– Si Lauber hizo testamento, necesito tener acceso a ese documento.
– ¿Por qué es tan importante ver ese documento? -preguntó Sally.
– Porque quiero saber quién hereda sus acciones en el Der Telegraf.
– Supongo que será su esposa.
– No, es más probable que sea Arno Schultz, en cuyo caso estaría perdiendo el tiempo…, de modo que cuanto antes lo descubramos, tanto mejor.
– Pero ni siquiera sé por dónde empezar.
– Pruebe en el ministerio del Interior. Una vez que el cadáver de Lauber fue devuelto a Alemania, eso pasó a ser una cuestión de su responsabilidad. -Sally le miró, dudosa-. Utilice todos los favores que nos deban -le dijo Armstrong-, y prometa cualquier cosa a cambio, pero encuéntreme ese testamento. -Se volvió, dispuesto a marcharse-. Ahora me voy a ver a Hallet.
Armstrong salió sin decir nada más, y Benson lo llevó hasta el comedor de oficiales británicos. Se acomodó en el taburete situado en la esquina del bar y pidió un whisky. Comprobaba su reloj cada pocos minutos. Stephen Hallet entró pocos momentos después de que el viejo reloj del salón hiciera sonar las campanadas de las seis y media. Al ver a Armstrong, sonrió ampliamente y se le acercó.
– Dick, muchas gracias por la caja de Mouton-Rothschild del veintinueve. Realmente, es un vino excelente. Debo confesarle que trato de racionarlo a la espera de que me llegue mi documentación de desmovilización.
– En ese caso -le sonrió Armstrong-, tendremos que ocuparnos de ver si podemos conseguir un suministro algo más regular. ¿Qué le parece si cenamos juntos? Así podremos descubrir por qué hablan tan bien del Château Beychevelle del treinta y tres.
Mientras comía un filete muy hecho, el capitán Hallet probó por primera vez el Beychevelle, mientras Armstrong descubría todo lo que necesitaba saber sobre catar un vino, y se enteraba de que las acciones de Lauber pasarían automáticamente a manos de la señora Lauber, como su pariente más cercano, en el caso de que no hubiera dejado testamento.
– Pero ¿y si ella también hubiera muerto? -preguntó Armstrong un rato después, mientras el camarero descorchaba una segunda botella.
– Si ella ha muerto, o no se la puede localizar… -Hallet tomó un sorbo de la copa recién llena, y la sonrisa regresó a sus labios-, entonces el propietario original tendría que esperar cinco años. Una vez transcurrido ese tiempo, probablemente podría plantear con éxito una demanda para recuperar sus acciones.
Como Armstrong no podía tomar notas, se vio obligado a repetir preguntas para estar bien seguro de que podía confiar a la memoria toda la información importante. Eso no pareció preocuparle a Hallet que, según sospechaba Armstrong, sabía exactamente cuáles eran sus propósitos, aunque no parecía muy dispuesto a hacer muchas preguntas mientras alguien continuara llenándole la copa. Una vez que Armstrong estuvo seguro de haber comprendido perfectamente la situación legal, presentó una excusa, diciéndole que había prometido a su esposa no llegar tarde a casa, y dejó al abogado para que disfrutara de una botella medio llena.
Tras abandonar el comedor, Armstrong no regresó a casa. No sentía el menor deseo de pasarse otra velada explicándole a Charlotte por qué tardaban tanto en llegar sus documentos de desmovilización, cuando varios de sus amigos ya lo habían conseguido. En lugar de eso le ordenó a un Benson de aspecto cansado que le condujera al sector estadounidense.
Lo primero que hizo allí fue visitar a Max Sackville, con quien pasó un par de horas jugando al póquer. Armstrong perdió unos pocos dólares, pero obtuvo una valiosa información sobre los movimientos de tropas estadounidenses que estaba convencido de que al coronel Oakshott le encantaría escuchar.
Dejó a Max poco después de haber perdido lo suficiente como para asegurarse de ser invitado de nuevo, cruzó la calle al salir y se dirigió hacia un callejón, donde entró en su bar favorito cuando estaba en el sector estadounidense. Allí se unió a un grupo de oficiales que celebraban su inminente regreso a Estados Unidos. Después de haber tomado unos pocos whiskies, salió del bar, una vez aumentada su reserva de información. No obstante, lo habría cambiado todo por poder echar un vistazo al testamento de Lauber. No se dio cuenta de un hombre de aspecto perfectamente sobrio, vestido con ropas civiles, que se levantó y lo siguió hasta la calle.
Regresaba ya hacia su jeep cuando una voz tras él dijo:
– Lubji.
Armstrong se detuvo en seco, y se sintió ligeramente mareado. Se giró en redondo para mirar a un hombre que debía de tener aproximadamente su misma edad, aunque era bastante más bajo y robusto que él. Vestía un sencillo traje gris, con camisa blanca y corbata azul oscuro. En la calle débilmente iluminada, Armstrong no pudo distinguir sus facciones.
– Tiene que ser usted un checo -dijo Armstrong con voz serena.
– No, Lubji, no lo soy.
– Entonces, debe de ser un condenado alemán -dijo Armstrong con los puños apretados, al tiempo que avanzaba un paso hacia él.
– Vuelve a equivocarse -dijo el hombre sin moverse un milímetro.
– Entonces, ¿quién diablos es usted?
– Digamos que un amigo.
– Ni siquiera le conozco -dijo Armstrong-. ¿Qué le parece si deja de jugar al gato y al ratón y me dice qué desea?
– Sólo ayudarle -dijo el hombre con tranquilidad.
– ¿Y cómo se propone hacer eso? -gruñó Armstrong.
El hombre sonrió.
– Produciendo el testamento que tan decididamente anda buscando.
– ¿El testamento? -preguntó Armstrong, nervioso.
– Ah, ya veo que he tocado lo que los británicos suelen llamar «un nervio vivo». -Armstrong miró fijamente al hombre, que se metió la mano en un bolsillo y extrajo una tarjeta-. ¿Por qué no me hace una visita la próxima vez que pase por el sector ruso? -le dijo, tendiéndole la tarjeta.
En la semipenumbra, Armstrong pudo leer el nombre impreso en la tarjeta. Al levantar la mirada, el hombre había desaparecido, tragado por la oscuridad de la noche.
Avanzó unos pocos pasos hasta situarse bajo una farola de gas y volvió a mirar la tarjeta.
Mayor S. Tulpanov
Agregado diplomático
Leninplatz, sector ruso
A la mañana siguiente, al entrevistarse con el coronel Oakshott, le informó de todo lo ocurrido en el sector estadounidense la noche anterior, y le entregó la tarjeta del mayor Tulpanov. Lo único que no mencionó fue que Tulpanov se dirigió a él llamándolo Lubji. Oakshott tomó unas notas en el bloc que tenía ante él.
– No le comente esto a nadie hasta que no haya hecho un par de averiguaciones -le dijo.
Poco después de regresar a la oficina, Armstrong se sorprendió al recibir una llamada telefónica. El coronel deseaba que regresara inmediatamente a su cuartel general. Benson lo condujo rápidamente de regreso, a través del sector británico. Al entrar por segunda vez aquella mañana en el despacho del coronel Oakshott, encontró a su comandante flanqueado por dos hombres a los que no había visto nunca, vestidos con ropas civiles. Se presentaron como el capitán Woodhouse y el mayor Forsdyke.
– Parece que se ha encontrado usted con el premio gordo, Dick -dijo Oakshott, antes de que Armstrong se sentara-. Por lo visto, nuestro mayor Tulpanov pertenece a la KGB. Creemos que es su número tres en el sector ruso. Se le considera como una estrella en ascenso. Estos dos caballeros pertenecen al servicio de seguridad. Les complacería que aceptara usted la sugerencia de Tulpanov de hacerle una visita, y les informara de todo lo que pudiera descubrir, absolutamente de todo, hasta de la marca de cigarrillos que fuma.
– Podría ir a verlo esta misma tarde -sugirió Armstrong.
– No -dijo Forsdyke con firmeza-. Eso sería demasiado evidente. Preferiríamos que esperara una semana o dos y aparentara que sólo se trata de una visita rutinaria. Si fuera a verlo demasiado rápidamente, seguro que se mostraría receloso. Su trabajo le obliga a ser receloso, claro, pero ¿por qué facilitarle las cosas? Preséntese usted en mi oficina en Franklinstrasse, y me ocuparé de que sea totalmente informado.
Armstrong pasó los diez días siguientes dejando que el servicio de seguridad le hiciera pasar por procedimientos rutinarios. Pronto comprendió que no lo consideraban como un recluta natural. Al fin y al cabo, sus conocimientos de Inglaterra se limitaban a un campamento de tránsito en Liverpool, un período como soldado raso en el Cuerpo de Zapadores, su graduación como soldado del Regimiento North Staffordshire, y un viaje nocturno hasta Portsmouth, antes de ser embarcado con destino a Francia. La mayoría de los oficiales que le informaron habrían considerado Eton, el Trinity y los Guards como una calificación más natural para la carrera que habían elegido.
– Dios no parece haberse puesto de nuestro lado con éste -comentó Forsdyke con un suspiro durante el almuerzo con un colega.
Ni siquiera habían considerado la posibilidad de invitar a Armstrong a unirse a ellos.
A pesar de todos estos recelos, el capitán Armstrong visitó diez días más tarde el sector ruso, con el pretexto de intentar encontrar unas piezas de repuesto para las máquinas de imprimir del Telegraf. Una vez que hubo confirmado que su contacto no tenía el equipo que necesitaba, como él ya sabía muy bien, se dirigió rápidamente a la Leninplatz y empezó a buscar la oficina de Tulpanov.
La entrada al vasto edificio gris, a través de un arco situado en el lado norte de la plaza, no era nada impresionante, y la secretaria sentada a solas en el sucio despacho exterior del tercer piso no le produjo a Armstrong la sensación de que su jefe fuera precisamente una «estrella en ascenso». La mujer comprobó su tarjeta, y no le pareció nada extraño que un capitán del ejército británico acudiera allí sin cita previa. Condujo a Armstrong en silencio por un largo pasillo gris, con las paredes desconchadas cubiertas con fotos y cuadros de Marx, Engels, Lenin y Stalin, y se detuvo ante una puerta en la que no aparecía ningún nombre. Llamó, abrió la puerta y se apartó a un lado para dejar entrar a Armstrong en el despacho de Tulpanov.
Armstrong se sorprendió al entrar en una estancia lujosamente amueblada, llena de exquisitos cuadros y muebles antiguos. En cierta ocasión había tenido que acudir a informar directamente al general Templer, el gobernador militar del sector británico, y su despacho era mucho menos impresionante.
El mayor Tulpanov se levantó desde detrás de la mesa, y cruzó la habitación alfombrada para salir a recibir a su invitado. Armstrong no pudo evitar darse cuenta de que el uniforme del mayor, hecho a medida, era mucho mejor que el suyo.
– Bienvenido a mi humilde morada, capitán Armstrong -dijo el oficial ruso-. ¿No es ésa la expresión correcta en inglés? -No hizo el menor intento por ocultar una sonrisa burlona-. Ha llegado usted en un momento perfecto. ¿Le importaría acompañarme a almorzar?
– Gracias -contestó Armstrong en ruso.
Tulpanov no mostró ninguna sorpresa ante el cambio de idioma y condujo a su invitado a través de una segunda estancia, donde ya había una mesa preparada para dos. Armstrong no pudo dejar de preguntarse si acaso el mayor no esperaba su visita.
Una vez sentado frente a Tulpanov apareció un camarero que trajo dos platos de caviar, seguido por otro con una botella de vodka. Si con eso pretendía conseguir que se sintiera a gusto, no lo consiguió.
El mayor levantó su rebosante copa y brindó.
– Por nuestra futura prosperidad.
– Por nuestra futura prosperidad -repitió Armstrong.
En ese momento entró en la estancia la secretaria del mayor, que dejó un grueso sobre marrón en la mesa, al lado de Tulpanov.
– Y cuando digo «nuestra», quiero decir «nuestra» -dijo el mayor.
Dejó la copa sobre la mesa e ignoró el sobre. Armstrong también dejó su copa sobre la mesa, pero no dijo nada. Una de las instrucciones que le habían dado en las sesiones de información del servicio de seguridad era que no hiciese el menor intento por conducir la conversación.
– Y ahora, Lubji -dijo Tulpanov-, no le haré perder el tiempo mintiéndole acerca de mi posición en el sector ruso, sobre todo después de que se haya pasado los diez últimos días siendo exactamente informado acerca de por qué me encuentro estacionado en Berlín y qué papel juego en esta nueva «guerra fría». ¿No es así como lo describen ustedes? A estas alturas, sospecho que sabe usted de mí más que mi propia secretaria.
Sonrió y se llevó a la boca una cuchara llena de caviar. Armstrong jugueteó incómodamente con su tenedor, pero no intentó comer nada.
– Pero la verdad, Lubji…, ¿o prefiere que le llame John? ¿O Dick? La verdad es que yo sí sé sobre usted mucho más que su secretaria, su esposa y su madre juntas.
Armstrong seguía sin decir nada. Colocó el tenedor sobre la mesa y dejó el caviar delante de él, sin tocarlo.
– Como puede ver, Lubji, usted y yo somos de la misma clase, y ésa es precisamente la razón por la que estoy seguro de que podemos prestarnos una gran ayuda mutua.
– No estoy seguro de comprenderle -dijo Armstrong, que le miró directamente.
– Veamos. Puedo informarle, por ejemplo, acerca de dónde encontrar exactamente a la señora Klaus Lauber, y decirle que ella ni siquiera sabe que su marido era el propietario del Der Telegraf.
Armstrong tomó un pequeño sorbo de vodka. Le alivió el hecho de comprobar que la mano no le temblaba lo más mínimo, a pesar de que los latidos de su corazón se habían acelerado mucho.
Tulpanov tomó entonces el sobre marrón dejado a su lado, lo abrió y extrajo un documento, que deslizó hacia él, a través de la mesa.
– Y tampoco hay razón alguna para hacérselo saber a ella, siempre y cuando lleguemos a un acuerdo.
Armstrong abrió el documento, de pesado papel pergamino, y leyó el primer párrafo del testamento del mayor Klaus Otto Lauber, mientras Tulpanov permitía que el camarero le sirviera un segundo plato de caviar.
– Pero aquí dice… -dijo Armstrong al llegar a la tercera página.
La sonrisa reapareció en el rostro de Tulpanov.
– Ah, ya veo que ha llegado al párrafo en el que se confirma que se dejan todas las acciones del Telegraf a Arno Schultz.
Armstrong levantó la cabeza y miró fijamente al mayor, pero no dijo nada.
– Eso, naturalmente, sólo tiene importancia mientras exista este testamento -dijo Tulpanov-. Sin embargo, si este documento no viera nunca la luz del día, las acciones pasarían automáticamente a manos de la señora Lauber, en cuyo caso no veo razón alguna para que…
– ¿Qué espera de mí a cambio? -preguntó Armstrong muy directamente.
El mayor no contestó en seguida, como si se pensara la respuesta.
– Oh, quizá sólo un poco de información de vez en cuando. Al fin y al cabo, Lubji, si yo hiciera posible que usted fuera el propietario de su primer periódico antes de cumplir los veinticinco años, seguramente podría decirse que tendría cierto derecho a recibir algo a cambio.
– No acabo de comprenderle -dijo Armstrong.
– Creo que lo comprende perfectamente bien -dijo Tulpanov con una sonrisa-, pero permítame decírselo con palabras más claras.
Armstrong tomó el tenedor y probó por primera vez el sabor del caviar, mientras el mayor seguía hablando.
– Empecemos por reconocer, querido Lubji, el sencillo hecho de que ni siquiera es usted ciudadano británico. Se encuentra aquí por casualidad. Y aunque le hayan recibido con los brazos abiertos en su ejército… -hizo una pausa para tomar un sorbo de vodka-, estoy seguro de que ya se habrá dado cuenta de que eso no significa ser bien recibido en el fondo de sus corazones. En consecuencia, ha llegado el momento en el que tiene que decidir con qué equipo quiere jugar.
Armstrong tomó un segundo bocado de caviar. Le gustó.
– Creo que la pertenencia a nuestro equipo no le resultará muy exigente, según podrá descubrir usted mismo, y estoy seguro de que, de vez en cuando, podremos ayudarnos el uno al otro a avanzar en lo que los británicos siguen insistiendo en llamar «el gran juego».
Armstrong acabó con lo último que quedaba del caviar y confió en que se le ofreciera más.
– ¿Por qué no se lo piensa, Lubji? -preguntó Tulpanov.
Se inclinó sobre la mesa, recuperó el testamento y lo guardó de nuevo en el sobre. Armstrong no dijo nada, y se limitó a mirar su plato vacío.
– Mientras tanto -añadió el mayor de la KGB-, permítame darle una pequeña información que puede comunicar a sus amigos del servicio de seguridad.
Sacó una hoja de papel del bolsillo interior y se la colocó delante, sobre la mesa. Armstrong leyó su contenido, y se sintió complacido al descubrir que todavía era capaz de pensar en ruso.
– Para ser justos, Lubji, debe saber que su gente ya está en posesión de este documento, pero se sentirán muy complacidos de ver confirmado su contenido. Como puede comprobar, lo único que todos los operativos del servicio secreto tienen en común es su gran afición por el papeleo. Es así como demuestran que su trabajo es necesario.
– ¿Cómo podría haber descubierto yo esto? -preguntó Armstrong, que sostuvo en alto la hoja de papel.
– Ah, me temo que precisamente hoy tengo una secretaria temporal que abandona continuamente su puesto ante su mesa.
Dick sonrió, dobló la hoja de papel y se la guardó en el bolsillo interior del uniforme.
– Y a propósito, Lubji, esos tipos de su servicio de seguridad no son tan estúpidos como pueda parecer. Siga mi consejo y lleve cuidado con ellos. Si decide unirse al juego, al final se verá obligado a ser desleal a una parte o a la otra, y si llegan a descubrir que los traiciona, se ocuparán de usted sin el menor remordimiento.
Ahora, hasta el propio Armstrong pudo escuchar los latidos de su corazón.
– Como ya le he explicado -siguió diciendo el mayor-, no es necesario que tome usted una decisión inmediata. -Tabaleó con los dedos encima del sobre marrón-. Puedo esperar fácilmente unos pocos días más antes de informar al señor Schultz de su buena fortuna.
– Tengo buenas noticias para usted, Dick -le dijo el coronel Oakshott a la mañana siguiente, cuando se presentó en el cuartel general-. Sus documentos de desmovilización han sido finalmente procesados, y no veo razón alguna por la que no pueda estar de regreso en Inglaterra en menos de un mes.
Al coronel le sorprendió que la reacción de Armstrong fuera tan apagada, pero imaginó que debía de estar pensando en otras cosas.
– Aunque a Forsdyke no le agradará saber que nos deja tan pronto, después de su triunfo con el mayor Tulpanov.
– Quizá no debiera regresar tan precipitadamente -apuntó Armstrong-, sobre todo ahora que tengo la posibilidad de establecer una relación con la KGB.
– Eso es condenadamente patriótico por su parte, compañero -dijo el coronel-. ¿Quiere que dejemos las cosas como están y no acelere nada hasta que usted me guiñe el ojo?
El inglés de Armstrong ya era casi tan fluido como el de la mayoría de los oficiales del ejército británico, a pesar de lo cual Oakshott siempre se las arreglaba para añadir de vez en cuando alguna que otra expresión que enriquecía su vocabulario.
Charlotte continuaba presionándole, ansiosa por saber cuándo podrían abandonar Berlín, y aquella noche le explicó por qué era tan repentinamente importante. Al enterarse de la noticia, Dick se dio cuenta de que no podría retrasar su partida por mucho más tiempo. Aquella noche no salió y se quedó en la cocina con Charlotte, hablándole de sus planes una vez que hubieran creado un hogar en Inglaterra.
A la mañana siguiente encontró una excusa para visitar el sector ruso y, siguiendo una prolongada sesión informativa con Forsdyke, llegó ante la oficina de Tulpanov pocos minutos antes del almuerzo.
– ¿Qué tal está usted, Lubji? -preguntó el agente de la KGB levantándose de la mesa. Armstrong le dirigió un breve gesto de cortesía con la cabeza-. Y, lo que es más importante, amigo mío, ¿ha tomado ya una decisión acerca del lado desde el que quiere iniciar el bateo? -Armstrong le miró extrañado-. Ah -añadió Tulpanov-, para apreciar el inglés se tienen que comprender primero las reglas del críquet, que no puede comenzar hasta después de haber arrojado una moneda al aire. ¿Se imagina algo más estúpido que darle al otro una oportunidad? Pero lo que yo me pregunto, Lubji, es si usted ya ha arrojado su moneda al aire. Y si es así, ¿ha decidido batear o bolear?
– Quiero reunirme con la señora Lauber antes de tomar una decisión -dijo Dick.
El mayor se dedicó a pasear por la habitación, con los labios apretados, como si reflexionara muy seriamente sobre la petición de Armstrong.
– Hay un viejo dicho inglés, Lubji. Donde hay una voluntad… -Armstrong le miró, extrañado-. Otra cosa que debe comprender usted sobre los ingleses es que sus juegos de palabras son terribles, sobre todo cuando emplean palabras de doble significado, como «voluntad» o «testamento». Sin embargo, y a pesar de todo su sentido de lo que ellos llaman juego limpio, son mortales cuando se trata de defender su posición. Bien, si desea visitar a la señora Lauber, tendremos que viajar a Dresde.
– ¿A Dresde?
– En efecto. La señora Lauber se encuentra instalada con toda seguridad en lo más profundo de la zona rusa. Eso no puede ser más que una ventaja adicional para usted. Pero creo que no deberíamos visitarla hasta por lo menos dentro de unos días.
– ¿Por qué no? -preguntó Armstrong.
– Ah, todavía tiene que aprender mucho sobre los ingleses, amigo Lubji. No imagine en ningún momento que el hecho de dominar su idioma supone conocer también cómo funciona su mentalidad. A los ingleses les encanta la rutina. Si regresara usted mañana, empezarían a sentirse recelosos. En cambio, si regresa en cualquier momento de la semana que viene, no se detendrán a pensarlo dos veces.
– ¿Qué les tengo que decir entonces cuando les informe?
– Les dice que me mostré cauteloso, y que usted sigue «tanteando el terreno» -Tulpanov sonrió de nuevo-. Pero puede decirles que le he preguntado por un hombre llamado Arbuthnot, Piers Arbuthnot, y que si es cierto que está a punto de ocupar un puesto en Berlín. Usted me contestó que nunca había oído hablar de él, pero que trataría de averiguarlo.
Aquella tarde, Armstrong regresó al sector británico e informó a Forsdyke de la mayor parte del contenido de la conversación. Esperaba que le dijera quién era Arbuthnot y cuándo llegaría a Berlín, pero Forsdyke se limitó a comentar:
– Sólo trata de ponerle a prueba. Sabe exactamente quién es Arbuthnot y cuándo asumirá su puesto. ¿Con qué rapidez puede encontrar una excusa para visitar de nuevo el sector ruso?
– El próximo miércoles o jueves tengo mi reunión mensual habitual con los rusos para negociar los suministros de papel.
– Está bien, si tiene la oportunidad de ir a ver a Tulpanov, dígale que no me ha podido sacar ninguna información sobre Arbuthnot.
– ¿No hará eso que se muestre receloso?
– No, recelaría mucho más si le dijera usted cualquier cosa sobre ese hombre en concreto.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, Charlotte y Dick tuvieron otra discusión acerca de para cuándo esperaba él el regreso a Gran Bretaña.
– ¿Cuántas nuevas excusas se te van a ocurrir para retrasar la cuestión? -preguntó ella.
Dick no hizo ningún intento por contestarle. Sin dirigirle una mirada, tomó su bastón de mando, cogió la gorra y abandonó rápidamente el piso.
El soldado Benson lo condujo directamente a la oficina y, una vez en su despacho, llamó inmediatamente a Sally con el timbre. Ella acudió con un montón de correspondencia para firmar y le saludó con una sonrisa. Al marcharse, una hora más tarde, la expresión de su rostro era de agotamiento. Advirtió a todos que procuraran evitar al capitán durante el resto del día, porque estaba de muy mal humor. Su estado de ánimo no había mejorado para el miércoles y el jueves todos los miembros del equipo se sintieron aliviados al saber que pasaría fuera de la oficina la mayor parte del día.
Benson lo llevó al sector ruso pocos minutos antes de las diez. Armstrong bajó del jeep. Llevaba su maletín Gladstone, y le dijo a su chófer que regresara al sector británico. Cruzó bajo el gran arco de la Leninplatz que conducía a la oficina de Tulpanov, y le sorprendió descubrir que la secretaria del mayor ya le esperaba en el patio exterior.
Sin decirle una palabra le condujo a través del patio empedrado hacia un gran Mercedes negro. Le abrió la portezuela y él se acomodó en el asiento de atrás, junto a Tulpanov. El motor ya estaba en marcha y, sin necesidad de esperar instrucciones, el chófer salió a la plaza y empezó a seguir los carteles indicadores que conducían a la autobahn.
El mayor no mostró ninguna sorpresa cuando Armstrong le informó de la conversación mantenida con Forsdyke, para añadir que no había conseguido obtener ninguna información sobre Arbuthnot.
– Todavía no confían en usted, Lubji -dijo Tulpanov-. Como puede ver, no es uno de ellos. Quizá nunca llegue a serlo.
Armstrong hizo un mohín y se volvió a mirar por la ventanilla.
Una vez que llegaron a las afueras de Berlín tomaron hacia el sur, en dirección a Dresde. Al cabo de unos minutos, Tulpanov se inclinó y le entregó a Armstrong una pequeña y estropeada maleta grabada con las iniciales «K. L.»
– ¿Qué es esto? -preguntó.
– Todas las posesiones terrenales del bueno del mayor -contestó Tulpanov-. O, por lo menos, todas aquellas que su viuda puede heredar.
Luego le entregó un grueso sobre marrón.
– ¿Y esto? ¿Más posesiones terrenales?
– No. Son los 40.000 marcos que Lauber le pagó a Schultz por sus acciones del Telegraf. Mire, cuando se trata de los británicos, procuro atenerme siempre a las reglas. «Ánimo, ánimo, pero participa en el juego.» -Tras una pausa, Tulpanov añadió-: Estoy convencido de que tiene usted en su poder el único otro documento necesario.
Armstrong asintió con un gesto y guardó el grueso sobre en el maletín Gladstone. Volvió a mirar por la ventanilla y contempló el paisaje, horrorizado al comprobar los pocos trabajos de reconstrucción que se habían llevado a cabo desde que acabara la guerra. Trató de concentrar sus pensamientos en cómo actuar con la señora Lauber, y no volvió a decir nada hasta que llegaron a las afueras de Dresde.
– ¿Sabe el chófer adónde vamos? -preguntó Armstrong al pasar ante una señal de limitación de velocidad a 40 kilómetros por hora.
– Oh, sí -contestó Tulpanov-. No es usted la primera persona que ha llevado a visitar a esta vieja dama. El chófer tiene «el conocimiento». -Armstrong se volvió a mirarlo, extrañado-. Cuando se instale en Londres, amigo Lubji, alguien se ocupará de explicarle eso.
Minutos más tarde se detuvieron frente a un monótono bloque de pisos de cemento, en el centro de un parque que ofrecía la impresión de haber sido bombardeado el día anterior.
– Es el número sesenta y tres -le explicó Tulpanov-. Me temo que no hay ascensor, así que tendrá que subir unos cuantos escalones mi querido Lubji. Pero eso es algo que sabe usted hacer muy bien.
Armstrong bajó del coche con su maletín Gladstone y la destartalada maleta del mayor. Echó a andar por un sendero cubierto de hierbajos y llegó ante la entrada del edificio de diez pisos, anterior a la guerra. Empezó a subir la escalera de cemento, contento de que la señora Lauber no viviera en el último piso. Al llegar al sexto, giró por un pasillo estrecho que daba al exterior, hasta llegar a una puerta con el número «63» pintado en rojo en la pared.
Golpeó ligeramente con el bastón de mando sobre el cristal, y la puerta fue abierta momentos más tarde por una anciana que no mostró ninguna sorpresa al encontrarse con un oficial británico ante su puerta. Le condujo por un pasillo estrecho, sin iluminar, hasta una habitación pequeña y fría, que daba frente a otro bloque idéntico de diez pisos. Armstrong se sentó frente a ella, junto a una estufa eléctrica de dos barras, de las que sólo una estaba encendida.
Se estremeció al ver a la anciana que se hundía en su silla y se arrebujaba en un chal deshilachado que llevaba sobre los hombros.
– Visité a su esposo en Gales antes de que muriera -empezó a decir-. Me pidió que le entregara esto.
Le pasó la maleta destartalada. La señora Lauber le dio las gracias en alemán y luego abrió la maleta. Armstrong la observó retirar una fotografía enmarcada de su esposo y de ella misma el día de su boda, seguida por la foto de un hombre joven que imaginó debía de ser su hijo. A juzgar por la expresión triste de su rostro, Armstrong tuvo la impresión de que el joven debía de haber perdido la vida durante la guerra. Siguieron algunos objetos diversos, entre ellos un libro de poesías de Rainer Maria Rilke y un viejo juego de ajedrez hecho de madera. Finalmente, sacó las tres medallas de su esposo. Levantó la mirada y preguntó, esperanzada:
– ¿Le dejó algún mensaje para mí?
– Sólo me dijo que la echaba mucho de menos. Y pidió que le entregara el juego de ajedrez a Arno.
– Arno Schultz -dijo ella-. Dudo mucho que esté todavía con vida. -Hizo una pausa, antes de explicar-: El pobre hombre era judío. Perdimos el contacto con él durante la guerra.
– En ese caso, asumiré como responsabilidad propia el tratar de descubrir si sobrevivió -dijo Armstrong.
Se inclinó hacia adelante y tomó una mano de la anciana.
– Es usted muy amable -dijo ella, aferrándose a él con sus huesudos dedos. Transcurrió algún tiempo antes de que le soltara la mano. Luego, tomó el juego de ajedrez y se lo entregó-. Espero que todavía esté con vida. Arno fue un buen hombre. -Armstrong asintió con un gesto-. ¿Le dejó mi esposo algún otro mensaje para mí?
– Sí, me dijo que su último deseo era que le devolviera a Arno sus acciones.
– ¿A qué acciones se refería? -preguntó ella, que pareció angustiada por primera vez-. Ellos no dijeron nada de acciones cuando vinieron a visitarme.
– Parece ser que Arno le vendió al señor Lauber las acciones de una empresa editora, poco después de que Hitler llegara al poder. Su esposo le prometió devolvérselas en cuanto hubiera terminado la guerra.
– En ese caso, me sentiría feliz de poder hacerlo -dijo la anciana, que volvió a estremecerse-. Pero, desgraciadamente, no poseo ningunas acciones. Quizá Klaus dejó un testamento…
– Desgraciadamente no, señora Lauber -le dijo Armstrong-. O, si lo hizo, no hemos podido encontrarlo.
– Eso parece impropio de Klaus -comentó la anciana-. Siempre fue muy meticuloso. Pero quizá haya desaparecido en alguna parte, en la zona rusa. No se puede confiar en los rusos, ¿sabe? -susurró en voz baja.
Armstrong asintió con un gesto.
– De todos modos, eso no representa un problema -dijo, tomándole la mano de nuevo-. Tengo un documento por el que se me otorga la autoridad para asegurarme de que Arno Schultz reciba las acciones a las que tiene derecho, siempre y cuando esté vivo y podamos encontrarlo.
La señora Lauber le sonrió.
– Gracias. Es un gran alivio saber que el asunto queda en manos de un oficial británico.
Armstrong abrió su maletín y sacó el contrato. Lo dobló directamente por la última de las cuatro páginas e indicó dos cruces marcadas a lápiz. Luego, le entregó una pluma a la señora Lauber. La mujer estampó su temblorosa firma entre las cruces, sin hacer ningún intento por leer una sola cláusula o párrafo del contrato. En cuanto la tinta se hubo secado, Armstrong volvió a guardar el documento en su maletín Gladstone, y lo cerró con un chasquido. Después, le sonrió a la señora Lauber.
– Ahora tengo que regresar a Berlín -le dijo, y se levantó de la silla-. Haré todos los esfuerzos posibles por localizar a Herr Schultz.
– Gracias -volvió a decir la señora Lauber. Se levantó lentamente y lo acompañó por el pasillo hasta la puerta del piso-. Adiós -le dijo una vez que él salió al rellano exterior-. Ha sido muy amable por su parte al hacer un viaje tan largo por mí.
La mujer sonrió débilmente y cerró la puerta sin añadir nada más.
– ¿Y bien? -preguntó Tulpanov en cuanto Armstrong se acomodó a su lado, en el asiento trasero del coche.
– Firmó el contrato.
– Estaba convencido de que lo haría -asintió Tulpanov.
El coche trazó un círculo e inició el viaje de regreso a Berlín.
– ¿Qué sucederá ahora? -preguntó Armstrong.
– Ahora ha lanzado usted la moneda al aire -contestó el mayor del KGB-. Ha ganado en el lanzamiento y ha decidido batear. Aunque debo decir que lo que acaba de hacerle a la señora Lauber difícilmente podría describirse como críquet. -Armstrong le miró enigmáticamente-. Hasta yo estaba convencido de que le entregaría los 40.000 marcos -añadió Tulpanov-. Pero no me cabe la menor duda de que tiene la intención de entregarle a Arno… -hizo una breve pausa, antes de añadir-: el juego de ajedrez.
A la mañana siguiente, el capitán Richard Armstrong registró su propiedad sobre el Der Telegraf ante la Comisión de Control Británica. Aunque uno de los funcionarios enarcó una ceja ante el documento, y otro le hizo esperar durante más de una hora, el empleado selló finalmente el documento por el que se autorizaba la transacción y en el que se confirmaba que el capitán Armstrong era ahora el único propietario del periódico.
Charlotte trató de ocultar sus verdaderos sentimientos cuando su marido le informó del «golpe». Estaba segura de que eso sólo podía significar que su partida hacia Inglaterra se vería retrasada de nuevo. Pero se sintió más aliviada cuando Dick estuvo de acuerdo en que regresara a Lyon, para que estuviera en compañía de sus padres cuando naciera el primogénito, ya que estaba decidido a que cualquier hijo suyo iniciara su vida como ciudadano francés.
Arno Schultz se sintió sorprendido ante el repentino y renovado compromiso de Armstrong con el Telegraf. Empezó por presentar contribuciones en la conferencia editorial de las mañanas, y hasta adquirió la costumbre de acompañar a las camionetas de reparto que recorrían la ciudad a la medianoche. Arno imagino que el nuevo entusiasmo de su jefe debía de estar directamente relacionado con la ausencia de Charlotte, que se había marchado a Lyon.
Pocas semanas más tarde ya vendían, por primera vez, 300.000 ejemplares diarios, y Arno aceptó el hecho de que el alumno se había convertido en el maestro.
Un mes más tarde, el capitán Armstrong se tomó diez días de permiso con el propósito de estar en Lyon para el nacimiento de su primer hijo. Quedó encantado cuando Charlotte le dio un niño, al que impusieron el nombre de David. Sentado en la cama, con el niño entre sus brazos, le prometió a Charlotte que no pasaría mucho tiempo más antes de que regresaran a Inglaterra, donde los tres podrían iniciar una nueva vida.
Regresó a Berlín una semana más tarde, y resolvió comunicarle al coronel Oakshott que había llegado el momento de darse de baja en el ejército y volver a Inglaterra.
Y lo habría hecho así si Arno Schultz no hubiera organizado una fiesta para celebrar su sexagésimo cumpleaños.
Townsend la vio por primera vez durante un vuelo a Sydney. Él leía el Gazette. El artículo de la primera página debía haber sido relegado a la tercera, y el titular era débil. El Gazette disfrutaba ahora del monopolio periodístico en Adelaida, pero el periódico estaba siendo cada vez más flojo. Debería haber apartado del puesto de director a Frank Bailey inmediatamente después de la fusión, pero antes tuvo que contentarse con librarse de sir Colin. Frunció el ceño.
– ¿Quiere que le vuelva a llenar la taza de café, señor Townsend? -preguntó ella.
Townsend levantó la mirada y observó a una joven delgada que sostenía una cafetera en la mano y le sonreía. Debía de tener unos veinticinco años, con un ensortijado cabello rubio y unos ojos azules que le hicieron desear seguir mirándolos.
– Sí -contestó, a pesar de que no quería más café.
Ella le dirigió una sonrisa. Era la sonrisa propia de una azafata, invariable, tanto si se trataba de un pasajero grueso como delgado, pobre como rico.
Townsend dejó el Gazette a un lado y trató de concentrar sus pensamientos en la reunión a la que se disponía a asistir. Recientemente había comprado, con un coste de medio millón de libras, un pequeño grupo impresor especializado en periódicos de bajo precio que se distribuían por los barrios occidentales de Sydney. El negocio le permitió poner un pie en la ciudad más grande de Australia.
Fue durante la cena anual del gremio de editores, en el Hotel Cook, una vez terminados todos los discursos, cuando un hombre que aparentaba unos veintisiete o veintiocho años, de algo más de un metro setenta de estatura, mandíbula cuadrada, brillante cabello rojizo, y los hombros de un profesional lanzado, se acercó a su mesa y le susurró al oído: -Le veré en el lavabo de caballeros.
Por un momento, Townsend no supo si echarse a reír o limitarse a ignorar al hombre. Pero la curiosidad pudo con él y pocos minutos más tarde se levantó de la mesa y se dirigió por entre las demás mesas hacia el lavabo de caballeros. El pelirrojo se lavaba las manos en el lavabo de la esquina. Townsend se le acercó, se situó en el lavabo de al lado y abrió el grifo.
– ¿En qué hotel se aloja? -preguntó el hombre.
– En el Town House -contestó Townsend.
– ¿Y cuál es su número de habitación?
– No tengo ni la menor idea.
– Ya lo descubriré. Acudiré a su habitación hacia la medianoche. Es decir, si le interesa echarle mano al Sydney Chronicle.
Tras decirle esto, el pelirrojo cerró el grifo, se secó las manos y se marchó.
Townsend se enteró a primeras horas de la madrugada que el hombre que le había abordado durante la cena era Bruce Kelly, el subdirector del Chronicle. No perdió el tiempo en decirle a Townsend que sir Somerset Kenwright consideraba la idea de vender el periódico, ya que tenía la impresión de que no encajaba con el resto de su grupo de empresas.
– ¿Le ocurre algo a su café, señor? -preguntó ella.
Townsend se volvió a mirarla, para luego observar su taza de café, que no había tocado.
– No, está bien, gracias. Sólo estoy un poco preocupado.
Ella le dirigió aquella misma sonrisa, le retiró la taza de café y continuó hacia los asientos de atrás. Una vez más, Townsend hizo un esfuerzo por concentrarse.
Al discutir por primera vez la idea con su madre, ella le dijo que la ambición de toda la vida de su padre había sido la de poseer el Chronicle, aunque sus propios sentimientos al respecto eran un tanto ambiguos. La razón por la que él viajaba ahora a Sydney por tercera vez en otras tantas semanas era para asistir a otra reunión con la alta dirección de sir Somerset, y poder revisar las condiciones de un posible acuerdo. Y uno de aquellos directores todavía le debía un favor.
Durante los últimos meses, los abogados de Townsend habían trabajado en tándem con los de sir Somerset, y ambas partes tenían ahora la sensación de hallarse por fin cerca de llegar a un acuerdo.
– El viejo está convencido de que es usted el menor de dos posibles males -le había advertido Kelly-. Tiene que afrontar el hecho de que su hijo no está a la altura del trabajo, pero no quiere que el periódico caiga en manos de Wally Hacker, que nunca le ha gustado y en quien, desde luego, nunca ha confiado. No está muy seguro con respecto a usted, aunque guarda buenos recuerdos de su padre.
Desde que Kelly le ofreciera aquella valiosa información, Townsend había procurado mencionar a su padre cada vez que se reunía con sir Somerset.
Cuando el avión se detuvo ante la terminal del aeropuerto Kingsford-Smith, Townsend se desabrochó el cinturón de seguridad, tomó el maletín y empezó a moverse hacia la salida de proa.
– Que tenga usted un buen día, señor Townsend -le dijo ella-. Espero que vuelva a volar con Austair.
– Lo haré -le prometió-. De hecho, regreso esta misma noche.
Sólo la impaciente fila de pasajeros que se apretujaban en dirección hacia la salida le impidió preguntarle si ella estaría también de servicio en ese vuelo.
Después de que el taxi se detuviera en Pitt Street, Townsend comprobó su reloj y vio que aún le sobraban unos minutos. Pagó la carrera y cruzó entre el tráfico hasta el otro lado de la calle. Al llegar a la acera de enfrente se volvió en redondo y observó el edificio que era la sede del periódico de mayor venta en Australia. Sólo habría deseado que su padre viviera para verle cerrar este gran acuerdo.
Volvió a cruzar la calle, entró en el edificio y esperó en el vestíbulo de recepción, hasta que una mujer de mediana edad y bien vestida salió de uno de los ascensores, se dirigió directamente hacia él y le dijo:
– Sir Somerset le espera, señor Townsend.
Al entrar en el vasto despacho desde el que se dominaba el puerto, Townsend fue saludado por un hombre al que había considerado con respeto y admiración desde que era un niño. Sir Somerset le estrechó cálidamente la mano.
– Keith, me alegro mucho de verle. Tengo entendido que asistió usted a la escuela con mi director general, Duncan Alexander. -Los dos hombres se estrecharon las manos, en silencio-. Pero no creo que conozca a Nick Watson, el director del Chronicle.
– No, no tenía ese placer -dijo Townsend, que estrechó la mano de Watson-. Aunque, naturalmente, conozco su excelente reputación.
Sir Somerset les indicó con un gesto que tomaran asiento alrededor de la gran mesa del consejo, y él mismo se instaló a la cabecera.
– Como sabe muy bien, Keith -empezó el viejo-, me siento muy orgulloso de este periódico. Hasta el propio Beaverbrook intentó comprármelo.
– Algo muy comprensible -asintió Townsend.
– En este edificio hemos establecido un nivel de periodismo del que me gusta pensar que hasta su padre se habría sentido orgulloso.
– Siempre habló de sus periódicos con el mayor respeto. En realidad, cuando se trataba del Chronicle, creo que la palabra «envidia» sería la más apropiada.
Sir Somerset sonrió.
– Es muy amable por su parte decirlo así, joven. -Hizo una pausa-. Bien, parece ser que nuestros equipos han podido ponerse de acuerdo en las últimas semanas acerca de la mayoría de los detalles. En consecuencia, si puede usted estar a la altura de la oferta de Wally Hacker, por importe de un millón novecientas mil libras, y, lo que es igualmente importante para mí, está de acuerdo en mantener a Nick como director y a Duncan como director general, creo que podemos dar por cerrado el trato.
– Sería estúpido por mi parte no depender de sus vastos conocimientos y experiencia -dijo Townsend-. Son profesionales muy respetados y, naturalmente, estaré encantado de trabajar con ellos. Creo que debo hacerle saber, no obstante, que no sigo una política de interferencia en el funcionamiento interno de mis periódicos, sobre todo por lo que se refiere a su contenido editorial. No es ése mi estilo.
– Veo que ha aprendido usted mucho de su padre -dijo sir Somerset-. Lo mismo que él, y que usted, yo tampoco intervengo en el funcionamiento cotidiano del periódico. Eso habitualmente siempre acaba en lágrimas.
Townsend asintió para mostrar su acuerdo.
– Bien, en ese caso, creo que no tenemos mucho más que hablar en estos momentos. Le sugiero que vayamos al comedor a almorzar. -El viejo se levantó y después de que Townsend hiciera lo mismo, le pasó un brazo por los hombros y le dijo-: Sólo desearía que su padre estuviera aquí, para unirse a nosotros.
La sonrisa no abandonó el rostro de Townsend en ningún momento durante todo el trayecto de regreso al aeropuerto. Si, además, ella estaba en el vuelo de regreso, eso no sería más que un premio añadido. Su sonrisa aún se hizo más amplia al abrocharse el cinturón de seguridad y dedicarse a repasar mentalmente lo que le diría.
– Espero que su estancia en Sydney haya sido provechosa, señor Townsend -le dijo ella al ofrecerle el periódico vespertino.
– No podría haber sido más provechosa -replicó él-. Quizá quisiera usted acompañarme a cenar esta noche y ayudarme así a celebrarlo.
– Es muy amable por su parte, señor -dijo ella, resaltando ligeramente la palabra «señor»-, pero me temo que eso vaya contra la política de la compañía.
– ¿Y va en contra de la política de la compañía el conocer su nombre?
– Desde luego que no, señor -contestó ella-. Me llamo Susan.
Le dirigió la misma sonrisa de siempre y continuó hacia la siguiente hilera de asientos.
Lo primero que hizo en cuanto regresó a su piso fue prepararse un bocadillo de sardinas. Apenas había dado un bocado cuando sonó el teléfono. Era Clive Jervis, el socio más antiguo de Jervis, Smith & Thomas. A Clive todavía le preocupaban algunos de los detalles más delicados del contrato, incluidos los acuerdos de compensación y los traspasos de acciones.
Apenas hubo colgado el teléfono, después de hablar con él, cuando éste sonó de nuevo, y recibió una llamada todavía más prolongada de Trevor Meacham, su contable, todavía convencido de que 1,9 millones de libras era un precio demasiado alto.
– No me queda otra alternativa -le dijo Townsend-. Wally Hacker ya ha ofrecido la misma cantidad.
– Hacker también es capaz de pagar demasiado -fue la respuesta-. Sigo pensando que deberíamos pedir pagos aplazados, basados en las tiradas medias de este año, y no en los agregados de los diez últimos años.
– ¿Por qué? -preguntó Townsend.
– Porque el Chronicle ha perdido año tras año de un dos a un tres por ciento de sus lectores. Todo debería basarse en las últimas cifras de que disponemos.
– Estoy de acuerdo con usted en eso, pero no quiero que ésa sea la razón que nos impida llegar a un acuerdo.
– Tampoco yo -le aseguró el contable-. Pero tampoco quiero que termine usted en la bancarrota simplemente porque pagó demasiado por razones sentimentales. Cada trato debe poder sostenerse por su propio pie, y no cerrarse sólo por querer demostrar que es usted tan bueno como su padre.
Durante un momento, ninguno de los dos hombres dijo nada.
– No tiene que preocuparse por eso -dijo Townsend finalmente-. Ya tengo planes para duplicar los beneficios del Chronicle. Dentro de un año, el millón novecientas mil libras nos parecerá barato. Y, lo que es más importante, mi padre me habría apoyado en esta decisión.
Colgó el teléfono antes de que Trevor pudiera replicar nada.
La última llamada fue la de Bruce Kelly, poco antes de las once. Para entonces, Townsend ya se había puesto el batín, y dejado el bocadillo de sardinas a medio comer.
– Sir Somerset sigue nervioso -le advirtió.
– ¿Por qué? -preguntó Townsend-. Tengo la sensación de que la reunión de hoy no podría haber ido mejor.
– La reunión no fue el problema. Después de que se marchara usted recibió una llamada de sir Colin Grant y estuvieron hablando durante casi una hora. Y Duncan Alexander no es exactamente su mejor amigo.
Townsend descargó el puño contra la mesa.
– Maldita sea su estampa -exclamó-. Escúcheme bien, Bruce, y le diré exactamente qué actitud debe usted adoptar. Cada vez que surja el nombre de sir Colin, recuérdele a sir Somerset que en cuanto se convirtió en presidente del Messenger ese periódico empezó a registrar pérdidas. En cuanto a Alexander, a ése puede dejarlo por mi cuenta.
A Townsend le desilusionó descubrir que en su siguiente vuelo a Sydney, Susan no estaba de servicio. Después de que una azafata le sirviera café, le preguntó si Susan estaría en otro vuelo.
– No, señor -contestó ella-. Susan abandonó la compañía a finales del mes pasado.
– ¿Sabe usted dónde trabaja ahora?
– No tengo la menor idea, señor -contestó ella antes de continuar con su trabajo.
Townsend empleó la mañana en recorrer las oficinas del Chronicle, acompañado por Duncan Alexander, que procuró mantener la conversación en un nivel profesional, sin hacer el menor intento por demostrarle una actitud amistosa. Townsend esperó un momento en que ambos se encontraron solos en el ascensor para volverse hacia él y decirle:
– Una vez, hace muchos años, me dijiste: «Los Alexander tenemos una buena memoria. Llámame cuando me necesites».
– Sí, eso dije -admitió Duncan.
– Bien, porque ha llegado el momento de recordarlo.
– ¿Qué espera usted que haga?
– Quiero que le diga a sir Somerset lo buen hombre que soy.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron.
– Si hago eso, ¿me garantiza que conservaré mi puesto?
– Cuenta con mi palabra -dijo Townsend al salir al pasillo.
Después del almuerzo, sir Somerset, que parecía un poco más contenido que la primera vez que se vieron, acompañó a Townsend a recorrer el departamento editorial, donde le presentó a los periodistas. Todos ellos se sintieron aliviados al ver que el posible nuevo propietario se limitaba a asentir con gestos y a sonreírles, y que procuraba mostrarse agradable incluso con el personal subalterno. Ese día, todo aquel que entró en contacto con Townsend quedó agradablemente sorprendido, sobre todo después de lo que les comunicaron los periodistas que habían trabajado para él en el Gazette. Hasta el propio sir Somerset empezó a preguntarse si acaso sir Colin no había exagerado al describirle el comportamiento de Townsend en el pasado.
– No olvidéis lo que sucedió con las ventas del Messenger después de que sir Colin ocupara la presidencia -se encargó de susurrar Bruce Kelly en diversos oídos, incluidos los del director, una vez que Townsend se hubo marchado.
El personal del Chronicle no le habría concedido a Townsend el beneficio de la duda si hubieran visto las notas que tomaba durante el vuelo de regreso a Adelaida. Para él ya estaba claro que si esperaba duplicar los beneficios del periódico, iba a tener que practicar una cirugía drástica, con recortes desde arriba hasta abajo.
Townsend se encontró, sin pretenderlo, pensando en Susan de vez en cuando. Cuando otra azafata le ofreció un ejemplar del periódico vespertino, le preguntó si sabía dónde trabajaba ella ahora.
– ¿Se refiere a Susan Glover?
– Rubia, de pelo rizado y unos veintitrés años -asintió Townsend.
– Sí, ésa es Susan. Nos dejó para aceptar una oferta de trabajo en Moore's. Dijo que ya no podía soportar los horarios irregulares, por no hablar de que la trataran como a un conductor de autobús. Sé muy bien cómo se sentía.
Townsend sonrió. Moore's siempre había sido la tienda favorita de su madre en Adelaida. Estaba seguro de que no tardaría en descubrir en qué departamento trabajaba Susan.
A la mañana siguiente, una vez repasada la correspondencia con Bunty, marcó el número de Moore's en cuanto ella hubo cerrado la puerta, dejándolo a solas en su despacho.
– ¿Puede ponerme con la señorita Glover, por favor?
– ¿En qué departamento trabaja?
– No lo sé -contestó Townsend.
– ¿Se trata de una emergencia?
– No, es una llamada personal.
– ¿Es usted pariente suyo?
– No, no lo soy -contestó, extrañado por la pregunta.
– En ese caso lo siento mucho, pero no puedo ayudarle. Es contrario a las normas de la empresa que su personal reciba llamadas privadas durante el horario de oficina.
La línea se cortó.
Townsend colgó el teléfono, se levantó de la silla y se dirigió al despacho de Bunty.
– Estaré fuera durante una hora, Bunty. Quizá un poco más. Debo comprarle un regalo de cumpleaños a mi madre.
La señorita Bunting le miró sorprendida, pues sabía que aún faltaban cuatro meses para el cumpleaños de su madre. Pero eso significaba al menos una mejora en comparación con su padre, pensó. A sir Graham siempre le había tenido que recordar la fecha el día anterior.
Al salir del edificio hacía un día tan cálido y agradable que le dijo a Sam, su chófer, que caminaría una docena de manzanas hasta Moore's, lo que le permitiría comprobar todos los quioscos de prensa que encontrara por el camino. No le complació descubrir que el primero de ellos, en la esquina de la King William Street, ya había vendido todos los ejemplares del Gazette, a pesar de que sólo pasaban unos minutos de las diez. Tomó nota para hablar con el director de distribución en cuanto regresara a la oficina.
Al acercarse a los grandes almacenes, situados en Rundle Street, se preguntó cuánto tiempo tardaría en encontrar a Susan. Empujó la puerta giratoria de la entrada y deambuló por entre los mostradores de la planta baja: joyería, guantes, perfumes. Pero no la vio. Tomó la escalera mecánica hasta el primer piso, donde repitió el procedimiento: vajilla, lencería, artículos de cocina. Tampoco tuvo éxito. El segundo piso estaba destinado a ropa de caballero, lo que le recordó que necesitaba un traje nuevo. Si ella trabajaba allí, podría encargar uno inmediatamente, pero no vio a una mujer en todo el departamento.
Al subir en la escalera mecánica para subir al tercer piso, Townsend creyó reconocer al hombre elegantemente vestido situado a dos escalones por encima de él. El hombre se giró y vio a Townsend.
– ¿Cómo está usted? -le saludó.
– Muy bien, gracias -contestó Townsend, que hizo desesperados esfuerzos por recordar quién era.
– Soy Ed Scott -dijo el hombre, solucionándole el problema-. Estuve un par de cursos por debajo de usted en el St. Andrews, y todavía recuerdo sus editoriales en la revista del colegio.
– Me siento halagado -dijo Townsend-. ¿En qué anda metido ahora?
– Soy ayudante del director.
– Eso quiere decir que le han ido bien las cosas -comentó Townsend, que miró a su alrededor.
– Difícilmente podría decirse así -replicó Ed-. Mi padre es el director. Pero eso es algo que usted conoce mejor que yo. -Townsend frunció el ceño-. ¿Buscaba algo en particular? -preguntó Ed al salir de la escalera mecánica.
– Sí -contestó Townsend-. Un regalo para mi madre. Ella ya ha elegido algo, y sólo he venido para recogerlo. No recuerdo en qué piso es, pero sé el nombre de la vendedora que la atendió.
– Dígame el nombre y encontraré el departamento.
– Susan Glover -dijo Townsend, que hizo un esfuerzo para no ruborizarse.
Ed se hizo a un lado, marcó un número por su intercomunicador y repitió el nombre. Un momento más tarde, una expresión de sorpresa apareció en su rostro.
– Parece ser que está en el departamento de juguetería -le dijo-. ¿Está seguro de que le han dado el nombre correcto?
– Oh, sí -contestó Townsend-. Rompecabezas.
– ¿Rompecabezas?
– Sí, resulta que mi madre no se puede resistir a los rompecabezas. Pero a nadie de la familia se nos permite elegirlos porque, cada vez que lo hacemos, terminamos por regalarle uno que ya tiene.
– Oh, ya comprendo -asintió Ed-. Bueno, tome la escalera hasta el sótano. Encontrará el departamento de juguetería a mano derecha.
Townsend le dio las gracias y el ayudante de dirección desapareció hacia la sección de equipaje y viajes.
Townsend descendió hasta «El Mundo del Juguete». Una vez allí, miró entre los mostradores, pero no vio a Susan y empezó a preguntarse si acaso tendría que emplear todo el resto del día. Recorrió lentamente todo el departamento, y decidió no preguntarle a una mujer de aspecto serio, con una placa sobre su ancho pecho que la identificaba como «Primera ayudante de ventas», si trabajaba allí una vendedora llamada Susan Glover.
Pensó que tendría que regresar al día siguiente y ya estaba a punto de marcharse, cuando se abrió una puerta por detrás de uno de los mostradores y Susan salió por ella, llevando una gran caja de un mecano. Se acercó a una clienta que estaba apoyada sobre el mostrador.
Townsend se quedó como transfigurado allí mismo. Era mucho más cautivadora de lo que recordaba.
– ¿En qué puedo servirle, señor?
Townsend se sobresaltó, se giró en redondo y se encontró frente a la mujer de aspecto serio.
– En nada, gracias -contestó con nerviosismo-. Sólo busco un regalo para…, para… mi sobrino.
La mujer le miró fijamente y Townsend se alejó y eligió un lugar donde pudiera permanecer oculto a su vista y seguir viendo a Susan.
La clienta a la que ésta atendía se tomó una cantidad desproporcionada de tiempo para decidir si quería el mecano o no. Susan se vio obligada a abrir la caja para demostrar que el contenido se ajustaba a lo que se indicaba en la tapa. Tomó algunas de las piezas rojas y amarillas y trató de montarlas, pero la clienta se marchó pocos minutos más tarde, con las manos vacías.
Townsend esperó a que la mujer de aspecto serio estuviera ocupada en atender a otra clienta. Sólo entonces se acercó al mostrador. Susan levantó la mirada y sonrió. Esta vez fue una sonrisa de reconocimiento.
– ¿En qué puedo servirle, señor Townsend? -le preguntó.
– ¿Quiere cenar conmigo esta noche? -preguntó él por toda respuesta-. ¿O eso es algo que continúa estando en contra de las normas de la empresa?
– Sí, lo está -contestó ella con una sonrisa-, pero…
En ese momento la primera ayudante de ventas reapareció junto a Susan, más recelosa que nunca.
– Debe de tener por lo menos mil piezas -dijo Townsend-. Mi madre necesita la clase de rompecabezas que la mantenga ocupada durante por lo menos una semana.
– Desde luego, señor -asintió Susan.
Lo condujo hacia una mesa donde aparecían expuestos varios rompecabezas de tamaños diferentes. Townsend empezó a tomarlos y estudiarlos atentamente, sin mirarla.
– ¿Qué le parece en Pilligrini a las ocho? -le susurró, justo cuando la vendedora de aspecto serio se les aproximaba.
– Es perfecto. Nunca he estado allí, pero siempre he querido ir -dijo ella, tomándole de entre las manos el rompecabezas del puerto de Sydney.
Se dirigió hacia la caja registradora, marcó la cuenta e introdujo la gran caja en una bolsa de Moore's.
– Serán dos libras y diez chelines, por favor.
Townsend pagó la cuenta, y habría confirmado la cita si la vendedora de aspecto serio no hubiera estado tan cerca de Susan.
– Espero que su sobrino disfrute con el rompecabezas -dijo la mujer.
Dos pares de ojos lo siguieron al salir.
Al regresar a la oficina, Bunty no dejó de sorprenderse al descubrir el contenido de la bolsa de compra. En los treinta y dos años que llevaba trabajando para sir Graham, no recordaba una sola ocasión en que éste le hubiera regalado un rompecabezas a su esposa. Townsend ignoró su mirada interrogativa.
– Bunty, quiero ver inmediatamente al director de distribución. El quiosco de prensa de la esquina de la King William Street se había quedado sin el Gazette a las diez de la mañana. -Al volverse para entrar en su despacho, añadió-: Ah, ¿puede reservarme una mesa para dos en el Pilligrini, para esta noche?
Al entrar Susan en el restaurante, varios hombres se volvieron a mirarla cruzar hasta una mesa situada en un rincón. Llevaba un traje de color rosa cuyo corte resaltaba su delgada figura, y aunque la falda le caía un par de centímetros por debajo de la rodilla, la mirada de Townsend seguía fija en sus piernas cuando ella llegó junto a la mesa. Después de que ella se sentara frente a él, algunos de los comensales masculinos le miraron con envidia.
Una voz, que tuvo la intención de hacerse oír, comentó:
– Ese condenado hombre consigue todo lo que quiere.
Ambos se echaron a reír y Townsend le sirvió una copa de champaña. Pronto descubrió lo fácil que le resultaba estar en su compañía. Empezaron a intercambiarse historias acerca de lo que habían estado haciendo durante los últimos veinte años, como si fueran viejos amigos que acabaran de encontrarse de nuevo. Townsend explicó por qué había hecho recientemente tantos viajes a Sydney, y Susan le dijo por qué no disfrutaba de su trabajo en el departamento de juguetería de Moore's.
– ¿Es esa mujer siempre tan terrible? -preguntó Townsend.
– Hoy la has visto de buen humor. Después de que te marcharas, se pasó toda la mañana haciendo comentarios sarcásticos sobre si habías acudido para comprarle algo a tu madre, a tu sobrino, o quizá para buscar a alguien. Y después del almuerzo, al regresar tarde un par de minutos, me dijo: «Ha llegado usted ciento veinte segundos tarde, señorita Glover. Ciento veinte segundos del tiempo que le paga la empresa. Si vuelve a suceder, tendremos que pensar en deducir la cantidad apropiada de su salario».
La de Susan fue una imitación casi perfecta y Townsend no pudo evitar el echarse a reír.
– ¿Cuál es su problema?
– Creo que quería ser azafata de una línea aérea.
– Me temo que le faltan una o dos de las calificaciones más evidentes -sugirió Townsend.
– ¿A qué te has dedicado hoy? -preguntó Susan, cambiando de tema-. ¿A tratar de salir con azafatas de Austair?
– No -contestó él con una sonrisa-. Eso sucedió la semana pasada… y fracasé. Hoy me contento con tratar de decidir si puedo permitirme pagar un millón novecientas libras por el Sydney Chronicle.
– ¿Quieres decir uno coma nueve millones? -preguntó ella con incredulidad-. En tal caso, lo menos que puedo hacer es pagar la cuenta de la cena. La última vez que compré un ejemplar del Sydney Chronicle me costó seis peniques.
– Sí, pero yo quiero todos los ejemplares -dijo Townsend.
A pesar de que ya habían terminado de tomarse el café, siguieron hablando hasta bastante después de que el personal de la cocina hubiera terminado su turno. Un par de camareros, de expresión aburrida, se apoyaban contra una columna y, de vez en cuando, les miraban esperanzados. Al ver que uno de ellos contenía apenas un bostezo, Townsend pidió la cuenta y dejó una generosa propina. Al salir a la acera, tomó a Susan de la mano.
– ¿Dónde vives?
– En un barrio del norte, pero temo haber perdido el último autobús. Tendré que tomar un taxi.
– Hace una noche magnífica, ¿y si caminamos?
– Me parece bien -contestó ella, sonriente.
No dejaron de hablar hasta que llegaron a la puerta de su casa, una hora más tarde. Susan se volvió hacia él.
– Gracias por una noche encantadora, Keith. Has dado un nuevo significado a las palabras «bajar la comida con un paseo».
– Podríamos repetirlo pronto.
– Eso me gustaría.
– ¿Cuándo te vendría bien?
– Te diría que mañana, pero eso dependerá de que vaya a tener que regresar a casa andando en cada ocasión. En ese caso, sugeriría un pequeño restaurante local, o me pondría por lo menos unos zapatos más cómodos.
– Desde luego que no -dijo Townsend-. Te prometo que mañana te traeré a casa en coche. Pero a primeras horas del día tengo que estar en Sydney para firmar un contrato, de modo que no espero regresar antes de las ocho.
– Eso es perfecto. Dispondré de tiempo suficiente para regresar a casa y cambiarme.
– ¿Te parecería bien en L'Étoile?
– Sólo si tienes algo que celebrar.
– Habrá algo que celebrar, te lo prometo.
– En ese caso te veré en L'Étoile, a las nueve. -Se inclinó hacia él y lo besó en la mejilla-. ¿Sabes, Keith? A estas horas de la noche nunca se consigue un taxi por aquí -le dijo, preocupada-. Me temo que vas a tener que caminar un largo trecho.
– Habrá valido la pena -dijo Townsend mientras Susan ya desaparecía por el corto sendero que conducía a la puerta de su casa.
Poco después, apareció un coche que se detuvo a su lado. Un chófer bajó rápidamente y le abrió la portezuela.
– ¿Adónde vamos, jefe?
– A casa, Sam -le contestó al chófer-. Pero pasemos por la estación para recoger un ejemplar de la primera edición.
Townsend tomó el primer vuelo de la mañana siguiente con destino a Sydney. Su abogado, Clevis Jervis, y su contable, Trevor Meacham, se sentaron uno a cada lado.
– Sigue sin gustarme la cláusula de rescisión -comentó Clive.
– Y el plan de pagos necesita ajustarse un poco, eso está claro -añadió Trevor.
– ¿Cuánto tiempo tardaremos en solucionar esos problemas? -preguntó Townsend-. Tengo una cita para cenar en Adelaida esta noche, por lo que debo tomar un vuelo de la tarde.
Los dos hombres lo miraron con expresión dubitativa.
Sus temores demostraron estar justificados. Los abogados de las dos empresas se pasaron la mañana revisando la letra pequeña, y los dos contables aún tardaron más en revisar las cifras. Nadie se detuvo, ni siquiera para almorzar y, a las tres de la tarde, Townsend ya comprobaba su reloj a cada pocos minutos. A pesar de que recorría el despacho de un lado a otro, y que contestaba con monosílabos a largas preguntas, el documento final no estuvo preparado para la firma hasta pocos minutos después de las cinco.
Townsend soltó un suspiro de alivio cuando los abogados se levantaron finalmente de la mesa y empezaron a estirar las piernas. Comprobó de nuevo su reloj, convencido de que aún podría tomar un avión que le permitiera regresar a tiempo a Adelaida. Agradeció los esfuerzos a sus dos consejeros y estrechaba las manos de los asesores de la parte opuesta cuando sir Somerset entró en el despacho, seguido por su director y director general.
– Me dicen que hemos llegado por fin a un acuerdo -dijo el viejo con una amplia sonrisa.
– Así lo creo -asintió Townsend, que trató de no demostrar lo impaciente que estaba por escapar de allí.
Si llamaba a Moore's para advertir a Susan que podía llegar tarde, sabía que no le pasarían la comunicación.
– Bueno, tomemos una copa para celebrarlo antes de estampar nuestras firmas en el documento definitivo -sugirió sir Somerset.
Después del tercer whisky, Townsend sugirió que quizá había llegado el momento de firmar el contrato. Nick Watson se mostró de acuerdo y le recordó a sir Somerset que todavía tenía que ocuparse de sacar un periódico aquella noche.
– Muy cierto -dijo el propietario, que sacó una pluma estilográfica del bolsillo interior de la chaqueta-. Y puesto que seguiré siendo el propietario del Chronicle durante otras seis semanas, no podemos permitir que descienda el nivel de calidad. Y a propósito, Keith, espero que pueda acompañarme a cenar.
– Me temo que esta noche no podrá ser -dijo Townsend-. Ya tengo una cita para cenar en Adelaida.
Sir Somerset se giró en redondo para mirarlo.
– Debe de ser una mujer muy hermosa -comentó- porque yo no rechazaría una invitación así por otro acuerdo de negocios.
– Le prometo que es muy hermosa -dijo Townsend con una sonrisa-. Y sólo es nuestra segunda cita.
– En ese caso, no le entretengo más -dijo sir Somerset, que se dirigió hacia la mesa del consejo, donde ya estaban preparadas dos copias del contrato.
Se detuvo un momento, miró fijamente el contrato y pareció vacilar. Los asesores de ambas partes se miraron, nerviosos, y uno de los abogados de sir Somerset empezó a agitarse, nervioso.
El viejo se volvió hacia Townsend y le hizo un guiño.
– Debo decirle que fue Duncan quien finalmente me convenció de que debía cerrar el trato con usted, y no con Hacker -le dijo.
Se inclinó sobre la mesa y estampó su firma en los dos contratos. Luego, le entregó la pluma a Townsend, que hizo lo propio junto a la firma de sir Somerset.
Los dos hombres se estrecharon las manos con formalidad.
– Es el momento para tomar otra copa -dijo sir Somerset con un nuevo guiño-. Usted puede marcharse, Keith, y veremos qué parte de sus beneficios podemos consumir en su ausencia. Debo decir, muchacho, que no podría sentirme más encantado de que el Chronicle haya pasado a manos del hijo de sir Graham Townsend.
Nick Watson se adelantó y pasó un brazo alrededor del hombro de Townsend antes de que éste se marchara.
– Debo decirle, como director del Chronicle, que espero con impaciencia trabajar con usted. Espero que podamos verle de regreso por Sydney dentro de poco.
– Yo también espero con impaciencia trabajar con usted -dijo Townsend-, y estoy seguro de que nos tropezaremos el uno con el otro de vez en cuando. -Se volvió luego hacia Duncan Alexander-. Gracias -le dijo-. Estamos en paz.
Duncan extendió la mano hacia él, pero Townsend ya se dirigía hacia la puerta. Vio cómo se cerraban las puertas del ascensor antes de poder apretar el botón de bajada. Cuando finalmente consiguió un taxi, el taxista se negó a superar los límites de velocidad a pesar de los halagos, sobornos y finalmente gritos de Townsend. Al llegar a la terminal, pudo ver el Douglas DC4 que se elevaba en el aire, por encima de él, indiferente a su último pasajero que se había quedado en tierra, varado en un taxi.
– Tuvo que haber despegado a su hora, para variar -dijo el taxista con un encogimiento de hombros.
No pudo decirse lo mismo del vuelo siguiente, que estaba programado para despegar una hora más tarde, pero que terminó por hacerlo con cuarenta minutos de retraso.
Townsend comprobó su reloj por enésima vez, se dirigió a una cabina telefónica y buscó el número de Susan en la guía de Adelaida. La telefonista le dijo que el número estaba ocupado. Volvió a llamar cinco minutos más tarde y no obtuvo respuesta. Quizá estuviera en la ducha. Trataba de imaginar la escena cuando se anunció por el servicio de altavoces: «Ultima llamada para los pasajeros en vuelo a Adelaida».
Le pidió a la telefonista que lo intentara por última vez, pero el número volvía a estar ocupado. Lanzó una maldición por lo bajo, colgó el teléfono y echó a correr hacia el avión, al que logró subir justo antes de que cerraran la portezuela. Se pasó todo el vuelo propinando ligeros puñetazos sobre el reposabrazos, pero eso no hizo que el avión volara más rápido.
Sam estaba de pie junto al coche, con aspecto impaciente, cuando su jefe salió corriendo de la terminal. Lo condujo a Adelaida ignorando todas las señales de límite de velocidad, pero cuando dejó a su jefe frente a L'Étoile, el maître ya había tomado nota de los últimos pedidos.
Townsend intentó explicar lo sucedido, pero Susan pareció comprenderlo incluso antes de que él abriera la boca.
– Intenté llamarte desde el aeropuerto, pero encontré tu teléfono ocupado o no me contestó nadie. -Observó los cubiertos sin tocar, delante de ella-. ¿No me digas que no has cenado?
– No, no tenía tanto apetito -contestó ella y le tomó de la mano-. Pero tú debes de estar hambriento, y apuesto a que todavía quisieras celebrar tu triunfo. Si pudieras elegir, ¿qué es lo que más te gustaría hacer?
A la mañana siguiente, cuando Townsend entró en su despacho, encontró a Bunty inclinada sobre la mesa, sosteniendo una hoja de papel. Daba la impresión de haber permanecido allí durante algún tiempo.
– ¿Algún problema? -preguntó Townsend al cerrar la puerta.
– No. Sólo que parece haber olvidado usted que me jubilo a finales de mes.
– No, no lo había olvidado -dijo Townsend, sentándose tras la mesa-. Simplemente, no creía…
– Las normas de la compañía son muy claras al respecto -dijo Bunty-. Cuando una empleada alcance la edad de sesenta años…
– ¡Usted no tendrá nunca sesenta años, Bunty!
– … debe jubilarse el último viernes del mes natural en que los cumpla.
– Las normas están para romperlas.
– Su padre decía que no debía haber ninguna excepción a esa regla, y yo estoy de acuerdo con él.
– Pero por el momento no he tenido tiempo para buscar a nadie más, Bunty. Con las negociaciones del Chronicle y…
– Ya me había anticipado a ese problema -dijo ella, sin amilanarse-. Y he encontrado a la sustituta ideal.
– Pero ¿cuáles son sus calificaciones? -preguntó Townsend, dispuesto a rechazarlas inmediatamente como inadecuadas.
– Es mi sobrina -fue la respuesta- y, lo que es más importante, procede del lado de Edimburgo de la familia.
A Townsend no se le ocurrió una respuesta más adecuada.
– Bueno, en ese caso será mejor que acuerde una cita para que la conozca. -Hizo una pausa, antes de añadir-: En algún momento del mes que viene.
– En estos momentos está sentada en mi despacho, y puede entrevistarse con usted ahora mismo -dijo Bunty.
– Ya sabe lo muy ocupado que estoy -dijo Townsend que, sin embargo, miró la hoja en blanco de su dietario.
Evidentemente, Bunty se había asegurado de que no tuviera ninguna cita durante aquella mañana. Le entregó la hoja de papel que sostenía en la mano.
Empezó a estudiar el curriculum de la señorita Younger, con la intención de encontrar alguna excusa para no verla. Al llegar al final de la página, asintió de mala gana.
– Está bien, la veré ahora.
Cuando Heather Younger entró en el despacho, Townsend se levantó y esperó hasta que ella se hubo sentado frente a la mesa. La señorita Younger medía uno setenta y cinco de estatura, y Townsend sabía por su curriculum que tenía veintiocho años, aunque parecía bastante mayor. Vestía un jersey verde y una falda de paño. Las medias marrones le hicieron pensar a Townsend en las cartillas de racionamiento, y los zapatos que llevaba habrían sido descritos por su madre como sensatos.
El pelo era castaño rojizo, sujeto en un moño, sin que hubiera un solo cabello fuera de lugar. La primera impresión de Townsend fue la de encontrarse con una nueva señorita Steadman, una ilusión que se intensificó cuando la señorita Younger empezó a contestar sus preguntas con resolución y eficiencia.
La entrevista duró once minutos, y la señorita Younger empezó a trabajar el lunes siguiente.
Townsend aún tuvo que esperar otras seis semanas antes de que el Chronicle fuera legalmente suyo. Durante ese tiempo, vio a Susan casi cada día. Cada vez que le preguntaba por qué se quedaba en Adelaida cuando tenía la sensación de que el Chronicle necesitaba tanto de su tiempo y de su atención, se limitaba a contestar:
– Mientras no sea el propietario legal del periódico, no puedo hacer nada al respecto. Y si tuvieran idea de lo que les espera, habrían roto el contrato mucho antes de que transcurrieran las seis semanas.
De no haber sido por Susan, aquellas seis semanas le habrían parecido interminables, aunque ella se burlaba continuamente de él acerca de las raras veces que llegaba a tiempo a una cita. Finalmente, él solucionó el problema el día en que le sugirió:
– Quizá todo resultaría más fácil si te instalaras a vivir conmigo.
El domingo por la tarde, antes de que Townsend entrara oficialmente en posesión del Chronicle, ambos volaron juntos a Sydney. Townsend le pidió al taxista que se detuviera delante del edificio del periódico antes de continuar hasta el hotel. Al llegar, tomó a Susan por el codo y le hizo cruzar la calle. Una vez que estuvieron en la acera de enfrente, él se volvió a mirar el edificio del Chronicle.
– A partir de esta medianoche me pertenece -dijo con un apasionamiento que ella no le había visto nunca.
– Yo más bien esperaba que fueras tú el que me pertenecieras a partir de esta medianoche -bromeó ella.
Al llegar al hotel, a Susan le sorprendió encontrar a Bruce Kelly, que les esperaba en el vestíbulo. Todavía se sorprendió más al oír a Keith pedirle que les acompañara a cenar.
La atención de Susan se desviaba continuamente, mientras Keith explicaba sus planes para el futuro del periódico como si ella no estuviera presente. Le extrañó el hecho de que el director del Chronicle no hubiera sido invitado también a cenar con ellos. Una vez que Bruce se marchó, ella y Keith tomaron el ascensor hasta el último piso y desaparecieron en habitaciones separadas. Keith estaba sentado ante la mesa, repasando unas cifras, cuando ella se deslizó en el interior de su habitación a través de la puerta que las conectaba.
El propietario del Chronicle se levantó pocos minutos antes de las seis de la mañana siguiente y ya había salido del hotel mucho antes de que Susan despertara. Caminó hasta Pitt Street, y se detuvo en cada quiosco de periódicos que encontró en su camino. Las cosas no estaban tan mal como durante su primera experiencia con el Gazette, pensó al llegar frente al edificio del Chronicle, aunque podrían haber sido mucho mejores.
Entró en el vestíbulo y le dijo al guardia de seguridad de la recepción que deseaba ver al director y al director general en cuanto llegaran, y que necesitaría inmediatamente a un cerrajero. Esta vez, al recorrer el edificio, nadie preguntó quién era.
Townsend se sentó en el sillón de sir Somerset por primera vez y se dedicó a leer la última edición del Chronicle de aquella mañana. Tomó algunas notas, y cuando hubo leído el periódico de cabo a rabo, se levantó del sillón y empezó a recorrer el despacho de un lado a otro, deteniéndose de vez en cuando para mirar hacia el puerto de Sydney. Minutos después, cuando llegó el cerrajero, le dijo exactamente lo que necesitaba que se hiciera.
– ¿Cuándo? -le preguntó el hombre.
– Ahora -contestó Townsend.
Regresó ante su mesa y se sentó, preguntándose cuál de los dos hombres llegaría el primero. Tuvo que esperar otros cuarenta minutos antes de que alguien llamara a su puerta. Nick Watson, el director del Chronicle, entró y encontró a Townsend con la cabeza inclinada, enfrascado en la lectura de una abultada carpeta.
– Lo siento, Keith -empezó a decir-. No tenía ni idea de que llegaría tan pronto en su primer día. -Townsend levantó la mirada y Watson añadió-: ¿Puede ser una entrevista rápida? A las diez tengo que presidir la conferencia matinal.
– Hoy no presidirá usted la conferencia matinal -dijo Townsend-. Le he pedido a Bruce Kelly que lo haga.
– ¿Qué? Pero yo soy el director -dijo Nick.
– No, ya no lo es -dijo Townsend-. Le voy a ascender.
– ¿Ascenderme? -preguntó Nick.
– Así es.
– Podrá leer el anuncio en el periódico de mañana. Será usted el director emérito del Chronicle.
– ¿Qué significa eso?
– La «e» significa en realidad «ex». En cuanto a lo de «mérito», significa que se lo merece. -Townsend esperó un momento a que Nick asumiera la noticia-. Pero no se preocupe, Nick. Cuenta con un pomposo título y el despido de un año completo de su paga.
– Pero le dijo usted a sir Somerset, delante de mí, que esperaba con impaciencia trabajar conmigo.
– Sé que lo hice así, Nick -asintió, ligeramente ruborizado-. Pero lo siento, el caso es que le…
Habría terminado la frase si en ese preciso momento no se hubiera oído otra llamada a la puerta. Se abrió y entró Duncan Alexander.
– Siento mucho molestarle, Keith, pero alguien ha cambiado la cerradura de la puerta de mi despacho.
Charlotte decidió no asistir a la fiesta del sexagésimo cumpleaños de Arno Schultz, porque no se sintió lo bastante segura como para dejar a David con su niñera alemana. Desde que regresara de Lyon, Dick se había mostrado más atento con ella, y a veces incluso llegaba a casa a tiempo para ver a su primogénito antes de que lo acostara.
Aquella noche, Armstrong salió del piso poco después de las siete para dirigirse a casa de Arno. Le aseguró a Charlotte que sólo tenía la intención de quedarse un rato, brindar a la salud de Arno y luego regresar a casa. Ella sonrió y le prometió que la cena estaría preparada para cuando volviera.
Recorrió la ciudad presuroso, con la esperanza de que si llegaba antes de que se sentaran a cenar, podría marcharse después de haber tomado una copa. Luego, quizá podría reunirse con Max Sackville para jugar un par de manos de póquer, antes de volver a casa.
Faltaban unos pocos minutos para las ocho cuando Armstrong llamó a la puerta de la casa de Arno. En cuanto su anfitrión le acompañó al salón, lleno de gente, quedó claro que todos le habían esperado antes de sentarse a cenar. Arno le presentó a sus amigos, que le saludaron como si en realidad fuera él el huésped de honor.
Arno le colocó una copa de vino blanco en la mano, un vino que, después de probarlo, Armstrong comprendió que no procedía del sector francés. Luego lo condujo hacia el comedor y lo sentó junto a un hombre que se presentó a sí mismo como Julius Hahn, y al que Arno describió como «mi amigo más antiguo y mi principal rival».
Armstrong ya había escuchado antes aquel nombre, pero no logró situarlo inmediatamente. Al principio, no hizo caso a Hahn y se concentró en la comida que le sirvieron. Había empezado a tomar ya la tenue sopa, sin estar muy seguro de saber con qué animal se había hecho, cuando Hahn empezó a interrogarlo acerca de cómo iban las cosas en Londres. Armstrong no tardó en comprender claramente que este alemán en concreto poseía muchos más conocimientos que él sobre la capital británica.
– Espero que no tarden mucho tiempo en levantar las restricciones sobre los viajes al extranjero -comentó Hahn-. Necesito desesperadamente visitar de nuevo su país.
– No preveo que los aliados lo aprueben, al menos durante algún tiempo más -dijo Armstrong.
La señora Schultz le cambió el tazón de sopa vacío por un plato de empanada de conejo.
– Saberlo me angustia -dijo Hahn-. Cada vez me resulta más difícil controlar algunos de mis negocios en Londres.
Y entonces Armstrong recordó de qué conocía aquel nombre y, por primera vez, dejó el cuchillo y el tenedor sobre el plato. Hahn era el propietario del Der Berliner, el periódico rival, publicado en el sector estadounidense. Pero ¿qué otras empresas poseía?
– Hace tiempo que deseaba conocerle -dijo Armstrong. Hahn le miró sorprendido porque, hasta el momento, Armstrong no había mostrado el menor interés por él-. ¿Cuántos ejemplares del Berliner imprimen? -preguntó.
Conocía la cifra, pero quería que Hahn hablara antes de hacerle la pregunta que realmente necesitaba contestar.
– Unos 260.000 diarios -contestó Hahn-. Y me satisface decir que nuestro otro periódico en Frankfurt ha vuelto a vender más de doscientos mil ejemplares.
– ¿Cuántos periódicos tiene en total? -preguntó Armstrong con naturalidad, tomando de nuevo el cuchillo y el tenedor.
– Sólo esos dos. Tenía diecisiete antes de la guerra, además de varias revistas científicas especializadas. Pero no confío en poder volver a esas cifras mientras no se anulen las restricciones.
– Pero yo creía que a los judíos, y yo mismo lo soy -Hahn volvió a parecer sorprendido-, no se les permitía ser propietarios de periódicos antes de la guerra.
– Eso es cierto, capitán Armstrong. Pero vendí todas mis acciones en la empresa a mi socio, que no era judío, y él me las devolvió pocos días después de terminada la guerra, al mismo precio que había pagado por ellas.
– ¿Y las revistas? -preguntó Armstrong, que tomó un trozo de empanada de conejo-. ¿Consiguieron dar beneficios durante estos tiempos tan duros?
– Oh, sí. De hecho, y a largo plazo, es muy posible que demuestren ser una fuente de ingresos mucho más fiable que los periódicos. Antes de la guerra, mi empresa se llevaba la parte del león de las publicaciones científicas alemanas. Pero desde el momento en que Hitler invadió Polonia, se nos prohibió publicar nada que pudiera ser útil para los enemigos del Tercer Reich. En estos momentos me encuentro con un material que supone ocho años de investigación no publicada, incluidos la mayoría de los artículos científicos producidos en Alemania durante la guerra. El mundo editorial pagaría bastante por todo ese material si le encontrara una salida.
– ¿Y qué le impide publicarlo ahora? -preguntó Armstrong.
– La editorial de Londres que tenía un acuerdo conmigo ya no está dispuesta a distribuir mi trabajo.
La bombilla que colgaba del techo se apagó de repente y un pequeño pastel sobre el que había una sola vela encendida fue colocado en el centro de la mesa.
– ¿Y por qué? -preguntó Armstrong, decidido a no dejar que nada interrumpiera la conversación, mientras Arno Schultz soplaba la vela entre los aplausos de los invitados.
– Desgraciadamente, sólo porque el único hijo del presidente resultó muerto en las playas de Dunquerque -contestó Hahn después de que le sirvieran a Armstrong el trozo más grande de la tarta-. Le he escrito a menudo para expresarle mis condolencias, pero él no me contesta.
– En Inglaterra hay otras muchas editoriales -dijo Armstrong, que tomó una cucharada de tarta y se la llevó a la boca.
– Sí, pero mi contrato no me permite abordar en estos momentos a ninguna otra. Ahora sólo me queda esperar unos pocos meses más. Ya tengo decidido qué editorial de Londres representaría mejor mis intereses.
– ¿De veras? -preguntó Armstrong, que se limpió las migajas de la boca.
– Si encontrara usted tiempo, capitán Armstrong -dijo el editor alemán-, sería para mí un honor mostrarle mis talleres.
– Tengo numerosos compromisos por el momento.
– Desde luego -asintió Hahn-. Lo comprendo perfectamente.
– Pero quizá pueda pasar a verle la próxima vez que visite el sector estadounidense.
– Hágalo, por favor -dijo Hahn.
Una vez terminada la cena, Armstrong le dio las gracias a su anfitrión por una noche memorable y procuró marcharse al mismo tiempo que lo hacía Julius Hahn.
– Espero que podemos vernos pronto -dijo Hahn cuando salieron juntos a la acera.
– Estoy seguro de que así será -asintió Armstrong, y le estrechó la mano al mejor amigo de Arno Schultz.
Al llegar al piso, pocos minutos antes de la medianoche, Charlotte ya se había acostado y estaba dormida. Se desnudó, se puso un batín y subió a la habitación de David. Permaneció durante algún tiempo junto a la cuna, mirando fijamente a su hijo.
– Crearé un imperio para ti -le susurró-. Un imperio que te puedas sentir orgulloso de recibir de mí.
A la mañana siguiente, Armstrong informó al coronel Oakshott que había asistido a la fiesta del sexagésimo cumpleaños de Arno Schultz, pero no le dijo que en ella había conocido a Julius Hahn. La única noticia que Oakshott tenía para él era que el mayor Forsdyke le había telefoneado para decirle que deseaba que hiciera otra escapada al sector ruso. Armstrong prometió ponerse en contacto con Forsdyke, pero no dijo que tenía la intención de visitar antes el sector estadounidense.
– Y a propósito, Dick -comentó el coronel-, no he visto su artículo sobre la forma en que tratamos a los alemanes en nuestros campos de internamiento.
– No, señor. Siento decirle que esos condenados krauts no quisieron cooperar. Me temo que todo eso no fue más que una pérdida de tiempo.
– No me sorprende tanto -comentó Oakshott-. Ya se lo advertí…
– Y al final ha demostrado tener razón, señor.
– De todos modos, siento mucho saberlo, porque sigue pareciéndome importante construir puentes de comunicación con esta gente y recuperar su confianza.
– No podría estar más de acuerdo con usted, señor -dijo Armstrong-. Y puedo asegurarle que no hago otra cosa que procurar jugar mi papel en ese sentido.
– Lo sé muy bien, Dick. ¿Cómo le van las cosas al Telegraf en estos tiempos tan difíciles?
– Nunca le han ido mejor -contestó-. A partir del mes que viene tendremos una edición dominical en las calles, y el periódico sigue rompiendo records.
– Eso es magnífico -exclamó el coronel-. Y a propósito, acabo de enterarme de que el duque de Gloucester hará una visita oficial a Berlín el próximo mes. Podría ser material para un buen artículo.
– ¿Le gustaría verlo publicado en la primera página del Telegraf? -preguntó Armstrong.
– No hasta que consiga el visto bueno de seguridad. Entonces podrá tener usted…, ¿cómo se dice?…, una exclusiva.
– Qué interesante -dijo Armstrong, que recordó la predilección del coronel por los dignatarios de visita, sobre todo si eran miembros de la familia real.
Se levantó para marcharse.
– No olvide ponerse en contacto con Forsdyke -fueron las últimas palabras del coronel, antes de que Armstrong le saludara y se dirigiera en jeep a su despacho.
Pero Armstrong tenía en su mente consideraciones más apremiantes que ponerse en contacto con un mayor del servicio de seguridad. En cuanto hubo despachado la correspondencia que encontró sobre su mesa, le advirtió a Sally que pasaría el resto del día en el sector estadounidense.
– Si llamara Forsdyke -le advirtió-, acuerde una cita para verme con él a cualquier hora de mañana.
Durante el trayecto hasta el sector estadounidense, conducido por Benson, Armstrong repasó la secuencia de acontecimientos que sería necesario desplegar para que todo pareciera casual. Le ordenó a Benson que se detuviera en Holt & Co., de donde retiró cien libras de su cuenta, lo que representaba casi todo su saldo. Apenas dejó en la cuenta una suma simbólica, ya que seguía siendo un delito para un oficial británico tener una cuenta bancaria en números rojos, algo que podía llevarlo ante un consejo de guerra.
Una vez que cruzó al sector estadounidense, Benson se detuvo frente a otro banco, donde Armstrong cambió las libras esterlinas por un total de 410 dólares. Esperaba que eso fuera suficiente para conseguir que Max Sackville encajara en sus planes. Los dos almorzaron plácidamente en el comedor estadounidense, y Armstrong acordó reunirse con el capitán aquella misma noche, para la habitual partida de póquer. Al regresar al jeep, le ordenó a Benson que lo llevara hasta las oficinas del Berliner.
A Julius Hahn le sorprendió ver tan pronto al capitán Armstrong, después de su primer encuentro del día anterior, pero dejó inmediatamente lo que estaba haciendo para enseñar los talleres a su distinguido visitante. Armstrong sólo tardó unos pocos minutos en darse cuenta del tamaño del imperio que controlaba Hahn, a pesar de que él no dejaba de repetir con un tono de autolamentación:
– Nada es ya como en los viejos tiempos.
Terminada la visita, incluidas las veintiuna prensas, instaladas en el sótano, fue plenamente consciente de lo insignificante que era el Telegraf en comparación con el equipo de Hahn, sobre todo después de que éste comentara que tenía otros siete talleres de impresión de aproximadamente el mismo tamaño en otras partes de Alemania, incluido uno en el sector ruso de Berlín.
Pocos minutos después de las cinco, antes de abandonar el edificio, Armstrong le dio las gracias a Julius, como había empezado a llamarle.
– Tenemos que volver a vernos pronto, amigo mío. ¿Le importaría acompañarme a almorzar algún día?
– Es muy amable por su parte -contestó Hahn-. Pero, como seguramente sabe, capitán Armstrong, no se me permite visitar el sector británico.
– En ese caso, tendré que ser yo quien acuda a visitarle -dijo Armstrong con una sonrisa.
Hahn acompañó a su visitante hasta la puerta y le estrechó cálidamente la mano. Armstrong cruzó la calle y caminó por una de las calles laterales, ignorando a su chófer. Se detuvo al llegar a un bar llamado Joe's, y se preguntó cómo se llamaba antes de la guerra. Entró en el momento en que Benson detenía el jeep a pocos metros de distancia.
Armstrong pidió una Coca-Cola y se sentó en una mesa, en un rincón del bar. Le alivió comprobar que nadie le reconocía o hacía intento alguno por acercársele. Después de tomar una tercera Coca-Cola, comprobó que los 410 dólares estaban donde los había guardado. Iba a ser una noche muy larga.
– ¿Dónde demonios está? -preguntó Forsdyke.
– El capitán Armstrong tuvo que ir al sector estadounidense poco antes de almorzar, señor -contestó Sally-. Surgió algo urgente después de su reunión con el coronel Oakshott. Pero antes de marcharse me pidió que acordara una entrevista con usted si llamaba.
– Muy considerado por su parte -dijo Forsdyke con sarcasmo-. Resulta que algo urgente ha surgido en el sector británico, y quedaría muy agradecido si el capitán Armstrong se presentara en mi oficina mañana a las nueve.
– Me ocuparé de que reciba el mensaje en cuanto regrese, mayor Forsdyke -le aseguró Sally.
Habría tratado de localizar a Dick inmediatamente, pero no tenía ni la más remota idea de dónde estaba.
– ¿Mano de cinco cartas, como siempre? -preguntó Max, que empujó una botella de cerveza y un abridor sobre la mesa de tapete verde.
– Me parece bien -contestó Armstrong, que empezó a barajar.
– Esta noche tengo muy buena sensación, amigo mío -comentó Max, que se quitó la chaqueta y la colgó sobre el respaldo de la silla-. Espero que dispongas de mucho dinero para gastar.
Se sirvió la cerveza lentamente en un vaso.
– Suficiente -contestó Armstrong.
Apenas tomó un sorbo de cerveza, consciente de que tendría que permanecer perfectamente sobrio durante varias horas. Terminó de barajar, Max hizo el corte y encendió un cigarrillo.
Al final de la primera hora, Armstrong ya ganaba 70 dólares y la palabra «suerte» seguía flotando desde el otro lado de la mesa. Empezó la segunda hora con una reserva de casi 500 dólares.
– Has tenido mucha suerte hasta el momento -dijo Max, que terminó el contenido de su cuarta cerveza- Pero la noche no ha terminado aún.
Armstrong sonrió y asintió. Lanzó una carta a su oponente y se sirvió una segunda. Comprobó las cartas: el cuatro y el nueve de espadas. Colocó cinco dólares sobre la mesa y repartió las cartas.
Max cubrió la apuesta con sus cinco dólares y levantó la esquina de su carta para comprobar qué le había servido Dick. Intentó no sonreír, y apostó otros cinco dólares para superar la apuesta de Armstrong, que sirvió una quinta carta y estudió su mano durante un rato, antes de colocar un billete de diez dólares para superar la apuesta. Max no vaciló en sacar un billete de diez dólares de la cartera, que dejó sobre el montón de billetes, en el centro de la mesa. Se humedeció los labios.
– Te las veo, compañero.
Armstrong la dio la vuelta a sus cartas y reveló una pareja de cuatros. La sonrisa de Max se hizo más amplia al mostrar una pareja de diez.
– No te puedes echar un farol conmigo -dijo el estadounidense, que recogió el dinero hacia su lado de la mesa.
Al final de la segunda hora, Max iba ligeramente por delante.
– Ya te advertí que sería una noche larga -le dijo.
Hacía rato que había dejado el vaso y bebía directamente de la botella.
Fue durante la tercera hora, después de que Max ganara tres manos seguidas, cuando Dick sacó a relucir el nombre de Julius Hahn en la conversación.
– Afirma conocerte.
– Sí, claro que me conoce -asintió Max-. Es el responsable de editar el periódico en este sector, aunque yo no lo he leído nunca.
– Parece tener mucho éxito -comentó Armstrong, mientras repartía las cartas de otra mano.
– Ciertamente, pero sólo gracias a mí.
Armstrong colocó diez dólares sobre la mesa, a pesar de que sólo tenía un as. Inmediatamente, Max cubrió la apuesta y pidió otra carta.
– ¿Qué quieres decir con eso de «sólo gracias a mí»? -preguntó Armstrong, que puso un billete de veinte dólares sobre el creciente montón.
Max vaciló. Comprobó sus cartas y miró el montón.
– ¿Acabas de apostar esos veinte dólares?
Armstrong asintió con un gesto y el estadounidense sacó veinte dólares del bolsillo de su chaqueta.
– No podría ni limpiarse el culo por la mañana si yo no le entregara el papel -dijo Max, que estudió su mano con atención concentrada-. Yo le entrego su permiso mensual, controlo el suministro de papel, decido la electricidad que recibe, cuándo se cortará y se dará…, como tú y Arno Schultz sabéis muy bien.
Max levantó la mirada al ver que Armstrong sacaba un fajo de billetes de su cartera.
– Creo que te marcas un farol, muchacho -dijo Max-. Lo huelo. -Vaciló, antes de preguntar-: ¿Cuánto has puesto esta vez?
– Cincuenta dólares -contestó Armstrong con naturalidad, como sin darle importancia.
Max introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó dos billetes de diez y seis de cinco, que dejó cautelosamente sobre la mesa.
– Veamos con qué nos has salido esta vez -dijo receloso.
Armstrong mostró una pareja de sietes. Max se echó a reír inmediatamente y mostró tres sotas.
– Lo sabía. Estás lleno de mierda. -Tomó otro trago de la botella. Al comenzar a barajar para la siguiente mano, la sonrisa no desapareció de su rostro-. No sé a cuál de los dos sería más fácil limpiar, si a ti o a Hahn -dijo con una voz que ya empezaba a arrastrar las palabras.
– ¿Estás seguro de que no es la bebida lo que te hace hablar así? -preguntó Dick, que estudió su mano con poco interés.
– Ya veremos quién habla el último -fanfarroneó Max-. Dentro de una hora te habré dejado limpio.
– No me refería a mí -dijo Armstrong, que dejó otro billete de cinco dólares sobre la mesa-. Hablaba de Hahn.
Se produjo una larga pausa, mientras Max tomaba otro trago de la botella. Luego estudió sus cartas, antes de dejarlas boca abajo sobre el tapete. Armstrong se sirvió otra carta y apostó otros diez dólares. Max pidió otra carta y al verla empezó a relamerse los labios. Se volvió hacia la chaqueta y sacó otros diez dólares.
– Veamos lo que tienes esta vez, compañero -dijo Max, seguro de que ganaría esta vez con dobles parejas de ases y sotas.
Armstrong le mostró un trío de cincos. Max frunció el ceño al ver cómo sus ganancias regresaban al otro lado de la mesa.
– ¿Estarías dispuesto a poner verdadero dinero en lugar de esa bocaza que tienes? -preguntó.
– Acabo de hacerlo -contestó Dick, que se embolsó el dinero.
– No, me refiero a Hahn. -Dick no dijo nada-. Estás lleno de mierda -dijo Max al ver que Dick guardaba silencio durante un rato.
Dick dejó el mazo de cartas sobre la mesa, miró a su oponente y le dijo fríamente:
– Apostaría mil dólares a que no puedes expulsar a Hahn del negocio.
Max dejó la botella en el suelo y lo miró fijamente, como si no pudiera creer lo que acababa de oír.
– ¿Cuánto tiempo me darías?
– Seis semanas.
– No, eso no es suficiente. No olvides que todo tiene que parecer como si nada tuviera que ver conmigo. Necesitaré por lo menos seis meses.
– No dispongo de seis meses -dijo Armstrong-. Yo siempre podría cerrar el Telegraf en seis semanas si quisieras invertir la apuesta.
– Pero Hahn dirige una organización mucho más grande que la de Arno Schultz -dijo Max.
– Soy consciente de ello. Por eso te daré tres meses.
– En ese caso espero que me des ventaja.
Una vez más, Armstrong fingió que se tomaba tiempo para considerar la propuesta.
– De dos a uno -dijo finalmente.
– Si fuera de tres a uno estaría de acuerdo -dijo Max.
– Acabas de cerrar un trato -dijo Armstrong.
Los dos hombres se inclinaron sobre la mesa y se estrecharon las manos. Luego, el capitán estadounidense se levantó de la silla, con movimientos torpes y se dirigió hacia la pared, de donde colgaba un calendario con una mujer escasamente vestida. Levantó las páginas hasta llegar a octubre, sacó una pluma del bolsillo superior de la chaqueta, contó en voz alta y trazó un gran círculo alrededor del día diecisiete.
– Ese será el día en que recibiré mis mil dólares -dijo.
– No tienes la menor esperanza de conseguirlo -le advirtió Armstrong-. He conocido a Hahn y te puedo asegurar que no te será tan fácil arrollarlo.
– Tú limítate a observar lo que hago -fanfarroneó Max mientras regresaba a la mesa-. Voy a hacer con Hahn lo que los mismos alemanes no llegaron a hacerle.
Max empezó a servir una nueva mano. Durante la hora siguiente, Dick continuó recuperando la mayor parte de lo que había perdido hasta entonces. Pero al marcharse, poco antes de la medianoche, Max todavía se relamía los labios.
A la mañana siguiente, al salir del cuarto de baño, Dick encontró a Charlotte sentada en la cama, totalmente despierta.
– ¿A qué hora llegaste a casa anoche? -le preguntó fríamente mientras él abría un cajón de la cómoda para buscar una camisa limpia.
– A las doce -contestó Dick-. Quizá fuera la una. Cené fuera para que no tuvieras que preocuparte por mí.
– Preferiría que llegaras a casa a una hora civilizada, y que pudiéramos cenar alguno de los platos que te preparo cada noche.
– Tal como te digo continuamente, todo lo que hago redunda en tu interés.
– Empiezo a pensar que no sabes cuál es mi interés -dijo Charlotte.
Dick observó el reflejo de su esposa en el espejo, pero no dijo nada.
– Si no vas a hacer nunca el esfuerzo de sacarnos de este condenado agujero, quizá haya llegado el momento de que yo regrese a Lyon.
– Mi documentación de desmovilización ya no debe tardar mucho tiempo más -dijo Dick, comprobando su nudo Windsor en el espejo-. El coronel Oakshott me ha asegurado que todo estará listo en tres meses como máximo.
– ¿Tres meses más? -preguntó Charlotte con incredulidad.
– Ha surgido algo que podría ser muy importante para nuestro futuro.
– Y, como siempre, supongo que no puedes decirme de qué se trata.
– No, es máximo secreto.
– Muy conveniente -dijo Charlotte-. Cada vez que quiero discutir contigo lo que sucede en nuestra vida, me vienes con que «ha surgido algo», y cuando te pregunto por los detalles, siempre me dices que es máximo secreto.
– Eso no es justo -dijo Dick-. Es algo del máximo secreto. Y todo lo que trato de conseguir será al final para ti y para David.
– ¿Cómo lo sabrías? Nunca estás aquí cuando acuesto a David, y ya te has marchado a la oficina mucho antes de que él se despierte por la mañana. Últimamente te ve tan poco, que ni siquiera está seguro de saber si su padre eres tú o el soldado Benson.
– Tengo responsabilidades que cumplir -dijo Dick, que elevó el tono de voz.
– En efecto -asintió Charlotte-. Responsabilidades con tu familia. Y la más importante debería ser sin duda la de sacarnos lo antes posible de esta ciudad olvidada de Dios.
Dick se puso la chaqueta caqui y se volvió hacia ella.
– Sigo ocupándome de eso. No es nada fácil por el momento. Tienes que procurar comprender.
– Creo que lo comprendo todo muy bien, ya que parece algo notablemente fácil de hacer para otras personas a las que conozco. Y, como no deja de recordarnos el Telegraf, los trenes salen ahora de Berlín por lo menos dos veces al día. Quizá David y yo debamos tomar uno.
– ¿Qué quieres decir con eso? -gritó Dick, que avanzó un paso hacia ella.
– Sencillamente, que una noche podrías regresar a casa y descubrir que ya no tienes esposa ni hijo.
Dick avanzó otro paso hacia ella y levantó el puño, pero Charlotte no se arredró. Dick se detuvo y la miró fijamente a los ojos.
– Vas a tratarme de la misma forma que tratas a todo el mundo por debajo del rango de capitán, ¿verdad?
– No sé ni por qué me molesto -dijo Dick, que bajó el puño-. No me ofreces ningún apoyo cuando más lo necesito, y cada vez que intento hacer algo por ti, no haces más que quejarte. -Charlotte ni siquiera palideció-. Regresa junto a tu familia si eso es lo que deseas, estúpida zorra, pero no creas que voy a ser yo el que vaya corriendo detrás de ti.
Salió hecho una furia del dormitorio, tomó la gorra y el bastón de mando del paragüero, bajó con rapidez la escalera y salió por la puerta. Benson estaba sentado en el jeep, con el motor en marcha, a la espera de llevarlo a la oficina.
– ¿Y dónde demonios te crees que vas a terminar si me dejas? -dijo Armstrong mientras subía al asiento delantero del jeep.
– ¿Cómo ha dicho, señor? -preguntó Benson.
Armstrong se volvió hacia el chófer.
– ¿Está usted casado, Reg? -le preguntó.
– No, señor. Hitler me salvó justo a tiempo.
– ¿Hitler?
– Sí, señor. Fui llamado a filas tres días antes de la boda.
– ¿Y ella le sigue esperando?
– No, señor. Se casó con mi mejor amigo.
– ¿La echa de menos?
– No, pero a él sí.
Armstrong todavía se reía cuando Benson detuvo el jeep delante de la oficina.
La primera persona con la que se encontró en cuanto entró en el edificio fue a Sally.
– ¿Recibió mi mensaje? -preguntó ella.
– ¿Qué mensaje? -replicó Armstrong, que se detuvo inmediatamente.
– Ayer le llamé por teléfono a casa, y le pedí a Charlotte que le dijera que el mayor Forsdyke espera verle en su oficina a las nueve de la mañana.
– Maldita mujer -exclamó Armstrong, que se dio la vuelta, pasó junto a Sally y se dirigió hacia la puerta de salida-. ¿Qué más tengo hoy? -preguntó sin detenerse.
– No hay muchos compromisos -informó ella, echando a correr tras él-, excepto una cena esta noche en honor del mariscal de campo Auchinleck. Charlotte también ha sido invitada. Tiene que estar en el comedor de oficiales a las siete; la cena empezará a las siete y media. Van a estar presentes todos los jefazos.
– No espere que vuelva antes del almuerzo -le dijo Armstrong al llegar a la puerta.
Benson apagó rápidamente el cigarrillo que acababa de encender.
– ¿A dónde vamos esta vez, señor? -preguntó en cuanto Armstrong se hubo instalado a su lado.
– A la oficina del mayor Forsdyke. Necesito estar allí a las nueve.
– Pero, señor… -empezó a decir Benson al tiempo que ponía el motor en marcha.
Decidió no comentarle al capitán que hasta el propio Nuvolari se las vería y desearía para estar en el otro lado del sector en apenas diecisiete minutos.
Armstrong llegó ante la oficina de Forsdyke con sesenta segundos de anticipación. Benson sólo se sentía complacido por el hecho de que no les hubiera detenido la policía militar.
– Buenos días, Armstrong -saludó Forsdyke en cuanto Dick entró en su despacho. Esperó a que él saludara, pero no lo hizo-. Ha surgido algo urgente. Necesitamos que le entregue un paquete a su amigo, el mayor Tulpanov.
– No es mi amigo -replicó Armstrong con sequedad.
– No hay necesidad de ser tan sensible, compañero -dijo Forsdyke-. A estas alturas ya debería saber que no se puede permitir serlo trabajando para mí.
– Yo no trabajo para usted -barbotó Armstrong.
Forsdyke miró al hombre que estaba de pie al otro lado de su mesa. Sus ojos se estrecharon y sus labios se apretaron en una línea recta.
– Soy muy consciente de la influencia que tiene usted en el sector británico, capitán Armstrong, pero me permito recordarle que por muy poderoso que crea ser, mi rango es superior al suyo. Y, quizá lo que sea todavía más importante, yo no tengo ningún interés en aparecer en la primera página de su terrible y pequeño andrajo. Así que será mejor que deje de armar jaleo con su ego excesivamente engreído y se dedique a cumplir con el trabajo que hay que hacer.
Siguió un prolongado silencio.
– ¿Deseaba usted que hiciera una entrega? -consiguió preguntar Armstrong al cabo de un rato.
– Así es -contestó el mayor. Abrió un cajón de la mesa, sacó un paquete del tamaño de una caja de zapatos y se lo entregó a Armstrong-. Ocúpese de que el mayor Tulpanov reciba esto lo antes posible.
Armstrong tomó el paquete, se lo colocó bajo el brazo izquierdo, saludó de una forma exagerada y salió del despacho del mayor.
– Al sector ruso -ladró en cuanto hubo subido al jeep.
– Sí, señor -contestó Benson, complacido por haber podido dar esta vez un par de chupadas a su cigarrillo.
Pocos minutos más tarde, habían cruzado al sector ruso. Armstrong le ordenó que se detuviera junto al bordillo de la acera.
– Espere aquí y no se mueva hasta que yo regrese -le ordenó.
Se bajó del jeep y echó a caminar hacia la Leninplatz.
– Disculpe, señor. -dijo Benson, que bajó del jeep y salió corriendo tras él.
Armstrong se giró en redondo y miró enfurecido a su chófer.
– ¿Qué demonios cree que está haciendo?
– ¿No necesitará esto, señor? -preguntó, tendiéndole el paquete envuelto en papel marrón.
Armstrong le arrebató el paquete y se alejó sin decir una sola palabra. Benson se preguntó si su jefe iría a visitar a una amante, a pesar de que el reloj de la catedral acababa de hacer sonar las diez campanadas.
Al llegar a la Leninplatz, pocos minutos más tarde, todavía no se había aplacado su temperamento. Entró directamente en el edificio y subió rápidamente la escalera, cruzó la estancia donde estaba la secretaria y se dirigió directamente al despacho de Tulpanov.
– Disculpe, señor -dijo la secretaria, que se levantó de un salto.
Pero ya era demasiado tarde. Armstrong llegó ante la puerta de Tulpanov antes de que ella pudiera alcanzarlo. Sin la menor vacilación, la abrió y entró.
Se detuvo en seco al ver con quién estaba hablando Tulpanov.
– Lo siento, señor -balbuceó, y se volvió rápidamente para salir, tropezando casi con la secretaria que llegaba en ese instante.
– No, Lubji, por favor -dijo Tulpanov-. ¿No quiere unirse a nosotros?
Armstrong se volvió, se puso firmes y saludó enérgicamente. Su rostro se enrojecía cada vez más.
– Mariscal -dijo el hombre de la KGB-, creo que no conoce usted al capitán Armstrong, que está a cargo de las relaciones públicas para el sector británico.
Armstrong le estrechó la mano al comandante del sector ruso, y se disculpó de nuevo por haberle interrumpido, aunque esta vez presentó sus excusas en ruso.
– Encantado de conocerle -dijo el mariscal Zhukov en su propia lengua-. Si no me equivoco, creo que esta noche estaré sentado a su lado, durante la cena.
Armstrong le miró, sorprendido.
– No lo creo, señor.
– Oh, sí -afirmó Zhukov-. Esta misma mañana he comprobado la lista de invitados. Tendré el placer de sentarme junto a su esposa.
Se produjo un incómodo silencio durante el que Armstrong decidió no aventurar más opiniones.
– Gracias por venir, señor -dijo entonces Tulpanov, rompiendo el silencio-. Y por haber aclarado ese pequeño malentendido.
El mayor Tulpanov le saludó sin mucho entusiasmo. Zhukov respondió de la misma manera y salió del despacho sin añadir nada más. Una vez que se hubo cerrado la puerta tras él, Armstrong preguntó:
– ¿Es costumbre en su ejército que los mariscales visiten a los mayores?
– Sólo cuando los mayores pertenecen a la KGB -contestó Tulpanov con una sonrisa. Su mirada se fijó en el paquete-. Veo que me trae usted un regalo.
– No tengo ni idea de lo que es -le aseguró Armstrong, entregándole el paquete-. Lo único que sé es que Forsdyke me pidió que se lo entregara inmediatamente.
Tulpanov tomó el paquete y desató lentamente la cuerda, como un niño que desenvolviera un inesperado regalo de Navidad. Apartó el papel marrón que lo envolvía, levantó la tapa de la capa y extrajo un par de zapatos marrones de Church. Se los probó.
– Me sientan perfectamente -dijo, mirándose las puntas, muy brillantes-. Quizá Forsdyke sea lo que su amigo Max llamaría un arrogante hijo de puta, pero siempre se puede confiar en los ingleses para que le suministren a uno las cosas más exquisitas de la vida.
– ¿De modo que no soy más que un chico de los recados? -preguntó Armstrong.
– En nuestro servicio, Lubji, le puedo asegurar que no hay puesto más alto.
– Le dije a Forsdyke, y se lo repito a usted ahora… -empezó a decir Armstrong, levantando la voz.
Pero se detuvo en mitad de la frase.
– Veo que, por usar otra expresión inglesa, hoy se ha levantado por el lado equivocado de la cama -comentó el mayor del KGB. Armstrong estaba de pie ante él, casi temblando de rabia-. No, no, continúe Lubji. Dígame a mí lo que le dijo a Forsdyke.
– Nada. No le dije nada.
– Me alegra oír eso -dijo el mayor-. Porque debe comprender que yo soy la única persona a la que se puede permitir decirle cualquier cosa.
– ¿Qué le hace estar tan seguro de eso? -preguntó Armstrong.
– Porque, lo mismo que Fausto, ha firmado usted un contrato con el diablo. -Hizo una pausa-. Y quizá porque también estoy al corriente de su pequeña argucia para desestabilizar…, ah, otra admirable palabra inglesa que expresa admirablemente sus intenciones…, al señor Julius Hahn.
Por un momento, Armstrong pareció a punto de protestar. El mayor enarcó una ceja, pero Armstrong no dijo nada.
– Debería haberme comunicado su pequeño secreto desde el principio, Lubji -continuó Tulpanov-. Entonces habríamos jugado nuestro papel. Habríamos interrumpido la corriente eléctrica, por no hablar del suministro de papel al taller de Hahn en el sector ruso. Pero claro, probablemente no sabía usted que imprime todas sus revistas en un edificio situado apenas a un tiro de piedra de donde estamos ahora. Si hubiera confiado en nosotros, habríamos podido facilitarle considerablemente al capitán Sackville… el cobro de sus mil dólares.
Armstrong siguió sin decir nada.
– Pero quizá sea exactamente eso lo que había planeado usted. Una ventaja de tres a uno está bastante bien, Lubji, siempre y cuando yo sea uno de los tres.
– Pero ¿cómo ha…?
– Ha vuelto a subestimarnos de nuevo, Lubji. Pero tranquilícese, porque todavía queremos lo mejor para usted. -Tulpanov se dirigió hacia la puerta-. Y dígale al mayor Forsdyke, la próxima vez que lo vea, que todo ha encajado perfectamente.
Estaba claro que, en esta ocasión, no tenía la intención de invitarlo a almorzar. Armstrong saludó, abandonó el despacho de Tulpanov y regresó de malhumor al jeep.
– Al Telegraf -le dijo tranquilamente a Benson.
Sólo fueron retenidos unos pocos minutos en el puesto de control, antes de que se les permitiera acceder al sector británico. Al entrar en los talleres del Telegraf le sorprendió ver las máquinas todavía en marcha. Se dirigió directamente hacia donde estaba Arno, que supervisaba la confección de cada paquete nuevo de periódicos.
– ¿Por qué seguimos imprimiendo? -le gritó Armstrong, tratando de hacerse oír por encima del ruido atronador de las máquinas.
Arno señaló hacia su oficina y ninguno de los dos volvió a hablar hasta que hubo cerrado la puerta tras ellos.
– ¿Es que no se ha enterado todavía? -le preguntó Arno, que le indicó a Armstrong que se sentara en su silla.
– ¿Enterado? ¿De qué?
– Anoche vendimos 350.000 ejemplares del periódico, y todavía quieren más.
– ¿Trescientos cincuenta mil? ¿Y quieren más? ¿Por qué?
– El Berliner no ha podido salir a la calle en los dos últimos días. Julius Hahn me ha llamado esta mañana para decirme que le mantienen cortada la electricidad desde hace cuarenta y ocho horas.
– Qué extraordinaria mala suerte -dijo Armstrong, que trató de mostrarse comprensivo.
– Y, para empeorar las cosas -añadió Arno-, también ha perdido su suministro habitual de papel del sector ruso. Quería saber si nosotros teníamos también el mismo problema.
– ¿Qué le dijo? -preguntó Armstrong.
– Que nosotros no hemos tenido ningún problema desde que usted se hizo cargo de todo -contestó Arno.
Armstrong sonrió y se levantó de la silla.
– Si mañana no logran salir tampoco a la calle -dijo Arno cuando Armstrong ya se dirigía hacia la puerta-, tendremos que tirar por lo menos cuatrocientos mil ejemplares.
Armstrong cerró la puerta tras él y repitió:
– Qué extraordinaria mala suerte.
– Pero si apenas te he visto desde que anunciamos nuestro compromiso -dijo Susan.
– Estoy tratando de sacar adelante un periódico en Adelaida y otro en Sydney -le recordó Keith, que se volvió a mirarla-. Y no es posible estar en dos sitios a la vez.
– Últimamente tampoco te es posible estar mucho tiempo en un sitio -replicó Susan-. Y si te apoderas de ese periódico dominical en Perth, como intentas hacer, por lo que vengo leyendo, ni siquiera podré verte los fines de semana.
Keith comprendió que no era el momento adecuado para decirle que ya había cerrado el trato con el propietario del Perth Sunday Monitor. Se levantó de la cama sin hacer ningún comentario.
– ¿Y adónde vas ahora? -le preguntó antes de que desapareciera en el cuarto de baño.
– Tengo un desayuno de trabajo en la ciudad -gritó Keith desde el otro lado de la puerta cerrada.
– ¿Un domingo por la mañana?
– Era el único día en que él podía verme. Ese hombre ha venido especialmente en avión desde Brisbane.
– Pero íbamos a pasar el domingo navegando, ¿o es que también se te había olvidado eso?
– Claro que no lo había olvidado -contestó Keith, que salió del cuarto de baño-. Precisamente por eso acordé un desayuno de trabajo. Regresaré antes de que estés preparada para salir.
– ¿Como sucedió el domingo pasado?
– Eso fue diferente -intentó explicar Keith-. El Perth Monitor es un periódico dominical, y si voy a comprarlo, ¿de qué otra forma puedo descubrir cómo es si no estoy allí el día que sale?
– ¿De modo que lo has comprado? -preguntó Susan.
Keith se puso los pantalones y se volvió a mirarla tímidamente.
– Sí, hemos llegado a un acuerdo legal. Pero el periódico cuenta con un equipo directivo de primera clase, de modo que no habrá razones para que vaya a Perth con tanta frecuencia.
– ¿Y el personal editorial? -preguntó Susan mientras Keith se ponía una chaqueta deportiva-. Si éste sigue la misma pauta que todos los demás periódicos de los que te has apoderado, vivirás encima de ellos durante los seis primeros meses.
– No, las cosas no serán tan malas, te lo prometo -le aseguró Keith-. Tú procura estar preparada para marcharnos en cuanto regrese. -Se inclinó sobre ella y la besó en la mejilla-. No debería ser más de una hora, dos como máximo.
Cerró la puerta del dormitorio antes de que ella tuviera la oportunidad de hacer ningún otro comentario.
Una vez que Townsend se instaló en el asiento delantero del coche, el chófer hizo girar la llave de contacto.
– Dígame, Sam, ¿le incordia mucho su mujer por las horas que tiene que trabajar para mí?
– Sería muy difícil decirlo, señor, ya que últimamente ha dejado de hablarme.
– ¿Cuánto tiempo llevan casados?
– Once años.
Decidió no hacerle a Sam más preguntas sobre el matrimonio. Mientras el coche se dirigía a la ciudad, trató de apartar a Susan de sus pensamientos, y procuró concentrarse en la reunión que estaba a punto de celebrar con Alan Rutledge. No lo conocía, pero todos los que trabajaban en el mundo del periodismo conocían la fama de Rutledge como periodista ganador de premios, y como un hombre capaz de tumbar a cualquiera bebiendo. Para que la última idea de Townsend tuviera posibilidades de éxito necesitaba a alguien con la capacidad de Rutledge para hacerla despegar.
Sam giró por Elizabeth Street y se detuvo ante la entrada del Town House Hotel. Townsend sonrió al ver el Sunday Chronicle situado en lo alto de la estantería del quiosco de prensa, y recordó su artículo de fondo de esa mañana. Una vez más, el periódico les decía a sus lectores que había llegado el momento para que el señor Menzies abandonara el cargo y dejara paso a un hombre más joven y más en sintonía con las aspiraciones de los australianos modernos.
– Tardaré aproximadamente una hora. Dos como máximo -dijo Townsend al detenerse el coche junto a la acera.
Sam sonrió para sus adentros mientras su jefe bajaba del coche, empujaba las puertas giratorias de entrada al hotel y desaparecía en su interior.
Townsend cruzó rápidamente el vestíbulo y entró en la sala de desayunos. Miró a su alrededor y vio a Alan Rudedge sentado a solas en una mesa situada junto a la ventana. Fumaba un cigarrillo y leía el Sunday Chronicle.
Se levantó en cuanto Townsend se dirigió hacia la mesa. Se estrecharon la mano formalmente y Rutledge dejó el periódico a un lado.
– Veo que sigue llevando al Chronicle hacia la parte más baja del mercado -le dijo con una sonrisa. Townsend miró el titular: «Cabeza disecada encontrada en lo alto de un autobús de Sydney»-. Yo diría que no es un titular que siga la tradición de sir Somerset Kenwright.
– No -admitió Townsend-, pero tampoco lo son los beneficios. Ahora vendemos cien mil ejemplares diarios más de los que se vendían cuando él era el propietario, y los beneficios han aumentado en un 17 por ciento. -Levantó la mirada hacia la camarera que acababa de llegar-. Sólo café para mí, y quizá una tostada.
– Espero que no pensará pedirme que sea el próximo director del Chronicle -dijo Rudedge, que encendió otro cigarrillo marca Turf.
Townsend miró el cenicero que estaba sobre la mesa, y observó que éste era el cuarto que fumaba Rutledge desde que llegara a la mesa.
– No -dijo Townsend-. Bruce Kelly es el hombre adecuado para el Chronicle. Lo que tengo en mente para usted es algo mucho más apropiado.
– ¿Y qué sería eso? -preguntó Rudedge.
– Un periódico que ni siquiera existe todavía, excepto en mi imaginación -contestó Townsend-. Pero le necesito para que me ayude a crearlo.
– ¿Y en qué ciudad ha pensado para ello? -preguntó Rudedge-. La mayoría de ellas ya tienen demasiados periódicos, y en las que no los tienen se ha creado un monopolio virtual. Ningún ejemplo mejor de ello que Adelaida.
– No puedo estar en desacuerdo con eso -admitió Townsend mientras la camarera le servía una taza de café humeante-. Pero lo que este país no tiene por el momento es un periódico nacional para todos los australianos. Quiero crear un periódico que se llame Continent, que se venderá desde Sydney a Perth y en todas las ciudades intermedias. Quiero que sea el Times de Australia, y que todo el mundo lo considere como el periódico de mayor calidad de Australia. Y, lo que es más importante, quiero que sea usted su primer director.
Alan respiró profundamente y no dijo nada durante un rato.
– ¿Dónde tendría su sede? -preguntó al fin.
– En Canberra. Tiene que partir de la capital política, donde se toman las decisiones que afectan al país. Nuestra principal tarea será contratar a los mejores periodistas disponibles. Es ahí donde entra usted en juego, porque es mucho más probable que acepten participar si saben que va a ser usted el director.
– ¿En cuánto tiempo cree que se puede organizar todo? -preguntó Rudedge, que aplastó su quinto cigarrillo.
– Espero tenerlo en la calle dentro de seis meses -contestó Townsend.
– ¿Y qué tirada espera alcanzar? -preguntó Rutledge, que ya encendía un nuevo cigarrillo.
– Entre doscientos y doscientos cincuenta mil ejemplares durante el primer año, para aumentar a cuatrocientos mil.
– ¿Durante cuánto tiempo seguirá adelante con el proyecto en el caso de que no se alcancen esas cifras?
– Dos años, quizá tres. Pero mientras no pierda dinero, lo mantendré siempre.
– ¿Y en qué clase de salario ha pensado para mí? -preguntó Alan.
– Diez mil al año, junto con todos los extra habituales.
Una sonrisa apareció en el rostro de Rutledge, pero Townsend ya sabía que eso casi duplicaba lo que ganaba con su trabajo actual.
Una vez que Townsend hubo terminado de contestar a todas sus preguntas, y Rudedge hubo abierto otro paquete de cigarrillos, ya casi era la hora de pedir un almuerzo temprano. Cuando Townsend se levantó finalmente de la mesa y ambos se estrecharon nuevamente la mano, Rudedge le dijo que reflexionaría sobre su propuesta y le daría una contestación al final de la semana.
Durante el trayecto de regreso a Darling Point, Townsend se preguntó hasta qué punto le entusiasmaría a Susan la idea de que él viajara entre Sydney, Canberra, Adelaida y Perth cada siete días. No abrigaba muchas dudas acerca de cuál sería su reacción.
Al enfilar el coche el camino de entrada, pocos minutos antes de la una, lo primero que vio Keith fue a Susan que bajaba por él llevando un gran cesto en una mano, y una bolsa llena de ropa de playa en la otra.
– Cierra la puerta -fue todo lo que dijo al cruzarse con Keith, antes de seguir caminando hacia el coche.
Keith acababa de cerrar los dedos sobre el pomo de la puerta cuando empezó a sonar el teléfono. Vaciló un momento y decidió decirle a quien fuese que tendría que volver a llamar por la noche.
– Buenas tardes, Keith. Soy Dan Hadley.
– Buenas tardes, senador -contestó Keith-. Tengo un poco de prisa. ¿Le importaría llamarme esta noche?
– No tendrá ninguna prisa en cuanto se entere de lo que tengo que decirle -le aseguró el senador.
– Le escucho, Dan, pero tendrá que ser rápido.
– Acabo de colgar el teléfono después de hablar con el director general de Correos. Me dice que Bob Menzies está dispuesto a apoyar la creación estatal de una nueva red comercial de radio. También me indica que Hacker y Kenwright no participarán en la carrera, puesto que ya controlan sus propias redes, de modo que esta vez puede participar usted con una buena posibilidad de llevarse el gato al agua.
Keith se sentó en la silla, junto al teléfono y escuchó con atención el plan de campaña propuesto por el senador. Hadley estaba al tanto de que Townsend ya había hecho sin éxito ofertas por las redes de sus rivales. Pero sus intentos habían sido rechazados porque Hacker seguía teniendo clavada la espina de no haber podido hacerse con el Chronicle, y en cuanto a Kenwright, ya no se hablaba con Townsend.
Cuarenta minutos más tarde Townsend colgó el teléfono, salió corriendo y cerró de un portazo. El coche ya no estaba allí. Lanzó una maldición, volvió a subir el sendero y entró en la casa. Pero ahora que Susan se había marchado sin él, decidió que bien podría poner en práctica las primeras sugerencias del senador. Tomó el teléfono y marcó un número que le pondría en contacto directo con el despacho del director.
– Sí -dijo una voz que Townsend reconoció con aquella sola palabra.
– Bruce, ¿cuál es el artículo de fondo para la edición de mañana? -preguntó sin molestarse en anunciar quién era.
– El por qué Sydney no necesita un Teatro de la Ópera y sí otro puente -contestó Bruce.
– Ya lo puede eliminar -dijo Townsend-. Dentro de una hora tendré doscientas palabras escritas, listas para usted.
– ¿Cuál será el tema, Keith?
– Les diré a nuestros lectores el magnífico trabajo que está haciendo Bob Menzies como primer ministro, y lo estúpido que sería sustituir a un estadista como él por otro apparatchik inexperto y todavía verde.
Townsend se pasó la mayor parte de los seis meses siguientes encerrado en Canberra con Alan Rutledge, dedicados ambos a preparar el lanzamiento del nuevo periódico. Todo iba retrasado, desde la localización de las oficinas donde emplear al mejor personal administrativo, hasta atraerse la colaboración de los periodistas más experimentados. Pero el mayor problema de Townsend consistía en disponer de tiempo suficiente para ver a Susan, porque cuando no estaba en Canberra se encontraba inevitablemente en Perth.
El Continent llevaba en la calle sólo un mes y su director de banco ya empezaba a recordarle que su liquidez sólo seguía un camino: hacia abajo. Susan, por su parte, le dijo que incluso los fines de semana él seguía siempre un camino: retroceder.
Townsend se encontraba en la sala de redacción, hablando con Alan Rutledge, cuando sonó el teléfono. El director puso la mano sobre el aparato y le advirtió que era Susan quien llamaba.
– Oh, santo Dios, se me había olvidado. Es su cumpleaños y teníamos la intención de almorzar en casa de su hermana, en Sydney. Dígale que estoy en el aeropuerto. Haga lo que haga, no permita que sepa que todavía estoy aquí.
– Hola, Susan -dijo Alan al teléfono-. Acaban de comunicarme que Keith se marchó hace un rato al aeropuerto, de modo que ya debe estar camino de Sydney. -Escuchó con atención su respuesta-. Sí… Está bien… Así lo haré. -Colgó el teléfono-. Dice que si sale ahora mismo llegará al aeropuerto justo a tiempo para tomar el vuelo de las 8,25.
Townsend salió del despacho de Alan sin despedirse siquiera, saltó a una camioneta de reparto y él mismo la condujo hasta el aeropuerto, donde ya había pasado la mayor parte de la noche anterior. Uno de los problemas que no había considerado al elegir Canberra como sede del periódico era la gran cantidad de días que los aviones no podrían despegar debido a la niebla. Durante las cuatro últimas semanas, tenía la sensación de haber pasado la mitad del tiempo comprobando los partes meteorológicos, y la otra mitad en las pistas, distribuyendo liberalmente dinero entre unos pilotos reacios, que se estaban convirtiendo rápidamente en los repartidores de periódicos más caros del mundo.
Se sintió complacido con la acogida inicial experimentada por el Continent, y las ventas alcanzaron rápidamente los doscientos mil ejemplares. Pero la novedad de tener un periódico nacional parecía agotarse rápidamente y las cifras descendían ahora de modo continuado. Alan Rutledge producía el periódico que Townsend le había pedido, pero el Continent no demostraba ser el periódico que el pueblo australiano creía necesitar.
Por segunda vez aquella mañana, Townsend entró en el aparcamiento del aeropuerto. Pero, esta vez, brillaba el sol y se había levantado la niebla. El avión a Sydney despegó a su hora, pero no fue el de las 8,25. La azafata le ofreció un ejemplar del Continent, pero sólo porque cada avión que despegaba de la capital recibía un ejemplar gratuito para cada pasajero. De ese modo, las cifras de circulación se mantenían por encima de los doscientos mil, y eso hacía felices a los anunciantes.
Pasó las páginas de un periódico del que tenía la sensación que su padre se habría sentido orgulloso. Era lo más aproximado al The Times de que disponía Australia. Y también tenía algo más en común con aquel distinguido periódico: perdía dinero con rapidez. Townsend ya se daba cuenta de que si quería obtener un beneficio, tendría que rebajar la calidad del periódico. Se preguntó hasta qué punto estaría Alan Rutledge dispuesto a seguir siendo el director una vez que se enterara de sus propósitos.
Continuó pasando las páginas hasta que su mirada se posó sobre una columna titulada: «Próximos acontecimientos». Su matrimonio con Susan dentro de seis días se presentaba como «la boda del año». El periódico anunciaba que estaría presente la flor y nata de la sociedad australiana, aparte del primer ministro y de sir Somerset Kenwright. Sería un día en el que Keith tendría que estar en Sydney desde la mañana hasta la noche, porque no tenía la intención de llegar tarde a su propia boda.
Pasó a la última página para comprobar qué se emitía por la radio. Victoria jugaba al críquet contra Nueva Gales del Sur, pero ninguna de las emisoras de radio se ocupaba de cubrir el partido, de modo que no podría seguirlo. Después de meses de forzar las cosas, de invertir en causas en las que no creía y de apoyar a políticos a los que despreciaba, Townsend no había logrado conseguir la franquicia de la nueva red de radio. Había estado presente en la galería de visitantes de la Cámara de Representantes para escuchar al director general de Correos anunciar que la franquicia había sido concedida a alguien que siempre había apoyado al Partido Liberal. Aquella misma noche el senador Hadley le confió a Townsend que el propio primer ministro había bloqueado personalmente su solicitud. Con la caída en las ventas del Continent, el dinero empleado inútilmente en asegurarse la franquicia de radio y su madre y Susan quejándose continuamente de que nunca le veían el pelo, este año no parecía que fuera a ser precisamente glorioso.
Una vez que el avión se detuvo ante la terminal del aeropuerto Kingsford-Smith, Townsend bajó corriendo la escalerilla, cruzó la pista, pasó por la terminal de llegadas y salió a la acera para encontrarse con Sam, que ya estaba de pie junto al coche, esperándole.
– ¿Qué es eso? -preguntó Townsend, que señaló un gran paquete elegantemente envuelto, en el asiento trasero.
– Es un regalo de cumpleaños para Susan. A Heather le pareció que quizá no encontraría usted nada apropiado en Canberra.
– Que Dios la bendiga -dijo Townsend.
Aunque Heather sólo llevaba cuatro meses con él, ya estaba demostrando ser una digna sucesora de Bunty.
– ¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar allí? -preguntó Townsend con impaciencia, mirando su reloj.
– Si el tráfico se mantiene tan fluido como hasta ahora, no tardaremos más de veinte minutos.
Townsend procuró relajarse, pero no pudo evitar el pensar en el mucho trabajo que le quedaba por hacer antes de la boda. Ya empezaba a lamentar haberse comprometido a pasar una luna de miel de dos semanas.
El coche se detuvo finalmente ante una pequeña casa con terraza, en los barrios del sur. Sam se inclinó y le entregó el regalo a su jefe. Townsend sonrió, bajó del coche y corrió sendero arriba. Susan le abrió la puerta antes de que él llamara. Estaba a punto de discutir de nuevo con él, cuando Keith le dio un prolongado beso y le entregó el paquete. Susan sonrió y lo condujo hasta el salón, donde en ese momento acababan de entrar el pastel de cumpleaños.
– ¿Qué hay dentro? -preguntó ella, agitando el paquete como una niña.
Townsend se detuvo a tiempo, antes de contestar: «No tengo la menor idea», y consiguió decir:
– No te lo voy a decir, pero creo que te gustará lo que he elegido.
Casi estuvo a punto de decir «el color».
La besó en la mejilla y tomó asiento en la silla vacía situada entre la hermana y la madre de Susan. Todos la miraron, mientras ella empezaba a desenvolver el paquete. Keith esperó con la misma expectativa que todos los demás. Susan levantó la tapa y extrajo un largo abrigo de cachemira, de color azul claro, que había visto por primera vez en Farmers hacía más de un mes. Casi podría haber jurado que en aquella ocasión no estaba acompañada por Keith.
– ¿Cómo sabías que éste es mi color favorito? -le preguntó.
Keith no tenía ni la menor idea, pero sonrió como si guardara un secreto y volvió su atención al trozo de tarta sobre el plato colocado ante él. El resto de la comida se dedicó a revisar los planes de boda, y Susan le advirtió que el discurso que pronunciaría Bruce Kelly durante la recepción no debía seguir en modo alguno la misma vena que los editoriales del periódico.
Después del almuerzo, Susan ayudó a su madre y a su hermana a recoger la mesa, mientras los hombres se sentaban junto a la radio, en el salón. A Keith le sorprendió comprobar que el partido de críquet se retransmitía.
– ¿Qué emisora estamos sintonizando? -le preguntó al padre de Susan.
– La 2WW de Wollongong.
– Pero no se puede sintonizar la 2WW en Sydney.
– Se puede, en los barrios del sur -replicó él.
– Wollongong es una ciudad pequeña y poco importante, ¿verdad? -preguntó Keith.
– En mi adolescencia lo era. Sólo tenía dos minas de carbón y un hotel. Pero su población se ha duplicado en los diez últimos años.
Keith prestó atención a los comentarios del partido, pero su mente ya estaba en Wollongong. En cuanto le pareció prudente, se dirigió a la cocina, donde encontró a las mujeres sentadas alrededor de la mesa, hablando todavía de la boda.
– Susan, ¿viniste con tu coche? -preguntó Keith.
– Sí, llegué anoche y me he quedado a dormir.
– Estupendo. Le pediré a Sam que le lleve ahora a casa. Me siento un poco culpable por tenerlo pendiente de mí durante tanto tiempo. ¿Te veré dentro de una hora?
La besó en la mejilla y se volvió para marcharse. Ya había descendido la mitad del sendero antes de que Susan se diera cuenta de que habría podido despedir a Sam hacía horas, porque ambos podrían haber regresado en su coche a casa.
– ¿De regreso a Darling Point, jefe?
– No -contestó Keith-. A Wollongong.
Sam hizo girar el coche trazando un círculo y al llegar al final de la calle giró a la izquierda para unirse al tráfico de la tarde que salía de Sydney por la Princes Highway. Keith sospechaba que aunque le hubiera dicho «a Wagga Wagga» o «a Broken Hill», Sam ni siquiera habría enarcado una ceja.
Pocos momentos después, Keith se había quedado dormido, con la sensación de que aquel viaje sería probablemente una pérdida de tiempo. Al pasar ante un cartel que decía: «Bienvenido a Wollongong», Sam dobló bruscamente en la siguiente esquina, lo que despertó al jefe.
– ¿Quiere ir a algún sitio en particular? -preguntó-. ¿O quiere comprar ahora una mina de carbón?
– No, en realidad, ando buscando una emisora de radio -contestó Keith.
– Entonces supongo que tiene que estar cerca de esa gran antena que sobresale por ahí -dijo Sam.
– Apuesto a que ganó un premio por observador cuando estuvo en los exploradores.
Pocos minutos más tarde, Sam se detuvo ante un edificio que mostraba un cartel de desvaídas letras blancas sobre su techo de plancha ondulada. El cartel indicaba: «2WW».
Townsend bajó del coche, subió los escalones, empujó la puerta y entró en un pequeño despacho. La joven recepcionista dejó la labor de punto que hacía y levantó la mirada.
– ¿En qué puedo servirle? -le preguntó.
– ¿Sabe usted quién es el propietario de esta emisora? -le preguntó Townsend.
– Sí, lo sé -contestó ella.
– ¿Y quién es? -preguntó Townsend.
– Mi tío.
– ¿Y quién es su tío?
– Ben Ampthill -contestó mirándole fijamente-. No es usted de por aquí, ¿verdad?
– No, no lo soy -admitió Townsend.
– No creía haberle visto antes.
– ¿Sabe usted dónde vive?
– ¿Quién?
– Su tío, claro.
– Sí, claro que lo sé.
– ¿Y le parece que sería posible que me dijera dónde? -preguntó Townsend, que hacía grandes esfuerzos para que su voz no sonara exasperada.
– Claro que es posible. Vive en la gran casa situada sobre la colina, en Woonona, en las afueras de la ciudad. No tiene pérdida.
Townsend abandonó el edificio rápidamente, subió de nuevo al coche y le indicó la dirección a Sam.
Resultó que la joven recepcionista tenía razón en una cosa: era difícil pasar por alto la gran casa blanca situada sobre la colina. Sam salió de la calle principal, y redujo la velocidad al pasar entre las grandes puertas abiertas de hierro forjado, para subir por un largo camino hacia la casa. Se detuvieron delante de un pequeño pórtico.
Townsend golpeó el gran picaporte negro y esperó pacientemente. Ya tenía preparado lo que diría: «Siento molestarle un domingo por la tarde, pero confiaba en tener la oportunidad de hablar un momento con el señor Ampthill».
Una mujer de edad mediana le abrió la puerta. Llevaba un elegante vestido estampado de flores, y parecía como si le estuviera esperando.
– ¿Señora Ampthill?
– Sí. ¿En qué puedo servirle?
– Me llamo Keith Townsend. Siento molestarla un domingo por la tarde, pero confiaba en poder hablar un momento con su esposo.
– Mi sobrina tenía razón -dijo la señora Ampthill-. No es usted de por aquí. De otro modo sabría que a Ben siempre se le puede encontrar en las oficinas de la mina, de lunes a viernes, se toma libre el sábado para jugar al golf, va a la iglesia el domingo por la mañana, y pasa la tarde en la emisora de radio, escuchando el partido de críquet. Creo que ésa fue la única razón por la que compró esa emisora de radio.
Townsend sonrió ante aquella información.
– Gracias por su ayuda, señora Ampthill. Siento haberla molestado.
– No ha sido ninguna molestia -replicó ella y se quedó ante la puerta, viendo cómo él regresaba rápidamente hacia su coche.
– De vuelta a la emisora de radio -dijo Townsend, que no estaba dispuesto a admitir su error ante Sam.
Al dirigirse hacia el mostrador de recepción por segunda vez, preguntó inmediatamente:
– ¿Por qué no me dijo que su tío estaba aquí?
– Porque no me lo preguntó -contestó la joven, sin molestarse en levantar la mirada de su labor de punto.
– Bien, ¿dónde está exactamente? -preguntó Townsend pronunciando lentamente las palabras.
– En su despacho.
– ¿Y dónde está su despacho?
– En el tercer piso.
– ¿De este mismo edificio?
– Desde luego -contestó ella mirándolo como si estuviera tratando con un estúpido.
Al no encontrar la menor señal de ascensor, Townsend subió la escalera hasta el tercer piso. Miró a uno y otro lado del pasillo, pero no encontró nada que le indicara dónde podría estar el despacho del señor Ampthill. Tuvo que llamar a varias puertas antes de que una voz le contestara.
– Pase.
Townsend empujó la puerta y se encontró con un hombre grueso y calvo, que llevaba una camiseta y tenía los pies apoyados sobre la mesa. Escuchaba los últimos minutos del partido que Townsend había seguido a primeras horas de la tarde. Se giró en redondo, miró a Townsend y le dijo:
– Siéntese, señor Townsend. Pero no diga nada todavía, porque sólo necesitamos otra carrera para ganar.
– Yo también apoyo a Nueva Gales del Sur -dijo Townsend.
Ben Ampthill sonrió cuando la siguiente bola fue golpeada. Sin mirar a Townsend, se inclinó hacia atrás y le tendió una botella de Resch's y un abridor.
– Un par de bolas más serán suficientes, y entonces estaré con usted -le dijo.
Ninguno de los dos dijo nada hasta que no se anotaron los tantos de las siete últimas carreras. Luego, el señor Ampthill se inclinó hacia adelante, levantó un puño al aire y exclamó:
– Eso será suficiente para asegurarnos la Ensaladera Sheffield. -Bajó los pies de la mesa, se giró, extendió una mano hacia él y añadió-: Soy Ben Ampthill.
– Keith Townsend.
– Sí, sé quién es usted -asintió Ampthill-. Mi esposa me llamó para decirme que había estado en la casa. Pensó que podría ser una especie de vendedor, con ese elegante traje y llevando corbata un domingo por la tarde.
Townsend hizo un esfuerzo por no echarse a reír.
– No, señor Ampthill, no soy…
– Llámeme Ben, como todo el mundo.
– No, Ben, no soy un vendedor. Soy un comprador.
– ¿Y qué espera usted comprar, joven?
– Su emisora de radio.
– No está a la venta, Keith. No, a menos que quiera en el lote un periódico local, un hotel sin ninguna estrella y un par de minas de carbón. Porque todo eso forma parte de la misma compañía.
– ¿Quién es propietario de la compañía? -preguntó Townsend-. Es posible que los accionistas puedan considerar…
– Sólo hay dos accionistas -explicó Ben-. Pearl y yo. De modo que aunque yo quisiera vender, tendría que convencerla a ella.
– Pero si es usted el propietario de la compañía… -Townsend vaciló un instante-, junto con su esposa, está en su mano el venderme la emisora de radio.
– Desde luego -asintió Ben-. Pero no voy a hacerlo. Si quiere usted la emisora, va a tener que comprarlo todo.
Después de tomar varias botellas más de Resch's y de otra hora de regateo, Townsend terminó por darse cuenta de que la sobrina de Ben no había heredado ningún gen de esta parte de la familia.
Cuando Townsend salió finalmente del despacho de Ben ya había oscurecido, y la recepcionista se había marchado. Se dejó caer en el asiento del coche y le dijo a Sam que lo llevara de nuevo a casa de los Ampthill.
– Y, a propósito -le comentó mientras hacía girar el coche-, tenía usted razón con respecto a las minas de carbón. Soy ahora el orgulloso propietario de dos de ellas, así como de un periódico local y un hotel. Pero lo más importante de todo es que soy propietario de una emisora de radio. El trato, sin embargo, no quedará ratificado hasta que no haya cenado con el otro accionista, sólo para estar seguros de que ella da su beneplácito.
A la una de la madrugada, al entrar en la casa, a Keith no le sorprendió encontrar dormida a Susan. Cerró en silencio la puerta del dormitorio y se dirigió a su despacho, en la planta baja, donde se sentó ante la mesa y empezó a tomar notas. No tardó mucho en preguntarse cuál sería la hora más temprana a la que podría llamar a su abogado. La estableció en las seis treinta y cinco, y ocupó el tiempo que le quedaba en tomar una ducha, cambiarse de ropa, preparar una maleta, desayunar algo y leer las primeras ediciones de los periódicos de Sydney, que le dejaban siempre a la puerta de su casa a las cinco de la mañana.
A las siete menos veinticinco salió de la cocina, regresó al despacho y marcó el número de la casa de su abogado. Una voz soñolienta contestó al teléfono.
– Buenos días, Clive. Me ha parecido conveniente informarle que acabo de comprar una mina de carbón. Dos, para ser más exactos.
– ¿Y por qué demonios ha hecho usted eso, Keith? -preguntó una voz ahora mucho más despierta.
Townsend tuvo que emplear otros cuarenta minutos para explicarle a qué había dedicado la tarde del día anterior y el precio acordado por la transacción. La pluma de Clive no dejaba de tomar notas en el bloc que tenía sobre la mesita de noche, que siempre estaba preparado por si acaso llamaba Townsend.
– Mi primera impresión es que todo parece indicar que el señor Ampthill ha hecho un buen negocio -dijo Clive una vez que su cliente dejó de hablar.
– Desde luego que sí -admitió Townsend-. Y si hubiera querido demostrarlo, también me habría podido tumbar con la bebida.
– Bien, le llamaré a lo largo de esta mañana para fijar una reunión, de modo que podamos darle sustancia a este acuerdo.
– No puedo hacerlo -dijo Townsend-. Debo tomar el primer vuelo a Nueva York si quiero que este acuerdo valga la pena. Tendrá usted que concertar los detalles con Ben Ampthill. No es la clase de hombre que deja de cumplir la palabra acordada.
– Pero voy a necesitar la información que usted me proporcione.
– Acabo de dársela -dijo Townsend-. Asegúrese de tener el contrato preparado para la firma en cuanto regrese.
– ¿Cuánto tiempo estará fuera? -preguntó Clive.
– Cuatro días. Cinco como máximo.
– ¿Cree que podrá conseguir todo lo que necesita en cinco días?
– Si no pudiera, tendré que dedicarme a la minería del carbón.
Una vez colgado el teléfono, Townsend regresó al dormitorio y tomó la maleta. Decidió no despertar a Susan; marcharse a Nueva York tan de improviso le exigiría muchas explicaciones. Le escribió una nota y se la dejó sobre la mesa del salón.
Al ver a Sam esperándole al final del sendero, Townsend no pudo evitar el pensar que él tampoco había dormido mucho aquella noche. Ya en el aeropuerto, le dijo que estaría de regreso en algún momento, a lo largo del viernes.
– No olvide que se casa el sábado, jefe.
– Ni siquiera yo podría olvidarme de eso -dijo Townsend-. No hay necesidad de preocuparse. Estaré de regreso por lo menos veinticuatro horas antes.
Ya en el avión, se quedó dormido momentos después de haberse abrochado el cinturón de seguridad. Al despertar, varias horas más tarde, ni siquiera recordaba adónde iba o por qué. Entonces, lo recordó todo. Él y su equipo de radio habían pasado varios días en Nueva York durante sus preparativos para presentar la oferta anterior para la franquicia de la red de radio, y ese año había efectuado otras tres visitas a la ciudad para llegar a acuerdos con redes y agencias estadounidenses que se habrían convertido inmediatamente en una programación en el caso de haber conseguido la franquicia. Ahora, pretendía aprovechar todo ese trabajo realizado previamente.
Un taxi le llevó desde el aeropuerto hasta el Pierre. A pesar de que estaban bajadas las cuatro ventanillas, Townsend ya se había quitado la corbata y desabrochado el cuello de la camisa mucho antes de llegar al hotel.
La recepcionista le dio la bienvenida como si hubiera hecho cincuenta viajes a Nueva York en ese año, y dio instrucciones a un mozo para que acompañara al señor Townsend a «su habitación habitual». Otra ducha, un nuevo cambio de ropa, un desayuno tardío y varias llamadas telefónicas fueron suficientes para que Townsend empezara a desplazarse por la ciudad, de un agente a otro, de una red de radio a otra, de un estudio a otro, en un intento por cerrar acuerdos durante los desayunos, almuerzos y cenas y, a veces, incluso a altas horas de la noche.
Cuatro días más tarde, había adquirido los derechos australianos para la mayoría de los mejores programas radiofónicos estadounidenses para la temporada, con opciones sobre ellos durante otros cuatro años. Firmó el último acuerdo apenas un par de horas antes de que su vuelo despegara de regreso a Sydney. Hizo la maleta, llena de ropa sucia, ya que no estaba de acuerdo en pagar facturas innecesarias de lavandería, y tomó un taxi al aeropuerto.
Una vez que despegó el avión se dedicó a redactar un artículo de quinientas palabras, a revisar sus párrafos y cambiar frases, hasta que quedó satisfecho con el resultado final para la primera página. Al aterrizar en Los Angeles, buscó el teléfono público más cercano y llamó a la oficina de Bruce Kelly. Le sorprendió no encontrar al director en su despacho. El subdirector le aseguró que todavía tenía tiempo para llegar a la edición final, y le dictó rápidamente el texto a una taquimecanógrafa. Mientras dictaba el artículo, se preguntó cuánto tiempo tardarían en llamarle por teléfono Hacker y Kenwright, rogándole llegar a un acuerdo, ahora que les había roto su querido cártel radiofónico.
Oyó su nombre, anunciado por los altavoces, y tuvo que correr para llegar a tiempo de tomar el avión, cuya puerta se cerró en cuanto él subió a bordo. Una vez instalado en su asiento, sus ojos no volvieron a abrirse hasta que el avión aterrizó en Sydney a la mañana siguiente.
Al llegar a la zona de recogida de equipaje, llamó a Clive Jervis mientras esperaba a que apareciera su maleta. Miró el reloj al escuchar la voz de Clive en el otro extremo de la línea.
– Espero no haberle sacado de la cama -le dijo.
– En absoluto, me estaba preparando para asistir a la boda -contestó el abogado.
Townsend ni siquiera le preguntó a qué boda se refería, ya que sólo le interesaba saber si Ampthill había firmado el contrato.
– Permítame decírselo antes de que me lo pregunte -empezó a informarle Clive-. Es usted ahora el orgulloso propietario del Wollongong Times, el Grand Hotel de Wollongong, dos minas de carbón y una emisora de radio conocida como la 2WW, que puede sintonizarse hasta Nowra por el sur y hasta las afueras meridionales de Sydney por el norte. Sólo espero que sepa en qué anda metido, Keith, porque yo no tengo ni la menor idea.
– Lea la primera página del Chronicle de esta mañana -le dijo Townsend-. Eso le permitirá comprenderlo.
– Nunca leo los periódicos el sábado por la mañana -dijo Clive-. Creo que tengo derecho a un día libre a la semana.
– Pero hoy es viernes -le recordó Townsend.
– Quizá sea viernes en Nueva York -replicó Clive-, pero le aseguro que aquí, en Sydney, es sábado. Me estoy preparando para verle en la iglesia dentro de una hora.
– Oh, Dios mío -exclamó Townsend.
Colgó el teléfono, echó a correr hasta la aduana sin preocuparse por recoger su maleta, y salió finalmente a la acera para encontrarse con Sam, que esperaba junto al coche, con aspecto ligeramente agitado. Townsend se metió de un salto en el asiento delantero.
– Creía que era viernes -dijo por toda explicación.
– No, señor, me temo que hoy es sábado -dijo Sam-. Y tiene usted previsto casarse dentro de cincuenta y seis minutos.
– Pero entonces no tengo tiempo de regresar a casa y cambiarme.
– No se preocupe -le tranquilizó Sam-. Heather se ha ocupado de dejarle todo lo que necesitará en el asiento de atrás.
Keith se volvió y encontró un montón de ropa, un par de gemelos de oro y un clavel rojo, todo perfectamente dispuesto para él. Se quitó rápidamente la chaqueta y empezó a desabrocharse los botones de la camisa.
– ¿Llegaremos a tiempo? -preguntó.
– Llegaremos a St. Peter cinco minutos antes de la hora prevista -contestó Sam, mientras Keith dejaba caer al suelo del asiento trasero la camisa del día anterior. Tras una pausa, el chófer añadió-: Siempre que no se produzca ningún atasco en el tráfico y encontremos en verde todos los semáforos.
– ¿De qué otra cosa debería preocuparme? -preguntó Keith haciendo un esfuerzo por introducir el brazo derecho en la manga de la camisa almidonada.
– Creo que entre Heather y Bruce se han ocupado de pensar en todo -le aseguró Sam.
Keith consiguió finalmente introducir el brazo por la manga correcta, y luego preguntó si Susan se daría cuenta de que acababa de regresar de viaje.
– No lo creo -contestó Sam-. Ha pasado los últimos días en casa de su hermana, en Kogarah, desde donde acudirá directamente a la iglesia. Ha llamado un par de veces esta mañana, pero le dije que estaba usted en la ducha.
– Me vendría bien una ducha.
– Habría tenido que llamarla por teléfono si no hubiera llegado usted en ese vuelo.
– Seguro, Sam. Esperemos que la novia llegue unos minutos tarde, como sucede tradicionalmente.
Keith se inclinó hacia atrás y tomó un par de pantalones grises a rayas, con los tirantes ya colocados, y que no se había puesto nunca.
Sam trató de ocultar un bostezo y Keith se volvió hacia él.
– ¿No me diga que ha estado esperándome en el aeropuerto durante las últimas veinticuatro horas?
– Treinta y seis horas, señor. Al fin y al cabo, dijo usted que regresaría en algún momento del viernes.
– Lo siento -dijo Keith-. Su esposa debe de estar muy enojada conmigo.
– A ella no le importa un pimiento, señor.
– ¿Por qué no? -preguntó Keith, mientras el coche tomaba una fuerte curva a noventa kilómetros por hora y él trataba de abotonarse los botones de la bragueta.
– Porque me dejó el mes pasado y ha iniciado los trámites del divorcio.
– Lo siento mucho -dijo Keith con voz serena.
– Oh, no se preocupe por eso, señor. En realidad, nunca estuvo de acuerdo con el estilo de vida que se ve obligado a llevar un chófer.
– ¿De modo que fue por culpa mía?
– Desde luego que no -contestó Sam-. Las cosas todavía estaban peor cuando yo conducía un taxi. No, la verdad es que yo disfruto con esta clase de trabajo, pero ella no puede soportar los horarios irregulares.
– ¿Y tardó once años en descubrirlo? -preguntó Keith, inclinándose hacia adelante para poder ponerse el frac gris.
– Creo que los dos lo sabíamos desde hacía algún tiempo -contestó Sam-. Pero al final ya no pude soportar sus recriminaciones acerca de estar segura de cuándo regresaría a casa.
– ¿No estar segura de cuándo regresaría a casa? -repitió Keith, que tuvo que sujetarse al tomar el coche otra curva cerrada.
– Sí. Ella seguía sin comprender por qué no terminaba yo mi trabajo a las cinco de la tarde, como un marido normal.
– Comprendo muy bien esa clase de problemas -asintió Keith-. No es usted el único que tiene que vivir con eso.
Ninguno de los dos dijo nada más durante el resto del trayecto. Sam se concentró en elegir el carril menos congestionado de tráfico que pudiera permitirle ganar unos pocos segundos, mientras Keith pensaba en Susan, al tiempo que se hacía la corbata por tercera vez.
Keith se sujetaba el clavel en el ojal de la solapa cuando desde el interior del coche se divisó ya el camino que conducía a la iglesia de St. Peter. Escuchó el sonido de las campanas, y la primera persona a la que vio, de pie en el centro del camino de acceso a la iglesia, mirando hacia el coche, fue a Bruce Kelly, que mostraba una expresión de indudable inquietud. Al reconocer el coche, la expresión de su cara cambió por completo y fue de alivio.
– Tal como le prometí, señor -dijo Sam, que redujo la marcha a tercera-. Hemos llegado con cinco minutos de antelación.
– O con once años que lamentar -dijo Keith con voz tranquila.
– ¿Cómo ha dicho, señor? -preguntó Sam, que ya apretaba el freno, reducía a segunda y aminoraba la marcha.
– Nada, Sam. Simplemente, me ha hecho usted caer en la cuenta de que éste es un juego que no estoy dispuesto a jugar. -Guardó un momento de silencio y justo antes de que el coche se detuviera del todo, ordenó-: No se detenga, Sam. Continúe conduciendo.
– Capitán Armstrong, le estoy muy agradecido por haber venido a verme tan rápidamente.
– No hay de qué, Julius. Cuando surgen problemas, nosotros, los judíos, debemos permanecer juntos -le aseguró Armstrong, que dio unas palmaditas sobre el hombro del editor-. Dígame en qué puedo ayudarle.
Julius Hahn se levantó y se puso a recorrer el despacho de un lado a otro, mientras informaba a Armstrong de toda la serie de desastres que habían afectado a su empresa durante los dos últimos meses. Armstrong le escuchó con atención. Hahn se sentó finalmente tras su mesa y preguntó:
– ¿Cree usted que puede hacer algo para ayudarme?
– Me gustaría, Julius. Pero como usted mismo conocerá mejor que nadie, los sectores estadounidense y ruso son dos mundos aparte.
– Me temía que ésa pudiera ser su respuesta -dijo Hahn-, pero Arno me ha comentado muchas veces que su influencia se extiende mucho más allá del sector británico. No habría considerado siquiera la idea de molestarle si mi situación no fuera tan desesperada.
– ¿Desesperada? -preguntó Armstrong.
– Me temo que ésa sea la única palabra adecuada para describirla -asintió Hahn-. Si los problemas continúan durante un mes más, algunos de mis clientes más antiguos perderán su confianza en mi capacidad para efectuar las entregas, y es posible que me vea obligado a cerrar uno, o quizá incluso dos de mis talleres.
– No sabía que las cosas estuvieran tan mal -dijo Armstrong.
– Están peor. Aunque no puedo demostrarlo, tengo la sensación de que quien está detrás de todo esto es el capitán Sackville. Como sabe, nunca nos hemos llevado demasiado bien. -Hahn hizo una pausa, antes de preguntar-: ¿Cree usted que se trata, simplemente, de antisemitismo?
– No se me habría ocurrido mirarlo de ese modo -dijo Armstrong-. Pero la verdad es que no le conozco tan bien. Veré si puedo utilizar a algunos de mis contactos para descubrir si se puede hacer algo por ayudarle.
– Es muy amable por su parte, capitán Armstrong. Si pudiera usted ayudar, le estaría eternamente agradecido.
– Estoy seguro de que así sería, Julius.
Armstrong abandonó el despacho de Hahn y ordenó a su chófer que lo llevara al sector francés, donde intercambió una docena de botellas de Johnnie Walker etiqueta negra, por una caja de clarete que ni siquiera el mariscal de campo Auchinleck había probado en su reciente visita.
De regreso al sector británico, Armstrong decidió pasar a ver a Arno Schultz y tratar de descubrir si Hahn le decía toda la verdad. Al llegar al Telegraf se sorprendió al ver que Arno no estaba en su despacho. Su ayudante, cuyo nombre nunca lograba recordar, explicó que el señor Schultz había obtenido un permiso de veinticuatro horas para visitar a su hermano en el sector ruso. Armstrong ni siquiera sabía que Arno tuviera un hermano.
– Ah, capitán Armstrong -dijo el ayudante-, le complacerá saber que anoche tuvimos que imprimir de nuevo cuatrocientos mil ejemplares.
Armstrong asintió con un gesto y salió, convencido de que todo empezaba a encajar. Hahn tendría que estar de acuerdo con sus condiciones dentro de un mes, si esperaba mantenerse en el negocio. Comprobó su reloj y le ordenó a Benson que le dejara en el despacho del capitán Hallet. Al llegar, dejó la caja de doce botellas de clarete sobre la mesa de Hallet, antes de que el capitán tuviera la oportunidad de decir nada.
– No sé cómo lo consigue -dijo Hallet, que abrió el cajón superior de su mesa y extrajo un documento de aspecto oficial.
– Zapatero a tus zapatos -dijo Armstrong, por utilizar un tópico que le había oído decir al coronel Oakshott el día anterior.
Durante la hora siguiente, Hallet explicó a Armstrong todas y cada una de las cláusulas del borrador del contrato, hasta que estuvo seguro de que él comprendía por completo las implicaciones, y de que todo concordaba con sus exigencias.
– Y si Hahn está de acuerdo en firmar este documento -dijo Armstrong una vez que llegaron al último párrafo-, ¿puedo estar seguro de que será apoyado en un tribunal inglés?
– De eso no cabe la menor duda -contestó Stephen.
– ¿Y por lo que se refiere a Alemania?
– Puede decirse lo mismo. Le puedo asegurar que es absolutamente estanco, aunque me sigue extrañando… -el abogado vaciló un momento antes de continuar-, por qué querría Hahn cambiar una parte tan sustancial de su imperio a cambio del Telegraf.
– Digamos que, de ese modo, yo también podría cumplir una o dos de sus exigencias -dijo Armstrong, que colocó una mano sobre la caja de clarete.
– Así lo espero -dijo Hallet, que se levantó de su silla-. Y a propósito, Dick, mi documentación de desmovilización ha llegado finalmente. Espero regresar pronto a casa.
– Felicidades, compañero -dijo Armstrong-. Eso son noticias maravillosas.
– Sí, ¿verdad? Y, naturalmente, si alguna vez necesita de un abogado cuando regrese a Inglaterra…
En cuanto llegó a su oficina, veinte minutos más tarde, Sally le advirtió que en su despacho esperaba una visita que afirmaba ser un buen amigo, a pesar de que ella no le había visto antes.
Armstrong abrió la puerta y se encontró con Max Sackville, que recorría la estancia de un lado a otro, impaciente.
– La apuesta queda anulada, compañero -fue lo primero que le dijo.
– ¿Qué significa eso de «anulada»? -preguntó Armstrong, que introdujo el contrato en el cajón superior de su mesa y cerró con llave.
– Lo que he dicho… Anulada. Acaba de llegar mi documentación. Me envían de regreso a Carolina del Norte a finales de este mes. ¿No es una gran noticia?
– Desde luego que lo es -asintió Armstrong-, porque una vez que se marche usted, Hahn logrará sobrevivir, y entonces yo cobraré mil dólares.
Sackville lo miró fijamente.
– No le haría mantener las condiciones de una apuesta a un viejo amigo cuando han cambiado las circunstancias, ¿verdad?
– Desde luego que lo haría, compañero -afirmó Armstrong-. Y, lo que es más importante, si intenta escaquearse, a estas horas de mañana lo sabrá todo el mundo en el sector estadounidense. -Armstrong se sentó ante su mesa y observó las pequeñas gotas de sudor que aparecieron en la frente de Sackville. Esperó un momento más, antes de añadir-: Le diré lo que podemos hacer, Max. Me conformaré con setecientos cincuenta dólares, pero sólo si me los paga hoy mismo.
Transcurrió casi un minuto antes de qué Max empezara a humedecerse los labios.
– No hay ninguna esperanza -dijo-. Podré acabar con Hahn antes de finales de mes. Sólo tendré que acelerar las cosas un poco…, compañero.
Salió precipitadamente del despacho y dejó a Armstrong convencido de que podría acabar con Hahn él mismo. Quizá había llegado el momento de echarle una mano. Tomó el teléfono y le dijo a Sally que no quería que nadie lo molestara durante por lo menos una hora.
Una vez que hubo terminado de mecanografiar los dos artículos con un solo dedo, los repasó cuidadosamente antes de introducir algunos pequeños cambios en los textos. Introdujo la primera hoja de papel en un sobre sin membrete y lo cerró. Tomó el teléfono y le pidió a Sally que llamara a su chófer. Benson escuchó con atención, mientras el capitán le dijo lo que quería que hiciese; después le pidió que repitiera sus órdenes, para asegurarse de que no había malinterpretado nada, sobre todo aquella parte en que le pedía que se vistiera de civil.
– Y no debe hablar de esta conversación con ninguna otra persona, Reg, y quiero decir absolutamente con ninguna. ¿Me he explicado con bastante claridad?
– Sí, señor -asintió Benson.
Tomó el sobre, saludó y salió del despacho.
Armstrong sonrió, apretó el intercomunicador de su teléfono y le pidió a Sally que le trajera la correspondencia. Sabía que la primera edición del Telegraf no estaría a la venta en la estación hasta poco después de la medianoche. Ningún ejemplar llegaría a los sectores estadounidense o ruso hasta por lo menos una hora después. Era vital que la sincronización del tiempo fuera perfecta.
Estuvo en su despacho durante todo el resto del día, comprobando las últimas cifras de distribución que le presentó el teniente Wakeham. También llamó al coronel Oakshott y le leyó el artículo propuesto. El coronel no vio razón alguna para cambiar ni una sola palabra y estuvo de acuerdo en que se publicara en la primera página del Telegraf de la mañana siguiente.
A las seis de la tarde, el soldado Benson, vestido nuevamente de uniforme, llevó a Armstrong a su piso, donde pasó una noche relajada con Charlotte. Ella pareció sorprendida y encantada al ver que regresaba tan pronto a casa. Después de acostar a David, cenaron juntos. Él tomó hasta tres platos de su cocido favorito, y Charlotte decidió no comentarle que quizá estaba engordando un poco.
Poco después de las once, Charlotte sugirió que era hora de acostarse. Dick estuvo de acuerdo, pero dijo:
– Saldré un momento a comprar la primera edición del periódico. Sólo tardaré unos minutos.
Comprobó su reloj. Eran las 11,50. Salió a la calle y se dirigió lentamente hacia la estación, adonde llegó pocos minutos después de que se hubiera tenido que entregar la primera edición del Telegraf.
Comprobó de nuevo su reloj; eran casi las doce. Llegaban con retraso. Pero quizá eso no fuera más que una consecuencia del desplazamiento de Arno al sector ruso para visitar a su hermano. Sólo tuvo que esperar unos pocos minutos más para ver la familiar camioneta roja que doblaba la esquina y se detenía ante la entrada de la estación. Se ocultó entre las sombras, por detrás de una gran columna y vio como un gran fardo de periódicos caía con un golpe sordo sobre la acera, antes de que la camioneta se dirigiera hacia el sector ruso.
Un hombre salió de la estación y se inclinó para desatar la cuerda en el momento en que Armstrong salió de entre las sombras y se dirigió hacia él. Al verlo, el hombre lo reconoció, hizo un gesto de asentimiento y le entregó el ejemplar de la parte superior del fardo.
Armstrong leyó rápidamente el artículo de la primera página, para asegurarse de que no habían cambiado una sola palabra. No, no lo habían hecho. Todo estaba tal y como él mismo lo había mecanografiado, incluso el titular.
Distinguido editor se enfrenta
a la bancarrota
Julius Hahn, presidente de la famosa editorial de su mismo nombre, se vio sometido anoche a una creciente presión para ofrecer una declaración pública referente al futuro de su empresa.
Su principal periódico, Der Berliner, no ha aparecido en las calles de la capital durante los seis últimos días y, según se dice, algunas de sus revistas se publican con varias semanas de retraso. Uno de los principales distribuidores dijo anoche: «Ya no podemos confiar en que las publicaciones de Hahn estén en la calle de un día para otro, y nos vemos obligados a considerar otras alternativas».
No se pudo encontrar a Herr Hahn, que pasó el día reunido con sus abogados y contables, para que hiciera algún comentario, pero un portavoz de la empresa admitió que no alcanzarían las previsiones proyectadas para el presente año. Finalmente contactado anoche, Herr Hahn se negó a hablar oficialmente acerca del futuro de la empresa.
Armstrong sonrió y comprobó su reloj. La segunda edición estaría a punto de salir de la imprenta, pero todavía no estaría preparada para ser distribuida por las camionetas que regresaban. Se dirigió lentamente hacia el Telegraf, adonde llegó diecisiete minutos más tarde. Entró y pidió a gritos ver inmediatamente en el despacho de Herr Schultz a quien estuviera a cargo. Un hombre, al que Armstrong no habría reconocido aunque se lo cruzara en la calle, se apresuró a reunirse con él.
– ¿Quién es el responsable de esto? -le gritó Armstrong al tiempo que arrojaba un ejemplar de la primera edición del periódico sobre la mesa.
– Fue usted -le contestó el subdirector, sorprendido.
– ¿Qué quiere decir con que fui yo? -preguntó Armstrong-. Yo no he tenido nada que ver con esto.
– Pero el artículo nos fue enviado directamente desde su oficina, señor.
– No, yo no lo envié -dijo Armstrong.
– Pero el hombre dijo que usted le había dado órdenes de entregarlo personalmente.
– ¿Qué hombre? ¿Lo había visto usted antes? -preguntó Armstrong.
– No, señor, pero me aseguró que llegaba directamente desde su oficina.
– ¿Cómo iba vestido?
El subdirector guardó silencio durante un momento.
– Creo recordar que llevaba un traje gris, señor -contestó finalmente.
– Cualquiera que trabajara para mí habría llevado uniforme -dijo Armstrong.
– Lo sé, señor, pero…
– ¿Le dio su nombre? ¿Le mostró alguna tarjeta de identificación que demostrara su autoridad?
– No, señor, no lo hizo. Yo sólo supuse…
– ¿Que usted «sólo supuso»? ¿Por qué no tomó el teléfono y comprobó que yo había autorizado la publicación de ese artículo?
– No me di cuenta de que…
– Santo cielo. Una vez que leyó el artículo, ¿no consideró preguntar si debía editarse?
– Nadie lee su trabajo antes de editarlo, señor -contestó el subdirector-. Va directamente a la imprenta.
– ¿Nunca ha comprobado usted los contenidos?
– No, señor -contestó el subdirector, ahora con la cabeza agachada.
– ¿De modo que no hay ningún responsable de esto?
– No, señor -contestó el subdirector, tembloroso.
– En ese caso está usted despedido -gritó Armstrong, mirándolo fijamente-. Quiero que salga inmediatamente de aquí. Inmediatamente, ¿me ha comprendido? -El subdirector pareció disponerse a protestar, pero Armstrong aulló-: Si no ha retirado sus objetos personales de su despacho dentro de quince minutos, llamaré a la policía militar.
El subdirector salió del despacho, arrastrando los pies, y sin decir una sola palabra más.
Armstrong sonrió, se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla de Arno. Comprobó su reloj. Estaba seguro de que ya había transcurrido tiempo más que suficiente. Se subió las mangas de la camisa, salió del despacho y apretó un botón rojo que había en la pared. Todas las máquinas de imprimir se detuvieron pesadamente.
Una vez que estuvo seguro de contar con la atención de todos, empezó a ladrar una serie de órdenes.
– Que los conductores salgan a la calle y recuperen todos los ejemplares de la primera edición que puedan encontrar.
El director de transporte salió corriendo hacia el patio y Armstrong se volvió hacia su impresor jefe.
– Quiero que se saque ese artículo sobre Hahn y se incluya este en su lugar -dijo.
Sacó una hoja de papel del bolsillo de la chaqueta y se la entregó al desconcertado jefe del taller, que empezó a preparar inmediatamente un nuevo bloque tipográfico para la primera página, dejando espacio en la esquina superior derecha para la fotografía más reciente que tenían del duque de Gloucester.
Armstrong se volvió hacia un grupo de mozos de almacén que esperaban a que la siguiente edición saliera de las máquinas.
– Ustedes -les gritó-. Ocúpense de destruir todos los ejemplares de la primera edición que queden todavía en el taller.
Los hombres se desparramaron hacia diferentes sitios y empezaron a reunir todos los periódicos que pudieron encontrar, incluso los antiguos.
Cuarenta minutos más tarde llegó apresuradamente al despacho de Schultz una prueba de la nueva primera página. Armstrong leyó con atención el otro artículo que él mismo había escrito aquella mañana acerca de la propuesta visita a Berlín del duque de Gloucester.
– Está bien -asintió, una vez que hubo terminado la revisión-. Empecemos a sacar inmediatamente la segunda edición.
Una hora más tarde Arno abrió la puerta del taller, entró precipitadamente y se sorprendió al encontrar al capitán Armstrong, con las mangas de la camisa subidas, ayudando a cargar en las camionetas la recientemente impresa segunda edición. Armstrong indicó con un dedo hacia su despacho. Una vez cerrada la puerta tras ellos, le contó todo lo que había, hecho desde el momento en que leyó lo publicado en la primera página de la primera edición.
– He conseguido retirar la mayoría de los primeros ejemplares, que he ordenado destruir -le dijo a Schultz-. Pero no he podido hacer nada con los veinte mil que se han distribuido en los sectores ruso y estadounidense. Una vez que cruzaron el puesto de control, ya no pudimos hacer nada por recuperarlos.
– Qué suerte que encontrara usted la primera edición en cuanto salió a la calle -dijo Arno-. Me siento culpable por no haber llegado antes.
– No es usted culpable de nada -le aseguró Armstrong-. Pero su subdirector sobrepasó con creces su responsabilidad al decidir seguir adelante e imprimir ese artículo sin molestarse siquiera en consultar con mi oficina.
– Me sorprende. Suele ser un hombre muy responsable y fiable.
– No tuve más remedio que despedirlo inmediatamente -dijo Armstrong, que miró directamente a Schultz.
– No tuvo más remedio, claro -dijo Schultz, que seguía pareciendo angustiado-, aunque me temo que el daño haya sido irreparable.
– Temo no comprenderlo -dijo Armstrong-. Conseguí retirar todos los primeros ejemplares, excepto unos pocos.
– Sí, soy consciente de ello. En realidad, no podría haber hecho usted más. Pero justo antes de cruzar el puesto de control tomé un ejemplar de la primera edición que llegó al sector ruso. Sólo llevaba en casa unos pocos minutos cuando Julius me llamó para decirme que su teléfono no había dejado de sonar durante la hora anterior. La mayoría de las llamadas eran de minoristas angustiados. Le prometí que acudiría al taller y averiguaría cómo pudo haber sucedido una cosa así.
– Puede decirle a su amigo que me ocuparé personalmente de investigar lo sucedido -le prometió Armstrong. Se bajó las mangas de la camisa y se puso de nuevo la chaqueta-. Estaba cargando los ejemplares de la segunda edición en las camionetas cuando llegó usted, Arno. Quizá sea tan amable de hacerse cargo de todo ahora que está aquí. Mi esposa…
– Desde luego, no faltaba más -asintió Arno.
Armstrong abandonó el edificio con las últimas palabras de Arno todavía resonando en sus oídos:
– No podría usted haber hecho más, capitán Armstrong. No podría haber hecho más.
Y, desde luego, Armstrong estaba totalmente de acuerdo con él.
A Armstrong no le sorprendió nada recibir una llamada telefónica de Julius Hahn a primeras horas de la mañana siguiente.
– Siento mucho lo ocurrido con la primera edición -le dijo antes de que Hahn tuviera oportunidad de hablar.
– No fue por culpa suya -dijo Hahn-. Arno me ha explicado que pudo haber sido todo mucho peor de no haber sido por su intervención. Pero me temo que ahora necesito otro favor de usted.
– Haré todo lo que pueda por ayudarlo, Julius.
– Es muy amable por su parte, capitán Armstrong. ¿Sería posible que viniera usted a verme?
– ¿Le parece que lo haga en algún momento de la semana que viene? -preguntó Armstrong, que pasó con naturalidad varias hojas de su dietario.
– Temo que se trate de algo mucho más urgente que eso -dijo Hahn-. ¿Cree que existe alguna posibilidad de que podamos vernos hoy mismo, a cualquier hora?
– Bueno, no es algo conveniente en estos momentos -dijo Armstrong, que no dejaba de mirar la página en blanco de su dietario-, pero como esta tarde tengo otra cita en el sector estadounidense, supongo que podría pasar a verle hacia las cinco, pero sólo podré quedarme quince minutos. Espero que lo comprenda.
– Lo comprendo, capitán Armstrong, pero le estaría muy agradecido aunque sólo fueran esos quince minutos.
Armstrong sonrió al colgar el teléfono. Abrió con la llave el cajón superior de la mesa y sacó el contrato. Durante la hora siguiente revisó cada cláusula para asegurarse de que quedaran cubiertas todas las eventualidades. La única interrupción que se produjo fue una llamada del coronel Oakshott para felicitarlo por el artículo sobre la próxima visita del duque de Gloucester.
– De primera clase -le asegure-. De primera clase.
Después de un prolongado almuerzo en el comedor de oficiales, Armstrong dedicó las primeras horas de la tarde a despachar una serie de cartas sobre las que Sally le insistía desde hacía semanas. A las cuatro y media le pidió al soldado Benson que lo llevara al sector estadounidense. Pocos minutos después de las cinco, el jeep se detuvo frente a las oficinas del Berliner. Un nervioso Hahn le esperaba ya en lo alto de los escalones y le hizo pasar rápidamente a su despacho.
– Debo disculparme nuevamente por nuestra primera edición de anoche -empezó por decirle Armstrong-. Me encontraba cenando con un general del sector estadounidense y, desgraciadamente, Arno había ido al sector ruso a visitar a su hermano, de modo que ninguno de los dos supimos en qué andaba metido su subdirector. Lo despedí inmediatamente, claro, y he puesto en marcha una investigación interna. Si yo no hubiera pasado por la estación hacia la medianoche…
– No, no, usted no tiene la culpa de nada, capitán Armstrong. -Hahn hizo una pausa, antes de añadir-: Sin embargo, los pocos ejemplares que llegaron a los sectores estadounidense y ruso fueron más que suficientes para provocar el pánico entre algunos de mis clientes más antiguos.
– Lamento mucho saberlo -dijo Armstrong.
– Temo que hayan caído en malas manos. Uno o dos de mis suministradores más fiables me han llamado hoy exigiendo que en el futuro les pague por adelantado, y eso no será nada fácil después de todos los gastos extra que he tenido que afrontar durante los dos últimos meses. Ambos sabemos que es el capitán Sackville el que está detrás de todo esto.
– Siga mi consejo, Julius -le dijo Armstrong-, y no se le ocurra mencionar su nombre al hablar de este incidente. No tiene usted pruebas, absolutamente ninguna prueba, y él es la clase de hombre que no vacilaría en cerrar su negocio en cuanto le diera la más mínima excusa.
– Pero es que se dedica a poner sistemáticamente de rodillas a mi empresa -se quejó Hahn-. Y no sé qué he podido hacerle yo para merecer este trato, del mismo modo que tampoco sé cómo impedírselo.
– No se altere tanto, amigo mío. Hace ya algún tiempo que vengo reflexionando sobre su situación, y es posible que haya encontrado una solución.
Hahn lo miró con una sonrisa forzada, pero no pareció quedar convencido.
– ¿Qué le parecería si lograra que devolvieran al capitán Sackville a Estados Unidos antes de fin de mes? -le preguntó Armstrong.
– Eso solucionaría todos mis problemas -contestó Hahn con un profundo suspiro. Pero aún mantenía la expresión dubitativa-. Si pudieran enviarlo a su casa…
– A finales de mes -repitió Armstrong-. No obstante, Julius, eso va a exigir forzar mucho las cosas en los niveles más altos, por no hablar de…
– Cualquier cosa, estaría dispuesto a hacer cualquier cosa. Sólo tiene que decirme lo que desea.
Armstrong sacó el contrato del bolsillo interior, lo dejó sobre la mesa y lo empujó suavemente hacia él.
– Usted firme esto, Julius, y yo me ocuparé de que Sackville sea enviado de regreso a Estados Unidos.
Hahn leyó el documento de cuatro páginas, primero rápidamente y luego con mayor lentitud, hasta que finalmente lo dejó sobre la mesa, delante de él. Luego levantó la mirada y dijo con voz sosegada:
– Veamos si comprendo bien las consecuencias de este acuerdo en el caso de que lo firme. -Hizo una nueva pausa y tomó otra vez el contrato-. Recibiría usted los derechos de distribución en el extranjero de todas mis publicaciones.
– Así es -contestó Armstrong en voz baja.
– Supongo que por eso se refiere a Inglaterra… -Vaciló antes de añadir-: Y la Commonwealth.
– No, Julius. Me refiero al resto del mundo.
Hahn comprobó de nuevo el contrato. Al llegar a la cláusula donde se especificaba, asintió con gesto serio.
– A cambio de lo cual yo recibiría el cincuenta por ciento de los beneficios.
– Así es -asintió Armstrong-. Después de todo, Julius, fue usted mismo quien me dijo que buscaba a una empresa británica que le representara una vez que terminara su contrato actual.
– Cierto, pero en aquellos momentos no sabía que actuaba usted en el negocio editorial.
– He trabajado en esto durante toda mi vida -dijo Armstrong-. Y una vez que me desmovilicen regresaré a Inglaterra para hacerme cargo del negocio de la familia.
Hahn lo miró, confundido.
– Y a cambio de estos derechos -continuó-, me convertiría en el único propietario del Telegraf. -Hizo una nueva pausa-. Tampoco sabía que era usted el propietario de ese periódico.
– Tampoco lo sabe Arno, de modo que debo pedirle que tome esa información como algo estrictamente confidencial. Tuve que pagar por sus acciones bastante más de lo que valían en el mercado.
Hahn asintió con un gesto, y luego frunció el ceño.
– Pero si yo firmara este documento, sería usted millonario.
– Y si no lo firma -le recordó Armstrong-, podría terminar en la bancarrota antes de finales de mes.
Ambos hombres se miraron fijamente durante un rato.
– Es evidente que ha reflexionado usted mucho sobre mi problema, capitán Armstrong -dijo finalmente Hahn.
– Sólo pensando en lo que son sus mejores intereses -asintió Armstrong. Hahn no hizo ningún comentario, de modo que añadió-: Permítame demostrarle mi buena voluntad, Julius. No quisiera que firmara usted ese documento si el capitán Sackville todavía se encuentra en el país el primer día del mes que viene. Pero si para entonces ha sido sustituido, espero que lo firme usted ese mismo día. Por el momento, Julius, un apretón de manos entre los dos será suficiente para mí.
Hahn guardó silencio durante unos segundos más.
– No puedo argumentar nada en contra de eso -dijo finalmente-. Si ese hombre ha salido del país para finales de mes, firmaré el contrato en su favor.
Los dos hombres se levantaron y se estrecharon la mano solemnemente.
– Y ahora, será mejor que me marche -dijo Armstrong-. Todavía tengo que entrevistarme con una serie de personas y ocuparme de mucho papeleo si quiero asegurarme de que Sackville sea enviado a Estados Unidos en el término de tres semanas.
Hahn se limitó a asentir con un gesto.
Armstrong despidió a su chófer y recorrió a pie las nueve manzanas que le separaban de las oficinas de Max, para asistir a su habitual sesión de póquer de los viernes por la noche. El aire frío le aclaró la cabeza y al llegar ya estaba dispuesto para poner en marcha la segunda parte de su plan.
Max limpiaba la mesa con gestos de impaciencia.
– Sírvase una cerveza, compañero -le dijo en cuanto Armstrong se hubo sentado ante la mesa-, porque esta noche, amigo mío, va a perder.
Dos horas más tarde, Armstrong había ganado unos ochenta dólares y Max no se había relamido los labios en una sola ocasión durante toda la noche. Tomó un largo trago de cerveza mientras Dick barajaba las cartas.
– No me ayuda nada el pensar que si Hahn sigue en el negocio a finales de mes, le deberé otros mil dólares, lo que será suficiente para dejarme pelado.
– Por el momento, debo admitir que tengo todas las posibilidades de ganar la apuesta. -Armstrong hizo una pausa tras entregarle a Max la primera carta-. Sin embargo, hay circunstancias en las que podría estar de acuerdo en renunciar a la apuesta.
– Sólo tiene que decirme lo que debo hacer -dijo Max, con las cartas boca arriba, sobre la mesa. Armstrong fingió concentrarse en su mano y no dijo nada-. Cualquier cosa, Dick. Haría cualquier cosa…, excepto matar a ese condenado kraut.
– ¿Qué le parece si le permitimos vivir de nuevo?
– No estoy seguro de comprenderle.
Armstrong colocó la mano sobre la mesa y miró fijamente al estadounidense.
– Quiero que se asegure de que Hahn reciba toda la electricidad que necesita, todo el papel que pida, y que encuentre una mano amiga cada vez que se ponga en contacto con su oficina.
– Pero ¿por qué este repentino cambio de intenciones? -preguntó Max con recelo.
– En realidad, es bastante sencillo, Max. Lo que sucede es que me he estado cubriendo las espaldas con algunos primos del sector británico. He apoyado la apuesta de que Hahn estará todavía en el negocio dentro de un mes, de tal modo que si ahora lo invirtiera usted todo, yo ganaría bastante más que los mil dólares que le tendría que pagar a usted.
– Viejo y astuto bastardo -exclamó Max, relamiéndose los labios por primera vez aquella noche-. Acaba de cerrar un trato, compañero.
Y tras decir esto extendió su mano sobre la mesa. Armstrong se la estrechó y cerró con ello el segundo acuerdo al que llegaba en ese mismo día.
Tres semanas más tarde, el capitán Max Sackville subía a un avión con destino a Carolina del Norte. No tuvo que pagarle a Armstrong más que los pocos dólares que perdió en la última partida de póquer. El primero de mes fue sustituido por el mayor Bernie Goodman.
Aquella tarde, Armstrong se dirigió al sector estadounidense para entrevistarse con Julius Hahn, que le entregó el contrato firmado.
– No sé cómo lo ha podido conseguir -dijo Hahn-, pero debo admitir que las palabras surgidas de sus labios parecieron llegar a oídos de Dios.
Se estrecharon las manos.
– Espero mantener una prolongada y fructífera asociación con usted -fueron las últimas palabras de Armstrong antes de despedirse.
Hahn no hizo ningún comentario.
A primeras horas de la noche, al llegar al piso, le dijo a Charlotte que su documentación de desmovilización había llegado finalmente y que se marcharían de Berlín antes de que terminara el mes. También le hizo saber que se le habían ofrecido los derechos para representar la distribución de todas las publicaciones de Julius Hahn en el extranjero, lo que significaría que tendría trabajo desde el mismo instante en que descendieran del avión, en Londres. Empezó a recorrer la estancia, barbotando una idea tras otra, pero Charlotte no se quejó esta vez, de tan feliz como se sentía ante la idea de salir de Berlín. Cuando finalmente él dejó de hablar, ella lo miró y le dijo:
– Siéntate, Dick, porque yo también tengo una noticia que darte.
Armstrong les prometió al teniente Wakeham, al soldado Benson y a Sally que podían estar seguros de contar con un trabajo si se decidían a abandonar el ejército, y todos ellos le dijeron que se pondrían en contacto con él en cuanto les llegara su documentación de desmovilización.
– Dick, ha hecho usted un trabajo magnífico para nosotros, aquí, en Berlín -le dijo el coronel Oakshott-. En realidad, no sé cómo voy a poder sustituirle. De todos modos y tras su brillante sugerencia de fusionar el Telegraf y el Berliner, hasta es posible que no haya necesidad de sustituirle.
– Me pareció la solución más evidente -dijo Armstrong-. Permítame añadir, señor, que he disfrutado mucho formando parte de su equipo.
– Es muy amable al decirlo, Dick -agradeció el coronel. Bajó el tono de voz y añadió-: Dentro de poco, yo también voy a ser desmovilizado. Una vez que regrese usted a la vida civil, póngase en contacto conmigo si se entera de algo adecuado para un viejo soldado.
Armstrong no se molestó en visitar a Arno Schultz para despedirse, pero Sally le dijo que Hahn le había ofrecido el puesto de director del nuevo periódico.
La última visita de Armstrong antes de entregar su uniforme en el almacén de suministros, fue para acudir a la oficina del mayor Tulpanov, en el sector ruso, y en esta ocasión el hombre del KGB sí que le invitó a almorzar con él.
– Lubji, ha sido un verdadero placer observar su golpe de mano con Hahn -dijo Tulpanov, indicándole una silla-, aunque sólo sea desde la distancia.
Un ordenanza les sirvió vodka y el ruso levantó su copa al aire.
– Gracias -dijo Armstrong, devolviéndole el cumplido-. Y no en menor medida por el papel que jugó usted en ello.
– Insignificante -dijo Tulpanov, tras dejar la copa vacía sobre la mesa-. Pero es posible que no siempre sea así, Lubji. -Armstrong enarcó una ceja, con expresión interrogativa-. Es posible que se haya asegurado los derechos de distribución en el extranjero de la mayor parte de la investigación científica alemana, pero todo eso no tardará mucho en quedar desfasado, y entonces necesitará del último material ruso…, siempre y cuando quiera mantenerse en la vanguardia del juego, claro.
– ¿Y qué esperaría usted a cambio? -preguntó Armstrong llevándose a la boca otra cucharada de caviar.
– Por el momento, Lubji, dejemos las cosas como están y digamos que ya me pondré en contacto con usted de vez en cuando.
Heather dejó una taza de café delante de él. Townsend ya lamentaba haber concedido la entrevista, especialmente a una periodista en prácticas. Su regla de oro consistía en no permitir nunca que un periodista hablara oficialmente con él. A algunos propietarios les encantaba leer cosas sobre sí mismos en sus propios periódicos. Townsend no se contaba entre ellos, pero cuando Bruce Kelly le presionó, en un momento en que le pilló con la guardia baja, consintió de mala gana al oírle decir que sería conveniente para el periódico, y bueno para su propia imagen.
Aquella mañana estuvo a punto de cancelar la entrevista en dos o tres ocasiones, pero una serie de llamadas telefónicas y reuniones le impidieron encontrar el momento para hacerlo. Y entonces entró Heather para decirle que la joven periodista la esperaba en el vestíbulo.
– ¿Quiere que la haga pasar? -preguntó Heather.
– Sí -contestó tras consultar su reloj-, pero no quiero que sea muy largo. Hay varias cosas que necesito repasar con usted antes de la reunión del consejo de mañana.
– Entraré en su despacho al cabo de quince minutos y le diré que tiene al teléfono una llamada transcontinental.
– Buena idea -asintió-. Pero diga que es de Nueva York. Por alguna razón, eso hace que la gente siempre se marche antes. Y si se ve en una situación desesperada, utilice el método de Andrew Blacker.
Heather asintió con un gesto y abandonó el despacho, mientras Townsend revisaba con el dedo los puntos del día para la reunión del consejo de administración. Se detuvo en el punto siete. Necesitaba ser mejor informado sobre el West Riding Group si quería convencer al consejo de administración de que debían apoyarle en sus contactos con el grupo. Aunque le dieran el visto bueno para seguir adelante, una vez en Inglaterra aún tendría que ocuparse de llegar a acuerdos con ellos. De hecho, tendría que viajar directamente a Leeds si creía que valía la pena seguir el asunto.
– Buenos días, señor Townsend. -Keith levantó la mirada pero no dijo nada-. Su secretaria me advirtió que está usted muy ocupado, así que procuraré no hacerle perder demasiado tiempo -agregó ella con rapidez. Él siguió sin decir nada-. Soy Kate Tulloh, periodista del Chronicle.
Keith se levantó, rodeó la mesa, estrechó la mano de la joven periodista y la hizo sentarse en un cómodo sillón, habitualmente reservado para los miembros del consejo, editores o aquellas personas con las que esperaba llegar a acuerdos importantes. Una vez que se hubo acomodado, se sentó en el sillón situado frente a ella.
– ¿Desde cuándo trabaja para la empresa? -le preguntó mientras ella sacaba un cuaderno de taquigrafía y un lápiz del bolso.
– Sólo desde hace unos pocos meses, señor Townsend -contestó después de cruzar las piernas-. Entré a trabajar en el Chronicle como periodista en prácticas una vez terminados mis estudios universitarios. La entrevista con usted es mi primera tarea importante.
Keith se sintió viejo por primera vez en su vida, a pesar de que recientemente había cumplido los treinta y tres años.
– ¿De dónde le viene el acento? -le preguntó-. No acabo de situarlo.
– Nací en Budapest, pero mis padres huyeron de Hungría durante la revolución. El único barco que pudimos tomar se dirigía a Australia.
– Mi abuelo también tuvo que huir a Australia -dijo Keith.
– ¿Debido a una revolución? -preguntó ella.
– No. Era escocés, y sólo deseaba alejarse todo lo posible de los ingleses. -Kate se echó a reír-. Recientemente obtuvo usted un premio para escritores jóvenes, ¿verdad? -preguntó, tratando de recordar el breve informe que le había presentado Heather previamente.
– Sí. Bruce entregó los premios el año pasado, y ésa fue la razón por la que terminé trabajando para el Chronicle.
– ¿A qué se dedica su padre?
– En Hungría era arquitecto, pero aquí sólo ha podido encontrar trabajos esporádicos y un tanto extraños para su formación. El gobierno se niega a reconocer sus calificaciones, y los sindicatos tampoco se han mostrado muy comprensivos.
– Tampoco a mí me caen bien -comentó Keith-. ¿Y qué me dice de su madre?
– Siento mucho parecer descortés, señor Townsend, pero creía que sería yo quien le hiciera la entrevista.
– Sí, desde luego -asintió Keith-. Adelante.
Miró fijamente a la joven, sin darse cuenta de lo nerviosa que la ponía por ello. Nunca había visto a una mujer más cautivadora. Tenía un cabello largo y moreno que le caía sobre los hombros, un rostro perfectamente ovalado que todavía no se había visto estropeado por el sol australiano. Sospechaba que el sencillo traje bien cortado de color azul marino que llevaba era algo más formal de lo que normalmente se pondría. Pero, probablemente, eso se debía a que había acudido para hacerle una entrevista a su jefe. Ella cruzó de nuevo las piernas y la falda se le levantó ligeramente. Keith hizo esfuerzos por no bajar la mirada.
– ¿Quiere que le repita la pregunta, señor Townsend?
– Ah…, disculpe.
Heather entró poco después y se sorprendió al verlos sentados en el rincón del despacho normalmente reservado para los directores.
– Tiene una llamada telefónica por la línea uno. Es de Nueva York -le dijo-. El señor Lazar. Necesita hablar con usted sobre una contraoferta que acaba de recibir del Canal 7 para uno de los programas de la temporada que viene.
– Dígale que yo le llamaré -dijo Keith, sin levantar la mirada-. A propósito, Kate, ¿quiere tomar un café?
– Sí, gracias, señor Townsend.
– ¿Solo o con leche?
– Con leche, pero sin azúcar. Gracias -contestó ella, volviéndose a mirar a Heather.
Heather se volvió y abandonó el despacho, sin preguntarle a Keith si quería tomar otro.
– Lo siento, ¿cuál era la pregunta? -inquirió Keith.
– ¿Escribió o publicó usted alguna cosa mientras estuvo en la escuela?
– Sí, fui el director de la revista de la escuela durante el último año de estudios -contestó. Kate empezó a tomar notas rápidamente-. Lo mismo que hizo mi padre antes que yo.
Cuando reapareció Heather con el café todavía le hablaba a Kate de su triunfo con la obtención de fondos para la construcción del pabellón de la escuela.
– Y cuando fue a Oxford, ¿por qué no dirigió el periódico estudiantil, o se ocupó de Isis, la revista universitaria?
– En aquellos tiempos me interesaba mucho más la política y, en cualquier caso, ya sabía que pasaría el resto de mi vida en el mundo del periodismo.
– ¿Es cierto que al regresar a Australia se sintió desolado al enterarse de que su madre había vendido el Melbourne Courier?
– Sí, lo es -admitió Keith en el momento en que Heather entraba de nuevo en el despacho-. Y algún día lo recuperaré -añadió en voz baja-. ¿Algún problema, Heather? -preguntó enarcando una ceja.
Ella estaba de pie, a sólo un paso de distancia del sillón que él ocupaba.
– Siento interrumpirle de nuevo, señor Townsend, pero sir Kenneth Stirling lleva toda la mañana tratando de ponerse en contacto con usted. Deseaba hablarle del propuesto viaje al Reino Unido.
– En ese caso, tendré que llamarlo yo, ¿verdad?
– Me advirtió que estaría ilocalizable durante toda la tarde.
– Dígale entonces que lo llamaré a su casa esta misma noche.
– Veo que está usted muy ocupado -dijo Kate-. Puedo esperar, o volver en cualquier otro momento.
Keith negó con un gesto de la cabeza, a pesar de que Heather permaneció donde estaba durante unos pocos segundos más, hasta el punto de que él se preguntó si Ken estaría realmente al teléfono.
Kate lo intentó una vez más.
– Se han contado varias historias entre bastidores acerca de cómo se hizo con el control del Adelaide Messenger, y sobre su golpe de mano con el ya fallecido sir Colin Grant.
– Sir Colin fue un buen amigo de mi padre -dijo Keith-, y una fusión siempre redundaría en interés de los dos periódicos. -Kate no pareció muy convencida por su respuesta-. Estoy seguro de que, como habrá leído en los artículos publicados al respecto, sabrá que sir Colin fue el primer presidente del grupo fusionado.
– Pero sólo presidió una reunión del consejo de administración.
– Creo que, si busca bien, verá que fueron dos.
– ¿No sufrió sir Somerset Kenwright más o menos el mismo destino cuando se hizo usted cargo del Chronicle?
– No, eso no es del todo exacto. Le puedo asegurar que nadie admiraba a sir Somerset más que yo.
– Pero sir Somerset le describió en cierta ocasión… -Kate revisó sus notas- como «un hombre que se siente feliz en el arroyo y se dedica a observar cómo los demás escalan montañas».
– Creo que a sir Somerset se le cita a menudo erróneamente, como tantas veces sucede con Shakespeare.
– En cualquier caso, sería difícil demostrarlo, puesto que también ha muerto -comentó Kate.
– Cierto -asintió Keith un poco a la defensiva-. Pero las palabras de sir Somerset, que yo siempre recordaré, son: «No podría sentirme más encantado de que el Chronicle haya pasado a manos del hijo de sir Graham Townsend».
– Sin embargo, ¿no dijo eso sir Somerset seis semanas antes de que usted se hiciera realmente cargo del periódico? -preguntó Kate tras consultar de nuevo sus notas.
– ¿Qué diferencia supone eso? -replicó Keith, tratando de defenderse.
– Simplemente que el primer día que llegó usted al Chronicle despidió al director y al director general. Una semana más tarde ambos hicieron una declaración conjunta en la que afirmaron, y esta vez cito textualmente…
– Acaba de llegar su siguiente cita, señor Townsend -dijo Heather en ese momento, que se asomó a la puerta y dio la impresión de que se disponía a hacer entrar a alguien.
– ¿Quién es? -preguntó Keith.
– Andrew Blacker.
– Dispóngala para otra ocasión.
– No, no, por favor -dijo Kate-. Tengo más que suficiente.
– Dispóngala para otra ocasión -repitió Keith con firmeza.
– Como desee -asintió Heather con la misma firmeza. Se marchó y dejó la puerta abierta.
– Siento haber ocupado tanto de su tiempo, señor Townsend -se disculpó Kate-. Procuraré acelerar las cosas -añadió, antes de volver a su larga lista de preguntas-. ¿Podemos hablar ahora del lanzamiento del Continent?
– Todavía no he terminado de hablarle de sir Somerset Kenwright y del estado en que encontré el Chronicle cuando me hice cargo de él.
– Lo siento -dijo Kate-. El caso es que me siento preocupada por las llamadas que tiene que hacer, y me siento un poco culpable por su entrevista aplazada con el señor Blacker.
Se produjo un prolongado silencio, antes de que Keith admitiera:
– El señor Blacker no existe.
– Creo que no le comprendo -dijo Kate.
– Es un nombre en clave. Heather lo emplea para hacerme saber cuándo una reunión se ha prolongado demasiado. Nueva York significa quince minutos. El señor Andrew Blacker significa que ya han transcurrido treinta minutos. Dentro de un cuarto de hora reaparecerá de nuevo para decirme que tengo una conferencia internacional con Londres y Los Ángeles. Y si está muy enfadada conmigo, incluye Tokio para asegurarse. -Kate se echó a reír-. Confiemos en que permanezca usted por lo menos una hora. No creería lo que es capaz de inventarse si ha transcurrido una hora.
– Si quiere que le sea sincera, señor Townsend, no esperaba que me concediera más de quince minutos de su tiempo -dijo Kate, que volvió a mirar las preguntas que tenía anotadas.
– Empezaba a preguntarme algo sobre el Chronicle -le recordó Keith.
– Ah, sí. Se ha dicho a menudo que se sintió usted desolado cuando Alan Rutledge dimitió como director.
– En efecto, así fue -admitió Keith-. Es un excelente periodista y se había convertido en un buen amigo para mí. Pero las ventas del periódico cayeron por debajo de los cincuenta mil ejemplares diarios, y perdíamos casi cien mil libras a la semana. Ahora, con el nuevo director, las cifras de ventas han vuelto al nivel de los doscientos mil ejemplares diarios, y dentro de poco, al año que viene, lanzaremos una edición dominical del Continent.
– Pero, seguramente, aceptará usted que el periódico ya no puede ser considerado como «el Times de Australia»?
– Sí, aunque es algo que lamento -admitió Keith por primera vez ante cualquier otra persona que no fuera su madre.
– ¿Seguirá el Sunday Continent la misma pauta que el diario, o va a producir usted el periódico de calidad nacional que tan desesperadamente necesita Australia?
Keith empezaba a darse cuenta de por qué la señorita Tulloh había ganado un premio periodístico, y por qué Bruce la tenía en tan alta consideración. Esta vez eligió sus palabras con mayor prudencia.
– Dedicaré mis esfuerzos a producir un periódico que la mayoría de australianos quieran tener en sus mesas cada domingo por la mañana, mientras desayunan. ¿Responde eso a su pregunta, Kate?
– Me temo que sí, señor Townsend -contestó ella con una sonrisa.
Keith le devolvió la sonrisa, que desapareció rápidamente al escuchar su pregunta siguiente.
– ¿Podemos hablar ahora de un incidente que se produjo en su vida y que fue ampliamente comentado en las páginas de ecos de sociedad?
Keith se ruborizó ligeramente, mientras ella esperaba su respuesta. El instinto que experimentó Keith en ese momento fue el de dar por terminada la entrevista, pero se limitó a asentir con un gesto.
– ¿Es cierto que el día de su boda la dio a su chófer la orden de pasar de largo ante la iglesia apenas momentos antes de que llegara la novia?
Keith se sintió aliviado cuando Heather entró en el despacho y anunció con firmeza:
– Su llamada internacional está prevista para dentro de un par de minutos, señor Townsend.
– ¿Mi conferencia? -preguntó, animado.
– Sí, señor -contestó Heather.
Y ella sólo recurría al empleo del «señor» cuando se sentía muy enfadada.
– Londres y Los Ángeles -dijo Heather. Luego, hizo una pausa, antes de añadir-. Y Tokio.
«Está muy enfadada», pensó Keith. Pero eso, al menos, le ofreció la oportunidad para escapar. Kate había cerrado incluso su bloc de notas.
– Dispóngalas para esta tarde -dijo él en voz baja.
No pudo estar seguro de cuál de las dos mujeres pareció más sorprendida. Heather abandonó el despacho sin decir nada más, y esta vez cerró la puerta tras ella. Ninguno de los dos habló durante un rato.
– Sí, es cierto -dijo Keith finalmente-. Pero le quedaría muy agradecido si no mencionara eso en su artículo.
Kate dejó el lápiz sobre la mesa, y Keith se levantó y miró por la ventana.
– Lo siento, señor Townsend -se disculpó ella-. Ha sido poco sensible por mi parte.
– «Sólo hacía mi trabajo.» Eso es lo que suelen decir los periodistas -dijo Keith en voz baja.
– Quizá podamos hablar de la forma un tanto insólita, por no decir extravagante, con la que se hizo cargo de la 2WW.
Keith se volvió a sentar en el sillón y se relajó un poco por primera vez.
– Al publicarse la noticia en el Chronicle, algo que ocurrió precisamente la mañana en la que tenía previsto casarse, sir Somerset le llamó «pirata».
– Estoy seguro de que lo dijo como un cumplido.
– ¿Un cumplido?
– Sí, supongo que se refería a que yo actuaba de acuerdo con la gran tradición de los piratas.
– ¿En qué pirata estaba pensando en particular? -preguntó Kate inocentemente.
– En Walter Raleigh y en Francis Drake -contestó Keith.
– Supongo que sir Somerset se refirió más bien a Barbanegra o al capitán Morgan -dijo Kate, devolviéndole la sonrisa.
– Quizá. Pero, según podrá descubrir, creo que ambas partes terminaron por sentirse satisfechas con ese acuerdo en concreto.
Kate volvió a consultar sus notas.
– Señor Townsend, tiene usted ahora, o es el accionista mayoritario de diecisiete periódicos, once emisoras de radio, una compañía aérea, un hotel y dos minas de carbón. -Levantó la mirada hacia él-. ¿Qué se propone hacer a continuación?
– Me gustaría vender el hotel y las minas de carbón, de modo que si se encuentra con alguien que pueda estar interesado…
Kate se echó a reír.
– No, en serio -dijo en el momento en que Heather volvía a entrar en el despacho.
– El primer ministro sube en estos momentos en el ascensor, señor Townsend -dijo, con su acento escocés más pronunciado que nunca-. Como recordará tenía previsto usted recibirlo en la sala del consejo de administración.
Keith le dirigió un guiño a Kate, que se echó a reír. Heather, sin embargo, mantuvo abierta la puerta y se apartó para permitir el paso de un caballero de aspecto distinguido, de cabello plateado, que entró en el despacho.
– Buenos días, señor primer ministro -dijo Keith, que se levantó y se adelantó para saludar a Robert Menzies. Los dos hombres se estrecharon la mano antes de que Keith se volviera para presentarle a Kate, que trataba de ocultarse en el rincón de la estancia-. No creo que conozca usted a Kate Tulloh, señor primer ministro. Es una de las jóvenes periodistas más prometedoras del Chronicle. Sé que estaba tratando de conseguir una entrevista con usted en algún momento.
– Estaré encantado de recibirla -dijo Menzies-. ¿Por qué no llama a mi oficina en algún momento, señorita Tulloh, y acordamos una hora?
Durante los dos días siguientes, Keith no pudo apartar a Kate de su mente. De una cosa podía estar seguro: que ella no encajaba en ninguno de sus bien ordenados planes.
Cuando se sentaron a almorzar, el primer ministro se preguntó porqué su anfitrión parecía tan preocupado. Townsend mostró poco interés por sus innovadoras propuestas de doblegar el poder de los sindicatos, a pesar de que sus periódicos presionaban al gobierno desde hacía varios años sobre el tema.
Townsend tampoco se mostró mucho más expresivo a la mañana siguiente, al presidir la reunión mensual del consejo de administración. De hecho, para ser un hombre que controlaba el imperio más grande de los medios de comunicación de Australia, se mostró insólitamente reservado. Uno o dos de sus directores se preguntaron si acaso estaría tramando algo. Al dirigirse al consejo para tratar sobre el punto siete del orden del día, su propuesto viaje al Reino Unido con el propósito de hacerse cargo de un pequeño grupo periodístico en el norte de Inglaterra, pocos de ellos vieron beneficio alguno en que efectuara aquel largo viaje. Keith no logró convencerlos de que algo positivo pudiera surgir de aquello.
Una vez terminado el consejo, cuando ya se habían marchado los directores, Townsend regresó a su despacho y permaneció ante la mesa, revisando papeles, hasta que Heather dio por concluida su jornada de trabajo. Keith miró su reloj en cuanto la puerta se cerró tras ella. Eran poco más de las siete, lo que le recordó que Heather trabajaba normalmente hasta muy tarde. No tomó el teléfono hasta no estar seguro de que no regresaría. Luego, marcó los tres números que le pondrían en comunicación directa con el despacho del director.
– Bruce, sobre ese viaje que estoy a punto de emprender a Londres. Debería llevar conmigo a un periodista para asegurarme de que si se filtra la noticia sea usted el primero en publicar algo al respecto.
– ¿Qué espera comprar en esta ocasión? -preguntó Bruce-. ¿El Times?
– No, no en este viaje -contestó Townsend-. Sólo ando buscando algo que podría dar beneficios.
– ¿Qué le parece si llamo a Ned Brewer, de nuestra oficina en Londres? Es el hombre adecuado para seguir cualquier historia.
– No estoy seguro de que sea un trabajo para el jefe de nuestra oficina -dijo Townsend-. Voy a tener que recorrer el norte de Inglaterra durante varios días, dedicado a visitar imprentas, a reunirme con periodistas, a tratar de decidir con qué directores quedarme. No quisiera que Ned se alejara de su despacho durante tanto tiempo.
– Supongo que podría desprenderme de Ed Makins durante una semana. Pero necesitaré tenerlo aquí de regreso para la sesión inaugural del Parlamento, sobre todo si su presentimiento resulta ser cierto y Menzies anuncia la promulgación de una ley para rebajar los poderes de los sindicatos.
– No, no, tampoco necesito a nadie tan cualificado. En cualquier caso, no puedo estar seguro de saber cuánto tiempo estaré fuera. Un buen periodista en prácticas sería suficiente para realizar este trabajo. -Hizo una pausa, pero Bruce no le ofreció ninguna sugerencia-. Quedé bien impresionado por aquella joven que me envió el otro día para entrevistarme -añadió-. ¿Cómo se llamaba?
– Kate Tulloh -dijo Bruce-. Pero ella es demasiado joven e inexperta para algo como esto.
– También lo era usted cuando nos vimos por primera vez, Bruce. Eso, sin embargo, no me impidió ofrecerle el puesto de director.
Se produjo un momento de silencio, antes de que Bruce dijera:
– Veré si está disponible.
Townsend sonrió y colgó el teléfono. No podía fingir que había esperado con impaciencia aquel viaje a Inglaterra, aunque sabía que había llegado el momento de expandir sus horizontes más allá de Australia.
Se quedó mirando el montón de notas que había sobre su mesa. A pesar del equipo de asesores de dirección que se ocuparon de revisar los detalles de todos los grupos periodísticos del Reino Unido, sólo encontraron a uno que parecía ofrecer buenas perspectivas.
Se le había preparado una carpeta con los datos, para que los estudiara durante el fin de semana. La abrió, tomó la primera página y se enfrascó en la lectura de un perfil del West Riding Group. Su sede central estaba situada en Leeds. Sonrió. Lo más cerca que había estado de Leeds fue una visita al hipódromo de Doncaster, mientras estuvo en Oxford. En aquella ocasión había apostado por un caballo ganador, si es que lo recordaba bien.
– ¿Y cómo pagará, señor Armstrong? -preguntó el agente inmobiliario.
– En realidad, soy el capitán Armstrong.
– Lo siento, capitán Armstrong.
– Pagaré mediante cheque.
Armstrong había tardado diez días en encontrar alojamiento adecuado y acababa de firmar el alquiler de un piso en Stanhope Gardens, cuando el agente mencionó que en el piso de arriba vivía un brigadier jubilado.
La búsqueda de una oficina adecuada todavía le llevó más tiempo, pues necesitaba disponer de una dirección que convenciera a Julius Hahn de que Armstrong había actuado en el mundo editorial durante toda su vida.
Cuando John D. Wood le preguntó en qué gama de precios estaba pensando, la tarea le fue asignada a uno de sus ayudantes más jóvenes.
Dos semanas más tarde, Armstrong se instaló en un despacho que era todavía más pequeño que su piso en Stanhope Gardens. A pesar de que no podía aceptar como ideal, perfecto y único, la descripción que le hizo el agente del despacho de veinticinco metros cuadrados, con un lavabo en el piso superior, tenía al menos dos ventajas. La dirección en Fleet Street, y un alquiler que podía pagar…, al menos durante los tres primeros meses.
– Si es tan amable, capitán Armstrong, puede firmar al pie del contrato.
Armstrong abrió el capuchón de su nueva pluma Parker y firmó.
– Bien, en ese caso todo queda arreglado -dijo el joven agente, que esperó a que la tinta se secara-. Como sabe, capitán Armstrong, el alquiler de esta propiedad es de diez libras semanales, con un trimestre pagado por adelantado. Quizá sea tan amable de extenderme ahora un cheque por importe de ciento treinta libras.
– A últimas horas de esta tarde le enviaré a uno de mis empleados con un cheque por ese importe -dijo Armstrong, que se enderezó la corbata de lazo.
El agente vaciló un momento y luego guardó el contrato en su maletín.
– Estoy seguro de que será correcto, capitán Armstrong -dijo.
A continuación, le entregó las llaves de la más pequeña de las propiedades que representaba.
Armstrong se sintió seguro de que Hahn no tendría forma de saber que cuando llamara al FLE 6093 y escuchara las palabras «Armstrong Communications», su empresa editorial sólo se componía de una pequeña habitación, dos mesas, un archivador y el recientemente instalado teléfono. En cuanto a «sus empleados», sólo contaba por el momento con uno de ellos. Sally había regresado a Londres la semana anterior, y esa misma mañana se había unido a él en funciones de ayudante personal.
Armstrong no había podido entregarle al agente un cheque de forma inmediata porque hacía muy poco que había abierto una cuenta en el Barclays, y el banco no se mostró dispuesto a entregarle un talonario de cheques hasta que recibiera la transferencia de fondos prometida desde Holt & Co., en Berlín. El hecho de que él fuera el capitán Armstrong, condecorado con la Cruz Militar, como no dejó de recordarles, no pareció impresionar lo más mínimo al director del banco.
Cuando el dinero llegó finalmente, el director le confesó a uno de sus empleados que, después de su entrevista, esperaba que llegaran algo más que las 217 libras, 9 chelines y seis peniques que fueron depositadas en la cuenta del capitán Armstrong.
Mientras esperaba la transferencia del dinero, Armstrong se puso en contacto con Stephen Hallet, en sus oficinas del Colegio de Abogados de Lincoln, y le pidió que se ocupara de registrar a la Armstrong Communications como una empresa privada. Eso le costó otras diez libras.
En cuanto estuvo formada la empresa, a la mesa de Sally llegó otra factura. Armstrong no disponía esta vez de una docena de botellas de clarete para liquidar la cuenta, de modo que invitó a Hallet a convertirse en secretario de la empresa.
Una vez recibidos los fondos, Armstrong pagó todas sus deudas, y en su cuenta quedaron menos de cuarenta libras. Le dijo a Sally que, en el futuro, no debía pagar ninguna factura superior a las diez libras mientras no recibiera por lo menos tres exigencias de pago.
Charlotte, que ya estaba embarazada de seis meses de su segundo hijo, se reunió con Dick en Londres pocos días después de que él hubiera alquilado el piso en Knightsbridge. La primera vez que vio las cuatro habitaciones, no hizo ningún comentario sobre lo pequeño que era el piso en comparación con el espacioso apartamento del que había disfrutado en Berlín. Se sentía demasiado feliz por haber podido escapar de Alemania.
Durante los trayectos diarios en autobús hasta la oficina, Armstrong se preguntaba cuánto tiempo tardaría en disponer de un coche y un chófer. Una vez registrada la empresa, voló a Berlín y convenció a un reacio Hahn para que le hiciera un préstamo de mil libras. Regresó a Londres con un cheque por esa cantidad y una docena de manuscritos, tras haber prometido que serían traducidos en el término de pocos días, y que el dinero sería devuelto en cuanto firmara el primer acuerdo de distribución en el extranjero. Pero se enfrentaba con un problema que no podía admitir ante Hahn. A pesar de que Sally se pasaba horas pegada al teléfono, tratando de acordar citas con los presidentes de las principales editoriales científicas de Londres, pronto descubrió que sus puertas no se le abrían al capitán Armstrong como había sucedido en Berlín.
Aquellos días, al regresar a casa antes de la medianoche, Charlotte le preguntaba cómo le iban los negocios. El «nunca han ido mejor» sustituyó al «máximo secreto». Pero ella no dejaba de observar que los delgados sobres marrones que aparecían regularmente en el buzón, parecían terminar amontonados en el cajón más cercano, sin abrir siquiera. Al volar a Lyon para dar a luz a su segundo hijo, Dick le aseguró que cuando regresara ya tendría firmado su primer gran contrato.
Diez días más tarde, mientras Armstrong dictaba una contestación a la única carta recibida aquella mañana, alguien llamó a la puerta. Sally se precipitó a abrirla y se encontró ante su primer cliente. En realidad, Geoffrey Bailey, un canadiense que representaba a un pequeño editor de Montreal, se había equivocado de piso. Pero una hora más tarde se marchó con tres manuscritos científicos en alemán. Una vez traducidos y, al darse cuenta de su potencial comercial, regresó con un cheque y firmó un contrato para quedarse con los derechos en Canadá y en Francia de los tres libros. Armstrong ingresó el cheque, pero no se molestó en informar a Hahn de la transacción.
Gracias al señor Bailey, cuando Charlotte aterrizó en Heathrow, seis semanas más tarde, con la pequeña Nicole en brazos, Dick ya había firmado otros dos contratos con editores de España y Bélgica. A Charlotte le sorprendió ver que su esposo había comprado un gran automóvil Dodge, y que el soldado Benson se sentaba ante el volante. Lo que Dick no le dijo fue que el Dodge se pagaba a plazos, y que no podía pagarle su salario a Benson al final de la semana.
– Eso impresiona a los clientes -dijo, asegurándole que el negocio marchaba cada vez mejor.
Ella trató de ignorar el hecho de que algunas de las historias que él le contaba habían variado durante su ausencia, y que los sobres marrones sin abrir continuaban guardados en el cajón. Pero incluso ella quedó impresionada cuando le dijo que el coronel Oakshott había regresado a Londres, le había visitado y preguntado si conocía a alguien que pudiera ofrecer trabajo a un viejo soldado.
Armstrong fue la quinta persona a la que visitó, y ninguno de los otros tuvo nada que ofrecer a alguien de su edad y de su rango. Al día siguiente, Oakshott fue nombrado miembro del consejo de administración de Armstrong Communications, con un salario de mil libras anuales, aunque su cheque mensual no siempre encontraba fondos de forma inmediata al ser presentado al cobro por su banco.
Una vez que los tres primeros manuscritos fueron publicados en Canadá, Francia, Bélgica y España, otros editores extranjeros empezaron a bajarse del ascensor en el piso correcto, para abandonar más tarde el despacho de Armstrong con largas listas mecanografiadas de todos los libros cuyos derechos estaban disponibles.
A medida que Armstrong empezó a cerrar un número cada vez mayor de contratos, redujo sus viajes a Berlín, y envió al coronel Oakshott en su lugar, encargándole la poco envidiable tarea de explicarle a Julius Hahn por qué razón había tan poca liquidez. Oakshott seguía creyéndose todo lo que Armstrong le contaba; al fin y al cabo, ¿acaso no habían servido en el mismo regimiento? Hahn también se lo creyó, al menos durante algún tiempo.
Pero a pesar de algún que otro éxito con editoriales extranjeras, Armstrong no conseguía convencer a ningún destacado editor británico para que adquiriera los derechos de sus libros. Después de escuchar durante varios meses la consabida frase: «Me pondré en contacto con usted, capitán Armstrong», empezó a preguntarse cuánto tiempo tardaría en abrir la puerta que le permitiera entrar a formar parte del mundo editorial británico.
Fue una mañana de octubre en la que Armstrong contemplaba los enormes edificios del Globe y del Citizen, los dos periódicos más populares del país, cuando Sally le dijo que le llamaba por teléfono un periodista del The Times. Armstrong asintió con un gesto.
– Le pondré con el capitán Armstrong -anunció Sally a su interlocutor, al otro lado de la línea.
Armstrong cruzó la habitación y le tomó a Sally el teléfono de la mano.
– Aquí Dick Armstrong, presidente de Armstrong Communications, ¿en qué puedo servirle?
– Soy Neville Andrade, corresponsal científico del The Times. Recientemente he encontrado la edición francesa de uno de los libros de Julius Hahn, Los alemanes y la bomba atómica, y sentía curiosidad por saber cuántos otros títulos tiene usted en proceso de traducción.
Armstrong colgó el teléfono una hora más tarde, después de haberle contado a Andrade la historia de su vida, y de prometerle que su chófer le dejaría al mediodía la lista completa de títulos en su mesa.
A la mañana siguiente, al llegar tarde a la oficina, debido a lo que los londinenses llamaban una «sopa de guisantes», Sally le dijo que había recibido siete llamadas telefónicas en veinte minutos. Al sonar de nuevo el teléfono, ella le indicó con un gesto su mesa, donde había un ejemplar del The Times, abierto por la página científica. Armstrong se sentó y empezó a leer el largo artículo de Andrade sobre la bomba atómica y cómo, a pesar de haber perdido la guerra, los científicos alemanes seguían estando muy adelantados con respecto al resto del mundo en numerosos campos de investigación.
El teléfono sonó de nuevo, pero seguía sin comprender por qué Sally se veía tan asediada, hasta que leyó el último párrafo del artículo.
– La clave de toda esta información la tiene el capitán Richard Armstrong, condecorado con la Cruz Militar, que controla los derechos de traducción de todas las publicaciones del prestigioso imperio editorial de Julius Hahn.
Pocos días más tarde, la frase «Ya nos pondremos en contacto con usted, capitán Armstrong», se vio sustituida por «Estoy seguro de que podemos cumplir con esas condiciones, Dick», y a partir de entonces empezó a seleccionar a las editoriales a las que permitiría publicar sus manuscritos y distribuir sus revistas. Personas con las que no había logrado acordar una cita en el pasado, le invitaban ahora a almorzar en el Garrick, a pesar de que, después de conocerle, no llegaban hasta el punto de sugerirle que se hiciera miembro.
A finales de ese mismo año, Armstrong había devuelto finalmente el préstamo de mil libras y al coronel Oakshott ya no le era posible convencer a Hahn de que su presidente seguía pasando por un mal momento para conseguir que alguien firmara un contrato. Oakshott se sintió agradecido por el hecho de que Hahn no pudiera ver que el Dodge había sido sustituido mientras tanto por un Bentley, y de que Benson vestía ahora un elegante uniforme gris y una gorra de plato. El problema más reciente de Armstrong consistía en encontrar oficinas adecuadas y personal cualificado, para poder estar a la altura de su rápida expansión. Al quedar vacíos los pisos superior e inferior al que él ocupaba, firmó nuevos contratos de alquiler por ellos en cuestión de horas.
Fue durante la reunión anual del regimiento North Staffordshire, en el Café Royal, donde Armstrong se encontró con el mayor Wakeham. Descubrió así que Peter acababa de ser desmovilizado y que se disponía a aceptar un puesto de trabajo en el departamento de personal de la Great Western Railway. Armstrong dedicó el resto de la velada a tratar de convencerlo de que la Armstrong Communications ofrecía mejores perspectivas. Al lunes siguiente, Peter se unió a él como director general.
Una vez que Peter se hubo instalado, Armstrong empezó a viajar por todo el mundo, desde Montreal a Nueva York, y desde Tokio a Christchurch, para dedicarse a vender los manuscritos de Hahn, por los que pedía anticipos cada vez mayores. Empezó a colocar el dinero en distintas cuentas bancarias, lo que tuvo como resultado que ni siquiera Sally pudiera estar segura de saber cuál era la liquidez de la empresa en un momento dado, o dónde se hallaban las cuentas. Cada vez que él regresaba a Inglaterra, se encontraba con que su pequeño personal era incapaz de satisfacer las exigencias de un creciente cúmulo de deudas. Y Charlotte también empezaba a cansarse de que él le comentara lo mucho que habían crecido los niños.
Cuando se puso en alquiler todo el resto del edificio de Fleet Street, aprovechó inmediatamente la ocasión. Ahora, hasta el más escéptico de sus clientes potenciales que lo visitaban en sus nuevas oficinas tenía que aceptar que el capitán Armstrong parecía estar haciendo buenos negocios. Los rumores sobre los éxitos de Armstrong no tardaron en llegar a Berlín, pero las cartas de Hahn en las que le pedía detalles de las cifras de venta país por país, de los contratos firmados en el extranjero y de la auditoría de cuentas siguieron sin conocer respuesta.
El coronel Oakshott, en quien recaía la tarea de informar a un Hahn cada vez más incrédulo acerca de las afirmaciones de Armstrong de que la empresa tenía dificultades para obtener beneficios, empezó a ser tratado cada vez más como un recadero, a pesar de que recientemente se le había nombrado vicepresidente. Armstrong se mantuvo imperturbable a pesar de que Oakshott le amenazó con dimitir, y de que Stephen Hallet le advirtió que había recibido una carta de los abogados de Hahn en Londres, amenazándole con dar por concluida su asociación. Estaba seguro de que mientras la ley impidiera a Hahn viajar fuera de Alemania, no tenía forma alguna de descubrir hasta qué punto había crecido su imperio y, por lo tanto, cuánto representaba en realidad su cincuenta por ciento.
Pocas semanas después de que el gobierno de Winston Churchill recuperara el poder en 1951, se anularon todas las restricciones que impedían viajar a los ciudadanos alemanes. A Armstrong no le sorprendió saber, a través del coronel, que el primer viaje que harían Hahn y Schultz al extranjero sería precisamente a Londres.
Después de mantener prolongadas consultas con un consejero real en Gray's Inn, los dos alemanes tomaron un taxi que los llevó a Fleet Street para mantener allí una reunión con su socio extranjero. La costumbre de Hahn de ser escrupuloso con la puntualidad no le había abandonado ni siquiera en la vejez, y Sally acudió a recibir a los dos hombres en la recepción. Los condujo hasta el amplio despacho nuevo de Dick, y confió en que se sintieran debidamente impresionados por el ajetreo y la actividad que les rodeaba.
Entraron en el despacho de Armstrong y fueron saludados con la amplia y expresiva sonrisa que ambos recordaban tan bien. Schultz quedó impresionado al observar lo mucho que había engordado el capitán y no le importó en lo más mínimo su vistoso lazo.
– Bienvenidos, mis queridos amigos -empezó por decir Armstrong con los brazos abiertos, como un oso corpulento-. Ha pasado mucho tiempo.
Pareció sorprenderse al recibir una fría respuesta por parte de ellos, pero los condujo hacia los cómodos asientos situados al otro lado de la mesa, y luego se instaló en el suyo, algo más elevado, lo que le permitía dominarlos físicamente. Por detrás de él colgaba de la pared una enorme fotografía ampliada del mariscal de campo Montgomery en el momento de imponer la Cruz Militar sobre el pecho del joven capitán.
Una vez que Sally les hubo servido café brasileño en tazas de porcelana china, Hahn no perdió el tiempo en tratar de comunicarle el propósito de su visita a Armstrong, como ahora le llamaba. Se disponía a lanzarse a pronunciar su bien ensayado discurso cuando empezó a sonar uno de los cuatro teléfonos instalados sobre la mesa. Armstrong lo tomó, y Hahn imaginó que le daría a su secretaria instrucciones para que no les molestaran. Pero en lugar de eso se lanzó a mantener una intensa conversación en ruso. Apenas hubo terminado de hablar cuando sonó otro teléfono y poco después había iniciado un nuevo diálogo, esta vez en francés. Hahn y Schultz ocultaron sus recelos y esperaron pacientemente a que el capitán Armstrong terminara de atender sus llamadas.
– Lo siento -se disculpó Armstrong tras haber terminado la tercera conversación telefónica-, pero como pueden ver este maldito trasto no deja de sonar. Y el cincuenta por ciento de todo esto lo hago en su nombre -añadió con una amplia sonrisa.
Hahn se disponía a iniciar su discurso por segunda vez cuando Armstrong abrió el cajón superior de la mesa y extrajo una caja de puros habanos, algo que sus invitados no habían visto desde hacía por lo menos diez años. Empujó la caja hacia ellos, sobre la mesa. Hahn hizo un gesto negativo con la mano, y Schultz, aunque de mala gana, siguió el ejemplo de su presidente.
Hahn intentó empezar por tercera vez.
– Y a propósito -dijo Armstrong-, he reservado una mesa para almorzar en el Savoy Grill. Todo aquel que es alguien aquí almuerza en el Grill -añadió, dirigiéndoles otra amplia sonrisa.
– No tenemos tiempo para almorzar -dijo Hahn con sequedad.
– Pero si tenemos muchas cosas de las que hablar -insistió Armstrong-. Y, sobre todo, tenemos mucho que recordar de los viejos tiempos.
– Tenemos pocas cosas de las que discutir -dijo Hahn-, y menos de los viejos tiempos. -Armstrong guardó silencio por un momento-. Siento tener que informarle, capitán Armstrong, que hemos decidido dar por concluido nuestro acuerdo con usted.
– Pero eso no es posible -dijo Armstrong-. Tenemos firmado un acuerdo perfectamente legal.
– Evidentemente, hace algún tiempo que no ha leído usted ese documento -dijo Hahn-. Si lo hubiera hecho así, conocería muy bien cuáles son las consecuencias de no haber cumplido sus obligaciones financieras con nosotros.
– Yo tengo la intención de…
– «En el caso de falta de pago, todos los derechos revertirán automáticamente a la compañía propietaria después de doce meses» -citó Hahn, que parecía haberse aprendido la cláusula de memoria.
– Puedo cumplir con mis obligaciones inmediatamente -aseguró Armstrong, sin estar muy seguro de poder hacerlo.
– Eso ya no influirá en mi decisión -dijo Hahn.
– Pero el contrato estipula que debe usted comunicármelo por escrito, con noventa días de antelación -le dijo Armstrong, al recordar una de las cláusulas que Stephen Hallet le había subrayado recientemente.
– Lo hemos hecho así en once ocasiones distintas -replicó Hahn.
– No soy consciente de haber recibido en ningún momento esa notificación -declaró Armstrong-. En consecuencia, no…
– Las tres últimas fueron enviadas a esta misma oficina -continuó Hahn-. Por correo certificado.
– Eso no quiere decir que las hayamos recibido.
– Cada una de ellas fue firmada por su secretaria o por el coronel Oakshott. Nuestra última demanda fue entregada en mano a su abogado, Stephen Hallet, que, según tengo entendido, fue quien redactó el contrato original.
Una vez más, Armstrong guardó silencio.
Hahn abrió el usado maletín que llevaba y que Armstrong recordaba tan bien, y extrajo copias de los tres documentos que colocó sobre la mesa, delante de su antiguo socio. Luego, extrajo un cuarto documento.
– Le emplazo ahora para que en el término de un mes devuelva todas las publicaciones, planchas o documentos que se encuentren en su posesión y que hayan sido suministradas por nosotros durante los dos últimos años, junto con un cheque por importe de ciento setenta mil libras en pago de los derechos que se nos adeudan. Nuestros contables consideran esa cifra como un cálculo muy conservador.
– Seguramente, me dará una nueva oportunidad después de todo lo que hice por usted -le rogó Armstrong.
– Ya le hemos dado muchas oportunidades -dijo Hahn-, y ninguno de los dos -añadió, mirando a su colega- tiene edad para andar perdiendo el tiempo con la esperanza de que cumpla usted con sus obligaciones.
– Pero ¿cómo pueden esperar sobrevivir sin mí? -preguntó Armstrong.
– Muy sencillo -contestó Hahn-. Ya hemos firmado un acuerdo esta misma mañana con la distinguida casa editora Macmillan, que estoy seguro conocerá usted. Haremos una declaración en ese sentido en el Bookseller del próximo viernes, de tal modo que nuestros clientes en Gran Bretaña, Estados Unidos y el resto del mundo sepan que usted ya no nos representa.
Hahn se levantó de la silla y Armstrong observó sin decir una palabra cómo él y Schultz se volvían para marcharse. Antes de que llegaran a la puerta, les gritó:
– ¡Tendrán noticias de mis abogados!
Una vez cerrada la puerta se dirigió lentamente a la ventana situada tras su mesa. Miró hacia la acera y no se movió de allí hasta verlos subir a un taxi. Una vez que se hubieron alejado, regresó ante la mesa, tomó el teléfono más cercano y marcó un número. Le contestó una voz familiar.
– Durante los siete próximos días, compre todas las acciones de Macmillan que pueda encontrar.
Colgó el teléfono y luego hizo una segunda llamada.
Stephen Hallet escuchó con atención a su cliente, que le informó ampliamente de su reunión con Hahn y Schultz. A Hallet no le sorprendió la actitud de los dos alemanes, ya que recientemente le había informado a Armstrong de la orden de rescisión de contrato recibida de los abogados de Hahn en Londres. Una vez que Armstrong hubo terminado de contarle su versión de la reunión, sólo le hizo una pregunta:
– ¿Durante cuánto tiempo cree que puedo resistir? Tengo que cobrar varios grandes pagos en las próximas semanas.
– Un año, quizá dieciocho meses, siempre y cuando esté dispuesto a presentar una demanda y a seguir todos los trámites hasta llegar a los tribunales.
Dos años más tarde, después de que Armstrong agotara a todo el mundo, incluido Stephen Hallet, llegó a un acuerdo con Hahn en los últimos trámites previos a la celebración del juicio.
Hallet redactó un extenso documento en el que Armstrong acordaba devolver a Hahn toda su propiedad, incluido el material no publicado, las planchas, los acuerdos sobre derechos, los contratos y más de un cuarto de millón de libros de su almacén en Watford. También se comprometía a pagar 75.000 libras como liquidación final de los beneficios obtenidos durante los cinco años anteriores.
– Gracias a Dios que nos hemos librado por fin de ese hombre -fue todo lo que dijo Hahn al salir del Tribunal Supremo en el Strand.
Al día siguiente de la firma del contrato, el coronel Oakshott dimitió de su puesto en el consejo de administración de Armstrong Communications, sin dar ninguna explicación. Murió de un ataque al corazón tres semanas más tarde. Armstrong no encontró tiempo para asistir a su funeral, de modo que envió para representarle a Peter Wakeham, su nuevo vicepresidente.
Armstrong se encontraba en Oxford el día del funeral de Oakshott, para firmar un contrato de arrendamiento de un gran edificio situado en las afueras de la ciudad.
Durante los dos años siguientes, Armstrong pasó casi más tiempo volando que en tierra firme; se dedicó a viajar por todo el mundo, visitó a un autor tras otro de los contratados por Hahn, y trató de convencerlos para que rompieran su acuerdo con el alemán y se unieran a Armstrong Communications. Era consciente de que no podría convencer a algunos de los científicos alemanes para que se unieran a él, pero eso quedó más que compensado gracias a su irrupción exclusiva en el mercado ruso, que hizo posible la intervención del coronel Tulpanov, y a los numerosos contactos que estableció en Estados Unidos durante los años en los que Hahn no pudo viajar al extranjero.
Muchos de los científicos, que nunca se aventuraban más allá de sus laboratorios, se sintieron halagados ante la visita personal de Armstrong y su promesa de difundir sus obras por entre un nuevo y vasto público por todo el mundo. A menudo no tenían una idea muy exacta del verdadero valor comercial de sus investigaciones, y se sintieron felices de firmar los contratos que se les presentaban. Más tarde, enviaban las obras fruto de toda una vida de trabajo a Headley Hall, en Oxford, e imaginaban a menudo que aquella dirección se hallaba relacionada de algún modo con la universidad.
Una vez que habían firmado un acuerdo, en el que habitualmente comprometían todos sus trabajos futuros, que debían entregar a Armstrong para su publicación, a cambio de unos anticipos irrisorios, ya nunca volvían a verle. El empleo de estas tácticas permitió a Armstrong Communications declarar unos beneficios de 90.000 libras apenas un año después de que él y Hahn se separaran y, un año más tarde, el Manchester Guardian nombró a Richard Armstrong Joven Empresario del Año, aunque Charlotte se encargó de recordarle que ya estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta años.
– Cierto -replicó él-, pero no olvides nunca que todos mis rivales me llevaban veinte años de ventaja.
Una vez que se instalaron en Headley Hall, su nuevo hogar en Oxford, Dick empezó a recibir numerosas invitaciones para asistir a acontecimientos universitarios. Rechazó la asistencia a la mayoría de ellos porque sabía que sólo deseaban su dinero. Pero entonces recibió una carta de Allan Walker, el presidente del Club Laborista de la Universidad de Oxford, que deseaba saber si el capitán Armstrong estaría dispuesto a patrocinar una cena que daría el comité en honor de Hugh Gaitskell, líder de la oposición.
– Acéptelo -dijo Dick-, con una sola condición: que me sienten a su lado.
Después de eso, patrocinó cada visita a la universidad realizada por el portavoz del Partido Laborista, y al cabo de un par de años conocía a todos los miembros del gabinete de oposición, así como a varios dignatarios europeos, incluido el primer ministro de Israel, David Ben Gurion, que le invitó a Tel Aviv y le sugirió que se interesara por los judíos que no habían sido tan afortunados como él.
Una vez que Allan Walker terminó sus estudios, su primera solicitud de trabajo la presentó a la Armstrong Communications. El presidente lo incluyó inmediatamente en su equipo personal, para que le asesorara acerca de lo que debía hacer para ampliar su influencia política. La primera sugerencia de Walker fue que se hiciera cargo de la maltrecha revista universitaria Isis que, como venía siendo habitual, se encontraba con problemas financieros. Gracias a una pequeña inversión, Armstrong se convirtió en el héroe de la izquierda universitaria, y utilizó desvergonzadamente la revista para promover su propia causa. Su rostro aparecía en la portada por lo menos una vez al trimestre, pero como los directores de la revista sólo duraban un curso, y dudaba mucho de que nadie encontrara otra fuente de financiación, nadie se opuso.
Cuando Harold Wilson fue nombrado líder del Partido Laborista, Armstrong empezó a hacer declaraciones públicas en su apoyo; los cínicos sugirieron que lo hacía únicamente porque los tories no querían tener nada que ver con él. En ningún momento dejó de hacerles saber a los miembros destacados del Partido Laborista que lo visitaban que estaba dispuesto a soportar las pérdidas que fueran necesarias con la publicación de Isis, en la medida en que eso pudiera estimular a la siguiente generación de estudiantes de Oxford a que apoyaran al Partido Laborista. Esta actitud les pareció bastante burda a no pocos políticos. Pero Armstrong empezó a estar convencido de que si el Partido Laborista llegaba a formar el próximo gobierno, podría utilizar toda su influencia y riqueza para llevar a cabo su nuevo sueño: ser propietario de un periódico nacional.
De hecho, empezaba a preguntarse ya quién podría detenerlo.
Keith Townsend se desabrochó el cinturón de seguridad pocos minutos después de que el Comet despegara, abrió el maletín y extrajo un montón de papeles. Miró a Kate, que ya se había enfrascado en la lectura de la última novela de Patrick White.
Empezó a comprobar la carpeta con información sobre el West Riding Group. ¿Era ésta la mejor oportunidad para asegurarse un baluarte en Gran Bretaña? Después de todo, su primera adquisición en Sydney había sido un pequeño grupo de periódicos que, con el tiempo, le permitieron comprar el Sydney Chronicle. Estaba convencido de que, una vez que controlara un grupo periodístico regional en Gran Bretaña, se encontraría en una posición mucho más fuerte para plantear una oferta que le permitiera acceder a la propiedad de un periódico nacional.
Según leyó, Harry Shuttleworth era el hombre que había fundado el grupo a principios de siglo. Había publicado primero un periódico en Huddersfield, como empresa filial de su taller textil, que alcanzó mucho éxito. Townsend reconoció la pauta del periódico local controlado por el patrono más importante de la zona; de ese modo había terminado él por ser el propietario de un hotel y dos minas de carbón. Cada vez que Shuttleworth inauguraba una fábrica en una ciudad nueva, le seguía la fundación de un periódico un par de años más tarde. Al jubilarse, tenía cuatro fábricas textiles y cuatro periódicos en West Riding.
Frank, el hijo mayor de Shuttleworth, se hizo cargo de la empresa una vez terminada la Primera Guerra Mundial, y aunque dirigió su interés fundamental hacia las fábricas textiles, también había…
– ¿Quiere tomar algo, señor?
– Un whisky -asintió Townsend-, y un poco de agua, por favor.
… añadido periódicos locales a las tres fábricas que construyó en Doncaster, Bradford y Leeds. En diversos momentos, los periódicos fueron amistosamente codiciados por Beaverbrook, Northcliffe y Rothermere, pero, por lo visto, Frank siempre les dio la misma respuesta: «No tiene usted nada que hacer aquí».
Parecía, sin embargo, que la tercera generación de los Shuttleworth no tenía el mismo temple. La combinación de textiles importados a precios baratos de la India y la existencia de un único hijo que siempre había querido ser botánico hizo que, al morir Frank, dejara ocho fábricas textiles, siete diarios, cinco semanarios y una revista del condado, y que los beneficios de la empresa empezaran a disminuir pocos días después de su entierro. Las fábricas textiles fueron finalmente liquidadas a finales de los años cuarenta y, desde entonces, el grupo de periódicos apenas había podido sostenerse. Ahora parecía sobrevivir gracias, únicamente, a la fidelidad de sus lectores, pero las últimas cifras demostraban que ni siquiera eso le permitiría mantenerse por mucho más tiempo.
Townsend levantó la mirada para observar cómo se encajaba una mesita portátil en el brazo de su asiento, y se extendía sobre ella un pequeño mantel. Al hacer la azafata lo mismo por Kate, ella dejó la lectura de Jinetes en el carro, pero permaneció en silencio, al no querer interrumpir la concentración de su jefe.
– Quisiera que leyera esto -le dijo, entregándole las primeras páginas del informe-. Entonces comprenderá por qué hago este viaje a Inglaterra.
Townsend abrió una segunda carpeta, preparada por Henry Wolstenholme, que había estudiado con él en Oxford y era ahora un abogado instalado en Leeds. Recordaba muy poco sobre Wolstenholme, excepto el hecho de que, después de unas pocas copas, se volvía insólitamente locuaz. No habría sido el elegido por Townsend para hacer negocios, pero como su empresa había representado al West Riding Group desde su fundación, no le quedaba otra alternativa. Fue Wolstenholme el primero que le alertó sobre el potencial del grupo; le escribió a Sydney para sugerir que, aun cuando el WRG no estaba a la venta, como afirmaría su presidente actual en el caso de ser abordado, sabía que si John Shuttleworth deseaba considerar alguna vez la posibilidad de una venta, desearía que el comprador procediera de un lugar lo más alejado posible de Yorkshire. Townsend sonrió en el momento en que se le colocaba delante una taza con sopa de tortuga. Como propietario del Hobart Mail, tenía que ser el candidato mejor calificado del mundo.
Una vez que Townsend le escribió expresándole su interés, Wolstenholme sugirió que se reunieran para hablar de las condiciones. La primera condición de Townsend fue que necesitaba ver las imprentas del grupo. «No existe ninguna posibilidad -fue la respuesta inmediata-. Shuttleworth no quiere aparecer en las primeras páginas de sus publicaciones hasta que no se haya cerrado el trato.» Townsend aceptaba que ninguna negociación sería fácil a través de una tercera persona, pero en esta ocasión iba a tener que confiar en Wolstenholme para que le contestara más preguntas de lo habitual.
Con un tenedor en la mano y la siguiente página en la otra, empezó a revisar las cifras que Clive Jervis le había preparado. Clive calculaba que la empresa valía entre cien mil y ciento cincuenta mil libras, pero indicaba que al no haber podido ver más que el balance, no se encontraba en posición de comprometerse; sin lugar a dudas, pensó Townsend, deseaba una cláusula de salvaguardia en el caso de que algo saliera mal.
– Esto es más interesante que Jinetes en el carro -dijo Kate después de dejar la primera carpeta-. Pero ¿qué papel espera que juegue yo en todo esto?
– Eso dependerá del final -contestó Keith-. Si concluyo esta negociación con éxito, necesitaré que se publiquen artículos en todos mis periódicos australianos, y también necesitaré un texto aparte, algo menos efusivo, para Reuters y la Asociación de la Prensa. Lo importante será alertar a los editores de todo el mundo sobre el hecho de que a partir de ese momento empezaré a actuar seriamente fuera de Australia.
– ¿Hasta qué punto conoce bien a Wolstenholme? -preguntó Kate-. Tengo la impresión de que va a tener que confiar mucho en su buen juicio.
– No lo conozco demasiado bien -admitió Keith-. Estudió en Worcester, dos cursos por delante de mí, y se le consideraba como una persona campechana.
– ¿Campechana? -repitió Kate, que lo miró extrañada.
– Durante el primer trimestre se pasaba la mayor parte del tiempo con el equipo de rugby de la universidad, y los otros dos trimestres se dedicaba a entrenar al equipo de remo. Creo que fue elegido para dirigirlos porque tenía una voz que podía escucharse desde el otro lado del Támesis, y porque disfrutaba bebiendo alguna que otra jarra de cerveza con el equipo, incluso después de haber perdido. Pero han pasado ya diez años; por lo que sé, se ha instalado y convertido en un austero abogado de Yorkshire, con esposa y varios hijos.
– ¿Tiene usted alguna idea de lo que vale realmente el West Riding Group?
– No, pero siempre puedo hacer una oferta sujeta a la inspección de las seis imprentas y, al mismo tiempo, tratar de averiguar hasta qué punto son buenos los directores y periodistas. No obstante, el mayor problema en Inglaterra son siempre los sindicatos. Si este grupo estuviera controlado por un grupo cerrado, entonces no me interesa, porque por muy bueno que sea el acuerdo, los sindicatos pueden llevarme a la bancarrota en cuestión de meses.
– ¿Y si no lo está? -preguntó Kate.
– En ese caso, estaría dispuesto a llegar a las cien mil libras, o como máximo ciento veinte mil. Pero no sugeriré ninguna cifra hasta que no sepa lo que piensan ellos.
– Bueno, esto es algo más importante que cubrir la información de los tribunales tutelares de menores -comentó Kate.
– Yo también empecé por ahí -dijo Keith-, pero al director no le parecía que mis esfuerzos fueran un material merecedor de un premio, como le pareció al suyo, y la mayoría de mis artículos terminaban en la papelera antes de que terminara de leer el primer párrafo.
– Quizá el director sólo deseaba demostrar que no se dejaba amedrentar por su padre.
Keith se volvió a mirarla y se dio cuenta de que ella se preguntaba en aquellos momentos si acaso no había ido demasiado lejos.
– Quizá -contestó-, pero sucedió antes de que pudiera hacerme cargo del Chronicle y de que lo despidiera.
Kate permaneció en silencio mientras la azafata retiraba las bandejas.
– Vamos a bajar la intensidad de las luces de la cabina -les dijo-, pero disponen de una luz sobre sus cabezas si desean continuar la lectura.
Keith asintió con un gesto y encendió la luz. Kate extendió las piernas y echó hacia atrás todo lo que pudo el respaldo de su asiento, se tapó con una manta y cerró los ojos. Keith la miró durante un momento antes de abrir una cuarta carpeta. Estuvo leyendo durante toda la noche.
Cuando el coronel Tulpanov llamó para sugerir que conociera a un asociado suyo de negocios, llamado Yuri Valchek, para hablar sobre una cuestión de interés mutuo, Armstrong propuso que almorzaran en el Savoy la próxima vez que el señor Valchek estuviera en Londres.
Durante toda la década anterior, Armstrong había efectuado viajes regulares a Moscú y, a cambio de los derechos exclusivos en el extranjero de las obras de los científicos soviéticos, siguió efectuando pequeñas tareas para Tulpanov, todavía capaz de convencerse a sí mismo de que aquello no causaba ningún daño real a su país de adopción. A ese engaño ayudó el hecho de que siempre informara a Forsdyke de la realización de aquellos viajes, y de que a veces se ocupara de entregar mensajes en su nombre, para regresar a menudo con respuestas insondables. Armstrong comprendía que ambas partes lo consideraban como uno de los suyos, y sospechaba que Valchek no era un mensajero llegado para transmitirle un recado sencillo, sino para descubrir hasta dónde se le podía empujar. Al elegir el Savoy Grill, Armstrong confiaba en convencer a Forsdyke de que no tenía nada que ocultarle.
Armstrong llegó al Savoy con unos pocos minutos de antelación y fue conducido a su habitual mesa reservada en el rincón. Renunció a su whisky favorito con soda y pidió un vodka, señal acordada entre los agentes para no hablar inglés. Miró hacia la entrada del restaurante y se preguntó si podría identificar a Valchek cuando entrara. Diez años antes habría sido fácil, pero había advertido a muchos de la nueva generación que llamaban demasiado la atención con sus trajes baratos de chaqueta cruzada y sus corbatas tenuemente moteadas. Desde entonces, algunos de los que visitaban Londres y Nueva York con mayor regularidad, aprendieron a dejarse caer por Savile Row y la Quinta Avenida durante sus visitas, aunque Armstrong sospechaba que tenían que cambiarse rápidamente durante el vuelo de Aeroflot, de regreso a Moscú.
Dos hombres de negocios entraron en el Grill, enfrascados en una conversación. Armstrong reconoció a uno de ellos, aunque no recordó su nombre. Fueron seguidos por una mujer joven muy guapa, seguida a su vez por otros dos hombres. Que una mujer almorzara en el Grill no era nada habitual, y la siguió con la mirada hasta que fueron conducidos hacia el reservado de al lado.
El maître le interrumpió.
– Su invitado ha llegado, señor.
Armstrong se levantó para estrecharle la mano a un hombre que podría haber pasado por el director de una empresa británica y que, evidentemente, no necesitaba que nadie le dijera dónde se hallaba situado Savile Row. Armstrong pidió dos vodkas.
– ¿Cómo le fue el vuelo? -le preguntó en ruso.
– No muy bien, camarada -contestó Valchek-. A diferencia de usted, yo no tengo más remedio que volar en Aeroflot. Si tiene que hacerlo alguna vez, tómese una pastilla para dormir, y ni siquiera se le ocurra probar la comida.
Armstrong se echó a reír.
– ¿Cómo está el coronel Tulpanov?
– El general Tulpanov está a punto de ser nombrado número dos de la KGB, y desea que le haga saber al brigadier Forsdyke que sigue teniendo un rango superior al suyo.
– Eso será un placer -asintió Armstrong-. ¿Se han producido algunos otros cambios en las alturas que yo deba saber?
– Por el momento no. -Hizo una pausa antes de agregar-: Aunque sospecho que el camarada Jruschev no se mantendrá en su puesto durante mucho más tiempo.
– En ese caso, quizá tenga usted que dejar libre su mesa -observó Armstrong, que lo miró directamente.
– No mientras Tulpanov sea mi jefe.
– ¿Y quién será el sucesor de Jruschev? -preguntó Armstrong.
– Yo apostaría por Breznev -dijo su visitante-. Pero como Tulpanov tiene fichas de todos los candidatos posibles, nadie va a tratar de sustituirle a él.
Armstrong sonrió al pensar que Tulpanov no había perdido nada de su tacto.
Un camarero colocó una nueva copa de vodka ante su invitado.
– El general le tiene en muy alta consideración -dijo Valchek una vez que el camarero se hubo alejado- y, sin duda, la posición de usted será mucho más influyente una vez que su nombramiento sea oficial. -Valchek hizo una pausa para estudiar el menú y hacer el pedido en inglés al camarero que esperaba. Una vez que éste se alejó, preguntó-: Dígame una cosa, ¿por qué el general Tulpanov siempre le llama Lubji?
– Es un nombre en clave tan bueno como cualquier otro -contestó Armstrong.
– Pero usted no es ruso.
– No, no lo soy -dijo Armstrong con firmeza.
– ¿Y tampoco es inglés, camarada?
– Soy más inglés que los ingleses -contestó Armstrong.
Aquella contestación pareció silenciar a su invitado, delante del cual se colocó un plato de salmón ahumado. Valchek había terminado ya el primer plato y comía el filete cuando empezó a revelar el verdadero propósito de su visita.
– El Instituto Nacional de Ciencias desea publicar un libro para conmemorar los logros alcanzados en la exploración espacial -dijo, tras elegir una mostaza de Dijon-. El presidente tiene la sensación de que el presidente Kennedy recibe demasiado crédito por su programa de la NASA cuando, como todo el mundo sabe, fue la Unión Soviética la que envió al primer hombre al espacio. Hemos preparado un documento en el que se detallan los logros de nuestro programa, desde la fundación de la Academia Espacial hasta nuestros días. Dispongo de un manuscrito de doscientas mil palabras, compilado por los científicos más destacados en ese campo, además de cien fotografías tomadas tan recientemente que son del mes pasado, y de diagramas y especificaciones detalladas de los Luna IV y V.
Armstrong no hizo el menor intento por interrumpir a Valchek. El mensajero tenía que saber que un libro así podía quedar desfasado antes de que se publicara. Sin duda alguna, tenía que existir otra razón que explicara su viaje desde Moscú para almorzar con él. Pero su invitado siguió hablando, añadiendo más y más detalles sin importancia. Finalmente, le preguntó a Armstrong cuál era su opinión sobre el proyecto.
– ¿Cuántos ejemplares espera el general Tulpanov que se impriman de esta obra?
– Un millón en tapa dura, para que se distribuyan por los canales habituales.
Armstrong dudaba mucho de que un libro así llegara a una fracción de aquella cifra de lectores en todo el mundo.
– Pero sólo mis costes de impresión… -empezó a decir.
– Comprendemos plenamente los riesgos que asumiría usted con su publicación, de modo que le adelantaremos una suma de cinco millones de dólares, que tendrán que ser distribuidos entre aquellos países donde el libro se traduzca, se publique y se venda. Naturalmente, habrá una comisión del diez por ciento para usted, como agente distribuidor. Debo añadir que al general Tulpanov no le sorprendería nada que el libro no apareciera en ninguna lista de los más vendidos. Mientras usted pueda indicar en su informe anual que se han impreso un millón de ejemplares, él se sentirá satisfecho. Lo que realmente importa es la distribución de los beneficios -añadió Valchek tras tomar un sorbo de vodka.
– ¿Será esto una operación aislada? -preguntó Armstrong.
– Si consigue usted éxito en este… -Valchek hizo una pausa antes de elegir la palabra adecuada-… proyecto, querremos que se publique una edición de bolsillo un año más tarde, para lo que estaremos dispuestos a destinar otros cinco millones de dólares. Después, quizá haya que hacer reimpresiones, versiones revisadas…
– De modo que se asegure un flujo continuo de dinero que pueda llegar sin problemas a sus equipos operativos repartidos por todos los países donde la KGB esté presente -dijo Armstrong.
– Como nuestro representante -añadió Valchek, que ignoró el comentario-, recibirá usted el diez por ciento de cualquier adelanto. Al fin y al cabo, no hay razones para que le tratemos a usted de modo diferente a como haríamos con cualquier otro agente literario. Y estoy seguro de que nuestros científicos podrán producir cada año un nuevo manuscrito que merezca ser publicado. -Tras una pausa agregó-: Siempre y cuando sus derechos de autor sean pagados a tiempo, en la divisa que pidamos.
– ¿Cuándo puedo ver el manuscrito? -preguntó Armstrong.
– He traído un ejemplar -contestó Valchek, que bajó la mirada hacia el maletín que había dejado a su lado, sobre el suelo-. Si acepta usted ser el editor, los cinco primeros millones se le abonarán en su cuenta en Liechtenstein a finales de la semana. Tengo entendido que así es como hemos hecho negocios con usted en el pasado.
Armstrong asintió.
– Necesitará disponer de una segunda copia del manuscrito para pasársela a Forsdyke. -Valchek enarcó una ceja en el momento en que un camarero retiraba su plato-. Tiene a un agente sentado en el otro extremo del comedor -añadió Armstrong-. Así que tendrá que entregarme el manuscrito antes de que nos marchemos, y yo tendré que salir de aquí con él bajo el brazo. Pero no se preocupe -continuó, sensible a la preocupación de Valchek-. Él no sabe nada sobre edición y, probablemente, su departamento se dedicará durante varios meses a buscar mensajes cifrados entre los Sputniks.
Valchek se echó a reír, pero no hizo el menor intento por mirar hacia el otro extremo de la sala cuando un carrito con postres llegó ante su mesa. Se limitó a contemplar las tres bandejas de delicados manjares que se le ofrecían.
En el silencio que siguió, Armstrong captó una sola palabra que le llegó desde la mesa de al lado: «imprentas». Aguzó el oído para escuchar la conversación, pero Valchek le preguntó entonces cuál era su opinión sobre un joven checo llamado Havel, que había sido recientemente enviado a la cárcel.
– Es un político.
– No, es un…
Armstrong se llevó un dedo a los labios para indicarle a su colega que debía seguir hablando pero sin esperar una respuesta. El ruso no necesitaba que le dieran lecciones en esa estratagema.
Armstrong se concentró en escuchar lo que hablaban las tres personas sentadas en el reservado contiguo. El hombre delgado, de hablar suave, sentado de espaldas a él, sólo podía ser un australiano, pero aunque su acento era evidente, Armstrong apenas si podía captar una sola palabra de lo que decía. Junto a él se sentaba la mujer joven a la que había seguido con la mirada en cuanto entró en el comedor. Como suposición, diría que era centroeuropea, y que probablemente no habría nacido muy lejos de su propio lugar de nacimiento. A la derecha, sentado frente al australiano, había un hombre que hablaba con acento del norte de Inglaterra y un tono de voz que habría encantado a su viejo sargento mayor del regimiento. Evidentemente, nadie le había explicado aún el significado de la palabra «confidencial».
Mientras Valchek continuaba hablando suavemente en ruso, Armstrong extrajo una pluma del bolsillo y empezó a anotar las palabras que escuchaba en la contraportada del menú, tarea que no resultaba fácil, a menos que se hubiera aprendido de un maestro de la profesión. No fue la primera vez que se sintió agradecido por la experiencia de Forsdyke.
«John Shuttleworth, presidente WRG», fueron las primeras palabras que anotó, y un momento más tarde: «dueño». Transcurrieron unos segundos antes de que añadiera «Huddersfield Echo» y los nombres de otros seis periódicos. Miró a Valchek a los ojos y siguió concentrado en escuchar. Luego escribió otras cuatro palabras: «Leeds, mañana, doce horas». Mientras tomaba el café, agregó: «120.000 precio justo». Y finalmente: «fábricas cerradas desde hace un tiempo».
Cuando el sujeto de la mesa de al lado empezó a hablar de críquet, Armstrong tuvo la sensación de que aunque había logrado colocar varias piezas de un rompecabezas, necesitaba regresar ahora lo antes posible a su oficina si quería abrigar la esperanza de completar la imagen antes de las doce del día siguiente. Miró su reloj, y a pesar de que se le acababa de servir un segundo plato de pan y budín de mantequilla, pidió la cuenta. Al serle presentada ésta, momentos más tarde, Valchek extrajo un grueso manuscrito de su maletín y se lo entregó ostentosamente a su anfitrión. Una vez pagada la cuenta, Armstrong se levantó, se colocó el manuscrito bajo el brazo y le habló a Valchek en ruso al pasar junto a la mesa de al lado. Miró a la mujer y creyó detectar una expresión de alivio en su rostro cuando les oyó hablar en un idioma extranjero.
Al llegar a la puerta, Armstrong le entregó un billete de una libra al maître.
– Un almuerzo excelente, Mario -le dijo-. Y gracias por sentar a una mujer tan hermosa en la mesa de al lado.
– Ha sido un placer, señor -dijo Mario, que se guardó el billete.
– ¿Puedo preguntarle a qué nombre se reservó esa mesa?
Mario recorrió la lista de reservas con un dedo.
– A nombre de un tal señor Keith Townsend.
Aquella nueva pieza del rompecabezas bien había valido una libra, pensó Armstrong al salir del restaurante por delante de su invitado.
Al llegar a la acera, Armstrong le estrechó la mano al ruso y le aseguró que el proceso de publicación se pondría en marcha inmediatamente.
– Es muy agradable oírselo decir, camarada -dijo Valchek con el más refinado acento inglés-. Y ahora, debo darme prisa para no llegar tarde a una cita con mi sastre.
Se unió rápidamente a la corriente de viandantes que cruzaban el Strand y desapareció en dirección a Savile Row.
Mientras Benson lo conducía de regreso a la oficina, la mente de Armstrong no estaba ocupada en pensar en Tulpanov, Yuri Gagarin o incluso Forsdyke. En cuanto llegó al último piso, se dirigió directamente al despacho de Sally, a la que encontró hablando por teléfono. Se inclinó sobre la mesa y cortó la comunicación telefónica.
– ¿Por qué razón estaría interesado Keith Townsend en algo llamado WRG?
Sally, con el teléfono todavía en la mano, pensó un momento, antes de sugerir:
– ¿El Western Railway Group?
– No, eso no puede ser… A Townsend sólo le interesan los periódicos.
– ¿Quiere que trate de averiguarlo?
– Sí -contestó Armstrong-. Si Townsend está en Londres para comprar algo, quiero saber qué. Ponga a trabajar en esto sólo al equipo de Berlín, y que no se filtre la noticia a nadie más.
Sally, Peter Wakeham, Stephen Hallet y Reg Benson sólo tardaron un par de horas en aportar unas cuantas piezas más del rompecabezas, mientras Armstrong llamaba a su contable y a su banquero y les pedía que estuvieran disponibles en cualquier momento, las veinticuatro horas del día.
A las 16,15 Armstrong ya estudiaba un informe sobre el West Riding Publishing Group, que le había sido entregado a mano por Dunn & Bradstreet apenas unos minutos antes. Después de revisar las cifras por segunda vez, tuvo que admitir con Townsend que 120.000 libras era un precio justo. Pero, naturalmente, eso fue antes de que el señor John Shuttleworth supiera que recibiría una contraoferta.
A las seis de aquella misma tarde, su equipo se reunió con él en su despacho, para revelarle lo que habían descubierto.
Stephen Hallet había descubierto quién era el otro hombre sentado a la mesa, y a qué empresa de abogados pertenecía.
– Han representado a la familia Shuttleworth durante más de un siglo -le dijo a Armstrong-. Townsend tiene una reunión con John Shuttleworth, el presidente actual. La reunión se celebrará mañana en Leeds, pero no he podido averiguar el lugar y la hora exactas.
Sally sonrió.
– Bien hecho, Stephen. ¿Qué ha averiguado usted, Peter?
– Tengo los números de teléfono del despacho y de la casa de Wolstenholme; la hora del tren que tomará para regresar a Leeds y la matrícula del coche que conducirá su esposa al acudir a recibirlo a la estación. Conseguí convencer a su secretaria de que soy un antiguo amigo de la escuela.
– Bien, acaba de colocar un par de piezas más en las esquinas del rompecabezas -dijo Armstrong-. ¿Y usted, Reg?
Había tardado varios años en acostumbrarse a no llamarlo soldado Benson.
– Townsend se aloja en el Ritz, y también la mujer. Ella se llama Kate Tulloh. Tiene veintidós años y trabaja en el Sunday Chronicle.
– Creo que es más bien el Sydney Chronicle -intervino Sally.
– Tiene un condenado acento australiano -dijo Reg con un condenado acento londinense-. El portero me asegura que la señorita Tulloh no sólo ocupa una habitación diferente a la de su jefe, sino que ésta se halla situada dos pisos por debajo.
– De modo que no es su amante -dijo Armstrong-. Sally, ¿usted que ha encontrado?
– La conexión entre Townsend y Wolstenholme es que ambos fueron estudiantes en Oxford al mismo tiempo, según me confirmó el secretario del Worcester College. Pero la mala noticia es que John Shuttleworth es el único accionista del West Riding Group, y se ha convertido virtualmente en un recluso. No he podido descubrir dónde vive y no se le puede localizar por teléfono. En realidad, nadie de la sede central del grupo lo ha visto desde hace varios años, de modo que la idea de presentarle una contraoferta antes de las doce de mañana no es realista.
La información de Sally produjo un sombrío silencio, interrumpido finalmente por Armstrong.
– Muy bien. Nuestra única esperanza es que algo le impida a Townsend asistir a esa reunión en Leeds, que no debe celebrarse.
– Eso no será nada fácil si no sabemos dónde se va a celebrar -dijo Peter.
– En el Queen's Hotel -dijo Sally.
– ¿Cómo puede estar segura de ello? -preguntó Armstrong.
– He llamado a todos los grandes hoteles de Leeds y les he preguntado si tienen una reserva a nombre de Wolstenholme. El Queen's contestó que tenía reservado el salón Rosa Blanca desde las doce a las tres, y que serviría el almuerzo a un grupo de cuatro personas a partir de la una. Puedo indicarle incluso la composición del menú.
– No sé qué haría sin usted, Sally -dijo Armstrong-. Bien, y ahora procuremos sacar provecho de las informaciones de que disponemos. ¿Dónde está Wolst…?
– A punto de iniciar su regreso a Leeds -le interrumpió Peter-. Toma el tren de las 18,50 en la estación de King's Cross. Lo esperan en su despacho a las nueve de la mañana.
– ¿Qué me dicen de Townsend y de la mujer? -preguntó Armstrong-. ¿Reg?
– Townsend ha pedido un coche para que los lleve a King's Cross a las siete y media de mañana. Tienen previsto tomar el tren de las 8,12, que llega a la estación central de Leeds a las 11,47, con tiempo suficiente para llegar al Queen's Hotel al mediodía.
– De modo que entre ahora y las siete y media de mañana tenemos que impedir de algún modo que Townsend suba a ese tren con destino a Leeds. -Armstrong miró a los presentes, pero ninguno de ellos parecía esperanzado-. Y se nos tendrá que ocurrir algo bueno -añadió-, porque les aseguro que Townsend es mucho más astuto que Julius Hahn. Y tengo la sensación de que la señorita Tulloh tampoco es una estúpida.
Siguió otro prolongado silencio, antes de que Sally dijera:
– No sé si tiene alguna importancia, pero he descubierto que Townsend se encontraba en Inglaterra cuando murió su padre.
– ¿Y qué? -preguntó Armstrong.
Keith había acordado encontrarse con Kate en el Palm Court para desayunar a las siete. Se sentó ante una mesa situada en el rincón y se puso a leer The Times. No le sorprendió que ganara tan poco dinero, y no comprendía por qué los Astor no lo cerraban ya, porque nadie querría comprarlo. Tomó un café solo y dejó de concentrarse en el artículo principal, para desviar su mente hacia Kate. Ella mantenía una actitud tan distante y profesional que empezó a preguntarse si acaso habría otro hombre en su vida y si había cometido una estupidez al pedirle que lo acompañara.
Llegó justo después de las siete y se sentó ante la mesa. Llevaba un ejemplar del Guardian. No era la mejor forma de empezar el día, pensó Keith, aunque tenía que admitir que aún sentía el mismo entusiasmo por ella que experimentó la primera vez que la vio.
– ¿Cómo se encuentra esta mañana? -preguntó ella.
– Jamás me he sentido mejor -contestó Keith.
– ¿Le parece un día adecuado para comprar algo? -preguntó ella con una sonrisa burlona.
– Sí, tengo la sensación de que a estas mismas horas de mañana, seré el propietario de mi primer periódico en Inglaterra.
Un camarero sirvió a Kate una taza de café, y le impresionó que después de haber pasado sólo un día en el hotel, él ya no necesitara preguntarle si lo tomaba con leche.
– Henry Wolstenholme me telefoneó anoche, justo antes de acostarme -siguió diciendo Keith-. Ya había hablado con Shuttleworth y para cuando lleguemos a Leeds los abogados ya tendrán preparados los contratos para su firma.
– ¿No es todo esto un poco arriesgado? Ni siquiera ha visto las imprentas.
– No, porque sólo firmaré con una cláusula de comprobación del estado de la empresa en noventa días, de modo que será mejor que se prepare para pasar algún tiempo en el norte de Inglaterra. En esta época del año hará bastante frío.
«Señor Townsend. Mensaje para el señor Keith», decía el cartel que llevaba un botones, que se dirigió directamente hacia ellos.
– Mensaje para usted, señor -dijo el botones, que le entregó un sobre.
Keith abrió el sobre y encontró una nota escrita de puño y letra en una hoja de papel con el emblema del Alto Comisionado Australiano. «Le ruego que me llame urgentemente. Alexander Downer», decía el mensaje.
Se lo mostró a Kate, que frunció el ceño.
– ¿Conoce usted a Downer? -preguntó.
– Me encontré una vez con él en la Copa Melbourne -contestó Keith-, pero eso fue mucho antes de que fuera nombrado alto comisionado. Supongo que no me recordará.
– ¿Qué querrá a estas horas de la mañana? -preguntó Kate.
– No tengo ni la menor idea. Probablemente, querrá saber por qué rechacé su invitación a cenar para esta noche -dijo Keith con una sonrisa-. Siempre podemos hacerle una visita cuando regresemos del norte. Sin embargo, será mejor que trate de localizarlo antes de partir hacia Leeds, no sea caso que se trate de algo importante. -Se levantó de la silla-. Espero con impaciencia a que llegue el día en que podamos tener teléfonos en los coches.
– Subiré a mi habitación y me reuniré con usted en el vestíbulo poco antes de las siete y media -dijo Kate.
– De acuerdo -asintió Keith.
Salió del Palm Court para ir en busca de un teléfono. Al llegar al vestíbulo, el recepcionista le indicó una pequeña mesa frente a su mostrador. Keith marcó el número indicado en la parte superior de la hoja de papel y le contestó casi inmediatamente una voz de mujer.
– Buenos días, aquí la Alta Comisión Australiana.
– ¿Puedo hablar con el alto comisionado? -preguntó Keith.
– El señor Downer no ha venido aún, señor -contestó ella-. Le ruego que llame después de las nueve y media.
– Soy Keith Townsend. Se me ha pedido que lo llame urgentemente.
– Ah, sí, señor. Me indicó que si llamaba usted le pasara la comunicación a su residencia. Un momento, por favor.
Mientras Keith esperaba la conexión miró el reloj. Eran las 7,20.
– Alexander Downer al habla.
– Soy Keith Townsend, alto comisionado. Me pidió usted que le llamara con urgencia.
– Sí, gracias, Keith. Nos conocimos en la Copa Melbourne, aunque supongo que no lo recordará. -Su acento australiano sonaba mucho más profundo de lo que Townsend recordaba-. Siento decirle que no tengo buenas noticias para usted, Keith. Parece ser que su madre ha sufrido un ataque al corazón. Está ingresada en el hospital Royal Melbourne. Su estado es estable, pero se encuentra en la unidad de cuidados intensivos.
Townsend se quedó sin habla. También estaba fuera del país cuando murió su padre, y esta vez no iba a…
– ¿Está todavía ahí, Keith?
– Sí, sí. Pero es que cené con ella la noche antes de salir, y su aspecto nunca me pareció mejor.
– Lo siento, Keith. Es una condenada mala suerte que sucediera mientras estaba usted en el extranjero. He dispuesto la reserva de dos asientos de primera clase en el vuelo de Qantas a Melbourne, que despega esta misma mañana. Puede usted llegar a tiempo si sale en seguida. O podría tomar el mismo vuelo mañana por la mañana.
– No, partiré inmediatamente -afirmó Townsend.
– ¿Quiere que le envíe mi coche al hotel para llevarlo al aeropuerto?
– No, no será necesario. Ya tenía reservado un coche para que me llevara a la estación. Lo utilizaré para ir al aeropuerto.
– He alertado al personal de Qantas en Heathrow, para que no tenga usted ningún retraso, pero si puedo hacer alguna otra cosa por ayudar, no vacile en llamarme. Espero que podamos vernos de nuevo en mejores circunstancias.
– Gracias -dijo Townsend.
Colgó el teléfono y se acercó al mostrador de recepción.
– Nos marchamos inmediatamente -le dijo al hombre situado tras el mostrador-. Le ruego que tenga preparada la factura en cuanto baje.
– Desde luego, señor. ¿Sigue necesitando el coche que espera fuera?
– Sí, lo necesito -afirmó Townsend.
Se volvió rápidamente y subió a pie al primer piso. Corrió por el pasillo, comprobando los números de las habitaciones. Al llegar a la 124 golpeó la puerta con el puño. Kate la abrió un momento más tarde y observó inmediatamente la angustia reflejada en su rostro.
– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó.
– Mi madre ha sufrido un ataque al corazón. Baje directamente las maletas al vestíbulo. Salimos dentro de cinco minutos.
– Lo siento mucho -dijo ella-. ¿Quiere que llame a Henry Wolstenholme y le diga lo ocurrido?
– No. Eso podemos hacerlo desde el aeropuerto -dijo Townsend, que se volvió y echó a correr por el pasillo.
Pocos minutos más tarde salía del ascensor en la planta baja, y mientras guardaban su equipaje en el coche pagó la cuenta, se dirigió rápidamente al coche, le dio una propina al botones y se unió a Kate, que ya esperaba en el asiento trasero. Se inclinó hacia adelante y la ordenó al conductor:
– A Heathrow.
– ¿A Heathrow? -repitió el conductor-. Mi hoja de ruta dice que debo llevarle a la estación de King's Cross. Aquí no dice nada de Heathrow.
– Me importa un bledo lo que diga su hoja de ruta -espetó Townsend-. Lléveme a Heathrow.
– Lo siento, señor, pero yo tengo mis instrucciones. Mire, King's Cross es un destino en el interior de la ciudad, mientras que Heathrow está fuera de la ciudad y no puedo…
– Si no empieza a moverse, y lo hace con rapidez, le partiré su condenado cuello -le amenazó Townsend.
– No tengo por qué tolerar esas cosas de nadie -dijo el chófer.
Se bajó del coche, abrió el portamaletas y empezó a sacar su equipaje y a dejarlo sobre la acera.
Townsend se disponía a bajar de un salto cuando Kate le puso una mano en el brazo.
– Quédese quieto y déjeme a mí ocuparme de esto -le dijo con firmeza.
Townsend no pudo escuchar la conversación que mantuvo por detrás del coche, pero unos minutos más tarde observó que las maletas volvían a ser colocadas en el maletero.
– Gracias -le dijo a Kate cuando ésta se sentó de nuevo a su lado.
– No me lo agradezca a mí, sino a él -le susurró ella.
El chófer apartó el coche del bordillo de la acera, giró a la izquierda con el semáforo en verde y se introdujo en el tráfico de la mañana. A Keith le alivió comprobar que el tráfico que salía de Londres a estas horas de la mañana no formara colas tan largas como las de los vehículos que intentaban entrar en la ciudad.
– Tendré que llamar a Downer en cuanto lleguemos al aeropuerto -dijo Townsend en voz baja.
– ¿Por qué desea hablar de nuevo con él? -preguntó Kate.
– Creo que sería mejor tratar de hablar con el médico de mi madre en Melbourne, antes de despegar, pero no tengo el número.
Kate asintió con un gesto. Townsend empezó a tabalear con los dedos sobre la ventanilla. Intentó recordar la última vez que había estado con su madre. Le informó de la posible compra del West Riding Group, y ella replicó con su habitual retahíla de preguntas astutas. Se marchó después de cenar, prometiéndole que la llamaría desde Leeds si llegaba a cerrar el acuerdo.
– ¿Y quién es la joven que te acompaña? -le preguntó su madre.
Se mostró cauteloso ante ella, pero sabía que no la había engañado. Se volvió a mirar a Kate y hubiera querido tomarla de la mano, pero ella parecía preocupada. Ninguno de los dos dijo nada hasta que llegaron al aeropuerto. En cuanto el coche se detuvo ante el bordillo, Townsend bajó y se fue a buscar un carrito de equipaje, mientras el chófer sacaba las maletas. En cuanto estuvieron colocadas en el carrito, le entregó una generosa propina, le dio las gracias varias veces y empujó el carrito lo más rápidamente que pudo hacia el mostrador de embarque, seguido de cerca por Kate.
– ¿Llegamos todavía a tiempo para el vuelo a Melbourne? -preguntó Townsend, que mostró su pasaporte en el mostrador de embarque de Qantas.
– Sí, señor Townsend -contestó la empleada, que pasó las hojas del pasaporte-. El Alto Comisionado ha llamado antes. -Levantó la mirada e informó-: Le hemos reservado dos asientos, uno a su nombre y otro a nombre de la señorita Tulloh.
– Soy yo -dijo Kate, que le entregó su pasaporte.
– Tienen ambos reserva en primera clase, asientos 3D y E. Por favor, diríjanse inmediatamente a la puerta número diecisiete, donde está a punto de comenzar el embarque.
Al llegar a la sala de salidas, los de clase turista ya empezaban a embarcar, y Townsend dejó a Kate que se presentara en nombre de los dos, mientras él buscaba un teléfono. Tuvo que esperar por detrás de otras tres personas en el único teléfono disponible, y al llegar finalmente ante el aparato marcó el número de la casa de Henry. Estaba ocupado. Lo intentó tres veces más, pero continuaba produciendo los mismos bips prolongados. Cuando ya marcaba el número de la hoja del Alto Comisionado, un empleado anunció que todos los demás pasajeros debían ocupar sus asientos, ya que se disponían a cerrar las puertas. El teléfono del Alto Comisionado empezó a sonar. En ese momento, Townsend miró a su alrededor y observó que la sala había quedado vacía, aparte de él mismo y Kate. Le hizo señas para que se dirigiera al avión.
Townsend dejó sonar el teléfono unas pocas llamadas más, pero nadie contestó. Abandonó su intento, colgó el teléfono y echó a correr por el pasillo, para encontrar a Kate que le esperaba ante la puerta del avión. Una vez que hubieron entrado, las puertas se cerraron herméticamente tras ellos.
– ¿Ha tenido suerte? -preguntó Kate, poniéndose el cinturón de seguridad.
– No -contestó Townsend-. Henry estaba constantemente ocupado y en las oficinas de la Alta Comisión no contestaron al teléfono.
Kate guardó silencio mientras el avión se dirigía hacia el inicio de la pista. Al detenerse, le dijo:
– Mientras estaba usted en el teléfono, empecé a pensar y hay algo que no concuerda.
El avión inició la aceleración por la pista y Townsend se abrochó el cinturón de seguridad.
– ¿Qué quiere decir con eso de que algo no concuerda?
– Con todo lo ocurrido en la última hora -dijo Kate.
– No sé a qué se refiere.
– Bueno, para empezar, con lo de mi billete.
– ¿Su billete? -preguntó Keith, extrañado.
– Sí. ¿Cómo sabía Qantas a qué nombre debía reservar el billete?
– Supongo que se lo comunicó el Alto Comisionado.
– ¿Y cómo lo sabía él? -preguntó Kate-. Al enviarle la invitación a cenar no me incluyó a mí, porque no sabía que yo estuviera con usted.
– Se lo habrá preguntado al director del hotel.
– Posiblemente. Pero hay algo más que me ha importunado en el fondo de mi mente.
– ¿Y qué es?
– El botones sabía exactamente hacia qué mesa dirigirse.
– ¿Y qué?
– Usted estaba situado delante de mí, en el rincón del salón, de cara a la ventana, pero yo levanté la mirada en el momento en que entró el botones en el Palm Court. Recuerdo que me pareció extraño que él supiera exactamente a qué mesa tenía que dirigirse, a pesar de que usted estaba de espaldas.
– Podría habérselo preguntado al maître.
– No -insistió Kate-, porque pasó justo por delante del maître, al que ni siquiera miró.
– ¿A dónde quiere ir a parar?
– Y luego lo del teléfono de Henry, continuamente ocupado a pesar de que sólo eran las ocho y media de la mañana. -El tren de aterrizaje del avión se separó de la pista-. ¿Y por qué no pudo ponerse en contacto con el Alto Comisionado a las ocho y media a pesar de haber hablado con él a las siete y veinte?
Keith la miró directamente a los ojos.
– Nos han tomado el pelo, Keith. Y lo ha hecho alguien que deseaba estar seguro de que no estuviera usted en Leeds a las doce de hoy para firmar ese contrato.
Keith se desabrochó el cinturón de seguridad, corrió por el pasillo y entró en la cabina de mando antes de que la azafata pudiera impedírselo. El capitán escuchó comprensivamente su historia, pero le indicó que ya no podía hacer nada ahora que el avión se hallaba en pleno vuelo hacia Bombay.
– El vuelo 009 acaba de despegar hacia Melbourne con los dos paquetes de cargamento a bordo -dijo Benson desde un teléfono situado en la torre de observación. Vio el Comet que desapareció por entre un banco de nubes-. Estarán en el aire durante por lo menos otras catorce horas.
– Bien hecho, Reg -dijo Armstrong-. Ahora ya puede regresar al Ritz. Sally ya ha reservado la habitación donde estaba Townsend, de modo que espere allí a que llame Wolstenholme. Supongo que lo hará poco después de las doce. Para entonces, yo ya estaré en el Queen's Hotel y le llamaré para decirle mi número de habitación.
Keith, mientras tanto, se sentó de nuevo en su asiento, en el avión, y golpeó los reposabrazos con las palmas de las manos.
– ¿Quiénes son y cómo lo han conseguido?
Kate estaba bastante segura de saber quién, y creía saber mucho acerca del cómo.
Tres horas más tarde se recibió en el Ritz una llamada para el señor Keith Townsend. La telefonista siguió las instrucciones que le había dado un caballero extremadamente generoso que habló con ella aquella misma mañana, y pasó la llamada a la habitación 319, donde Benson esperaba sentado sobre el borde de la cama.
– ¿Está Keith ahí? -preguntó una voz angustiada.
– ¿Quién llama, por favor?
– Henry Wolstenholme -tronó la voz.
– Buenos días, señor Wolstenholme. El señor Townsend trató de llamarlo esta mañana, pero su línea estaba continuamente ocupada.
– Lo sé. Alguien llamó a mi casa hacia las siete, pero resultó ser un número equivocado. Una hora más tarde, cuando traté de hacer una llamada, la línea estaba cortada. Pero ¿dónde está Keith?
– Se encuentra en estos momentos en un avión con destino a Melbourne. Su madre ha sufrido un ataque al corazón y el Alto Comisionado dispuso el vuelo para él.
– Siento enterarme de lo ocurrido a la madre de Keith, pero me temo que el señor Shuttleworth quizá no esté dispuesto a esperar a la firma del contrato. Ya ha sido bastante difícil convencerle para que se entrevistara con nosotros.
Benson leyó las palabras exactas que Armstrong le había escrito:
– El señor Townsend me dio instrucciones para decirle que ha enviado a un representante a Leeds, con su autoridad personal para firmar cualquier contrato, siempre y cuando usted no tenga nada que objetar.
– No tengo nada que objetar -dijo Wolstenholme-. ¿Cuándo se espera su llegada?
– Debe de haber llegado ya al Queen's Hotel. Partió hacia Leeds poco después de que el señor Townsend saliera para Heathrow. No me extrañaría nada que estuviera ya en el hotel, buscándole.
– En ese caso, será mejor que baje al vestíbulo a ver si lo encuentro -dijo Wolstenholme.
– Y a propósito -dijo Benson-, nuestro contable deseaba cerciorarse de la cifra final…, son ciento veinte mil libras.
– Más todos los gastos legales -dijo Wolstenholme.
– Más todos los gastos legales -repitió Benson-. No le entretengo más, señor Wolstenholme -añadió, antes de colgar el teléfono.
Wolstenholme abandonó la sala Rosa Blanca y bajó en el ascensor, seguro de que si el abogado de Keith disponía de una orden de pago por la cantidad total, aún podría arreglarlo todo antes de que llegara el señor Shuttleworth. Sólo había un problema: no tenía ni idea de a quién debía buscar.
Benson le pidió a la telefonista que le comunicara con un número en Leeds. Una vez contestada la llamada, pidió que le pasaran con la habitación 217.
– Bien hecho, Benson -dijo Armstrong una vez que hubo confirmado la cifra de ciento veinte mil libras-. Ahora pague la cuenta del hotel en metálico, márchese y tómese libre el resto del día.
Armstrong salió de la habitación 217 y tomó el ascensor hasta el vestíbulo. Al salir vio a Hallet que hablaba con el hombre al que había visto en el Savoy. Se dirigió directamente hacia ellos.
– Buenos días -saludó-. Soy Richard Armstrong y éste es el abogado de la empresa. Creo que usted nos esperaba.
Wolstenholme miró fijamente a Armstrong. Casi hubiera jurado que lo había visto antes en alguna parte.
– Sí, he reservado la sala Rosa Blanca, para que nadie nos moleste.
Los dos hombres asintieron y lo siguieron.
– Una noticia muy triste lo ocurrido con la madre de Keith -comentó Wolstenholme al entrar en el ascensor.
– Sí, ¿verdad? -asintió Armstrong, con cuidado de no añadir nada que pudiera incriminarlo más tarde.
Una vez que ocuparon sus asientos alrededor de la gran mesa de reuniones de la sala Rosa Blanca, Armstrong y Hallet comprobaron línea por línea los detalles del contrato, mientras Wolstenholme se sentaba frente a ellos, tomando café. Le sorprendió que revisaran tan escrupulosamente un borrador final que ya contaba con el visto bueno de Keith, pero imaginó que él también habría hecho lo mismo de haberse encontrado en su situación. De vez en cuando, Hallet planteaba una pregunta y, después de su contestación, seguía invariablemente un intercambio de palabras susurradas entre él y Armstrong. Una hora más tarde le devolvieron el contrato a Wolstenholme y confirmaron que todo estaba en orden.
Wolstenholme se disponía a hacer algunas preguntas propias cuando entró un hombre de edad mediana, vestido con un traje de antes de la guerra que no había vuelto a ponerse de moda. Wolstenholme presentó a John Shuttleworth, que sonrió tímidamente. Una vez que se hubieron estrechado las manos, Armstrong dijo:
– Por nuestra parte no queda nada más que hacer excepto firmar el contrato.
John Shuttleworth asintió con un gesto de acuerdo, y Armstrong extrajo una pluma del bolsillo interior de la chaqueta y se inclinó para firmar allí donde le indicaba el tembloroso dedo de Stephen. Luego le entregó la pluma a Shuttleworth, que firmó entre las cruces colocadas a lápiz, sin pronunciar una sola palabra. Después, Stephen le entregó a Wolstenholme una orden de pago por importe de 120.000 libras. El abogado asintió con un gesto cuando Armstrong le recordó que, puesto que se trataba de una orden realizable, quizá fuera conveniente ingresarla inmediatamente en el banco.
– Me acercaré a la sucursal más cercana del Midland mientras preparan el almuerzo -dijo Wolstenholme-. No tardaré más que unos pocos minutos.
Al regresar Wolstenholme, encontró a Shuttleworth sentado a solas en la mesa.
– ¿Dónde están los otros dos? -preguntó.
– Pidieron muchas disculpas, pero dijeron que no podían quedarse a almorzar porque tenían que regresar a Londres.
Wolstenholme lo miró perplejo. Aún había varias preguntas que hubiera querido plantear y ahora ni siquiera sabía a quién enviarle su minuta. Shuttleworth le sirvió una copa de champaña y le dijo:
– Felicidades, Henry. No podría haber hecho un trabajo más profesional. Debo decir que su amigo Townsend es, desde luego, un hombre de acción.
– De eso no me cabe la menor duda -dijo Wolstenholme.
– Y también generoso -añadió Shuttleworth.
– ¿Generoso?
– Sí, quizá se marcharon sin despedirse, pero pidieron un par de botellas de champaña.
Aquella noche, cuando Wolstenholme llegó a su casa, el teléfono estaba sonando. Lo tomó y escuchó la voz de Townsend al otro extremo de la línea.
– He sentido mucho lo ocurrido a su madre -fueron las primeras palabras de Henry.
– A mi madre no le ocurre nada -espetó Townsend con sequedad.
– ¿Qué? Pero si…
– Regreso en el próximo vuelo disponible. Estaré en Leeds mañana por la noche.
– No necesita hacer eso, viejo amigo -dijo Henry, ligeramente perplejo-. Shuttleworth ya ha firmado.
– Pero en ese contrato todavía falta mi firma -dijo Townsend.
– No hace falta. Su representante lo firmó todo en su nombre -dijo Henry-, y le puedo asegurar que todo el papeleo estaba en orden.
– ¿Mi representante? -preguntó Townsend.
– Sí, un tal señor Richard Armstrong. Ingresé su carta de pago por importe de ciento veinte mil libras justo antes de almorzar. En realidad, no tiene usted necesidad de regresar. El WRG le pertenece ahora.
Townsend colgó el teléfono con un gesto furioso y se volvió para encontrarse con Kate, de pie tras él.
– Yo continúo viaje a Sydney, pero quiero que regrese usted a Londres y descubra todo lo que pueda sobre un hombre llamado Richard Armstrong.
– ¿De modo que así se llama el hombre que se sentaba junto a nosotros en el Savoy?
– Así parece -asintió Townsend, casi escupiendo las palabras.
– ¿Y es ahora el propietario del West Riding Group?
– En efecto, así es.
– ¿Puede usted hacer algo al respecto?
– Podría denunciarlo por usurpación fraudulenta de personalidad, e incluso por fraude, pero eso me llevaría años de pleitear. En cualquier caso, un hombre capaz de haberse tomado tantas molestias se habrá asegurado de actuar de acuerdo con la legalidad. Y una cosa está clara: Shuttleworth no estará nunca de acuerdo en aparecer en el estrado de los testigos.
– En ese caso, no veo de qué puede servir que yo regrese ahora a Londres -dijo Kate con el ceño fruncido-. Sospecho que su batalla con el señor Richard Armstrong no ha hecho más que empezar. De todos modos, podríamos pasar la noche en Bombay -sugirió-. Nunca había estado en la India.
Townsend la miró, pero no dijo nada hasta que vio a un capitán de la TWA que se dirigía hacia ellos.
– ¿Cuál es el mejor hotel de Bombay? -le preguntó.
El capitán se detuvo.
– Me dicen que el Grand Palace es de gran lujo, aunque yo nunca he estado allí -contestó.
– Gracias -dijo Townsend.
Empezó a empujar su equipaje hacia la salida. Al salir de la terminal, empezó a llover.
Townsend cargó las maletas en un taxi que esperaba y que ofrecía todo el aspecto de haber sido requisado en cualquier otro país. Una vez que se acomodó en el asiento posterior, junto a Kate, emprendieron el largo viaje hacia Bombay. Aunque algunas de las farolas de las calles funcionaban, no ocurría lo mismo con los faros del taxi, y otro tanto podía decirse de los limpiaparabrisas. En cuanto al conductor, no parecía saber cómo pasar de la segunda marcha. Pero sí pudo confirmar a cada pocos minutos que el Grand Palace era de gran lujo.
Al llegar finalmente al camino de acceso, un trueno restalló sobre ellos. Keith tuvo que admitir que el adornado edificio blanco era ciertamente grande y palaciego, aunque un viajero más curtido habría añadido quizá el calificativo de «marchito».
– Bienvenidos -les saludó un hombre vestido con un elegante traje oscuro en cuanto entraron en el vestíbulo de suelo de mármol-. Soy el señor Baht, el director general. -Hizo ante ellos una profunda inclinación-. ¿Me permite preguntar a nombre de quién está hecha su reserva?
– No tenemos reserva. Necesitaremos dos habitaciones -dijo Keith.
– Ah, es una verdadera pena -dijo el señor Baht-, porque estoy casi seguro de que lo tenemos todo reservado para esta noche. Permítame comprobarlo.
Los dirigió hacia el mostrador de recepción y habló durante algún tiempo con el recepcionista, que no dejaba de asentir con la cabeza. El propio señor Baht estudió la hoja de reservas y finalmente se volvió de nuevo hacia ellos.
– Créame que lo siento mucho, señor, pero sólo tenemos disponible una habitación -dijo, juntando las manos, quizá con la esperanza de que, gracias al poder de la oración, una sola habitación pudiera convertirse en dos-. Y me temo…
– ¿Se teme? -preguntó Keith.
– Que es la suite Real, sahib.
– Qué apropiado sería recordarle ahora sus puntos de vista sobre la monarquía -comentó Kate, que hacía intentos por no echarse a reír-. ¿Tiene un sofá? -preguntó.
– Varios -contestó el sorprendido director general, a quien jamás se le había planteado antes aquella pregunta.
– Entonces la aceptamos -dijo Kate.
Una vez que hubieron rellenado los formularios de entrada, el señor Baht dio una palmada y acudió un mozo vestido con una larga túnica roja, pantalones rojos y un gran turbante rojo.
– Es una suite muy buena -dijo el mozo mientras llevaba las maletas por la ancha escalera. Esta vez, Kate sí se echó a reír-. Lord Mountbatten durmió en ella -añadió con evidente orgullo-, y muchos maharajás. Es muy buena.
El mozo dejó las maletas a la entrada de la suite Real, introdujo una llave grande en la cerradura y abrió la doble puerta, encendió las luces y se hizo a un lado para permitirles el paso.
Los dos entraron en una habitación enorme. Al fondo de la pared más alejada había una vasta y opulenta cama doble, donde podrían haber dormido hasta media docena de maharajás. Tal y como prometiera el señor Baht, y ante la decepción de Keith, también había varios sofás grandes.
– Una cama muy buena -dijo el mozo, que depositó sus maletas en el centro de la estancia.
Keith le entregó un billete de una libra. El mozo le hizo una profunda reverencia, se volvió y abandonó la habitación en el momento en que un fogonazo de luz iluminaba el cielo y se apagaban las luces de repente.
– ¿Cómo se las ha arreglado para hacer eso? -preguntó Kate.
– Si mira por la ventana, verá que lo ha hecho una autoridad muy superior a la mía.
Kate se volvió y pudo ver que toda la ciudad había quedado a oscuras.
– Bueno, ¿nos quedamos de pie donde estamos, a la espera de que vuelva la luz, o empezamos a buscar algún sitio donde sentarnos? -preguntó Keith, que extendió una mano en la oscuridad y tocó una cadera de Kate.
– Usted primero -dijo ella tomándolo de la mano.
Keith se volvió hacia donde había visto antes la cama y empezó a caminar en aquella dirección, con pasos cortos, tanteando el aire con el brazo libre, hasta que finalmente se topó con el poste del baldaquino. Los dos se dejaron caer juntos sobre el enorme colchón, sin dejar de reír.
– Muy buena cama -dijo Keith.
– Donde han dormido muchos maharajás -dijo Kate.
– Y hasta el propio lord Mountbatten.
Kate se echó a reír.
– Y a propósito, Keith, no tiene por qué comprar la compañía eléctrica de Bombay sólo para llevarme hasta la cama. Me he pasado toda la última semana convencida de que sólo estaba usted interesado por mi cerebro.