palabra durante todo el trayecto desde Niza a Monte Carlo; al fin y al cabo, su chófer no estaba en situación de prestarle cincuenta millones de dólares.

Al detenerse el coche en el puerto deportivo, el capitán del yate de Armstrong se puso firmes y esperó a darle la bienvenida a bordo. Aunque Armstrong no había advertido a nadie de sus intenciones, fueron otros los que telefonearon para alertar a la tripulación de trece hombres del Sir Lancelot, y advertir que el jefe no tardaría en llegar.

– Aunque sólo Dios sabe adónde quiere ir -fue el último comentario de su secretaria.

Cada vez que Armstrong decidía que había llegado el momento de dirigirse al aeropuerto, su secretaria era informada inmediatamente. Ésa era la única forma de que el personal que estaba a su servicio en todo el mundo pudiera abrigar la esperanza de sobrevivir en su puesto durante más de una semana.

El capitán se sentía receloso. No esperaban al jefe a bordo durante por lo menos otras tres semanas, cuando estaba previsto que se tomara dos semanas de vacaciones con el resto de la familia. Aquella mañana, al llegar la llamada desde Londres, el patrón se encontraba en el astillero local, dedicado a supervisar unas reparaciones menores en el Sir Lancelot. Nadie sabía hacia dónde quería dirigirse Armstrong, pero el patrón no estaba dispuesto a correr riesgos. A pesar de los considerables gastos que eso supuso, consiguió sacar el yate del astillero y tenerlo amarrado junto al muelle, apenas minutos antes de que el jefe llegara a Francia.

Armstrong recorrió la plancha de embarque y pasó ante cuatro hombres, todos ellos vestidos con impecables uniformes blancos, que se pusieron firmes y le saludaron. Armstrong se quitó los zapatos y descendió a sus camarotes privados. Al abrir la puerta del camarote principal, descubrió que otros se habían anticipado a su llegada; sobre la mesa, junto a la cama, ya había amontonados varios faxes.

¿Acaso Jacques Lacroix había cambiado de opinión? Desechó la idea en seguida. Después de tratar con los suizos desde hacía muchos años, los conocía demasiado bien. Seguían formando una nación poco imaginativa y unidimensional, cuyas cuentas bancarias tenían que estar siempre en números negros, y en cuyo diccionario no se encontraba la palabra «riesgo».

Empezó a revisar las hojas de arrollado papel de fax. El primero era de sus banqueros de Nueva York, para informarle que, tras la apertura del mercado esa misma mañana, el precio de las acciones de Armstrong Communications no había dejado de caer. Revisó rápidamente la página, hasta que su mirada encontró la línea que más temía leer. «No hay compradores, sólo vendedores», afirmaba asépticamente. «Si continúa esta tendencia durante mucho más tiempo, el banco no tendrá más remedio que considerar su posición.»

Dejó caer todos los faxes al suelo y se dirigió hacia la pequeña caja fuerte oculta tras una gran fotografía enmarcada de él mismo estrechándole la mano a la reina. Movió el disco giratorio a un lado y a otro, hasta dejarlo en el 10-06-23. La pesada puerta se abrió y Armstrong introdujo las dos manos y retiró los abultados fajos de billetes. Tres mil dólares, veintidós mil francos franceses, siete mil dracmas y un grueso fajo de liras italianas. Una vez que se hubo guardado el dinero, abandonó el yate y se dirigió directamente al casino, sin decirle a nadie de la tripulación adónde iba, cuánto tiempo estaría fuera o si regresaría. El capitán ordenó a un joven marinero que le siguiera a distancia, de modo que, cuando decidiera regresar al puerto, no les pillara por sorpresa.


Le colocaron delante un gran helado de vainilla. El maître empezó a verter chocolate caliente sobre el helado; como quiera que Armstrong no sugirió en ningún momento que se detuviera, continuó hasta vaciar la chocolatera de plata. Se inició de nuevo el movimiento cíclico de la cuchara, que no cesó hasta que hubo rebañado la última gota de chocolate del lado de la copa de helado.

La copa fue sustituida por una humeante taza de café. Armstrong seguía mirando fijamente hacia la bahía. En cuanto se corriera la noticia de que no podía cubrir una cantidad tan pequeña como cincuenta millones de dólares, no quedaría un solo banco en el mundo dispuesto a hacer negocios con él.

El maître regresó minutos más tarde, y se sorprendió al ver que no había tocado el café.

– ¿Quiere que le traiga otra taza, señor Armstrong? -preguntó con un susurro respetuoso.

– Sólo la cuenta, Henri -contestó Armstrong con un movimiento negativo de la cabeza.

El maître se alejó presuroso y regresó casi inmediatamente con una hoja de papel blanco doblada sobre una bandeja de plata. Se trataba de un cliente que no soportaba esperar por nada, ni siquiera por la cuenta.

Armstrong abrió con un gesto rápido la hoja doblada pero no demostró el menor interés por su contenido. Setecientos doce francos, service non compris. La firmó y la redondeó hasta los mil francos. Por primera vez durante aquella noche, una sonrisa apareció en el rostro del maître…, una sonrisa que desaparecería cuando descubriera que el restaurante sólo era uno más en la larga lista de acreedores.

Armstrong retiró la silla, dejó la servilleta arrugada sobre la mesa y salió del restaurante sin decir una sola palabra más. Varios pares de ojos le siguieron al hacerlo, y otro par de ojos le observó en cuanto salió a la acera. No se dio cuenta del joven marinero que se escabulló corriendo, en dirección al Sir Lancelot.

Armstrong eructó mientras caminaba por el paseo y pasaba ante docenas de yates, muy juntos unos contra otros, atracados para pasar la noche. Habitualmente, disfrutaba con la sensación de saber que el Sir Lancelot era, casi con toda seguridad, el yate más grande de la bahía, a menos que durante la noche hubieran llegado el sultán de Brunei o el rey Fahd. Lo único en lo que pensaba esta noche, sin embargo, era en la cifra que alcanzaría cuando fuera puesto a la venta en el mercado abierto. Pero ¿querría alguien comprar un yate que había sido propiedad de Richard Armstrong, una vez que se supiera la verdad?

Con ayuda de las cuerdas, Armstrong cruzó la plancha y encontró al capitán y al primer oficial, que le esperaban.

– Zarpamos inmediatamente.

El capitán no se mostró sorprendido. Sabía que Armstrong no desearía permanecer atracado en el puerto más tiempo del necesario; sólo el suave balanceo del barco podía inducirle a dormir, incluso en las horas más avanzadas de la noche. El capitán empezó a impartir órdenes para zarpar, mientras Armstrong se quitaba los zapatos y desaparecía abajo.

Al abrir la puerta de su camarote, Armstrong se encontró con otro montón de faxes. Los tomó, confiado todavía en encontrar alguna noticia salvadora. El primero era de Peter Wakeham, vicepresidente de Armstrong Communications que, a pesar de lo avanzado de la hora, era evidente que aún se encontraba en su despacho, en Londres. «Le ruego que me llame urgentemente», decía el mensaje. El segundo era de Nueva York. Las acciones de la compañía se habían hundido a un nuevo mínimo, y a sus banqueros les «pareció necesario» poner de mala gana sus propias acciones a la venta en el mercado. El tercero era de Jacques Lacroix, desde Ginebra, para confirmarle que, puesto que el banco no había recibido los cincuenta millones de dólares a la hora del cierre, no habían tenido más remedio que…

Eran las cinco y doce en Nueva York, las diez y doce en Londres, y las once y doce en Ginebra. A las nueve de la mañana siguiente ya no podría controlar ni los titulares de sus propios periódicos, y mucho menos los de Keith Townsend.

Armstrong se desvistió lentamente y dejó que sus prendas de ropa cayeran en un montón desordenado sobre el suelo. Tomó después una botella de brandy del armario lateral, se sirvió una medida grande en la copa y se derrumbó sobre la cama doble. Permaneció quieto, mientras se encendían los motores con un rugido. Momentos más tarde, escuchó el sonido metálico del ancla al ser izada desde el lecho del mar. Lentamente, el barco empezó a maniobrar para salir del puerto.

Las horas transcurrieron lentamente, una tras otra, pero Armstrong no se movió, excepto para volver a llenar la copa de brandy de vez en cuando, hasta que escuchó cuatro suaves campanadas en el pequeño reloj situado sobre la mesita de noche. Se incorporó, esperó un momento y finalmente posó los pies sobre la mullida alfombra. Se levantó con movimientos inestables y se abrió paso a través del camarote a oscuras, hasta el cuarto de baño. Al llegar ante la puerta abierta, descolgó un gran batín de color crema, con las palabras Sir Lancelot bordadas en oro sobre el bolsillo superior. Tanteó el camino para regresar hacia la puerta del camarote, la abrió con sigilo y salió, descalzo, al pasillo débilmente iluminado. Vaciló un momento, antes de cerrar la puerta con llave tras él y guardarse la llave en el bolsillo lateral del batín. No volvió a moverse hasta estar completamente seguro de que no podía escuchar nada, excepto el sonido familiar de los motores del barco, que zumbaban monótonamente bajo él.

Se balanceó de un lado a otro del estrecho pasillo, por el que avanzó dando traspiés. Se detuvo al llegar a la escalera que conducía al puente. Luego, lentamente, empezó a subir los escalones, sujetándose con firmeza a la barandilla de ambos lados. Al llegar a lo alto salió al puente y miró rápidamente a derecha e izquierda. No se veía a nadie. Hacía una noche clara y fresca, no muy diferente a noventa y nueve de cada cien en aquella época del año.

Armstrong avanzó en silencio, hasta encontrarse por encima de la sala de máquinas, la parte más ruidosa del barco.

Esperó sólo un momento antes de desatarse el cinturón del batín y dejarlo caer descuidadamente sobre la cubierta.

Allí desnudo, en medio de la noche, observó fijamente el sereno mar negro y pensó: «¿Acaso la vida de uno no debe pasar fugazmente por la cabeza en un momento como este?».

2

Townsend se enfrenta a la ruina

– ¿Algún mensaje? -fue todo lo que dijo Keith Townsend al pasar ante la mesa de su secretaria para dirigirse a su despacho.

– El presidente llamó desde Camp David justo antes de que subiera usted al avión -contestó Heather.

– ¿Cuál de mis periódicos le ha molestado ahora? -preguntó Townsend al sentarse.

– El New York Star. El presidente ha oído comentar que va a publicar los datos de su cuenta bancaria en la primera página de mañana -contestó Heather.

– Es mucho más probable que sea mi propia cuenta bancaria la que aparezca mañana en la primera página de los diarios -dijo Townsend, con su acento australiano más intenso de lo habitual-. ¿Quién más?

– Margaret Thatcher ha enviado un fax desde Londres. Se muestra de acuerdo con sus condiciones para un contrato de dos libros, a pesar de que la oferta de Armstrong fue superior.

– Confiemos en que alguien me ofrezca seis millones de dólares cuando escriba mis memorias. -Heather le dirigió una débil sonrisa-. ¿Alguien más?

– Gary Deakins ha recibido otra demanda judicial.

– ¿Por qué ha sido esta vez?

– Acusó de violación al arzobispo de Brisbane en la primera página del Truth de ayer.

– La verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad -dijo Townsend con una sonrisa-. Siempre y cuando eso ayude a vender periódicos.

– Desgraciadamente, resulta que la mujer en cuestión es una conocida predicadora profana, amiga de la familia del arzobispo desde hace varios años. Por lo visto, Gary sugirió un significado algo diferente cada vez que utilizó la palabra «profana».

Townsend se reclinó en el sillón y siguió escuchando los numerosos problemas a los que se enfrentaban otras personas en distintas partes del mundo: las quejas habituales de los políticos, hombres de negocios y las llamadas personalidades de los medios de comunicación, que esperaban que interviniese inmediatamente para salvar de la ruina sus preciosas carreras. A estas mismas horas del día siguiente, la mayoría de ellos se habrían tranquilizado, para ser sustituidos por otra docena de prima donnas igualmente iracundos y exigentes. Sabía muy bien que cada uno de ellos se sentiría encantado al descubrir que era la propia carrera de Townsend la que se hallaba al borde del colapso, y todo porque el presidente de un pequeño banco de Cleveland le había exigido el pago de un préstamo de cincuenta millones de dólares antes de la hora de cierre de esta noche.

Mientras Heather seguía revisando la lista de mensajes, la mayoría procedentes de personas cuyos nombres tenían poco significado para él, la mente de Townsend retrocedió al discurso que había pronunciado la noche anterior. Mil de sus más altos ejecutivos de todo el mundo se habían reunido en Honolulú para participar en una conferencia de tres días. En su discurso de cierre les dijo que la Global Corp. no podía hallarse en mejor forma para afrontar los desafíos de la nueva revolución de los medios de comunicación. Terminó diciendo: «Somos la única compañía cualificada para dirigir esta industria hacia el siglo veintiuno». Todos se levantaron y aplaudieron durante varios minutos. Al observar al apiñado público, entre el que abundaban las expresiones llenas de confianza, se preguntó cuántos de ellos sospechaban que la Global sólo se encontraba a pocas horas de verse obligada a afrontar la bancarrota.

– ¿Qué debo hacer con respecto al presidente? -preguntó Heather por segunda vez.

Townsend regresó de improviso al mundo de la realidad.

– ¿A cuál se refiere?

– Al de Estados Unidos.

– Espere a que vuelva a llamar -contestó-. Quizá se haya calmado un poco para entonces. Mientras tanto, quiero hablar con el director del Star.

– ¿Y a la señora Thatcher?

– Envíele un gran ramo de flores y una nota diciendo: «Convertiremos sus memorias en el número uno desde Moscú a Nueva York».

– ¿No debería añadir también Londres?

– No. Ella ya sabe que serán el número uno en Londres.

– ¿Y qué debo hacer con respecto a Gary Deakins?

– Llame al arzobispo y dígale que voy a construir ese nuevo tejado que tan desesperadamente necesita su catedral. Espere un mes y luego le envía un cheque por importe de diez mil dólares.

Heather asintió, cerró el cuaderno de notas y preguntó:

– ¿Desea recibir llamadas?

– Sólo de Austin Pierson. -Tras una breve pausa, añadió-: Me lo pasa directamente en cuanto llame.

Heather se volvió y salió del despacho.

Townsend hizo oscilar el sillón giratorio y se quedó mirando fijamente por la ventana. Trató de recordar la conversación mantenida con su asesora financiera cuando ella le llamó a su avión privado, en vuelo de regreso desde Honolulú.

– Acabo de salir de la reunión con Pierson -le informó-. Ha durado más de una hora, pero él seguía sin tomar una decisión cuando le dejé.

– ¿Que no ha tomado una decisión?

– No. Todavía necesita consultar con el comité financiero del banco, antes de tomar una decisión final.

– Pero, seguramente, ahora que todos los demás bancos están de acuerdo, Pierson no puede…

– Puede hacerlo, y es posible que lo haga. Procure recordar que es el presidente de un pequeño banco de Ohio. No le interesa lo que otros bancos hayan podido acordar. Y después de toda la mala prensa que ha recibido usted en las últimas semanas, a él sólo le interesa ahora una cosa.

– ¿Y qué es?

– Cubrirse las espaldas -contestó la asesora.

– Pero ¿es que no se da cuenta de que todos los demás bancos se echarán atrás si él no está de acuerdo con el plan general?

– Sí, se da cuenta de ello, pero al decírselo así se limitó a encogerse de hombros y replicó: «En cuyo caso, tendré que correr mi suerte junto con todos los demás». -Townsend empezó a maldecir y E. B. añadió-: Pero me prometió una cosa.

– ¿Qué fue?

– Que llamaría en cuanto el comité hubiera tomado su decisión.

– Muy generoso por su parte. ¿Qué espera que haga si la decisión va en contra de mis intereses?

– Que anuncie la declaración de prensa que acordamos -contestó ella.

Townsend sintió náuseas.

– ¿No puedo hacer ninguna otra cosa?

– No, nada -replicó la señorita Beresford con firmeza-. Sólo sentarse y esperar a que llame Pierson. Si quiero tomar el próximo vuelo a Nueva York, tendré que darme prisa. Estaré con usted hacia el mediodía.

Luego, la comunicación se cortó.

Townsend siguió pensando en las palabras de la señorita Beresford. Se levantó del sillón y empezó a recorrer el despacho. Se detuvo ante el espejo de la repisa de la chimenea para comprobar el nudo de la corbata. No había tenido tiempo de cambiarse de ropa desde que bajó del avión, y eso se notaba. Por primera vez, no pudo evitar el pensar que parecía más viejo de los sesenta y tres años que tenía. Pero eso no era nada sorprendente, después de todo por lo que le había hecho pasar E. B. durante las últimas seis semanas. Hubiera sido el primero en admitir que, si hubiese buscado su asesoramiento un poco antes, quizá no dependería ahora tanto de la llamada del presidente de un pequeño banco en Ohio.

Miró fijamente el teléfono, con el deseo de que sonara. Pero no lo hizo. No hizo el menor intento por revisar el montón de cartas que Heather le había dejado para la firma. Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando se abrió la puerta y entró Heather. Le entregó una sola hoja de papel. En ella había una lista de nombres, dispuestos por orden alfabético.

– Pensé que esto podría serle útil -dijo ella.

Después de treinta y cinco años de trabajar para él, sabía que no era precisamente la clase de hombre dispuesto a sentarse y esperar.

Townsend recorrió la lista de nombres con el dedo, y lo hizo lentamente, de una forma poco habitual en él. Ninguno de ellos significaba nada para él. Junto a tres de ellos aparecía un asterisco, para indicar que habían trabajado para la Global Corp. en el pasado. Actualmente tenía empleadas a treinta y siete mil personas, treinta y seis mil de las cuales no conocía. Pero tres de los que habían trabajado para él en algún momento de sus carreras, se hallaban incluidos ahora en la nómina del Cleveland Sentinel, un periódico cuya existencia le era desconocida.

– ¿Quién es el propietario del Sentinel? -preguntó, con la esperanza de poder ejercer alguna presión sobre él.

– Richard Armstrong -contestó Heather con voz monótona.

– Sólo me faltaba eso.

– En realidad, no controla usted ningún periódico en varias decenas de kilómetros a la redonda de Cleveland -siguió diciendo Heather-. Sólo una emisora de radio al sur de la ciudad, que emite música country y western.

En ese momento, Townsend habría cambiado gustosamente el New York Star por el Cleveland Sentinel. Miró de nuevo los tres nombres con asterisco, pero seguían sin tener ningún significado para él. Levantó la mirada hacia Heather.

– ¿Me sigue queriendo alguno de ellos? -preguntó con una sonrisa forzada.

– Barbara Bennett, desde luego que no -contestó Heather-. Es la redactora jefa de moda del Sentinel. Fue despedida de su periódico local en Seattle, pocos días después de que usted se hiciera cargo del mismo. Planteó un juicio por despido improcedente, y afirmó que su sustituía mantenía relaciones amorosas con el director. Terminamos por solucionar el asunto al margen de los tribunales. Pero, durante la audiencia preliminar, le describió a usted como «nada más que un vendedor ambulante de pornografía, cuyo único interés es la cuenta de pérdidas y ganancias». Dio usted instrucciones para que no se la volviera a emplear nunca en ninguno de sus periódicos.

Townsend sabía que esa lista concreta debía de tener por lo menos mil nombres, cada uno de los cuales se sentiría muy feliz de mojar sus plumas en sangre al redactar su esquela mortuoria para las primeras ediciones del día siguiente.

– ¿Mark Kendall? -preguntó.

– Encargado de la sección de delitos -informó Heather-. Trabajó para el New York Star durante unos pocos meses, pero no tenemos datos de que llegara usted a conocerlo.

La mirada de Townsend se detuvo sobre otro nombre desconocido, y esperó a que Heather le diera los detalles. Sabía que ella se reservaría lo mejor para el final; incluso parecía disfrutar teniendo alguna ventaja sobre él.

– Malcolm McCreedy. Editor de crónicas del Sentinel. Trabajó para la empresa en el Melbourne Courier, entre 1979 y 1984. En aquellos tiempos solía contar a todos los del periódico que usted y él habían sido compañeros de farra desde mucho tiempo antes. Fue despedido porque en reiteradas ocasiones no logró entregar su crónica a tiempo. Parece ser que el whisky de malta era lo primero que llamaba su atención después de la conferencia matinal en la redacción, y cualquier cosa con faldas después del almuerzo. A pesar de sus afirmaciones, no he encontrado prueba alguna de que usted le conociera.

Townsend se maravilló ante la gran cantidad de información que Heather había podido reunir en tan poco tiempo. Pero aceptaba el hecho de que, después de trabajar para él durante tanto tiempo, sus contactos debían de ser casi tan buenos como los suyos.

– McCreedy se ha casado dos veces -continuó-. En las dos ocasiones terminó en divorcio. Tiene dos hijos de su primer matrimonio: Jill, de veintisiete años, y Alan, de veinticuatro. Alan trabaja para la empresa, en el departamento de anuncios clasificados del Dallas Comet.

– Nada podría ser mejor -dijo Townsend-. McCreedy es nuestro hombre. Está a punto de recibir una llamada de su compañero de farra perdido desde hace tanto tiempo.

– Lo localizaré en seguida por teléfono -asintió Heather con una sonrisa-. Esperemos que esté sobrio.

Townsend asintió y Heather regresó a su despacho. El propietario de 297 periódicos, cuyo público lector combinado superaba los mil millones de personas en todo el mundo, esperó a que le comunicaran con el redactor jefe de crónicas de un periódico local en Ohio, con una tirada de menos de treinta y cinco mil ejemplares.

Townsend se levantó y empezó a pasear por el despacho. Trató de formular las preguntas que necesitaba hacerle a McCreedy, y pensar en el orden en que debería hacerlas. Mientras recorría la estancia de un lado a otro, la mirada se deslizó sobre los ejemplares enmarcados de sus periódicos, expuestos sobre las paredes, con sus titulares más famosos.

El New York Star del 23 de noviembre de 1963: «Kennedy asesinado en Dallas».

El Continent del 30 de julio de 1981: «Felices para siempre», sobre una fotografía de Carlos y Diana el día de su boda.

El Globe del 17 de mayo de 1991: «Richard Branson me desfloró, afirma Virgin».

Hubiera podido pagar hasta medio millón de dólares con tal de leer los titulares de los periódicos de mañana.

El teléfono de su despacho sonó con estridencia. Townsend regresó rápidamente al sillón y tomó el auricular.

– Malcolm McCreedy por la línea uno -le informó Heather, pasándole la comunicación.

– Malcolm, ¿eres tú? -preguntó Townsend en cuanto escuchó el clic.

– Desde luego, señor Townsend -contestó una voz que sonó sorprendida y con un inconfundible acento australiano.

– Ha pasado mucho tiempo, Malcolm. Demasiado tiempo. ¿Cómo estás?

– Yo estoy muy bien, Keith. Estupendamente -le llegó la respuesta, algo más segura de sí misma.

– ¿Y qué tal los niños? -preguntó Townsend, que miró la hoja de papel que Heather había dejado sobre su mesa-. Jill y Alan, ¿verdad? De hecho, ¿no es Alan el que trabaja para la compañía, en Dallas?

Siguió un prolongado silencio, y Townsend empezó a preguntarse si no se habría cortado la comunicación.

– Así es, Keith -contestó finalmente McCreedy-. A los dos les van muy bien las cosas, gracias. ¿Y los tuyos?

Evidentemente, era incapaz de recordar si los había o cómo se llamaban.

– También les va todo bien, gracias, Malcolm -contestó Townsend, que lo imitó intencionadamente-. ¿Disfrutas mucho en Cleveland?

– Vamos tirando -contestó McCreedy-. Pero preferiría estar de nuevo en Australia. Echo de menos el ver jugar a los Tigers los sábados por la tarde.

– Bueno, ésa es precisamente una de las cosas por las que te llamo -dijo Townsend-. Pero antes necesito pedirte un consejo.

– Desde luego, Keith. Lo que quieras. Ya sabes que siempre puedes confiar en mí -dijo McCreedy-. Pero antes quizá sea mejor que cierre la puerta de mi despacho -añadió, ahora que estaba convencido de que todos los demás periodistas de la planta se habían dado cuenta de quién se hallaba al otro lado de la línea. Townsend esperó, impaciente-. Bien, ¿qué puedo hacer por ti, Keith? -preguntó al cabo de un instante una voz que parecía jadear ligeramente.

– El nombre de Austin Pierson, ¿significa algo para ti?

Siguió otro prolongado silencio.

– Es alguien bastante importante en el mundo de las finanzas, ¿verdad? Creo que dirige uno de nuestros bancos o compañías de seguros. Permíteme un momento y lo comprobaré en mi computadora.

Townsend esperó de nuevo, consciente de que si su padre hubiera hecho la misma pregunta cuarenta años atrás, tendría que haber esperado horas, e incluso días, antes de que alguien pudiera encontrar la respuesta.

– Ya lo tengo -dijo el hombre de Cleveland apenas un momento más tarde. Hizo una pausa y agregó-: Ahora recuerdo por qué creí reconocer el nombre. Publicamos una crónica sobre él hace unos cuatro años, cuando tomó posesión del cargo de presidente del Manufacturers de Cleveland.

– ¿Qué puedes decirme sobre él? -preguntó Townsend, que ya no estaba dispuesto a perder más tiempo en fruslerías.

– No gran cosa -contestó McCreedy, que estudiaba la pantalla que tenía delante y de vez en cuando apretaba alguna tecla-. Parece ser un ciudadano modelo. Se encumbró entre los empleados del banco, es el tesorero del Club Rotary local, pastor laico y está casado con la misma mujer desde hace treinta y un años. Tiene tres hijos, y todos viven en la ciudad.

– ¿Sabes algo sobre sus hijos?

McCreedy apretó unas pocas teclas más, antes de contestar.

– Sí. Uno es profesor de biología en la escuela superior local. La segunda es enfermera del Hospital Metropolitan de Cleveland, y el más joven acaba de ser nombrado socio de la empresa de abogados más prestigiosa del estado. Keith, si esperas cerrar algún trato con el señor Austin Pierson, te agradará saber que parece tener una reputación inmaculada.

A Townsend no le agradó saberlo.

– ¿De modo que no hay en su pasado nada que…?

– No que yo sepa, Keith -contestó McCreedy. Releyó rápidamente sus notas tomadas a lo largo de cinco años, con la esperanza de encontrar alguna golosina que complaciera a su antiguo jefe-. Sí, ahora lo recuerdo. Ese tipo era tan molesto como la picadura de un mosquito. Ni siquiera me permitió que lo entrevistara durante las horas de oficina, y al presentarme en su casa, por la noche, lo único que conseguí por la molestia fue un aguado zumo de piña.

Townsend decidió que había llegado a un punto muerto con Pierson y con McCreedy, y que no serviría de nada continuar con aquella conversación.

– Gracias, Malcolm -le dijo-. Me has sido de una gran ayuda. Llámame si encuentras algo sobre Pierson.

Estaba a punto de colgar el teléfono cuando su antiguo empleado preguntó:

– ¿Qué era lo otro de lo que querías hablarme, Keith? Abrigaba la esperanza de que pudiera haber un puesto en Australia, quizá incluso en el Courier. -Hizo una pausa-. Te aseguro, Keith, que estaría dispuesto a aceptar una reducción de salario si eso me permitiera volver a trabajar para ti.

– Lo tendré en cuenta -dijo Townsend-, y puedes estar seguro de que si apareciera algo por mi despacho, me pondría en contacto directamente contigo, Malcolm.

Townsend le colgó el teléfono a un hombre con el que estaba convencido de que no volvería a hablar en su vida. Lo único que McCreedy había podido decirle era que el señor Austin Pierson parecía ser un ejemplo de virtudes, una raza con la que Townsend no tenía muchas cosas en común, y a la que tampoco estaba muy seguro de saber cómo tratar. Como siempre, el consejo de E. B. demostraba ser correcto. No podía hacer nada, excepto sentarse y esperar. Se reclinó en el sillón y cruzó las piernas.

Eran las once y doce minutos en Cleveland, las cuatro y doce minutos en Londres y las tres y doce minutos en Sydney. Probablemente, a las seis de aquella misma tarde ya no podría contener los titulares de sus propios periódicos, y mucho menos los de Richard Armstrong.

El teléfono de su despacho volvió a sonar. ¿Podía ser McCreedy para comunicarle que había encontrado algo interesante sobre Austin Pierson? Townsend siempre suponía que todo el mundo tenía algún esqueleto que prefería mantener bien guardado en el armario.

Tomó el teléfono.

– Tengo al presidente de Estados Unidos por la línea uno -dijo Heather-, y al señor Austin Pierson, de Cleveland, por la línea dos. ¿A cuál quiere que le pase primero?

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