PRIMERA EDITIÓN
Nacimientos, matrimonios y defunciones

3

Actuación de fuerzas comunistas

El hecho de haber nacido judío en Rutenia tiene algunas ventajas y numerosas desventajas, pero tendría que pasar mucho tiempo antes de que Lubji Hoch descubriera las ventajas.

Lubji había nacido en una pequeña casa de campo construida en piedra, en las afueras de Douski, una ciudad arrinconada en las fronteras entre Checoslovaquia, Rumania y Polonia. Nunca estaría seguro de la fecha exacta de su nacimiento, ya que la familia no guardó ningún registro, pero era aproximadamente un año mayor que su hermano, y un año menor que su hermana.

Al sostener al niño entre sus brazos, su madre sonrió. Era perfecto, incluso con la reluciente marca roja de nacimiento por debajo del omóplato derecho, lo mismo que su padre.

La pequeña casa en la que vivían era propiedad de su tío abuelo, un rabino. El rabino le había suplicado repetidamente a Zelta que no se casara con Sergei Hoch, hijo de un tratante local en ganado. Pero la joven se sintió demasiado avergonzada como para admitir ante su tío que estaba embarazada y llevaba en sus entrañas el hijo de Sergei. Aunque actuó en contra de los deseos del rabino, éste ofreció la pequeña casa a la pareja de recién casados, como regalo de bodas.

Cuando Lubji llegó al mundo, las cuatro habitaciones de la casa ya estaban atestadas; cuando fue capaz de caminar, ya se le habían unido otro hermano y una segunda hermana.

Su padre, a quien la familia veía poco, abandonaba la casa cada mañana, después de que saliera el sol, y no regresaba hasta la caída de la noche.

La madre de Lubji explicaba que se marchaba a trabajar.

– ¿Y en qué trabaja? -preguntó Lubji.

– Cuida del ganado que le ha dejado vuestro abuelo -contestó la madre, sin fingir siquiera que las pocas vacas y terneros formaran un rebaño.

– ¿Y dónde trabaja papá? -preguntó Lubji.

– En los pastos, al otro lado de la ciudad.

– ¿Qué es una ciudad?

Zelta siguió contestando a las preguntas hasta que, finalmente, el niño se quedó dormido entre sus brazos.

El rabino nunca le habló a Lubji sobre su padre, pero le dijo en numerosas ocasiones que, en su juventud, su madre había sido pretendida por muchos admiradores, que la consideraban no sólo como la más hermosa, sino también como la joven más inteligente de la ciudad. Según le dijo el rabino, podría haberse convertido en maestra en la escuela local, pero ahora tenía que contentarse con transmitir sus conocimientos a una familia cada vez más numerosa.

Pero, de entre todos sus hijos, sólo Lubji respondía a sus esfuerzos, sentado a los pies de su madre, devorando cada una de sus palabras, absorbiendo las respuestas a las preguntas que le planteaba. A medida que transcurrieron los años, el rabino empezó a mostrar interés por los progresos de Lubji, y a sentirse preocupado por determinar qué lado de la familia terminaría por dominar en el carácter del muchacho.

Sus primeros temores se despertaron en cuanto Lubji empezó a gatear y descubrió la puerta de la casa; a partir de ese momento, la atención del niño se alejó de su madre, encadenada al horno, y se centró en su padre y en averiguar adónde se dirigía cada mañana después de salir de casa.

Una vez que Lubji fue capaz de ponerse en pie, hizo girar la manija de la puerta y en cuanto pudo caminar salió al camino y al ancho mundo ocupado por su padre. Durante unas pocas semanas, se sintió muy contento de que lo llevara de la mano por entre las calles empedradas de la dormida ciudad, hasta llegar a los pastos donde papá cuidaba del ganado.

Pero Lubji no tardó en aburrirse de las vacas, que se limitaban a esperar, primero a que las ordeñaran y después a parir. Deseaba descubrir qué sucedía en la ciudad que apenas empezaba a despertar cada mañana, cuando ellos la cruzaban.

En realidad, describir Douski como una ciudad podría parecer un tanto exagerado, ya que sólo se componía de unas pocas hileras de casas de piedra, media docena de tiendas, una posada, una pequeña sinagoga, adonde la madre de Lubji llevaba a toda la familia los sábados, y un ayuntamiento en el que no había entrado nunca, pero que, para Lubji, era el lugar más apasionante del mundo.

Una mañana, sin ninguna explicación, su padre ató dos vacas y empezó a conducirlas de regreso hacia la ciudad. Lubji trotó feliz a su lado, sin dejar de hacer una pregunta tras otra acerca sobre qué se proponía hacer con el ganado. Pero, a diferencia de las preguntas que le planteaba a su madre, las respuestas de su padre no siempre eran directas y raras veces eran ilustrativas.

Lubji dejó de hacer preguntas al darse cuenta de que la respuesta era siempre: «Espera y ya verás». Al llegar a las afueras de Douski, su padre condujo a las vacas a través de las calles, hacia el mercado.

De repente, su padre se detuvo en una esquina en la que no había precisamente mucha gente. Lubji decidió que no serviría de nada preguntarle por qué había elegido ese lugar en particular, porque sabía que probablemente no recibiría ninguna respuesta. Padre e hijo permanecieron allí, en silencio. Transcurrió bastante tiempo antes de que alguien demostrara algún interés por las dos vacas.

Lubji observó fascinado a la gente que empezó a rodear y a mirar las vacas. Algunos las empujaban, y otros se limitaban a expresar opiniones sobre su valor, en idiomas que él nunca había oído hablar antes. Se dio cuenta de la desventaja en que se hallaba su padre al hablar sólo un idioma en una ciudad situada en las fronteras de tres países. Miraba con expresión vacía a la mayoría de los que ofrecían una opinión, después de examinar a las escuálidas bestias.

Cuando su padre recibió finalmente una oferta en el único idioma que comprendía, la aceptó inmediatamente, sin molestarse siquiera en regatear. Varios papeles de colores cambiaron de manos, las vacas fueron entregadas a su nuevo propietario, y su padre se adentró en el mercado, donde compró un saco de grano, una caja de patatas, algo de pescado ahumado, varias prendas de ropa, un par de zapatos de segunda mano urgentemente necesitados de reparación, y unos pocos artículos más, incluido un trineo y una gran hebilla de latón que, por lo visto, debió de pensar que necesitaba alguien de la familia. A Lubji le pareció extraño que, mientras otros regateaban con los vendedores, su padre siempre se limitaba a entregar la suma que se le pedía, sin rechistar.

Camino de regreso a casa, su padre se detuvo en la única posada de la ciudad, y dejó a Lubji sentado a la entrada, al cuidado de todo lo que acababa de comprar. Su padre no salió de la posada hasta que el sol no hubo desaparecido por detrás del edificio del ayuntamiento, después de haberse bebido varias botellas de slivovice. Caminaba tambaleante, feliz de permitir que Lubji forcejeara con el trineo lleno de cosas, arrastrándolo con una mano, mientras que con la otra le guiaba a él.

Cuando su madre abrió la puerta de casa, su padre pasó ante ella a trompicones, y se derrumbó sobre el colchón. Apenas un momento más tarde, roncaba sonoramente.

Lubji ayudó a su madre a descargar las compras y a meterlas en la casa. Pero por muy cálidamente que su hermano mayor habló de ellas, a su madre no pareció complacerle el resultado de todo un año de trabajo. No dejaba de sacudir la cabeza, mientras decidía qué hacer con cada una de las cosas adquiridas.

El saco de grano quedó en un rincón de la cocina, las patatas se quedaron en la caja de madera y el pescado se colgó junto a la ventana. Zelta comprobó luego las tallas de las prendas de ropa, antes de decidir a cuál de sus hijos irían a parar. Los zapatos quedaron fuera de la puerta, para el que los necesitara. Finalmente, la hebilla fue depositada en una pequeña caja de cartón, que Lubji vio ocultar a su madre bajo una tabla suelta del piso, al lado de la cama de su padre.

Aquella noche, mientras el resto de la familia dormía, Lubji decidió que había seguido a su padre hasta los pastos por última vez. A la mañana siguiente, cuando su padre se levantó, Lubji introdujo los pies en los zapatos dejados junto a la puerta, para descubrir que eran demasiado grandes para él. Siguió a su padre fuera de la casa, pero en esta ocasión sólo lo acompañó hasta las afueras de la ciudad, donde se ocultó detrás de un árbol. Observó mientras su padre desaparecía de la vista, sin mirar ni una sola vez hacia atrás para ver si lo seguía el heredero de su reino.

Lubji se volvió y echó a correr hacia el mercado. Se pasó el resto del día deambulando entre los puestos, dedicado a descubrir qué ofrecía cada uno de ellos. Algunos vendían frutas y verduras, mientras que otros se especializaban en muebles o artículos para el hogar. Pero la mayoría de ellos parecían dispuestos a comerciar con cualquier cosa siempre y cuando creyeran poder obtener un beneficio. Disfrutó observando las diferentes técnicas empleadas por los comerciantes para regatear con sus clientes: algunos se mostraban fanfarrones, otros los camelaban, y casi todos mentían sobre el origen de sus mercancías. Lo que hacía que todo fuera más apasionante para Lubji eran los diferentes idiomas que empleaban al hablar. Descubrió rápidamente que la mayoría de los clientes terminaban por hacer compras de poco provecho, como su padre. Por la tarde escuchó con mayor cuidado, y empezó a captar unas pocas palabras en otros idiomas que no eran el suyo.

Aquella noche, al regresar a casa, tenía muchas preguntas que hacerle a su madre y, por primera vez, descubrió que había algunas a las que ni siquiera ella podía contestar. Su comentario final de aquella noche, después de que otra pregunta quedara sin contestar, fue; «Ya va siendo hora de que vayas a la escuela, pequeño». El único problema era que en Douski no existía escuela para alguien tan pequeño como él. Zelta resolvió que, en cuanto se le presentara la ocasión, hablaría con su tío acerca del problema. Al fin y al cabo, y con un cerebro tan bueno como el de Lubji, su hijo bien podría terminar por convertirse en un rabino.

A la mañana siguiente, Lubji se levantó incluso antes que su padre se agitara en su sueño, se puso el par de zapatos grandes y salió de la casa a hurtadillas, sin despertar a sus hermanos y hermanas. Corrió todo el trayecto hasta el mercado y, una vez más, se dedicó a deambular entre los puestos, a observar a los comerciantes que disponían sus artículos y se preparaban para el día que les esperaba. Los oyó discutir, y poco a poco comprendió más y más de lo que decían. También empezó a darse cuenta de qué había querido decir su madre al comentarle que tenía un don divino para los idiomas. Lo que ella no podía saber es que también era un genio para el trueque.

Lubji se sintió como hipnotizado mientras veía a alguien intercambiar una docena de velas por un pollo, mientras que otro se desprendía de un aparador, a cambio de dos sacos de patatas. Más tarde observó cómo se ofrecía una cabra a cambio de una gastada alfombra, y cómo se entregaba un carromato de leña a cambio de un colchón. Cómo hubiera deseado tener aquel colchón, mucho más grande y mullido que el colchón en el que dormía toda su familia.

A partir de entonces, cada mañana acudía al mercado. Aprendió así que la habilidad de un comerciante no sólo dependía de los artículos que pusiera a la venta, sino, sobre todo, de su capacidad para convencer al cliente de su necesidad de tenerlos. Sólo tardó unos pocos días en darse cuenta de que quienes manejaban los papeles de colores no sólo iban mejor vestidos, sino que se hallaban en una posición incuestionablemente más fuerte para conseguir una buena ganga.


Cuando su padre decidió que había llegado el momento de llevar sus dos siguientes vacas al mercado, el niño de seis años ya estaba más que preparado para hacerse cargo del regateo. Aquella noche, el comerciante en ciernes volvió a conducir a su padre de regreso a casa. Pero una vez que el hombre, totalmente borracho, se derrumbó sobre el colchón, su madre no pudo evitar el quedarse mirando fijamente el gran montón de artículos que su hijo dejó ante ella.

Lubji se pasó más de una hora ayudándola a distribuir los artículos entre el resto de la familia, pero no le dijo que aún le quedaba uno de aquellos papeles de colores con un «diez» grabado en él. Deseaba descubrir qué más podía comprar con aquel billete.

A la mañana siguiente, Lubji no se dirigió directamente al mercado y, por primera vez en su vida, se aventuró por la calle Schull para estudiar lo que se vendía en las tiendas que su tío abuelo visitaba de vez en cuando. Se detuvo ante una panadería, una carnicería, una tienda de cerámica, otra de ropa y, finalmente, una joyería, la del señor Lekski, el único establecimiento que mostraba un nombre impreso en letras doradas sobre la puerta. Observó un broche expuesto en el centro del escaparate. Era incluso más hermoso que el que su madre lucía todos los años por el Rosh Hashanah y que, según le comentó una vez, era una herencia de familia. Aquella noche, al regresar a casa, se quedó de pie junto al fuego, mientras su madre preparaba la cena, de un solo plato. Informó a su madre que las tiendas no eran más que puestos de venta fijos, con escaparates que daban a la calle, y que tras apretar la nariz contra el cristal y mirar hacia el interior, vio que casi todos los clientes comerciaban con trozos de papel, y nunca hacían ningún intento por regatear con el tendero.

Al día siguiente, Lubji regresó a la calle Schull. Se sacó el trozo de papel del bolsillo y lo estudió durante un tiempo. Aún no tenía ni la menor idea de lo que alguien pudiera darle a cambio. Después de pasarse una hora mirando por los escaparates, entró lleno de seguridad en sí mismo en la panadería y entregó el billete al hombre que estaba situado al otro lado del mostrador. El panadero lo tomó y se encogió de hombros. Lubji señaló esperanzado una hogaza de pan, sobre la estantería situada por detrás del hombre, que el tendero le entregó. Satisfecho con la transacción, el pequeño se dio media vuelta, dispuesto a marcharse.

– No te olvides del cambio -le dijo entonces el tendero.

Lubji se volvió hacia él, sin saber muy bien a qué se refería. Vio entonces que el tendero depositaba el billete en una caja de estaño y extraía de ella unas monedas, que le entregó por encima del mostrador.

Una vez que hubo regresado a la calle, el niño de seis años estudió las monedas con mucho interés. Tenían números grabados por una cara, y la cabeza de un hombre que no reconoció por la otra.

Animado por esta transacción, se dirigió a la tienda de cerámica, donde compró un cuenco que esperaba fuera de alguna utilidad para su madre, a cambio del cual entregó la mitad de sus monedas.

A continuación, Lubji se detuvo ante la tienda del señor Lekski, el joyero, donde sus ojos no se apartaron durante un buen rato del hermoso broche mostrado en el centro del escaparate. Finalmente, abrió la puerta y se dirigió hacia el mostrador, para encontrarse ante un hombre que llevaba un traje y un lazo.

– ¿En qué puedo ayudarte, pequeño? -le preguntó el señor Lekski, que se inclinó sobre el mostrador para mirarlo.

– Quiero comprar ese broche para mi madre -dijo con un tono de voz que confió fuera lo suficientemente seguro, al tiempo que señalaba hacia el escaparate.

Luego, abrió el puño fuertemente apretado hasta ese momento y reveló las tres pequeñas monedas que le quedaban de sus transacciones de la mañana.

El hombre de edad avanzada no se echó a reír, y le explicó suavemente que necesitaría muchas más monedas como aquellas antes de que pudiera comprar el broche. A Lubji se le encendieron las mejillas de vergüenza y salió a la calle corriendo, sin mirar atrás.

Aquella noche, Lubji no pudo dormir. No dejaba de repetirse una y otra vez las palabras que le había dicho el señor Lekski. A la mañana siguiente se encontraba ante la tienda, mucho antes de que el anciano llegara para abrirla. La primera lección que Lubji aprendió del señor Lekski fue que las personas que pueden permitirse comprar joyas no se levantan temprano por la mañana.

El señor Lekski, uno de los ancianos de la ciudad, quedó tan bien impresionado por la pura chutzpah de aquel niño de seis años, que se atrevió a entrar en su tienda sin nada más que unas pocas monedas que no tenían casi ningún valor, que durante las semanas siguientes consintió que el hijo del tratante de ganado le planteara una corriente continua de preguntas que él contestaba. Al cabo de poco tiempo, Lubji pasaba por la joyería durante unos pocos minutos cada tarde. Pero si veía que el anciano atendía a alguien, siempre esperaba fuera. Sólo entraba después de que hubiera salido el cliente. Se situaba ante el mostrador y lanzaba una tras otra las preguntas que se le habían ocurrido la noche anterior.

El señor Lekski observó con aprobación que Lubji nunca repetía una pregunta dos veces y que cada vez que un cliente entraba en la tienda, se retiraba rápidamente a un rincón y se ocultaba tras el periódico del anciano. Aunque pasaba las páginas, el joyero no estaba seguro de que fuera capaz de leer las palabras o incluso de mirar las fotografías.

Una noche, después de que el señor Lekski cerrara la tienda, tomó a Lubji y lo llevó a la parte trasera para enseñarle su vehículo a motor. Lubji abrió los ojos desmesuradamente al escuchar que aquel magnífico objeto era capaz de moverse por su propia cuenta, sin necesidad de que ningún caballo tirara de él.

– Pero si no tiene patas -comentó con incredulidad.

Abrió la portezuela del coche y subió para instalarse junto al señor Lekski. El anciano apretó un botón para poner en marcha el motor, y Lubji sintió náuseas y temor a un mismo tiempo. Pero a pesar de que apenas si podía ver por encima del tablero de mandos, al cabo de un momento hubiera querido cambiar de puesto y situarse en el asiento del conductor, ocupado por el señor Lekski.

El señor Lekski le dio a Lubji un paseo por la ciudad y luego lo dejó frente a la puerta de su casa. Inmediatamente, el niño entró como una exhalación en la cocina y le gritó a su madre:

– Algún día tendrá un vehículo a motor.

Zelta sonrió ante aquella idea y no mencionó que hasta el rabino no tenía más que una bicicleta. Siguió alimentando a su hijo más pequeño, jurándose a sí misma que sería el último. La presencia del recién llegado significaba que Lubji, que crecía rápidamente, ya no podría apretarse sobre el colchón, con sus hermanos y hermanas. Últimamente se había tenido que contentar con ejemplares de los viejos periódicos del rabino, extendidos junto a la chimenea.

Casi en cuanto oscurecía, los niños se peleaban por ocupar un lugar sobre el colchón; los Hoch no podían permitirse despilfarrar sus existencias de velas para tratar de prolongar el día. Noche tras noche, Lubji se acostaba junto a la chimenea, sin dejar de pensar en el coche del señor Lekski, y trataba de imaginar cómo podría demostrar a su madre que estaba equivocada. Entonces recordó el broche que ella sólo se ponía para el Rosh Hashanah. Se puso a contar con los dedos y calculó que tendría que esperar otras seis semanas antes de poder poner en práctica el plan que ya se había formado en su mente.


Lubji permaneció despierto durante la mayor parte de la noche anterior al Rosh Hashanah. A la mañana siguiente, una vez que su madre se hubo vestido, apenas si apartó la mirada de ella o, para ser más exactos, del broche que llevaba. Una vez terminado el servicio religioso, a Zelta le sorprendió que, al salir de la sinagoga, Lubji se aferrara a su mano durante el trayecto de regreso a casa, algo que no recordaba que hiciera desde que cumplió los tres años. Una vez dentro de la pequeña casa, Lubji se sentó con las piernas cruzadas en el rincón de la chimenea y observó a su madre, que se desabrochó la pequeña joya del vestido. Por un momento, Zelta miró a su hijo, antes de arrodillarse, retirar la tabla suelta del piso, junto al colchón y guardar cuidadosamente el broche en la vieja caja de cartón, antes de volver a colocar la tabla en su sitio.

Lubji permaneció tan quieto, observándola, que su madre se sintió preocupada y le preguntó si se encontraba bien.

– Estoy bien, madre -contestó-. Pero como es el Rosh Hashanah pensaba en lo que debería hacer al año que viene.

Su madre le sonrió. Todavía abrigaba la esperanza de haber tenido un hijo que quizá algún día se convirtiera en rabino. Lubji no volvió a hablar, mientras consideraba el problema de la caja. No experimentaba la menor sensación de culpabilidad por cometer lo que su madre, sin lugar a dudas, describiría como un pecado, porque ya estaba convencido de que antes de que acabara el año lo podría devolver todo y nadie sería más listo que él.

Aquella noche, después de que el resto de la familia se hubo acostado en el colchón, Lubji se acurrucó en el rincón de la chimenea y fingió quedarse dormido, hasta estar seguro de que todos los demás lo estaban. Sabía que para los seis inquietos cuerpos apretados, con dos cabezas hacia la cabecera y otras dos hacia el pie del colchón, con su madre y su padre en los extremos, el sueño era un lujo que raras veces duraba más de unos pocos minutos.

Una vez convencido de que todos estaban dormidos, empezó a gatear con sigilo por el borde de la estancia, hasta que llegó al extremo más alejado del colchón. Los ronquidos de su padre eran tan estruendosos, que temía que uno de sus hermanos o hermanas pudieran despertarse en cualquier momento y descubrirlo.

Lubji contuvo la respiración mientras recorría con los dedos las tablas del suelo y trataba de descubrir cuál de ellas se abriría.

Los segundos se transformaron en minutos pero, de pronto, una de las tablas se levantó ligeramente. Apretó un extremo con la palma de la mano derecha y pudo levantarla lentamente. Introdujo la mano izquierda por el hueco y palpó el borde de algo. Lo tomó con los dedos y extrajo muy despacio la caja de cartón. Luego, volvió a dejar la tabla en su sitio.

Lubji permaneció absolutamente quieto, hasta estar completamente seguro de que nadie se había dado cuenta de su acción. Uno de sus hermanos menores se revolvió, y sus hermanas gimieron e hicieron lo mismo. Lubji aprovechó el momento de confusa conmoción y retrocedió presuroso por el borde de la estancia, para detenerse sólo al llegar junto a la puerta.

Se incorporó sobre las rodillas y empezó a buscar la manija de la puerta. La sudorosa palma de la mano aferró la manija y la hizo girar muy despacio. El viejo eje crujió ruidosamente, de una forma como no había observado nunca hasta entonces. Salió al camino y dejó la caja de cartón en el suelo, contuvo la respiración y volvió a cerrar la puerta con sigilo.

Lubji se alejó corriendo de la casa, con la caja aferrada contra su pecho. No miró atrás. De haberlo hecho, habría visto a su tío abuelo que lo miraba fijamente desde su casa más grande, situada por detrás de la casita.

– Lo que me temía -murmuró el rabino para sus adentros-. Predomina en él el lado de su padre.

Una vez que Lubji estuvo fuera de la vista, miró fijamente la caja por primera vez, pero ni siquiera con ayuda de la luz de la luna pudo distinguir adecuadamente su contenido. Siguió caminando, temeroso todavía de que alguien pudiera descubrirlo. Al llegar al centro de la ciudad, se sentó en los escalones de una fuente sin agua, tembloroso y agitado. Pero transcurrieron varios minutos antes de que pudiera distinguir con claridad los secretos escondidos en la caja.

Había dos hebillas de latón, varios botones que no hacían juego entre sí, incluido uno grande y brillante, y una vieja moneda que llevaba la efigie del zar. Y allí, en un rincón de la caja, se encontraba el premio más deseable de todos: un pequeño broche circular de plata, rodeado por pequeñas piedras que destellaban bajo la luz del amanecer.

Al sonar seis campanadas en el reloj del ayuntamiento, Lubji tomó la caja bajo el brazo y se encaminó hacia el mercado. Una vez que se encontró de nuevo entre los comerciantes, se sentó entre dos de los puestos ambulantes y extrajo todo el contenido de la caja. Le dio luego la vuelta, poniéndola boca abajo y colocó los objetos sobre la superficie gris y plana, con el broche orgullosamente situado en el centro. Apenas lo había hecho cuando un hombre que llevaba un saco de patatas sobre el hombro se detuvo y miró fijamente sus objetos expuestos.

– ¿Qué quieres por eso? -preguntó el hombre en checo, indicándole el gran botón brillante.

El niño recordó que el señor Lekski nunca contestaba a una pregunta con una respuesta, sino siempre con otra pregunta.

– ¿Qué tenéis para ofrecer? -le preguntó al hombre en su lengua nativa.

El campesino dejó el saco sobre el suelo.

– Seis patatas -contestó.

Lubji negó con un gesto de la cabeza.

– Necesitaría por lo menos doce patatas para algo tan valioso como eso -dijo al tiempo que sostenía el botón a la luz del sol, para que su cliente potencial pudiera echarle un mejor vistazo.

El campesino frunció el ceño.

– Nueve -dijo finalmente.

– No -contestó Lubji con firmeza-. Recordad siempre que mi primera oferta es la mejor que puedo haceros.

Confiaba en que su voz sonara como la del señor Lekski cuando trataba con un cliente difícil.

El campesino sacudió la cabeza, tomó el saco de patatas, se lo echó al hombro y se dirigió hacia el centro de la ciudad. Lubji se preguntó si acaso no habría cometido un error al no aceptar las nueve patatas. Lanzó un juramento para sus adentros, distribuyó de nuevo los objetos sobre la caja para tratar de sacarles más provecho y volvió a colocar el broche en el centro.

– ¿Y cuánto esperas sacar por eso? -le preguntó otro cliente, que señaló el broche.

– ¿Qué tenéis que ofrecer a cambio? -preguntó Lubji en húngaro.

– Un saco de mi mejor grano -contestó el campesino, que soltó con actitud orgullosa un saco del burro cargado a su lado y lo depositó en el suelo, delante de Lubji.

– ¿Y por qué queréis el broche? -preguntó Lubji, al recordar otra de las técnicas del señor Lekski.

– Porque mañana es el cumpleaños de mi esposa -explicó el hombre-, y el año pasado se me olvidó darle un regalo.

– Cambiaré esta hermosa reliquia de familia -dijo Lubji, que le tendió el broche para que lo observara más detenidamente-, que ha pertenecido a mi familia desde hace varias generaciones, por ese anillo que lleváis en el dedo…

– Pero mi anillo es de oro -dijo el campesino echándose a reír-, y tu broche sólo es de plata.

– … y un saco de vuestro grano -añadió Lubji, como si no hubiera tenido tiempo de terminar la frase.

– Tienes que estar loco -replicó el campesino.

– Este broche lo llevó una gran dama de la aristocracia antes de que pasara por tiempos difíciles. Así que no tengo más remedio que preguntar: ¿acaso no es merecedor de la mujer que os ha dado a vuestros hijos?

– Lubji no tenía ni la menor idea de si el hombre tenía hijos o no, pero insistió-: ¿O es que la vais a olvidar durante otro año?

El húngaro guardó silencio, mientras consideraba las palabras del niño. Lubji volvió a colocar el broche en el centro de la caja, con la mirada fija en él, sin levantarla en ningún momento hacia la sortija del hombre.

– Por la sortija, estoy de acuerdo -dijo finalmente el campesino-, pero sin incluir el saco de grano.

Lubji frunció el ceño y fingió reflexionar sobre la oferta. Tomó el broche y lo estudió de nuevo a la luz del sol.

– Está bien -dijo con un suspiro-, pero sólo porque es el cumpleaños de vuestra esposa.

El señor Lekski le había enseñado a dejar que el cliente tuviera siempre la sensación de haberse llevado la mejor parte del negocio. Rápidamente, el campesino se quitó la pesada sortija de oro de su dedo y tomó el broche.

Apenas hubo terminado de cerrar su primer trato, cuando regresó el primer cliente, que llevaba una vieja pala. Dejó el saco medio vacío de patatas sobre el suelo, delante del muchacho.

– He cambiado de opinión -dijo en checo-. Te daré las doce patatas por el botón.

Pero Lubji negó con un movimiento de cabeza.

– Ahora quiero quince -dijo sin mirarlo.

– ¡Pero si esta mañana sólo querías doce!

– Sí, pero resulta que desde entonces habéis cambiado la mitad de vuestras patatas por esa pala, y sospecho que habéis ofrecido por ella las mejores patatas del saco. -El campesino vaciló-. Volved mañana -añadió Lubji-. Si todavía lo tengo para entonces, os costará veinte.

El rostro del checo volvió a fruncirse, pero esta vez no recogió el saco y se marchó.

– Acepto -asintió enojado y empezó a extraer unas patatas del saco abierto. Lubji, sin embargo, volvió a negar con la cabeza-. ¿Qué quieres ahora? -le gritó al muchacho-. Creía que habíamos hecho un trato.

– Habéis visto mi botón -dijo Lubji-, pero yo no he visto vuestras patatas. Es justo que sea yo quien las elija, no vos.

El checo se encogió de hombros, abrió el saco y permitió que el niño rebuscara en su interior para elegir sus quince patatas.

Aquel día, Lubji no cerró ningún otro trato, y una vez que los comerciantes empezaron a desmantelar sus puestos, recogió sus pertenencias, tanto viejas como nuevas, las guardó en la caja de cartón y, por primera vez, empezó a preocuparle la posibilidad de que su madre descubriera en qué se había metido.

Cruzó lentamente el mercado, hacia el extremo más alejado de la ciudad, y se detuvo allí donde el camino se bifurcaba en dos senderos estrechos. Uno conducía hacia los pastos donde estaría su padre cuidando del ganado. El otro se adentraba en el bosque. Lubji se volvió a mirar hacia la ciudad, para comprobar que nadie le había seguido, y luego desapareció entre la espesura. Al cabo de un breve rato se detuvo junto a un árbol que estaba seguro de reconocer cuando volviera. Con las manos, excavó un agujero cerca de la base y enterró la caja y doce de las patatas.

Una vez satisfecho de no haber dejado ninguna señal que indicara que allí se ocultaba algo, regresó despacio hacia el camino contando los pasos al avanzar. Doscientos siete. Se volvió a mirar un instante hacia el bosque y luego cruzó corriendo la ciudad, sin detenerse hasta llegar a la puerta de la pequeña casa. Esperó un momento para recuperar la respiración y luego entró.

Su madre ya servía en cuencos la aguada sopa de nabos, y seguramente le habría hecho muchas más preguntas acerca del por qué llegaba tan tarde, si él no se hubiera apresurado a mostrarle las tres patatas. Pequeños gritos encantados brotaron de sus hermanos y hermanas al ver lo que él había traído.

Su madre dejó el cazo en el caldero y lo miró directamente.

– ¿Las has robado, Lubji? -le preguntó, con los brazos en jarras.

– No, mamá -contestó él-. No lo hice.

Zelta pareció sentirse aliviada y tomó las tres patatas. Las lavó una tras otra en un cubo que dejaba escapar el agua cada vez que se llenaba más de la mitad. Una vez que las hubo limpiado de tierra, empezó a pelarlas eficientemente con las uñas. Las cortó después en segmentos, reservando una ración extra para su esposo. A Sergei ni siquiera se le ocurrió preguntarle a su hijo de dónde había sacado la mejor comida que habían visto por casa en muchos días.

Aquella noche, antes de que oscureciera, Lubji se quedó dormido, agotado después de su primer día de actividad como comerciante.

A la mañana siguiente abandonó la casa antes de que su padre se despertara. Echó a correr hasta llegar al bosque, contó doscientos siete pasos, se detuvo al llegar a la base del árbol y empezó a excavar. Una vez recuperada la caja de cartón, regresó a la ciudad y observó a los comerciantes que montaban sus puestos.

En esta ocasión se situó entre dos puestos, en el extremo más alejado de la plaza, pero cuando los clientes llegaban hasta donde él se encontraba, la mayoría de ellos ya habían cerrado sus transacciones, o les quedaba muy poco de interés para comerciar. Aquella tarde, el señor Lekski le explicó las tres reglas más importantes para el comercio: posición, posición y posición.

A la mañana siguiente, Lubji se instaló con su caja cerca de la entrada al mercado. Descubrió rápidamente que mucha más gente se detenía a considerar lo que tenía en oferta, y fueron varias los que preguntaron en distintos idiomas qué estaría dispuesto a aceptar a cambio de la sortija de oro. Algunos llegaron incluso a probársela, para comprobar si era de la talla adecuada pero, a pesar de varias ofertas, no pudo cerrar un trato que considerara ventajoso para él.

Lubji trataba de cambiar doce patatas y tres botones por un cubo que no filtrara el agua, cuando observó a un distinguido caballero con un largo abrigo negro, de pie a un lado, que esperaba pacientemente a que terminara de hacer su transacción.

En cuanto el muchacho levantó la mirada y vio quién era, se levantó, despidió rápidamente a su otro cliente, y lo saludó:

– Buenos días, señor Lekski.

El anciano se adelantó un paso, se inclinó y empezó a tomar los objetos colocados en lo alto de la caja. Lubji no podía creer que al joyero le interesaran sus artículos. El señor Lekski consideró primero la vieja moneda con la efigie del zar. La estudió durante un rato. Lubji se dio cuenta en seguida de que, en realidad, no se sentía interesado por la moneda; eso no era más que una estratagema que le había visto emplear muchas veces, antes de preguntar el precio del objeto que realmente deseaba. «No permitas nunca que sepan qué es lo que te interesa», le había dicho por lo menos cien veces al muchacho.

Lubji esperó pacientemente a que el anciano dirigiera su atención hacia el centro de la caja.

– ¿Cuánto esperas conseguir por esto? -preguntó finalmente el joyero, que tomó la sortija de oro.

– ¿Cuál es vuestra oferta? -preguntó el chico, empleando con él su propio juego.

– Cien coronas -contestó el anciano.

Lubji no estuvo muy seguro de saber cómo reaccionar ya que, hasta entonces, nadie le había ofrecido más de diez coronas por nada de lo que tenía en oferta. Entonces recordó uno de los lemas de su mentor: «Pide el triple y prepárate para cerrar el trato por el doble». Miró fijamente al anciano.

– Trescientas coronas.

El joyero se inclinó y volvió a dejar la sortija en el centro de la caja.

– Doscientas es mi mejor oferta -dijo con firmeza.

– Doscientas cincuenta -replicó Lubji, esperanzado.

El señor Lekski no dijo nada durante un rato, pero no dejaba de mirar la sortija.

– Doscientas veinticinco -dijo finalmente-. Pero sólo se incluyes también esa vieja moneda.

Lubji asintió inmediatamente y trató de ocultar su satisfacción ante el resultado de la transacción.

El señor Lekski se sacó una bolsa del bolsillo interior del abrigo, le entregó doscientas veinticinco coronas y se guardó la moneda antigua y la pesada sortija de oro. Lubji miró al anciano y, por un momento, se preguntó si aún le quedaba algo por enseñarle.

Aquella tarde, Lubji no pudo hacer ninguna transacción más, de modo que recogió pronto su caja de cartón y se encaminó hacia el centro de la ciudad, satisfecho con su día de trabajo. Al llegar a la calle Schull compró un cubo completamente nuevo por doce coronas, un pollo por cinco y, en la panadería, una hogaza de pan fresco por una corona.

El joven comerciante se puso a silbar al descender por la calle principal. Al pasar ante la tienda del señor Lekski miró por el escaparate para ver si todavía estaba a la venta el hermoso broche que tenía la intención de comprarle a su madre antes del siguiente Rosh Hashanah.

Lubji dejó caer el cubo al suelo con incredulidad. Sus ojos se abrieron más y más. El broche había sido sustituido por una vieja moneda, con una etiqueta en la que se decía que llevaba la efigie del zar Nicolás I y que era de 1829. Luego, comprobó el precio escrito sobre la tarjeta situada por debajo.

– ¡Mil quinientas coronas!

4

Crisis en Wall Street: se derrumba la Bolsa

Hay muchas ventajas y algunas desventajas en el hecho de nacer como australiano de segunda generación. No tuvo que transcurrir mucho tiempo para que Keith Townsend descubriera algunas de las desventajas.

Keith nació a las 14,37 del 9 de febrero de 1928 en una gran mansión colonial en Toorak. La primera llamada telefónica que hizo su madre desde la cama fue al director de la escuela de St. Andrew para inscribir a su primogénito en la matrícula para el año 1941. La primera que hizo su padre, desde su oficina, fue a la secretaria del Club de Criquet de Melbourne, para incluir el nombre de su hijo recién nacido como candidato a socio, ya que había una lista de espera de quince años.

Sir Graham Townsend, el padre de Keith, era oriundo de Dundee, Escocia, pero él y sus padres habían llegado a Australia a principios de siglo en un barco de ganado. A pesar de la posición de sir Graham como propietario del Melbourne Courier y del Adelaide Gazette, coronada con la obtención de un título de caballero durante el año anterior, la alta sociedad de Melbourne, algunos de cuyos miembros llevaban casi un siglo en el país y no se cansaban de recordar a todos que no eran descendientes de convictos, o bien lo desdeñaban, o se referían a él, simplemente, en tercera persona.

A sir Graham le importaban un bledo sus opiniones o, si le importaban, ciertamente no lo demostraba nunca. La gente con la que le gustaba relacionarse trabajaba en los periódicos, y aquellos que contaba entre sus amigos también solían pasar por lo menos una tarde a la semana en las carreras de caballos. Caballos o galgos, eso no suponía diferencia alguna para sir Graham.

Pero Keith tenía una madre a quien la alta sociedad de Melbourne no podía dejar de lado tan fácilmente; una mujer cuyo linaje se remontaba a un alto oficial naval de la Primera Flota. Si ella hubiera nacido una generación más tarde, esta historia bien podría haberse referido a ella, y no a su hijo.

Al ser Keith su único hijo varón, ya que fue el segundo de tres hijos, siendo las otras dos niñas, sir Graham imaginó desde que nació que el muchacho le seguiría en el negocio de la prensa, y con ese propósito se dispuso a educarlo y prepararlo para hacer frente al mundo real. Keith hizo su primera visita a la imprenta de su padre, en el Melbourne Courier, a la temprana edad de tres años, y se sintió inmediatamente intoxicado por el olor de la tinta, el teclear de las máquinas de escribir y el estruendo de la maquinaria. A partir de ese momento, acompañó a su padre a la oficina cada vez que se le presentaba la oportunidad.

Sir Graham nunca desanimó a Keith, e incluso le permitía acompañarlo alguna que otra tarde de los sábados, cuando desaparecía para acudir al hipódromo. Lady Townsend no aprobaba aquellas andanzas, e insistía en que el joven Keith acudiera siempre a la iglesia a la mañana siguiente. Ante su desilusión, su único hijo varón pronto reveló sus preferencias por los corredores de apuestas, antes que por el predicador.

Lady Townsend se mostró tan decidida a invertir esta inclinación inicial que se dispuso a lanzar una contraofensiva. En una ocasión en que sir Graham estuvo fuera, durante un largo viaje de negocios a Perth, contrató a una niñera llamada Florrie, la descripción de cuyo trabajo simplemente fue la de controlar a los niños. Pero Florrie, una viuda de algo más de cincuenta años, no demostró estar a la altura de Keith, que sólo tenía cuatro años, y pocas semanas después le prometió al niño no contarle a su madre las ocasiones en que fuera llevado a las carreras. Al descubrir finalmente este subterfugio, lady Townsend esperó hasta que su esposo emprendió su viaje anual a Nueva Zelanda, y puso un anuncio en la primera página del Times de Londres. Tres meses más tarde, la señorita Steadman desembarcó en el muelle Station y se presentó en Toorak para hacerse cargo de su trabajo. Resultó ser todo aquello que indicaban sus excelentes referencias.

Hija segunda de un ministro presbiteriano escocés, educada en el St. Leonard, de Dumfries, sabía exactamente qué se esperaba de ella. Florrie continuó siendo tan fiel a los niños como éstos lo eran con ella, pero la señorita Steadman no parecía fiel a nadie ni a nada que no fuera su vocación y la realización de lo que ella misma consideraba como su obsesivo deber.

Insistió en que todo el mundo, fuera cual fuese su posición, se dirigiera a ella en todo momento como señorita Steadman, y no dejó a nadie la menor duda acerca de qué lugar ocupaba cada cual en su propia escala social. El chófer pronunciaba las palabras con una ligera inclinación de cabeza. Sir Graham lo hacía con respeto.

A partir del día en que llegó, la señorita Steadman organizó la vida de los niños de una forma que impresionaría a un oficial de la Guardia Negra. Keith lo probó todo para hacerla entrar en razón, desde el encanto, hasta las actitudes mohínas y las rabietas, pero no tardó en descubrir que nada era capaz de conmover a aquella mujer. Su padre habría acudido en rescate de su hijo si su esposa no se deshiciera continuamente en elogios hacia la señorita Steadman, sobre todo por sus valerosos intentos por enseñar al joven caballerete a hablar el inglés del rey.

A la edad de cinco años, Keith empezó a ir a la escuela, y al cabo de su primera semana se quejó a la señorita Steadman de que ninguno de los otros chicos quería jugar con él. Ella no consideró que le correspondiera decirle al niño que su padre se había ganado muchos enemigos con el transcurso de los años.

La segunda semana de escuela resultó ser mucho peor que la primera, porque Keith se vio continuamente amenazado por un chico llamado Desmond Motson, cuyo padre se había visto envuelto recientemente en un escándalo financiero relacionado con la minería, asunto que apareció publicado durante varios días en la primera página del Melbourne Courier. Tampoco ayudó en nada el hecho de que Motson fuera cinco centímetros más alto que Keith y pesara seis kilos más.

Keith consideró con frecuencia la posibilidad de discutir el problema con su padre, pero puesto que sólo se veían los fines de semana, se contentó con unirse al viejo en su despacho, un domingo por la mañana, para escuchar sus puntos de vista sobre el contenido del Courier y del Gazette de la semana anterior, antes de comparar sus propios esfuerzos con los de sus rivales.

– «Dictador benevolente» es un titular débil -declaró su padre un domingo por la mañana al mirar la primera página del Adelaide Gazette del día anterior. Al cabo de un momento, añadió-: Y una historia todavía más débil. A ninguna de esas personas se les debe permitir que vuelvan a aparecer en la primera página.

– Pero sólo hay un nombre en lo alto del artículo -dijo Keith, que había escuchado atentamente a su padre.

Sir Graham lanzó una risita.

– Cierto, muchacho, pero el titular ha tenido que ser preparado por un subdirector, probablemente mucho después de que se marchara el periodista que escribió ese artículo.

Keith se sintió intrigado hasta que su padre le explicó que los titulares podían cambiarse incluso momentos antes de que empezara a imprimirse el periódico.

– El titular tiene que llamar la atención del lector. De otro modo, ni siquiera se molestará en leer el artículo.

Sir Graham leyó en voz alta un artículo sobre el nuevo líder alemán. Fue la primera vez que Keith oyó pronunciar el nombre de Adolf Hitler.

– Sin embargo, la foto es condenadamente buena -añadió su padre, que indicó la imagen de un hombre pequeño con un bigote que parecía un cepillo de dientes, mostrado en una pose con el brazo derecho en alto-. No olvides nunca el viejo tópico, muchacho: «Una imagen vale más que mil palabras».

Se escuchó entonces un fuerte golpe en la puerta del despacho, y los dos se dieron cuenta de que sólo podía haberlo producido el nudillo de la señorita Steadman. Sir Graham dudaba mucho de que el momento en que se producía la llamada, cada domingo por la mañana, hubiera variado apenas unos pocos segundos desde el día en que ella llegó.

– Pase -dijo con su voz más severa.

Se volvió y la dirigió un guiño a su hijo. Ninguno de los Townsend masculinos permitió que nadie más supiera que, a sus espaldas, llamaban Gruppenführer a la señorita Steadman.

La mujer entró en el despacho y pronunció las mismas palabras que había repetido cada domingo durante el último año.

– Sir Graham, es hora de que el señorito Keith se prepare para ir a la iglesia.

– Santo cielo, señorita Steadman, ¿ya se ha hecho tan tarde? -contestaba él antes de dirigir a su hijo hacia la puerta.

De mala gana, Keith abandonaba el puerto seguro del despacho de su padre y seguía a la señorita Steadman fuera de la estancia.

– ¿Sabe lo que acaba de decirme mi padre, señorita Steadman? -dijo Keith con un profundo acento australiano que, estaba seguro de ello, la molestaría.

– No tengo la menor idea, señorito Keith. Pero sea lo que fuere, confiemos en que eso no le impida concentrarse debidamente en el sermón del reverendo Davidson.

Keith guardó un hosco silencio mientras subían la escalera hacia su dormitorio. No volvió a pronunciar una sola palabra más hasta que no se unió a su padre y a su madre, en el asiento trasero del Rolls.

Keith sabía que, efectivamente, tendría que concentrarse en cada palabra del ministro, porque la señorita Steadman siempre les preguntaba, a él y a sus hermanas, hasta los más nimios detalles del texto, antes de acostarse. A sir Graham le aliviaba saber que, al menos a él, no le sometería a tal examen.

Tres noches en la casa del árbol, que la propia señorita Steadman se había ocupado de construir apenas unas semanas después de su llegada, eran el castigo que imponía a cualquiera de los niños que alcanzara una puntuación inferior al 80 por ciento en el examen sobre el sermón.

– Eso es bueno para la formación del carácter -les recordaba continuamente.

Lo que Keith no le dijo nunca fue que, a veces, contestaba deliberadamente mal porque pasar tres noches en la casa del árbol suponía una magnífica forma de escapar de su tiranía.


Al cumplir once años, se tomaron dos decisiones que marcarían a Keith durante el resto de su vida, y las dos hicieron que el muchacho se echara a llorar, desconsolado.

Tras la declaración de guerra de Alemania, el gobierno australiano le encomendó a sir Graham una misión especial que, según le explicó a su hijo, le exigiría pasar una considerable cantidad de tiempo en el extranjero. Ésa fue la primera decisión.

La segunda se produjo unos días más tarde, después de que sir Graham partiera para Londres, cuando a Keith se le ofreció un puesto en la escuela St. Andrew, que ella insistió en que aceptara. La St. Andrew era un internado situado en las afueras de Melbourne.

Keith no estaba seguro de saber cuál de las dos decisiones le causaron mayor angustia.

Vestido con el primer par de pantalones largos, el lloroso muchacho fue conducido a la escuela St. Andrew el mismo día en que se inauguraba el nuevo curso. Su madre le entregó a una matrona que ofrecía todo el aspecto de haber sido cincelada a partir de la misma roca que la señorita Steadman. El primer chico al que vio Keith en cuanto cruzó la puerta fue a Desmond Motson, y más tarde le horrorizó descubrir que no sólo tendrían que vivir en la misma casa, sino incluso en el mismo dormitorio. La primera noche, no pudo dormir.

A la mañana siguiente, Keith se encontró al fondo del salón de la escuela, y escuchó el discurso que pronunció el señor Jessop, su nuevo director, que procedía de algún lugar de Inglaterra llamado Winchester. Al cabo de pocos días, el nuevo alumno descubrió que la idea que el señor Jessop se hacía de lo que era diversión consistía en una carrera de quince kilómetros campo a través, seguida por una ducha fría. Y eso era para los buenos chicos de los que, una vez que se hubieran cambiado y regresado a sus habitaciones, se esperaba que leyeran a Homero en su lengua original. Últimamente, las lecturas de Keith se concentraban casi exclusivamente en las historias que se publicaban en el Courier sobre «nuestros valientes héroes de guerra» y sus hazañas en el frente. Después de pasar un mes en la St. Andrew, le habría encantado cambiar de puesto con ellos.

Durante sus primeras vacaciones, Keith le dijo a su madre que si los tiempos de la escuela eran los días más felices de nuestra vida, no existía para él ninguna esperanza en el futuro. Incluso ella misma se había dado cuenta de que tenía pocos amigos y de que se estaba convirtiendo en un solitario.

El único día de la semana que Keith esperaba con impaciencia era el miércoles, cuando podía escapar de St. Andrew al mediodía y no regresar hasta últimas horas del atardecer. Una vez que sonaba la campana del colegio, tomaba la bicicleta y recorría los once kilómetros que lo separaban del hipódromo más cercano, donde pasaba una tarde feliz, deambulando entre las cercas y el recinto de los ganadores. A la edad de doce años ya se consideraba una especie de mago de la pista, y sólo deseaba disponer de algo más de dinero propio para poder hacer apuestas serias. Terminada la última carrera, se iba en bicicleta a las oficinas del Courier, donde veía salir los ejemplares de la primera edición, y luego regresaba al colegio justo a últimas horas de la tarde.

Lo mismo que le sucedía a su padre, Keith se sentía mucho más a gusto con los periodistas y la hermandad de los aficionados a las carreras de caballos que con los hijos de la alta sociedad de Melbourne. Cuánto anhelaba decirle al jefe de estudios que lo único que realmente deseaba hacer cuando abandonara la escuela era ser el corresponsal de las carreras del Sporting Globe, otro de los periódicos de su padre. Pero nunca dio a conocer su secreto a nadie, por temor a que le transmitiera la información a su madre, que ya le había dejado entrever que tenía otros planes para su futuro.

Cuando su padre le llevaba a las carreras, sin informar nunca a su madre o a la señorita Steadman de lo que se disponían a hacer, Keith le veía apostar grandes sumas de dinero en cada carrera, y de vez en cuando le entregaba a su hijo una moneda de seis peniques para que probara suerte. Al principio, las apuestas de Keith no hacían sino reflejar las elecciones de su padre, pero, ante su sorpresa, no tardó en descubrir que solía regresar a casa con los bolsillos vacíos.

Después de varias de estas excursiones al hipódromo, los miércoles por la tarde, y tras haber descubierto que la mayoría de sus monedas de seis peniques terminaban en la abultada bolsa de cuero del corredor de apuestas, Keith decidió invertir un penique a la semana para comprar el Sporting Globe. Al revisar las páginas, se enteró de la forma en que se hallaba cada jockey, entrenador y propietario reconocidos por el Club Hípico de Victoria, pero ni siquiera esos conocimientos recién adquiridos impidieron que siguiera perdiendo su dinero como antes. A la tercera semana del trimestre ya se había jugado todo el dinero del que disponía.

La vida de Keith cambió el día en que localizó un libro anunciado en el Sporting Globe, titulado Cómo superar al corredor de apuestas, escrito por «Toe, el Afortunado». Convenció a Florrie para que le prestara media corona y envió su pedido por correo a la dirección indicada en la parte inferior del anuncio. Cada mañana acudió a saludar al cartero, hasta que finalmente llegó el libro, diecinueve días más tarde. Desde el momento en que abrió la primera página, Joe el Afortunado sustituyó a Homero como lectura obligada durante el período nocturno previo a acostarse. Después de leer el libro dos veces, se sintió lo bastante seguro de sí mismo como para creer que había encontrado un sistema que le permitiría ganar siempre. Al miércoles siguiente regresó a las carreras, extrañado al pensar por qué su padre no se había aprovechado del método infalible de Joe el Afortunado.

Aquella noche, Keith regresó a casa en bicicleta después de haber perdido el dinero de bolsillo de todo el trimestre en una sola tarde. Pero se negó a echarle la culpa de su fracaso a Joe el Afortunado y supuso que, sencillamente, no había comprendido del todo cómo funcionaba el sistema. Después de leer el libro por tercera vez, se dio cuenta de su error. Según explicaba Joe el Afortunado en la página setenta y uno, se tiene que disponer de un cierto capital para empezar ya que, de otro modo, nunca se puede confiar en superar al corredor de apuestas. En la página setenta y dos se sugería que la suma necesaria era de diez libras, pero como el padre de Keith todavía estaba en el extranjero, y el lema favorito de su madre era «No seas nunca prestamista, ni tomes nunca prestado», no encontró ninguna forma inmediata de demostrar que Joe el Afortunado tenía razón.

En consecuencia, llegó a la conclusión de que tenía que ganar dinero extra de algún modo, pero puesto que iba en contra de las normas de la escuela ganar dinero durante el curso, tuvo que contentarse con la lectura, una vez más, del libro de Joe el Afortunado. En los exámenes de fin de curso habría obtenido un sobresaliente si lo hubieran examinado del texto de Cómo superar al corredor de apuestas.

Una vez terminado el curso, Keith regresó a Toorak y analizó sus problemas financieros con Florrie. Ella le habló de los diversos métodos utilizados por sus hermanos para ganarse un dinero extra en sus tiempos de la escuela. Tras escuchar sus consejos, Keith regresó a las carreras de caballos al sábado siguiente, pero esta vez no para hacer ninguna apuesta, ya que seguía sin tener un céntimo, sino para recoger estiércol en los establos, que luego introdujo con la pala en un saco de azúcar proporcionado por la propia Florrie. Regresó después a Melbourne, llevando el pesado saco sobre el manillar de la bicicleta, antes de extender el estiércol alrededor de los macizos de flores de sus parientes. Después de cuarenta y siete viajes de ida y vuelta a la pista de carreras en el término de diez días, Keith se embolsó treinta chelines y, una vez satisfechas las necesidades de todos sus parientes, se dedicó a atender las de sus vecinos más próximos.

Al final de las vacaciones había acumulado la pequeña fortuna de tres libras, siete chelines y cuatro peniques. En cuanto su madre le entregó el dinero de bolsillo para su siguiente trimestre, una libra, se sintió impaciente por regresar al hipódromo y ganar una fortuna. El único problema era que el sistema infalible de Joe el Afortunado afirmaba en la página setenta y dos, y repetía en la página setenta y tres: «No pruebe el sistema con menos de diez libras».

Keith habría leído Cómo superar al corredor de apuestas por décima vez si el señor Clarke no le hubiera descubierto ojeándolo antes de acostarse. Keith no sólo vio confiscado y probablemente destruido su más preciado tesoro, sino que tuvo que sufrir la humillación pública de una azotaina administrada por el director de la escuela delante de toda la clase. Al inclinarse sobre la mesa, miró fijamente a Desmond Motson, sentado en la primera fila, incapaz de contener la sonrisa burlona de su rostro.

Aquella noche, antes de que se apagaran las luces, el señor Clarke le dijo a Keith que, de no haber intervenido en su favor, habría sido indudablemente expulsado del colegio. Keith sabía que eso no le gustaría a su padre, que en aquellos momentos regresaba a casa procedente de un lugar llamado Yalta, en Crimea, como tampoco a su madre, que ya empezaba a hablar de enviarlo a estudiar a Inglaterra, a una universidad llamada Oxford. Pero a Keith le preocupaba mucho más cómo podría convertir sus tres libras, siete chelines y cuatro peniques en diez libras.

Fue durante la tercera semana del trimestre cuando a Keith se le ocurrió una idea para doblar su dinero. Una idea que, estaba seguro de ello, jamás descubrirían las autoridades de la escuela.

La tienda de golosinas de la escuela se abría cada viernes, entre las cinco y las seis de la tarde, y luego permanecía cerrada hasta la misma hora de la semana siguiente. El lunes por la mañana, la mayoría de los chicos ya habían devorado sus pirulíes de cereza, varios paquetes de patatas fritas e innumerables botellas de limonada Marchants. Aunque se sentían temporalmente saciados, a Keith no le cabía la menor duda de que les gustaría tener más. Así pues, y teniendo en cuenta esas circunstancias, consideró que de martes a jueves existía una oportunidad ideal para crearse un mercado. Lo único que necesitaba hacer era acumular algunos de los artículos más populares vendidos en la tienda, y luego revenderlos con un beneficio, una vez que los otros chicos hubieran consumido sus reservas de dulces para la semana.

Al viernes siguiente, en cuanto abrió la tienda, Keith se encontró en el primer puesto de la fila. Al encargado le sorprendió que el joven Townsend gastara tres libras en comprar una gran caja de Minties, otra todavía más grande de treinta y seis paquetes de patatas fritas, dos docenas de pirulíes de cereza, y dos cajas de madera que contenían una docena de botellas de limonada Marchants. Informó del incidente al señor Clarke, encargado del curso de Keith, cuyo único comentario fue:

– Me sorprende que lady Townsend le entregue tanto dinero de bolsillo a su hijo.

Keith llevó todas sus compras a los vestuarios, y lo ocultó todo en el fondo de su armario. Luego, esperó pacientemente a que transcurriera el fin de semana.

El sábado por la tarde, Keith se dirigió en bicicleta al hipódromo, aunque se suponía que debía acudir a ver el partido anual de los First Eleven contra los de Geelong. La tarde fue frustrante para él, incapaz de hacer ninguna apuesta. Reflexionó sobre lo extraño que era el poder elegir a un ganador tras otro cuando no se tenía dinero para apostar.

El domingo, después de asistir a la capilla, Keith comprobó las salas comunes de los estudiantes de los cursos inferiores y superiores, y quedó encantado al descubrir que los suministros de comida y bebida empezaban ya a disminuir. Durante el recreo del lunes por la mañana observó a sus compañeros de clase, de pie en el pasillo, dedicados a chupar sus últimos dulces, desenvolver las últimas barras de chocolate y tomar los últimos tragos de limonada.

El martes por la mañana vio las hileras de botellas vacías junto a los cubos de basura, en una esquina del patio. Por la tarde, ya estaba preparado para poner en práctica su teoría.

Durante el período de juegos, se encerró en la pequeña imprenta de la escuela, cuyo equipo había regalado su padre el año anterior. Aunque la prensa era bastante antigua y sólo funcionaba a mano, resultó bastante adecuada para satisfacer las necesidades de Keith.

Una hora más tarde abandonó la estancia con treinta ejemplares de su primer periódico, donde anunciaba que cada miércoles, entre las cinco y las seis, se abriría una tienda alternativa, delante del armario número diecinueve del vestuario de alumnos mayores. En el otro lado de la página se mostraba la variedad de artículos en oferta y se indicaban sus precios «revisados».

Keith entregó un ejemplar de la hoja a cada uno de los miembros de su clase al principio de la última clase de la tarde, y terminó su tarea apenas un momento antes de que el profesor de geografía entrara en el aula. Ya planeaba una edición mucho mayor para la semana siguiente si el experimento resultaba tener éxito.

Pocos minutos antes de las cinco de la tarde siguiente, cuando Keith apareció en el vestuario, descubrió que ya se había formado una cola frente a su armario. Abrió rápidamente la puerta de estaño y sacó las cajas, que depositó en el suelo. Mucho antes de que hubiera terminado la hora, había vendido todas sus existencias. Con un beneficio de por lo menos el 25 por ciento en la mayoría de los artículos, consiguió un beneficio total de algo más de una libra.

Sólo Desmond Motson, que permaneció en un rincón, viendo cómo cambiaba el dinero de manos, gruñó algo sobre los precios excesivamente caros aplicados por Townsend. El joven empresario se limitó a decirle:

– Tienes una alternativa. Te pones en la cola, o esperas a que llegue el viernes.

Motson abandonó precipitadamente el vestuario, sin dejar de murmurar veladas amenazas por lo bajo.

El viernes por la tarde, Keith volvió a situarse en primer lugar en la cola formada ante la tienda y, habiendo tomado buena nota de qué artículos vendió primero, adquirió sus nuevas existencias de acuerdo con ello.

Cuando el señor Clarke fue informado de que Townsend había gastado en la tienda del viernes un total de cuatro libras y diez chelines, admitió sentirse extrañado, y decidió hablar con el director.

Aquel sábado por la tarde, Keith no acudió a las carreras, y empleó su tiempo en imprimir cien páginas de la segunda edición de su hoja de ventas, que distribuyó al lunes siguiente, no sólo entre sus compañeros de clase, sino también entre los alumnos de las dos clases inferiores.

El martes por la mañana, durante una clase sobre historia británica de 1815 a 1867, y sobre el dorso de una copia de la Ley de Reforma de 1832, calculó que, si mantenía el mismo ritmo, sólo tardaría tres semanas más en disponer de las diez libras que necesitaba para poner a prueba el sistema infalible de Joe el Afortunado.

Fue durante la clase de latín del miércoles por la tarde cuando el propio sistema infalible de Keith empezó a fallar estrepitosamente. El director entró en la clase sin anunciarse, y le pidió a Townsend que saliera inmediatamente al pasillo con él.

– Y traiga consigo la llave de su armario -añadió ominosamente.

Mientras caminaban en silencio por el largo pasillo gris, el señor Jessop le presentó una sola hoja de papel. Keith repasó la lista que habría podido recitar con mayor fluidez que cualquiera de los cuadros del Manual latino de Kennedy. «Minties a 8 peniques, Patatas fritas a 4 peniques, Pirulíes de Cereza a 4 peniques, Limonada Marchants a un chelín. Situarse frente al armario 19 del vestuario de alumnos mayores, el jueves a las cinco en punto. Nuestro lema es: "Al que llega primero, se le sirve primero".»

Keith consiguió mantener una expresión seria en el rostro mientras avanzaba por el pasillo junto al director.

Al entrar en el vestuario, se encontró con el encargado de curso y el encargado de deportes que ya estaban situados junto a su armario.

– Abra la puerta, Townsend -fue todo lo que dijo el director.

Keith introdujo la pequeña llave en la cerradura y la hizo girar lentamente. Abrió la puerta y los cuatro miraron al interior. Al señor Jessop le sorprendió ver que allí dentro no había más que un bate de críquet, un par de viejas almohadillas, y una camisa blanca y arrugada que daba la impresión de que nadie se había puesto en varias semanas.

La expresión del director fue de enfado, la del jefe de estudios extrañada, y la del encargado de deportes azorada.

– ¿No será que se han equivocado ustedes de alumno? -preguntó Keith con actitud de dolida inocencia.

– Cierre la puerta y regrese inmediatamente a su clase, Townsend -ordenó el director.

Keith obedeció con un insolente gesto de asentimiento de la cabeza y luego se dirigió lentamente hacia el pasillo.

Una vez sentado de nuevo ante su pupitre, se dio cuenta de que tenía que decidir qué debía hacer a continuación. ¿Debía rescatar sus artículos y salvar su inversión, o dejar caer una indirecta acerca de dónde se encontraba realmente la tienda clandestina, para que la descubrieran, y solucionar de ese modo una vieja rencilla de una vez por todas?

Desmond Motson se volvió a mirarlo. Pareció sorprendido y decepcionado al encontrar de nuevo a Townsend en su puesto.

Keith le dirigió una amplia sonrisa y en seguida supo cuál de las dos opciones elegiría.

5

Tropas alemanas en Renania

Lubji sólo oyó hablar de Adolf Hitler después de que los alemanes remilitarizaran la Renania.

Su madre hizo una mueca al leer las hazañas del Führer en el semanario publicado por el rabino. Al terminar de leer cada página, se la entregaba a su hijo. Sólo se detuvo cuando se hizo demasiado oscuro como para seguir leyendo las palabras. Lubji pudo seguir leyendo unos pocos minutos más.

– ¿Tendremos que llevar todos una estrella amarilla si Hitler cruza nuestra frontera? -preguntó.

Zelta fingió haberse quedado dormida.

Ya hacía algún tiempo que su madre no podía ocultar al resto de la familia el hecho de que Lubji era su favorito, aunque sospechaba que había sido él el responsable de la desaparición de su precioso broche, y había observado con orgullo cómo se convertía en un joven alto y agraciado. Pero se mostraba inexorable en su determinación de que, a pesar de los éxitos de Lubji como comerciante, de los que admitía que se beneficiaba toda la familia, el joven estaba destinado a convertirse en un rabino. Quizá ella hubiera desperdiciado su vida, pero estaba decidida a que Lubji no desperdiciara la suya.

Durante los últimos seis años, Lubji había dedicado cada mañana a recibir clases de su tío en la casa situada sobre la colina. Lo dejaba en libertad hacia el mediodía, para que pudiera regresar al mercado, donde recientemente había adquirido su propio puesto de venta. Pocas semanas después de su bar mitzvah, el anciano rabino le entregó a la madre de Lubji una carta en la que se le informaba que su hijo había conseguido una beca para estudiar en la academia de Ostrava. Fue el día más feliz en la vida de Zelta. Sabía que su hijo era inteligente, quizá excepcional, pero también se dio cuenta de que aquella oferta sólo pudo conseguirse gracias a la fama de su tío.

Cuando Lubji recibió la noticia de la beca obtenida, trató de no demostrar su consternación. Aunque sólo se le permitía ir al mercado por las tardes, ya estaba ganando dinero suficiente como para proporcionar a cada miembro de la familia un par de zapatos y dos comidas diarias. Deseaba explicarle a su madre que no le serviría de nada convertirse en un rabino si lo único que deseaba hacer era montar su propia tienda en el solar que había quedado vacante junto al del señor Lekski.

El señor Lekski cerró la tienda y se tomó el día libre para llevar al joven estudiante a la academia y, durante el largo viaje hasta Ostrava, le dijo que confiaba en que pudiera hacerse cargo de su tienda una vez terminados los estudios. Lubji sólo deseaba regresar a casa inmediatamente, y se necesitó de mucho poder de persuasión para que tomara la pequeña bolsa de cuero, la última transacción hecha el día anterior, y cruzara bajo el enorme arco de piedra que conducía a la academia. Si el señor Lekski no hubiera añadido que no consideraría la idea de aceptarlo a menos que terminara sus cinco años de estudio en la academia, Lubji habría vuelto a saltar al coche.

Lubji no tardó en descubrir que en la academia no había otros niños procedentes de un ambiente tan humilde como el suyo. Algunos de sus compañeros de clase dejaron bien claro, directa o indirectamente, que él no era la clase de persona con la que esperaban relacionarse. A medida que pasaron las semanas, también descubrió que las habilidades aprendidas como comerciante en el mercado le servían de bien poco en aquella institución, aunque ni el más indispuesto podía negar que él poseía un don natural para los idiomas. Y, ciertamente, las largas horas de estudio, el poco sueño y la disciplina rigurosa, no despertaban ningún temor en el muchacho procedente de Douski.

Al final de su primer año en Ostrava, Lubji terminó situado en la mitad superior de la clase en la mayoría de las asignaturas. Fue el mejor en matemáticas y el tercero en húngaro, que se había convertido ahora en su segunda lengua. Pero ni siquiera para el director de la academia le pasó por alto el hecho de que aquel joven tan bien dotado tuviera pocos amigos y fuera casi un solitario. Le aliviaba al menos tener la certeza de que nadie se haría el valiente con el muchacho, ya que el único que lo intentó terminó en el sanatorio.

Al regresar a Douski, a Lubji le sorprendió comprobar lo pequeña que era la ciudad, lo pobre que era su familia, y lo mucho que se habían acostumbrado a depender de él.

Cada mañana, después de que su padre se marchara hacia los pastos, Lubji subía por el camino de la colina, hasta la casa del rabino, y allí continuaba sus estudios. El anciano erudito se maravillaba ante el dominio de los idiomas que demostraba el muchacho, y admitía incluso que ya no estaba en condiciones de mantenerse a su altura en matemáticas. Por las tardes, Lubji regresaba al mercado y en un buen día era capaz de regresar a casa con suministros suficientes para alimentar a toda la familia.

Intentó enseñar a sus hermanos a comerciar, para que pudieran dirigir el puesto por las mañanas, mientras él no estaba. Llegó rápidamente a la conclusión de que se trataba de un empeño inútil, y sólo deseaba que su madre le permitiera quedarse en casa y crear un negocio del que todos pudieran beneficiarse. Pero Zelta no demostró el menor interés por lo que él conseguía en el mercado, y sólo le interrogaba acerca de sus estudios. Leía una y otra vez los informes sobre sus notas y al final de las vacaciones llegó a sabérselos de memoria. Eso hizo que Lubji se sintiera más decidido que nunca a complacerla cuando le presentara las notas del curso siguiente.

Una vez terminadas sus vacaciones de seis semanas, Lubji metió de mala gana sus cosas en la pequeña bolsa de cuero y fue conducido de regreso a Ostrava por el señor Lekski.

– La oferta de unirte a mí sigue en pie -le recordó al joven-, pero sólo después de que hayas terminado tus estudios.

Durante el segundo año de estancia de Lubji en la academia, el nombre de Adolf Hitler surgió en las conversaciones casi con tanta frecuencia como el de Moisés. Cada día llegaban judíos que cruzaban huyendo la frontera e informaban de los horrores que tenían lugar en Alemania; Lubji no dejaba de preguntarse qué planearía hacer el Führer a continuación. Leía todos los periódicos que encontraba, en el idioma que fuese y aunque fueran atrasados.

«Hitler mira hacia el Este», decía un titular de la primera página del Ostrava. Al pasar a la página siete para seguir leyendo el artículo, descubrió que no estaba. Eso, sin embargo, no le impidió preguntarse cuánto tiempo pasaría antes de que los tanques del Führer marcharan sobre Checoslovaquia. En cualquier caso, estaba seguro de una cosa: la raza dominante de Hitler no incluiría a personas como él.

Más tarde, aquella misma mañana, expresó sus temores ante su profesor de historia, pero éste parecía incapaz de desarrollar sus ideas más allá de Aníbal y la cuestión de si podría cruzar los Alpes. Lubji cerró su viejo libro de historia y, sin considerar las consecuencias que pudieran tener sus actos, abandonó la clase, recorrió el pasillo y se dirigió al despacho privado del director. Se detuvo ante una puerta que nunca había cruzado, y sólo vaciló un momento antes de llamar.

– Pase -dijo una voz.

Lubji abrió la puerta despacio y entró en el despacho del director. Aquel hombre piadoso vestía todos sus ropajes académicos, de color rojo y gris, y un casquete negro sobre sus tirabuzones largos y negros. El hombre levantó la mirada.

– Imagino que esta visita será por algo de vital importancia, ¿no es así, Hoch?

– Sí, señor -contestó Lubji con seguridad.

Pero luego perdió los nervios y no supo qué añadir.

– ¿Y bien? -le animó el director tras un largo silencio.

– Tenemos que estar preparados para marcharnos en cualquier momento -barbotó finalmente Lubji-. Tenemos que suponer que no pasará mucho tiempo antes de que Hitler…

El anciano le sonrió al joven de quince años e hizo un gesto despreciativo con la mano.

– Hitler nos ha dicho cientos de veces que no tiene intención de ocupar ningún otro territorio -dijo, como si corrigiera un pequeño error que Lubji hubiese cometido en un examen de historia.

– Siento mucho haberle molestado, señor -dijo Lubji al darse cuenta de que, por muy bien que expusiera sus argumentos, no iba a convencer a un hombre tan poco realista.

Pero, a medida que transcurrieron las semanas, primero su tutor, luego su jefe de estudios y finalmente el propio director, tuvieron que admitir que la historia se estaba escribiendo ante sus propios ojos.

Fue una cálida noche de septiembre cuando el director, que llevaba a cabo su ronda habitual, empezó a alertar a los alumnos y a decirles que recogieran sus pertenencias, ya que se marcharían al amanecer del día siguiente. No se sorprendió al encontrar ya vacía la habitación de Lubji.

Pocos minutos después de la medianoche, una división de tanques alemanes cruzó la frontera y avanzó hacia Ostrava sin encontrar resistencia. Los soldados registraron minuciosamente la academia antes de que sonara la campana que anunciaba el desayuno, y empujaron a todos los estudiantes hacia unos camiones que esperaban. Sólo hubo un alumno que no estuvo presente para contestar al pase final de la lista. Lubji Hoch se había marchado la noche anterior. Después de guardar todas sus pertenencias en la pequeña bolsa de cuero, se unió a la corriente de refugiados que se dirigían hacia la frontera húngara. Rezó para que su madre hubiera leído no sólo los periódicos, sino la mente de Hitler, y hubiera podido escapar de algún modo junto con el resto de su familia. Recientemente, había oído rumores de que los alemanes reunían a los judíos y los metían en campos de internamiento. Intentó no pensar en lo que podría sucederle a su familia si eran capturados.

Aquella noche, al cruzar sigilosamente las puertas de la academia, Lubji ni siquiera se detuvo a observar a las gentes locales, que se precipitaban de una casa a otra para buscar a sus parientes, mientras que otros cargaban sus posesiones en carros tirados por caballos que seguramente serían alcanzados hasta por el vehículo armado más lento. No era una noche para preocuparse por las posesiones personales; no se puede fusilar a una posesión, hubiera querido gritarles. Pero nadie se quedó quieto el tiempo suficiente como para escuchar al joven alto, de fuerte constitución, con los largos tirabuzones negros, vestido con su uniforme académico. Cuando los tanques alemanes rodearon la academia, él ya había recorrido varios kilómetros por la carretera del sur, hacia la frontera.

Lubji ni siquiera se detuvo para dormir. Ya podía escuchar el rugido de los cañones, mientras el enemigo avanzaba hacia la ciudad, procedente del oeste. Siguió caminando, adelantó a aquellos cuyo paso era más lento porque tenían que tirar y empujar de las posesiones de sus vidas. Adelantó a burros excesivamente cargados, a carros que necesitaban reparar una rueda y a familias con niños pequeños y parientes ancianos, retenidos por el paso de los más lentos. Vio a las madres que cortaban los tirabuzones de sus hijos y que empezaban a abandonar todo aquello que pudiera identificarles como judíos. Se hubiera detenido para reprenderlas, pero no deseaba perder un tiempo precioso. Se juró a sí mismo que nada le haría abandonar su religión.

La disciplina que le inculcaron en la academia durante los dos años anteriores le permitió a Lubji continuar su camino sin comida ni descanso, hasta el amanecer. Cuando finalmente se tumbó a dormir un rato, lo hizo en el fondo de un carro y, más tarde, en el asiento delantero de un camión. Estaba decidido a que nada detuviera su avance hacia un país amistoso.

Aunque la libertad sólo estaba apenas a 180 kilómetros de distancia, Lubji vio salir y ponerse el sol tres veces antes de escuchar los gritos de quienes iban por delante de él, al llegar ante la frontera del estado soberano de Hungría. Se detuvo al final de una desordenada cola de futuros inmigrantes. Tres horas más tarde sólo había avanzado un par de cientos de metros y quienes hacían cola, por delante de él, empezaron a prepararse para pasar la noche. Ojos angustiados miraron hacia atrás para mirar las columnas de humo que se elevaban en el cielo, y se escuchaba el tronar de los cañones, mientras los alemanes continuaban su avance implacable.

Lubji esperó hasta que se hizo de noche. Luego, silenciosamente, avanzó por entre las familias dormidas, hasta que pudo ver con claridad las luces del puesto fronterizo, por delante de él. Se tumbó en una zanja, y trató de pasar lo más inadvertido posible, con la cabeza apoyada sobre la pequeña bolsa de cuero. A la mañana siguiente, en cuanto el oficial de aduanas levantó la barrera, Lubji esperaba delante de la fila. Los que estaban detrás, despertaron y al ver a aquel joven con su atuendo académico, que canturreaba un salmo por lo bajo, no consideraron oportuno preguntarle cómo es que se había colocado al principio de la cola.

El oficial de aduanas no perdió el tiempo registrando la pequeña bolsa de Lubji. Una vez que hubo cruzado la frontera, no se alejó en ningún momento de la carretera que conducía a Budapest, la única ciudad húngara de la que había oído hablar. Después de otros dos días y noches de compartir la comida con familias generosas, aliviado por haber escapado de la ira de los alemanes, llegó a las afueras de la capital el 23 de septiembre de 1939.

Casi no pudo creer en la vista que se ofreció ante sus ojos. Aquella le pareció la ciudad más grande del mundo. Dedicó sus primeras horas a deambular por las calles, y se sentía más y más entusiasmado a cada paso que daba. Finalmente, se derrumbó en los escalones de una enorme sinagoga y al despertar a la mañana siguiente, lo primero que hizo fue preguntar la dirección del mercado.

Lubji quedó muy impresionado al contemplar hilera tras hilera de puestos de venta cubiertos, que ocupaban todo el espacio que era capaz de ver. Algunos sólo vendían verduras, otros sólo fruta, unos pocos comerciaban con muebles, y uno simplemente con imágenes, algunas de ellas enmarcadas.

A pesar de que hablaba su idioma con fluidez, al ofrecer sus servicios a los comerciantes, la única pregunta que le hacían era:

– ¿Tienes algo que vender?

Por segunda vez en su vida, Lubji se encontró con el problema de no tener nada con lo que comerciar. Se quedó observando a los refugiados, que cambiaban valiosas pertenencias familiares, a veces sólo por una hogaza de pan o un saco de patatas. Se dio cuenta rápidamente de que la guerra permitía a algunas personas amasar una gran fortuna.

Lubji buscó trabajo incansablemente, día tras día. Por la noche, se desmoronaba sobre la acera, hambriento y agotado, pero todavía decidido a salir adelante. Después de haber sido rechazado por todos los comerciantes del mercado, se vio obligado a pedir limosna en las esquinas de las calles.

A últimas horas de una tarde, al borde ya de la desesperación, pasó ante una mujer vieja que estaba en un quiosco de periódicos en la esquina de una calle tranquila, y al observar que llevaba la estrella de David colgada de una delgada cadena de oro que le colgaba del cuello, le dirigió una sonrisa, confiando en que se apiadara de él. Pero la mujer ignoró al sucio y joven inmigrante y continuó con su trabajo.

Lubji se disponía a seguir su camino cuando un hombre joven, apenas unos pocos años mayor que él, se acercó al quiosco, eligió un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas y luego se marchó sin pagar a la mujer. La mujer salió corriendo del quiosco moviendo los brazos y gritando.

– ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!

Pero el hombre joven se limitó a encogerse de hombros y encendió uno de los cigarrillos. Lubji lo siguió calle abajo y le puso una mano sobre el hombro. El hombre se volvió.

– No ha pagado usted los cigarrillos -le dijo Lubji.

– Piérdete por ahí, condenado eslovaco -exclamó el hombre, que lo empujó para apartarlo antes de continuar su camino.

Lubji corrió de nuevo tras él y esta vez lo sujetó por el brazo. El hombre se volvió por segunda vez y, sin advertencia previa, le lanzó un puñetazo. Lubji se agachó rápidamente y el puño le pasó por encima del hombro. Cuando el hombre se tambaleó hacia adelante por el impulso, Lubji le propinó un golpe corto en el plexo solar, con tal fuerza que el hombre se tambaleó hacia atrás y se desmoronó sobre el suelo, dejando caer los cigarrillos y las cerillas. Lubji acababa de descubrir algo que, seguramente, había heredado de su padre.

Se sintió tan sorprendido por su propia fuerza que vaciló un momento antes de agacharse para recoger los cigarrillos y las cerillas. Dejó al hombre aferrándose la boca del estómago y regresó hacia el quiosco.

– Gracias -le dijo la anciana cuando le entregó lo que le habían robado.

– Me llamo Lubji Hoch -le dijo y se inclinó ante ella.

– Yo soy la señora Cerani.

Aquella noche, cuando la anciana regresó a su casa, Lubji se quedó a dormir en la acera, detrás del quiosco. A la mañana siguiente, la mujer se sorprendió al verlo todavía allí, sentado sobre un bulto de periódicos atados.

En cuanto él la vio bajar por la calle, empezó a desatar los bultos. La observó mientras la mujer clasificaba los periódicos y los colocaba en los anaqueles para llamar la atención de los obreros que pasaban a primeras horas de la mañana. Durante el transcurso del día, la señora Cerani empezó a hablarle a Lubji de los diferentes periódicos y le sorprendió descubrir los idiomas que hablaba el joven. No tardó en darse cuenta de que también era capaz de conversar con cualquier refugiado que acudía en busca de noticias sobre su propio país.

Al día siguiente, Lubji ya había colocado todos los periódicos en los anaqueles, antes de que la señora Cerani llegara. Incluso había vendido un par de ellos a clientes madrugadores. Al final de la semana, la mujer se pasaba la mayor parte del tiempo dormitando felizmente en el rincón de su quiosco, y sólo tenía que ofrecer alguna que otra información cuando Lubji no sabía contestar a la pregunta de un cliente.

El viernes por la noche, cuando la señora Cerani cerró el quiosco, le hizo señas a Lubji para que la siguiera. Caminaron en silencio durante un rato hasta detenerse ante una pequeña casa a un kilómetro y medio del quiosco. La anciana le invitó a entrar y lo empujó a través de la salita para que conociera a su esposo. El señor Cerani quedó impresionado al ver a aquel mozo corpulento y sucio, pero se apiadó un poco al saber que Lubji era un refugiado judío procedente de Ostrava. Lo invitó a unirse a ellos para la cena. Era la primera vez que Lubji se sentaba ante una mesa desde que abandonara la academia.

Durante la cena, Lubji se enteró de que el señor Cerani dirigía una papelería que suministraba al quiosco donde trabajaba su esposa. Empezó por hacerle a su anfitrión una gran cantidad de preguntas acerca de los ejemplares devueltos, los artículos de reclamo vendidos a bajo precio para atraer clientes, los márgenes de beneficio y las existencias alternativas. El vendedor de periódicos no tardó en darse cuenta de por qué se habían disparado los beneficios del quiosco durante la semana. Mientras Lubji se ocupaba de fregar los platos, el señor y la señora Cerani hablaron en voz baja en el rincón de la cocina. Cuando terminaron de hablar, la señora Cerani llamó a Lubji, quien supuso que había llegado el momento de marcharse. Pero en lugar de acompañarlo hasta la puerta, la mujer subió la escalera. Se volvió hacia él y lo llamó de nuevo, de modo que se decidió a seguirla. En lo alto de la escalera, ella le abrió una puerta que daba acceso a una pequeña habitación. No había alfombra en el suelo, y el único mueble era una cama individual, un destartalado aparador y una mesita. La anciana observó la cama vacía con una mirada triste en su rostro, hizo un gesto hacia ella y luego abandonó habitación sin decir una sola palabra.


Fueron tantos los inmigrantes de tantos países que empezaron a acudir a hablar con el joven, que parecía haber leído todos los periódicos, acerca de lo que sucedía en cada uno de sus países que, al final del primer mes, Lubji casi había logrado duplicar las ganancias del pequeño quiosco. El último día del mes, el señor Cerani le hizo a Lubji su primera oferta de trabajo. Aquella noche, mientras cenaban, le dijo al joven que, a partir del lunes, trabajaría con él en la tienda, para aprender más sobre el oficio. La señora Cerani pareció sentirse decepcionada, a pesar de que su marido le aseguró que sólo sería durante una semana.

En la tienda, el joven aprendió rápidamente los nombres de los clientes habituales, el periódico que solían comprar y su marca favorita de cigarrillos. Durante la segunda semana, le llamó la atención un tal señor Farkas, que dirigía una tienda de la competencia en el otro lado de la calle, pero como ni el señor ni la señora Cerani lo mencionaron por su nombre, él tampoco planteó el tema. El domingo por la noche, el señor Cerani le dijo a su esposa que Lubji trabajaría permanentemente con él en la tienda, algo que no pareció sorprender a la mujer.

Cada mañana, Lubji se levantaba a las cuatro, salía de casa y acudía a abrir la tienda. Al cabo de poco tiempo ya se ocupaba de llevar los periódicos hasta el quiosco y de atender a los primeros clientes, antes de que el señor o la señora Cerani hubieran terminado de desayunar. A medida que transcurrieron las semanas, el señor Cerani empezó a llegar cada vez más tarde a la tienda y, por la noche, después de contar el dinero de la caja, ponía a menudo una o dos monedas en la mano de Lubji.

Lubji fue acumulando las monedas sobre la mesa, junto a su cama, y las convertía en un pequeño billete verde cada vez que conseguía diez. Por la noche, permanecía despierto y soñaba con la posibilidad de hacerse cargo de la tienda y del quiosco cuando el señor y la señora Cerani decidieran jubilarse. Últimamente habían empezado a tratarlo como si fuera su propio hijo; le hacían pequeños regalos y la señora Cerani llegaba incluso a abrazarlo antes de que él se acostara. Eso le hizo pensar en su madre.

Lubji empezó a creer que quizá pudiera llegar a cumplir sus ambiciones cuando el señor Cerani se tomó un día libre y no acudió a la tienda. Más adelante fue todo un fin de semana y, al regresar, no dejó de observar que las ganancias habían aumentado ligeramente.

Un sábado por la mañana, cuando regresaba de la sinagoga, Lubji tuvo la sensación de que alguien lo seguía. Se detuvo y, al volverse, vio al señor Farkas, el vendedor de periódicos de la competencia, que sólo se encontraba a pocos pasos por detrás de él.

– Buenos días, señor Farkas -saludó Lubji, que se quitó el sombrero negro de ala ancha.

– Buenos días, señor Hoch -replicó el hombre.

La verdad es que, hasta ese momento, Lubji nunca había pensado en sí mismo como «señor Hoch». Al fin y al cabo, sólo hacía muy poco que había celebrado su decimoséptimo cumpleaños.

– ¿Deseaba usted hablar conmigo? -preguntó Lubji.

– Sí, señor Hoch, en efecto -dijo el hombre, que se situó a su lado.

Empezó a desplazar incómodamente el peso de su cuerpo, de un pie a otro. Lubji recordó entonces el consejo del señor Lekski: «Cuando un cliente parezca nervioso, no digas nada».

– Estaba pensando en ofrecerle un puesto de trabajo en una de mis tiendas -dijo el señor Farkas, que lo miró.

Era la primera noticia que tenía de que el señor Farkas poseía más de una tienda.

– ¿En qué puesto? -preguntó.

– Como ayudante de dirección.

– ¿Y cuál sería mi salario?

Al escuchar la cantidad, no hizo comentario alguno, aunque cien pengös a la semana suponía casi el doble de lo que le pagaba el señor Cerani.

– ¿Y dónde viviría?

– Hay una habitación libre encima de la tienda -contestó el señor Farkas-. Imagino que es bastante más grande que la pequeña buhardilla que ocupa ahora en lo alto de la casa de los Cerani.

Lubji lo miró fijamente.

– Pensaré en su oferta, señor Farkas -le dijo y, una vez más, se quitó el sombrero al despedirse.

De regreso en la casa, ya tenía decidido informar de toda la conversación al señor Cerani, antes de que se enterara por otros medios.

El anciano se tocó el poblado bigote y suspiró cuando Lubji terminó de contarle lo acaecido. Pero no dijo nada.

– Le dejé bien claro que no estaba interesado en trabajar para él -dijo Lubji, a la espera de ver cómo reaccionaría su jefe.

Pero el señor Cerani no dijo nada, y no volvió a plantear el tema hasta que los tres estuvieron sentados a la mesa para cenar, a la noche siguiente. Lubji sonrió al saber que recibiría un aumento de sueldo al final de la semana. Pero el viernes se sintió decepcionado al abrir el pequeño sobre marrón y descubrir lo exiguo que había resultado ser el aumento prometido.

Al sábado siguiente, cuando el señor Farkas se le aproximó de nuevo y le preguntó si había tomado ya alguna decisión, Lubji se limitó a contestarle que se sentía satisfecho con el salario que recibía actualmente. Luego, se inclinó ante él y se alejó, convencido de haberle causado la impresión de que seguía abierto a una contraoferta por su parte.

Durante las semanas siguientes, mientras realizaba su trabajo con la misma eficacia de siempre, Lubji miraba de vez en cuando hacia la gran habitación situada por encima de la papelería de la competencia, al otro lado de la calle. Por la noche, antes de dormirse, intentaba imaginar cómo sería vivir allí.


Después de trabajar durante seis meses para los Cerani, Lubji se las había arreglado para ahorrar casi todos sus salarios. El único gran gasto que hizo fue comprar un traje de segunda mano, de chaqueta cruzada, dos camisas y una corbata moteada con los que recientemente había sustituido su vestimenta académica. Pero, a pesar de su recién encontrada seguridad, experimentaba cada vez más y más temor acerca de dónde atacaría Hitler a continuación. Después de que el Führer invadiera Polonia, siguió pronunciando discursos en los que aseguraba al pueblo húngaro que lo consideraba como un aliado. Pero, a juzgar por lo sucedido en el pasado, «aliado» no era una palabra que hubiese mirado en el diccionario polaco.

Lubji intentó no pensar en la disyuntiva de tener que trasladarse otra vez, pero a medida que pasaban los días cobraba dolorosa conciencia de la gente que lo señalaba como judío, y no pudo dejar de observar que algunos de los habitantes locales se preparaban para dar la bienvenida a los nazis.

Una mañana en que se dirigía al trabajo, un viandante le abucheó. Se sintió pillado por sorpresa, pero al cabo de unos pocos días aquello se había convertido en un incidente repetido con regularidad. Luego, alguien arrojó las primeras piedras contra el escaparate de la tienda del señor Cerani, y algunos de los clientes habituales empezaron a cruzar la calle para acudir a la tienda del señor Farkas. El señor Cerani, sin embargo, seguía insistiendo en que Hitler había afirmado categóricamente que nunca violaría la integridad territorial de Hungría.

Lubji le recordó a su jefe que aquellas fueron exactamente las mismas palabras que empleó el Führer antes de invadir Polonia. Luego le habló de un caballero británico llamado Chamberlain, que había presentado su dimisión como primer ministro apenas unos meses antes.

Lubji sabía que todavía no contaba con ahorros suficientes para cruzar la frontera, de modo que al lunes siguiente, mucho antes de que los Cerani bajaran a desayunar, cruzó osadamente la calle y entró en la tienda de la competencia. El señor Farkas no pudo ocultar su sorpresa al ver a Lubji entrar en su tienda.

– ¿Sigue abierta su oferta como ayudante de dirección? -le preguntó Lubji sin preámbulos, pues no quería que lo pillaran en aquel lado de la calle.

– No, para un muchacho judío, no -contestó el señor Farkas, que lo miró directamente-. Por muy bueno que crea ser. En cualquier caso, en cuanto Hitler invada, me apoderaré de vuestra tienda.

Lubji se marchó sin decir una sola palabra más. Una hora más tarde, cuando el señor Cerani llegó a la tienda, le dijo que el señor Farkas le había hecho otra oferta.

– Pero le dije que a mí no me podía comprar -añadió.

El señor Cerani asintió con un gesto y no dijo nada. El viernes, al abrir el sobre de su salario, a Lubji no le sorprendió descubrir que contenía otro pequeño aumento de sueldo.

Siguió ahorrando casi todas sus ganancias. Cuando empezaron a detener a los judíos por pequeños delitos, consideró cuál podría ser su ruta de escape. Cada noche, después de que los Cerani se hubieran retirado a descansar, Lubji bajaba la escalera con sigilo y estudiaba el viejo atlas que el señor Cerani guardaba en su pequeño despacho. Repasó varias veces las alternativas. Tendría que evitar el cruzar por Yugoslavia; seguramente, sólo era cuestión de tiempo que sufriera el mismo destino que Polonia y Checoslovaquia. Italia quedaba descartada, lo mismo que Rusia. Se decidió finalmente por Turquía. Aunque no tenía documentos oficiales decidió acudir el fin de semana a la estación y ver si podía tomar de algún modo un tren que efectuara el viaje a través de Rumania y Bulgaria hasta Estambul. Poco después de la medianoche, Lubji cerró los viejos mapas de Europa por última vez y regresó a su pequeña habitación en lo alto de la casa.

Sabía que se acercaba el momento en el que tendría que comunicarle sus planes al señor Cerani, pero decidió aplazarlo hasta el viernes siguiente, cuando recibiera el sobre con su salario. Se metió en la cama y se quedó dormido, mientras trataba de imaginar cómo sería la vida en Estambul. ¿Habría allí un mercado y les gustaba a los turcos hacer trueques?

Unos golpes fuertes lo despertaron de un profundo sueño. Saltó de la cama y corrió hacia la pequeña ventanuca que daba a la calle. Había soldados por todas partes, armados con rifles. Algunos golpeaban las puertas de las casas con las culatas de sus rifles. De un momento a otro llegarían a la casa de los Cerani. Lubji se vistió rápidamente, extrajo el fajo de billetes de debajo del colchón y se lo metió en la cintura, sujetándolo con el ancho cinturón de cuero con el que se sostenía los pantalones.

Bajó al primer rellano y desapareció en el cuarto de baño que compartía con los Cerani. Tomó la cuchilla de afeitar del anciano y se cortó rápidamente los largos tirabuzones negros que le colgaban sobre los hombros. Arrojó los mechones de cabello a la taza y tiró de la cadena. Luego, abrió el pequeño armario de baño y sacó el tarro de brillantina del señor Cerani. Se puso un puñado en la cabeza, con la esperanza de que ocultara el hecho de que acababa de cortarse el pelo.

Lubji se miró en el espejo y rezó para que, con su traje gris claro de chaqueta cruzada y solapas anchas, la camisa blanca y la corbata azul moteada, los invasores creyeran que no era más que un hombre de negocios húngaro de visita en la capital. Al menos ahora ya podía hablar el idioma sin el menor rastro de acento. Se detuvo un momento, antes de regresar al rellano. Mientras bajaba la escalera, sin hacer ruido, oyó que alguien golpeaba ya con fuerza la puerta de la casa de al lado. Miró rápidamente hacia la salita, pero no había la menor señal de los Cerani. Se dirigió hacia la cocina, donde encontró a los dos viejos ocultos bajo la mesa, abrazados el uno al otro. Con el candelabro de siete brazos de David en un rincón de la estancia, no les iba a resultar nada fácil ocultar el hecho de que eran judíos.

Sin decir una sola palabra, Lubji se dirigió de puntillas hacia la ventana de la cocina, que daba al patio de atrás. La levantó con precaución y asomó la cabeza. No se veía a ningún soldado. Dirigió la mirada hacia la derecha, y vio a un gato que se subía a un árbol. Miró luego a la izquierda y se encontró ante un soldado, que le miraba fijamente. Junto a él estaba el señor Farkas, que asintió con un gesto y dijo:

– Es él.

Lubji sonrió, esperanzado, pero el soldado le hundió brutalmente la culata del rifle en la barbilla. Cayó fuera de la ventana, con la cabeza por delante y se derrumbó sobre el sendero.

Levantó la mirada y se encontró con una bayoneta que se balanceaba entre los ojos.

– ¡Yo no soy judío! -gritó-. ¡No soy judío!

El soldado quizá podría haber quedado más convencido si Lubji no hubiera barbotado aquellas palabras en yiddish.

6

Yalta: la Conferencia Tripartita

Cuando Keith regresó para pasar su último año en la escuela St. Andrew, a nadie le sorprendió que el director no lo invitara a convertirse en monitor escolar para los alumnos de menor edad.

Había, sin embargo, un puesto de autoridad que Keith deseaba ocupar antes de abandonar la escuela, aunque ninguno de sus contemporáneos le ofreciera la menor oportunidad de ocuparlo.

Keith confiaba en convertirse en el director del St. Andy, la revista escolar, como había hecho su padre antes que él. El único rival para ocupar el puesto era un chico de su misma clase llamado Tomkins El Empollón, que fuera subdirector durante el trimestre anterior, y que era considerado por el director como «una apuesta segura». Tomkins, a quien ya se le había ofrecido un puesto para estudiar en Cambridge, era considerado como el favorito por los sesenta y tres alumnos de sexto curso que tenían voto. Pero eso fue antes de que nadie se diera cuenta de hasta dónde estaba dispuesto a llegar Keith para asegurarse el puesto.

Poco antes de que tuviera lugar la elección, Keith analizó el problema con su padre mientras daban un paseo por la propiedad campestre de la familia.

– Los electores cambian con frecuencia de idea en el último momento -le dijo su padre-, y la mayoría de ellos son susceptibles al soborno o al temor. Ésa ha sido siempre mi experiencia, tanto en la política como en el mundo de los negocios. No veo razón alguna por la que las cosas tengan que ser diferentes para el sexto curso de St. Andrew. -Sir Graham se detuvo al llegar a lo alto de la colina desde donde se dominaba la propiedad-. Y no olvides que cuentas con una ventaja sobre los candidatos que se presentan a la mayoría de las otras elecciones -afirmó.

– ¿Qué ventaja? -preguntó el joven de diecisiete años mientras descendían de la colina, camino de regreso a la casa.

– Con un electorado tan exiguo, conoces personalmente a todos los votantes.

– Eso podría ser una ventaja si yo fuera más popular que Tomkins -dijo Keith-. Pero no lo soy.

– Son pocos los políticos que dependen exclusivamente de la popularidad para salir elegidos -le aseguró su padre-. Si fuera así, la mitad de los dirigentes del mundo perderían sus cargos. No tenemos mejor ejemplo de ello que Churchill.

Keith escuchó con mucha atención las palabras de su padre durante el camino de regreso a la casa.


Cuando Keith regresó a St. Andrew, sólo disponía de diez días para poner en práctica las recomendaciones de su padre, antes de que se celebrara la elección. Probó todas las formas de persuasión que se le ocurrieron: entradas para el MCG, botellas de cerveza, paquetes ilegales de cigarrillos. A uno de los votantes llegó a prometerle incluso una cita con su hermana mayor. Pero cada vez que trataba de calcular cuántos votos se había asegurado, seguía sin estar convencido de poder alcanzar la mayoría. Sencillamente, no había forma de saber cuál sería el voto de sus compañeros en una votación secreta. Y a Keith no le ayudó en nada el hecho de que el director no vacilara en dejar bien claro quién era su candidato preferido.

Cuarenta y ocho horas antes de la votación, Keith empezó a considerar la segunda opción recomendada por su padre, la del temor. Pero por muy tarde que se quedara despierto por la noche, dándole vueltas a la idea, no se le ocurrió nada factible.

A la tarde siguiente recibió una visita de Duncan Alexander, el recién nombrado jefe de curso.

– Necesito un par de entradas para el partido de Victoria contra Australia del Sur en el estadio MCG.

– ¿Y qué puedo esperar a cambio? -preguntó Keith, que levantó la mirada hacia él.

– Mi voto -contestó el jefe de curso-, por no hablar de la influencia que podría ejercer sobre los otros votantes.

– ¿En una votación secreta? -preguntó Keith-. Debes de estar bromeando.

– ¿Sugieres que no te fías de mi palabra?

– Algo así -contestó Keith.

– ¿Y cuál sería tu actitud si pudiera ofrecerte algunos trapos sucios sobre Cyril Tomkins?

– Eso dependería del grado de suciedad -contestó Keith.

– Lo bastante como para verse obligado a retirar su candidatura.

– Si fuera así, no sólo te proporcionaría dos entradas en el palco de socios de honor, sino que yo personalmente te presentaría a cualquier miembro del equipo al que quisieras conocer. Pero antes de considerar siquiera la idea de entregarte las entradas, necesitaría saber qué tienes sobre Tomkins.

– No te lo diré mientras no tenga las entradas -afirmó Alexander.

– ¿Sugieres acaso que no te fías de mí? -preguntó Keith con una risita burlona.

– Algo así -replicó Alexander con la misma risa.

Keith abrió el cajón superior de su mesa y sacó una pequeña caja de estaño. Introdujo en la cerradura la llave más pequeña que colgaba de su llavero y la hizo girar. Levantó la tapa, removió algunas cosas y finalmente extrajo dos entradas alargadas.

Se las entregó a Alexander, que las observó con atención. Una sonrisa se extendió sobre su rostro.

– Bien -dijo Keith-, ¿qué tienes sobre Tomkins que te hace estar tan seguro de que abandonará?

– Es homosexual -dijo Alexander.

– Eso lo sabe todo el mundo -dijo Keith.

– Pero lo que no saben -continuó Alexander-, es que estuvo a punto de ser expulsado del colegio el curso anterior.

– Yo también -dijo Keith-, así que eso no es gran cosa.

Tomó las dos entradas y las volvió a guardar en la caja de estaño.

– Pero no por haber sido descubierto en los lavabos con el joven Julian Wells, del curso inferior. -Hizo una pausa antes de añadir-: Y los dos con los pantalones bajados.

– Si fue algo tan evidente, ¿por qué no lo expulsaron?

– Porque no hubo pruebas suficientes. Según me han dicho, el profesor que los descubrió abrió la puerta un momento demasiado tarde.

– ¿O un momento demasiado pronto? -sugirió Keith.

– Y también estoy bastante bien informado de que al director le pareció que no era esa la clase de publicidad que necesitaba la escuela, sobre todo después de que Tomkins consiguiera una beca para estudiar en Cambridge.

La sonrisa de Keith se hizo mucho más amplia. Volvió a introducir la mano en la caja de estaño y extrajo una de las entradas.

– Me prometiste las dos -dijo Alexander.

– Recibirás la otra mañana… si gano. De ese modo estaré bastante seguro de que pondrás la cruz en la casilla correcta de la papeleta.

– Regresaré mañana a por la otra -dijo Alexander, que tomó la entrada que se le ofrecía.

Una vez que Alexander hubo cerrado la puerta tras él, Keith permaneció sentado ante la mesa y empezó a teclear furiosamente en la máquina de escribir. Redactó un par de cientos de palabras en la pequeña Remington que su padre le había regalado por Navidad. Una vez terminado el escrito, revisó el texto, hizo unas pocas correcciones y luego se dirigió hacia la imprenta de la escuela para preparar una edición limitada.

Salió de allí cincuenta minutos más tarde con una página recién impresa. Miró su reloj. Cyril Tomkins era uno de esos chicos de quien siempre se podía confiar que estaría en su habitación entre las cinco y las seis, repasando sus lecciones. Hoy no sería ninguna excepción. Keith recorrió el pasillo y llamó tranquilamente a su puerta.

– Entre -respondió Tomkins.

El estudioso alumno levantó la mirada de la mesa cuando Keith entró en la habitación. No pudo ocultar su sorpresa. Townsend nunca le había hecho una visita. Antes de que pudiera preguntarle qué deseaba, Keith le informó.

– Pensé que te gustaría ver la primera edición de la revista de la escuela, bajo mi dirección.

Tomkins apretó los abultados labios.

– Creo que terminarás por darte cuenta, por usar una de tus manidas expresiones, que una vez terminada la votación de mañana, seré yo el que gane por amplia mayoría.

– No, porque si has retirado tu candidatura no podrás ganar -dijo Keith.

– ¿Y por qué haría yo una cosa así? -preguntó Tomkins, que se quitó las gafas y las limpió con el extremo de su corbata-. A mí, desde luego, no puedes sobornarme como has tratado de hacer con el resto de la clase.

– Cierto -asintió Keith-, pero sigo teniendo la sensación de que querrás retirarte una vez que hayas leído esto.

Le entregó la página.

Tomkins volvió a colocarse las gafas, pero no llegó a leer más allá del titular y las primeras palabras del párrafo inicial, antes de experimentar una arcada sobre el libro que estudiaba.

Keith tuvo que admitir que aquella era una respuesta mucho mejor de lo que había esperado. Tuvo la sensación de que su padre estaría de acuerdo con él en que había logrado llamar la atención del lector con el titular.

«Alumno de sexto descubierto en el lavabo con nuevo chico. Bajados los pantalones. Negada la acusación.»

Keith recuperó la página y la rasgó en pequeños trozos, mientras un Tomkins muy pálido trataba de recuperar la calma.

– Naturalmente -dijo Keith después de arrojar los pequeños trozos en la papelera, al lado de Tomkins-, estaré encantado de que ocupes el puesto de subdirector, siempre y cuando retires tu candidatura antes de que se produzca la votación de mañana.


Bajo la batuta del nuevo director, el principal titular de la primera edición del St. Andy fue: «Razones para el socialismo».

– Desde luego, la calidad del papel y de la impresión son muy superiores a lo que recuerdo -comentó el director durante la reunión de profesores, a la mañana siguiente-. No obstante, no puede decirse lo mismo del contenido. Supongo que debemos estar agradecidos por el hecho de que sólo tengamos que soportar dos ediciones en un trimestre.

El resto del profesorado asintió con gestos de acuerdo.

El señor Clarke informó que Cyril Tomkins había dimitido de su puesto de subdirector pocas horas después de que se publicara la primera edición de la revista.

– Es una pena que no fuera él el encargado de realizar el trabajo -comentó el director-. Y a propósito, ¿sabe alguien por qué retiró su candidatura en el último momento?

Keith se echó a reír cuando le llegó esa información a la tarde siguiente, comunicada por alguien que la había escuchado repetir a su vez en la mesa del desayuno.

– Pero ¿tratará de hacer algo al respecto? -le preguntó Keith a la chica, que se subía la cremallera de la falda.

– Mi padre no comentó nada más sobre el tema, excepto que se sentía agradecido por el hecho de que no se te hubiera ocurrido defender la idea de que Australia se convierta en una república.

– Bueno, no deja de ser una idea -dijo Keith.

– ¿Puedes venir a la misma hora el próximo sábado? -preguntó Penny, que se puso por la cabeza el suéter de cuello de polo.

– Lo intentaré -contestó Keith-. Pero la próxima semana no podrá ser en el gimnasio porque ya está reservado para un combate de boxeo, a menos, claro está, que quieras que lo hagamos en medio del cuadrilátero, rodeados por los espectadores, mientras nos vitorean.

– Creo que será mucho más prudente dejar que sean otros los que caigan tumbados sobre la lona -dijo Penny-. ¿Tienes alguna otra sugerencia que hacerme?

– Te daré a elegir -contestó Keith-. En la galería de tiro o en el pabellón de críquet.

– En el pabellón de críquet -dijo Penny sin vacilar.

– ¿Qué tiene de malo la galería de tiro? -preguntó Keith.

– Ahí abajo hace siempre mucho frío, y está todo muy oscuro.

– ¿De veras? -preguntó Keith. Tras una pausa, añadió-: Entonces tendrá que ser en el pabellón de críquet.

– Pero ¿cómo entraremos?

– Con una llave.

– Eso no es posible -dijo ella, mordiendo el anzuelo-. Siempre lo cierran con llave cuando no juegan los First Eleven.

– No cuando el hijo del cuidador de las instalaciones trabaja en el Courier.

Penny lo tomó en sus brazos, apenas un momento después de que él hubiera terminado de abrocharse los botones de la bragueta.

– ¿Me quieres, Keith?

Keith procuró pensar en una respuesta convincente que no le comprometiera a nada.

– ¿Acaso no he sacrificado una tarde en las carreras por estar contigo? -Penny frunció el ceño y lo soltó. Se disponía a presionarlo un poco más cuando él añadió-: Te veré a la semana que viene-. Hizo girar la llave que abría la puerta del gimnasio, se asomó al pasillo y miró. Luego se volvió hacia ella, sonrió y le dijo-: Quédate ahí por lo menos otros cinco minutos.

Efectuó un desvío para llegar a su dormitorio, donde entró por la ventana de la cocina.

Una vez que entró en el despacho encontró una nota sobre la mesa. Era del director, y le pedía que pasara a verlo a las ocho. Miró el reloj. Sólo faltaban diez minutos para las ocho. Suspiró aliviado por no haber sucumbido a los encantos de Penny y no haberse quedado un poco más en el gimnasio. Se preguntó de qué se iba a quejar el director esta vez, pero sospechó que Penny ya le había indicado la dirección correcta.

Se miró en el espejo situado sobre la palangana, para asegurarse de que no quedara el menor rastro exterior de las actividades extracurriculares de las dos últimas horas. Se arregló la corbata y se limpió un resto de pintalabios de la mejilla.

Mientras caminaba sobre la gravilla, hacia la casa del director, se dedicó a ensayar su defensa contra la reprimenda que esperaba desde hacía días. Procuró dar a su pensamientos un orden coherente, y cada vez se sintió más y más seguro de poder contestar con total seguridad en sí mismo todas y cada una de las advertencias que pudiera hacerle el director. Libertad de prensa, el ejercicio de los propios derechos democráticos, los males de la censura y, si después de todo eso el director se mantenía en sus trece, le recordaría el discurso que él mismo pronunció ante los padres durante la celebración del Día del Fundador del año anterior, en el que condenó a Hitler por emplear exactamente la misma táctica amordazante con la prensa alemana. La mayoría de aquellos argumentos se los había oído comentar a su padre en la mesa del desayuno desde que regresara de Yalta.

Keith llegó ante la casa del director en el momento en que el reloj de la capilla hacía sonar las ocho campanadas. Una doncella contestó a su llamada ante la puerta.

– Buenas noches, señor Townsend.

Era la primera vez que alguien le llamaba «señor». Le acompañó directamente al despacho del director. El señor Jessop levantó la mirada desde detrás de una mesa cubierta de papeles.

– Buenas noches, Townsend -le saludó, renunciando a la costumbre habitual de llamar por su nombre de pila a un alumno que cursara el último año.

Evidentemente, Keith iba a tener problemas.

– Buenas noches, señor -replicó, y se las arregló para que la palabra «señor» sonara con un ligero tono de condescendencia.

– Siéntese -dijo el señor Jessop, que indicó con un gesto de la mano la silla situada ante la mesa.

Keith se sorprendió. Si a uno le ofrecen un asiento, eso suele indicar que no hay ningún problema. Seguramente, no iría a ofrecerle…

– ¿Le apetece tomar un jerez, Townsend?

– No, gracias -contestó Keith, ahora con incredulidad.

Normalmente, el jerez sólo se ofrecía al jefe de curso.

«Ah -pensó Keith-, debe de tratarse de un soborno. Va a decirme que quizá sería mejor que en el futuro modere mi tendencia natural a ser provocador mediante…, etcétera, etcétera. Bueno, ya tengo una respuesta preparada para eso. Puedes irte al infierno.»

– Naturalmente, Townsend, soy muy consciente del mucho trabajo que supone tratar de ganarse un puesto en Oxford al mismo tiempo que intenta editar la revista de la escuela.

«De modo que ése es el juego. Quiere que dimita. Jamás. Para eso tendrá que despedirme. Y si lo hace, publicaré una revista clandestina una semana antes de que se edite la oficial.»

– A pesar de todo, confío en que pueda usted hacerse cargo de otra responsabilidad más.

«Seguramente no querrá nombrarme monitor, ¿verdad? No me lo puedo creer.»

– Quizá le sorprenda saber, Townsend, que considero el pabellón de críquet como inadecuado… -siguió diciendo el director, mientas Keith se ruborizaba intensamente.

– ¿Inadecuado, señor director? -balbuceó.

– … para el equipo de una escuela de nuestra reputación. Me doy cuenta de que no ha brillado usted mucho como deportista en St. Andrew. No obstante, el consejo escolar ha decidido que éste es el año adecuado para solicitar ayuda que nos permita construir un pabellón nuevo.

«Bueno, no pueden esperar ninguna ayuda por mi parte -pensó Keith-. De todos modos, será mejor dejarlo seguir un poco más antes de rechazar su propuesta.»

– Sé que le agradará saber que su madre se ha mostrado de acuerdo en ser la presidenta del llamamiento para recaudar fondos. -Hizo una pausa, antes de añadir-: Teniendo eso en cuenta, confiaba en que estaría usted de acuerdo en ser el presidente, en nombre de los estudiantes.

Keith no hizo el menor intento por responder. Sabía muy bien que servía de muy poco tratar de interrumpirlo, una vez que el viejo se lanzaba a hablar.

– Y puesto que no tiene usted la penosa tarea de ser monitor, y tampoco representa a la escuela en ninguno de sus equipos, creo que quizá podría interesarle aceptar este desafío…

Keith se mantuvo en silencio.

– La cantidad en la que han pensado los gobernadores como meta son cinco mil libras, y en el caso de que tuviera usted éxito en su tarea de conseguir esa suma tan importante, podría informar de sus denodados esfuerzos a la facultad de Oxford en la que ha solicitado su ingreso. -Hizo una nueva pausa para consultar unas notas que tenía ante él-. El Worcester College, si lo recuerdo correctamente. Tengo la sensación de poder decirle que si su solicitud contara con mi bendición personal, eso diría mucho en su favor.

«Y todo esto -pensó Keith-, procedente de un hombre que cada domingo sube al púlpito para arremeter contra los pecados del soborno y la corrupción.»

– Por lo tanto, Townsend, espero que reflexione usted seriamente sobre esta idea.

Como quiera que a estas palabras siguió un silencio de más de tres segundos, Keith supuso que el director había terminado de hablar. Su primera reacción fue la de decirle al viejo que se lo pensara dos veces y buscara a algún otro primo que se dedicara a conseguir el dinero, no porque no tuviera ningún interés por el críquet o por conseguir un puesto en Oxford. Estaba decidido a entrar en el Courier como periodista en formación en cuanto dejara la escuela. Aceptaba sin embargo que, al menos por el momento, su madre ganaba en esa discusión en particular, aunque si él suspendía deliberadamente el examen de ingreso, ella no podría hacer nada al respecto.

A pesar de eso, a Keith se le ocurrieron varias buenas razones para cumplir con los deseos del director. La cifra no era tan grande y dedicarse a reuniría en nombre del colegio le abriría sin duda algunas puertas que previamente se le habían cerrado en las narices. Luego, estaba su madre: necesitaría buenos argumentos para apaciguarla una vez que fracasara deliberadamente en su intento por conseguir plaza en Oxford.

– Es impropio de usted que tarde tanto tiempo en tomar una decisión -dijo el director, que interrumpió el hilo de sus pensamientos.

– Estaba reflexionando seriamente en su propuesta, señor director -contestó Keith con tono preocupado. No tenía la menor intención de permitir que el viejo creyera que se le podía comprar tan fácilmente. Esta vez fue el director el que permaneció en silencio. Keith contó hasta tres, antes de añadir-: Si me lo permite, señor, volveré a entrevistarme con usted para hablar de este asunto -dijo con un tono de voz que confió se pareciese al de un director de banco al dirigirse a un cliente que solicita un pequeño préstamo.

– ¿Y cuándo será eso, Townsend? -preguntó el director, que pareció sentirse un tanto irritado.

– Dos o tres días como máximo, señor.

– Muy bien. Gracias, Townsend -dijo el director, que se levantó de la silla para indicar que la entrevista había concluido. Keith se volvió para salir, pero antes de llegar a la puerta, el director añadió-: De todos modos, hable con su madre antes de tomar una decisión.

– Tu padre quiere que sea el representante de los estudiantes para la recogida anual de fondos -dijo Keith mientras buscaba los pantalones.

– ¿Qué quieren construir esta vez? -preguntó Penny, que seguía con la vista fija en el techo.

– Un nuevo pabellón de críquet.

– No veo que puede haber de malo en éste.

– Se sabe que ha sido utilizado para otros propósitos -comentó Keith, poniéndose los pantalones.

– No se me ocurre por qué. -Ella tironeó de una pernera del pantalón. Keith observó su cuerpo desnudo-. ¿Y qué vas a decirle?

– Voy a decirle que sí.

– Pero ¿por qué? Eso podría ocuparte todo tu tiempo libre.

– Lo sé, pero me ayudará a quitármelo de encima y, en cualquier caso, podría servir como una póliza de seguros.

– ¿Una póliza de seguros? -repitió Penny.

– En efecto, si nos vieran alguna vez en las carreras de caballos, o en algún sitio peor…

Volvió a mirarla.

– ¿En la plataforma de deslizamiento con la hija del director?

Ella se incorporó y empezó a besarlo de nuevo.

– ¿Tenemos tiempo? -preguntó Keith.

– No seas bobo, Keith. Si los First Eleven juegan hoy en Wesley y el partido no termina hasta las seis, no regresarán antes de las nueve, así que tenemos todo el tiempo del mundo.

Se puso de rodillas y empezó a desabrocharle los botones de la bragueta.

– A menos que esté lloviendo -dijo Keith.

Penny había sido la primera chica con la que Keith hizo el amor. Ella lo había seducido una noche en la que se suponía que él debía asistir a un concierto de una orquesta invitada. Jamás se le ocurrió pensar que pudiera haber tanto espacio en el lavabo de señoras. Le alivió saber que no había forma de demostrar que había perdido su virginidad. Estaba seguro de que no era la primera experiencia sexual de Penny porque, hasta la fecha, no había tenido que enseñarle nada.

Pero todo eso tuvo lugar a principios del trimestre anterior, y ahora tenía la vista puesta en una chica llamada Betsy, que trabajaba tras el mostrador de la oficina local de Correos. De hecho, a su madre le había asombrado observar la frecuencia con la que Keith escribía últimamente a casa.

Keith estaba tumbado sobre una colchoneta formada por viejas almohadillas, en la plataforma de deslizamiento, y se preguntaba qué aspecto tendría Betsy desnuda. Decidió que ésta iba a ser definitivamente la última vez.

– ¿A la misma ahora la próxima vez? -preguntó Penny con naturalidad mientras se abrochaba el sujetador.

– Lo siento, no podré venir a la semana que viene -dijo Keith-. Tengo una cita en Melbourne.

– ¿Con quién? -preguntó Penny-. Seguro que no vas a jugar para los First Eleven.

– No, todavía no están tan desesperados -contestó Keith echándose a reír-. Pero tengo que presentarme ante un consejo de entrevista para Oxford.

– ¿Para qué molestarse por eso? -comentó Penny-. Si acabaras por irte allí no harías sino confirmar tus peores temores sobre los ingleses.

– Lo sé, pero mi… -empezó a decir mientras se ponía los pantalones por segunda vez.

– Y en cualquier caso, oí a mi padre comentarle al señor Clarke que sólo añadió tu nombre a la lista final para complacer a tu madre.

Penny lamentó aquellas palabras en cuanto las pronunció.

Keith estrechó los ojos y miró fijamente a una joven que, normalmente, nunca se ruborizaba.


Keith utilizó la segunda edición de la revista de la escuela para airear sus opiniones sobre la educación privada.

«Al acercarnos a la segunda mitad del siglo veinte, el dinero, por sí solo, no debería ser suficiente para garantizar una buena educación -declaró el líder-. La asistencia a las escuelas más exquisitas debería estar abierta a cualquier niño que demostrara la capacidad adecuada, y no decidirse simplemente por la cuna en la que uno haya nacido.»

Keith esperó a que la cólera del director descendiera sobre él, pero de su despacho sólo brotó el silencio. El señor Jessop no se mostró a la altura del desafío. En su actitud, quizá se sintiera influido por el hecho de que Keith ya había ingresado en la cuenta bancaria 1.470 de las 5.000 libras necesarias para construir un nuevo pabellón de críquet. Cierto que la mayor parte de ese dinero se había obtenido de los bolsillos de los contactos de su padre que, según sospechaba Keith, lo pagaban con la esperanza de que sus nombres no aparecieran en las primeras páginas del futuro.

De hecho, el único resultado de publicar el artículo no fue una queja, sino una oferta de diez libras, presentada por el Melbourne Age, el principal competidor de sir Graham, que deseaba reproducir completo el artículo de quinientas palabras. Keith aceptó encantado sus primeros honorarios como periodista, pero se las arregló para perder toda esa cantidad al miércoles siguiente, con lo que finalmente se demostró que el sistema de Joe el Afortunado no era infalible.

A pesar de todo, esperaba con impaciencia la oportunidad de impresionar a su padre con aquel pequeño golpe. El sábado, sir Graham leyó su prosa, reproducida en el Melbourne Age. No habían cambiado una sola palabra, pero habían recortado el artículo drásticamente, y le habían puesto un título que inducía a engaño: «El heredero de sir Graham exige becas para los aborígenes».

Se dedicaba la mitad de la página a exponer los radicales puntos de vista de Keith; la otra mitad aparecía ocupada por un artículo del principal corresponsal del periódico en asuntos pedagógicos que, naturalmente, defendía la educación privada. Se invitaba a los lectores a responder a sus opiniones y, al sábado siguiente, el Age tuvo un gran día de ventas, a expensas de sir Graham.

Keith se sintió aliviado al comprobar que su padre no planteaba el tema, aunque oyó que lo comentaba con su madre.

– Ese muchacho habrá aprendido mucho con la experiencia. Y, en cualquier caso, estoy de acuerdo con mucho de lo que ha dicho.

Su madre, en cambio, no se mostró tan comprensiva.


Durante las vacaciones, Keith se pasaba cada mañana bajo la tutoría de la señorita Steadman, como forma de prepararse para sus exámenes finales.

– La enseñanza no es más que otra forma de tiranía -declaró al final de una de sus exigentes sesiones.

– Eso no es nada comparado con la tiranía de ser un ignorante durante el resto de su vida -le aseguró ella.

Después de que la señorita Steadman le indicara algunos temas más para revisar, Keith se marchó para pasar el resto del día en el Courier. Lo mismo que le sucedía a su padre, se sentía mucho más a gusto entre los periodistas que con los ricos y poderosos antiguos alumnos del St. Andrew, a quienes seguía tratando de sacar dinero para el pabellón de críquet.

Para su primer trabajo oficial para el Courier, Keith fue asignado bajo las órdenes de Barry Evans, el especialista en crímenes, que cada tarde lo enviaba para que cubriera las noticias sobre los juicios celebrados en la audiencia: delitos menores, robos, hurtos en las tiendas y algún que otro caso de bigamia.

– Busca nombres que puedan ser reconocidos -le dijo Evans-. O mejor aún, aquellos que puedan ser relacionados con personas muy conocidas. Y, lo mejor de todo, nombres de personas que sean muy conocidas.

Keith trabajó con presteza, pero sin grandes resultados que demostrar a cambio de sus esfuerzos. Cada vez que conseguía introducir un artículo en el periódico, terminaba por descubrir que había sido recortado sin piedad.

– No quiero saber tus opiniones -le repetía el viejo periodista-. Únicamente los hechos.

Evans se había formado en el Manchester Guardian, y nunca se cansaba de repetir las palabras de G. P. Scott: «Los comentarios son libres, pero los hechos son sagrados». Keith decidió que si alguna vez llegaba a ser dueño de un periódico, jamás emplearía a nadie que hubiera trabajado para el Manchester Guardian.

Regresó al St. Andrew para el segundo trimestre y utilizó el artículo de fondo de la primera edición de la revista de la escuela para sugerir que había llegado el momento de que Australia rompiera sus lazos con Gran Bretaña. El artículo declaraba que Churchill había abandonado a Australia a su suerte, mientras se concentraba en la guerra en Europa.

Una vez más, el Melbourne Age le ofreció a Keith la posibilidad de difundir sus puntos de vista entre un público más amplio, pero esa vez se negó, a pesar de la tentadora oferta de 20 libras que le hicieron, el cuádruple de lo que había ganado en su quincena como periodista en prácticas para el Courier. Decidió ofrecer el artículo al Adelaide Gazette, uno de los periódicos de su padre, pero el director lo rechazó sin haber llegado a leer siquiera el segundo párrafo.

Durante la segunda semana del trimestre, Keith se dio cuenta de que su mayor problema consistía en encontrar una forma de librarse de Penny, que ya no creía en sus excusas para no verla, aunque él le dijera la verdad. Ya le había pedido a Betsy ir juntos al cine el siguiente sábado por la tarde. No obstante, seguía existiendo el problema irresuelto de cómo salir con la siguiente chica antes de haberse librado de su predecesora.

En sus encuentros más recientes en el gimnasio, al sugerir que quizá había llegado el momento para que los dos… Penny dejó entrever que le contaría a su padre cómo habían pasado los sábados por la tarde. A Keith le importaba un bledo a quién se lo dijera, pero sí le importaba mucho la posibilidad de dejar a su madre en una situación embarazosa. Durante la semana, se quedaba en su cuarto, donde solía trabajar duro y evitaba ir a ninguna parte donde pudiera encontrarse con Penny.

El sábado por la tarde siguió un camino secundario para ir a la ciudad, donde se encontró con Betsy frente al cine Roxy. No había nada como transgredir tres reglas de la escuela en un solo día, pensó. Compró dos entradas para ver a Chips Rafferty en Las ratas de Tobruk, y condujo a Betsy hacia un asiento doble en las filas de atrás. Cuando el «Fin» apareció en la pantalla, no había visto gran cosa de la película y le dolía la lengua de tanto ejercicio. Ya estaba impaciente porque llegara el siguiente sábado, cuando los First Eleven jugarían fuera y él podría mostrarle a Betsy los placeres del pabellón de críquet.

Le tranquilizó descubrir que Penny no hizo el menor intento por ponerse en contacto con él durante la semana siguiente. Así pues, el jueves, al ir a Correos para enviarle otra carta a su madre, acordó una cita para verse con Betsy el sábado por la tarde. Le prometió llevarla a un lugar en el que nunca había estado hasta entonces.

Una vez que el autobús del primer equipo se hubo perdido de vista, Keith se ocultó entre los árboles del lado norte de la zona deportiva, y esperó a que Betsy apareciera. Al cabo de media hora ya se preguntaba si ella iba a dejarlo plantado cuando, unos momentos más tarde, la distinguió caminando por entre los campos, y se olvidó inmediatamente de su impaciencia. Llevaba el largo cabello rubio formándole una cola de caballo, sujeta con una cinta elástica. Lucía un suéter amarillo tan ceñido a su cuerpo que le hizo pensar en Lana Turner; y llevaba una falda negra tan ceñida que al caminar no tenía más remedio que hacerlo a pasos muy cortos.

Keith esperó a que se uniera a él, tras los árboles. Luego, la tomó por el brazo y la condujo rápidamente hacia el pabellón. Se detenía a cada pocos metros para besarla y a pesar de que todavía le faltaban por lo menos veintidós metros por recorrer, ya había descubierto dónde estaba la cremallera de su falda.

Al llegar a la puerta de atrás, Keith extrajo una llave grande del bolsillo de la chaqueta y la introdujo en la cerradura. La hizo girar despacio y empujó la puerta, tanteó para encontrar el interruptor de la luz. Lo apretó y entonces escuchó los gemidos. Keith miró fijamente, con incredulidad, la escena que se desplegó ante él. Cuatro ojos parpadearon al mirarlo. Uno de los dos cuerpos trataba de protegerse de la bombilla desnuda, pero Keith no tuvo ninguna dificultad para reconocer aquellas piernas, a pesar de que no pudo verle la cara. Luego, volvió su atención hacia el otro cuerpo situado sobre el de ella.

Estuvo seguro de que Duncan Alexander jamás olvidaría el día en que perdió su virginidad.

7

Hungría arrastrada a la red del Eje
Ribbentrop fanfarronea: «Otros seguirán»

Lubji estaba en el suelo, encogido, sujetándose la barbilla. El soldado mantuvo la bayoneta apuntada entre sus ojos, y con un gesto de la cabeza le indicó que debía unirse a los demás, en el camión que esperaba.

Lubji trató de continuar su protesta en húngaro, pero sabía que ya era demasiado tarde.

– Ahórrate el aliento, judío, o te lo sacaré a patadas -le abroncó el soldado.

La bayoneta descendió hacia sus pantalones y le desgarró la piel del muslo derecho. Lubji cojeó tan rápidamente como pudo hacia el camión, y se unió a un grupo de gente atónita e impotente que sólo tenían una cosa en común: de todos ellos se creía que eran judíos. El señor y la señora Cerani fueron obligados a subir a la caja antes de que el camión iniciara su lento trayecto para salir de la ciudad. Una hora más tarde llegaron al complejo de la prisión local, donde Lubji y sus compañeros de infortunio fueron descargados como si no fueran más que ganado.

Los hombres fueron formados en fila y conducidos a través del patio, hacia una gran sala de piedra. Pocos minutos más tarde apareció un sargento de las SS, seguido por una docena de soldados alemanes. Ladró una orden en su lengua nativa.

– Dice que tenemos que desnudarnos -susurró Lubji, que tradujo las palabras al húngaro.

Todos se quitaron las ropas, y los soldados empezaron a reunir en filas a los cuerpos desnudos, la mayoría de los cuales se estremecían; algunas de las personas lloraban. La mirada de Lubji recorrió la estancia, tratando de ver si había alguna forma de escapar. Sólo había una puerta, custodiada por soldados, y tres pequeñas ventanas en lo alto de las paredes.

Pocos minutos más tarde apareció un oficial de las SS, elegantemente uniformado, que fumaba un puro delgado. Se irguió en el centro de la estancia y, con un pequeño discurso de compromiso les informó que ahora eran todos prisioneros de guerra.

– Heil Hitler -dijo al final, y se volvió para marcharse.

Al pasar el oficial ante él, Lubji dio un paso adelante y sonrió.

– Buenas tardes, señor -dijo.

El oficial se detuvo y miró con expresión asqueada al joven. Lubji afirmó en un balbuceante alemán que habían cometido un terrible error y luego abrió la mano para revelar un fajo de pengös húngaros.

El oficial le sonrió a Lubji, tomó los billetes y les prendió fuego con un mechero. La llama aumentó de intensidad hasta que ya no pudo sostener el fajo, que dejó caer a los pies de Lubji. Luego se marchó. Lubji no podía dejar de pensar en los muchos meses de trabajo que le había costado ahorrar todo aquel dinero.

Los prisioneros permanecían estremecidos junto a la pared de piedra. Los guardias les ignoraron; algunos fumaban, mientras que otros hablaban entre sí como si los hombres desnudos simplemente no existieran. Transcurrió otra hora antes de que entrara en la estancia otro grupo de hombres, que llevaban largas batas blancas y guantes de goma. Empezaron a recorrer las filas, arriba y abajo; se detenían unos pocos segundos para comprobar el pene de cada detenido. A tres de los hombres se les ordenó que se vistieran y regresaran a sus casas. Ésa fue toda la prueba que necesitaron. Lubji se preguntó a qué prueba someterían a las mujeres.

Una vez que se marcharon los hombres de las batas blancas, se ordenó a los detenidos que se vistieran y fueron sacados de la sala. Al cruzar el patio, Lubji miró a su alrededor, tratando de encontrar una forma de escapar, pero siempre había soldados con bayonetas a cada pocos pasos. Fueron conducidos hacia un largo pasillo y los hicieron bajar por una estrecha escalera de piedra en la que sólo alguna que otra lámpara de gas ofrecía un atisbo de luz. Lubji pasó ante celdas situadas a ambos lados, atestadas de gente; escuchó gritos y ruegos en tantas lenguas, que no se atrevió a volverse para mirar. Entonces, de repente, se abrió la puerta de una de las celdas, fue agarrado por el cuello y empujado hacia el interior, con la cabeza por delante. Habría caído al suelo de piedra si no lo hubiera hecho sobre un montón de cuerpos.

Permaneció quieto durante un momento y luego se incorporó, tratando de centrar la mirada sobre los que le rodeaban. Pero como sólo había un ventanuco de barrotes cruzados, tardó algún tiempo en distinguir los rostros de las personas.

Un rabino canturreaba un salmo, pero la respuesta que recibía era apagada. Lubji trató de situarse a un lado cuando un anciano vomitó sobre él. Se apartó del hedor de los vómitos, sólo para tropezar con otro detenido que se había bajado los pantalones. Se sentó finalmente en un rincón, con la espalda apoyada contra la pared. De ese modo, nadie le pillaría por sorpresa.

Al abrirse de nuevo la puerta, Lubji no tuvo forma de saber cuánto tiempo había permanecido en aquella maloliente celda. Entró un grupo de soldados, con linternas cuya luz recorrió los rostros deslumbrados y parpadeantes de las personas. Si los ojos no parpadeaban, el cuerpo era arrastrado fuera, al pasillo, y ya nunca se le volvía a ver. Fue la última vez que vio al señor Cerani.

Aparte de observar la luz seguida por la oscuridad a través del ventanuco de la pared, y de compartir la única comida entregada cada mañana a los detenidos, no hubo forma de contar los días transcurridos. Cada pocas horas, los soldados regresaban para llevarse más cuerpos, hasta que estuvieron seguros de que sólo sobrevivían los que se encontraban en mejor forma física. Lubji imaginó que, con el tiempo, él también moriría, ya que ésa parecía ser la única forma de salir de la pequeña prisión. Cada día que pasaba, el traje le colgaba más suelto sobre el cuerpo, y empezó a apretarse el cinturón, agujero tras agujero.

Una mañana, sin la menor advertencia, un grupo de soldados entró en la celda y sacó de ella a los detenidos que todavía quedaban con vida. Se les ordenó que avanzaran en fila por el pasillo y subieran los escalones de piedra que conducían al patio. Al salir al sol de la mañana, Lubji tuvo que levantar la mano para protegerse los ojos. Había pasado diez, quince, quizá veinte días en aquella mazmorra y había desarrollado lo que los detenidos llamaban «ojos de lince».

Entonces escuchó el martilleo. Volvió la cabeza hacia la izquierda y vio a un grupo de prisioneros que construían un patíbulo de madera. Contó hasta ocho lazos corredizos. Sintió náuseas, pero no tenía en el estómago nada que pudiera vomitar. Una bayoneta le tocó en la cadera y siguió rápidamente a los otros detenidos que formaban filas, preparados para subir a camiones atestados.

Durante el camino de regreso a la ciudad, un guardia que no dejaba de reír les informó que iban a tener el honor de ser sometidos a juicio antes de que regresaran a la prisión para que los ahorcaran a todos y cada uno de ellos. La esperanza se transformó en desesperación, al imaginar Lubji, una vez más, que iba a morir. Y por primera vez en su vida no estuvo muy seguro de que eso le importara.

Los camiones se detuvieron ante el edificio de los tribunales, y los detenidos fueron conducidos a su interior. Lubji se dio cuenta de que ya no había bayonetas, y de que los soldados se mantenían a cierta distancia. Una vez dentro del edificio, se permitió a los detenidos sentarse en bancos de madera, en el bien iluminado pasillo, y hasta se les dieron rebanadas de pan en platos de estaño. Lubji se sintió receloso y se dedicó a escuchar lo que decían los guardias, que hablaban entre ellos. A partir de diferentes conversaciones, dedujo que los alemanes se disponían a «demostrar» que todos los judíos eran delincuentes porque, aquella mañana, estaba presente en el tribunal un observador de la Cruz Roja, procedente de Ginebra. Seguramente, pensó Lubji, a un hombre así le parecería algo más que una simple coincidencia el hecho de que todos ellos fueran judíos. Antes de que pudiera reflexionar acerca de cómo aprovechar aquella información, un cabo lo tomó por un brazo y lo condujo a la sala del tribunal. Lubji quedó de pie ante el banquillo, frente a un anciano juez sentado sobre una silla alta. El juicio, si es que pudiera describirse de tal modo, apenas duró unos pocos minutos. Antes de que el juez firmara la sentencia de muerte, un oficial le tuvo que pedir a Lubji que les recordara su nombre.

El joven, alto y delgado, miró al observador de la Cruz Roja, sentado a su derecha. El hombre miraba al suelo, frente a él, aparentemente aburrido con la escena, y sólo levantó la mirada cuando se pronunció la sentencia de muerte.

Otro soldado tomó a Lubji por el brazo y se dispuso a alejarlo del banquillo, para que el siguiente detenido pudiera ocupar su lugar. De repente, el observador se levantó y le hizo al juez una pregunta en un idioma que Lubji no pudo comprender.

El juez frunció el ceño y volvió la atención hacia el detenido que todavía estaba en el banquillo.

– ¿Qué edad tiene usted? -le preguntó en húngaro.

– Diecisiete años -contestó Lubji.

El asesor fiscal se adelantó hacia el estrado y le susurró algo al juez, que miró a Lubji, frunció el ceño y dijo:

– Sentencia conmutada por cadena perpetua. -Hizo una pausa, sonrió y añadió-: Revisión del caso en doce meses.

El observador pareció satisfecho con su trabajo de la mañana y asintió con un gesto de aprobación.

El guardia, evidentemente convencido de que Lubji había sido tratado con demasiada conmiseración, se adelantó, le puso una mano en el hombro y lo condujo de nuevo al pasillo. Le pusieron esposas, fue conducido al patio y allí lo hicieron subir al camión. Ya había otros detenidos sentados en el interior. Lo miraron en silencio, como si fuera el último pasajero que hubiera subido a un autobús local.

El tablero posterior del camión se cerró de golpe y, un momento después, el camión se puso en marcha con una sacudida. Incapaz de mantener el equilibrio, Lubji cayó sobre el suelo de tablas.

Permaneció arrodillado y miró a su alrededor. Había dos guardias en el camión, sentados uno frente al otro, junto al tablero posterior de cierre. Ambos aferraban los rifles, pero uno de ellos había perdido el brazo derecho. Parecía tan resignado a su destino como los propios prisioneros.

Lubji gateó hacia ellos y se sentó cerca del guardia que tenía los dos brazos. Inclinó la cabeza y trató de concentrarse. Sólo tardarían unos cuarenta minutos en recorrer el trayecto de regreso a la prisión, y estaba convencido de que ésta sería su última oportunidad si no quería unirse a los demás, en las horcas. Se preguntó cómo podría escapar. En ese momento, el camión aminoró la marcha para pasar por un túnel. Al salir por el otro lado, Lubji trató de recordar cuántos túneles había entre la prisión y el tribunal. Tres, quizá cuatro. No podía estar seguro.

Pocos minutos más tarde, al pasar por el siguiente túnel, empezó a contar despacio: «Uno, dos, tres». Estuvieron rodeados por la más completa oscuridad durante casi cuatro segundos. Durante esos pocos segundos tendría ventaja sobre los guardias; después de haber pasado tres semanas en una mazmorra, ellos no podrían moverse en la oscuridad tan bien como él. Tenía en su contra el hecho de que debía ocuparse de dos. Miró al otro guardia… Bueno, uno y medio.

Lubji miró por delante y observó el terreno por el que cruzaban. Calculó que debían de estar a medio camino entre la ciudad y la prisión. Por el lado más cercano de la carretera discurría un río. Quizá fuera difícil cruzarlo, pero no imposible, aunque no tenía forma de saber su profundidad. Por el otro lado, los campos se extendían hacia un grupo de árboles que calculó debían de estar a unos trescientos a cuatrocientos metros de distancia.

¿Cuánto tiempo tardaría en recorrer trescientos metros teniendo limitado el movimiento de sus brazos? Volvió la cabeza para ver si se aproximaba otro túnel, pero no observó ninguno, y Lubji sintió el temor de que ya hubieran pasado por el último túnel antes de la prisión. ¿Podía arriesgarse a escapar a plena luz del día? Llegó a la conclusión de que contaba con muy pocas posibilidades si no aparecía un túnel en los próximos tres kilómetros.

Recorrieron algo más de un kilómetro y decidió que, una vez que tomaran la siguiente curva, tendría que tomar una decisión. Despacio, encogió las piernas y las situó bajo la barbilla. Colocó las manos esposadas sobre las rodillas. Apretó firmemente la espalda contra la caja del camión y trató de desplazar el peso de su cuerpo hacia los dedos de los pies.

Lubji miró fijamente carretera adelante, mientras el camión tomaba la siguiente curva. Casi gritó: «¡Madeltov!» al ver el túnel, a unos quinientos metros por delante. A juzgar por el pequeño foco de luz situado en el extremo del otro lado, dedujo que sería un túnel que el camión tardaría en cruzar unos cuatro segundos.

Mantuvo el peso del cuerpo sobre los dedos de los pies, tenso y preparado para saltar. Notaba que el corazón le latía con tal fuerza que, seguramente, los guardias se darían cuenta de algún peligro inminente. Levantó la mirada hacia el guardia con los dos brazos, que extrajo un cigarrillo de un bolsillo, se lo colocó lentamente en la boca y empezó a buscar una cerilla. Lubji volvió su atención hacia el túnel que se aproximaba, ahora a sólo cien metros de distancia. Sabía que sólo dispondría de unos pocos segundos, una vez que hubieran entrado en la oscuridad.

Cincuenta metros…, cuarenta…, treinta…, veinte…, diez. Lubji respiró profundamente y contó uno. Entonces, se incorporó de un salto, rodeó con las esposas el cuello del guardia de los dos brazos y le hizo girar la cabeza con tal fuerza que el alemán cayó por encima del tablero de cierre del camión, y lanzó un grito al chocar contra el asfalto.

El camión se detuvo con chirrido de frenos y patinó hasta salir por el extremo más alejado del túnel. Lubji saltó por el lado y corrió inmediatamente hacia la seguridad temporal de la oscuridad. Le siguieron otros dos o tres prisioneros. Una vez que salió al otro lado del túnel, giró rápidamente a la derecha y echó a correr por entre los campos, sin detenerse a mirar atrás. Tenía que haber recorrido por lo menos cien metros cuando oyó silbar la primera bala por encima de su cabeza. Trató de cubrir los cien metros siguientes sin perder velocidad, pero cada pocos pasos que daba iban acompañados ahora por una lluvia de balas. Empezó a correr en zigzag. Entonces oyó el grito. Miró hacia atrás y vio a uno de los prisioneros que había saltado del camión tras él, tumbado ahora en el suelo, inmóvil, mientras que un segundo seguía corriendo con todas sus fuerzas, sólo unos pocos metros por detrás de él. Lubji confiaba en que las balas fueran disparadas por el guardia de un solo brazo.

Por delante de él, los árboles se acercaban, a sólo cien metros de distancia. Cada bala actuaba como una pistola que diera la señal de salida en una carrera, e impulsaba su tembloroso cuerpo a recorrer unos metros más. Entonces oyó el segundo grito. Esta vez ni siquiera perdió tiempo en mirar atrás. Cuando sólo le quedaban por recorrer cincuenta metros, recordó que un prisionero le había dicho una vez que los rifles alemanes tenían un alcance de trescientos metros. Dedujo que sólo estaba a seis o siete segundos de la seguridad. Entonces, la bala se aplastó contra su hombro. La fuerza del impacto le impulsó hacia adelante unos pocos pasos más, pero sólo fue momentos antes de que se derrumbara con la cabeza por delante sobre el barro. Intentó gatear, pero sólo pudo avanzar un par de metros antes de dejar caer la cabeza. Permaneció cabeza abajo, resignado a morir.

Al cabo de unos momentos notó un par de rudas manos que lo tomaban por los hombros. Otras manos lo alzaron por los tobillos. Lo único que Lubji pudo pensar fue cómo se las habían arreglado los alemanes en llegar tan rápidamente hasta él. Lo habría descubierto si, en ese momento, no hubiera perdido el conocimiento.


Al despertar, Lubji no tenía forma de saber qué hora era. Sólo pudo suponer que estaba de regreso en la celda, a la espera de ser ejecutado, pues todo estaba oscuro como boca de lobo. Entonces notó el dolor lacerante en su hombro. Intentó incorporarse, apoyado sobre las palmas de las manos, pero no pudo moverse. Movió los dedos y le sorprendió descubrir que por lo menos le habían quitado las esposas.

Parpadeó y trató de decir algo, pero sólo consiguió emitir un susurro que tuvo que haber parecido como el sonido de un animal herido. Trató de incorporarse nuevamente y, una vez más, fracasó. Parpadeó, incapaz de creer lo que vio de pie ante él. Una mujer joven se arrodilló a su lado y le humedeció la frente con un basto trapo húmedo. Lubji le habló en varios idiomas, pero ella se limitó a negar con la cabeza. Cuando finalmente dijo algo, lo hizo en un idioma que él nunca había escuchado antes. Luego sonrió, se señaló a sí misma y dijo simplemente:

– Mari.

Se quedó dormido. Al despertar, el sol de la mañana brillaba sobre sus ojos; pero esta vez pudo levantar la cabeza. Se hallaba rodeado de árboles. Volvió la cabeza hacia la izquierda y vio un círculo de carromatos de colores, llenos hasta rebosar con montones de objetos. Más allá, tres o cuatro caballos pastaban en la hierba situada en la base de un árbol. Se volvió en la otra dirección y su mirada se posó sobre una joven que estaba de pie, a pocos pasos de distancia. Hablaba con un hombre que llevaba un rifle sobre el hombro. Por primera vez, fue consciente de lo hermosa que era la muchacha.

Al hablar, los dos se volvieron hacia él. El hombre se le acercó rápidamente y, de pie sobre él, lo saludó en su propia lengua.

– Me llamo Rudi -le dijo.

Le explicó después cómo él y su pequeño grupo habían escapado cruzando la frontera checa, unos meses antes, para encontrarse con que los alemanes les seguían. Se veían obligados a seguir su camino, ya que la raza superior consideraba a los gitanos incluso inferiores a los judíos.

Lubji empezó a asediarlo a preguntas.

– ¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde estoy? -Y, la más importante de todas-: ¿Dónde están los alemanes?

Sólo se detuvo cuando Mari, que según le explicó Rudi era su hermana, regresó con un cuenco de líquido caliente y un trozo de pan. Se arrodilló junto a él y empezó a introducirle lentamente las aguadas gachas en la boca, con ayuda de una cuchara. Se detenía a cada pocas cucharadas y de vez en cuando le ofrecía un trozo de pan. Mientras tanto, su hermano seguía contándole a Lubji cómo había terminado por encontrarse entre ellos. Rudi había oído los disparos, y corrió hasta el lindero del bosque, convencido de que los alemanes habían descubierto a su pequeño grupo. Entonces vio a los prisioneros que corrían hacia donde él se encontraba, entre los árboles. Todos ellos fueron alcanzados por las balas, pero Lubji estaba lo bastante cerca del bosque como para que sus hombres lo rescataran.

Los alemanes no los siguieron una vez que los gitanos se lo llevaban hacia la espesura del bosque.

– Quizá tuvieron miedo de lo que pudieran encontrarse, aunque la verdad es que los nueve que formamos el grupo sólo tenemos dos rifles, una pistola y una variedad de armas, desde una horca hasta un cuchillo de pescado. -Rudi se echó a reír-. Sospecho que les preocupaba más la posibilidad de perder a los otros prisioneros si se dedicaban a buscarte. Pero de una cosa podíamos estar seguros: que en cuanto saliera el sol regresarían en gran cantidad. Por eso di la orden de que una vez extraída la bala de tu hombro, siguiéramos nuestro camino y te lleváramos con nosotros.

– ¿Cómo os podré pagar lo que habéis hecho por mí? -murmuró Lubji.

Una vez que Mari hubo terminado de alimentarlo, dos de los gitanos izaron suavemente a Lubji sobre uno de los carromatos y la pequeña comitiva continuó su camino, adentrándose todavía más en el bosque.

Continuaron su avance, evitando los pueblos, e incluso las carreteras, poniendo cada vez mayor distancia entre ellos y el lugar donde se había producido el tiroteo. Día tras día, Mari cuidaba de Lubji, hasta que finalmente éste pudo incorporarse. Ella se sintió encantada al comprobar lo rápidamente que aprendió a hablar su lengua. Lubji practicó durante varias horas una frase que deseaba decirle. Luego, aquella noche, cuando ella acudió para darle de comer, le dijo en un fluido romaní que era la mujer más hermosa que hubiera visto en su vida. Ella se sonrojó y se alejó corriendo. No regresó de nuevo hasta la hora del desayuno.

Gracias a las constantes atenciones de Mari, Lubji se recuperó con rapidez y pronto pudo unirse a sus salvadores alrededor de la hoguera del campamento, por la noche. A medida que los días se convirtieron en semanas no sólo empezó a llenar el traje con su cuerpo, sino que también tuvo que soltarse agujeros del cinturón.

Una noche, tras regresar de caza con Rudi, Lubji le dijo que no tardaría en tener que abandonarles.

– Tengo que llegar a un puerto y alejarme tanto como pueda de los alemanes -le explicó.

Rudi asintió con un gesto, mientras estaban sentados alrededor del fuego del campamento, compartiendo un conejo. Ninguno de ellos observó la mirada de tristeza que apareció en los ojos de Mari.

Aquella noche, al regresar al carromato, Lubji encontró a Mari esperándole. Subió para sentarse junto a ella y tratar de explicarle que puesto que la herida casi se había curado, ya no necesitaba de su ayuda para desnudarse. Ella le sonrió y, con movimientos lentos, le apartó la camisa del hombro, le quitó el vendaje y limpió la herida. Miró en su bolsa de lona, frunció el ceño, vaciló un momento y se desgarró el vestido, utilizando esa tira de tela para volver a vendarle el hombro.

Lubji miró fijamente las largas piernas morenas de Mari mientras ella le pasaba los dedos sobre el pecho y los hacía descender hasta la cintura de sus pantalones. Le sonrió y empezó a desabrocharle los botones. Lubji colocó una mano fría sobre el muslo de ella y se ruborizó cuando Mari se levantó el vestido y reveló que no llevaba nada debajo.

Mari esperó con expectación a que él moviera la mano, pero Lubji seguía con la mirada fija. Se inclinó hacia él y le quitó los pantalones, después se puso a horcajadas y descendió suavemente sobre él. Lubji se quedó tan quieto como cuando fue derribado por la bala, y Mari empezó a moverse lentamente, arriba y abajo, con la cabeza echada hacia atrás. Le tomó la mano y la colocó en el interior del escote de su vestido. Se estremeció la primera vez que él le tocó el pecho cálido. Lubji dejó la mano allí, sin moverse, a pesar de que el ritmo de ella se hacía más y más rápido. Cuando hubiera querido gritar, la tomó en sus brazos y la atrajo rápidamente hacia abajo, para besarla torpemente en los labios. Pocos segundos más tarde estaba tumbado, exhausto, preguntándose si le habría hecho daño, hasta que abrió los ojos y vio la expresión del rostro de Mari, que se hundió junto a su hombro, rodó hacia un lado y se quedó profundamente dormida.

Lubji permaneció despierto, sin dejar de pensar que podría haber muerto sin llegar a experimentar tanto placer. Dejó transcurrir unas pocas horas antes de despertarla. Esta vez, sin embargo, no permaneció inmóvil como antes; sus manos descubrieron continuamente diferentes partes del cuerpo de Mari, y disfrutó mucho más de esta segunda experiencia. Luego, los dos se quedaron dormidos.

Al día siguiente, cuando la caravana reanudó la marcha, Rudi le dijo a Lubji que durante la noche habían cruzado otra frontera, y que ahora se encontraban en Yugoslavia.

– ¿Y cómo se llaman esas colinas cubiertas de nieve? -preguntó Lubji.

– Desde la distancia pueden parecer colinas -contestó Rudi-, pero son los traicioneros Alpes Dináricos. Mis carromatos no pueden cruzarlos hasta la costa. -Guardó silencio durante un rato, antes de añadir-: Pero un hombre decidido podría conseguirlo.

Viajaron durante tres días más y sólo se detenían a descansar unas pocas horas cada noche, evitando los pueblos y ciudades, hasta que finalmente llegaron al pie de la cordillera.

Aquella noche, Lubji permaneció despierto mientras Mari dormía sobre su hombro. Se dedicó a pensar en su nueva vida y en la felicidad experimentada durante las últimas pocas semanas, y se preguntó si realmente deseaba separarse del pequeño grupo y seguir de nuevo el camino por su cuenta y riesgo. Pero decidió que si quería escapar de las iras de los alemanes, tenía que llegar de algún modo al otro lado de aquellas montañas y encontrar un barco que lo llevara lo más lejos posible. A la mañana siguiente se vistió bastante antes de que Mari se despertara. Después de tomar el desayuno, recorrió el campamento y se fue despidiendo de cada uno de sus compatriotas, para terminar por Rudi.

Mari esperó hasta que regresó a su carromato. Lubji se inclinó hacia ella, la tomó en sus brazos y la besó por última vez. Mari permaneció aferrada a él incluso después de que Lubji dejara caer los brazos a lo largo de los costados. Cuando finalmente lo soltó, le entregó un gran hato con comida. Lubji le sonrió y luego emprendió rápidamente la marcha, alejándose del campamento, hacia las faldas de la cordillera. A pesar de que la oyó seguirle durante los primeros pasos, no se volvió a mirarla en ningún momento.

Lubji continuó su caminata, adentrándose en las montañas, hasta que se hizo demasiado oscuro como para ver lo que tenía por delante. Eligió una gran roca que le protegiera de lo peor del cortante viento, pero incluso encogido sobre sí mismo estuvo a punto de helarse. Aquella noche no pudo dormir, se alimentó con la comida que le había entregado Mari y no dejó de pensar en la calidez de su cuerpo.

En cuanto amaneció volvió a ponerse en marcha, sin detenerse apenas más que unos pocos momentos muy de vez en cuando. A la caída de la noche se preguntó si aquel viento, cortante y frío, terminaría por congelarlo mientras dormía. Pero a la mañana siguiente se despertó con el brillo del sol en sus ojos.

Al final de la tercera jornada se había quedado sin comida y su vista no podía ver más que montañas en todas direcciones. Se preguntó entonces por qué había abandonado a Rudi y a su pequeño grupo de gitanos.

A la cuarta mañana apenas si podía colocar un pie por delante del otro; quizá la muerte por inanición consiguiera lo que los alemanes no habían podido rematar. Al caer la noche del quinto día caminaba hacia adelante sin objetivo, casi indiferente a su propio destino, cuando, de repente, creyó ver un hilillo de humo que se elevaba en la distancia.» Pero tuvo que pasar otra noche de frío terrible antes de que el parpadeo de unas luces le confirmaran lo que veían sus ojos. Allí, delante de él, había un pueblo, y más allá estaba el mar, que veía por primera vez.

Descender de las montañas quizá fuera más rápido que subirlas, pero no fue por ello menos traicionero. Se cayó varias veces y no consiguió llegar a las llanuras verdes antes de la puesta del sol. Afortunadamente, la luna asomó por entre las nubes y permitió iluminar su lento avance.

La mayoría de las lámparas de las pequeñas casas ya se habían apagado cuando llegó al borde del pueblo, pero continuó su avance, tambaleante, confiado en encontrar a alguien que todavía estuviera despierto. Al llegar a la primera casa, que parecía como si formara parte de una pequeña granja, pensó en llamar a la puerta, pero como no vio ninguna luz encendida, decidió no hacerlo. Esperaba a que reapareciera la luna por detrás de unas nubes cuando creyó distinguir un cobertizo en el extremo más alejado del patio. Se abrió paso lentamente hacia la destartalada construcción. Las gallinas, entre la paja, cacarearon al apartarse de su camino, y estuvo a punto de tropezar con una vaca negra, que no tenía la intención de moverse para dejar paso al extraño. La puerta del cobertizo estaba medio abierta. Entró, se derrumbó sobre un montón de paja y se quedó profundamente dormido.

Al despertar a la mañana siguiente se dio cuenta de que no podía mover el cuello, que estaba firmemente sujeto al suelo. Pensó por un momento que debía de estar de regreso en la mazmorra, hasta que abrió los ojos y vio a una corpulenta figura de pie ante él. El hombre sostenía una alargada horca, que era la razón por la que él no podía moverse.

El campesino espetó unas palabras en otro idioma extraño. Lubji sólo sintió alivio al comprobar que no era alemán. Levantó los ojos al cielo y agradeció a sus maestros la amplitud de la educación recibida. Lubji le dijo al hombre que sostenía la horca que había llegado procedente de las montañas, después de escapar de los alemanes. El campesino lo miró con incredulidad, hasta que observó la cicatriz dejada por la bala en el hombro de Lubji. Su padre había sido el propietario de la granja antes que él, y nunca le oyó hablar de nadie que hubiera cruzado aquellas montañas.

Condujo a Lubji hasta la granja, sin soltar la horca, que sostenía con firmeza. Mientras desayunaba huevos con tocino y gruesas rebanadas de pan servidas por la esposa del granjero, Lubji les contó, más con gestos que con palabras, lo que había tenido que pasar durante los últimos pocos meses. La esposa del campesino le miró con simpatía y no dejó de llenarle el plato en cuanto lo vaciaba. El campesino habló poco, y seguía pareciendo receloso.

Cuando Lubji terminó de contar su historia, el campesino le advirtió que, a pesar de las valerosas palabras de Tito, el líder partisano, no creía que los alemanes tardaran mucho en invadir Yugoslavia, ante lo que Lubji se preguntó si habría algún país a salvo de las ambiciones del Führer. Quizá tuviera que pasarse el resto de su vida huyendo de él.

– Tengo que llegar a la costa -dijo-. Entonces podré subir a un barco y cruzar el océano…

– No importa a dónde vayas -dijo el campesino-, siempre que te alejes todo lo posible de esta guerra. -Hundió los dientes en una manzana-. Si vuelven a cogerte, no te dejarán escapar una segunda vez. Encuentra un barco, cualquier barco. Vete a América, a México, a las Antillas o incluso a África -le aconsejó el campesino.

– ¿Cómo puedo llegar al puerto más cercano?

– Dubrovnik está a doscientos kilómetros al sureste de donde nos encontramos -le informó el campesino, que encendió una pipa-. Allí encontrarás muchos barcos dispuestos a alejarse de esta guerra.

– Tengo que marcharme en seguida -dijo Lubji, que se levantó de un salto.

– No tengas tanta prisa, jovencito -le dijo el campesino expulsando una nube de humo-. Los alemanes todavía tardarán algún tiempo en cruzar esas montañas.

Lubji volvió a sentarse, y la esposa del campesino cortó la costra de una segunda hogaza de pan, la empapó de caldo y la dejó sobre la mesa, delante de él.

Sólo quedaron algunas migajas en el plato cuando Lubji se levantó finalmente de la mesa y siguió al campesino fuera de la cocina. Al llegar a la puerta, la mujer lo cargó con manzanas, queso y más pan, antes de que él subiera a la parte de atrás del tractor del campesino, que lo llevó hasta las afueras del pueblo. Finalmente, el hombre lo dejó en la cuneta de una carretera que, según le aseguró, conducía hasta la costa.

Lubji caminó por la carretera y levantó el pulgar al aire cada vez que oía aproximarse un vehículo. Pero, durante el primer par de horas, todos los vehículos que pasaron, rápidos o lentos, lo ignoraron. La tarde estaba ya bastante avanzada cuando un destartalado Tatra se detuvo a pocos metros por delante de él.

Corrió hasta la ventanilla del conductor, que ya estaba bajada.

– ¿A dónde va? -le preguntó el conductor.

– A Dubrovnik -contestó Lubji con una sonrisa.

El conductor se encogió de hombros, subió la ventanilla y se alejó sin decir una sola palabra.

Pasaron varios tractores, dos coches y un camión antes de que otro coche se detuviera. Ante la misma pregunta, Lubji ofreció la misma respuesta.

– No voy tan lejos -fue esta vez la respuesta-, pero puedo llevarle parte del camino.

Otro coche, dos camiones, tres carros tirados por caballos y el sillín de una motocicleta, le permitieron completar el viaje de tres días hasta Dubrovnik. Para entonces, Lubji ya había devorado la comida que le ofreciera la mujer del campesino, y reunió todas las informaciones que pudo acerca de cómo encontrar un barco en Dubrovnik que le ayudara a escapar de los alemanes.

Una vez que lo dejaron en las afueras del animado puerto, sólo tardó unos minutos en descubrir que los peores temores del campesino habían sido exactos; mirara donde mirase, sólo veía a ciudadanos que se preparaban para una invasión alemana. Lubji no tenía la menor intención de esperar por segunda vez para darles la bienvenida, mientras ellos desfilaban con el paso de la oca por otra ciudad extranjera. No estaba dispuesto a que lo pillaran dormido en esta ciudad.

Siguiendo el consejo del campesino, se dirigió hacia los muelles. Allí pasó un par de horas dedicado a caminar arriba y abajo, tratando de determinar de dónde procedía cada uno de los barcos y hacía dónde se dirigirían. Eligió tres de ellos, pero no tenía forma de saber cuándo zarparían y cuál sería su destino. Continuó deambulando por los muelles. Cada vez que veía a alguien con uniforme, se apresuraba a desaparecer entre las sombras de uno de los numerosos callejones que se extendían a lo largo del muelle, y una vez llegó a meterse incluso en un bar atestado de gente, a pesar de que no tenía ningún dinero.

Encontró un asiento en el extremo más alejado de la sucia taberna, con la esperanza de que nadie observara su presencia, y se dedicó a escuchar las conversaciones mantenidas en diferentes idiomas en las mesas situadas a su alrededor. Recogió así información acerca de dónde se podía buscar a una mujer, quién pagaba los mejores precios por los fogoneros, y hasta dónde le podían hacer un tatuaje de Neptuno a un precio muy bajo; pero entre la ruidosa cháchara también descubrió que el próximo barco en izar el ancla sería el Arridin, que zarparía en cuanto hubiera terminado de subir a bordo un cargamento de trigo. No pudo descubrir, sin embargo, hacia dónde se dirigía.

Uno de los marineros no dejaba de repetir la palabra «Egipto». Lo primero que pensó Lubji fue en Moisés y la Tierra Prometida.

Salió del bar y regresó al muelle. Esta vez, revisó cuidadosamente cada barco, hasta que se encontró con un grupo de hombres que cargaban sacos en la bodega de un pequeño vapor de carga que mostraba el nombre de Arridin pintado en su proa. Lubji observó la bandera que colgaba fláccidamente del mástil del barco. No soplaba viento, de modo que no podía saber de qué bandera se trataba. Pero estaba seguro de una cosa: aquella bandera no tenía una esvástica.

Lubji se hizo a un lado y observó a los hombres que se echaban los sacos al hombro, los llevaban sobre la pasarela y luego los dejaban caer por una escotilla de carga abierta en el centro de la cubierta. Un capataz permanecía de pie en lo alto de la pasarela y trazaba una marca sobre una pequeña pizarra cada vez que un saco pasaba ante él. Cada pocos momentos se producía un hueco en la fila continua, cuando uno de los hombres descendía por la pasarela, a ritmos diferentes. Lubji esperó pacientemente a que llegara el momento exacto en el que pudiera unirse a la fila sin que nadie se diera cuenta. Avanzó como si tratara de cruzar por en medio y, de pronto, se inclinó, se echó uno de los sacos sobre el hombro izquierdo y caminó hacia el barco, con el rostro oculto detrás del saco, para que no lo viera el hombre situado al extremo de la pasarela. Al llegar al puente, dejó caer el saco en el interior de la escotilla de carga.

Lubji descendió del barco y repitió el ejercicio varias veces, y en cada ocasión aprendía un poco más sobre la distribución del barco. Poco a poco, una idea fue cobrando cuerpo en su mente. Después de haber llevado una docena de sacos se dio cuenta de que si aceleraba la marcha podía situarse justo directamente por detrás del hombre que lo precedía, y a bastante distancia del hombre que lo seguía. Como el montón de sacos sobre el muelle disminuía rápidamente, Lubji llegó a la conclusión de que le quedaban pocas oportunidades. El momento en que se decidiera a actuar sería crítico.

Se echó otro saco sobre el hombro. Apenas un instante después había alcanzado al hombre que le precedía, que dejó caer el saco a la bodega y se volvió para descender por la pasarela.

Al llegar a la cubierta, Lubji también dejó caer el saco pero luego, sin atreverse a mirar hacia atrás, saltó tras él y cayó en posición extraña sobre un montón de sacos. Rápidamente, gateó hacia el rincón más alejado de la bodega, y allí esperó, con el temor de escuchar las voces de los hombres que se precipitaran para ayudarle a salir. Pero transcurrieron varios segundos más antes de que el siguiente estibador apareciera sobre la escotilla de carga. El hombre se limitó a inclinarse para dejar caer su saco, sin molestarse en mirar dónde caía.

Lubji trató de situarse de modo que quedara oculto ante cualquiera que mirara por la escotilla, hacia el interior de la bodega, al mismo tiempo que evitaba que un saco de trigo le cayera encima. Para asegurarse de permanecer oculto casi se ahogaba, de modo que después de la caída de cada saco, se asomaba rápidamente para respirar antes de volver a ocultarse. Cuando cayó el último saco en la bodega, Lubji no sólo tenía el cuerpo amoratado, sino que jadeaba como una rata a punto de ahogarse.

Cuando ya empezaba a pensar que las cosas no podían empeorar, la tapa de la escotilla de carga fue ajustada sobre el hueco, y un trozo de madera la calzó entre las anillas de hierro. Desesperado, Lubji trató de subirse a lo alto del montón de sacos, para apretar la boca contra las diminutas grietas de las juntas y respirar aire fresco.

Apenas se había instalado sobre lo alto de los sacos cuando los motores se pusieron en marcha, por debajo de la bodega donde se encontraba. Minutos más tarde, notó el deslizamiento del barco, que se movió lentamente para salir del puerto. Escuchó voces sobre la cubierta y, de vez en cuando, pasos que caminaban sobre las planchas, justo por encima de su cabeza. Una vez que el pequeño barco de carga salió del puerto, el balanceo a uno y otro lado se transformó en sacudidas y encontronazos al salir el barco a mar abierto. Lubji se situó entre dos sacos y se agarró a ellos con los brazos extendidos, tratando de no ser arrojado de un lado a otro.

Tanto él como los sacos se vieron continuamente sacudidos en el interior de la bodega hasta que hubiera querido ponerse a gritar para pedir auxilio, pero ahora todo estaba a oscuras y sólo distinguía las estrellas por entre las rendijas. Todos los marineros habían desaparecido bajo el puente, de modo que difícilmente podrían escuchar sus gritos.

No tenía ni la menor idea de cuánto podría durar el viaje a Egipto, y no dejaba de preguntarse si podría sobrevivir en aquella bodega durante una tormenta. Al salir el sol, se alegró de estar todavía con vida. A la caída de la noche, hubiera querido morir.

No pudo estar seguro de saber cuántos días transcurrieron hasta que finalmente llegaron a aguas más tranquilas, aunque estaba convencido de haber permanecido despierto la mayor parte de ese tiempo. ¿Entraban ahora en un puerto? Casi no se producía ningún movimiento, y el motor apenas sonaba. Imaginó que el barco tenía que haberse detenido cuando escuchó el sonido del ancla al caer al agua, a pesar de que su estómago seguía moviéndose, como si se encontraran en medio del océano.

Transcurrió por lo menos otra hora antes de que un marinero se inclinara y retirara el calzo que sujetaba la tapa de la escotilla de carga. Momentos más tarde, Lubji escuchó el sonido de otras voces, en una lengua que tampoco había oído nunca. Imaginó que debería ser el egipcio, y se sintió nuevamente aliviado por el hecho de que no fuera alemán. Alguien retiró finalmente la tapa de la escotilla de carga y por el hueco aparecieron dos hombres que lo miraron fijamente.

– ¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí? -dijo uno de ellos, al tiempo que Lubji extendía las manos desesperadamente hacia el cielo.

– Seguro que es un espía alemán -dijo su compañero con una risotada.

El primero de ellos se inclinó hacia adelante, tomó los brazos extendidos de Lubji y lo izó sobre la cubierta como si no fuera más que un saco de trigo. Lubji quedó sentado delante de ellos, con las piernas extendidas, respirando a grandes bocanadas el aire fresco, mientras esperaba que lo encerraran de nuevo en la mazmorra de otro país.

Levantó la mirada y parpadeó bajo el sol de la mañana.

– ¿Dónde estoy? -preguntó en checo.

Pero los estibadores no demostraron ninguna señal de haberle comprendido. Lo intentó en húngaro, en ruso y, de mala gana, incluso en alemán, pero por toda respuesta sólo recibió risas y encogimiento de hombros. Finalmente, lo ayudaron a levantarse sobre la cubierta y lo acompañaron por la pasarela hasta el muelle, sin hacer el menor intento por conversar con él en ningún idioma.

Apenas los pies de Lubji tocaron el suelo cuando los dos hombres lo sujetaron por los brazos y lo alejaron a rastras a lo largo del muelle. Lo acercaron apresuradamente hacia un edificio blanco situado en el extremo del muelle. En lo alto de una puerta se veían unas letras pintadas que, en ese momento, no tuvieron ningún significado para el inmigrante ilegal: policía del puerto de liverpool, inglaterra

8

Amanecer de una nueva república

«Abolición del sistema de honores», decía el titular de la tercera edición del St. Andy.

En opinión del director, el sistema de honores no era más que la excusa para que un puñado de políticos envejecidos se recompensaran a sí mismos y a sus amigos con títulos que no se merecían. «Los honores se ofrecen casi siempre a los que no se los merecen. Este ofensivo despliegue de autoengrandecimiento sólo es un ejemplo más de los últimos restos de un imperio colonial, y debe desaparecer a la primera oportunidad que se presente. Debemos destinar este anticuado sistema al cubo de la basura de la historia.»

Varios miembros de su clase escribieron al director para indicar que su padre había aceptado un título de caballero, y los más históricamente informados de entre ellos añadieron que la última frase había sido copiada de otra destinada a una mejor causa.

Keith no pudo estar seguro de saber cuál era el punto de vista del director, expresado en la reunión semanal de profesores, porque Penny ya no le dirigía la palabra. Duncan Alexander y otros se referían abiertamente a él como un traidor a su clase social. Ante la inquietud de todos, sin embargo, a Keith no parecía importarle lo más mínimo lo que pensaran los demás.

A medida que transcurría el trimestre, se preguntó si acaso no existiría mayor probabilidad de ser llamado a filas por el consejo del ejército, en lugar de que se le ofreciera un puesto en Oxford. A pesar de estos recelos, dejó de trabajar en el Courier por las tardes, para disponer así de más tiempo que dedicar a los estudios, y redobló sus esfuerzos cuando su padre le ofreció comprarle un coche deportivo si aprobaba los exámenes. La idea de demostrar que el director estaba equivocado, y de poseer un coche propio fue irresistible para él. La señorita Steadman, que seguía dirigiéndolo en sus estudios en las largas y oscuras tardes, pareció entusiasmarse ante la perspectiva de duplicar su carga de trabajo.

Para cuando Keith regresó a St. Andrew para su último trimestre, se sintió preparado para afrontar tanto a los miembros del tribunal como al director; la obtención de fondos para el pabellón de críquet iba tan bien que sólo faltaban unos pocos cientos de libras para alcanzar su objetivo, y Keith decidió utilizar el último número del St. Andy para anunciar su éxito. Confiaba en que eso fuera suficiente para impedir que el director hiciera algo con respecto al artículo que tenía la intención de publicar en el siguiente número, y en el que defendería la idea de abolir la monarquía.

«Australia no necesita ser gobernada por una familia alemana de clase media que vive a más de quince mil kilómetros de distancia. ¿Por qué tenemos que acercarnos a la segunda mitad del siglo xx teniendo que apuntalar un sistema tan elitista? Librémonos de todos ellos -anunciaba el editorial-, además del himno nacional, de la bandera británica y hasta de la libra. Una vez terminada la guerra llegará sin duda el momento de que Australia se proclame a sí misma república.»

El señor Jessop mantuvo los labios fuertemente cerrados, mientras que el Melbourne Age le ofreció a Keith 50 libras por su artículo, una oferta que él tardó mucho tiempo en rechazar. Duncan Alexander le hizo saber que alguien cercano al director le había dicho que a todos los profesores les sorprendería que Townsend se las arreglara para llegar a fin de curso.

Durante las primeras pocas semanas del último trimestre, Keith siguió dedicando la mayor parte de su tiempo a prepararse para los exámenes, y sólo se tomaba un respiro de vez en cuando para ver a Betsy y para acudir algún que otro miércoles por la tarde a las carreras, mientras que otros se dedicaban a pasatiempos mucho más enérgicos.

Keith no se habría molestado en acudir a las carreras aquel miércoles en particular, si no hubiera recibido un «consejo seguro» por parte de uno de los mozos de una cuadra local. Comprobó con sumo cuidado el estado de sus finanzas. Aún le quedaba un poco de dinero del trabajo realizado durante las vacaciones, además del dinero de bolsillo recibido para pasar el trimestre. Decidió hacer una apuesta en la primera carrera y, si ganaba, regresaría a la escuela y continuaría con su repaso. El miércoles por la tarde, tomó la bicicleta que había dejado detrás de la oficina de Correos y pedaleó hacia el hipódromo, después de prometerle a Betsy que pasaría a verla antes de regresar a la escuela.

El «consejo seguro» se llamaba Rum Punch, y tenía que participar en la carrera de las dos de la tarde. Su informante se mostró tan seguro del pedigrí del caballo, que Keith apostó cinco libras al pleno para ganar siete a uno en las apuestas. Antes de que se levantara la barrera ya pensaba cómo gastaría sus ganancias.

Rum Punch se mantuvo en cabeza durante toda la carrera, y aunque otro caballo empezó a ganarle terreno, Keith echó los brazos al cielo cuando pasaron ante el poste indicador de meta. Se dirigió hacia la casilla de las apuestas para recoger sus ganancias.

En ese momento sonó un anuncio por los altavoces: «El resultado de la primera carrera de la tarde se retrasa y será dado a conocer dentro de unos minutos, ya que tiene que hacerse una comprobación de foto-fija entre Rum Punch y Colonus». Keith no abrigaba la menor duda de que, desde donde él estaba, Rum Punch había ganado, y no comprendía por qué razón tenían que recurrir a una fotografía para determinarlo. Imaginó que, probablemente, los empleados tenían que aparentar que cumplían con su deber. Miró el reloj y se acordó de Betsy.

«He aquí el resultado de la primera carrera -tronó una voz por el sistema de altavoces-. El ganador es el número once, Colonus, con cinco a cuatro, por una corta cabeza por delante de Rum Punch, con siete a uno.»

Keith lanzó una maldición en voz alta. Si al menos hubiera apoyado a Rum Punch con una apuesta colocado, habría duplicado su dinero. Rompió el billete y se dirigió hacia la salida. Cuando ya se dirigía hacia la bicicleta, miró hacia la cartelera para la próxima carrera. Drumstick se encontraba entre los participantes, y bien situado al principio. El paso de Keith se hizo más lento. En el pasado había ganado en dos ocasiones al apostar por Drumstick, y estaba seguro de que podrían convertirse en tres veces seguidas. Su único problema era que había apostado todos sus ahorros por Rum Punch.

Mientras continuaba hacia la bicicleta, recordó que tenía autoridad para retirar dinero de una cuenta en el Banco de Australia que mostraba un saldo de más de cuatro mil libras.

Comprobó la cartelera para ver cuáles eran los otros caballos, y no vio a ninguno que pudiera poner en peligro la segura victoria de Drumstick. Esta vez, apostaría cinco libras a que el caballo quedaría en cualquiera de los tres primeros puestos, de modo que a unas apuestas de tres por uno, podía estar seguro de recuperar su dinero, aunque Drumstick llegara en tercer puesto. Keith cruzó el torniquete de salida, tomó la bicicleta y pedaleó furiosamente un kilómetro y medio hasta encontrar el banco más cercano. Entro corriendo y extendió un cheque por importe de diez libras.

Todavía faltaban quince minutos para que empezara la segunda carrera, de modo que estaba bastante seguro de cobrar el cheque y regresar a tiempo para hacer su apuesta. El empleado sentado tras la rejilla miró al cliente, observó el cheque y llamó por teléfono a la sucursal del banco de Keith, en Melbourne, donde le confirmaron inmediatamente que el señor Townsend tenía firma en esa cuenta en particular, y que disponía de saldo suficiente. A las dos y cincuenta y tres minutos, el empleado empujó un billete de diez libras hacia el impaciente joven.

Keith pedaleó de regreso al hipódromo a una velocidad que habría impresionado al capitán del equipo de atletismo, abandonó la bicicleta y echó a correr hacia la taquilla de apuestas más cercana. Apostó cinco libras a cada puesto por Drumstick, con Honest Syd. En cuanto se levantó la barrera, corrió rápidamente hacia las barandillas y llegó a tiempo para ver la mêlée de caballos que pasaron ante él por el primer circuito. Casi no pudo creer lo que vieron sus ojos. Drumstick tuvo que haber hecho una salida retrasada, porque iba a la cola del resto de caballos sobre la pista al iniciarse la segunda vuelta y, a pesar de su valeroso esfuerzo por llegar bien situado a la meta, sólo consiguió un cuarto puesto.

Keith comprobó los caballos y jinetes de la tercera carrera y rápidamente regresó en bicicleta al banco, sin que su trasero descansara ni un momento sobre el sillín. En esta ocasión extendió un cheque por importe de 20 libras. Se hizo otra llamada telefónica y, en esta ocasión, el ayudante del director del banco, en Melbourne, pidió hablar personalmente con Keith. Una vez establecida la identidad de Keith, autorizó el pago del cheque.

A Keith no le fueron mejor las cosas en la tercera carrera y para cuando se anunció por los altavoces el ganador de la sexta carrera, ya había retirado 100 libras de la cuenta del pabellón de críquet. El regreso hacia la oficina de Correos lo hizo lentamente, sin dejar de darle vueltas a las consecuencias de lo ocurrido aquella tarde. Sabía que la cuenta sería controlada a finales de mes por el tesorero de la escuela, y que si se le planteaba alguna duda acerca de depósitos y retiradas de dinero, informaría al director, que pediría a su vez una aclaración al banco. El ayudante del director le informaría entonces que el señor Townsend había telefoneado en cinco ocasiones desde una sucursal situada cerca del hipódromo durante la tarde del miércoles en cuestión, insistiendo en cada ocasión para que se le pagara el cheque. Keith podía estar seguro de ser expulsado; durante el curso anterior, un chico había sido expulsado por robar una botella de tinta. Pero lo que era peor, mucho peor que ninguna otra cosa, es que la noticia se publicaría en la primera página de todos los periódicos de Australia que no fueran propiedad de su padre.

A Betsy le sorprendió que Keith no se acercara para hablar con ella después de dejar la bicicleta detrás de la oficina de Correos. Regresó andando a la escuela, sabiendo perfectamente bien que sólo disponía de tres semanas para conseguir cien libras. Se dirigió directamente a su habitación y trató de concentrarse en antiguos ejercicios de exámenes, pero no podía evitar que su mente volviera una y otra vez a pensar en aquellos cobros irregulares. Se le ocurrieron una docena de historias que, en diferentes circunstancias, habrían podido parecer verosímiles. Pero ¿cómo explicar que hubiera cobrado los cheques a intervalos de treinta minutos y en una sucursal bancaria tan cercana al hipódromo?

A la mañana siguiente consideró incluso la idea de alistarse en el ejército y conseguir que lo enviaran a Birmania, antes de que nadie descubriera lo que había hecho. Quizá si lo mataban en una acción heroica y conseguía la Cruz Victoria, nadie se atreviera a mencionar en su entierro las cien libras que faltaban. Lo único que no consideró fue hacer una apuesta a la semana siguiente, ni siquiera después de haber recibido otro «consejo seguro» por parte del mismo mozo de cuadras. No le ayudó en nada leer en el Sporting Globe del día siguiente que aquel «consejo seguro» había entrado en primer puesto, con unas apuestas de diez a uno.

Fue durante la hora de estudio del lunes siguiente, mientras Keith se esforzaba por redactar un ensayo sobre el patrón oro, cuando le entregaron una nota manuscrita en su cuarto. En ella se decía, simplemente: «El director quiere verle inmediatamente en su despacho».

Keith sintió náuseas. Dejó sobre la mesa el ensayo a medio redactar y se encaminó lentamente hacia la casa del director. ¿Cómo podía haberlo descubierto con tanta rapidez? ¿Acaso el banco había decidido cubrirse las espaldas y comunicarle al tesorero las retiradas irregulares de fondos? ¿Cómo podían estar seguros de que aquel dinero no se hubiera empleado en gastos perfectamente legítimos? Casi pudo escuchar al director preguntarle con sarcasmo: «Y bien, Townsend, ¿cuáles han sido esos "gastos legítimos" retirados del banco a intervalos de treinta minutos de una sucursal cercana al hipódromo durante el miércoles por la tarde?».

Keith subió los escalones que conducían a la casa del director. Sentía náuseas y un sudor frío. La doncella le abrió la puerta incluso antes de que él pudiera llamar. Lo acompañó directamente al despacho del señor Jessop sin decir una sola palabra. Al entrar en el despacho le pareció que nunca había visto una expresión tan adusta en el rostro del director. Miró hacia el otro lado de la estancia y vio que su jefe de curso estaba sentado en un sofá, en la esquina. Keith permaneció de pie, consciente de que en esta ocasión no se le invitaría ni a sentarse ni a tomar una copa de jerez.

– Townsend -empezó a decir el director-, estoy investigando una grave acusación, acerca de la que, lamento informarle, parece estar usted personalmente implicado. -Keith hundió las uñas en las palmas de las manos para no echarse a temblar-. Como puede ver, el señor Clarke está presente, simplemente para que haya un testigo en el caso de que sea necesario poner este asunto en manos de la policía.

Keith sintió que se le debilitaban las piernas y temió derrumbarse allí mismo si no se le ofrecía una silla.

– Iré directamente al asunto, Townsend. -El director se detuvo un momento, como si buscara las palabras adecuadas. Keith no podía dejar de temblar-. Mi hija, Penny, parece ser que está…, está… embarazada -dijo el señor Jessop-. Ella me informa que ha sido violada. Parece ser que usted… -Keith ya se disponía a protestar- fue el único testigo del episodio. Y puesto que el acusado no se aloja sólo en su casa, sino que es además el encargado estudiantil del curso, considero de la mayor importancia que tenga usted la amabilidad de cooperar en esta investigación.

Keith emitió un audible suspiro de alivio.

– Contestaré a sus preguntas lo mejor que sepa -dijo.

La mirada del director regresó a lo que, según sospecho, era un guión de preguntas previamente preparado.

– El sábado seis de octubre, alrededor de las tres de la tarde, ¿entró usted en el pabellón de críquet?

– Sí, señor -contestó Keith sin vacilación-. A menudo me veo obligado a visitar el pabellón, por asuntos relacionados con mi responsabilidad para la obtención de fondos.

– Sí, desde luego -asintió el director-. Perfectamente normal y adecuado que así lo haga.

El señor Clarke tenía una expresión muy seria e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– ¿Puede decirme, con sus propias palabras, con qué se encontró al entrar en el pabellón durante aquel sábado en concreto?

Keith hubiera querido sonreír al escuchar la palabra «encontró», pero logró mantener una expresión muy seria.

– Tómese el tiempo que considere oportuno para contestar -añadió el señor Jessop-. Y sean cuales fueren sus sentimientos, no debe considerar esto como un chivatazo.

«No te preocupes -pensó Keith-, que no lo considero así.» Se preguntó si acaso no sería ésta la ocasión propicia para solucionar al mismo tiempo dos viejos asuntos pendientes. Pero quizá tuviera mucho más que ganar si…

– También debe usted tener en cuenta que la reputación de varias personas depende de su interpretación de lo que viera durante aquella desgraciada tarde.

Fue precisamente la palabra «reputación» lo que ayudó a Keith a decidirse. Frunció el ceño, como si reflexionara profundamente sobre las implicaciones de lo que se disponía a decir, y se preguntó durante cuánto tiempo más podría prolongar la angustia de sus interlocutores.

– Señor director -dijo finalmente, con un tono de voz que trató de que pareciera insólitamente responsable-, al entrar en el pabellón lo encontré completamente a oscuras, lo que no dejó de extrañarme hasta que me di cuenta de que se habían bajado todas las persianas. Todavía me sorprendió más escuchar ruidos que parecían proceder de los vestuarios del equipo visitante, pues sabía que los First Eleven jugaban aquel día fuera de casa. Tanteé con la mano en la pared para encontrar el interruptor de la luz y, al encenderla, me quedé conmocionado al ver… -Keith fingió vacilar, como si le resultara embarazoso seguir adelante.

– Townsend, no debe preocuparse por lo que quizá considere como dejar en la estacada a un amigo -intervino el director-. Puede confiar en nuestra discreción.

«Que es mucho más de lo que puedes confiar tú en la mía», pensó Keith.

– …Al ver a su hija y a Duncan Alexander que estaban tumbados, desnudos, en la pista de deslizamiento. -Keith hizo una nueva pausa pero, esta vez, el director no le presionó para que continuara y él la prolongó aún más-. Lo que hubiera sucedido hasta ese momento, tuvo que detenerse de improviso en cuanto encendí la luz.

Se detuvo, con una nueva vacilación.

– Esto tampoco resulta fácil para mí, Townsend, como bien podrá comprender -dijo el director.

– Aprecio su comentario, señor -dijo Keith, complacido por la forma de conducir todo el episodio.

– En su opinión, ¿estaban manteniendo o habían mantenido relaciones sexuales?

– Estoy relativamente convencido, señor director, de que las relaciones sexuales ya se habían producido -contestó Keith, con la esperanza de que su respuesta no fuera del todo concluyente.

– Pero ¿puede estar seguro? -preguntó el director.

– Sí, creo que sí, señor -contestó Keith tras una larga pausa-, porque…

– No se sienta azorado, Townsend. Debe usted comprender que mi único interés consiste en averiguar toda la verdad sobre este asunto.

«Pero quizá no sea ése mi único interés», pensó Keith, que no se sentía azorado en lo más mínimo, aunque era evidente que los dos hombres presentes en el despacho lo estaban.

– Debe contarnos exactamente lo que vio, Townsend.

– No se trató tanto de lo que vi, señor, como de lo que escuché -dijo Keith.

El director bajó la cabeza y tardó un tiempo en recuperarse.

– La siguiente pregunta que debo plantearle es muy desagradable para mí, Townsend, porque no sólo me veré obligado a fiarme de su memoria, sino también de su juicio.

– La contestaré lo mejor que sepa, señor.

Esta vez fue el director el que vaciló, y Keith casi tuvo que morderse la lengua para no decirle: «Tómese el tiempo que considere oportuno, señor».

– En su opinión, Townsend, y recuerde que hablamos confidencialmente, ¿le pareció, en la medida en que pueda saberlo, que mi hija actuaba, por así decirlo… -vaciló de nuevo antes de terminar la pregunta-… de buen grado?

Keith dudó mucho de que el director hubiera planteado una frase más torpe en toda su vida.

Lo dejó sudar unos segundos más, antes de contestar con firmeza:

– Sobre esa cuestión concreta, señor, no me cabe la menor duda. -Los dos hombres lo miraron directamente-. No fue un caso de violación.

El señor Jessop no demostró reacción alguna.

– ¿Cómo puede estar tan seguro? -se limitó a preguntar.

– Porque ninguna de las voces que escuché antes de encender la luz expresaban ira o temor. Eran las voces de dos personas que…, ¿cómo podría expresarlo, señor?…, que disfrutaban juntas con lo que estaban haciendo.

– ¿Puede estar seguro de eso, más allá de cualquier duda razonable, Townsend? -preguntó el director.

– Sí, señor, creo estarlo.

– ¿Y por qué lo está? -preguntó el señor Jessop.

– Porque…, porque yo mismo experimenté ese mismo placer con su hija apenas dos semanas antes, señor.

– ¿En el pabellón? -barbotó el director con incredulidad.

– No, señor. Para ser honestos, debo decirle que en mi caso fue en el gimnasio. Tengo la sensación de que su hija prefería el gimnasio, antes que el pabellón. Siempre decía que era mucho más fácil relajarse sobre las colchonetas de goma que sobre las almohadillas de críquet en la pista de deslizamiento.

El director se quedó sin saber qué decir. Tras un prolongado silencio, recuperó el habla.

– Gracias por su franqueza, Townsend.

– De nada, señor. ¿Me necesitará para alguna cosa más?

– No, por el momento no, Townsend. -Keith se volvió para marcharse-. No obstante, le agradecería su más completa discreción en este asunto.

– Desde luego, señor -asintió Keith, que se volvió ligeramente para mirarle y se ruborizó ligeramente al añadir-: Siento mucho haberle colocado en una situación embarazosa, señor, pero como bien nos recordó usted en su sermón del pasado domingo, sea cual fuere la situación a la que tengamos que enfrentarnos en la vida, uno debe recordar siempre las palabras que pronunciara George Washington: «No puedo contar una mentira».


Durante las semanas siguientes, a Penny no se la vio por ninguna parte. Cuando se le preguntó, el director se limitó a contestar que ella y su madre habían ido a visitar a una tía suya que vivía en algún lugar de Nueva Zelanda.

Keith no tardó en apartar de sus pensamientos los problemas del director, para concentrarse en sus propias preocupaciones. Todavía no se le había ocurrido una solución que le permitiera devolver las cien libras que faltaban en la cuenta del pabellón.

Una mañana, después de las oraciones, Duncan Alexander llamó a la puerta de su cuarto.

– Sólo quería darte las gracias -dijo Alexander-. Te has portado como un viejo compañero y un tipo decente -añadió, con una forma de hablar más británica que la de los propios británicos.

– Como siempre, compañero -respondió Keith con un intenso acento australiano-. Después de todo, sólo le dije la verdad al viejo.

– En efecto -asintió el joven-. A pesar de todo, te debo un gran favor, amigo. Y nosotros, los Alexander, tenemos una buena memoria.

– También la tenemos los Townsend -dijo Keith, sin mirarlo.

– Bueno, si puedo hacer algo para ayudarte en el futuro, no vaciles en hablar conmigo.

– No vacilaré -le prometió Keith.

Duncan abrió la puerta y se volvió a mirarlo antes de añadir:

– Debo admitir, Townsend, que no eres la mierda que todo el mundo asegura que eres.

Una vez que se hubo cerrado la puerta, Keith repitió las palabras pronunciadas por Asquith, citadas en un ensayo en el que había trabajado.

– Será mejor que esperes y lo veas.


– Hay una llamada para usted por el teléfono interior, en el despacho del señor Clarke -le informó el alumno de primer año, de servicio en el pasillo.

A medida que se acercaba el fin de mes, Keith temía hasta abrir su correspondencia o, lo que era peor, recibir una llamada inesperada. Siempre imaginaba que alguien terminaría por descubrir lo sucedido. Cada día que pasaba esperaba que el ayudante del director del banco se pusiera en contacto con él para informarle de que había llegado el momento de presentarle al tesorero el estado de cuentas.

«Pero si he conseguido más de cuatro mil libras», se repetía una y otra vez.

«Ésa no es la cuestión, Townsend», imaginaba que le contestaba el director.

Intentó no demostrarle al alumno de primero lo angustiado que se sentía. Al salir de su cuarto y avanzar por el pasillo, vio la puerta abierta del despacho del encargado de curso. Sus pasos se hicieron más y más lentos. Entró en el despacho y el señor Clarke le tendió el teléfono. Keith hubiera deseado que saliera de la estancia, pero él se quedó donde estaba, calificando las pruebas del día anterior.

– Keith Townsend -dijo al teléfono.

– Buenos días, Keith. Soy Mike Adams.

Reconoció inmediatamente el nombre del director del Sydney Morning Herald. ¿Cómo había logrado descubrir lo del dinero que faltaba?

– ¿Sigue usted ahí? -preguntó Adams.

– Sí -contestó Keith-. ¿En qué puedo servirle?

Le alivió el hecho de saber que Adams no pudiera verle temblar.

– Acabo de leer la última edición del St. Andy y sobre todo su artículo sobre la necesidad de que Australia se convierta en una república. Me ha parecido muy bueno y quisiera publicarlo completo en nuestro periódico… si llegamos a un acuerdo sobre el precio.

– No está a la venta -dijo Keith con firmeza.

– Pensaba ofrecerle setenta y cinco libras por él -dijo Adams.

– No le daría permiso para publicarlo, a menos que me ofreciera…

– A menos que le ofreciera… ¿cuánto?


La semana antes de que Keith tuviera que presentarse a sus exámenes para Oxford, regresó a Toorak para un repaso de última hora con la señorita Steadman. Revisaron juntos todas las posibles preguntas, así como las respuestas modelo que ella había preparado. Lo único que no consiguió la señorita Steadman fue una cosa: que se relajara. Pero no le dijo que no eran los exámenes lo que le ponían nervioso.

– Estoy segura de que aprobarás -le dijo su madre el domingo por la mañana, durante el desayuno, muy segura de sí misma.

– Espero que sea así -dijo Keith.

Sabía muy bien que, al día siguiente, el Sydney Morning Herald publicaría su artículo, titulado: «Amanecer de una nueva república». Pero esa misma mañana también empezaría sus exámenes, de modo que confiaba en que sus padres se guardarían sus consejos durante por lo menos los diez próximos días y quizá para entonces…

– Bueno -intervino su padre, que interrumpió sus pensamientos-, es un examen muy minucioso, pero estoy seguro de que te ayudará mucho el fuerte apoyo del director, después de tu extraordinario éxito en conseguir el dinero para el pabellón. Y, a propósito, se me olvidó decirte que tu abuela ha quedado tan bien impresionada por tus esfuerzos, que donó otras cien libras en tu nombre.

Fue la primera vez que la madre de Keith le oyó lanzar un juramento en voz alta.


El lunes por la mañana, Keith se sentía tan preparado como creía poder estarlo para enfrentarse al tribunal examinador, y diez días más tarde, cuando terminó el último trabajo, quedó impresionado por la gran cantidad de preguntas a las que la señorita Steadman se había anticipado. Sabía que lo había hecho bien en Historia y Geografía, y sólo confiaba en que el consejo examinador de Oxford no diera tanta importancia al estudio de los clásicos.

Llamó por teléfono a su madre para asegurarle que estaba convencido de haberlo hecho todo lo bien que esperaba, y que si no conseguía un puesto en Oxford no podría achacarle la culpa a su mala suerte con las preguntas.

– Tampoco yo me quejaré -fue la respuesta inmediata de su madre-. Pero tengo un consejo que darte, Keith. Procura no cruzarte con tu padre durante unos pocos días más.

El anticlímax que siguió a la terminación de los exámenes fue algo inevitable. Mientras Keith esperaba a saber los resultados, dedicó parte de su tiempo a tratar de conseguir los últimos y pocos cientos de libras que faltaban para completar la suma requerida para la construcción del nuevo pabellón, una parte de la misma en el hipódromo, mediante pequeñas apuestas hechas con su propio dinero, y otra parte gracias a la noche pasada con la esposa de un banquero, que terminó por entregarle cincuenta libras.

El último lunes del trimestre, el señor Jessop, durante su reunión semanal con los profesores, les informó que St. Andrew continuaba con su gran tradición de enviar a sus mejores estudiantes a Oxford y a Cambridge, manteniendo así el vínculo con aquellas dos grandes universidades. Luego, leyó en voz alta los nombres de los que habían conseguido plaza:

Alexander, D. T. L.

Tomkins, C.

Townsend, K. R.

– Un mierda, un empollón y una estrella, aunque no necesariamente por ese mismo orden -dijo el director en voz baja.

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