Cuando Lubji Hoch terminó de contar su historia ante el tribunal, todos sus miembros lo miraron con incredulidad. O era una especie de superman, o un embustero patológico, y no podían decidir cuál de las dos cosas.
El traductor checo se encogió de hombros.
– Algo de esto tiene sentido -le dijo al oficial investigador-, pero tanto me parece un poco exagerado.
El presidente del tribunal consideró por unos momentos el caso de Lubji Hoch y luego decidió la solución más fácil.
– Enviarlo al campo de internamiento… y volveremos a verlo dentro de seis meses. Entonces podrá volver a contarnos su historia, y sólo tendremos que comprobar cuántas cosas han cambiado.
Lubji asistió a las sesiones del tribunal sin comprender una sola palabra de lo que dijo el presidente, pero esta vez, al menos, le proporcionaron los servicios de un intérprete, de modo que pudo seguir todo el procedimiento. Durante el viaje de regreso al campo de internamiento, tomó una decisión. Cuando revisaran su caso, al cabo de seis meses, no necesitaría que nadie tradujera sus palabras.
Eso, sin embargo, no resultó ser tan fácil como había imaginado, porque una vez de regreso en el campo, al encontrarse entre sus compatriotas, ninguno de ellos mostró el menor interés por hablar otro idioma que no fuera el checo. De hecho, lo único que le enseñaron fue a jugar al póquer y no tardó mucho tiempo en derrotarlos a todos en su propio juego. La mayoría de ellos imaginaban que regresarían a su país, una vez terminada la guerra.
Lubji era el primer internado en levantarse por la mañana, y molestaba permanentemente a sus compañeros al tratar de superarles a cada uno de ellos, trabajar más que ninguno y aventajarlos en todo lo posible. La mayoría de los checos lo consideraban como poco más que un rufián ruteno, pero puesto que ahora ya se había convertido en un joven corpulento, de más de un metro ochenta de estatura, y seguía creciendo, ninguno de ellos se atrevió a expresar ningún tipo de opinión delante de él.
Ya había transcurrido una semana desde que regresara al campo cuando se dio cuenta por primera vez de la presencia de aquella mujer. Volvía a su barracón, después del desayuno cuando vio a una mujer vieja que empujaba una bicicleta cargada de periódicos, colina arriba. Al cruzar las puertas de entrada al campo, no pudo distinguir su rostro con claridad, porque llevaba una bufanda sobre la cabeza, como forma de protegerse del cortante viento. Empezó a repartir los periódicos, primero en el cuarto de oficiales y luego, una tras otra, en las pequeñas casetas ocupadas por los suboficiales. Lubji rodeó el terreno donde formaban filas y empezó a seguirla, con la esperanza de que aquella persona pudiera ser la que le ayudara. Cuando la bolsa que llevaba sobre el manillar de la bicicleta quedó vacía, la mujer se dirigió hacia las puertas del campo. Al pasar junto a Lubji, él la saludó.
– Hola.
– Buenos días -contestó ella.
Montó en la bicicleta y cruzó las puertas, para desaparecer colina abajo sin decir nada más.
A la mañana siguiente, Lubji no se molestó en acudir a desayunar y permaneció junto a las puertas del campo, sin dejar de mirar colina abajo. Al verla empujar la bicicleta cargada por la cuesta, echó a correr hacia ella, antes de que el guardia de la puerta pudiera detenerle.
– Buenos días -le dijo, y le tomó la bicicleta para ayudarla a subir los últimos metros.
– Buenos días -contestó ella-. Soy la señora Sweetman. ¿Qué tal andamos hoy?
Lubji se lo habría dicho, si hubiera tenido la más ligera idea de cómo expresarlo.
Mientras la mujer efectuaba sus rondas, él la ayudó ávidamente a efectuar las entregas. Una de las primeras palabras que aprendió en inglés fue «periódico». Después de eso, se impuso a sí mismo la tarea de aprender diez palabras nuevas al día.
Al final del mes, el guardián del campo ni siquiera parpadeaba cuando Lubji pasaba cada mañana junto a él para acudir a recibir a la mujer al pie de la cuesta.
Al segundo mes ya estaba sentado cada mañana, a las seis, ante la puerta de la tienda de la señora Sweetman, para hacerse cargo del montón de periódicos que colocaba ya en el orden correcto antes de empujar la bicicleta cargada cuesta arriba. Cuando la mujer solicitó mantener una entrevista con el comandante del campo, a principios del tercer mes, el mayor le dijo que no había ningún inconveniente en que Hoch trabajara para ella unas pocas horas al día en la tienda del pueblo, siempre y cuando regresara antes de pasar lista.
La señora Sweetman descubrió rápidamente que el suyo no era el primer quiosco de prensa para el que había trabajado el joven, y no hizo el menor intento por detenerlo cuando cambió la posición de las estanterías, reorganizó los horarios de entrega y, un mes más tarde, se hizo cargo de las cuentas. Tampoco le sorprendió descubrir, varias semanas más tarde de poner en práctica las sugerencias de Lubji, que los beneficios aumentaban por primera vez desde 1939.
Siempre que la tienda estaba vacía, la señora Sweetman ayudaba a Lubji con su inglés, leyéndole en voz alta los artículos publicados en la primera página del Citizen. A continuación, Lubji trataba de leerle el mismo artículo. Ella se echaba a reír a menudo con lo que llamaba sus «errores garrafales» de pronunciación, pero eso no fueron más que otras palabras más que Lubji añadió a su vocabulario.
Cuando el invierno dio paso a la primavera sólo se producía algún que otro «error garrafal» ocasional y no transcurrió mucho tiempo más antes de que Lubji fuera capaz de sentarse tranquilamente en un rincón y leer por sí solo, para consultar con la señora Sweetman sólo cuando se encontraba con una palabra que desconocía. Bastante antes de que tuviera que presentarse de nuevo ante el tribunal, había pasado a estudiar los artículos de opinión del Manchester Guardian, y una mañana, cuando la señora Sweetman se quedó mirando fijamente la palabra «indolente», sin poder ofrecerle una explicación, Lubji decidió ahorrarle el mal trago y consultar en el futuro el diccionario Oxford de bolsillo que había permanecido hasta entonces acumulando polvo bajo el mostrador.
– ¿Necesita de un intérprete? -le preguntó el presidente del tribunal.
– No, gracias, señor -fue la respuesta inmediata de Lubji.
El presidente enarcó una ceja. Estaba seguro de que cuando entrevistó por última vez a este hombre corpulento, apenas seis meses antes, no había podido comprender una sola palabra de inglés. ¿No fue el mismo que los mantuvo a todos boquiabiertos con su improbable historia de las cosas que le habían ocurrido hasta que llegó a Liverpool? Ahora repetía exactamente la misma historia y, aparte de unos pocos errores gramaticales y de su terrible acento de Liverpool, su narración causó mucho más efecto sobre el tribunal que cuando la contó por primera vez a través de un intérprete.
– Muy bien, ¿qué le gustaría hacer a continuación, Hoch? -le preguntó una vez que el joven checo hubo terminado de contar su historia.
– Desearía unirme a un viejo regimiento y contribuir a ganar la guerra -fue la respuesta previamente preparada de Lubji.
– Eso quizá no sea tan fácil, Hoch -dijo el presidente, que le sonrió con expresión bonachona.
– Si no me dan un rifle, mataré alemanes con mis propias manos -dijo Lubji, desafiante-. Sólo tienen que ofrecerme la oportunidad para demostrarlo.
El presidente le sonrió de nuevo antes de hacerle un gesto al sargento de servicio, que se puso firmes y sacó a Lubji bruscamente de la estancia.
Lubji no supo durante varios días el resultado de las deliberaciones del tribunal. Se dedicaba a entregar los periódicos de la mañana en el cuarto de oficiales cuando un cabo se dirigió hacia él, y le dijo, sin mayores preámbulos:
– Está bien, el comandante quiere verle.
– ¿Cuándo? -preguntó Lubji.
– Ahora -contestó el cabo y sin añadir nada más, se dio media vuelta y se alejó.
Lubji dejó los demás periódicos en el suelo y lo siguió cuando ya desaparecía entre la niebla matinal que se extendía sobre el terreno de formación de filas, para dirigirse hacia el edificio de oficinas. Ambos se detuvieron ante una puerta marcada con un letrero que decía: «Oficial comandante».
El cabo llamó y en cuanto oyó la palabra «Entre», abrió la puerta, entró, se puso firmes ante la mesa del despacho del coronel y saludó.
– Se presenta Och, según lo ordenado, señor -gritó, casi como si estuviera todavía en el exterior.
Lubji se detuvo directamente por detrás del cabo, que estuvo a punto de derribarlo al dar un paso hacia atrás.
Lubji observó al oficial elegantemente vestido sentado tras la mesa. Lo había visto en una o dos ocasiones anteriores, pero sólo a distancia. Se puso firmes y se llevó la palma de la mano a la sien, tratando de imitar el saludo del cabo. El comandante lo miró un momento y luego volvió a fijarse en la única hoja de papel que tenía sobre la mesa.
– Hoch -empezó a decir-. Tiene que ser trasladado desde este campo hasta un campo de entrenamiento en Staffordshire, donde se unirá al Cuerpo de Zapadores, como soldado raso.
– Sí, señor -gritó Lubji, sintiéndose feliz.
La mirada del coronel siguió fija en la hoja de papel.
– Abandonará el campo mañana a las siete en punto.
– Sí, señor.
– Antes, preséntese al administrativo de servicio, que le proporcionará la documentación necesaria, incluido un pase para el ferrocarril.
– Sí, señor.
– ¿Alguna pregunta, Hoch?
– Sí, señor -contestó Lubji-. ¿Se dedica el Cuerpo de Zapadores a matar alemanes?
– No, Hoch, no se dedican a eso -contestó el coronel con una sonrisa-, pero se esperará de usted que ofrezca una inestimable ayuda a quienes lo hacen.
Lubji sabía muy bien lo que significaba la palabra «valiosa», pero no estaba muy seguro de saber lo que significaba «inestimable». Tomó buena nota para averiguarlo en cuanto regresara a su barracón.
Aquella tarde se presentó al administrativo de servicio, tal como se le había ordenado, y se le entregó un pase para los ferrocarriles y diez chelines. Una vez que hubo recogido sus pocas pertenencias, descendió la colina por última vez para darle a la señora Sweetman las gracias por todo lo que había hecho por él durante los últimos siete meses al ayudarle a aprender inglés. Miró el significado de la nueva palabra en el diccionario situado bajo el mostrador, y le dijo a la señora Sweetman que su ayuda había sido inestimable. A ella no le importó admitir ahora ante el joven extranjero que hablaba su idioma mejor que ella.
A la mañana siguiente, Lubji tomó un autobús hasta la estación, a tiempo para tomar el tren de las 7,20 hacia Stafford. Cuando llegó, después de tres cambios de tren y varios retrasos, se había leído el Times de cabo a rabo.
En Stafford encontró un jeep que lo esperaba. Tras el volante se sentaba un cabo del regimiento North Staffordshire, con aspecto tan elegante que Lubji lo llamó «señor». Durante el trayecto hasta los barracones el cabo no le dejó a Lubji la menor duda de que la forma de vida más inferior estaba compuesta por los «culíes», palabra que Lubji no acabó de entender.
– Deseo tomar parte en la acción de combate -le dijo Lubji con firmeza-, y no soy ningún gandul, ¿verdad?
– Se necesita a uno que lo sea para saberlo -replicó el cabo.
Poco después el jeep se detenía frente al barracón de intendencia.
Una vez que a Lubji le hubieron entregado un uniforme de soldado, pantalones unos pocos centímetros más cortos de su talla, dos camisas caqui, dos pares de calcetines grises, una corbata marrón (de algodón), una cantimplora, cuchillo, tenedor y cuchara, dos mantas, una sábana y un almohadón, fue acompañado a su nuevo barracón, y se encontró alojado en compañía de veinte reclutas de la zona de Staffordshire que, antes de ser llamados a filas, habían trabajado principalmente como alfareros y mineros del carbón. Tardó algún tiempo en darse cuenta de que, a pesar de todo, hablaban el mismo idioma que le había enseñado la señora Sweetman.
Durante las pocas semanas siguientes, Lubji hizo poco más que excavar trincheras, limpiar letrinas y, de vez en cuando, conducir camiones cargados de basura para arrojarla a un estercolero situado a unos tres kilómetros del campamento. Ante el descontento de sus camaradas, siempre trabajaba más duramente y durante más tiempo que ninguno de ellos. Pronto descubrió por qué el cabo pensaba que los culíes no eran más que un puñado de gandules.
Cada vez que Lubji vaciaba los cubos de basura situados por detrás del cuarto de oficiales, retiraba cualquier periódico que hubieran tirado, por antiguo que fuese. Por la noche, tumbado en su estrecho catre, con las piernas sobresaliéndole por el extremo, pasaba lentamente las páginas de cada periódico. Le interesaban sobre todo las noticias sobre la marcha de la guerra, pero cuanto más leía tanto más temía que la acción pudiera llegar a terminarse, y que la última batalla se hubiese librado antes de que se le diera ninguna oportunidad de matar a alemanes.
Lubji llevaba casi seis meses de «culi» cuando leyó en las órdenes de la mañana que el regimiento North Staffordshire tenía previsto celebrar su torneo anual de boxeo para seleccionar a los representantes para los campeonatos nacionales del ejército, que se celebrarían a finales de ese mismo año. A la sección de Lubji se le encargó la responsabilidad de preparar el cuadrilátero y montar las sillas en el gimnasio, de modo que todo el regimiento pudiera asistir a la final. La orden estaba firmada por el oficial de servicio, el teniente Wakeham.
Una vez montado el cuadrilátero en el centro del gimnasio, Lubji se dedicó a desplegar las sillas y colocarlas en hileras a su alrededor. A las diez, se concedió un descanso de quince minutos a la sección, y la mayoría de sus miembros se marcharon a tomar algo a la cantina, pero Lubji se quedó en el gimnasio y se dedicó a observar a los boxeadores, que se entrenaban.
Cuando el campeón de los pesos pesados del regimiento, un hombre de cien kilos de peso, subió al cuadrilátero por entre las cuerdas, el instructor no pudo encontrarle un sparring adecuado, de modo que el campeón tuvo que contentarse con golpear el saco, que le sujetaba el soldado más corpulento disponible. Pero nadie podía sostener por mucho tiempo el abultado saco, y después de que varios hombres quedaran agotados, el campeón empezó a boxear con su sombra, mientras su entrenador lo animaba a dejar fuera de combate a un oponente invisible.
Lubji observó impresionado, hasta que entró en el gimnasio un hombre delgado de algo más de veinte años, con una estrella en la hombrera, que parecía como si acabara de salir de la escuela. Lubji se apresuró a continuar con su trabajo de desplegar sillas. El teniente Wakeham se detuvo junto al cuadrilátero y frunció el ceño al ver al campeón de pesos pesados luchar contra su propia sombra.
– ¿Qué problema hay, sargento? ¿No encuentra a nadie que le sirva de sparring a Matthews?
– No, señor -fue la inmediata respuesta-. Nadie que no tenga el peso adecuado resistiría más de un par de minutos con él.
– Es una pena -comentó el teniente-. Se va a oxidar un poco si no entrena en una verdadera competición. Procure encontrar a alguien que esté dispuesto a librar un par de asaltos con él.
Al oírlo, Lubji dejó caer la silla que desplegaba y corrió hasta el cuadrilátero. Saludó al teniente y dijo:
– Yo puedo enfrentarme a él durante todo el tiempo que quiera, señor.
El campeón lo miró desde lo alto del cuadrilátero y se echó a reír.
– Yo no boxeo con culíes -dijo-. O con señoritas del ejército de tierra, que viene a ser lo mismo.
Sin pensárselo dos veces, Lubji subió al ring, preparó los puños y avanzó hacia el campeón.
– Está bien, está bien -intervino el teniente Wakeham, que miró a Lubji-. ¿Cómo se llama?
– Soldado Hoch, señor.
– De acuerdo, vaya a cambiarse. Encuentre unos calzones cortos de gimnasia y pronto veremos cuánto tiempo le resiste a Matthews.
Cuando Lubji regresó, pocos minutos más tarde, Matthews seguía boxeando con su sombra. Ignoró a su oponente cuando éste subió al cuadrilátero. El entrenador ayudó a Lubji a ponerse los guantes.
– Bien, veamos de qué madera está hecho, Hoch -dijo el teniente Wakeham.
Lubji avanzó osadamente hacia el campeón del regimiento y, cuando todavía se encontraba a un paso de distancia, recibió un golpe lateral en la nariz. Matthews hizo una finta a la derecha y luego lanzó firmemente uno de los guantes contra el centro de la cara de Lubji.
Lubji retrocedió, tambaleante, rebotó contra las cuerdas y salió despedido hacia el campeón. Apenas si pudo agacharse para evitar un segundo puñetazo que pasó rozando sobre su hombro, pero no tuvo tanta suerte con el siguiente, que le dio directamente en la barbilla. Sólo duró unos pocos segundos más antes de caer por primera vez sobre la lona. Al final del asalto, tenía la nariz rota y un corte en la ceja, que arrancó risotadas de sus camaradas, que habían dejado de colocar sillas para asistir al espectáculo gratuito desde las filas del fondo del gimnasio.
Una vez que el teniente Wakeham puso fin a las carcajadas, le preguntó a Lubji si había subido antes a un cuadrilátero de boxeo. El joven negó con un gesto de la cabeza.
– Bueno, con un entrenamiento adecuado quizá pueda ser de utilidad. Deje de hacer las obligaciones que se le hayan asignado por el momento y, durante las dos próximas semanas, preséntese cada mañana al gimnasio a las seis. Estoy seguro de que podremos sacar mejor partido de usted que dedicarlo a colocar sillas.
Al llegar la época de celebración de los campeonatos nacionales, los otros culíes habían dejado de reír. Hasta Matthews tuvo que admitir que Hoch era mucho mejor sparring que un saco de boxeo, y que bien pudiera haber sido ésa la razón por la que consiguió llegar hasta la semifinal.
A la mañana siguiente después de terminado el campeonato, Lubji fue destinado a sus deberes habituales. Empezó por ayudar a desmantelar el cuadrilátero y a llevar las sillas al teatro. Estaba enrollando una de las colchonetas de goma, cuando un sargento entró en el gimnasio, miró a su alrededor y gritó:
– ¡Och!
– ¿Señor? -contestó Lubji, que se puso firmes.
– ¿Es que no sabe leer las órdenes de la compañía, Och? -le gritó el sargento desde el otro extremo del gimnasio.
– Sí, señor. Quiero decir, no, señor.
– Aclárese, Och, porque tenía que haberse presentado ante el oficial de reclutamiento del regimiento hace quince minutos -dijo el sargento.
– No sabía… -empezó a decir Lubji.
– No quiero escuchar sus excusas, Och -bramó el sargento-. Sólo quiero ver cómo empieza a moverse a paso ligero. -Lubji salió disparado del gimnasio sin tener ni la menor idea de adónde ir. Llegó junto al sargento, que se limitó a decirle-: Sígame, Och, pronto.
– Pronto -repitió Lubji.
Era la primera palabra nueva que aprendía en varios días. Su vocabulario era ahora muy completo.
El sargento cruzó con rapidez el terreno de formación y dos minutos más tarde un Lubji con la respiración entrecortada se encontraba ante el oficial de reclutamiento. El teniente Wakeham también había regresado a sus ocupaciones habituales. Aplastó sobre el cenicero el cigarrillo que estaba fumando.
– Hoch -dijo Wakeham una vez que Lubji se puso firmes y le saludó-, le he recomendado para que sea transferido al regimiento, como soldado raso.
Lubji permaneció inmóvil, tratando de recuperar la respiración.
– Sí, señor. Gracias, señor -dijo el sargento.
– Sí, señor. Gracias, señor -repitió Lubji.
– Bien -dijo Wakeham-. ¿Alguna pregunta?
– No, señor. Gracias, señor -respondió el sargento de inmediato.
– No, señor. Gracias, señor -repitió Lubji-. Excepto…
El sargento frunció el ceño.
– ¿Sí? -preguntó Wakeham, que levantó la mirada.
– ¿Significa eso que tendré la oportunidad de matar alemanes?
– Si es que no le mato yo primero, Och -dijo el sargento.
El joven oficial sonrió.
– Sí, eso es lo que significa -contestó-. Lo único que tenemos que hacer ahora es rellenar un formulario de reclutamiento. -El teniente Wakeham hundió la plumilla en el tintero y miró a Lubji-. ¿Cuál es su nombre completo?
– Está bien, señor -dijo Lubji, que se adelantó para tomar la plumilla-. Yo mismo puedo rellenar el formulario.
Los dos hombres le observaron mientras él rellenaba los pequeños cajetines, antes de firmar con una fioritura al pie de la página.
– Muy impresionante, Hoch -dijo el teniente una vez que hubo comprobado el formulario completado-. Pero ¿me permite darle un consejo?
– Sí, señor. Gracias, señor -contestó Lubji.
– Quizá haya llegado el momento de que se cambie el nombre. No creo que llegue muy lejos en el regimiento North Staffordshire con un apellido como Hoch.
Lubji vaciló, bajó la mirada hacia la mesa situada ante él y se fijó en el paquete de cigarrillos que mostraba el famoso emblema de un marinero barbudo que le miraba desde el paquete. Se inclinó, trazó una línea para tachar el nombre «Lubji Hoch» y puso en su lugar: «John Player».
En cuanto quedó ataviado con su nuevo uniforme, lo primero que hizo el soldado raso Player, del regimiento North Staffordshire, fue contonearse por entre los barracones y saludar a todo lo que se moviera.
Al lunes siguiente fue enviado a Aldershot, para iniciar un período de entrenamiento básico de doce semanas. Todavía se levantaba cada mañana a las seis, y aunque la calidad de la comida no mejoró, tenía al menos la sensación de estar siendo entrenado para hacer algo que valiera la pena: matar alemanes. Durante el tiempo que pasó en Aldershot dominó el rifle, la ametralladora Sten, la granada de mano, la brújula, la lectura de mapas, tanto de día como de noche. Era capaz de marchar lentamente y a paso ligero, nadar una milla y pasarse tres días sin avituallamiento. Tres meses más tarde, cuando regresó al campamento, el teniente Wakeham no dejó de observar un cierto aire londinense de los barrios bajos en el inmigrante procedente de Checoslovaquia y, al leer los informes, no le sorprendió descubrir que el último recluta del regimiento había sido recomendado para un rápido ascenso.
El primer puesto que se le asignó al soldado raso John Player fue en el Segundo Batallón, estacionado en Cliftonville. Apenas pocas horas después de presentarse supo que, junto con una docena más de regimientos, se estaban preparando para la invasión de Francia. En la primavera de 1944 el sur de Inglaterra se había convertido en un vasto campo de entrenamiento, y el soldado raso Player tomó parte con regularidad en los entrenamientos de combate realizados por estadounidenses, canadienses y polacos.
Entrenaba noche y día con su división, impaciente porque el general Eisenhower diera la orden final, de modo que pudiera verse nuevamente frente a frente con los alemanes. Aunque se le recordaba continuamente que se preparaba para la batalla decisiva de la guerra, aquella espera interminable casi le volvía loco. En Cliftonville añadió a todo lo aprendido en Aldershot un conocimiento exhaustivo de la costa de Normandía, e incluso las reglas del críquet pero, a pesar de todos sus preparativos, seguía metido en el agujero que eran para él los barracones, «a la espera de que ascendiera el globo», como decían.
Y entonces, sin ninguna advertencia previa, en plena noche del 4 de junio de 1944, fue despertado por el sonido de mil camiones y se dio cuenta de que los preparativos habían terminado. El cuadro de oficiales empezó a impartir órdenes sobre el terreno de formación y el soldado Player supo que la invasión, por fin, estaba a punto de empezar.
Subió al transporte junto con todos los demás soldados de su sección; no pudo evitar el recordar la primera vez que había sido conducido en un camión. Cuando el reloj de una torre hizo sonar una campanada en la madrugada del día cinco, los soldados del North Staffordshire salieron de los barracones en un convoy militar. El soldado Player levantó la vista hacia las estrellas y calculó que debían de dirigirse hacia el sur.
Viajaron durante toda la noche por carreteras oscuras, apretando los rifles con firmeza. Pocos hablaban. Todos ellos se preguntaban si estarían vivos al cabo de veinticuatro horas. Al cruzar por Winchester, señales indicadoras recién colocadas les dirigieron hacia la costa. Otros también se habían estado preparando para el 5 de junio. El soldado Player comprobó su reloj. Pasaban unos pocos minutos de las tres. Continuaron interminablemente, sin tener ni la menor idea de cuál sería su destino final.
– Sólo espero que alguien sepa adónde vamos -susurró un cabo sentado frente a él.
Transcurrió otra hora antes de que el convoy se detuviera en el muelle de Portsmouth. Una masa de cuerpos descendió de un camión tras otro, y formaron rápidamente en compañías, a la espera de sus órdenes.
La sección de Player formó en tres filas silenciosas; algunos de los hombres se estremecieron ante el aire frío de la noche, otros de temor, mientras todos esperaban subir a bordo de la gran flota de barcos que podían ver anclada en el puerto, por delante de ellos. Una división tras otra esperaba la orden de embarcar. Debían cruzar los ciento sesenta kilómetros de agua que se extendían ante ellos, antes de ser desembarcados en suelo francés.
El soldado Player recordó que la última vez que había buscado un barco fue para que lo alejara lo más posible de los alemanes. En esta ocasión, al menos, no tendría que aguardar, medio sofocado, sobre un montón de sacos de trigo por toda compañía.
Se escuchó un crujido por el sistema de altavoces, y todo el mundo guardó silencio sobre el muelle.
– Les habla el brigadier Hampson -dijo una voz-. Estamos todos a punto de embarcarnos en la Operación Overlord, la invasión de Francia. Hemos reunido la flota más grande de la historia para llevarles al otro lado del Canal. Serán apoyados por nueve acorazados, veintitrés cruceros, ciento cuatro destructores y setenta y una corbetas, por no hablar de la gran cantidad de barcos de la marina mercante. Ahora, su comandante de pelotón les transmitirá las órdenes.
El sol empezaba a salir cuando el teniente Wakeham terminó de informarles y dio al pelotón la orden de embarcar en el Undaunted. Pocos momentos después de haber subido a bordo del destructor, los motores se pusieron en marcha con un rugido e iniciaron el zarandeado y agitado cruce del Canal, sin saber todavía dónde podían terminar.
Eisenhower, a pesar del consejo de su meteorólogo jefe, había elegido una noche de tiempo variable y durante la primera media hora del agitado cruce cantaron, bromearon y se contaron historias improbables de conquistas todavía más improbables. Cuando el soldado Player les contó la historia de cómo había perdido su virginidad con una joven gitana, después de que ésta le sacara una bala alemana del hombro, todos se echaron a reír, y el sargento dijo que era la historia más inverosímil que había escuchado hasta entonces.
El teniente Wakeham, que estaba arrodillado en la proa del barco, levantó de repente la palma de la mano derecha y todo el mundo guardó silencio. Eso sucedió momentos antes de que fueran desembarcados en una playa inhóspita. El soldado Player comprobó su equipo. Llevaba una máscara antigás, un rifle, dos cananas de munición, algunas raciones básicas y una cantimplora llena de agua. Era casi tan molesto como sentirse con las esposas puestas. Cuando el destructor echó el ancla, siguió al teniente Wakeham fuera del barco y descendió a la primera lancha anfibia. Momentos después se dirigían hacia la playa de Normandía. Al mirar a su alrededor se dio cuenta de que muchos de sus compañeros todavía estaban aturdidos por el mareo. Cayó sobre ellos una lluvia de fuego de ametralladora y de granadas de mortero, y el soldado Player vio a hombres de otras lanchas que resultaban muertos o heridos antes incluso de que llegaran a la playa.
En cuanto la lancha quedó varada, Player saltó sobre el costado, tras el teniente Wakeham. A derecha e izquierda, pudo ver a sus compañeros que corrían playa arriba, bajo el fuego graneado. El primer obús cayó a su izquierda, antes de que hubieran avanzado veinte metros. Segundos más tarde vio a un cabo avanzar tambaleante varios pasos después de que una ráfaga de balas le atravesara el pecho. Su instinto natural le indicaba que buscara protección, pero no existía ninguna, y obligó a sus piernas a seguir avanzando. Continuó disparando, aunque no tenía ni la menor idea de dónde estaban los enemigos.
Ascendió por la playa, incapaz de saber cuántos de sus camaradas caían tras él pero, aquella mañana de junio, la arena ya estaba cubierta de cuerpos. Player no estuvo seguro de cuántas horas tuvo que estar atascado en aquella playa, pero por cada pocos metros que era capaz de arrastrarse hacia adelante, se pasaba al menos el doble de tiempo inmóvil, mientras el fuego del enemigo pasaba sobre su cabeza. Cada vez que se incorporaba para avanzar, eran menos los camaradas que se le unían. El teniente Wakeham se detuvo finalmente al llegar a la protección de los acantilados, seguido de cerca por el soldado Player. El joven oficial temblaba tanto que tuvieron que transcurrir algunos momentos antes de que pudiera dar ninguna orden.
Cuando finalmente salvaron la playa, el teniente Wakeham contó once de los veintiocho hombres originales que había en la lancha de desembarco. El operador de radio le dijo que no debían detenerse, ya que tenían órdenes de seguir avanzando. Player era el único hombre que parecía complacido. Durante las dos horas siguientes se movieron lentamente hacia el interior, en dirección al fuego enemigo. Siguieron avanzando, a menudo teniendo como única protección setos y zanjas, y los hombres caían casi a cada paso que daban. No se les permitió descansar hasta que casi hubo desaparecido el sol. Se estableció rápidamente un campamento, pero fueron pocos los que pudieron dormir, mientras seguían resonando los cañones del enemigo. Mientras algunos jugaban a las cartas, otros descansaban. Los muertos, en cambio, permanecían quietos.
Pero el soldado Player quería ser el primero en encontrarse frente a frente con los alemanes. Cuando estuvo seguro de que nadie le observaba, salió sigilosamente de la tienda y avanzó en dirección del enemigo, utilizando como guía únicamente los fogonazos de sus armas. Después de cuarenta minutos de correr, caminar agachado y gatear, oyó el sonido de voces alemanas. Rodeó lo que parecía ser su campamento de vanguardia, hasta que distinguió a un soldado alemán que hacía sus necesidades entre unos arbustos. Se arrastró en silencio hasta quedar situado por detrás de él y justo en el momento en que el hombre se agachaba para subirse los pantalones, Player saltó sobre él. Le rodeó el cuello con un brazo, se lo retorció con un violento giro y le rompió las vértebras. Luego dejó el cuerpo entre los arbustos. Le quitó al alemán la chapa de identidad y el casco y regresó hacia su campamento.
Debía de estar a unos cien metros de distancia, cuando una voz le preguntó:
– ¿Quién anda ahí?
– Pequeña capucha roja de jinete -contestó Player, recordando a tiempo la contraseña.
– Avanza e identifícate.
Player avanzó unos pocos pasos y, de pronto, notó la punta de una bayoneta en la espalda y una segunda en el cuello. Sin decir una sola palabra más lo condujeron a la tienda del teniente Wakeham. El joven oficial escuchó con atención lo que tuvo que contar Player, y sólo le interrumpió para comprobar alguna información.
– Muy bien, Player -dijo el teniente una vez que el explorador por su cuenta hubo terminado su informe-. Quiero que trace un mapa exacto del lugar donde está acampado el enemigo. Necesito detalles del terreno, distancia, número de soldados, cualquier cosa que recuerde y que nos ayude una vez que iniciemos el avance. Una vez que haya terminado, procure dormir un poco. Tendrá que actuar como nuestro guía en cuanto reanudemos el avance, al amanecer.
– ¿Debo imponerle un castigo por haber abandonado el campamento sin permiso de un oficial? -preguntó el sargento de servicio.
– No -contestó Wakeham-. Emitiré una orden de la compañía, con efectos inmediatos, para que Player sea nombrado cabo.
El cabo Player sonrió y regresó a su tienda. Pero antes de acostarse a dormir, se cosió dos galones en cada manga del uniforme.
A medida que el regimiento avanzó lentamente, kilómetro tras kilómetro, adentrándose cada vez más profundamente en Francia, Player continuó efectuando salidas por detrás de las líneas, y siempre regresaba con información vital. Su mejor hazaña fue cuando regresó acompañado por un oficial alemán, al que había pillado con los pantalones bajados.
Al teniente Wakeham le impresionó el hecho de que Player hubiera podido capturar a aquel hombre, y mucho más cuando inició el interrogatorio y descubrió que el cabo también era capaz de actuar como intérprete.
A la mañana siguiente asaltaron el pueblo de Orbec, del que se apoderaron a la caída de la noche. El teniente envió un despacho a su cuartel general, para comunicar que la información obtenida por el cabo Player había permitido acortar la batalla.
Tres meses después de que el soldado Player desembarcara en una playa de Normandía, el regimiento North Staffordshire desfiló por los Champs Élysées, y el recién ascendido sargento Player sólo pensaba en una cosa: cómo encontrar a una mujer que se sintiera feliz de pasar con él sus tres noches de permiso o, si tenía suerte suficiente, a tres mujeres que pasaran una noche cada una en su compañía.
Pero antes de que les dieran permiso para visitar la ciudad, a todos los suboficiales se les dijo que tenían que presentarse ante el comité de bienvenida para el personal aliado, que les aconsejaría acerca de cómo orientarse en París. El sargento Player no pudo imaginar un mayor desperdicio de su tiempo. Sabía exactamente cómo cuidar de sí mismo en cualquier capital europea. Lo único que deseaba era que lo soltaran, antes que los soldados estadounidenses le pusieran las manos encima a toda mujer menor de cuarenta años.
Al llegar al cuartel general del comité, un edificio requisado situado en la Place de la Madeleine, ocupó su puesto en la fila de espera para recibir una carpeta con información acerca de lo que se esperaba de él mientras estuviera en territorio aliado, cómo localizar la Torre Eiffel, qué clubes y restaurantes se encontraban al alcance de su paga, cómo evitar el contraer una enfermedad venérea. Parecía como si todos aquellos consejos fueran dados por un grupo de damas de edad media que posiblemente no habían visto el interior de un club nocturno durante los últimos veinte años.
Cuando finalmente le llegó el turno, se quedó como hipnotizado, incapaz de pronunciar una sola palabra en ningún idioma. Una delgada joven, de profundos ojos pardos y ensortijado cabello negro estaba sentada tras de una mesa montada sobre un caballete y le sonreía al alto y tímido sargento. Le entregó su carpeta, pero él no se movió.
– ¿Tiene alguna pregunta qué hacer? -le preguntó ella en inglés, con un fuerte acento francés.
– Sí -contestó-. ¿Cómo se llama usted?
– Charlotte -dijo ella, ruborizándose, a pesar de que a lo largo del día ya le habían hecho esa misma pregunta por lo menos una docena de veces.
– ¿Es usted francesa? -preguntó Player.
Ella asintió con un gesto.
– Termine ya de una vez, sargento -le pidió el cabo situado tras él.
– ¿Tiene algo que hacer durante los tres próximos días? -preguntó Player en francés.
– No gran cosa. Pero estoy de servicio durante las dos próximas horas.
– Entonces la esperaré -afirmó.
Se volvió y se sentó en un banco de madera situado contra la pared. Durante los 120 minutos siguientes, la mirada de John Player raras veces se apartó de la joven de cabello ensortijado y moreno, excepto para comprobar el lento avance del minutero del gran reloj que colgaba de la pared, por detrás de ella. Le alegró haber esperado, sin sugerir que volvería más tarde, porque durante aquellas dos horas vio a algunos otros soldados que se inclinaban hacia ella y le hacían exactamente la misma pregunta que él le había planteado. En cada ocasión, la joven se volvía a mirar al sargento, le sonreía y negaba con un gesto de la cabeza. Después de transmitir sus responsabilidades a una matrona de edad media, se acercó a donde él esperaba. Ahora le tocó a ella hacerle una pregunta.
– ¿Qué le gustaría hacer primero?
No se lo dijo, pero se mostró felizmente de acuerdo en que le enseñara París.
Durante los tres días siguientes, apenas se apartó del lado de Charlotte, excepto cuando ella regresaba a su pequeño piso, a primeras horas de la madrugada. Subió a la Torre Eiffel, paseó por las orillas del Sena, visitó el Louvre e hizo caso de la mayoría de los consejos incluidos en su carpeta, lo que significó verse acompañados por casi tres regimientos de soldados solos que eran incapaces de ocultar la expresión de envidia de sus rostros cada vez que se cruzaban con ellos.
Comieron en restaurantes abarrotados, bailaron en clubes nocturnos tan atestados que apenas si pudieron moverse, y hablaron de todo excepto de la guerra que les obligaba a no disponer más que de tres preciosos días para estar juntos. Mientras tomaban café en el Hotel Cancelier, Player le habló de su familia, a la que había dejado en Douski y a la que no había visto desde hacía cuatro años.
Pasó a describirle todo lo que le había ocurrido desde que escapó de Checoslovaquia, y sólo dejó de lado la experiencia con Mari. Ella le habló de su vida en Lyon, donde sus padres eran propietarios de una pequeña verdulería, y de lo feliz que se sintió cuando los aliados volvieron a ocupar su querida Francia. Pero sólo anhelaba que terminase la guerra.
– Pero no antes de que haya ganado la Cruz Victoria -le dijo él.
Ella se estremeció, porque había leído que muchos de los que la recibían eran condecorados a título póstumo.
– Pero ¿qué harás cuando termine la guerra?
Esta vez, él vaciló porque ella había encontrado finalmente una pregunta para la que no tenía respuesta.
– Regresar a Inglaterra, donde me haré rico.
– ¿Haciendo qué? -preguntó ella.
– No será vendiendo periódicos, de eso puedes estar segura -contestó.
Durante aquellos tres días y noches, sólo durmieron unas pocas horas…, los únicos momentos en que se separaban.
Finalmente, al despedirse de Charlotte ante la puerta de su pequeño piso, le prometió:
– Regresaré en cuanto hayamos ocupado Berlín.
La expresión del rostro de Charlotte se derrumbó mientras veía alejarse al hombre del que se había enamorado; muchas de sus amigas le habían advertido que, una vez que los soldados se marchaban, ya nunca se les volvía a ver. Y demostraron tener razón, porque Charlotte Reville nunca volvió a ver a John Player.
El sargento Player firmó su entrada en el puesto de guardia apenas minutos antes de que se pasara revista. Se afeitó rápidamente, se cambió de camisa y al comprobar las órdenes de la compañía, descubrió que el oficial de mando deseaba que se presentara en su despacho a las nueve de la mañana.
El sargento Player entró en el despacho, se puso firmes y saludó exactamente en el momento en que el reloj de la plaza hacía sonar las nueve campanadas. Se le ocurrieron cien razones distintas por las que el comandante deseaba verle, pero ninguna de ellas resultó ser cierta.
El coronel levantó la mirada, sentado tras la mesa.
– Lo siento, Player, pero tendrá usted que abandonar el regimiento -dijo con voz suave.
– ¿Por qué, señor? -preguntó Player con incredulidad-. ¿Qué he hecho mal?
– Nada -fue la contestación, acompañada por una risa-. Nada en absoluto. Antes al contrario. Mi recomendación para que reciba usted la graduación de oficial acaba de ser ratificada por el alto mando. En consecuencia, será necesario que pase usted a otro regimiento, de modo que pueda ponerse al frente de hombres con los que no haya servido recientemente como soldado.
El sargento Player permaneció firmes, con la boca abierta.
– Me limito a cumplir con el reglamento del ejército -explicó el oficial de mando-. Naturalmente, el regimiento echará de menos sus habilidades y experiencias particulares. Pero no me cabe la menor duda de que volveremos a oír hablar de usted en el futuro. Lo único que puedo hacer ahora, Player, es desearle la menor suerte del mundo en su nuevo regimiento.
– Gracias, señor -dijo él, suponiendo que la entrevista había terminado-. Muchas gracias.
Estaba a punto de saludar para despedirse, cuando el coronel añadió:
– ¿Me permite darle un consejo antes de que pase a integrarse en su nuevo regimiento?
– Desde luego, señor, por favor -contestó el recientemente ascendido teniente.
– John Player es un nombre un tanto ridículo. Cámbieselo antes de que los hombres que estén a sus órdenes se burlen por eso a sus espaldas.
A las siete de la mañana siguiente, el segundo teniente Richard Ian Armstrong se presentó en el cuarto de oficiales del Regimiento del Rey.
Mientras cruzaba la explanada de formación de filas con su nuevo uniforme hecho a medida, tardó unos pocos minutos en acostumbrarse a que lo saludara todo soldado con el que se cruzaba. Al llegar y sentarse a la mesa para desayunar con sus camaradas oficiales, miró atentamente para observar cómo sostenían los cuchillos y tenedores que manejaban. Después del desayuno, del que comió poco, se presentó ante el coronel Oakshott, su nuevo oficial de mando. Oakshott era un hombre de rostro abotargado y actitud campechana y afable que, después de darle la bienvenida, le dejó bien claro que ya había oído hablar de la fama del joven teniente en el campo de batalla.
Richard, o Dick, como no tardó en ser conocido entre sus compañeros oficiales, disfrutó al saberse parte de un regimiento tan antiguo como famoso. Pero todavía disfrutó más al ser un oficial británico, con un acento claro y resuelto que traicionaba sus orígenes. Había recorrido un largo camino desde aquellas dos habitaciones atestadas en la pequeña casa familiar de Douski. Sentado frente a la chimenea encendida, en la sala de oficiales del Regimiento del Rey, mientras tomaba una copa de oporto, no veía razón alguna para que no pudiera recorrer un camino mucho más largo.
Todos los oficiales del Regimiento del Rey no tardaron en enterarse de las pasadas hazañas del teniente Armstrong, y al avanzar su regimiento hacia territorio alemán, su valentía y ejemplo en el campo de batalla convencieron, incluso a los más escépticos, de que nada de todo aquello había sido inventado. Pero incluso su propia sección quedó asombrada por el valor que desplegó en las Ardenas, apenas tres semanas después de que entrara a formar parte del regimiento.
El grupo de vanguardia, al mando de Armstrong, entró con precaución en las afueras de un pequeño pueblo, con la impresión de que los alemanes ya se habían retirado para fortificar sus posiciones en las colinas que lo dominaban. Pero la patrulla de Armstrong había avanzado apenas unos pocos cientos de metros por la calle principal del pueblo cuando se encontró ante una barrera de fuego enemigo. El teniente Armstrong, únicamente armado con una pistola automática y una granada de mano, identificó inmediatamente de dónde procedía el fuego alemán y «con despreocupación por su propia vida», según el parte que describió más tarde su acción, se lanzó a la carga contra los refugios subterráneos del enemigo.
Disparó y mató a los tres soldados alemanes que ocupaban el primer refugio, incluso antes de que su sargento pudiera llegar a su lado. Luego, avanzó hacia la segunda posición, lanzó hacia ella la única granada de mano que tenía, y mató a otros dos soldados. Una bandera blanca apareció entonces en el tercer refugio, y tres jóvenes soldados alemanes salieron lentamente de su escondite, con las manos en alto. Uno de ellos avanzó un paso y sonrió. Armstrong le devolvió la sonrisa y le disparó en la cabeza. Los otros dos alemanes se volvieron hacia él, con una expresión suplicante, al tiempo que su camarada se derrumbaba sobre el suelo. Armstrong no dejó de sonreír mientras les disparaba a los dos en el pecho.
El jadeante sargento llegó corriendo a su lado. El joven teniente se giró en redondo hacia él, sin haber perdido la sonrisa. El sargento observó los cuerpos sin vida. Armstrong se enfundó la pistola y dijo:
– No se puede correr ningún riesgo con estos bastardos.
– No, señor -asintió el sargento tranquilamente.
Aquella noche, una vez montado el campamento, Armstrong requisó una motocicleta alemana y regresó a toda velocidad a París para pasar un permiso de dos días. A las siete de la mañana del día siguiente se encontraba ante la puerta del piso de Charlotte.
Cuando la portera le dijo que un tal teniente Armstrong esperaba para verla, Charlotte contestó que no conocía a nadie por ese nombre, y supuso que no sería más que otro oficial que esperaba a que le enseñara París. Pero al ver quién era, le echó los brazos al cuello y no salieron de su habitación durante el resto del día y de la noche. La portera se quedó atónita, a pesar de ser francesa.
– Sé que hay una guerra -le comentó a su marido-, pero ni siquiera se conocían de antes.
Antes de dejar a Charlotte para regresar al frente, el domingo por la noche, Dick le dijo que, cuando regresara, ya habrían ocupado Berlín, y que entonces se casarían. Luego, subió a la motocicleta y se alejó. Ella se quedó junto a la ventana del pequeño piso, vestida únicamente con el camisón, y lo vio alejarse hasta que lo perdió de vista.
– A menos que te maten antes de que caiga Berlín, cariño.
El Regimiento del Rey fue uno de los elegidos para avanzar sobre Hamburgo, y Armstrong deseaba ser el primer oficial en entrar en la ciudad. La ciudad cayó finalmente, después de tres días de feroz resistencia.
A la mañana siguiente, el mariscal de campo sir Bernard Montgomery entró en la ciudad y se dirigió a las tropas combinadas desde la parte posterior de su jeep. Describió la batalla como decisiva, y les aseguró que la guerra ya no duraría mucho más y que todos regresarían a sus casas. Después de que los hombres vitorearan a su comandante en jefe, él descendió del jeep e impuso medallas por actos de valentía. Entre los condecorados con la Cruz Militar estaba el capitán Richard Armstrong.
Dos semanas más tarde, el general Jodl firmó la rendición incondicional de los alemanes, que Eisenhower aceptó. Al día siguiente, el capitán Richard Armstrong, Cruz Militar, obtuvo una semana de permiso. Dick volvió a tomar la motocicleta, regresó a París y llegó ante el viejo edificio donde vivía Charlotte poco antes de la medianoche. Esta vez, la portera le permitió subir directamente a su piso.
A la mañana siguiente, Charlotte, con un vestido blanco, y Dick, con su traje de gala, se dirigieron al ayuntamiento del distrito, de donde salieron treinta minutos más tarde, convertidos en el capitán y la señora Armstrong, acompañados por la portera, que actuó de testigo. La mayor parte de los tres días de luna de miel la pasaron en el pequeño piso de Charlotte. Antes de despedirse de ella para regresar a su regimiento, Dick le dijo que, ahora que la guerra había terminado, tenía la intención de pedir la baja del ejército, llevarla a Inglaterra y construir allí un gran imperio empresarial.
– ¿Tiene usted planes ahora que ha terminado la guerra? -le preguntó el coronel Oakshott.
– Sí, señor. Tengo la intención de regresar a Inglaterra y buscar un trabajo -contestó Armstrong.
Oakshott abrió la carpeta de color ante que tenía delante, sobre la mesa.
– Es posible que tenga algo para usted aquí, en Berlín.
– ¿Para hacer qué, señor?
– El alto mando busca a la persona adecuada para hacerse cargo del PRISC, y creo que es usted el candidato ideal para ocupar ese puesto.
– ¿Qué diantres es…?
– Servicios de Control de Relaciones Públicas e Información. El trabajo parece hecho a la medida para usted. Buscamos a alguien que pueda presentar los intereses británicos con capacidad de persuasión y asegurarse al mismo tiempo de que la prensa no se haga ninguna idea equivocada. Ganar la guerra fue una cosa, pero convencer al mundo exterior de que tratamos al enemigo con ecuanimidad va a ser algo mucho más difícil. Los estadounidenses, rusos y franceses nombrarán a sus propios representantes, de modo que necesitamos a alguien que pueda comunicarse bien con ellos y tenernos informados. Usted habla varios idiomas y posee todas las calificaciones que exige el trabajo. Además, Dick, no tiene usted familia en Inglaterra que le espere.
Armstrong asintió con un gesto. Tras un momento de silencio, preguntó:
– Citando a Montgomery, ¿qué armas me proporcionará para realizar el trabajo, señor?
– Un periódico -contestó Oakshott-. Der Telegraf es uno de los diarios de la ciudad. Actualmente lo hace funcionar un alemán llamado Arno Schultz. Nunca deja de quejarse y afirma que no puede mantener su imprenta en funcionamiento, tiene preocupaciones constantes acerca de la escasez de papel y por los cortes de suministro eléctrico que se producen constantemente. Deseamos que Der Telegraf salga a la calle cada día, y que comunique nuestros puntos de vista. No se me ocurre pensar en nadie más que usted para asegurarnos de que eso suceda así.
– Der Telegraf no es el único periódico en Berlín -dijo Armstrong.
– En efecto, no lo es -contestó el coronel-. Otro alemán dirige Der Berliner, en el sector estadounidense, lo que no es más que una razón añadida para que Der Telegraf necesite ser un éxito. Por el momento, Der Berliner vende el doble de ejemplares que Der Telegraf una situación a la que, como puede imaginar, nos gustaría darle la vuelta.
– ¿Y qué clase de autoridad tendría?
– Se le daría plena autoridad. Puede establecer su propio despacho y elegir a su personal, con tanta gente como le parezca necesario para realizar el trabajo. En la oferta se incluye un piso, lo que significa que puede usted traer a su esposa. -Oakshott hizo una pausa-. ¿Le gustaría disponer, quizá, de un poco de tiempo para pensárselo, Dick?
– No necesito tiempo para pensármelo, señor. -El coronel enarcó una ceja y lo miró-. Estaré encantado de aceptar el trabajo.
– Buena decisión. Empiece por establecer contactos. Procure conocer a cualquiera que le pueda ser útil. Si se encuentra con algún problema, dígale a la persona de que se trate que se ponga en contacto conmigo. Si los obstáculos le parecen infranqueables, las palabras «Comisión de Control Aliado» suele engrasar hasta los engranajes más inamovibles.
El capitán Armstrong sólo necesitó una semana para requisar las oficinas adecuadas, en el corazón del sector británico, gracias, en parte, a que utilizó las palabras «Comisión de Control» a cada pocas frases que empleaba. Tardó un poco más en encontrar y comprometer a un personal de once miembros para que dirigiera la oficina, puesto que las mejores personas trabajaban ya para la Comisión. Empezó por pescar a Sally Carr, secretaria de un general, a quien se la arrebató, y que antes de la guerra había trabajado en el Daily Chronicle, en Londres.
Una vez que Sally se instaló en el despacho, todo empezó a funcionar en el término de pocos días. El siguiente golpe de mano de Armstrong lo dio al descubrir que el teniente Wakeham se hallaba estacionado en Berlín, trabajando en el departamento de asignación de transportes; Sally le dijo que Wakeham ya estaba aburrido de ocupar su tiempo rellenando documentos de viaje. Armstrong le ofreció ser su segundo de a bordo y, ante su sorpresa, su antiguo oficial superior aceptó encantado. Tardó algunos días en acostumbrarse a llamarlo Peter.
Armstrong completó su equipo con un sargento, un par de cabos y media docena de soldados del Regimiento del Rey, que poseían las calificaciones que necesitaba. Todos ellos eran antiguos vendedores de periódicos del East End de Londres. Eligió al más avispado de ellos, el soldado Reg Benson, para que fuera su chófer. El siguiente movimiento consistió en requisar un piso en la Paulstrasse, previamente ocupado por un brigadier que ahora regresaba a Inglaterra. Una vez que el coronel firmó la documentación necesaria, Armstrong le pidió a Sally que enviara un telegrama a Charlotte, a París.
– ¿Qué desea decirle? -preguntó ella tras pasar una página de su cuaderno de notas.
– Encontrado alojamiento adecuado. Recoge todo y ven inmediatamente. -Mientras Sally anotaba el mensaje, Armstrong se levantó-. Me voy al Der Telegraf para ver cómo le van las cosas a Arno Schulz. Ocúpese de que todo funcione bien hasta que yo regrese.
– ¿Qué quiere que haga con esto? -preguntó Sally, que le entregó una carta.
– ¿De qué se trata? -preguntó tras echarle un breve vistazo.
– Es de un periodista de Oxford que desea visitar Berlín y escribir acerca de cómo tratan los británicos a los alemanes bajo la ocupación.
– Condenadamente bien -dijo Armstrong al llegar a la puerta-. Pero supongo que será mejor que acuerde una cita con él para que venga a verme.
Al llegar al Worcester College de Oxford para estudiar política, filosofía y economía, la primera impresión que tuvo Keith Townsend de Inglaterra se correspondió con todo lo que había esperado encontrar: complacencia, esnobismo, pompa y un país todavía inmerso en la era victoriana. Se era un oficial o se pertenecía a otras categorías, y puesto que él llegaba de las colonias, no le dejaron abrigar la menor duda acerca de en qué categoría encajaba.
Casi todos sus compañeros estudiantes parecían ser una versión en joven del señor Jessop, y al final de la primera semana a Keith ya le habría gustado regresar a casa, de no haber sido por su tutor universitario. El doctor Howard no podía ofrecer mayor contraste con respecto a su antiguo director, y no demostró la menor sorpresa cuando, mientras tomaban una copa de jerez en su habitación, el joven australiano le comentó lo mucho que despreciaba el sistema británico de clases, todavía perpetuado por la mayoría de pregraduados. Hasta evitó hacer comentario alguno sobre el busto de Lenin que Keith había colocado en el centro de la repisa de la chimenea, precisamente allí donde el año anterior había visto un busto de lord Salisbury.
El doctor Howard no disponía de ninguna solución inmediata para el problema de las clases. El único consejo que pudo darle a Keith fue que acudiera a lo que llamaban la Feria de Alumnos de Primer Año, donde se enteraría de todo lo que necesitaba saber sobre clubes y sociedades en las que podían ingresar los pregraduados, y quizá encontrar algo que fuera de su gusto.
Keith hizo caso de la sugerencia del doctor Howard y empleó la mañana siguiente en enterarse de por qué debía hacerse miembro del Club de Remo, la Sociedad Filatélica, la Sociedad Teatral, el Club de Ajedrez, el Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales y, sobre todo, el periódico estudiantil. Pero, después de haber conocido al recién nombrado director del Cherwell, y enterarse de sus puntos de vista acerca de cómo dirigir el periódico, decidió concentrarse en la política. Rellenó los formularios de solicitud de ingreso en el Sindicato de Oxford y en el Club Laborista.
El martes siguiente, Keith averiguó la forma de llegar al Bricklayers' Arms, donde el barman le indicó la escalera que conducía a la pequeña habitación del piso superior, donde se reunía el Club Laborista.
Rex Siddons, el presidente del club, se mostró inmediatamente receloso ante la presencia de Keith, e insistió en tratarlo desde el principio con cierta distancia. Townsend mostraba todas las características de un tory conservador tradicional: un padre con un título, educación en una escuela exclusiva, una asignación privada y hasta un Magnette MG de segunda mano.
Pero, a medida que transcurrieron las semanas y los miembros del Club Laborista se vieron sometidos cada martes a la exposición de los puntos de vista de Keith sobre la monarquía, las escuelas privadas, el sistema de honores y el elitismo de Oxford y Cambridge, terminó por ser conocido como camarada Keith. Uno o dos de ellos terminaron por visitarlo en su cuarto después de las reuniones, para discutir hasta altas horas de la noche cómo podían cambiar el mundo una vez que salieran de «este terrible lugar».
Durante el primer trimestre, a Keith le sorprendió descubrir que no era automáticamente castigado, o incluso reprendido si no asistía a una clase, o si no acudía a ver a su tutor para leerle el trabajo semanal que tenía que presentarle. Tardó varias semanas en acostumbrarse a un sistema que se basaba exclusivamente en la autodisciplina y, a finales del primer trimestre su padre ya le amenazaba con cortarle la asignación en el caso de que no hincara los codos, y hasta de hacerle regresar a casa para ponerlo a trabajar.
Durante el segundo trimestre, Keith se acostumbró a escribirle una larga carta a su padre cada viernes, para detallarle el trabajo realizado, lo que pareció impulsar el flujo de su inventiva. Llegó incluso a aparecer de vez en cuando por las clases, donde se concentró en tratar de perfeccionar un sistema de ruleta, y a las reuniones con el tutor, en las que tuvo que hacer grandes esfuerzos para permanecer despierto.
Durante el trimestre del verano, Keith descubrió Cheltenham, Newmarket, Ascot, Doncaster y Epsom, y de ese modo tuvo la seguridad de que nunca dispondría de dinero suficiente para comprarse una camisa nueva o incluso un par de calcetines.
Durante las vacaciones tuvo que tomar algunas de sus comidas en la estación de tren que, debido a su proximidad a Worcester, fue habilitada por algunos pregraduados como cantina del colegio. Una noche, después de haber bebido demasiado en el Bricklayers' Arms, Keith pintarrajeó en la pared del siglo dieciocho del Worcester: «C'est magnifique, mais ce n'est pas la gare».
Al final de su primer año de estudios Keith tenía pocas cosas que demostraran su aprovechamiento durante los doce meses pasados en la universidad, aparte de un pequeño grupo de amigos que, como él, estaban decididos a cambiar el sistema en beneficio de la mayoría en cuanto terminaran sus estudios universitarios.
Su madre, que le escribía con regularidad, le sugirió que aprovechara estas primeras vacaciones para viajar por Europa, ya que quizá nunca se le presentara otra oportunidad de hacerlo. Keith siguió su consejo y planificó una ruta a la que se habría atenido si no se hubiera tropezado con el redactor jefe de crónicas del Oxford Mail mientras tomaba una copa en el pub local.
Querida madre:
Acabo de recibir tu carta con ideas sobre lo que debería hacer durante las vacaciones. Tenía la intención de seguir tu consejo y recorrer la costa francesa, para terminar quizá en Deauville, pero eso fue antes de que el redactor jefe de crónicas del Oxford Mail me ofreciera la oportunidad de visitar Berlín.
Quieren que escriba cuatro artículos de mil palabras sobre la vida en la Alemania ocupada bajo las fuerzas aliadas, y que luego vaya a Dresden para informar sobre la reconstrucción de la ciudad. Me ofrecen veinte guineas por cada artículo, a su entrega. Debido al estado precario de mis finanzas, por culpa mía, no vuestra, Berlín ha tenido precedencia sobre Deauville.
Si en Alemania encuentro postales, te enviaré una, junto con las copias de los artículos para consideración de papá. ¿Es posible que el Courier se interese por ellos?
Siento mucho no poder veros este verano. Con cariño,
Keith
Una vez terminado el curso, Keith tomó la misma dirección que otros muchos estudiantes. Condujo su MG hasta Dover, donde tomó el transbordador a Calais. Pero mientras que los demás desembarcaban para iniciar sus viajes por las ciudades históricas del continente, él dirigió su turismo descapotable hacia el noreste, en dirección a Berlín. Hacía tanto calor que, por primera vez, pudo mantener bajada la suave capota del coche.
Mientras conducía por las tortuosas carreteras de Francia y Bélgica, veía por todas partes las señales que indicaban el poco tiempo transcurrido desde que Europa estuvo en guerra. Setos y campos mutilados allí donde los tanques habían ocupado el lugar de los tractores, granjas bombardeadas que se encontraron entre los ejércitos que avanzaban y se retiraban, y ríos cubiertos de oxidado equipo militar. Al pasar ante cada edificio bombardeado y por entre kilómetros y kilómetros de paisajes devastados, se le hizo cada vez más atractiva la idea de Deauville, con su casino y su hipódromo.
Una vez que se hizo demasiado oscuro para evitar los baches en la carretera, Keith la abandonó y condujo unos pocos cientos de metros hasta un camino tranquilo. Aparcó en la cuneta y cayó rápidamente en un profundo sueño. Le despertó, todavía de noche, el sonido de los camiones que se dirigían pesadamente hacia la frontera alemana, y tomó una nota en su cuaderno: «El ejército parece levantarse sin la menor consideración para con el movimiento del sol». Tuvo que hacer girar dos o tres veces la llave de contacto antes de que el motor se pusiera en marcha. Se frotó los ojos, hizo girar el MG y regresó a la carretera principal, tratando de recordar que debía mantenerse en el lado derecho de la calzada.
Llegó a la frontera un par de horas más tarde, y tuvo que esperar en una larga cola: cada persona que deseaba entrar en Alemania era registrada meticulosamente. Finalmente, llegó ante un oficial de aduanas que revisó su pasaporte. Al descubrir que Keith era australiano, se limitó a hacerle un cáustico comentario sobre Donald Bradman y le hizo señas para que siguiera su camino.
Nada de lo que Keith había oído o leído le preparó para la experiencia de encontrarse con una nación derrotada. Su avance se hizo más y más lento a medida que las grietas de la carretera se convertían en baches y los baches en cráteres. Pronto le resultó imposible avanzar más de unos pocos cientos de metros sin tener que conducir como si estuviera en un autito de choque en un parque de atracciones junto al mar. Y en cuanto lograba acelerar por encima de los sesenta kilómetros por hora, se veía obligado a pararse en la cuneta para dar paso a otro convoy de camiones, el último de los cuales llevaba estrellas en sus portezuelas, que pasaba junto a él por el centro de la calzada.
Decidió aprovechar una de esas paradas imprevistas y comer en una posada que vio junto a la carretera. La comida era incomestible, la cerveza floja, y las miradas hoscas del posadero y de sus clientes le dejaron bien claro que allí no se le recibía bien. Ni siquiera se molestó en pedir un segundo plato. Pagó rápidamente y se marchó.
Avanzó lentamente hacia la capital alemana, kilómetro tras kilómetro, y llegó a las afueras de la ciudad pocos minutos antes de que se encendieran las lámparas de gas. Empezó a buscar inmediatamente un pequeño hotel por entre las calles secundarias. Sabía que, cuanto más se acercara al centro, con menos probabilidad podría permitirse pagar el precio.
Finalmente, encontró una pequeña casa de huéspedes en la esquina de una calle bombardeada. La casa se mantenía en pie, como si de algún modo no se hubiera visto afectada por todo lo ocurrido a su alrededor. Pero esa ilusión se disipó en cuanto abrió la puerta principal. El sombrío vestíbulo estaba iluminado por una sola vela, y un conserje con pantalones muy holgados y una camisa gris se hallaba sentado tras un mostrador, con expresión malhumorada. Efectuó pocos intentos por responder a los esfuerzos de Keith por conseguir una habitación. Keith sólo sabía unas pocas palabras de alemán, de modo que finalmente levantó la mano abierta, con la esperanza de que el conserje comprendiera que deseaba quedarse cinco noches.
El hombre asintió con un gesto, de mala gana; tomó una llave del gancho de un tablero, por detrás de él y condujo a su huésped por una escalera sin alfombra, hasta una habitación situada en un rincón del segundo piso. Keith dejó la bolsa que llevaba en el suelo y contempló la pequeña cama, la única silla, la cómoda a la que le faltaban tres manijas de ocho, y la destartalada mesa. Cruzó la habitación y miró por la ventana hacia los montones de cascotes; no pudo dejar de pensar en el sereno estanque de patos que se contemplaba desde su habitación en el colegio. Se volvió para dar las gracias, pero el conserje ya se había marchado.
Después de sacar sus cosas de la bolsa, Keith acercó la silla a la mesa, junto a la ventana, y durante un par de horas, y sintiéndose culpable por asociación, se dedicó a escribir sus primeras impresiones de la nación derrotada.
Keith despertó a la mañana siguiente en cuanto el sol entró por la ventana sin cortinas. Tardó algún tiempo en lavarse en un lavabo sin tapón y por cuyo grifo sólo surgía un hilillo de agua fría. Decidió no afeitarse. Se vistió, bajó al vestíbulo y abrió varias puertas, en busca de la cocina. Una mujer situada delante de un horno se volvió y hasta consiguió dirigirle una sonrisa. Luego, le indicó que se sentara ante una mesa.
En su dificultoso inglés, le explicó que había escasez de todo, excepto de harina. Le puso delante dos grandes rebanadas de pan cubiertas con una tenue sugerencia de lo que debía de ser mermelada. Le dio las gracias y se vio recompensado con una sonrisa. Después de tomar un segundo vaso de lo que se le aseguró que era leche, regresó a su habitación, se sentó al borde de la cama, comprobó la dirección donde tendría que efectuarse la entrevista, y luego trató de encontrarla en un mapa desfasado de la ciudad, que había encontrado en Blackwell's, de Oxford. Al salir del hotel pasaban unos pocos minutos de las ocho, pero no era una cita a la que quisiera llegar tarde.
Keith ya había decidido organizar su tiempo de modo que pudiera pasar por lo menos un día en cada sector de la ciudad dividida; tenía la intención de visitar el sector ruso en último lugar, para poder compararlo con los tres controlados por los aliados. Por lo que había visto hasta el momento, supuso que sólo podía ser mejor, y sabía que eso complacería a sus compañeros del Club Laborista de Oxford, convencidos de que el «Tío Joe» estaba realizando mucho mejor trabajo que Attlee, Auriol y Truman juntos, a pesar de que lo máximo que habían viajado la mayoría de ellos hacia el este no iba más allá de Cambridge.
Keith se detuvo varias veces para preguntar la dirección de la Siemensstrasse. Finalmente, encontró el cuartel general de los Servicios Británicos de Relaciones Públicas y Control de la Información. Faltaban unos pocos minutos para las nueve. Aparcó el coche y se unió a la corriente de militares y mujeres con uniformes de diversos colores que subían los anchos escalones de piedra y desaparecían tras las puertas oscilantes. Un cartel advertía que el ascensor estaba estropeado, de modo que subió a pie los cinco pisos hasta la oficina del PRISC. A pesar de que llegaba pronto para su cita, se presentó en el despacho principal.
– ¿En qué puedo servirle, señor? -le preguntó una joven cabo sentada tras una mesa.
Hasta entonces, ninguna mujer le había tratado de «señor», y no le gustó.
Extrajo una carta del bolsillo interior de la chaqueta y se la entregó.
– Tengo una cita con el director a las nueve.
– Creo que no ha llegado todavía, señor, pero lo comprobaré. -Tomó un teléfono y habló con un colega. Luego colgó y le dijo-: Alguien saldrá a recibirle dentro de unos minutos. Siéntese, por favor.
Los pocos minutos resultaron convertirse en una hora y, para entonces, Keith ya había leído los dos periódicos que había sobre la mesita de café, aunque no se le ofreció ningún café. Der Berliner no era mucho mejor que el Cherwell, el periódico estudiantil del que tanto se burlaba en Oxford, y Der Telegraf era todavía peor. Pero como el director del PRISC aparecía mencionado casi en cada página de este último, Keith confió en que no se le pidiera su opinión.
Finalmente, apareció otra mujer, que preguntó por el señor Townsend. Keith se levantó de inmediato y se acercó a la mesa.
– Soy Sally Carr -dijo la mujer con un enérgico acento londinense-. Secretaria del director. ¿En qué puedo servirle?
– Le escribí desde Oxford -contestó Keith con la esperanza de que su tono de voz sonara como su él tuviera más años de los que tenía en realidad-. Soy periodista del Oxford Mail, y se me ha encargado escribir una serie de artículos sobre las condiciones de vida reinantes en Berlín. Tengo una cita para ver… -hizo girar la carta-, al capitán Armstrong.
– Ah, sí, ya recuerdo -asintió la señorita Carr-, pero me temo que el capitán Armstrong se encuentra esta mañana de visita en el sector ruso, y no espero que regrese hoy a la oficina. Si puede usted volver mañana por la mañana, estoy segura de que estará encantado de recibirle.
Keith procuró no dejar entrever su decepción, y le aseguró que regresaría a las nueve de la mañana siguiente. Podría haber abandonado su plan de entrevistarse con Armstrong de no haber sido porque este capitán en particular sabía más sobre lo que sucedía realmente en Berlín que todos los demás oficiales de estado mayor juntos.
Dedicó el resto del día a explorar el sector británico, y se detuvo con frecuencia para tomar notas sobre todo aquello que considerara noticiable: cómo se comportaban los británicos con los alemanes derrotados, tiendas vacías que trataban de servir a demasiados clientes, colas para adquirir alimentos en la esquina de casi cada calle, cabezas inclinadas cada vez que se intentaba mirar a un alemán a los ojos. En la distancia, un reloj hizo sonar las doce campanadas. Entró en un ruidoso bar lleno de soldados uniformados y se sentó en el extremo de la barra. Cuando el camarero le preguntó finalmente qué deseaba, pidió una jarra de cerveza y un bocadillo de queso; al menos, creyó haber pedido queso, pues su alemán no era lo bastante fluido como para estar muy seguro. Sentado ante la barra, se dedicó a tomar algunas notas más. Mientras observaba a los camareros que iban de un lado a otro realizando su trabajo, se dio cuenta de que si uno vestía ropas de civil se le servía después que a cualquier otra persona que vistiera de uniforme.
Los diferentes acentos que escuchó en el local le recordaron que el sistema de clases se perpetuaba incluso allí donde los británicos ocuparan la ciudad de otros. Algunos de los soldados se quejaban, con tonos que no habrían complacido nada a la señorita Steadman, de lo mucho que tardaba en solucionarse su papeleo antes de que pudieran regresar a casa. Otros parecían resignados a llevar el uniforme toda la vida, y sólo hablaban de la próxima guerra y de dónde se libraría. Keith frunció el ceño al oír decir a alguien: «Rasca un poco y, por debajo, todos son unos condenados nazis». Pero después del almuerzo, tras continuar con su exploración del sector británico, le pareció que, al menos en la superficie, los soldados estaban bien disciplinados y que la mayoría de los ocupantes parecían tratar a los ocupados con moderación y cortesía.
Cuando los tenderos empezaron a bajar sus cierres metálicos y a cerrar sus puertas, Keith regresó a su pequeño MG. Lo encontró rodeado de admiradores, cuyas miradas de envidia no tardaron en transformarse en cólera al ver que el dueño del coche vestía ropas civiles. Regresó lentamente hacia su hotel. Después de tomar un plato de patatas y col en la cocina, subió a su habitación y pasó las dos horas siguientes dedicado a escribir todo lo que podía recordar de la experiencia del día. Más tarde, se acostó y leyó Rebelión en la granja, hasta que la vela chisporroteó y se apagó.
Aquella noche, Keith durmió bien. Después de otro intento por lavarse con agua helada, hizo un poco entusiasta esfuerzo por afeitarse antes de bajar a la cocina. Allí le esperaban varias rebanadas de pan cubiertas de mermelada. Después de desayunar, recogió sus papeles y se dispuso a acudir a su cita. Si se hubiera concentrado más en la conducción, y menos en las preguntas que deseaba plantearle al capitán Armstrong, no habría girado a la izquierda en la rotonda. El tanque que avanzaba hacia él fue incapaz de detenerse con tan poco tiempo de advertencia, y aunque Keith hundió el pie en el freno y sólo golpeó la esquina de su pesado guardabarros, el MG efectuó un giro completo, se subió a la acera y se estrelló contra una farola de cemento. Se quedó sentado tras el volante, tembloroso.
El tráfico que lo rodeaba se detuvo, y un joven teniente saltó del tanque y corrió hacia él para comprobar que no había resultado herido. Keith se bajó cautelosamente del coche, un poco conmocionado, pero después de unos saltos y movimientos con los brazos comprobó que no tenía nada más que un ligero corte en la mano derecha y un tobillo inflamado.
Al inspeccionar el tanque, vieron que no mostraba señal alguna del encontronazo, a excepción de la desaparición de la capa de pintura en una pequeña parte de su guardabarros. El MG, en cambio, daba la impresión de haber participado en una batalla en toda regla. Fue entonces cuando Keith recordó que, durante su estancia en el extranjero, sólo tenía cubierto el seguro por daños a terceros. No obstante, le aseguró al oficial de caballería que la culpa de lo sucedido no era suya, y después de que el teniente le indicara a Keith cómo llegar hasta el taller más próximo, se despidieron.
Keith abandonó el MG y echó a caminar hacia el taller. Llegó al patio unos veinte minutos más tarde, dolorosamente consciente de lo inapropiadamente vestido que iba. Al encontrar finalmente al único mecánico que hablaba inglés, éste le prometió que eventualmente alguien iría a retirar el vehículo.
– ¿Qué significa «eventualmente»? -preguntó Keith.
– Eso depende -contestó el mecánico, que se frotó las yemas de los dedos índice y pulgar-. Mire, todo es una cuestión de… prioridades.
Keith sacó la cartera y extrajo un billete de diez chelines.
– ¿No tiene dólares? -preguntó el mecánico.
– No -contestó Keith con firmeza.
Después de indicarle dónde estaba el coche, continuó su viaje hacia la Siemensstrasse. Ya llegaba con diez minutos de retraso a su cita en una ciudad donde había pocos trenes y menos taxis. Al llegar al cuartel general del PRISC, pensó que ahora le había tocado a él hacer esperar cuarenta minutos a alguien.
El cabo sentado tras la mesa le reconoció casi inmediatamente, pero no le transmitió noticias muy alentadoras.
– El capitán Armstrong tuvo que salir hace unos minutos para acudir a una cita en el sector estadounidense -le dijo-. Le esperó durante más de una hora.
– Maldita sea -exclamó Keith-. Tuve un accidente cuando venía hacia aquí, y he venido lo más rápidamente que he podido. ¿Podré verle en algún momento, durante el día?
– Me temo que no -contestó ella-. Tiene toda la tarde ocupada en reuniones en el sector estadounidense.
Keith se encogió de hombros.
– ¿Podría indicarme cómo llegar al sector francés?
Mientras recorría las calles de otro sector de Berlín, tuvo poco que añadir a su experiencia del día anterior, excepto para recordar que en esta ciudad se hablaban por lo menos dos idiomas en los que no podía conversar. Eso provocó que pidiera una comida que no deseaba, y una botella de vino que no se podía permitir.
Después de almorzar, regresó al garaje para comprobar cómo iban las cosas con su coche. Al llegar ya se habían encendido las luces de gas y la única persona que hablaba inglés se había marchado a casa. Keith vio su MG en el rincón del patio, en el mismo estado ruinoso en que lo había dejado por la mañana. Lo único que pudo hacer el ayudante fue señalar el número ocho de su reloj.
A la mañana siguiente, Keith estaba en el garaje a las ocho menos cuarto, pero el hombre que hablaba inglés no llegó hasta las 8,13. Rodeó el MG varias veces, pensativo, antes de darle su opinión.
– Pasará por lo menos una semana antes de que pueda dejarlo en condiciones de funcionar -dijo tristemente. Esta vez, Keith le ofreció una libra-. Bueno, quizá pueda arreglarlo en un par de días… Como ve, todo es cuestión de prioridades -repitió.
Keith decidió que no podía permitirse el lujo de ser máxima prioridad.
Luego, de pie en el atestado tranvía, se dedicó a considerar el estado de sus fondos, o más bien la falta de ellos. Si quería sobrevivir durante otros diez días, pagar su cuenta en el hotel y la reparación de su coche, tendría que pasarse el resto del viaje renunciando al lujo del hotel y dormir en el MG.
Keith bajó del tranvía en la parada que ahora ya le era familiar, subió los escalones y pocos minutos más tarde se encontraba ante la mesa, unos minutos antes de las nueve. Esta vez sólo le hicieron esperar veinte minutos, con los mismos periódicos para leer, antes de que la secretaria del director reapareciera con una expresión azorada en su rostro.
– Lo siento mucho, señor Townsend -se disculpó-, pero el capitán Armstrong ha tenido que volar inesperadamente a Inglaterra. Su segundo, el teniente Wakeham, le recibirá con sumo gusto.
Keith pasó casi una hora con el teniente Wakeham, que no dejaba de llamarle «muchacho», le explicó por qué no podía entrar en Spandau y no dejó de gastarle algunas bromas sobre Don Bradman. Al marcharse, Keith tuvo la sensación de haber aprendido más cosas sobre el estado del críquet inglés que acerca de lo que sucedía en Berlín. Pasó el resto del día en el sector estadounidense, y se detuvo varias veces en las calles para hablar con los soldados. Le dijeron con orgullo que no abandonaban su sector hasta que llegara el momento de regresar a Estados Unidos.
A últimas horas de la tarde, al pasar de nuevo por el garaje, el mecánico que hablaba inglés le prometió que el coche estaría terminado a la tarde siguiente, listo para que se lo llevara.
Al día siguiente, Keith se desplazó en tranvía hasta el sector ruso. Pronto descubrió lo muy equivocado que estaba al suponer que no podría aprender nada nuevo de la experiencia. El Club Laborista de la Universidad de Oxford no se sentiría complacido al saber que los hombros de los berlineses orientales parecían más hundidos, sus cabezas más inclinadas y su paso más lento que los de sus conciudadanos de los sectores aliados, y que ni siquiera parecían capaces de hablarse los unos a los otros, y mucho menos con Keith. En la plaza principal, una estatua de Hitler había sido sustituida por otra todavía más grande de Lenin, y una enorme efigie de Stalin dominaba casi todas las esquinas de las calles. Después de varias horas de deambular por calles tristes, con tiendas desprovistas de gente y de artículos, y de no poder encontrar un solo bar o restaurante, Keith regresó al sector británico.
Decidió que si a la mañana siguiente conducía hasta Dresde podría terminar pronto su trabajo, y pasar entonces un par de días en Deauville para reponer sus menguadas finanzas. Se puso a silbar al saltar a un tranvía que lo dejaría frente al garaje.
El MG le esperaba en el patio delantero, y tuvo que admitir que su aspecto era magnífico. Alguien se había dedicado incluso a limpiarlo, y el capó rojo brillaba bajo la luz nocturna.
El mecánico le entregó la llave. Keith se sentó tras el volante, la hizo girar en el contacto y el motor se puso en marcha inmediatamente.
– Estupendo -dijo.
El mecánico hizo un gesto de asentimiento. Una vez que Keith se bajó del coche, otro empleado del garaje se inclinó y sacó la llave del contacto.
– ¿Cuánto es? -preguntó Keith, que sacó la cartera.
– Veinte libras -contestó el mecánico.
Keith se giró en redondo y lo miró.
– ¿Veinte libras? -barbotó-. Pero yo no tengo veinte libras. Ya se ha embolsado usted treinta chelines, y ese maldito coche sólo me costó treinta libras.
Aquella información no pareció impresionar al mecánico en lo más mínimo.
– Tuvimos que cambiar el árbol del cigüeñal y reconstruir el carburador -le explicó-. Y no ha sido nada fácil encontrar las piezas de repuesto, por no hablar de la mano de obra. En Berlín no hay mucho espacio para esta clase de lujos. Veinte libras -repitió.
Keith abrió la cartera y empezó a contar sus billetes.
– ¿Cuánto supone eso en marcos alemanes?
– No aceptamos marcos alemanes -dijo el mecánico.
– ¿Por qué no?
– Los británicos nos han advertido que llevemos cuidado con las falsificaciones.
Keith decidió llegado el momento para probar con una táctica diferente.
– ¡Esto no es más que una extorsión! -aulló-. ¡Haré que le cierren el taller!
El alemán no se dejó conmover.
– Es posible que hayan ganado ustedes la guerra, señor -le dijo secamente-, pero eso no quiere decir que no tengan que pagar sus facturas.
– ¿Cree que puede salir bien librado de esto? -le gritó Keith-. Informaré de este asunto a mi amigo el capitán Armstrong, del PRISC. Entonces se dará cuenta de quién manda aquí.
– Quizá sea mejor que llamemos a la policía y dejemos que sean ellos quienes decidan quién manda.
Ese solo comentario bastó para silenciar a Keith, que recorrió el patio varias veces, arriba y abajo, antes de admitir.
– No tengo veinte libras.
– Entonces, quizá tendrá que vender el coche.
– Eso nunca -dijo Keith.
– En ese caso, tendremos que guardárselo en el garaje, al precio diario habitual, hasta que pueda pagar la factura.
Keith se puso más y más rojo, mientras los dos hombres permanecían de pie, junto a su MG, con aspecto notablemente impávido.
– ¿Cuánto me ofrecería por él? -preguntó finalmente.
– Bueno, en Berlín no existe una gran demanda de coches deportivos de segunda mano con el volante a la derecha -dijo-. Pero supongo que podría ofrecerle cien mil marcos alemanes.
– Pero si me acaba de decir que no hace tratos en marcos alemanes.
– Eso es sólo cuando vendemos. Pero las cosas son muy diferentes cuando compramos.
– ¿Suponen esos cien mil marcos una cantidad superior a mi factura?
– No -contestó el mecánico. Hizo una pausa, sonrió y añadió-: Pero procuraremos ofrecerle una buena tasa de cambio.
– Condenados nazis -murmuró Keith.
Al iniciar su segundo año de estudios en Oxford, Keith se vio presionado por sus amigos del Club Laborista para que se presentara a la elección del comité. Ya había llegado a la conclusión de que, aunque el club contaba con más de seiscientos miembros, era el comité el que se reunía con los ministros del gabinete cuando éstos visitaban la universidad, y los que tenían el poder para tomar resoluciones. Seleccionaban incluso a los que asistían a la conferencia del partido y, de ese modo, contaban con la posibilidad para influir sobre la política del partido.
Al anunciarse el resultado de la votación para el comité, a Keith le sorprendió comprobar el margen tan amplio por el que había sido elegido. Al lunes siguiente asistió a su primera reunión de comité, en el Bricklayers' Arms. Se sentó al fondo, en silencio, sin creer apenas en lo que estaba ocurriendo delante de sus mismos ojos. En el seno de aquel comité se reproducían todas aquellas cosas que más despreciaba sobre Gran Bretaña. Eran reaccionarios, estaban llenos de prejuicios y, cuando se trataba de tomar verdaderas decisiones, eran ultraconservadores. Si alguien planteaba una idea original, se discutía durante largo rato y luego se olvidaba rápidamente en cuanto la reunión se suspendía y todos bajaban al bar. Keith llegó a la conclusión de que ser un miembro del comité no iba a ser suficiente si deseaba ver convertidas en realidad algunas de sus ideas más radicales. Decidió que, en su último año, se convertiría en el presidente del Club Laborista. Al comentar sus ambiciones en una carta dirigida a su padre, sir Graham le contestó que le interesaban mucho más sus perspectivas de obtener un título, ya que llegar a ser el presidente del Club Laborista no tenía tanta importancia para alguien que confiaba pudiera sucederle como propietario de un grupo periodístico.
El único rival que tenía Keith para ocupar el puesto parecía ser el vicepresidente, Gareth Williams, hijo de un minero que, a partir de la escuela elemental de Neath, a la que había asistido, obtuvo una beca y poseía, desde luego, todas las calificaciones adecuadas.
La elección de puestos estaba programada para dos semanas después de la fiesta de San Miguel, el 29 de septiembre. Keith se dio cuenta de que cada hora de la primera semana sería crucial para sus esperanzas de ser nombrado presidente. Puesto que Gareth Williams era más popular en el comité que entre los socios, Keith sabía exactamente dónde tendría que concentrar todas sus energías. Durante los diez primeros días del trimestre invitó a su habitación, a tomar una copa a varios de los miembros liberados del club, incluidos algunos estudiantes de primer curso. Noche tras noche, consumieron cajas de cerveza, tarta y vino corriente, todo ello a expensas de Keith.
A falta de veinticuatro horas para la votación, Keith creía tenerlo todo bien atado. Comprobó la lista de miembros del club, marcó con una señal a todos aquellos con los que ya había hablado y que estaba razonablemente seguro de que le votarían, y con una cruz a los que sabía que apoyaban a Williams.
La reunión semanal del comité, celebrada la noche antes de la votación, se prolongó demasiado, pero Keith disfrutó con el considerable placer de pensar que ésta sería la última vez que tendría que soportar una resolución inútil tras otra, que sólo terminarían en la papelera más cercana. Permaneció sentado en el fondo de la estancia, sin aportar ninguna contribución a las innumerables enmiendas y subcláusulas que tanto gustaban a Gareth Williams y a sus compinches. El comité discutió durante casi una hora la desgracia que suponían las últimas cifras de desempleo, que afectaban ya a 300.000 obreros. A Keith le habría gustado señalar a sus hermanos que había por lo menos 300.000 personas en Gran Bretaña que, en su opinión, eran simplemente inútiles para el trabajo, pero pensó que decir algo así no sería muy prudente precisamente el día antes de buscar su apoyo en la urna.
Se hallaba reclinado en su asiento, casi dormitando, cuando cayó el obús. Fue durante la discusión de «Otros asuntos» cuando Hugh Jenkins (del St. Peter), alguien con el que Keith apenas se hablaba, no sólo porque hacía que Lenin pareciera un liberal, sino porque era el aliado más próximo de Gareth Williams, se levantó pesadamente de su asiento en la primera fila.
– Hermano presidente -empezó a decir-, he sido advertido de que se ha producido una violación del artículo número nueve de los reglamentos, subsección C, relativa a la elección de cargos para este comité.
– Explícate -dijo Keith, que ya tenía sus planes para el hermano Jenkins una vez que fuera elegido, unos planes que no se encontrarían en la subsección C de ningún reglamento.
– Eso es precisamente lo que me propongo hacer, hermano Townsend -afirmó Jenkins, que se volvió a mirarle-, sobre todo porque la cuestión te afecta directamente.
Keith se adelantó en su asiento y prestó más atención por primera vez desde que empezara la reunión.
– Parece ser, hermano presidente, que el hermano Townsend se ha dedicado durante los diez últimos días a solicitar apoyo para su candidatura al puesto de presidente de este club.
– Pues claro que lo he hecho -replicó Keith-. ¿De qué otro modo podría esperar ser elegido?
– Bueno, me alegra que el hermano Townsend muestre tanta franqueza al respecto, porque de ese modo, hermano presidente, no habrá necesidad de llevar a cabo una investigación interna.
En el rostro de Keith apareció una expresión de extrañeza, que se mantuvo hasta que Jenkins se explicó.
– Está perfectamente claro, que el hermano Townsend ni siquiera se ha molestado en consultar los reglamentos del partido, en los que se afirma sin el menor género de dudas que está estrictamente prohibido emplear cualquier forma de solicitar el voto para ocupar un puesto en la organización. Sólo tiene que consultar el artículo nueve, subsección C del reglamento.
Keith tuvo que admitir que no disponía de un reglamento y que jamás lo había consultado, y mucho menos por lo que se especificaba en su artículo nueve y en todas sus subsecciones.
– Lamento mucho verme en la obligación de proponer la aprobación de una resolución por parte de este comité -continuó Jenkins-. Que el hermano Townsend sea descalificado para tomar parte en la elección de mañana y al mismo tiempo que sea expulsado de este comité.
– Una cuestión de orden, hermano presidente -intervino otro miembro del comité, que se puso en pie en la segunda fila-. Creo que eso son dos resoluciones.
El comité pasó a discutir, durante otros cuarenta minutos, si era una o dos resoluciones las que tendrían que votar. La cuestión se solucionó finalmente mediante una enmienda introducida en la proposición: por una votación de once contra siete, se decidió que se votarían dos resoluciones. Siguieron varios discursos y cuestiones de orden sobre el tema de si se permitiría al hermano Townsend participar en la votación de las dos resoluciones planteadas. Keith dijo que, de todos modos, se abstendría en la votación de la primera resolución.
– Muy generoso por tu parte -dijo Williams con una sonrisa burlona.
A continuación, el comité aprobó una resolución por diez votos contra siete, y una abstención, por la que se descalificaba al hermano Townsend para presentarse como candidato a presidente.
Williams insistió en que el resultado de la votación quedara debidamente registrado en las actas de la reunión, por si acaso alguien decidiera presentar una apelación en el futuro. Keith dejó bien claro que no tenía la menor intención de apelar. Williams no pudo apartar la sonrisa burlona de su rostro.
Keith no se quedó para conocer el resultado de la votación sobre la segunda resolución y ya se encontraba en su habitación mucho antes de que se produjera la votación. Se perdió así la prolongada discusión que se produjo acerca de si debían imprimirse nuevas papeletas de votación, ahora que sólo había un candidato para ocupar el puesto de presidente.
Al día siguiente, fueron varios los estudiantes que dejaron bien claro lo mucho que lamentaban la descalificación de Keith. Pero éste ya había decidido que el Partido Laborista no entraría probablemente en el mundo real antes de finales de siglo, y que él podía hacer bien poco al respecto, por no decir prácticamente nada, incluso en el caso de que hubiera podido convertirse en presidente del club.
Aquella noche, en los alojamientos, el rector del colegio aportó su juicio mientras tomaba una copa de jerez.
– Debo decirle que no me siento desilusionado con el resultado, porque, tengo que advertirle, Townsend, que, en opinión de su tutor, si continuara usted trabajando de la misma forma irregular con que lo ha venido haciendo durante estos dos últimos años, es muy improbable que llegue a conseguir calificación alguna por parte de esta universidad. -Antes de que Keith pudiera decir algo en su defensa, el rector añadió-: Naturalmente, soy muy consciente de que un título por Oxford no tendrá una gran importancia en la carrera que ha elegido, pero me permito sugerirle que será una grave decepción para sus padres si tuviera que dejarnos, después de tres años de estudios, sin haber logrado absolutamente ninguna titulación que lo atestigüe.
Aquella noche, al regresar a su habitación, Keith se tumbó en la cama y pensó seriamente en la advertencia del rector. Pero fue una carta llegada pocos días más tarde la que finalmente le aguijoneó para entrar en acción. Su madre le escribió para comunicarle que su padre había sufrido un ligero ataque cardiaco, y confiaba en que, dentro de poco tiempo, él estuviera ya dispuesto para asumir alguna responsabilidad.
Keith le puso inmediatamente una conferencia a su madre, en Toorak. Cuando finalmente logró la comunicación, lo primero que le preguntó fue si deseaba que regresara a casa.
– No -contestó ella con firmeza-. Pero tu padre espera que dediques ahora más tiempo a concentrarse en la obtención de tu título ya que, de otro modo, cree que tu estancia en Oxford no habrá servido para nada.
Una vez más, Keith decidió confundir a los examinadores. Durante los ocho meses siguientes asistió a todas las clases y no faltó a ninguna reunión con el tutor. Con ayuda del doctor Howard, continuó estudiando durante los dos cortos períodos de vacaciones, lo que le permitió cobrar conciencia del poco trabajo realizado durante los dos últimos años.
Casi empezó a desear haberse llevado consigo a Oxford a la señorita Steadman, en lugar del MG.
El lunes de la séptima semana de su último trimestre, vestido con un sombrío traje oscuro, cuello blanco y pajarita, y su bata de pregraduado, se presentó en la escuela de exámenes superiores. Durante los cinco días siguientes se sentó en la mesa que se le asignó, con la cabeza inclinada y contestó todas las preguntas que pudo de los once exámenes que se le hicieron. La tarde del quinto día, al salir a la luz del sol, se unió a sus amigos, sentados en los escalones de las escuelas, para tomar champaña con cualquier viandante que pasara y quisiera unirse a ellos.
Seis semanas más tarde, Keith se sintió muy aliviado al encontrar su nombre en la lista de los incluidos por la escuela examinadora entre quienes habían obtenido una licenciatura en Filosofía y Letras (con título). A partir de ese momento, nunca reveló la clase de título obtenido, aunque tuvo que estar de acuerdo con la opinión del doctor Howard, según la cual eso tenía muy poca importancia para el desempeño de la carrera en la que estaba a punto de embarcarse.
Keith hubiera querido regresar a Australia apenas un día después de conocer el resultado de los exámenes, pero su padre no quiso saber nada al respecto.
– Espero que vayas a ver a mi viejo amigo Max Beaverbrook, y trabajes para él en el Express -le dijo por la línea telefónica, entre ruidos de estática-. Beaver puede enseñarte en seis meses mucho más de lo que has aprendido en Oxford en tres años.
Keith se contuvo para no decirle que eso no había sido un gran logro.
– Lo único que me preocupa, papá, es tu estado de salud. No quiero quedarme en Inglaterra si regresar a casa significa que puedo ayudarte a aliviar la presión a la que te ves sometido.
– Nunca me he sentido mejor, muchacho -replicó sir Graham-. El médico me asegura que casi he vuelto ya a la normalidad y, mientras no fuerce las cosas, aún me queda mucho tiempo por delante. A la larga, me serás mucho más útil si aprendes tu oficio en Fleet Street, en lugar de regresar a casa ahora y ponerte bajo mis órdenes. Voy a llamar ahora mismo a Beaver. Así que procura escribirle unas líneas…, hoy mismo.
Esa tarde, Keith le escribió a lord Beaverbrook y, tres semanas más tarde, el propietario del Express concedió al hijo de sir Graham Townsend una entrevista de quince minutos.
Keith llegó a Arlington House con quince minutos de anticipación, y recorrió St. James durante varios minutos para hacer tiempo antes de entrar en el impresionante edificio. Tuvo que esperar otros veinte minutos antes de que una secretaria lo acompañara hasta el enorme despacho de lord Beaverbrook, desde donde se dominaba el parque de St. James.
– ¿Qué tal está su padre? -fueron las primeras palabras de Beaver.
– Se encuentra bien, señor -contestó Keith.
Se mantuvo de pie, delante de la mesa, puesto que no se le había ofrecido asiento.
– ¿Y quiere usted seguir sus pasos? -preguntó el viejo, mirándole.
– Así es, señor.
– Bien, en ese caso, mañana, a las diez, se presenta en el despacho de Frank Butterfield, en el Express. Es el mejor subdirector que puede encontrarse en Fleet Street. ¿Alguna pregunta?
– No, señor -contestó Keith.
– Bien -replicó Beaverbrook-. Le ruego que transmita mis saludos a su padre.
Bajó la cabeza, lo que pareció ser una señal de que la entrevista había concluido. Treinta segundos más tarde, Keith estaba de nuevo en St. James, no muy seguro de que aquella entrevista hubiera tenido lugar.
A la mañana siguiente se presentó ante Frank Butterfield, en Fleet Street. El subdirector parecía incapaz de dejar de correr de un periodista a otro. Keith intentó mantenerse a su lado, y no tardó mucho en comprender del todo por qué Butterfield se había divorciado tres veces. Pocas mujeres en su sano juicio habrían tolerado aquel estilo de vida. Butterfield se llevaba el periódico a la cama cada noche, excepto el sábado, y ésa era su implacable amante.
A medida que transcurrieron las semanas, Keith empezó a aburrirse de seguir a Frank por todas partes, y se sentía cada vez más impaciente por obtener una visión más amplia de cómo se producía y gestionaba un periódico. Frank, consciente de la inquietud del joven, diseñó un programa para mantenerlo totalmente ocupado. Pasó tres meses en el departamento de tiraje, los tres siguientes en el de publicidad, y otros tres en los talleres. Allí encontró innumerables ejemplos de miembros del sindicato que se dedicaban a jugar a las cartas cuando debían de estar trabajando en las prensas, o que interrumpían ocasionalmente el trabajo entre una taza de café y otra para escaparse a hacer apuestas en el local del corredor más cercano. Algunos llegaban a fichar bajo dos o tres nombres, y recibían un sobre con un salario por cada uno de los nombres.
Cuando Keith ya llevaba seis meses en el Express, empezó a cuestionarse que el contenido editorial fuera todo lo que importaba para producir un periódico con éxito. ¿Acaso él y su padre no deberían haber dedicado todas aquellas mañanas de domingo a controlar el espacio de publicidad del Courier con la misma atención con que leían la primera página? Y cuando criticaban los titulares del Gazette, en el despacho del viejo, ¿no deberían haberse ocupado más bien de que el periódico no tuviera personal excesivo, o de que no se dispararan los gastos de los periodistas? En último término, y por enorme que fuera la tirada de un periódico, el objetivo final debería ser sin duda obtener el mayor beneficio posible para la inversión. A menudo discutió el problema con Frank Butterfield, quien tenía la impresión de que las prácticas establecidas desde hacía tiempo en los talleres eran probablemente irreversibles a aquellas alturas.
Keith escribía a su casa con regularidad, en cartas extensas en las que exponía sus teorías. Ahora que experimentaba de primera mano muchos de los problemas a los que se enfrentaba su padre, empezaba a temer que las prácticas sindicales que eran tan comunes en los talleres de Fleet Street pudieran llegar también a Australia.
Al final de su primer año, Keith envió un largo memorándum a Beaverbrook, en Arlington House, a pesar de que Frank Butterfield le aconsejó que no lo hiciera. Expresaba en él su opinión de que los talleres del Express contaban con un personal excesivo y superfluo, en una proporción de tres a uno, y que, puesto que los salarios constituían sus principales gastos, no existía ninguna esperanza de que un grupo periodístico moderno pudiera conseguir beneficios de aquel modo. Alguien iba a tener que enfrentarse a los sindicatos en el futuro. Beaverbrook ni siquiera le dirigió una nota para agradecerle el envío del informe.
Sin dejarse amilanar por ello, Keith inició su segundo año de trabajo en el Express dedicándole horas que ni siquiera sabía que existieran cuando estuvo en Oxford. Eso sirvió para reforzar su opinión de que, tarde o temprano, tendrían que producirse grandes cambios en la industria periodística, y con todo ello preparó un largo memorándum para su padre, que tenía la intención de analizar con él en cuanto regresara a Australia. En el memorándum explicaba con toda exactitud qué cambios creía que sería necesario hacer en el Courier y el Gazette para que ambos periódicos pudieran seguir siendo solventes durante la segunda mitad del siglo veinte.
Keith se encontraba hablando por teléfono, en el despacho de Butterfield, disponiendo su vuelo de regreso a Melbourne, cuando un mensajero le entregó el telegrama.
Al visitar Der Telegraf por primera vez, al capitán Armstrong le sorprendió descubrir lo destartaladas que eran las oficinas del pequeño sótano. Fue saludado por un hombre que se presentó a sí mismo como Arno Schultz, director del periódico.
Schultz sólo medía un metro sesenta de estatura, tenía unos taciturnos ojos grises y llevaba el cabello muy corto. Vestía un traje de tres piezas de antes de la guerra, que probablemente le hicieron a medida cuando pesaba diez kilos más. La camisa aparecía rozada en el cuello y en los puños, y llevaba una corbata negra, delgada y brillante por el uso.
Armstrong le sonrió.
– Usted y yo tenemos algo en común -le dijo.
Schultz se removió inquieto en presencia de este corpulento oficial británico.
– ¿Y qué es? -preguntó.
– Ambos somos judíos -dijo Armstrong.
– Jamás me lo habría imaginado -dijo Schultz, verdaderamente sorprendido.
Armstrong no pudo ocultar una sonrisa de satisfacción.
– Permítame dejar bien claro desde el principio que tengo la intención de ofrecerle toda la ayuda que esté en mi mano para procurar que Der Telegraf salga a la calle. Sólo tengo un objetivo a largo plazo: superar en ventas al Der Berliner.
Schultz lo miró con expresión dudosa.
– En estos momentos venden el doble de ejemplares diarios que nosotros. Eso sucedía incluso antes de la guerra. Tienen mejor imprenta, más personal, y la ventaja de estar en el sector estadounidense. No creo que ése sea un objetivo realista, capitán.
– En ese caso, tendremos que cambiar todo eso, ¿no le parece? -dijo Armstrong-. A partir de ahora tiene que considerarme como el propietario del periódico, a cambio de lo cual le permitiré que continúe con su trabajo de director. ¿Por qué no empieza por contarme cuáles son sus problemas?
– ¿Por dónde quiere que empiece? -preguntó Schultz, que miró directamente a su nuevo jefe-. Las máquinas de imprimir son anticuadas. Muchos de sus componentes están desgastados, y no parece haber forma humana de conseguir repuestos.
– Hágame una lista de todo lo que necesita y me ocuparé de que disponga usted de repuestos.
Schultz lo miró, nada convencido. Empezó a limpiarse los cristales de roca de las gafas con un pañuelo que se sacó del bolsillo superior de la chaqueta.
– Luego está el continuo problema con la electricidad. En cuanto consigo poner en marcha la maquinaria, se corta la corriente. De ese modo, por lo menos dos veces a la semana no logramos poner el periódico en la calle.
– Me aseguraré de que eso no vuelva a suceder -le prometió Armstrong sin la menor idea de cómo iba a conseguirlo-. ¿Qué más?
– Seguridad -dijo Schultz-. El censor comprueba cada palabra del original, de modo que, inevitablemente, los artículos llegan con dos o tres días de retraso cuando pueden ser publicados, y después de que él haya tachado con lápiz azul los párrafos más interesantes, de tal modo que no queda por leer gran cosa de valor.
– Correcto -asintió Armstrong-. A partir de ahora, yo me ocuparé de revisar los artículos. Hablaré también con el censor, para que no tenga que volver a sufrir esos problemas en el futuro. ¿Es eso todo?
– No, capitán. Mi mayor problema se produce cuando no hay ningún corte del suministro eléctrico durante toda la semana.
– No comprendo. ¿Cómo puede ser eso un problema? -preguntó Armstrong.
– Porque entonces me quedo siempre sin papel.
– ¿Cuál es su tirada actual?
– Cien mil ejemplares diarios. Ciento veinte mil en el mejor de los casos.
– ¿Y el tiraje del Berliner?
– Aproximadamente un cuarto de millón de ejemplares -Schultz hizo una breve pausa, antes de añadir-: cada día.
– Me aseguraré de que reciba usted papel suficiente para imprimir un cuarto de millón de ejemplares al día. Para ello, deme tiempo hasta finales de mes.
Schultz, que normalmente era un hombre cortés, ni siquiera le dio las gracias cuando el capitán Armstrong se despidió para regresar a su despacho. A pesar de la enorme seguridad en sí mismo demostrada por el oficial británico, él, simplemente, no creía que nada de todo aquello fuera posible.
Una vez que se encontró sentado ante su mesa, Armstrong le pidió a Sally que mecanografiara una lista de todas las piezas que le había pedido Schultz. Una vez que terminó la tarea, él mismo comprobó la lista, y le pidió que preparase una docena de copias y que organizara una reunión de todo el equipo. Una hora más tarde, todos se encontraban apretujados dentro de su despacho.
Sally entregó una copia de la lista a cada uno de ellos. Armstrong repasó brevemente cada una de las piezas y terminó diciendo:
– Deseo disponer de todo lo que aparece en esta lista, y lo quiero pronto. Cuando se haya conseguido cada una de las cosas incluidas en ella, todos ustedes dispondrán de tres días de permiso. Mientras tanto, el horario será permanente, incluidos los fines de semana. ¿Me he expresado con suficiente claridad?
Unos pocos de ellos asintieron, pero nadie dijo nada.
Nueve días más tarde, Charlotte llegó a Berlín, y Armstrong envió a Benson a buscarla a la estación.
– ¿Dónde está mi esposo? -preguntó ella mientras el chófer colocaba las maletas en los asientos traseros del jeep.
– Tenía una reunión importante a la que no podía faltar, señora Armstrong. Me ha ordenado decirle que se reunirá con usted esta noche.
Aquella noche, al regresar al piso, Dick descubrió que Charlotte ya había terminado de guardar sus cosas y le había preparado la cena. Al cruzar el umbral, ella le echó los brazos al cuello.
– Es maravilloso tenerte en Berlín, querida -le dijo-. Siento mucho no haber podido ir a la estación a recibirte. -La soltó y la miró a los ojos-. Estoy realizando el trabajo de seis hombres. Espero que lo comprendas.
– Desde luego -asintió Charlotte-. Quiero saberlo todo sobre tu nuevo trabajo mientras cenamos.
Dick apenas si dejó de hablar desde que se sentaron a cenar hasta que dejaron sobre la mesa los platos sin lavar y se acostaron. A la mañana siguiente llegó tarde a la oficina, por primera vez desde que estaba en Berlín.
Los muchachos del capitán Armstrong tardaron diecinueve días en localizar cada una de las piezas incluidas en la lista, y Dick sólo tardó otros ocho en requisarlas, para lo que empleó una poderosa mezcla de encanto, intimidación y soborno. Un día en el que apareció en el despacho una gran caja cerrada que contenía seis nuevas máquinas de escribir Remington, y que no iba acompañada por ninguna orden de requisamiento, se limitó a decirle al teniente Wakeham que mirara hacia otro lado.
Cada vez que Armstrong se encontraba con un obstáculo importante, se limitaba a mencionar las palabras «coronel Oakshott» y «Comisión de Control». Eso casi siempre tenía como resultado que el reacio oficial que planteaba la dificultad terminara por firmar por triplicado todo aquello que se necesitara.
En lo referente al suministro eléctrico, Peter Wakeham le informó que, debido a la sobrecarga, uno de los cuatro sectores de la ciudad tenía que ser desconectado de la red por lo menos tres horas de cada doce. Según dijo, la red se hallaba a cargo de un capitán estadounidense llamado Max Sackville, que dijo no disponer de tiempo para entrevistarse con él.
– Déjemelo a mí -se limitó a decirle Armstrong.
Pero Dick pronto descubrió que Sackville era inconmovible al encanto, la intimidación o el soborno, debido en parte a que los estadounidenses parecían tener exceso de todo y siempre asumían que la autoridad definitiva era la suya. Lo que sí descubrió fue que el capitán tenía una debilidad, a la que se entregaba cada sábado por la noche. Tuvo que emplear varias horas para escuchar cómo Sackville se había ganado su corazón púrpura en Anzio, antes de que Dick fuera invitado a unirse a su grupo de jugadores de póquer.
Durante las tres semanas siguientes, Dick procuró perder alrededor de cincuenta dólares cada sábado por la noche que, bajo diferentes conceptos, incluía al lunes siguiente en el capítulo de gastos. De ese modo, se aseguró que el suministro eléctrico del sector británico no se cortara nunca entre las tres de la tarde y la medianoche, excepto los sábados, en que no se imprimía el Telegraf.
La lista de piezas de repuesto de Arno Schultz quedó completada en veintiséis días y, para entonces, el Telegraf ya imprimía 140.000 ejemplares cada noche. El teniente Wakeham quedó a cargo de la distribución, y el periódico nunca dejaba de estar en las calles a primeras horas de la mañana. Cuando Dick informó al coronel Oakshott de las últimas tiradas del Telegraf, éste quedó encantado con los resultados que estaba consiguiendo su protégé y estuvo de acuerdo en conceder tres días de permiso a todo el equipo.
Nadie se sintió más encantada ante esta noticia que la propia Charlotte. Desde su llegada a Berlín, Dick raras veces regresaba a casa antes de la medianoche, y a menudo se marchaba antes incluso de que ella se despertara. Pero aquel viernes por la tarde se detuvo ante el edificio donde estaba el piso que ocupaban al volante de un Mercedes de alguien, y una vez que ella hubo cargado las viejas maletas en el coche, emprendieron el viaje hacia Lyon para pasar un fin de semana con la familia de Charlotte.
A ella le preocupaba que Dick pareciese incapaz de relajarse más de unos pocos minutos seguidos, pero se sentía agradecida por el hecho de que no hubiera teléfono en la pequeña casa de sus padres, en Lyon. El sábado por la noche, toda la familia se fue a ver a David Niven en El matrimonio perfecto. A la mañana siguiente, Dick empezó a dejarse crecer el bigote.
En cuanto el capitán Armstrong regresó a Berlín, siguió el consejo del coronel y se dedicó a establecer útiles contactos en cada sector de la ciudad, una tarea que se le facilitaba en cuanto la gente se enteraba de que controlaba un periódico leído por un millón de personas cada día (según sus propias cifras).
Casi todos los alemanes con los que se encontraba suponían que, por su forma de comportarse, tenía que ser por lo menos un general; a todos los demás no les dejaba la menor duda de que, aun cuando no lo fuera, disponía del apoyo de los altos mandos. Se aseguró de que ciertos oficiales del estado mayor fueran mencionados con regularidad en el Telegraf, después de lo cual, ninguno de ellos se oponía a sus peticiones, por escandalosas que fueran. También aprovechó la continua fuente de publicidad que le proporcionaba el periódico para promocionarse a sí mismo y, puesto que era capaz de publicar prácticamente lo que quisiera, no tardó en convertirse en un personaje famoso en una ciudad llena de uniformes anónimos.
Tres meses después de la entrevista inicial con Arno Schultz el Telegraf se editaba con regularidad seis días a la semana, y ya pudo informar al coronel Oakshott de que la tirada superaba los 200.000 ejemplares y que, a ese ritmo, no tardarían en sobrepasar al Berliner.
– Está haciendo usted un trabajo de primera clase, Dick -se limitó a decirle el coronel.
No sabía con toda seguridad qué hacía realmente Armstrong, pero había observado que los gastos del joven capitán ascendían ya a más de 20 libras semanales.
Aunque Dick informó a Charlotte de la alabanza del coronel, su esposa se dio cuenta de que empezaba a aburrirse con aquel trabajo. El Telegraf ya vendía casi tantos ejemplares como el Berliner, y los oficiales de más alta graduación de los tres sectores occidentales siempre se sentían felices de recibir al capitán Armstrong e incluirlo entre sus invitados. Al fin y al cabo, sólo tenían que susurrarle una historia al oído para que apareciera en letras de imprenta al día siguiente. Como consecuencia de ello, siempre disponía de una buena reserva de puros cubanos, a Charlotte y a Sally nunca les faltaban medias de nailon, Peter Wakeham disfrutaba de su copa favorita de ginebra Gordon's, y los muchachos disponían de suficiente vodka y cigarrillos como para mantener un pequeño mercado negro.
Pero Dick se sentía frustrado por el hecho de que no parecía lograr ningún progreso en su propia carrera. Aunque con bastante frecuencia se le había dado a entender que podía esperar un ascenso, nada parecía ocurrir en una ciudad demasiado llena ya de mayores y coroneles, la mayoría de los cuales se pasaban el tiempo sentados, a la espera de ser enviados de regreso a sus casas.
Dick empezó a discutir con Charlotte la posibilidad de regresar a Inglaterra, sobre todo porque el recientemente elegido primer ministro laborista, Clement Attlee, había pedido a los soldados que regresaran lo antes posible porque había una gran cantidad de puestos de trabajo esperándoles. A pesar de su cómodo estilo de vida en Berlín, a Charlotte pareció encantarle la idea, y animó a Dick a solicitar la baja voluntaria. Al día siguiente, pidió ver al coronel.
– ¿Está seguro de que es eso lo que realmente desea hacer? -le preguntó Oakshott.
– Sí, señor -contestó Dick-. Ahora que todo funciona suavemente, Schultz es perfectamente capaz de dirigir el periódico sin mí.
– Me parece bastante justo. Procuraré acelerar el proceso todo lo posible.
Pocas horas más tarde, sin embargo, Armstrong oyó pronunciar por primera vez el nombre de Klaus Lauber y procuró hacer más lento el proceso de su baja en el ejército.
A últimas horas de la mañana, cuando Armstrong visitó la imprenta, Schultz le informó que, por primera vez, habían vendido más ejemplares que el Berliner, y que tenía la sensación de que debían empezar a pensar en sacar una edición dominical.
– No veo razón alguna por la que no debamos hacerlo -dijo Dick, que parecía un tanto aburrido.
– Sólo desearía que pudiéramos cobrar el mismo precio que cobrábamos antes de la guerra -comentó Schultz con un suspiro-. Con estas cifras de ventas conseguiríamos un buen beneficio. Sé que debe de parecerle difícil de creer, capitán Armstrong, pero en aquellos tiempos se me consideraba como un hombre próspero y con éxito.
– Quizá vuelva usted a serlo -dijo Armstrong-. Y antes de lo que se imagina -añadió mientras miraba por la sucia ventana hacia una acera llena de gente con aspecto cansado.
Se disponía a decirle a Schultz que tenía la intención de dejar toda la operación en sus manos para regresar a Inglaterra, cuando el alemán dijo:
– No estoy yo tan seguro de que eso sea posible.
– ¿Por qué no? -preguntó Armstrong-. El periódico le pertenece a usted, y todo el mundo sabe que no tardarán mucho en levantarse las restricciones sobre las participaciones accionariales de los ciudadanos alemanes.
– Quizá sea así, capitán Armstrong, pero, desgraciadamente, ya no soy el propietario de las acciones de la empresa.
Armstrong guardó silencio y, al hablar, eligió las palabras con mucho cuidado.
– ¿De veras? ¿Qué le indujo a venderlas? -preguntó, sin dejar de mirar por la ventana.
– No las vendí -dijo Schultz-. Prácticamente las regalé.
– Creo que no le comprendo -dijo Armstrong, volviéndose a mirarlo.
– En realidad, es bastante sencillo -dijo Schultz-. Poco después de que Hitler llegara al poder, se aprobó una ley por la que se descalificaba a los judíos para ser propietarios de periódicos. Me vi obligado a entregarle mis acciones a una tercera persona.
– En ese caso, ¿quién es ahora el propietario del Telegraf? -preguntó Armstrong.
– Un viejo amigo mío llamado Klaus Lauber -contestó Schultz-. Era funcionario en el ministerio de Obras Públicas. Nos conocimos hace muchos años en un club de ajedrez, y solíamos jugar todos los martes y viernes…, otra de las cosas que tampoco me permitieron seguir haciendo después de la llegada de Hitler al poder.
– Pero si Lauber es tan buen amigo suyo, tiene que poder venderle de nuevo las acciones.
– Supongo que eso todavía es posible. Al fin y al cabo, sólo pagó una suma nominal por ellas, en el bien entendido de que me las devolvería una vez acabada la guerra.
– Estoy seguro de que será fiel a su palabra -dijo Armstrong-, sobre todo si es tan buen amigo suyo.
– Yo también estoy seguro de que lo haría, si no hubiéramos perdido el contacto durante la guerra. No lo he vuelto a ver desde diciembre de 1942. Como tantos otros alemanes, se ha convertido en otra estadística.
– Pero usted tiene que saber dónde vivía -comentó Armstrong, dándose unos golpecitos en la pierna con el bastón de paseo.
– Su familia fue trasladada fuera de Berlín después de que se iniciaran los bombardeos, que fue cuando perdí contacto con él. Sólo Dios sabe dónde puede estar ahora -añadió con un suspiro.
Dick tuvo la sensación de haber obtenido toda la información que necesitaba.
– ¿Qué sucede con ese artículo sobre la inauguración del nuevo aeropuerto? -preguntó, para cambiar de tema.
– Ya hemos enviado a un fotógrafo al lugar, y he pensado enviar a un periodista para hacer una entrevista…
Schultz continuó informándole, pero Armstrong tenía sus pensamientos puestos en otra cosa. En cuanto regresó a su despacho, llamó a Sally y le pidió que se pusiera en contacto con la Comisión de Control y descubriera quién era el propietario del Telegraf.
– Siempre creí que era Arno -dijo ella.
– Yo también -dijo Armstrong-, pero por lo visto no lo es. Se vio obligado a vender sus acciones a un tal Klaus Lauber poco después de la llegada de Hitler al poder. Lo que necesito saber es: primero, ¿sigue siendo Lauber el propietario de las acciones? Segundo, si lo es, ¿vive todavía? Y tercero, si vive, ¿dónde demonios está? Y, por favor, Sally, no le mencione esto a nadie. Y eso incluye al teniente Wakeham.
Sally tardó tres días en confirmar que el mayor Klaus Otto Lauber seguía registrado en la Comisión de Control como el propietario legal del Der Telegraf.
– Pero ¿está todavía vivo? -preguntó Armstrong.
– Vivito y coleando -contestó Sally-. Y, lo que es más importante, se encuentra en Gales.
– ¿En Gales? -repitió Armstrong-. ¿Cómo puede ser?
– Por lo visto, el mayor Lauber está retenido actualmente en un campo de internamiento en las afueras de Bridgend, donde ha pasado los tres últimos años, después de haber sido capturado mientras servía en el Afrika Korps de Rommel.
– ¿Qué más ha podido descubrir? -preguntó Armstrong.
– Eso es todo -contestó Sally-. Me temo que el mayor no pasó una buena guerra.
– Bien hecho, Sally. Pero sigo queriendo saber cualquier cosa que pueda descubrir sobre él. Y me refiero a todo; fecha y lugar de nacimiento, educación, cuánto tiempo estuvo en el ministerio de Obras Públicas, todo hasta el día que llegó a Bridgend. Procure utilizar en esto todos los favores que le deban, y procúrese unos pocos más si lo necesita. Yo voy a ver a Oakshott. ¿Alguna otra cosa por la que deba preocuparme?
– Hay un joven periodista del Oxford Mail que esperaba poder entrevistarse con usted. Lleva esperando casi una hora.
– Déjelo para mañana.
– Pero escribió para pedirle una cita, y usted se la concedió.
– Déjelo para mañana -repitió Armstrong.
Sally había terminado por conocer bien aquel tono de voz y, después de librarse del señor Townsend, dejó todo lo que estaba haciendo y se dispuso a investigar la poco distinguida carrera del mayor Klaus Lauber.
Después de abandonar su despacho, el soldado Benson condujo al capitán Armstrong hasta los alojamientos de oficiales de la comandancia, situados al otro lado del sector.
– Me viene usted con peticiones muy extrañas -observó el coronel Oakshott después de que él le esbozara su idea.
– Creo que terminará usted por comprobar, señor, que esto ayudará a la larga a cimentar unas mejores relaciones entre las fuerzas de ocupación y los ciudadanos de Berlín.
– Está bien, Dick. Sé que usted comprende estas cosas mucho mejor que yo, pero en este caso no puedo imaginar siquiera cómo reaccionarán nuestros jefes.
– Quizá pueda usted señalarles, señor, que si somos capaces de demostrarles a los alemanes que nuestros prisioneros de guerra, es decir, sus esposos, hijos y padres, reciben un tratamiento justo y decente por parte de los británicos, eso sería un magnífico golpe de relaciones públicas para nosotros, especialmente teniendo en cuenta la forma en que los nazis trataron a los judíos.
– Haré todo lo que pueda -le prometió el coronel-. ¿Cuántos campos desea visitar?
– Creo que, para empezar, sólo uno -contestó Armstrong-. Y quizá otros dos o tres algo más adelante, en el caso de que mi primera salida demuestre ser un éxito. -Sonrió, antes de añadir-: Sólo espero que eso no dé a «nuestros jefes» razones para sentir pánico.
– ¿Ha pensado ya en alguno en particular? -preguntó el coronel.
– En Inteligencia me han informado que el campo ideal para llevar a cabo esta clase de ejercicio puede ser, probablemente, uno situado a unos pocos kilómetros a las afueras de Bridgend, en Gales.
El coronel tardó en conseguir la autorización deseada por el capitán Armstrong algo más de lo que tardó Sally en descubrir todo lo que había que saber sobre Klaus Lauber. Dick releyó sus notas una y otra vez, tratando de considerarlas desde todos los puntos de vista.
Lauber había nacido en Dresde en 1896. Sirvió en la Primera Guerra Mundial y alcanzó el grado de teniente. Tras el Armisticio entró a formar parte del ministerio de Obras Públicas, en Berlín. A pesar de hallarse en la reserva, fue llamado a filas en diciembre de 1942, y se le concedió el grado de mayor. Enviado al norte de África, fue puesto al mando de una unidad dedicada a construir puentes, que poco más tarde se dedicó a destruirlos. Capturado en marzo de 1943 durante la batalla de El Agheila, fue enviado por vía marítima a Gran Bretaña y se encontraba actualmente en el campo de internamiento situado en las afueras de Bridgend. En el expediente de Lauber, en la Oficina de Guerra de Whitehall, no se mencionaba que fuera propietario de las acciones del Der Telegraf.
Tras leer las notas una vez más, Armstrong le hizo una pregunta a Sally. Ella comprobó rápidamente en la guía de oficiales británicos estacionados en Berlín, y le dio tres nombres.
– ¿Alguno de ellos ha servido en el Regimiento del Rey, o en el North Staffordshire? -preguntó Armstrong.
– No -contestó Sally-, pero uno de ellos pertenece a la Brigada Real de Rifles, que utiliza los mismos comedores que nosotros.
– Bien -asintió Dick-, ése es nuestro hombre.
– A propósito -dijo Sally-, ¿qué debo decirle al joven periodista del Oxford Mail?
Dick hizo una pausa antes de contestar.
– Dígale que he tenido que visitar el sector estadounidense, y que trataré de entrevistarme con él en algún momento, mañana.
Era insólito que Armstrong comiera en el comedor de oficiales británicos, porque con su opulencia y libertad para moverse por la ciudad siempre era bien recibido en cualquier restaurante de Berlín. En cualquier caso, todo oficial sabía que, cuando se trataba de comer, siempre trataba de encontrar alguna excusa para estar en el sector francés. No obstante, la noche de ese martes concreto el capitán Armstrong llegó al comedor pocos minutos después de las seis y le preguntó al cabo que servía detrás de la barra si conocía al capitán Stephen Hallet.
– Desde luego, señor -contestó el cabo-. El capitán Hallet suele venir hacia las seis y media. Creo que trabaja en el Departamento Legal -añadió, diciéndole a Armstrong algo que ya sabía.
Armstrong se quedó en el bar, tomando un whisky y mirando hacia la puerta cada vez que llegaba un nuevo oficial. Luego, miraba interrogativamente al cabo, que en cada ocasión negaba con la cabeza, hasta que se dirigió hacia el bar un hombre delgado, prematuramente calvo, en quien hasta el uniforme más pequeño habría parecido holgado. Al llegar ante la barra pidió un Tom Collins y el barman le dirigió a Armstrong un rápido gesto de asentimiento. Armstrong se le acercó y se sentó en un taburete, a su lado.
Se presentó y se enteró rápidamente de que Hallet se sentía impaciente por ser desmovilizado y regresar al Colegio de Abogados de Lincoln, para continuar con su carrera.
– Me ocuparé de ayudarle a acelerar el proceso -dijo Armstrong, sabiendo perfectamente bien que, cuando se trataba de ese departamento, no tenía absolutamente ninguna influencia.
– Es muy amable por su parte, compañero -agradeció Hallet-. No vacile en decirme si puedo hacer algo por usted cuando lo necesite. Para compensarle por la molestia.
– ¿Qué le parece si tomamos un bocado? -sugirió Armstrong, que bajó del taburete y condujo al abogado hacia una mesa tranquila para dos, en un rincón.
Después de haber pedido el menú fijo, Armstrong pidió al cabo una botella de vino de su reserva privada, y condujo hábilmente a su compañero a hablar de un tema sobre el que, según dijo, necesitaba consejo.
– Comprendo demasiado bien los problemas a los que se enfrentan algunos alemanes -dijo Armstrong, que llenó la copa de su compañero-, puesto que yo mismo soy judío.
– Me sorprende, capitán Armstrong -dijo Hallet, que tomó un sorbo de vino, antes de añadir-: Pero, evidentemente, es usted un hombre lleno de sorpresas.
Armstrong miró con atención a su compañero de mesa, pero no detectó en su rostro ninguna señal de ironía.
– Quizá pueda usted ayudarme en un caso muy interesante que me he encontrado hace poco sobre la mesa -se arriesgó a decir.
– Estaré encantado de ayudarle en lo que pueda -dijo Hallet.
– Es muy amable por su parte -dijo Armstrong, que todavía no había tocado su copa-. Me preguntaba qué derechos puede tener un judío alemán que, antes de la guerra, se vio obligado a vender las acciones que poseía de una empresa a otro alemán no judío. ¿Puede reclamar su devolución, ahora que la guerra ha terminado?
El abogado guardó un momento de silencio, y en esta ocasión pareció un poco extrañado.
– Sólo en el caso de que la persona que adquirió las acciones sea lo bastante decente como para volvérselas a vender. De otro modo, no puede hacer absolutamente nada al respecto. Si recuerdo correctamente, eso fue el resultado de las leyes de Nuremberg de 1935.
– Eso, sin embargo, no parece justo -se limitó a decir Armstrong.
– En efecto, no lo es -fue la respuesta del abogado, que tomó otro sorbo de vino-. Pero ésa fue la ley aprobada en su momento y, tal como están las cosas ahora, no existe ninguna autoridad civil con capacidad para revocarla. Ah, debo admitir que este clarete es excelente. ¿Cómo se las ha arreglado para encontrarlo?
– Un buen amigo mío, en el sector francés, parece tener existencias ilimitadas. Si quiere, puedo pedirle, y luego hacérselas llegar a usted, una docena de botellas.
A la mañana siguiente, el coronel Oakshott recibió autorización para permitirle al capitán Armstrong que visitara un campo de internamiento en Gran Bretaña, en cualquier momento del siguiente mes.
– Pero le han limitado a visitar Bridgend -añadió.
– Lo comprendo perfectamente -asintió Armstrong.
– Y también han dejado bien claro que no puede usted entrevistar a más de tres prisioneros -continuó el coronel, que leía un memorándum que tenía sobre la mesa-, y que ninguno de ellos puede tener un rango superior al de coronel. Son órdenes estrictas de Seguridad.
– Estoy seguro de que podré arreglármelas, a pesar de esas limitaciones -dijo Armstrong.
– Esperemos que todo esto demuestre ser útil, Dick. Como bien sabe, todavía tengo mis dudas.
– Espero demostrarle que está equivocado, señor.
Una vez que hubo regresado a su oficina, Armstrong le pidió a Sally que se ocupara de arreglar los detalles de su viaje.
– ¿Cuándo desea marcharse? -preguntó ella.
– Mañana.
– Disculpe, ha sido una pregunta estúpida por mi parte -dijo ella.
Sally le consiguió plaza para un vuelo a Londres para el día siguiente, después de que un general cancelara su viaje en el último momento. También se ocupó de que acudiera a recibirle un coche con un chófer, que lo llevaría directamente a Gales.
– Pero ¿tienen los capitanes derecho a un coche y un chófer? -preguntó él cuando Sally le entregó la documentación del viaje.
– Lo tienen si el brigadier que se ocupa de eso desea ver publicada la foto de su hija en la primera página del Telegraf cuando ella visite Berlín al mes que viene.
– ¿Y por qué querría el brigadier una cosa así? -preguntó Armstrong.
– Yo diría que, probablemente, no puede casarla en Inglaterra -contestó Sally-. Y, como yo misma sé muy bien, todo el mundo se echa encima de cualquier cosa con faldas.
Armstrong se echó a reír.
– Si de mí dependiera, Sally, recibiría usted un aumento de sueldo. Mientras tanto, manténgame informado de cualquier otra cosa que pueda descubrir sobre Lauber, y me refiero una vez más a cualquier cosa.
Aquella noche, durante la cena, Dick le dijo a Charlotte que una de las razones por las que viajaba a Gran Bretaña era para ver si podía encontrar un trabajo una vez que recibiera la documentación de su desmovilización. Aunque ella esbozó una sonrisa forzada, últimamente no siempre estaba segura de que él le contara toda la verdad. Cuando lo presionaba un poco, él se escudaba invariablemente tras las palabras «máximo secreto», y se daba unos golpecitos en la nariz con el dedo índice, tal como había visto hacer al coronel Oakshott.
A la mañana siguiente, el soldado Benson lo llevó al aeropuerto. Mientras estaba en el vestíbulo de salidas, una voz sonó por el sistema de altavoces: «Capitán Armstrong, preséntese en el teléfono militar más cercano antes de embarcar. Es un aviso para el capitán Armstrong». Podría haber atendido la llamada si su avión no se hubiera dirigido ya en esos momentos hacia la pista de despegue.
Tres horas más tarde, al aterrizar en Londres, Armstrong cruzó la pista para dirigirse hacia el cabo apoyado contra un brillante Austin negro que sostenía una pizarra con su nombre indicado en ella. El cabo se puso firmes y saludó en cuanto distinguió al oficial que se le acercaba.
– Necesito que me lleve inmediatamente a Bridgend -le dijo, antes de que el hombre tuviera la oportunidad de abrir la boca.
Tomaron por la A40, y Armstrong se quedó dormido en pocos minutos. No se despertó hasta que el cabo dijo en voz alta:
– Sólo faltan unos cuatro kilómetros más y habremos llegado, señor.
Al acercarse al campo, afluyeron a su mente los recuerdos de los tiempos de su propio internamiento en Liverpool. Pero esta vez, cuando el coche pasó ante las puertas, los centinelas se pusieron firmes y saludaron. El cabo detuvo el Austin frente a la oficina del comandante de campo.
Al entrar Armstrong, un capitán se puso en pie, desde el otro lado de una mesa, y le saludo.
– Soy Roach -se presentó-. Encantado de conocerle.
Extendió la mano y Armstrong se la estrechó. El capitán Roach no mostraba ninguna medalla en su uniforme y daba toda la impresión de no haber cruzado nunca el Canal, ni siquiera para pasar un día al otro lado, y mucho menos para entrar en contacto con el enemigo.
– Nadie me ha explicado todavía cómo puedo ayudarle -dijo mientras dirigía a Armstrong hacia un cómodo sillón junto a la chimenea encendida.
– Necesito ver una lista detallada de los prisioneros que hay en este campo -dijo Armstrong, sin perder tiempo en fruslerías-. Tengo la intención de entrevistar a tres de ellos, para un informe que preparo para la Comisión de Control, en Berlín.
– Eso es bastante fácil -dijo el capitán-. Pero ¿por qué han elegido precisamente Bridgend? La mayoría de los generales nazis están encerrados en Yorkshire.
– Soy perfectamente consciente de ello -asintió Armstrong-, pero no se me ha dado la posibilidad de elegir.
– Me parece bien. ¿Se ha formado ya alguna idea acerca del tipo de persona al que quiere entrevistar, o debo elegir a unas pocas, al azar?
El capitán Roach le entregó una tablilla con varias hojas llenas de nombres. Armstrong recorrió rápidamente con la vista la lista mecanografiada de nombres. Sonrió.
– Entrevistaré a un cabo, a un teniente y a un mayor -dijo, al tiempo que señalaba tres nombres con una cruz, antes de devolverle la lista al capitán.
Roach leyó los nombres elegidos.
– Con los dos primeros será bastante fácil -dijo-, pero me temo que no podrá entrevistar usted al mayor Lauber.
– Tengo plena autoridad para…
– No importaría que tuviera incluso la autoridad del propio señor Attlee -le interrumpió Roach-. Al tratarse de Lauber no puedo hacer nada por usted.
– ¿Por qué no? -espetó Armstrong.
– Porque murió hace dos semanas. El pasado lunes lo envié a Berlín en un ataúd.
El cortejo fúnebre se detuvo ante la catedral. Keith se bajó del primer coche del acompañamiento, tomó a su madre por el brazo y la ayudó a subir los escalones, seguido por sus hermanas. Al entrar en el edificio, los fieles ya reunidos se levantaron de sus asientos. Un acólito les acompañó por el pasillo lateral hasta un banco vacío situado en primera fila. Keith sintió varios pares de ojos fijos en él, todos ellos con la misma pregunta: «¿Estás a la altura de las circunstancias?». Un momento más tarde, el ataúd pasó junto a ellos y quedó instalado en un catafalco, delante del altar.
El servicio fúnebre fue celebrado por el obispo de Melbourne, y las oraciones leídas por el reverendo Charles Davidson. Los cánticos seleccionados por lady Townsend habrían hecho reír al viejo: Ser un peregrino, La roca de los tiempos y Participa en la buena lucha. David Jakeman, antiguo director del Courier, fue el encargado de pronunciar el panegírico. Habló de la energía de sir Graham, de su entusiasmo por la vida, de su ausencia de hipocresía, del amor que sentía por su familia, y de lo mucho que sería echado de menos por todos aquellos que lo habían conocido. Terminó recordando a todos los presentes que sir Graham había sido sucedido por un hijo y heredero.
Después de la bendición, lady Townsend se apoyó de nuevo en el brazo de su hijo y siguió a los que llevaban el féretro a hombros. Los sacaron de la catedral y lo llevaron hacia el cementerio.
– Ceniza a las cenizas, polvo al polvo -entonó el obispo mientras el féretro de roble era descendido al interior de la fosa, y los sepultureros empezaban a arrojar paletadas de tierra sobre él.
Keith levantó la cabeza y paseó la mirada por todos los que rodeaban la tumba. Amigos, parientes, colegas, políticos, rivales, corredores de apuestas, e incluso algún que otro buitre que, según sospechaba Keith, sólo había acudido para ver si podía picotear los despojos… que iban a quedar enterrados en la fosa.
Una vez que el obispo hizo la señal de la cruz, Keith condujo lentamente a su madre de regreso hacia la limusina que esperaba. Poco antes de llegar, ella se volvió y miró a los que la seguían en silencio. Durante la hora siguiente, estrechó la mano y recibió el pésame de todos los asistentes, hasta que se hubo marchado el último.
Ni Keith ni su madre hablaron durante el trayecto de regreso a Toorak y, en cuanto llegaron a la casa, lady Townsend subió la ancha escalera de mármol y se retiró a su habitación. Keith se dirigió a la cocina, donde Florrie preparaba un almuerzo ligero. El propio Keith preparó una bandeja y subió con ella a la habitación de su madre. Al llegar ante la puerta, llamó con suavidad y entró. Ella estaba sentada en su sillón favorito, junto a la ventana. No se movió cuando él dejó la bandeja sobre la mesita situada delante. La besó en la frente sin decir nada, se volvió y salió de la habitación. Luego salió a dar un largo paseo por los terrenos de la propiedad, recorriendo los lugares que tan a menudo había visitado con su padre. Ahora que había terminado el funeral, sabía que tendría que abordar el tema que había evitado hasta entonces.
Lady Townsend reapareció poco antes de las ocho de aquella misma noche y juntos se dirigieron al comedor. Una vez más, ella sólo habló de su padre, y repitió con frecuencia los mismos sentimientos que ya expresara la noche anterior. Comió muy poco y, una vez retirado el plato principal, se levantó sin decir nada y se dirigió al salón.
Al sentarse en su lugar habitual, junto a la chimenea encendida, Keith permaneció un momento de pie, antes de sentarse en el sillón que había sido el de su padre. Una vez que la doncella les sirvió el café, su madre se inclinó hacia adelante, se calentó las manos extendidas hacia el fuego e hizo la pregunta que él había esperado pacientemente a escuchar.
– ¿Qué tienes la intención de hacer ahora que has regresado a Australia?
– Lo primero que haré mañana será ir a ver al director del Courier. Hay varios cambios que se tienen que introducir rápidamente si queremos desafiar al Age.
Tras estas palabras, esperó la respuesta de su madre.
– Keith -dijo ella tras un momento de silencio-, siento mucho tener que decirte que ya no somos los propietarios del Courier.
Keith se quedó tan asombrado ante aquella información que no supo qué decir. Su madre continuó calentándose las manos.
– Como sabes, tu padre me lo dejó todo a mí en su testamento, y yo siempre he detestado tener cualquier clase de deudas. Quizá si te hubiera dejado a ti el periódico.
– Pero madre, yo… -empezó a decir Keith.
– Procura no olvidar, Keith, que has estado fuera cinco años. La última vez que te vi eras un adolescente que embarcó de mala gana en el SS Stranthedan. En aquellos momentos no tenía forma de saber…
– Pero mi padre no hubiera querido que vendieras el Courier. Fue el primer periódico con el que estuvo asociado.
– Y perdía dinero cada semana. Cuando la Kenwright Corporation me ofreció la oportunidad de salirme, librándonos de todo compromiso, el consejo recomendó que aceptara la oferta.
– Pero ni siquiera me diste la oportunidad de ver si podía darle la vuelta a la situación. Soy muy consciente de que los dos periódicos han estado perdiendo tirada en los últimos años. Precisamente por eso había preparado un plan para hacer algo al respecto, un plan con el que papá parecía estar de acuerdo.
– Me temo que eso ya no será posible -dijo su madre-. Sir Colin Grant, el presidente del Adelaide Messenger, acaba de hacerme una oferta de 150.000 libras por el Gazette, y el consejo la tomará en consideración en nuestra siguiente reunión.
– Pero ¿por qué tenemos que vender el Gazette? -preguntó Keith con incredulidad.
– Porque hemos librado durante años una batalla perdida de antemano con el Messenger, y su oferta parece extremadamente generosa teniendo en cuenta las circunstancias.
– Mamá -dijo Keith levantándose y mirándola-, no he regresado a casa para vender el Gazette, sino precisamente para todo lo contrario. Ahora, uno de mis objetivos a largo plazo será hacerme con el Messenger.
– Keith, eso no es nada realista teniendo en cuenta nuestra situación financiera actual. En cualquier caso, el consejo no estará de acuerdo.
– Quizá no lo esté por el momento, pero lo estará en cuanto empecemos a vender más ejemplares que nunca.
– Te pareces tanto a tu padre, Keith… -dijo su madre, mirándolo.
– Sólo quiero que me des la oportunidad para demostrarlo y ponerme a prueba -dijo Keith-. Descubrirás que he aprendido muchas cosas durante el tiempo que he pasado en Fleet Street. He regresado a casa dispuesto a hacer buen uso de esos conocimientos.
Lady Townsend se quedó mirando el fuego durante un rato, antes de contestar.
– Sir Colin me ha dado noventa días para considerar su oferta. -Hizo una nueva pausa-. Yo te daré exactamente ese mismo tiempo para convencerme de que debo rechazar su oferta.
A la mañana siguiente, cuando Townsend descendió del avión en Adelaida, lo primero que observó al pasar por el vestíbulo de llegadas fue que el Messenger se hallaba situado por encima del Gazette en la estantería de periódicos. Dejó las maletas en el suelo y cambió los periódicos de sitio, de modo que el Gazette quedó arriba. Luego, compró un ejemplar de los dos.
Mientras guardaba cola para tomar un taxi, observó que de las setenta y tres personas que salieron del aeropuerto, doce llevaban el Messenger y sólo siete el Gazette. Mientras el taxi le conducía a la ciudad, anotó esos datos en el dorso del billete, con la intención de informar a Frank Bailey, el director del Gazette, en cuanto llegara a su despacho. Dedicó el resto del trayecto a hojear los dos periódicos, y tuvo que admitir que el Messenger ofrecía una lectura más interesante. No obstante, tuvo la sensación de que no debía expresar aquella opinión durante su primer día de estancia en la ciudad.
Townsend se bajó frente a las oficinas del Gazette. Dejó las maletas en recepción y tomó el ascensor hasta el tercer piso. Nadie le prestó atención cuando avanzaba por entre las hileras de periodistas sentados ante sus mesas, dedicados a teclear en sus máquinas de escribir. Sin llamar ante la puerta del despacho del director, entró directamente y se encontró con que se celebraba en aquellos momentos la conferencia matinal.
Un sorprendido Frank Bailey se levantó de detrás de su mesa y extendió una mano hacia él.
– Keith, me alegro de verte después de tanto tiempo.
– Sí, es muy agradable volver a verle -dijo Townsend con tono serio.
– No le esperábamos hasta mañana -observó Bailey, que cambió inmediatamente y pasó a tratarle de usted. Se volvió hacia los periodistas, sentados en arco alrededor de su mesa-. Les presento a Keith, el hijo de sir Graham, que ocupará el puesto de su padre como editor. Aquellos de ustedes que lleven con nosotros unos pocos años recordarán la última vez que estuvo aquí como… -Frank vaciló.
– Como el hijo de mi padre -dijo Townsend. El comentario fue saludado por unas risas-. Les ruego que continúen como si no yo estuviera aquí. No tengo la intención de interferir en las decisiones editoriales.
Se dirigió hacia un rincón del despacho, se sentó en el alféizar de la ventana y observó, mientras Bailey continuaba dirigiendo la conferencia matinal. No había perdido ninguna de sus capacidades como, al parecer, tampoco su deseo de utilizar el periódico para hacer campaña en favor de cualquier desvalido que, en su opinión, hubiera sido tratado injustamente.
– Está bien, ¿cuál será la historia principal para mañana? -preguntó.
Tres manos se levantaron.
– Dave -dijo el redactor, señalando con un lápiz al redactor jefe de sucesos-. Veamos cuál es tu propuesta.
– Parece que hoy podemos tener un veredicto en el juicio de Sammy Taylor. Se espera que el juez exponga sus conclusiones a últimas horas de esta tarde.
– Bueno, si actúa de la misma forma como ha llevado el juicio hasta ahora, ese pobre bastardo no tiene la menor esperanza. Ese hombre colgará a Taylor a la menor excusa que se le presente.
– Lo sé -asintió Dave.
– Si es un veredicto de culpabilidad, le dedicaré la primera página y escribiré un artículo de opinión sobre el simulacro de justicia que puede esperar cualquier aborigen en nuestros tribunales. ¿Sigue el tribunal rodeado por manifestantes aborígenes?
– Desde luego. Eso se ha convertido en una vigilia continua, día y noche. Duermen en la acera desde que publicamos aquella foto de sus líderes arrastrados por la policía.
– De acuerdo, si se pronuncia hoy un veredicto y es de culpabilidad, tienes la primera página. Jane -dijo volviéndose hacia la redactora jefe de crónicas-, necesitaré mil palabras sobre los derechos de los aborígenes y la forma nefasta en que se ha llevado este juicio. Simulacro de justicia, prejuicios raciales, ya sabes, todas esas cosas.
– ¿Y si el jurado decide que no es culpable? -preguntó Dave.
– En ese improbable caso, dispones de la columna derecha de la primera página, y Jane puede pasarme quinientas palabras de la página siete sobre la fortaleza del sistema de jurados, Australia saliendo finalmente de las épocas oscuras, etcétera.
Bailey desvió la atención hacia el otro lado de la estancia y señaló con un lápiz a una mujer que había mantenido la mano en alto.
– Maureen -le dijo.
– Podemos tener una enfermedad misteriosa en el Royal Hospital de Adelaida. Tres niños pequeños han muerto en los diez últimos días y Gyles Dunn, director del hospital, se niega a hacer declaración alguna, a pesar de lo mucho que le he presionado.
– ¿Todos los niños son de aquí?
– Sí -contestó Maureen-. Proceden todos de la zona de Port Adelaide.
– ¿Edades? -preguntó Frank.
– Cuatro, tres y cuatro años. Dos niñas y un niño.
– De acuerdo, ponte en contacto con sus padres, sobre todo con las madres. Quiero fotos, historial de las familias, todo lo que puedas encontrar sobre ellos. Intenta descubrir si existe alguna relación entre las familias, por remota que sea. ¿Están emparentados? ¿Se conocen entre sí, o trabajan en el mismo lugar? ¿Tienen algún interés compartido, por remoto que sea, y que pueda relacionar los tres casos? Y quiero alguna clase de declaración por parte de Gyles Dunn, aunque sólo sea: «Sin comentarios».
Maureen le dirigió a Bailey un rápido gesto de asentimiento y éste volvió su atención al redactor jefe gráfico.
– Consígueme una foto de Dunn con aspecto atormentado, que sea lo bastante buena como para publicarla en primera página. Tendrás la primera página, Maureen, si el veredicto sobre Taylor es de inocencia. En caso contrario te daré la página cuatro, con una posible continuación de fondo en la página cinco. Procura conseguir fotos de los tres niños. Lo que busco es alguna foto del álbum familiar, con niños sanos y felices, preferiblemente de vacaciones. Y quiero que entres en ese hospital. Si Dunn sigue negándose a declarar nada, encuentra a alguien que esté dispuesto a hablar. Un médico, una enfermera, o incluso un celador, pero asegúrate de que la declaración se produzca delante de testigos o quede grabada. No quiero encontrarme con otro fiasco como el del mes pasado con la señora Kendal y sus quejas contra el cuerpo de bomberos. Ah, Dave -dijo el director, que se volvió de nuevo hacia el redactor jefe de sucesos-, necesitaré saber lo antes posible el veredicto del caso Taylor, para que podamos ponernos a trabajar en la compaginación de la primera página. ¿Alguien más tiene algo que ofrecer?
– Thomas Playford hará lo que ha prometido. Será una declaración importante a las once de esta mañana -dijo Jim West, el redactor jefe de política.
Surgieron gemidos que se extendieron por todo el despacho.
– No me interesa, a menos que anuncie su dimisión -dijo Frank-. Si se trata del habitual ejercicio fotográfico y de relaciones públicas, y de presentar más cifras hinchadas sobre lo mucho que supuestamente ha conseguido para la comunidad local, dedicarle una sola columna en la página once. ¿Qué tenemos en deportes, Harry?
Un hombre con bastante sobrepeso, sentado en la esquina, frente a Townsend, parpadeó y se volvió hacia un joven ayudante sentado a su lado. El joven le susurró algo al oído.
– Oh, sí -dijo el redactor jefe deportivo-. Durante el día de hoy el seleccionador anunciará la composición de nuestro equipo para la primera prueba contra Inglaterra, que empezará el jueves.
– ¿Es posible que sea seleccionado alguno de los chicos de Adelaida?
Townsend asistió al resto de la conferencia, que duró una hora, pero no dijo nada, a pesar de que, en su opinión, habían quedado por contestar varias preguntas. Una vez terminada la conferencia, esperó a que salieran todos los periodistas antes de entregarle a Frank las notas que había tomado antes, en el taxi. El director miró las cifras tomadas apresuradamente y prometió estudiarlas con mayor atención en cuanto dispusiera de un momento. Sin darse cuenta de lo que hacía, dejó la nota en la bandeja de asuntos de salida.
– Puede usted pasar a verme siempre que desee saber algo, Keith -le dijo-. Mi puerta siempre está abierta. -Townsend asintió con un gesto. Al volverse para salir, Frank añadió-: ¿Sabe? Su padre y yo siempre mantuvimos una buena relación de trabajo. Hasta hace poco, tomaba el avión desde Melbourne y venía a verme por lo menos una vez al mes.
Townsend sonrió y cerró tranquilamente la puerta del despacho del editor, tras él. Caminó de nuevo entre las máquinas de escribir y tomó el ascensor hasta el último piso.
Experimentó un estremecimiento al entrar en el despacho de su padre, consciente por primera vez de que ya nunca tendría la oportunidad de demostrarle que sería un digno sucesor. Contempló la estancia, y su mirada se detuvo sobre la fotografía de su madre, en la esquina de la mesa. Sonrió al pensar que ella era la única persona que no tenía necesidad de sentir miedo a ser sustituida en un próximo futuro.
Oyó un pequeño carraspeo, se volvió y se encontró con la señorita Bunting, de pie ante la puerta. Había servido a su padre como secretaria durante los últimos treinta y siete años. De niño, Townsend había oído a su madre describir a Bunty, según la llamaban todos, como «una chica delgaducha». Debía de tener poco más de un metro cincuenta y dos de estatura, aunque se la midiera desde lo alto del moño perfectamente hecho. Nunca la había visto el cabello arreglado de ninguna otra forma y, desde luego, Bunty no hacía ninguna concesión a la moda. La falda larga y el sensato jersey que llevaba sólo permitían ver un atisbo de los tobillos y el cuello; no lucía ninguna joya y, por lo visto, nadie le había hablado todavía de las medias de nailon.
– Bienvenido a casa, señor Keith -le dijo con su acento escocés que no había disminuido en lo más mínimo después de vivir casi cuarenta años en Australia-. Acabo de poner las cosas en orden, para que todo estuviera preparado para su regreso. Naturalmente, me jubilaré pronto, pero comprendería perfectamente que usted quisiera traer a alguien que me sustituya antes de eso.
Townsend tuvo la sensación de que ella había ensayado cada una de las palabras de su pequeño discurso, decidida a pronunciarlas antes de que él tuviera la oportunidad de decirle nada. Le sonrió.
– No voy a buscar a nadie que la sustituya, señorita Bunting. -No tenía ni idea de cuál era su nombre de pila; sólo sabía que su padre siempre la llamaba «Bunty»-. El único cambio que me gustaría es que volviera usted a llamarme simplemente Keith.
Ella sonrió.
– ¿Por dónde quiere empezar?
– Dedicaré el resto del día a repasar los archivos. Luego, empezaré por lo primero mañana por la mañana.
– ¿Significa «empezar por lo primero» lo mismo que significaba para su padre? -preguntó ella, inocentemente.
– Me temo que sí -contestó Townsend con una sonrisa burlona.
A la mañana siguiente, Townsend regresó al Gazette a las siete de la mañana. Tomó el ascensor hasta el segundo piso y recorrió las mesas vacías del departamento de publicidad y anuncios clasificados. Incluso vacío, se dio cuenta de que el departamento estaba mal dirigido. Había papeles diseminados sobre las mesas, carpetas que se habían dejado abiertas y varias luces que, evidentemente, habían permanecido encendidas durante toda la noche. Empezó a comprender que su padre había tenido que estar ausente de aquel edificio desde hacía mucho tiempo.
El primer empleado llegó a las nueve y diez.
– ¿Quién es usted? -le preguntó Townsend en cuanto ella entró.
– Ruth -contestó-. ¿Y usted quién es?
– Keith Townsend.
– Ah, sí, el hijo de sir Graham -dijo ella con todo indiferente y se dirigió hacia su mesa.
– ¿Quién dirige este departamento? -preguntó Townsend.
– El señor Harris -contestó ella, sentándose y sacando una polvera del bolso.
– ¿A qué hora puedo esperar verle?
– Bueno, suele llegar entre las nueve y media y las diez.
– ¿De veras? -preguntó Townsend-. ¿Dónde está su mesa de despacho?
La joven se volvió y señaló hacia un rincón del fondo de la sala.
El señor Harris llegó a la oficina a las 9,47. Para entonces, Townsend ya había revisado la mayoría de sus fichas.
– ¿Qué demonios se cree que está haciendo? -fueron las primeras palabras de Harris al encontrar a Townsend sentado tras su mesa, dedicado a estudiar un montón de papeles.
– Esperándole -contestó Townsend-. No esperaba que mi director de publicidad llegara poco antes de las diez de la mañana.
– Nadie que trabaje para un periódico empieza mucho antes de las diez. Eso lo sabe hasta el chico de los recados -dijo Harris.
– Mientras fui el chico de los recados en el Daily Express, lord Beaverbrook estaba todos los días en su despacho a las ocho.
– Pero es que yo raras veces me marcho antes de las seis de la tarde -protestó Harris.
– Un periodista decente raras veces se marcha a casa antes de las ocho, y el personal auxiliar puede considerarse afortunado si termina antes de la medianoche. A partir de mañana, usted y yo nos reuniremos cada mañana en mi despacho a las ocho y media, y el resto de su personal estará en sus puestos de trabajo a las nueve. Si alguien no pudiera hacerlo así, ya puede empezar a revisar las ofertas de trabajo publicadas en la última página del periódico. ¿Me he explicado con claridad?
Harris apretó los labios y asintió con un gesto.
– Bien. Lo primero que quiero de usted es que me presente un presupuesto para los tres próximos meses, con un claro análisis acerca de nuestros precios comparados con los del Messenger. Quiero tenerlo sobre mi mesa para cuando llegue mañana.
Se levantó de la silla de Harris.
– Quizá no sea posible tenerle preparadas todas esas cifras para esa hora de mañana -protestó Harris.
– En ese caso, también puede empezar usted a mirar las ofertas de trabajo -dijo Townsend-. Pero no durante el tiempo que le pago.
Salió de la sala y dejó a Harris tembloroso.
Tomó el ascensor y subió un piso, al departamento de tiraje, donde no le sorprendió nada encontrar la misma actitud de laissez-faire. Una hora más tarde salió del departamento dejando tembloroso a más de uno, aunque tuvo que admitir que se sintió bien impresionado por un joven de Brisbane, llamado Mel Carter, nombrado recientemente subdirector del departamento.
Frank Bailey se mostró sorprendido al ver al «joven Keith» de regreso en la oficina tan pronto, y todavía le sorprendió más comprobar que volvía a ocupar su puesto en el alféizar de la ventana para asistir a la conferencia matinal. Bailey se sintió aliviado al ver que Townsend no ofrecía ninguna opinión, pero no pudo evitar darse cuenta de que no dejaba de tomar notas.
Cuando Townsend llegó a su propio despacho eran las once de la mañana. Se dispuso a revisar inmediatamente su correspondencia, en compañía de la señorita Bunting. Ella la había dejado sobre la mesa, dentro de carpetas separadas, de diferentes colores, con el propósito, según explicó, de que se ocupara primero de las verdaderas prioridades cuando no disponía de mucho tiempo.
Dos horas más tarde, Townsend comprendía ya por qué su padre tenía a «Bunty» en tan alta estima, y se preguntaba no cuándo la sustituiría, sino cuánto tiempo estaría ella dispuesta a quedarse.
– He dejado lo más importante de todo para el final -dijo Bunty-. La última oferta del Messenger. Sir Colin Grant llamó a primeras horas de esta mañana para darle la bienvenida y asegurarse de que había recibido usted su carta.
– ¿De veras? -preguntó Townsend con una sonrisa.
Abrió la carpeta marcada como «Confidencial», y leyó una carta de Jervis, Smith & Thomas, los abogados que habían representado al Messenger desde que él tenía uso de razón. Se detuvo al llegar a la cifra de 150.000 libras y frunció el ceño. Leyó después las actas de la reunión del consejo del mes anterior, en la que se mostraba claramente la actitud favorable de los miembros del consejo con respecto a la oferta. Pero aquella reunión había tenido lugar antes de que su madre le concediera un plazo de noventa días antes de tomar la decisión.
– Estimado señor -dictó Townsend, mientras Bunty pasaba rápidamente la página de su cuaderno de notas y empezaba a tomar nota taquigráfica-. He recibido su carta del doce de los corrientes. Nuevo párrafo. Con objeto de no hacerle perder más el tiempo, permítame aclararle que el Gazette no está a la venta, y nunca lo estará. Atentamente…
Townsend se reclinó en el sillón y recordó la última vez que había visto al presidente del Messenger. Como tantos otros políticos fracasados, sir Colin era un hombre ostentoso y terco, sobre todo con los jóvenes. «Esa brigada de los que deben ser vistos y no oídos» era como describía a los niños, si es que Townsend recordaba correctamente sus palabras. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de tener noticias suyas o de volver a verlo.
Dos días más tarde, Townsend estudiaba el informe de Harris sobre publicidad cuando Bunty asomó la cabeza por el resquicio de la puerta para decir que sir Colin Grant le llamaba por teléfono. Townsend asintió con un gesto y tomó el teléfono.
– Keith, muchacho, bienvenido a casa -empezó a decir el viejo-. Acabo de leer tu carta y me preguntaba si sabías que había llegado a un acuerdo verbal con tu madre referente a la venta del Gazette.
– Mi madre le dijo, sir Colin, que reflexionaría seriamente sobre su oferta. No acordó ningún compromiso verbal, y cualquiera que sugiera lo contrario es…
– Vamos, vamos, jovencito -le interrumpió sir Colin-. Sólo actúo de buena fe. Como bien debes saber, tu padre y yo éramos buenos amigos.
– Pero mi padre ya no está entre nosotros, sir Colin, de modo que en el futuro tendrá usted que tratar conmigo. Y nosotros, que yo sepa, no somos buenos amigos.
– Bueno, si ésa es tu actitud, supongo que no servirá de nada mencionar que estaba dispuesto a aumentar mi oferta hasta las 170.000 libras.
– En efecto, sir Colin, no sirve de nada, porque ni siquiera así la consideraría.
– Tendrás que hacerlo con el tiempo -ladró el viejo-, porque dentro de seis meses te habré expulsado de la calle y entonces tendrás que darte por satisfecho con aceptar las 50.000 libras que te ofreceré por los restos. -Sir Colin hizo una pausa, antes de añadir-: Puedes llamarme en cuanto cambies de opinión.
Townsend colgó el teléfono y le pidió a Bunty que le comunicara al director que quería verlo inmediatamente.
La señorita Bunting vaciló.
– ¿Hay algún problema, Bunty?
– Sólo que su padre tenía la costumbre de bajar a ver al director en su despacho.
– ¿De veras lo hacía así? -preguntó Townsend, que permaneció sentado.
– Le pediré que suba en seguida.
Mientras esperaba, Townsend volvió el periódico por la última página y revisó la columna de anuncios de pisos para alquilar. Ya había decidido que el viaje a Melbourne cada fin de semana le privaría de unas horas preciosas de su tiempo. Se preguntó cuánto tiempo podría esperar antes de comunicárselo a su madre.
Frank Bailey entró precipitadamente en su despacho unos minutos más tarde, pero Townsend no pudo ver la expresión de su rostro, porque mantuvo la cabeza inclinada, mientras fingía estar absorto en la lectura de la última página del periódico. Trazó un círculo sobre uno de los anuncios, levantó la cabeza para mirar al director y le entregó una hoja de papel.
– Quiero que imprima esta carta de Jervis, Smith & Thomas en la primera página de la edición de mañana, y dentro de una hora tendré preparadas unas trescientas palabras para el artículo.
– Pero… -empezó a decir Frank.
– Y ocúpese de buscar la peor fotografía que pueda encontrar de sir Colin Grant, y publíquela junto a la carta.
– Pero tenía la intención de ocuparme mañana del juicio sobre Taylor -dijo el director-. Es inocente y se nos conoce como un periódico que emprende campañas.
– También se nos conoce como un periódico que pierde dinero -dijo Townsend-. En cualquier caso, el juicio sobre Taylor fue noticia ayer. Puede dedicarle todo el espacio que quiera, pero mañana no será en la primera página.
– ¿Alguna otra cosa? -preguntó Frank con sarcasmo.
– Sí -contestó Townsend con calma-. Espero ver la prueba de la primera página sobre mi mesa antes de que me marche esta noche.
Frank salió enojado del despacho, sin decir nada más.
– Ahora quiero ver al director de publicidad -le dijo Townsend a Bunty cuando ésta reapareció.
Abrió la carpeta que Harris le había entregado con un día de retraso y observó las cifras amontonadas con descuido. Aquella reunión resultó ser incluso más corta que la mantenida con Frank y, mientras Harris recogía las cosas de su mesa, Townsend llamó a Mel Carter, el subdirector de tiraje.
Al entrar en su despacho, la expresión del rostro del joven indicaba que él también esperaba que se le ordenara recoger sus cosas de su mesa antes de que hubiera transcurrido la mañana.
– Siéntese, Mel -dijo Townsend. Estudió su ficha-. Veo que trabaja para nosotros desde hace poco, y que está sometido a un período de prueba de tres meses. Permítame dejarle bien claro desde el principio que a mí sólo me interesan los resultados. Dispone usted de noventa días, a partir de ahora mismo, para demostrar su valía como director de publicidad.
El joven pareció sorprendido y aliviado a un tiempo.
– Dígame -continuó Townsend-, si tuviera la posibilidad de cambiar una cosa en el Gazette, ¿qué sería?
– La última página -contestó Mel sin vacilación-. Trasladaría los anuncios clasificados a una página del interior.
– ¿Por qué? -preguntó Townsend-. Ésa es la página que genera nuestros ingresos más importantes, algo más de tres mil libras diarias si lo recuerdo bien.
– Soy consciente de ello -asintió Mel-. Pero, recientemente, el Messenger ha empezado a dedicar la última página a los deportes, y nos ha arrebatado otros diez mil lectores. Han llegado a la conclusión de que pueden poner los anuncios clasificados en cualquier página del interior porque a la gente le interesa mucho más conocer las cifras de tirada del periódico que el lugar donde éste decida publicar el anuncio. Podría ofrecerle un análisis más detallado de las cifras a las seis de esta tarde, si eso ayudara a convencerle de lo que digo.
– Desde luego que sí -afirmó Townsend-. Y si tiene alguna otra brillante idea, Mel, no vacile en comunicarla. Encontrará siempre abierta la puerta de mi despacho.
Para Townsend fue todo un cambio ver a alguien que salía de su despacho con una sonrisa en el rostro. Comprobó su reloj y en ese momento entró Bunty.
– Es la hora para acudir a su almuerzo con el director del departamento de tirada del Messenger.
– Me pregunto si me lo podré permitir -dijo Townsend tras comprobar su reloj.
– Oh, sí -dijo ella-. El Caxton Grill siempre le pareció muy razonable a su padre. Es el Pilligrini el que consideraba muy caro, y allí sólo llevaba a su madre.
– No es el precio de la comida lo que me preocupa, Bunty, sino lo que me pedirá si está de acuerdo en dejar el Messenger y trabajar para nosotros.
Townsend esperó una semana antes de llamar a Frank Bailey y decirle que los anuncios clasificados ya no se publicarían en la última página, que a partir de ahora sería ocupada por las noticias de deportes.
– Pero los anuncios clasificados se han publicado en la última página desde hace setenta años -fue la primera reacción del director.
– Si eso es cierto, no se me ocurre mejor argumento para cambiarlos de sitio -dijo Townsend.
– Pero a nuestros lectores no les gustará el cambio.
– ¿Y a los del Messenger sí? -preguntó Townsend-. Ésa sólo es una de las muchas razones por las que venden bastantes más ejemplares que nosotros.
– ¿Está dispuesto a sacrificar nuestra antigua tradición simplemente por conseguir unos pocos lectores más?
– Veo que por fin empieza a comprender el mensaje -se limitó a decir Townsend, sin pestañear.
– Pero su madre me aseguró que…
– Mi madre no está a cargo del funcionamiento cotidiano de este periódico. Me ha dado a mí esa responsabilidad.
No le dijo que lo había hecho sólo durante noventa días. El director contuvo la respiración durante un momento, antes de decir con voz serena:
– ¿Abriga usted la esperanza de que dimita?
– Desde luego que no -contestó Townsend con firmeza-. Pero sí abrigo la esperanza de que me ayude a dirigir un periódico capaz de producir beneficios.
Se sintió sorprendido ante la siguiente pregunta del director.
– ¿Puede usted suspender la decisión durante otras dos semanas?
– ¿Por qué? -preguntó Townsend.
– Porque mi redactor jefe de deportes no regresa de vacaciones hasta finales de mes.
– Un redactor jefe de deportes que se toma tres semanas de vacaciones en plena temporada de críquet, probablemente ni siquiera se daría cuenta de que se le ha cambiado de sitio su mesa cuando regrese -dijo Townsend con voz cortante.
El redactor jefe de deportes presentó su dimisión el mismo día que regresó de vacaciones, privando así a Townsend del placer de echarle. Pocas horas más tarde había nombrado para ocupar su puesto al corresponsal de críquet, de veinticinco años de edad.
Frank Bailey entró como una exhalación en el despacho de Townsend un momento después de enterarse de la noticia.
– Es tarea del director ocuparse de los nombramientos -empezó a decir, incluso antes de cerrar la puerta-, no la de…
– No, ahora ya no lo es -dijo Townsend.
Los dos hombres se miraron fijamente el uno al otro durante un momento, antes de que Frank volviera a intentarlo.
– En cualquier caso, es demasiado joven para asumir esa responsabilidad.
– Tiene tres años más que yo -observó Townsend.
Frank se mordió el labio.
– Me permito recordarle que al visitar mi despacho por primera vez, hace apenas un mes, me aseguró, y cito textualmente: «No tengo intención de interferir en las decisiones editoriales».
Townsend levantó la mirada y se ruborizó ligeramente.
– Lo siento, Frank. Le mentí.
Bastante antes de que transcurrieran los noventa días ya había empezado a estrecharse la diferencia en la tirada del Messenger y el Gazette, y lady Townsend olvidó que había impuesto un límite de tiempo para aceptar la oferta de 150.000 libras del Messenger.
Después de haber mirado varios pisos, Townsend encontró finalmente uno que le pareció situado en un lugar ideal, y firmó el contrato de arrendamiento pocas horas después. Aquella noche le explicó a su madre por teléfono que, en el futuro, y debido a la presión del trabajo, no podría visitarla en Toorak cada fin de semana, una decisión que a ella no pareció sorprenderle.
Durante la celebración del tercer consejo de administración al que asistía, Townsend exigió que se le nombrara director ejecutivo, para que nadie abrigara la menor duda de que no estaba allí simplemente como el hijo de su padre. Los miembros del consejo rechazaron su propuesta por un estrecho margen. Aquella noche, al llamar por teléfono a su madre y preguntarle por qué creía ella que lo habían hecho, le contestó que la mayoría de ellos consideraban que el título de editor era más que suficiente para alguien que acababa de cumplir veintitrés años.
Seis meses después de abandonar el Messenger para entrar a trabajar en el Gazette, el nuevo director de tiraje informó que la diferencia entre los dos periódicos se había reducido a 32.000 ejemplares. Townsend se sintió encantado con la noticia, y en la siguiente reunión del consejo de administración les dijo a los directores que había llegado el momento para hacerle una oferta de compra al Messenger. Uno o dos de los miembros más antiguos apenas si lograron evitar el echarse a reír, pero Townsend les presentó entonces las cifras de ventas, así como algo que denominó gráficos de tendencia, y pudo demostrarles, además, que el banco había acordado con él apoyar su oferta.
Una vez que hubo convencido a la mayoría de sus colegas para que aprobaran la oferta, Townsend dictó una carta dirigida a sir Colin, en la que le hacía una oferta de 750.000 libras por el Messenger. Aunque no recibió contestación oficial a su oferta, los abogados de Townsend le informaron que sir Colin había convocado una reunión de emergencia de su consejo de administración, que tendría lugar al día siguiente por la tarde.
Las luces del piso de los despachos ejecutivos del Messenger permanecieron encendidas hasta bastante tarde por la noche. Townsend, a quien se le había negado la entrada al edificio, paseó arriba y abajo por la acera, a la espera de conocer la decisión del consejo. Tras dos horas de espera, tomó una hamburguesa en un café situado en la calle de al lado, y al regresar observó que las luces del piso superior seguían encendidas. Si en aquellos momentos hubiera pasado un policía y le hubiera visto, lo habría detenido como sospechoso de merodear con fines delictivos.
Las luces del piso ejecutivo se apagaron finalmente poco después de la una, y los miembros del consejo de administración del Messenger empezaron a salir del edificio. Townsend miró esperanzado a cada uno de ellos, pero todos pasaron a su lado sin dirigirse ni siquiera una mirada.
Townsend se quedó por los alrededores hasta que estuvo seguro de que en el edificio ya no quedaban nada más que las limpiadoras. Luego, regresó lentamente hacia el Gazette, y vio cómo salían los primeros ejemplares de la edición del día siguiente. Sabía que aquella noche no podría dormir, de modo que salió con una de las primeras camionetas y ayudó a repartir la primera edición por los puntos de venta distribuidos por la ciudad. Eso le permitió comprobar que el Gazette era colocado en la parte superior de las estanterías, por encima del Messenger.
Dos días más tarde, Bunty le colocó una carta en la carpeta de asuntos prioritarios.
Querido señor Townsend:
He recibido su carta del veintiséis de los corrientes.
Con objeto de no hacerle perder más el tiempo, permítame aclararle que el Messenger no está a la venta, y nunca lo estará.
Atentamente,
Colin Grant
Townsend sonrió, arrugó la carta y la echó a la papelera.
Durante los meses siguientes, Townsend presionó a su personal día y noche, en un impulso implacable para superar a su rival. Siempre le dejaba bien claro a cualquier miembro de su equipo que nadie tenía el puesto de trabajo asegurado, y eso incluía al director. Las dimisiones de quienes fueron incapaces de mantener el ritmo de los cambios en el Gazette se vieron superadas por las de quienes dejaron el Messenger para unirse a él, una vez que se dieron cuenta de que aquello iba a ser «una batalla a muerte», una expresión que el propio Townsend utilizaba cada vez que se dirigía a su personal en las reuniones mensuales.
Un año después del regreso de Townsend de Inglaterra, la tirada de los dos periódicos se mantenía igualada, y tuvo la sensación de que había llegado el momento de hacerle otra llamada al presidente del Messenger.
En cuanto sir Colin se puso al aparato, Townsend no perdió el tiempo en cortesías formales y fue directo al grano. Su gambito de apertura fue:
– Si 750.000 libras no le parecen suficientes, sir Colin, ¿cuánto le parece que vale actualmente su periódico.
– Mucho más de lo que tú te puedes permitir, jovencito. En cualquier caso -añadió-, y como ya te expliqué en otra ocasión, el Messenger no está a la venta.
– Bueno, quizá no lo esté durante los seis próximos meses -dijo Townsend.
– ¡No lo estará nunca! -gritó sir Colin por el teléfono.
– En ese caso, lo expulsaré de la calle y entonces tendrá que darse por satisfecho con aceptar las 50.000 libras que le ofreceré por los restos. -Hizo una pequeña pausa y añadió-: Puede llamarme en cuanto cambie de opinión.
Esta vez fue sir Colin quien le colgó el teléfono.
El día en que el Gazette superó en ventas al Messenger por primera vez, Townsend organizó una fiesta en el cuarto piso, y anunció la noticia en un gran cartel que hizo colocar sobre una fotografía ampliada de sir Colin, tomada el año anterior, durante el funeral de su esposa. Ahora, a cada mes que pasaba se ampliaba la diferencia de ventas entre los dos periódicos, y Townsend nunca pasaba por alto todas las oportunidades que se le presentaban para informar a sus lectores de las últimas cifras de ventas. No le sorprendió que sir Colin llamara y sugiriera que quizá hubiese llegado el momento de que ambos se reunieran.
Tras varias semanas de negociaciones, se acordó que los dos periódicos se fusionarían, pero no antes de que Townsend se asegurara las dos únicas concesiones que realmente le importaban. El nuevo periódico se imprimiría en sus talleres y se llamaría el Gazette Messenger.
Durante la reunión del primer consejo sir Colin fue nombrado presidente y Townsend director ejecutivo.
En el término de apenas seis meses, la palabra Messenger había desaparecido de la cabecera, y todas las grandes decisiones se tomaban sin la menor pretensión de consultar al consejo o a su presidente. Fueron pocos los que se sintieron conmocionados cuando sir Colin ofreció su dimisión, y a nadie le sorprendió que Townsend la aceptara.
Al ser preguntado por su madre por qué había dimitido Colin, Townsend se limitó a explicarle que había sido por acuerdo mutuo, porque estaba convencido de que había llegado el momento de dejar paso a los más jóvenes. Lady Townsend, sin embargo, no quedó convencida del todo.