CUARTA EDITIÓN
La batalla entre Armstrong y Townsend por la posesión del Globe

22

Los laboristas acceden al poder: asegurada una mayoría de cien escaños

Armstrong miró a una mecanógrafa a la que no conocía y entró en su despacho, donde encontró a Sally hablando por teléfono.

– ¿Con quién tengo mi primera cita?

– Con Derek Kirby -contestó ella, después de colocar una mano sobre el micrófono del teléfono.

– ¿Y quién es?

– Antiguo director del Daily Express. El pobre sólo duró ocho meses, pero afirma tener una información interesante para usted. ¿Le hago pasar?

– No. Deje que espere un poco más -contestó Armstrong-. ¿Con quién habla ahora?

– Con Phil Barker. Llama desde Leeds.

Armstrong asintió con un gesto y le tomó el teléfono a Sally, para hablar con el nuevo director general del West Riding Group.

– ¿Estuvieron ellos de acuerdo con mis condiciones? -preguntó.

– Acordaron un millón trescientas mil libras, pagaderas en los próximos seis años, en plazos iguales, siempre y cuando las ventas se mantengan constantes. Pero si las ventas bajan durante el primer año, todos los pagos posteriores bajarán en la misma proporción.

– ¿No detectaron la trampa en el contrato?

– No -contestó Barker-. Imaginaron que desearía usted aumentar la tirada ya durante el primer año.

– Bien. Ocúpese de que la auditoría sólo encuentre la cifra de tirada más baja posible. Luego ya empezaremos a aumentarla durante el segundo año. De ese modo me ahorraré una pequeña fortuna. ¿Qué me dice del Hull Echo y del Grimsby Times?

– Todavía es pronto, Dick, pero ahora todo el mundo sabe que es usted un comprador, y eso no facilita mi tarea.

– En ese caso, tendremos que ofrecer más y pagar menos.

– ¿Y cómo se propone hacerlo? -preguntó Barker.

– Incluyendo cláusulas en las que se hagan promesas que no tenemos ninguna intención de cumplir. No olvide nunca que los viejos consorcios familiares raras veces plantean una demanda ante los tribunales porque no les gusta tener que acudir a ellos. Así que aproveche siempre la letra de la ley. No la infrinja nunca, pero procure doblarla todo lo posible, sin llegar a traspasarla. Adelante con ello.

Armstrong colgó el teléfono.

– Derek Kirby sigue esperando -le recordó Sally.

Armstrong comprobó su reloj.

– ¿Cuánto tiempo hace que espera?

– Veinte o veinticinco minutos.

– Entonces veamos qué tenemos de correspondencia.

Después de veintiún años de trabajar para él, Sally sabía qué invitaciones aceptaría Armstrong, qué obras de caridad no deseaba apoyar, ante qué audiencias estaba dispuesto a pronunciar unas palabras, y en compañía de qué comensales deseaba ser visto durante las cenas. La regla consistía en decir que sí a todo aquello que le ayudara a hacer progresar su carrera, y negarse a todo lo demás. Cuarenta minutos más tarde, al cerrar el bloc de notas taquigráficas, le indicó que Derek Kirby llevaba esperando ya más de una hora.

– Está bien, puede hacerlo pasar. Pero si recibe alguna llamada interesante, pásemela.

Al entrar Kirby en el despacho, Armstrong no hizo el menor intento por levantarse del sillón y se limitó a señalar con un dedo el asiento situado en el extremo más alejado de la mesa, frente a él.

Kirby parecía nervioso; Armstrong había descubierto que hacer esperar a alguien durante mucho tiempo casi siempre lo ponía a punto de perder los nervios. Su visitante debía de tener unos cuarenta y cinco años, aunque las arrugas de su frente y las entradas de su cabello le hacían parecer más viejo. El traje que llevaba era elegante, pero no a la última moda, y aunque la camisa estaba limpia y bien planchada, el uso empezaba a notarse en el cuello y los puños. Armstrong imaginó que se había mantenido realizando trabajos por libre desde que abandonara el Express, y que echaría de menos su cuenta de gastos. Al margen de lo que le ofreciera Kirby, él le ofrecería probablemente la mitad y le pagaría una cuarta parte.

– Buenos días, señor Armstrong -dijo Kirby antes de sentarse.

– Siento mucho haberle hecho esperar -dijo Armstrong-, pero surgió algo urgente.

– Lo comprendo -asintió Kirby.

– Bien, ¿qué puedo hacer por usted?

– No, se trata más bien de lo que yo puedo hacer por usted -afirmó Kirby, lo que a Armstrong le pareció como una frase ensayada de antemano.

– Le escucho.

– Dispongo de una información confidencial que le permitiría apoderarse de un periódico de distribución nacional.

– No puede ser el Express -dijo Armstrong, que se volvió a mirar por la ventana-, porque mientras Beaverbrook siga con vida…

– No, es algo más grande que eso.

Armstrong permaneció en silencio, antes de preguntar:

– ¿Quiere tomar café, señor Kirby?

– Prefiero té -contestó el ex director. Armstrong tomó uno de los teléfonos de su mesa.

– Sally, ¿podemos tomar té?

Aquello le indicó a Sally que la entrevista podía durar más de lo esperado, y que no debían producirse interrupciones.

– Si la memoria no me falla, fue usted director del Express -dijo Armstrong.

– Sí, uno de los siete que ha tenido en los últimos ocho años.

– Nunca llegué a comprender por qué lo despidieron.

Sally entró en la habitación, llevando una bandeja. Dejó una taza de té delante de Kirby y otra delante de Armstrong.

– El hombre que le sustituyó en el cargo fue un imbécil, y a usted nunca se le concedió el tiempo suficiente para demostrar de lo que era capaz.

Una sonrisa apareció en el rostro de Kirby, que se sirvió leche en el té, echó dos terrones de azúcar en la taza y luego se arrellanó en la silla. No le pareció el momento más oportuno para recordarle a Armstrong que recientemente había empleado al que fuera su sustituto para dirigir uno de sus propios periódicos.

– Bueno, si no se trata del Express, ¿de qué periódico estamos hablando?

– Antes de decir nada más, necesito tener clara cuál es mi posición -dijo Kirby.

– No estoy seguro de comprenderle.

Armstrong apoyó los codos sobre la mesa y lo miró fijamente.

– El caso es que después de mi experiencia en el Express, quiero estar seguro de tener la espalda bien cubierta.

Armstrong no dijo nada. Kirby abrió su maletín y extrajo un documento.

– Mis abogados han redactado esto para proteger…

– Sólo tiene que decirme lo que desea, Derek. Soy bien conocido por cumplir con mis compromisos.

– En este documento se afirma que si usted se hace con el control del periódico en cuestión, seré nombrado su director, o se me pagará una compensación de cien mil libras.

Le entregó a Armstrong el acuerdo, en una sola hoja de papel.

Armstrong lo leyó rápidamente. En cuanto se dio cuenta de que allí no se mencionaba salario alguno, sino sólo el nombramiento como director, firmó encima de su nombre, que aparecía al pie de la página. En Bradford se había librado de un hombre al mostrarse de acuerdo en nombrarlo director, para luego pagarle una sola libra al año. Podría haberle dicho a Kirby que los abogados baratos siempre obtienen resultados baratos, pero se limitó a entregarle el documento firmado, que Kirby tomó con avidez.

– Gracias -dijo tras tomar la hoja, pareciendo un poco más seguro de sí mismo.

– Bien, ¿qué periódico espera usted dirigir?

– El Globe.

Armstrong se vio pillado por sorpresa, por segunda vez durante aquella mañana. El Globe era una de las joyas de Fleet Street. Nadie había sugerido nunca que pudiera estar a la venta.

– Pero todas las acciones están en poder de una sola familia -observó.

– Eso es cierto -asintió Kirby-. Dos hermanos y una cuñada. Sir Walter, Alexander y Margaret Sherwood, para ser exactos. Y como sir Walter es el presidente, todo el mundo se imagina que es él quien controla la empresa. Pero la verdad es que no es así: las acciones se hallan repartidas a partes iguales entre ellos.

– Eso ya lo sabía -dijo Armstrong-. Lo he encontrado en todos los informes que he leído sobre sir Walter.

– Sí, pero lo que no se ha dicho es que recientemente se ha producido una pelea entre ellos. -Armstrong enarcó una ceja-. El pasado viernes se reunieron todos a cenar en el apartamento de Alexander en París. Sir Walter llegó desde Londres, y Margaret desde Nueva York, para celebrar supuestamente el sexagésimo segundo cumpleaños de Alexander. Pero resultó que aquello no fue una fiesta, porque Alexander y Margaret le hicieron saber a Walter que estaban hartos de que no prestara suficiente atención a lo que sucedía en el Globe, y le acusaron personalmente de ser el responsable del descenso en las ventas. Han pasado de cuatro millones a menos de dos millones desde que él asumió el cargo de presidente. Están incluso por detrás del Daily Citizen, que se pavonea ahora como el periódico con la circulación diaria más grande del país. Le acusaron de dedicar demasiado tiempo a flirtear entre el Turf Club y el hipódromo más cercano. Se produjo entonces una fuerte discusión a gritos, y tanto Alexander como Margaret dejaron bien claro que, a pesar de haber rechazado en el pasado varias ofertas por sus acciones, eso no quería decir que hicieran lo mismo en el futuro, pues no tenían intención de sacrificar su estilo de vida debido simplemente a la incompetencia de Walter.

– ¿Cómo sabe usted todo esto? -preguntó Armstrong.

– Por su cocinera -contestó Kirby.

– ¿Su cocinera? -repitió Armstrong.

– Se llama Lisa Milton. Trabajó para restauradores de Fleet Street antes de que Alexander le ofreciera trabajar para él en París. -Hizo una pausa, antes de añadir-: Alexander no ha sido precisamente el mejor de sus patronos, y a Lisa le gustaría dimitir y regresar a Inglaterra si…

– ¿Si se lo pudiera permitir? -sugirió Armstrong.

Kirby asintió.

– Lisa pudo escuchar todo lo que se dijeron mientras ella preparaba la cena en la cocina. Según me dijo, no le habría sorprendido nada que toda la discusión se hubiera podido escuchar también en el piso de arriba y en el de abajo.

– Ha hecho usted muy bien, Derek -dijo Armstrong con una sonrisa-. ¿Dispone de alguna otra información que pueda serme de utilidad?

Kirby se inclinó hacia él y extrajo una abultada carpeta de su maletín.

– Aquí encontrará todos los detalles sobre ellos tres. Perfiles, direcciones, números de teléfono e incluso el nombre de la amante de Alexander. Si necesita alguna otra cosa, puede llamarme directamente.

Y tras decir esto dejó una tarjeta de visita sobre la mesa.

Armstrong tomó la carpeta y la dejó sobre el papel secante que tenía delante. Luego, se guardó la tarjeta en la cartera.

– Gracias -le dijo-. Si la cocinera obtiene alguna nueva información o si desea usted ponerse en contacto conmigo, siempre me encontrará disponible. Utilice mi línea directa.

Y le entregó su propia tarjeta a Kirby.

– Le llamaré en cuanto me entere de algo -asintió Kirby, que se puso en pie.

Armstrong lo acompañó hasta la puerta y al salir al despacho de Sally le pasó un brazo sobre el hombro. Después de estrecharse la mano, se volvió hacia su secretaria y dijo:

– Derek siempre tiene que poder ponerse en contacto conmigo, de día o de noche, esté yo con quien esté.

En cuanto Kirby se hubo marchado, Sally se reunió con Armstrong en su despacho. Él ya estaba estudiando la primera página de la carpeta Sherwood.

– ¿Dijo en serio lo que de Kirby pudiera ponerse siempre en contacto con usted, de día y de noche?

– En efecto, al menos durante un futuro previsible. Pero ahora necesito que me deje libre de compromisos para efectuar un viaje a París, para ver a un tal señor Alexander Sherwood. Si lograra lo que me propongo, necesitaré ir a Nueva York para conocer a su cuñada.

Sally empezó a pasar las páginas del dietario.

– Lo tiene todo lleno de compromisos -le dijo.

– Como un condenado dentista -espetó Armstrong-. Procure tenerlos todos cancelados para cuando haya regresado de almorzar. Y mientras se ocupa de eso, revise toda la información contenida en esta carpeta. Quizá comprenda entonces por qué es tan importante que me entreviste con el señor Sherwood, pero no permita que nadie más vea esto.

Comprobó su reloj y salió del despacho. Al pasar por el pasillo observó a la nueva mecanógrafa a la que ya había visto esa mañana. Esta vez, ella levantó la mirada y le sonrió. Ya en el coche, camino del Savoy, le pidió a Reg que descubriera todo lo que pudiera sobre ella.

A Armstrong le resultó difícil concentrarse durante el almuerzo, a pesar de que su invitado era un ministro del gobierno. Ya se imaginaba lo que significaría ser el propietario del Globe. En cualquier caso, se enteró de que este ministro en particular volvería a ocupar su escaño parlamentario en cuanto el primer ministro llevara a cabo su siguiente remodelación. No lamentó que el ministro le dijera que tendría que marcharse pronto, porque su departamento tenía que contestar a las preguntas que se le plantearan en la Cámara aquella misma tarde. Armstrong pidió la cuenta.

Poco después vio cómo se alejaba el ministro en un coche oficial, conducido por un chófer, y confió en que el pobre hombre no se hubiera acostumbrado demasiado a aquellas prerrogativas. Al subir al asiento trasero de su propio coche, volvió a pensar en el Globe.

– Discúlpeme, señor -le dijo Benson, que lo miró por el espejo retrovisor.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Armstrong con voz seca.

– Me pidió que averiguara cosas sobre esa joven.

– Ah, sí -asintió Armstrong, más suavemente.

– Es una administrativa llamada Sharon Levitt, que ocupa el puesto de la secretaria del señor Wakeham, que está de vacaciones. Sólo va a estar con nosotros durante un par de semanas.

Armstrong asintió con un gesto. Más tarde, al salir del ascensor y dirigirse a su despacho, se sintió decepcionado al descubrir que la joven ya no estaba sentada en la mesa del rincón.

Sally le siguió, sosteniendo el dietario y unos papeles.

– Si cancela su discurso del sábado por la noche en el SOGAT -le informó avanzando a su lado-, y el almuerzo del domingo con su esposa… -Armstrong movió una mano con un gesto despreciativo-. Es su cumpleaños -le recordó Sally.

– Envíele un ramo de flores. Vaya a Harrods y elíjale un regalo, y recuérdeme que la llame durante el día.

– En ese caso quedará libre de compromisos durante todo el fin de semana.

– ¿Qué me dice de Alexander Sherwood?

– Llamé a su secretaria en París, justo antes del almuerzo. Ante mi sorpresa, el propio Sherwood ha llamado hace unos minutos.

– ¿Y? -preguntó Armstrong.

– Ni siquiera preguntó por qué quería usted verlo, y dijo si podría usted reunirse con él para almorzar el sábado a la una, en su apartamento de Montmartre.

– Bien hecho, Sally. También necesito ver a su cocinera antes de reunirme con él.

– Se llama Lisa Milton -informó Sally-. Esa mañana se verá con usted en el George V para desayunar.

– En tal caso, lo único que le falta por hacer esta tarde es terminar la correspondencia.

– Ha olvidado que tengo una cita con el dentista a las cuatro. Ya lo he aplazado dos veces, y el dolor de muelas empieza a…

Armstrong estaba a punto de decirle que lo aplazara por tercera vez, pero se controló a tiempo.

– Desde luego, no debe cancelar su cita, Sally. Pídale a la secretaria del señor Wakeham que ocupe su puesto mientras tanto.

Sally no pudo ocultar su sorpresa, pues Dick no había permitido que eso sucediera nunca desde que trabajaba para él.

– Creo que tiene una secretaria temporal durante las dos próximas semanas -comentó, inquieta.

– Me parece bien. De todos modos, sólo es trabajo rutinario.

– Iré a llamarla -dijo Sally.

Empezó a sonar el teléfono privado de Armstrong. Era Stephen Hallet, para confirmarle que había planteado una denuncia por difamación contra el director del Daily Mail, y le sugería que procurara no llamar mucho la atención durante los días siguientes.

– ¿Ha descubierto quién filtró la noticia? -preguntó Armstrong.

– No, pero sospecho que procedió de Alemania -contestó Hallet.

– Pero todo eso sucedió hace años -dijo Armstrong-. En cualquier caso, yo mismo asistí al funeral de Julius Hahn, de modo que no pudo haber sido él. Apuesto a que se trata de Townsend.

– No sé quién es, pero hay alguien deseoso de desacreditarlo, y creo que probablemente tengamos que plantear una serie de pleitos durante las próximas semanas. De ese modo, al menos, se lo pensarán dos veces antes de imprimir algo en el futuro.

– Envíeme copia de cualquier cosa donde se mencione mi nombre -dijo-. Si me necesita con urgencia, estaré en París durante este fin de semana.

– Afortunado de usted. Ofrézcale mis respetos a Charlotte.

Sally entró en el despacho, seguido por una rubia alta y delgada, con una minifalda que sólo habría podido llevar alguien con las piernas muy esbeltas.

– Estoy a punto de embarcarme en un negocio muy importante -dijo Armstrong con un tono de voz ligeramente más alto.

– Entiendo -dijo Stephen-. Tenga la seguridad de que siempre estaré dispuesto.

Armstrong colgó el teléfono y le sonrió dulcemente a la secretaria temporal.

– Le presento a Sharon. Le he dicho que sólo será trabajo rutinario, y que terminará a las cinco -dijo Sally-. Yo regresaré a primera hora de mañana.

La mirada de Armstrong se detuvo en los tobillos de Sharon y luego ascendió lentamente. Ni siquiera miró a Sally cuando ésta se despidió.

– Hasta mañana.

Townsend terminó de leer el artículo publicado en el Daily Mail, giró sobre el sillón de su despacho y contempló el puerto de Sydney. Había sido un retrato poco halagador del ascenso continuado de Lubji Hoch, y de su deseo de ser aceptado en Gran Bretaña como un barón de la prensa. Habían utilizado varias citas cuyas fuentes no se indicaban, pero que procedían de oficiales compañeros de Armstrong en el Regimiento del Rey, de alemanes que lo habían conocido en Berlín, y de empleados que tuvo en el pasado.

El artículo contenía poca cosa que no procediera del perfil escrito por Kate varias semanas antes para el Sunday Continent. Townsend sabía que pocos en Australia tendrían interés por la vida de Richard Armstrong. Pero el artículo terminaría en cuestión de días sobre el despacho de todos los directores de Fleet Street y luego sólo sería cuestión de tiempo que fuera reproducido en parte o totalmente, para difundirse por entre el público británico. Sólo se había preguntado qué periódico lo publicaría primero.

También sabía que Armstrong no tardaría en descubrir la fuente del artículo original, lo que aún le producía más placer. Recientemente, Ned Brewer, su jefe de la oficina de Londres, le dijo que las historias sobre la vida privada de Armstrong habían dejado de aparecer publicadas desde que los pleitos empezaron a caer como confetti sobre las mesas de los directores.

Townsend había observado con creciente cólera cómo Armstrong convertía el WRG en una fuerte base de poder en el norte de Inglaterra. Pero no abrigaba ninguna duda acerca de dónde estaban puestas las verdaderas ambiciones de aquel hombre. Townsend ya tenía infiltradas a dos personas en la sede central de Armstrong, en Fleet Street, que le mantenían informado de todas las personas que acudían a verle. Su última visita, Derek Kirby, antiguo director del Express, se despidió de Armstrong, que le rodeó los hombros con un brazo al salir de su despacho. Los asesores de Townsend pensaban que Kirby sería contratado probablemente como director de uno de los periódicos regionales del WRG. Townsend, sin embargo, no estaba tan seguro de ello, y dejó instrucciones para que se le comunicara inmediatamente en el caso de que se descubriera que pretendía comprar algo, cualquier cosa que fuera. Y repitió: «Cualquier cosa».

– ¿Es el WRG realmente tan importante para ti? -le preguntó Kate.

– No, pero un hombre capaz de llegar tan bajo como para utilizar un supuesto ataque al corazón de mi madre, tiene que recibir su merecido.

Hasta el momento, Townsend había sido informado de las adquisiciones de Armstrong, desde Stokeon-Trent hasta Durham. Ahora controlaba ya diecinueve periódicos locales y regionales y cinco revistas regionales, y sin duda alguna dio un buen golpe al apoderarse del 25 por ciento de Lancashire Television y del 49 por ciento de la emisora de radio regional, a cambio de acciones preferentes de su propia empresa. Su última aventura había sido el lanzamiento del London Evening Post. Pero Townsend sabía que, como él mismo, lo que Armstrong anhelaba más era convertirse en propietario de un diario nacional.

Durante los últimos cuatro años, Townsend había adquirido otros tres periódicos australianos, un dominical y una revista semanal de noticias. Ahora controlaba periódicos en todos los estados de Australia, y no había un solo político u hombre de negocios del país que no le atendiera cada vez que Townsend tomaba el teléfono. También había visitado Estados Unidos una docena de veces durante el año anterior, para seleccionar ciudades donde los patronos principales desarrollaran sus actividades en el ámbito del acero, el carbón y los automóviles, porque había descubierto que las compañías que desarrollaban sus actividades en esas industrias achacosas, controlaban casi siempre los periódicos locales. Cada vez que descubría que una de esas empresas tenía problemas de liquidez, intervenía y casi siempre lograba cerrar rápidamente un acuerdo que le permitía apoderarse del periódico. En casi cada caso descubría que su nueva adquisición contaba con un personal excesivo y estaba mal gestionada, pues era muy raro que alguien del consejo de administración de la compañía madre tuviera experiencia de primera mano en dirigir un periódico. Al despedir a la mitad del personal y sustituir a los directivos más antiguos por su propia gente, lograba invertir la tendencia de la cuenta de resultados en cuestión de meses.

Mediante este método había logrado apoderarse de nueve periódicos urbanos, desde Seattle a Carolina del Norte y eso, a su vez, le había permitido crear una compañía lo bastante grande como para aspirar a apoderarse de uno de los grandes periódicos de Estados Unidos en cuanto se le presentara la oportunidad.

Kate le acompañó en algunos de aquellos viajes, y aunque no tenía dudas de que deseaba casarse con ella, después de su experiencia con Susan todavía no estaba seguro del todo de que quisiera pedirle a alguien que se pasara el resto de su vida viviendo con las maletas preparadas sin saber muy bien dónde estaban sus raíces.

Si algo le envidiaba a Armstrong era que tenía un hijo que podría heredar su imperio.

23

En 1975 se terminará el túnel del Canal tras cuatro años de construcción

– La señorita Levitt me acompañará a París -dijo Armstrong-. Resérveme dos billetes en primera, y la suite habitual en el George V.

Sally cumplió sus órdenes como si se tratara de una transacción normal de negocios. Sonrió al pensar en las promesas que se harían durante el fin de semana y que luego no se cumplirían, de los regalos que se ofrecerían y que nunca llegarían a materializarse. El lunes por la mañana le pagaría a la joven, en efectivo, como se había hecho con sus predecesoras, pero a un precio por hora muy superior al que hubiera cobrado cualquier agencia incluso por la trabajadora temporal más experimentada.

El lunes por la mañana, después de que Armstrong llegara desde París, Sharon no dio señales de vida. Sally imaginó que tendría noticias sobre ella a lo largo de ese mismo día.

– ¿Cómo fue la reunión con Alexander Sherwood? -le preguntó, tras dejar la correspondencia sobre su mesa.

– Acordamos un precio por su tercio del Globe -contestó Armstrong con una sonrisa triunfal. Y antes de que Sally pudiera preguntar por los detalles, añadió-: Su siguiente tarea consiste en conseguir el catálogo de una venta que se celebrará en Sotheby's de Ginebra el próximo jueves por la mañana.

No parpadeó una sola vez y pasó tres hojas del dietario.

– Esa mañana tiene citas a las diez, las once y las once cuarenta y cinco, y almuerzo con William Barnetson, presidente de Reuters. Ya lo ha retrasado usted en dos ocasiones.

– En ese caso tendrá que volver a retrasarlo por tercera vez -dijo Armstrong, que ni siquiera levantó la mirada.

– ¿Incluida la entrevista con el secretario del Tesoro?

– Incluido todo. Resérveme dos billetes en primera para Ginebra el miércoles por la mañana, y mi habitación de siempre en Le Richemond, con vistas al lago.

De modo que Sharon…, como se llamase, había sobrevivido a una segunda cita.

Sally tachó con una línea las diversas citas incluidas en el dietario para el jueves, consciente de que tenía que haber una muy buena razón para que Dick retrasara la entrevista con un miembro del gobierno y con el presidente de Reuters. Pero ¿qué querría comprar ahora? Hasta el momento sólo había hecho ofertas por periódicos, y en una casa de subastas no encontraría ninguno.

Sally regresó a su despacho y le pidió a Benson que se acercara a la sede de Sotheby's, en Bond Street, y comprara un ejemplar de su catálogo para la subasta de Ginebra. Una hora más tarde, al recibirlo de manos de Benson, todavía se quedó más sorprendida. En el pasado, Dick nunca había mostrado interés por coleccionar huevos. ¿Sería la conexión rusa? Porque, desde luego, Sharon no podía esperar que se le regalara un Fabergé por sólo dos días de trabajo.


El miércoles por la noche, Dick y Sharon volaron a la capital suiza y se alojaron en Le Richemond. Antes de cenar, caminaron hasta el Hotel de Bergues, en el centro de la ciudad, donde Sotheby's celebraba siempre sus subastas en Ginebra, para inspeccionar la sala donde tendría lugar la subasta.

Armstrong observó al personal del hotel que colocaba las sillas en el salón, que calculó tendría una capacidad para cuatrocientas personas. Recorrió lentamente la sala, y decidió dónde tendría que sentarse para estar seguro de ver bien al subastador, así como la hilera de nueve teléfonos situados en una tarima, a un lado de la sala. Cuando él y Sharon estaban a punto de marcharse, se volvió para echar un último vistazo a la sala.

En cuanto llegaron a su hotel, Armstrong entró en el pequeño comedor que dominaba el lago y se dirigió directamente a la mesa reservada situada en la esquina. Ya se había sentado antes de que el maître pudiera decirle que la mesa estaba reservada para otro cliente. Pidió para sí mismo y luego le pasó el menú a Sharon.

Mientras esperaba a que le sirvieran el primer plato, se dedicó a untar de mantequilla el rollo de pan del plato que tenía al lado. Una vez que se lo hubo comido, se inclinó y tomó el del plato de Sharon, que seguía pasando las páginas del catálogo de Sotheby's.

– Página cuarenta y nueve -dijo entre dos bocados.

Sharon pasó rápidamente unas pocas páginas más, y su mirada se detuvo sobre un objeto cuyo nombre no pudo pronunciar.

– ¿Es esto para añadirlo a una colección? -preguntó, con la esperanza de que pudiera ser un regalo para ella.

– Sí -contestó él con la boca llena-, pero no mía. No había oído hablar de Fabergé hasta la semana pasada -admitió-. Forma parte de un negocio mucho más grande en el que ando metido.

La mirada de Sharon descendió sobre la página y leyó la detallada descripción acerca de cómo aquella pieza maestra había sido sacada de contrabando de Rusia en 1917. Al final de todo se indicaba el precio estimado.

Armstrong descendió la mano por debajo de la mesa y la colocó sobre el muslo de Sharon.

– ¿Hasta dónde estarías dispuesto a pujar? -preguntó ella en el momento en que aparecía un camarero a su lado y colocaba un gran cuenco de caviar delante de ellos.

Armstrong apartó rápidamente la mano y concentró toda su atención en el primer plato.

Desde el fin de semana pasado en París dormían juntos cada noche, y Dick no recordaba ya cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que se sintió tan obsesionado por alguien, si es que lo estuvo alguna vez. Ante la sorpresa de Sally, había empezado a abandonar pronto el despacho por la noche, y no reaparecía hasta las diez de la mañana siguiente.

Cada mañana, durante el desayuno, él le ofrecía regalos, pero ella siempre los rechazaba, y eso hacía que temiera perderla. Sabía perfectamente que no era amor pero, fuera lo que fuese, confiaba en que durase mucho tiempo. Siempre había temido la idea de un divorcio, a pesar de que ahora raras veces veía a Charlotte, excepto en las funciones oficiales, y ni siquiera recordaba cuándo habían dormido juntos por última vez. Pero, para su tranquilidad, Sharon no hizo nunca ningún comentario sobre matrimonio. La única sugerencia que le hizo y le recordó les permitiría disfrutar de lo mejor de ambos mundos. Y él ya empezaba a cumplir sus deseos.

Una vez retirado el cuenco de caviar vacío, Armstrong atacó un solomillo que ocupaba una parte tan importante del plato que las verduras extras que pidió tuvieron que servirse en varios platos aparte. Al utilizar dos tenedores, descubrió que podía comer de dos platos al mismo tiempo, mientras Sharon se contentaba con picar una hoja de lechuga y juguetear con su plato de salmón ahumado. Armstrong habría pedido una segunda ración de tarta Selva Negra si ella no hubiera empezado a pasar la punta del pie derecho sobre la parte interior de su muslo.

Arrojó la servilleta sobre la mesa y salió del restaurante para dirigirse al ascensor, dejando que Sharon le siguiera a corta distancia. Entró y apretó el botón del séptimo piso. Las puertas se cerraron justo a tiempo de impedir que una pareja de ancianos subieran con ellos.

Al llegar al piso, se tranquilizó al ver que no había nadie en el pasillo porque, en caso contrario, cualquiera se habría dado cuenta del estado en que se encontraba.

Una vez que abrió la puerta del dormitorio con el pie, para cerrarla con el tacón, ella lo hizo tumbarse sobre el suelo y empezó a desabrocharle la camisa.

– Ya no puedo esperar más -susurró Sharon.


A la mañana siguiente, Armstrong se sentó ante una mesa instalada en su suite y preparada para dos. Ambos desayunaron mientras comprobaban el cambio del franco suizo con la libra esterlina en el Financial Times.

Sharon se contemplaba en el espejo de cuerpo entero del otro extremo de la habitación, y se tomaba su tiempo para arreglarse. Le gustó lo que vio y sonrió antes de volverse y dirigirse hacia la mesa del desayuno. Colocó una pierna larga y esbelta sobre el brazo del sillón de Armstrong, que dejó caer el cuchillo de la mantequilla sobre la alfombra mientras ella se ponía una media negra. Al cambiar de pierna, él la miró y suspiró al notar los brazos que se introducían por el interior de su batín.

– ¿Tenemos tiempo? -preguntó él.

– No te preocupes por el tiempo, querido. La subasta no empieza hasta las diez -le susurró antes de desabrocharse el sostén y hacer que él se tumbara de nuevo en el suelo.

Salieron del hotel pocos minutos antes de las diez, pero como el único objeto por el que Armstrong estaba interesado no sería subastado probablemente hasta por lo menos las once, caminaron cogidos del brazo por la orilla del lago, se dirigieron lentamente hacia el centro de la ciudad y disfrutaron del cálido sol de la mañana.

Al entrar en el vestíbulo del Hotel de Bergues, Armstrong se sintió extrañamente receloso. A pesar de haber regateado por todo aquello que deseaba conseguir en la vida, ésta era la primera vez que asistía a una subasta. Se le había informado brevemente de lo que se esperaba de él y empezó a poner inmediatamente en práctica sus instrucciones. A la entrada del salón dio su nombre a una de las mujeres elegantemente vestidas sentadas tras una larga mesa. Ella le habló en francés y él hizo lo mismo, explicándole que sólo estaba interesado por el lote cuarenta y tres. Armstrong se sorprendió al ver que casi todos los puestos de la sala ya estaban ocupados, incluido el que había identificado la noche anterior como el mejor. Sharon indicó las dos sillas vacías situadas en el lado izquierdo de la sala, al fondo. Armstrong asintió con un gesto y la condujo por el pasillo lateral. Al sentarse, un hombre joven con una camisa de cuello abierto se acomodó en un asiento situado tras ellos.

Armstrong comprobó que desde allí podía ver con claridad al subastador, así como la hilera de teléfonos, cada uno de ellos atendido por una telefonista bien cualificada. Su posición no era tan conveniente como la elegida en un principio, pero no veía razón alguna para que eso le impidiera representar su papel en el regateo.

– Lote diecisiete -declaró el subastador desde el estrado, en la parte delantera del salón.

Armstrong pasó a consultar la página correspondiente del catálogo y contempló un huevo de Pascua de empuñadura plateada, sostenido por cuatro cruces, con las iniciales en esmalte azul del zar Nicolás II, encargado en 1907 a Peter Carl Fabergé para la zarina. Empezó a concentrarse en el procedimiento.

– ¿He oído diez mil? -preguntó el subastador, que observó la sala.

Hizo un gesto de asentimiento hacia al fondo.

– Quince mil.

Armstrong trató de seguir las diferentes pujas, aunque no estaba muy seguro de saber de dónde procedían, y cuando el lote diecisiete se vendió finalmente por 45.000 francos, no tenía ni idea de quién lo había comprado. Le sorprendió que el subastador dejara caer el martillo sin decir: «A la una, a las dos, a las tres».

Al llegar el subastador al lote veinticinco, Armstrong ya empezaba a sentirse un poco más seguro de sí mismo, y en el lote treinta creyó poder distinguir incluso a uno u otro de los que pujaban. En el lote treinta y cinco ya se consideraba como un experto, pero al llegar al lote cuarenta, el huevo de invierno de 1913, empezó a sentirse nuevamente nervioso.

– Iniciaré este lote en 20.000 francos -declaró el subastador.

Armstrong observó cómo la puja superaba rápidamente los 50.000 francos y el martillo descendió finalmente al llegar a los 120.000 francos, ofrecidos por un cliente cuyo anonimato quedó garantizado por el hecho de hallarse al otro extremo de una línea telefónica.

Armstrong sintió que le empezaban a sudar las manos al iniciarse la subasta del lote cuarenta y uno, el Huevo Chanticleer de 1896, incrustado de perlas y rubíes, que se vendió por 280.000 francos. Durante la venta del lote cuarenta y dos, el Huevo Yuberov Amarillo, empezó a moverse inquieto, sin dejar de mirar al subastador y, de vez en cuando, la página abierta de su catálogo.

Al anunciar el subastador el lote cuarenta y tres, Sharon le apretó la mano y él consiguió dirigirle una sonrisa nerviosa. Un murmullo de voces se extendió sobre la sala.

– Lote cuarenta y tres -repitió el subastador-. El Huevo del Decimocuarto Aniversario Imperial. Esta pieza única fue encargada por el zar en 1910. Las pinturas fueron ejecutadas por Vasily Zulev, y el acabado está considerado como uno de los ejemplos más exquisitos de la obra de Fabergé. Ya se ha mostrado un interés considerable por este lote, de modo que iniciaré la puja por cien mil francos.

Todos los presentes en la sala guardaron silencio, excepto el subastador. Sostenía firmemente el mango del martillo en la mano derecha, y miraba fijamente al público, tratando de situar dónde estaban los que pujaban.

Armstrong recordó la información recibida y el precio exacto al que debería llegar. Pero notó cómo se le aceleró el pulso cuando el subastador anunció:

– La oferta, hecha ahora por teléfono, es de 150.000 francos. Ciento cincuenta mil -repitió. Miró a los asistentes y una ligera sonrisa apareció en sus labios-. Doscientos mil en el centro de la sala. -Hizo una pausa y miró a su ayudante, al teléfono. Armstrong observó cómo ésta susurraba en el micrófono y luego asentía con un gesto dirigido hacia el subastador, que respondió inmediatamente-: Doscientos cincuenta mil. -Dirigió de nuevo la atención hacia los sentados en la sala, donde tuvo que haberse producido alguna otra oferta, porque desvió en seguida la atención hacia la ayudante del teléfono y anunció-: Tengo una oferta de trescientos mil francos.

La mujer informó al cliente de la última oferta y, tras unos momentos, asintió de nuevo con un gesto. En la sala, todas las cabezas se volvieron para mirar al subastador como si contemplaran un partido de tenis en cámara lenta.

– Trescientos cincuenta mil -dijo, mirando hacia el centro de la sala.

Armstrong cerró el catálogo. Sabía que aún no debía participar en la puja, aunque eso no le impedía removerse inquieto en su asiento.

– Cuatrocientos mil -dijo el subastador con un gesto de asentimiento hacia la mujer del teléfono-. Cuatrocientos cincuenta mil en el centro de la sala. -La mujer del teléfono respondió inmediatamente-. Quinientos mil… Seiscientos mil -añadió casi en seguida el subastador, ahora con la mirada fija en el centro de la sala.

Eso le permitió a Armstrong aprender otra de las habilidades del subastador.

Armstrong estiró el cuello hasta que finalmente distinguió a la persona que pujaba desde el centro de la sala. Su mirada se desvió hacia la mujer del teléfono, que volvió a asentir con un gesto.

– Setecientos mil -dijo el subastador con voz serena.

Un hombre sentado justo delante de él levantó el catálogo.

– Ochocientos mil -declaró el subastador-. Una nueva oferta al fondo.

Se volvió hacia la mujer del teléfono, que esta vez tardó un poco más en comunicar la última oferta a su cliente.

– ¿Novecientos mil? -sugirió, como si tratara de animarla. De repente, ella hizo un gesto afirmativo-. Tengo una oferta telefónica por novecientos mil -dijo y se volvió a mirar al hombre situado al fondo-. Novecientos mil -repitió, pero esta vez no recibió respuesta.

– ¿Alguna otra oferta? -preguntó el subastador-. En ese caso este lote tendrá que venderse por novecientos mil francos. Ultimo aviso -añadió, levantando el martillo-. Voy a…

Cuando Armstrong levantó el catálogo, al subastador le pareció que lo agitaba como si lo saludara. Pero no, sólo era el temblor de la mano.

– Tengo una nueva oferta por la derecha, al fondo de la sala. Un millón de francos. -El subastador volvió de nuevo la vista hacia la mujer del teléfono-. ¿Un millón cien mil? -preguntó señalando con el mango del martillo a su asistente del teléfono.

Armstrong guardó silencio, sin estar muy seguro de qué hacer a continuación, ya que un millón de francos era la cifra que habían acordado. La gente empezó a volverse y a mirar en su dirección. Permaneció en silencio, sabiendo que la mujer del teléfono haría un gesto negativo con la cabeza.

Y, en efecto, ella negó con la cabeza.

– Tengo una oferta de un millón al fondo -dijo el subastador, señalando hacia donde estaba Armstrong-. ¿Alguna otra oferta? En ese caso, este lote se va a adjudicar por un millón de francos. -Su mirada recorrió a los presentes, pero nadie hizo el menor gesto. Finalmente, dejó caer el martillo con un golpe y añadió-: Adjudicado al caballero del fondo, a la derecha, por un millón de francos.

Los aplausos resonaron en toda la sala.

Sharon le apretó de nuevo la mano, pero antes de que Dick pudiera normalizar la respiración, una mujer se arrodilló en el suelo, a su lado.

– Si rellena este formulario, señor Armstrong, en el mostrador de recepción le indicarán cómo recoger su lote.

Armstrong asintió con un gesto. Pero una vez que hubo terminado de rellenar el formulario, no se dirigió hacia la recepción, sino que acudió al teléfono más cercano del vestíbulo y marcó un número extranjero. Al recibir contestación, dijo:

– Póngame con el director-. Dio la orden para que se efectuara una rápida transferencia telegráfica por importe de un millón de francos suizos a la sucursal de Sotheby's en Ginebra, tal como había acordado previamente-. Y hágalo rápido -añadió-, porque no quiero tener que quedarme por aquí más tiempo del necesario.

Colgó el teléfono y se acercó a la señorita del mostrador de recepción para explicarle cómo se liquidaría la cuenta, al mismo tiempo que el hombre joven de la camisa abierta que se había sentado tras él empezaba a marcar un número extranjero, aun sabiendo que con ello despertaría a su jefe.

Townsend se sentó en la cama, tomó el teléfono y escuchó con atención.

– ¿Por qué pagaría Armstrong un millón de francos por un huevo de Fabergé? -preguntó.

– Eso tampoco lo he podido averiguar -contestó el joven-. Un momento, se marcha arriba con la chica. Será mejor que le siga. Le volveré a llamar en cuanto averigüe lo que pretende.

Durante el almuerzo, en el comedor del hotel, Armstrong pareció tan preocupado que a Sharon le pareció más sensato no decir nada a menos que fuera él quien iniciara la conversación. Era evidente que no había comprado el huevo para ella. Tras dejar sobre el plato la taza vacía de café, le pidió que regresara a su habitación e hiciera las maletas, ya que deseaba salir para el aeropuerto en una hora.

– Tengo una reunión más a la que asistir -le dijo-, pero no tardaré mucho tiempo.

Al besarla en la mejilla, a la entrada del hotel, el joven de la camisa abierta sabía perfectamente a quién de los dos le hubiera gustado seguir.

– Te veré dentro de una hora -le oyó decir a su presa.

Luego, Armstrong se volvió y se dirigió casi corriendo a la ancha escalera que conducía al salón donde había tenido lugar la subasta. Se dirigió directamente a la mujer sentada tras la mesa alargada, que se dedicaba a comprobar formularios de adjudicación de lotes.

– Ah, señor Armstrong. Me alegro de verle -dijo, dirigiéndole una sonrisa que valía un millón de francos-. Sus fondos acaban de ser confirmados mediante transferencia telegráfica urgente. Si quiere ser tan amable de pasar a ver a mi colega, en el despacho interior, podrá recoger su lote -le dijo, señalándole una puerta situada tras ella.

– Gracias -dijo, entregándole su recibo por la obra maestra.

Armstrong se volvió y casi se tropezó con un hombre joven situado directamente por detrás de él. Entró en el despacho del fondo y le presentó su recibo a un hombre vestido con frac negro, de pie tras el mostrador.

El funcionario comprobó cuidadosamente el recibo, miró atentamente al señor Armstrong, sonrió y dio instrucciones al guardia de seguridad para que trajera el lote cuarenta y tres, el Huevo del Aniversario Imperial de 1910. Al regresar el guardia con el huevo, lo hizo acompañado por el subastador, que dirigió una última y romántica mirada a la pieza, antes de tomarla y entregársela a su cliente para que la inspeccionara.

– Es magnífico, ¿verdad?

– Absolutamente magnífico -asintió Armstrong, que tomó el huevo como si se tratara de una pelota de rugby salida de improviso de entre una melée. Se volvió para marcharse sin decir nada más, y no oyó al subastador susurrarle a su asistente-. Es extraño que ninguno de nosotros haya conocido hasta ahora al señor Armstrong.

El portero del Hotel de Bergues se llevó una mano a la gorra cuando Armstrong subió a un taxi, aferrando el huevo con las dos manos. Dio instrucciones al chófer para que lo llevara al Banque de Genève, justo en el momento en que otro taxi vacío se detenía tras el primero y era ocupado por el hombre joven.

Al entrar en el banco, donde no había estado hasta entonces, Armstrong fue saludado por un hombre alto, delgado, de aspecto anónimo, vestido de frac, que no habría parecido fuera de lugar proponiendo un brindis por la novia en una boda de sociedad en Hampshire. El hombre efectuó ante él una inclinación para indicarle que lo estaba esperando. No le preguntó si quería que le llevara el huevo.

– ¿Quiere seguirme, señor? -le dijo en inglés.

Condujo a Armstrong a través del piso de mármol, hacia un ascensor que esperaba. ¿Cómo sabía aquel hombre quién era él?, se preguntó Armstrong. Entraron en el ascensor y las puertas se cerraron. Ninguno de los dos dijo nada mientras subían lentamente al piso superior. Las puertas se abrieron y el hombre de frac le precedió por un pasillo amplio y alfombrado, hasta que llegaron a la última puerta. El hombre llamó discretamente, la abrió y anunció:

– El señor Armstrong.

Un hombre vestido con un traje a rayas, cuello duro y lazo gris plateado se adelantó hacia él y se presentó a sí mismo como Pierre de Montiaque, director general del banco. Se volvió luego hacia otro hombre sentado en el extremo más alejado de la mesa de reuniones, e indicó a su visitante que tomara asiento en la silla vacía situada frente a él. Armstrong depositó el huevo de Fabergé en el centro de la mesa, y Alexander Sherwood se levantó de su asiento, se inclinó y le estrechó cálidamente la mano.

– Me alegro de verle de nuevo -le dijo.

– Y yo a usted -asintió Armstrong con una sonrisa.

Se sentó y miró al hombre con quien había cerrado el trato en París.

Sherwood tomó el Huevo del Aniversario Imperial de 1910 y lo estudió con atención. Una sonrisa se extendió sobre su rostro.

– Será el orgullo de mi colección, y de ese modo no habrá ninguna razón para que mi cuñada sienta ningún recelo.

Sonrió de nuevo y dirigió un gesto de asentimiento al banquero, que abrió un cajón y extrajo un documento, que le entregó a Armstrong.

Dick estudió con atención el acuerdo que Stephen Hallet le había redactado antes de viajar a París la semana anterior. Una vez comprobado que no se había hecho ninguna alteración, firmó al pie de la quinta página y luego empujó el documento sobre la mesa. Sherwood no mostró ningún interés por comprobar el contenido del documento, y se limitó a abrirlo por la última página y estampar su firma junto a la de Richard Armstrong.

– ¿Puedo confirmar entonces que ambas partes están de acuerdo? -preguntó el banquero-. Dispongo en estos momentos de un depósito por importe de veinte millones de dólares, y sólo espero las instrucciones del señor Armstrong para transferirlo a la cuenta del señor Sherwood.

Armstrong asintió con un gesto. Veinte millones de dólares era la suma que Alexander y Margaret Sherwood habían acordado que debían recibir por la tercera parte de las acciones del Globe que poseía Alexander, en el bien entendido de que, a continuación, ella se desprendería también de su tercio, que vendería exactamente por la misma cantidad. Lo que Margaret Sherwood no sabía era que Alexander había exigido una pequeña gratificación por arreglar el acuerdo: un huevo de Fabergé, que no aparecería como parte del contrato formal.

Armstrong había pagado un millón de francos suizos más de lo que se declaraba en el contrato, pero ahora se encontraba en posesión del 33,3 por ciento de un periódico nacional que en otros tiempos había alcanzado la mayor circulación en el mundo entero.

– En ese caso, nuestro negocio ha quedado concluido -dijo De Montiaque, que se levantó de su asiento y se dirigió a la mesa.

– No del todo -dijo Sherwood, que permaneció sentado.

El director general volvió a sentarse, inquieto. Armstrong se removió en su asiento. Notaba el sudor bajo el cuello de la camisa.

– Puesto que el señor Armstrong se ha mostrado tan cooperativo -dijo Sherwood-, me parece justo que me comporte con él de la misma manera.

A juzgar por la expresión de sus rostros, era evidente que ni Armstrong ni De Montiaque estaban preparados para esta intervención. Alexander Sherwood pasó a revelar entonces una información relativa al testamento de su padre, que hizo aparecer una sonrisa en los labios de Richard Armstrong.

Pocos minutos más tarde, al salir del banco para regresar a Le Richemond, lo hizo convencido de que su millón de francos suizos había estado muy bien empleado.


Townsend no hizo ningún comentario cuando lo despertaron de su profundo sueño, por segunda vez durante la noche. Escuchó con atención y susurró sus respuestas, por temor a despertar a Kate. Después de colgar finalmente el teléfono, fue incapaz de recuperar el sueño. ¿Por qué habría pagado Armstrong un millón de francos suizos por un huevo de Fabergé, que luego entregó en un banco suizo, para salir de allí una hora más tarde con las manos vacías?

El reloj junto a su mesita de noche le recordó que sólo eran las tres y media de la madrugada. Observó a Kate, que dormía plácidamente. Su mente se desvió de ella a Susan, para volver de nuevo a Kate y pensar en lo diferente que era ella; pensó después en su madre y se preguntó si alguna vez le comprendería; y luego, inevitablemente, pensó en Armstrong y en cómo descubrir en qué andaba metido.

Una hora más tarde, al levantarse, Townsend no se hallaba más cerca que antes de solucionar su pequeño enigma. Y habría seguido sin saberlo si, pocos días más tarde, no hubiera aceptado una llamada a cobro revertido de una mujer que lo llamaba desde Londres.

24

Kosiguin se entrevista hoy con Wilson en Londres

Armstrong se sintió furioso al regresar al piso y encontrar la nota dejada por Sharon. Le decía simplemente que no deseaba volver a verlo hasta que no hubiera tomado una decisión.

Se dejó caer en el sofá y leyó las palabras por segunda vez. Marcó su número de teléfono; estaba convencido de que se encontraba allí, pero no obtuvo respuesta. Lo dejó sonar durante un minuto, antes de colgar.

No recordaba una época más feliz en toda su vida, y la nota de Sharon le hizo darse cuenta de lo mucho que ella significaba ahora para él. Había empezado incluso a teñirse el cabello y hacerse la manicura, para no verse obligado a recordar constantemente la diferencia de edad entre ambos. Después de varias noches de insomnios, del envío de ramos de flores que quedaron sin respuesta y de varias docenas de llamadas telefónicas a las que no obtuvo respuesta, llegó a la conclusión de que la única forma de recuperarla sería aceptando sus deseos. Durante algún tiempo, trató de convencerse a sí mismo de que ella no planteaba su idea en serio, pero ahora estaba bien claro que aquellas eran las únicas condiciones en las que estaría de acuerdo en llevar una doble vida. Decidió no ocuparse del problema hasta el viernes siguiente.

Esa mañana llegó insólitamente tarde a la oficina y le pidió inmediatamente a Sally que localizara por teléfono a su esposa. Una vez que le pasó la comunicación con Charlotte, Sally se dedicó a preparar la documentación para el viaje a Nueva York y su encuentro con Margaret Sherwood. Sabía que Dick se había mostrado muy nervioso durante toda la semana, hasta el punto de que llegó a derribar las tazas de café que había sobre la mesa, y que cayeron al suelo. Nadie parecía saber cuál era la causa del problema. A Benson le parecía que tenían que ser problemas con una mujer; Sally sospechaba que, después de haberse hecho con el 33,3 por ciento del Globe, Dick se sentía cada vez más frustrado al tener que esperar a que Margaret Sherwood regresara de su crucero anual, antes de aprovecharse de la información que recientemente le había ofrecido Alexander Sherwood.

– Cada día que pasa le proporciona a Townsend más tiempo para descubrir mis propósitos -murmuró irritado.

Aquel estado de ánimo indujo a Sally a retrasar la discusión anual sobre su aumento de sueldo, algo que a él siempre le enfurecía. Pero ella ya había empezado a aplazar el pago de ciertas facturas, que ahora ya estaban muy retrasadas, y sabía que tendría que afrontar la cuestión tarde o temprano, al margen del estado de ánimo de su jefe.

Armstrong colgó el teléfono después de hablar con su esposa, y le pidió a Sally que acudiera. Ella ya le había clasificado la correspondencia, se había ocupado de las cartas rutinarias, redactado respuestas provisionales para las restantes, y colocado todo ello en una carpeta de correspondencia, para su consideración. La mayoría sólo necesitaban de su firma. Pero antes de que tuviera tiempo siquiera de cerrar la puerta del despacho, él empezó a dictarle furiosamente. A medida que las palabras brotaron incontenibles, ella le corrigió automáticamente la gramática empleada y en algunos casos comprendió que tendría que atemperar la furia de sus palabras.

En cuanto hubo terminado de dictar, Armstrong salió a toda prisa del despacho para acudir a una cita para almorzar, sin darle a Sally la oportunidad de decir nada. Decidió que tendría que plantearle el tema de su salario en cuanto regresara. Al fin y al cabo, ¿por qué retrasar sus vacaciones sólo por la negativa habitual de su jefe a tener consideración por las vidas de los demás?

Cuando Armstrong regresó de almorzar, Sally ya había mecanografiado el texto dictado, y tenía las cartas preparadas en una segunda carpeta, sobre su mesa, a la espera de la firma. No pudo dejar de observar que, insólitamente para él, su aliento despedía un ligero olor a whisky, pero de todos modos llegó a la conclusión de que no podía aplazar el tema por más tiempo.

La primera pregunta que le hizo Armstrong en cuanto ella se encontró de pie delante de su mesa fue:

– ¿Quién demonios ha dispuesto que almorzara con el ministro de telecomunicaciones?

– Lo hice según su petición específica -contestó Sally.

– No pudo haber sido así -replicó Dick-. Antes al contrario, recuerdo con claridad haberle dicho que no deseaba volver a ver a ese cretino. -Su tono de voz se fue elevando a cada palabra que pronunciaba-. Es básicamente un inútil, como la mitad de su condenado gobierno.

Sally apretó el puño.

– Dick, creo que debo…

– ¿Cuál es la última noticia sobre Margaret Sherwood?

– No hay cambios -contestó Sally-. Regresa de su crucero a finales de mes, y lo he dispuesto todo para que se entreviste con ella en Nueva York al día siguiente. Ya tiene reservado el vuelo, y la suite habitual en el Pierre, con vistas a Central Park. Estoy preparando una carpeta, con referencia a la última información aportada por Alexander Sherwood. Tengo entendido que él ya le ha comunicado a su cuñada el precio al que ha vendido sus acciones, y le ha aconsejado hacer lo mismo en cuanto regrese.

– Bien. ¿Tengo entonces algún otro problema que resolver?

– Sí. Yo -contestó Sally.

– ¿Usted? -preguntó Armstrong-. ¿Por qué? ¿Qué le pasa?

– Han transcurrido ya casi dos meses desde que tendría que haberse producido mi aumento de sueldo, y empiezo a…

– No pensaba aumentarle el sueldo este año.

Sally casi se echó a reír cuando observó la expresión en el rostro de su jefe.

– Oh, vamos, Dick. Sabe muy bien que no puedo vivir con lo que me paga.

– ¿Por qué no? Otros parecen arreglárselas bastante bien sin quejarse.

– Sea razonable, Dick. Desde que Malcolm me dejó…

– Supongo que ahora dirá que la dejó por culpa mía, ¿no es eso?

– Probablemente así fue.

– ¿Qué sugiere con eso?

– No sugiero nada, pero con las horas que trabajo aquí…

– En ese caso, quizá haya llegado el momento de que empiece a buscarse un trabajo donde los horarios no sean tan exigentes.

Sally casi no podía dar crédito a lo que oía.

– ¿Después de veintiún años de trabajar para usted? -preguntó-. No estoy muy segura de que nadie quiera aceptarme.

– ¿Qué quiere dar a entender ahora con eso? -gritó Armstrong.

Sally vaciló, preguntándose qué le pasaba a su jefe. ¿Estaba borracho, o es que no se daba cuenta de lo que decía? ¿O acaso había bebido porque sabía exactamente lo que deseaba decir? Lo miró fijamente.

– ¿Qué le ocurre, Dick? Sólo le estoy pidiendo que actualice mi salario de acuerdo con la inflación, y no un verdadero aumento de sueldo.

– Le voy a decir lo que me ocurre -replicó él-. Estoy harto de la ineficiencia de esta oficina, además de observar su costumbre de acordar citas privadas durante las horas de oficina.

– Hoy no es el día de los Santos Inocentes, ¿verdad, Dick? -preguntó ella, tratando de apaciguar su estado de ánimo.

– No sea sarcástica conmigo o descubrirá que estamos más bien en los idus de marzo. Es precisamente esa clase de actitud la que me convence de que ha llegado el momento de dar paso a alguien que sea capaz de realizar este trabajo sin quejarse continuamente. Alguien con ideas nuevas. Alguien que sea capaz de imponer un poco de disciplina de la que esta oficina está tan necesitada.

Hizo descender con furia el puño sobre la carpeta de cartas sin firmar.

Sally le miraba fijamente, temblorosa, con incredulidad. Por lo visto, Benson había tenido razón desde el principio.

– Es por esa joven, ¿verdad? -preguntó-. ¿Cómo se llamaba? ¿Sharon? -Sally hizo una pausa antes de añadir-: De modo que ésa ha sido la razón por la que ella no ha venido siquiera a verme.

– No sé de qué me habla ahora -gritó Armstrong-. Simplemente, tengo la sensación de que…

– Sabe usted exactamente de qué estoy hablando -le espetó Sally-. No puede engañarme después de todos estos años. Le ha ofrecido mi puesto a esa mujer, ¿verdad? Casi imagino sus palabras exactas: «Solucionaré todos tus problemas, cariño. De ese modo, siempre estaremos juntos».

– No he dicho nada de eso.

– ¿Ha utilizado esta vez palabras diferentes?

– Simplemente, tengo la sensación de que necesito un cambio -dijo en voz más baja-. Me ocuparé de que sea usted debidamente compensada.

– ¿Debidamente compensada? -gritó ahora Sally-. Sabe muy bien que a mi edad me será prácticamente imposible encontrar otro trabajo. Y, en cualquier caso, ¿cómo se propone «compensarme» por todos los sacrificios que he hecho por usted durante estos años? ¿Quizá con un piojoso fin de semana en París?

– ¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo?

– Le hablo como me parece que debo hacerlo.

– Continúe hablando de ese modo y vivirá para lamentarlo, muchacha.

– Yo no soy su «muchacha» -le espetó Sally-. De hecho, soy la única persona de esta organización a la que no puede usted seducir ni amedrentar. Le conozco desde hace demasiado tiempo.

– En eso estoy de acuerdo. Y ésa es precisamente la razón por la que ha llegado el momento para que se marche.

– Para ser sustituida por Sharon, sin duda.

– Eso a usted ya no le incumbe.

– Sólo espero que, al menos, sea buena en la cama.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Sólo que durante el par de horas que ocupó mi puesto tuve que volver a mecanografiar siete de las nueve cartas que hizo debido a sus numerosos errores. Las otras dos las tuve que repetir también porque iban dirigidas a las personas equivocadas. Debería haber dejado que el primer ministro se enterara de las medidas para sus pantalones, y el sastre de lo que le decía al primer ministro.

– Fue su primer día. Mejorará.

– No, si mantiene siempre abiertos los botones de su bragueta, no mejorará.

– Salga de aquí antes de que la eche yo mismo.

– Pues tendrá que hacerlo personalmente, Dick, porque no hay nadie entre su personal que esté dispuesto a hacer una cosa así por usted -replicó ella con voz ahora serena.

Armstrong se levantó de la silla con el rostro enrojecido. Colocó las palmas de las manos sobre la mesa y la miró fijamente. Ella le dirigió una amplia sonrisa, se volvió y salió tranquilamente del despacho. Afortunadamente, él no escuchó los aplausos que la saludaron al cruzar el despacho exterior, pues en tal caso otros empleados podrían haberse unido a ella.

Armstrong tomó un teléfono y marcó un número interno.

– Seguridad. ¿En qué puedo servirle?

– Soy Dick Armstrong. La señora Carr abandonará el edificio dentro de pocos minutos. No la dejen salir bajo ninguna circunstancia en el coche de la empresa, y asegúrese de que no vuelva a entrar aquí. ¿Me ha entendido bien?

– Sí, señor -contestó la voz incrédula al otro extremo de la línea.

Armstrong colgó el teléfono con fuerza, lo volvió a levantar inmediatamente y marcó otro número.

– Departamento de contabilidad -dijo una voz.

– Póngame con Fred Preston.

– En estos momentos está ocupado al teléfono.

– Entonces cuélguele el teléfono.

– ¿De parte de quién?

– Soy Dick Armstrong -aulló.

La línea quedó en silencio un momento. La siguiente voz que escuchó fue la del jefe del departamento de contabilidad.

– Soy Fred Preston, Dick. Lo siento, estaba…

– Fred, Sally acaba de dimitir. Cancele su cheque mensual y envíele la liquidación que le corresponde a su dirección particular, sin demora. -No hubo ninguna respuesta-. ¿Me ha oído?

– Sí, Dick. Imagino que deberá recibir las gratificaciones que le corresponden, así como la paga apropiada por despido.

– No. No debe recibir nada más que aquello a lo que tenga estrictamente derecho según las condiciones de su contrato y de lo que estipula la ley.

– Como seguramente sabe, Dick, Sally nunca tuvo contrato. Es la persona más antigua de la empresa. ¿No cree usted que teniendo en cuenta las circunstancias…?

– Como diga otra palabra más, Fred, tendrá que prepararse también el finiquito para sí mismo.

Armstrong volvió a colgar el teléfono con fuerza y lo levantó por tercera vez. En esta ocasión marcó el número que tan bien conocía. Aunque alguien contestó inmediatamente, no dijo una sola palabra.

– Soy Dick -empezó a decir-. Antes de que cuelgues, debo decirte que acabo de despedir a Sally. En estos momentos abandona para siempre el edificio.

– Eso es una noticia maravillosa, querido -dijo Sharon-. ¿Cuándo empiezo yo?

– El lunes por la mañana. -Luego, tras una corta vacilación, añadió-: Como mi secretaria.

– Como tu ayudante personal -le recordó Sharon.

– Sí, desde luego, como mi ayudante personal. ¿Qué te parece si hablamos de los detalles durante el fin de semana? Podríamos volar hasta el yate…

– Pero ¿qué me dices de tu esposa?

– Lo primero que he hecho esta mañana ha sido llamarla y decirle que no me espere este fin de semana.

Se produjo una pausa antes de que Sharon hablara de nuevo.

– Sí, creo que me encantará pasar el fin de semana en el yate contigo, Dick, pero si nos encontráramos con alguien en Monte Carlo, recordarás presentarme como tu ayudante personal, ¿verdad?


Sally esperó en vano a que le llegara el último cheque, y Dick no hizo ningún intento por ponerse en contacto con ella. Los amigos de la oficina le dijeron que la señorita Levitt, como ella insistía en que la llamaran, se había instalado en su lugar y todo estaba sumido en el caos más completo. Armstrong nunca sabía dónde tenía que estar y cuándo, su correspondencia se acumulaba sin contestar, y su temperamento ya no era voluble, sino perpetuo. Nadie parecía dispuesto a decirle que podía solucionar todos los problemas con una sola llamada telefónica, si estaba dispuesto a ello.

Mientras tomaba una copa en un pub local, un abogado amigo suyo le indicó a Sally que, teniendo en cuenta la nueva legislación, ella se encontraba, después de veintiún años de trabajo, en una posición bastante fuerte para demandar a Armstrong por despido improcedente. Ella le recordó que no tenía contrato de trabajo, y nadie mejor que ella conocía las tácticas que emplearía Armstrong en el caso de que lo demandara. En el término de un mes ya no podría pagarle siquiera al abogado y al final se vería obligada a abandonar el caso. Había visto utilizar con muy buen resultado esas mismas tácticas con otros muchos que se habían atrevido a tratar de vengarse en el pasado.

Una tarde, Sally acababa de regresar a casa después de presentarse para ocupar un puesto de trabajo temporal cuando sonó el teléfono. Contestó y alguien le pidió, con una voz que sonaba por encima de la estática, que esperara un momento para atender una llamada desde Sydney. Se preguntó por un momento por qué no se limitaba a colgar el teléfono, pero al cabo de un momento sonó otra voz por el auricular.

– Buenas tardes, señora Carr. Soy Keith Townsend, el…

– Sí, señor Townsend, sé muy bien quién es usted.

– La llamaba para decirle lo apesadumbrado que me sentí al enterarme de cómo había sido tratada por su antiguo jefe. -Sally no dijo nada-. Quizá le sorprenda saber que me gustaría ofrecerle un puesto de trabajo.

– ¿Para descubrir en qué ha estado metido Dick Armstrong y qué periódico trata de comprar?

Se produjo un prolongado silencio, y sólo la estática de la línea le permitió a Sally comprender que la línea seguía abierta.

– Sí -dijo finalmente Townsend-, eso es exactamente lo que pensaba. Pero de ese modo, al menos, podría usted tomarse esas vacaciones en Italia por las que ya ha efectuado el pago inicial. -Sally se quedó asombrada, sin saber qué decir. Townsend continuó-: También estoy dispuesto a superar cualquier compensación a la que pueda tener derecho después de veintiún años de servicio.

Sally no dijo nada durante unos momentos, pero comprendió de pronto por qué Dick consideraba a este hombre como un oponente tan formidable.

– Gracias por su oferta, señor Townsend, pero no me interesa -dijo con firmeza, y colgó el teléfono.

La reacción inmediata de Sally consistió en ponerse en contacto con el departamento de contabilidad de Armstrong House y descubrir por qué no había recibido su último cheque. La hicieron esperar durante algún tiempo, antes de que el jefe de contabilidad se pusiera al habla.

– ¿Cuándo puedo esperar el cheque del último mes, Fred? -le preguntó-. Ya han pasado más de dos semanas.

– Lo sé, pero he recibido instrucciones de no enviárselo. Lo siento, Sally.

– ¿Por qué no? -preguntó-. Sólo es aquello a lo que tengo derecho.

– Lo sé, pero…

– Pero ¿qué?

– Parece ser que se produjo un estropicio la última semana que estuvo aquí, antes de ser despedida. Según me han dicho, se rompió un juego de café de exquisita porcelana de Staffordshire.

– Ese bastardo -exclamó Sally-. Yo ni siquiera estaba en su despacho cuando él lo rompió.

– Y también le ha deducido dos días de salario por tomarse tiempo libre durante el horario de oficina.

– Pero él mismo me dijo que me tomara ese tiempo para que él pudiera…

– Todos lo sabemos, Sally. Pero él ya no quiere escuchar a nadie.

– Lo sé, Fred -dijo ella-. No es culpa suya. Aprecio el riesgo que corre usted incluso por el simple hecho de hablar conmigo, y se lo agradezco.

Colgó el teléfono, y se quedó sentada en la cocina, mirando sin ver. Una hora más tarde, al tomar de nuevo el teléfono, pidió que la pusieran con la telefonista internacional.

En Sydney, Heather asomó la cabeza por la puerta del despacho.

– Hay una llamada a cobro revertido para usted, desde Londres -informó-. Una tal señora Sally Carr. ¿La acepta?

Sally voló a Sydney dos días más tarde. Sam acudió a recibirla al aeropuerto. Después de una noche de descanso, se inició el proceso de transmisión de información. Con un coste de 5.000 dólares, Townsend empleó a un antiguo jefe de la Organización Australiana de Seguridad e Inteligencia para que se ocupara de la entrevista. A finales de esa misma semana, Sally había informado de todo lo que sabía, y Townsend se preguntaba si aún le quedaría algo por saber acerca de Richard Armstrong.

El día en que ella tenía que tomar el vuelo de regreso a Inglaterra, le ofreció un puesto de trabajo en su oficina de Londres.

– Gracias, señor Townsend -contestó Sally tras aceptar el cheque de 25.000 dólares, tras lo cual añadió con la más dulce de las sonrisas-: Me he pasado casi la mitad de la vida trabajando para un monstruo, y después de haber pasado una semana con usted, no creo que quiera pasarme el resto trabajando para otro.

Después de que Sam llevara a Sally al aeropuerto, Townsend y Kate se pasaron horas escuchando las cintas. Estuvieron de acuerdo en una cosa: si tenía alguna posibilidad de comprar las restantes acciones del Globe, tenía que entrevistarse con Margaret Sherwood antes de que lo hiciera Armstrong. Porque ella era la clave para obtener el cien por ciento de la compañía.

Una vez que Sally explicó por qué Armstrong había pujado hasta un millón de francos suizos por un huevo durante una subasta en Ginebra, lo único que Townsend necesitaba descubrir era cuál sería el equivalente de Peter Carl Fabergé para la señora Margaret Sherwood.

De repente, en medio de la noche, Kate saltó de la cama y puso en marcha la cinta número tres. Un adormilado Keith levantó la cabeza de la almohada a tiempo para escuchar las palabras: «la amante del senador».

25

¡Bienvenido a bordo!

Keith aterrizó en el aeropuerto de Kingston cuatro horas antes de la hora prevista para que atracara el crucero en el puerto. Pasó por la aduana y tomó un taxi hasta la oficina de reservas de la Cunard, junto al muelle. Un hombre de elegante uniforme blanco, con demasiados galones dorados para tratarse de un simple empleado de reservas, le preguntó en qué podía servirle.

– Quisiera reservar un camarote de primera clase para la travesía del Queen Elizabeth a Nueva York -dijo Townsend-. Mi tía ya está a bordo, efectuando su crucero anual, y me preguntaba si quedaría libre algún camarote cerca del suyo.

– ¿Cómo se llama su tía? -preguntó el empleado de efectuar las reservas.

– Es la señora Margaret Sherwood -contestó Townsend.

Un dedo recorrió la lista de pasajeros.

– Ah, sí. La señora Sherwood ocupa la suite Trafalgar, como siempre. Se halla situada en la tercera cubierta. Sólo nos queda un camarote de primera en esa cubierta, y no está lejos del suyo.

El empleado de reservas desplegó un trazado a gran escala del barco y señaló dos cajetines, el segundo de los cuales era considerablemente más grande que el primero.

– No podría ser mejor -asintió Townsend, y le entregó una de sus tarjetas de crédito.

– ¿Debemos informar a su tía de que subirá usted a bordo? -preguntó solícitamente el empleado.

– No -contestó Townsend sin pestañear-. Eso echaría a perder la sorpresa.

– Si quiere dejar aquí su equipaje, señor, me ocuparé de que lo lleven a su camarote en cuanto atraque el barco.

– Gracias. ¿Puede indicarme cómo llegar al centro de la ciudad?

Al alejarse del muelle, pensó en Kate y se preguntó si habría logrado publicar el artículo en el periódico del barco.

Visitó tres quioscos durante el largo trayecto a pie hasta Kingston, y compró Time, Newsweek y todos los periódicos locales. Se detuvo luego en el primer restaurante que encontró con un cartel de la American Express en la puerta, ocupó una mesa tranquila en un rincón y se dispuso a tomar un prolongado almuerzo.

Siempre le habían fascinado los periódicos de otros países, pero sabía que abandonaría la isla sin el menor deseo de llegar a ser el propietario del Jamaica Times que, aunque no se tuviera otra cosa que hacer, sólo suponía una lectura de quince minutos. Entre un artículo acerca de cómo pasaba el día la esposa del ministro de agricultura y otro que explicaba por qué el equipo de críquet de la isla perdía continuamente sus partidos, su mente no dejaba de revisar la información que Sally Carr había grabado en Sydney. Le resultaba difícil creer que Sharon fuera tan incompetente como Sally afirmaba pero, si lo era, tendría que aceptar la opinión de Sally de que debía de ser notablemente buena en la cama.

Tras haber pagado un almuerzo que le pareció preferible olvidar, Townsend abandonó el restaurante y se dedicó a recorrer la ciudad. Era la primera vez que disponía de tiempo para pasear como turista desde la visita que hizo a Berlín durante sus tiempos de estudiante. Miraba su reloj a cada pocos minutos, a pesar de que eso no ayudaba a que el tiempo pasara más deprisa. Finalmente, oyó el sonido de la sirena de un barco en la distancia; el gran transatlántico llegaba a puerto. Inició inmediatamente el regreso hacia el muelle. Al llegar, la tripulación ya bajaba las pasarelas. Una vez que los pasajeros hubieron bajado al muelle, agradecidos por la posibilidad de escapar durante unas horas del barco, Townsend subió a bordo y le pidió a un camarero que le acompañara a su camarote.

En cuanto hubo terminado de deshacer la maleta, se dedicó a comprobar la disposición de la tercera cubierta. Le encantó descubrir que el camarote de la señora Sherwood se encontraba a menos de un minuto del suyo, pero no hizo intento alguno por establecer contacto con ella. En lugar de eso, empleó la hora siguiente en familiarizarse con el barco, y terminó en el Queen's Grill.

El camarero jefe le sonrió al caballero, vestido de un modo ligeramente inapropiado, que entró en el gran comedor vacío, que en aquellos momentos estaba siendo preparado para la cena.

– ¿Puedo servirle en algo, señor? -le preguntó, haciendo un esfuerzo para no dejar traslucir su opinión de que este pasajero en particular se había equivocado de cubierta.

– Espero que sí -contestó Townsend-. Acabo de subir al barco, y deseo saber dónde me situará para la cena.

– Este restaurante sólo es para los pasajeros de primera, señor.

– En ese caso he acudido al lugar correcto -dijo Townsend.

– ¿Cuál es su nombre, señor? -preguntó el camarero, que no pareció muy convencido.

– Keith Townsend.

Comprobó la lista de los pasajeros de primera que subían al barco en Kingston.

– Se sentará usted en la mesa ocho, señor Townsend.

– ¿Estará la señora Margaret Sherwood en esa mesa, por casualidad?

El camarero comprobó de nuevo la lista.

– No, señor. Ella se sienta en la mesa tres.

– ¿Sería posible que me encontrara un lugar en la mesa tres? -preguntó Townsend.

– Me temo que no, señor. Nadie de esa mesa deja el barco en Kingston.

Townsend sacó la cartera y extrajo un billete de cien dólares.

– Bueno, supongo que si traslado al archidiácono a la mesa del capitán, eso solucionaría el problema -dijo el camarero.

Townsend sonrió y se volvió para marcharse.

– Disculpe, señor. ¿Desearía usted sentarse al lado de la señora Sherwood?

– Eso sería muy considerado por su parte -asintió Townsend.

– Lo digo porque quizá eso resulte un tanto difícil. Ha hecho todo el viaje con nosotros, y ya la hemos tenido que cambiar dos veces de sitio porque no le gustaban los pasajeros de su mesa.

Townsend sacó la cartera por segunda vez. Momentos más tarde abandonó el comedor, convencido de que se sentaría al lado de su presa.

Al regresar al camarote, los demás pasajeros ya empezaban a regresar a bordo. Se duchó, se cambió para la cena y, una vez más, leyó el perfil de personalidad de la señora Sherwood, que Kate le había preparado. Pocos minutos antes de las ocho emprendió de nuevo el camino hacia el comedor.

Ya había una pareja sentada en la mesa. El hombre se levantó inmediatamente y se presentó.

– Soy el doctor Arnold Percival, de Ohio -dijo, y estrechó la mano de Townsend-. Le presento a mi querida esposa, Jenny, también de Ohio. -Y lanzó una risotada.

– Keith Townsend -les dijo-. Soy de…

– Australia, si no me equivoco. Señor Townsend, ha sido muy agradable que lo instalen en nuestra mesa -dijo el doctor-. Acabo de jubilarme, y Jenny y yo nos habíamos prometido desde hace años emprender un crucero. ¿Qué le ha traído a bordo? -Antes de que Townsend pudiera contestar, llegó otra pareja-. Les presento a Keith Townsend, de Australia -dijo el doctor Percival-. Permítame presentarles al señor y la señora Osborne, de Chicago, Illinois. -Acaban de estrecharse las manos cuando el doctor dijo-: Buenas noches, señora Sherwood. ¿Me permite que le presente a Keith Townsend?

A partir de la información preparada por Kate, Townsend sabía que la señora Sherwood tenía sesenta y siete años, pero estaba claro que debía de haber empleado una considerable cantidad de tiempo y dinero para tratar de ocultar ese hecho. Dudaba mucho que hubiera sido hermosa alguna vez, pero la descripción «se conserva bien» acudió ciertamente a su mente. Su vestido de noche era elegante, aunque el borde fuera quizá un par de centímetros demasiado corto. Townsend le sonrió como si ella fuera por lo menos veinticinco años más joven.

En cuanto la señora Sherwood escuchó el acento de Townsend apenas si pudo disimular un gesto de desaprobación, pero otros dos pasajeros llegaron en ese momento y eso la distrajo. Townsend no captó bien el nombre del general, pero la mujer se presentó como Claire Williams y ocupó el asiento situado junto al doctor Percival, al otro lado de la mesa. Townsend le dirigió una sonrisa que ella desdeñó.

Antes de que Townsend pudiera ocupar su asiento, la señora Sherwood exigió saber por qué se había trasladado al archidiácono.

– Creo que lo veo sentado en la mesa del capitán -dijo Claire.

– Espero que haya regresado para mañana -observó la señora Sherwood, que inició inmediatamente una conversación con el señor Osborne, sentado a su derecha. Puesto que ella se negó resueltamente a hablar con Townsend durante el primer plato, inició una conversación con la señora Percival, al mismo tiempo que trataba de no perderse lo que decía la señora Sherwood, algo que le resultó bastante difícil.

Después de retirado el plato principal, Townsend apenas había intercambiado una docena de palabras con la señora Sherwood. Fue mientras tomaban café cuando Claire le preguntó desde el otro lado de la mesa si había estado alguna vez en Inglaterra.

– Sí. Estuve en Oxford justo después de la guerra -admitió Townsend por primera vez en quince años.

– ¿En qué colegio? -preguntó la señora Sherwood, que se giró hacia él.

– En Worcester -contestó él dulcemente.

Pero ésa resultó ser la primera y última pregunta que le dirigió aquella noche. Townsend se levantó cuando ella se dispuso a abandonar la mesa, y se preguntó si tendría suficiente con los tres días de que disponía. Una vez que hubo terminado el café, les deseó buenas noches a Claire y al general, antes de regresar a su camarote para repasar de nuevo la información contenida en la carpeta. En el perfil psicológico no se mencionaba la existencia de prejuicios o esnobismo pero, para ser justos con Kate, ella no había conocido a Margaret Sherwood.

A la mañana siguiente, al ocupar su sitio para tomar el desayuno, la única silla que permaneció vacía fue la de su derecha, y aunque fue el último en levantarse de la mesa, la señora Sherwood no apareció. Miró a Claire cuando ésta se levantó para marcharse y se preguntó si sería mejor seguirla, pero decidió no hacerlo, ya que eso no formaba parte del plan. Durante la hora siguiente paseó por el barco con la esperanza de encontrársela. Pero esa mañana no volvió a verla.

Al llegar pocos minutos tarde para el almuerzo, se sintió incómodo al ver que la señora Sherwood había sido trasladada al otro lado de la mesa y ahora se sentaba entre el general y el doctor Percival. Ni siquiera levantó la mirada cuando él se sentó. Claire, que llegó unos minutos más tarde, no tuvo más remedio que sentarse junto a Townsend, aunque inició inmediatamente una conversación con el señor Osborne.

Townsend trató de escuchar lo que la señora Sherwood le decía al general, con la esperanza de encontrar alguna excusa para intervenir en su conversación, pero ella sólo hablaba de que éste era el decimonoveno crucero que emprendía alrededor del mundo, y que conocía el barco casi tan bien como el capitán.

Townsend ya empezaba a temer que su plan no funcionara. ¿Debía abordar el tema directamente? Kate le había aconsejado que no lo hiciera. «No debemos suponer que sea estúpida», le advirtió antes de que ambos se separaran en el aeropuerto. «Sé paciente y ya se te presentará la oportunidad.»

Se volvió con naturalidad hacia la derecha al oír al doctor Percival que le preguntaba a Claire si había leído Réquiem por una monja.

– No -contestó ella-. No la he leído. ¿Es buena?

– Oh, yo sí -intervino la señora Sherwood desde el otro lado de la mesa-, y le puedo asegurar que no es la mejor de sus obras.

– Siento mucho oírle decir eso, señora Sherwood -intervino Townsend, con un poco de precipitación.

– ¿Y por qué, señor Townsend? -preguntó ella, incapaz de ocultar su sorpresa de que él conociera siquiera al autor.

– Porque he tenido el privilegio de publicar la obra del señor Faulkner.

– No sabía que fuera usted editor -dijo el doctor Percival-. Qué interesante. Apuesto a que en este barco hay mucha gente que podría contarle una buena historia.

– Posiblemente encontraría incluso una o dos en esta misma mesa -comentó Townsend, que evitó la mirada fija de la señora Sherwood.

– Los hospitales son una fuente excelente de historias -dijo el doctor Percival-. Eso es algo que sé muy bien.

– Cierto -asintió Townsend, que ahora empezaba a disfrutar-. Pero disponer de una buena historia no es suficiente. Hay que ser capaz de trasladarla al papel. Y para eso se necesita verdadero talento.

– ¿Para qué compañía trabaja? -preguntó la señora Sherwood, que trató de dar a su voz un tono natural.

Townsend se había limitado a poner la mosca y ella había saltado inmediatamente fuera del agua.

– Para Schumann & Co., de Nueva York -contestó con la misma naturalidad.

En ese momento, el general empezó a decirle a Townsend cuántos le habían animado a escribir sus memorias, y pasó a describir a todos los presentes cómo se desarrollaría el primer capítulo.

Aquella noche, al acudir a la cena, a Townsend no le sorprendió descubrir que la señora Sherwood había ocupado de nuevo su antiguo sitio, a su lado. Mientras tomaban el salmón ahumado dedicó un tiempo considerable a explicarle a la señora Percival cómo conseguir que un libro apareciera en las listas de los más vendidos.

– ¿Me permite interrumpirle, señor Townsend? -dijo la señora Sherwood en voz baja, cuando ya se servía el cordero.

– Desde luego, señora Sherwood -contestó Townsend, que se volvió a mirarla.

– Me interesa saber en qué departamento trabaja en Schumann.

– No estoy en ningún departamento concreto -contestó.

– Creo que no le comprendo -dijo la señora Sherwood.

– Bueno, es que resulta que soy el propietario de la compañía.

– ¿Quiere eso decir que puede revocar la decisión de un director? -preguntó la señora Sherwood.

– Puedo revocar la decisión de cualquiera -asintió Townsend.

– Se lo digo porque… -Vaciló, como para asegurarse de que nadie más escuchaba su conversación, aunque eso no importaba, porque Townsend sabía exactamente qué iba a decir a continuación-. Porque envié un manuscrito a Schumann hace algún tiempo. Tres meses más tarde recibí una nota de rechazo, en la que no se me daba ninguna explicación sobre esa decisión.

– Siento mucho saberlo -dijo Townsend, que hizo una pausa antes de pronunciar las siguientes palabras, previamente ensayadas-: Naturalmente, la verdad es que muchos de los manuscritos que recibimos ni siquiera llegan a leerse.

– ¿Por qué? -preguntó ella con incredulidad.

– Bueno, cualquier editorial grande espera recibir cien o incluso a veces doscientos manuscritos a la semana. Nadie puede permitirse el emplear a un personal que se dedique a leerlos todos. Así que no debería sentirse afectada por ello.

– Entonces, ¿qué puede hacer una novelista en ciernes como yo misma para que alguien se interese por su obra? -le susurró.

– El consejo que doy a todo aquel que afronte ese problema es el de encontrar primero a un buen agente, alguien que sepa exactamente a qué editorial dirigirse, y quizá incluso qué editor puede sentirse interesado.

Townsend se concentró en el cordero y esperó a que la señora Sherwood reuniera el valor necesario para dar el siguiente paso.

«Déjale siempre la iniciativa -le había advertido Kate-. Si es así, no tendrá razón alguna para mostrarse recelosa.» Ahora, él no levantó la mirada de su plato.

– ¿No sería usted tan amable de leer mi novela y darme su opinión profesional? -se atrevió a preguntar ella finalmente, con timidez.

– Estaré encantado de hacerlo -contestó Townsend. La señora Sherwood le sonrió por primera vez-. ¿Por qué no lo envía a mi despacho en Schumann una vez que estemos de regreso en Nueva York? Me ocuparé de que lo lea uno de mis directores y le envíe un informe por escrito.

La señora Sherwood apretó los labios.

– Pero es que resulta que lo llevo a bordo -dijo-. Durante mi crucero anual tengo la oportunidad de revisar el texto.

Townsend hubiera querido decirle que, gracias a la cocinera de su cuñado, eso era algo que ya sabía. Pero se contentó con decir:

– En ese caso, si le parece, puede acercármelo a mi camarote para que lea los dos primeros capítulos. Eso será suficiente para captar su estilo.

– ¿Lo haría de veras, señor Townsend? Es muy amable por su parte. Cuánta razón tenía mi difunto esposo al decir que no había que suponer que todos los australianos fueran descendientes de ex convictos.

Townsend se echó a reír y, en ese momento, Claire se inclinó hacia él, sobre la mesa.

– ¿Es usted el señor Townsend del que se habla en el artículo publicado esta mañana en el Ocean Times? -le preguntó.

Townsend pareció sorprendido.

– No lo sabía -dijo-. Ni siquiera lo he leído.

– En él se habla de un hombre llamado Richard Armstrong, que también es editor.

Ninguno de los dos observó la reacción de la señora Sherwood.

– Conozco a un Richard Armstrong, de modo que es posible -admitió Townsend.

– Obtuvo una Cruz Militar -dijo el general-, pero eso era lo único bueno que decía el artículo sobre él. Aunque no siempre se puede creer uno todo lo que se cuenta en los periódicos.

– Estoy bastante de acuerdo con usted -asintió Townsend.

La señora Sherwood se levantó de la mesa y se marchó sin desearles siquiera las buenas noches.

En cuanto lo hubo hecho, el general empezó a describir al doctor Percival y a la señora Osborne cómo sería el segundo capítulo de su autobiografía. Claire se levantó.

– No se interrumpa, general, pero yo también me voy a la cama.

Townsend ni siquiera la miró. Pocos minutos más tarde, cuando el viejo soldado describía cómo había sido evacuado de la playa de Dunquerque, él también pidió disculpas, abandonó la mesa y regresó a su camarote.

Acababa de salir de la ducha cuando alguien llamó a su puerta. Sonrió, se puso uno de los batines de tela de toalla del barco, y cruzó lentamente el camarote. Al menos, si la señora Sherwood le entregaba el manuscrito ahora, tendría una buena excusa para acordar una reunión con ella a la mañana siguiente. Abrió la puerta del camarote.

«Buenas noches, señora Sherwood», estuvo a punto de decir, pero se encontró ante Kate, que parecía un tanto angustiada. Entró y cerró rápidamente la puerta.

– Creí que acordamos no encontrarnos a menos que se tratara de una emergencia -dijo Keith.

– Es una emergencia -le aseguró Kate-, pero no podía arriesgarme a decírtelo en la mesa.

– ¿Es ésa la razón por la que sacaste a relucir lo del artículo cuando se suponía que debías hablar de las obras que se representaban en Broadway?

– Sí -contestó Kate-. No olvides que yo he tenido un par de días más para conocerla, y acaba de llamarme por teléfono a mi camarote para preguntarme si realmente creía que estabas en el mundo de la edición.

– ¿Y qué le dijiste? -preguntó Keith, en el momento en que se oyó otra llamada a la puerta.

Se llevó un dedo a los labios y señaló hacia el cuarto de baño. Esperó a que la puerta quedara entornada y luego abrió la puerta del camarote.

– Ah, señora Sherwood -dijo Keith-. Qué agradable verla. ¿Se encuentra bien?

– Sí, gracias, señor Townsend. Pensé que sería mejor dejarle esto esta noche -dijo al tiempo que le entregaba un grueso manuscrito-. Por si acaso no tuviera otra cosa que hacer.

– Muy considerado por su parte -dijo Keith, que tomó el manuscrito-. ¿Qué le parece si nos reunimos en algún momento, después del desayuno? Entonces podré comunicarle mis primeras impresiones.

– Oh, ¿de veras, señor Townsend? Siento muchos deseos de saber lo que piensa de la novela. -Vaciló, antes de añadir-: Confío en no haberle interrumpido.

– ¿Interrumpirme? -preguntó Keith, extrañado.

– Creí haber oído voces antes de llamar a su puerta.

– Supongo que sólo era yo, que tarareaba algo en la ducha -dijo Keith con torpeza.

– Ah, eso lo explicaría -dijo la señora Sherwood-. Bueno, espero que encuentre tiempo para leer esta noche unas pocas páginas de La amante del senador.

– Desde luego que sí. Buenas noches, señora Sherwood.

– Oh, llámeme Margaret.

– Yo soy Keith -dijo él con una sonrisa.

– Lo sé. Acabo de leer el artículo que habla de usted y del señor Armstrong. Muy interesante. ¿Cree usted que ese hombre es realmente tan malo? -preguntó.

Keith no hizo ningún comentario al cerrar la puerta. Se giró en redondo y se encontró con Kate que salía del cuarto de baño. Llevaba puesto el otro batín. Al acercarse a él, el cordón cayó al suelo, y el batín quedó ligeramente abierto.

– Oh, llámeme Claire -le dijo, al tiempo que le introducía una mano alrededor de la cintura. -Keith la atrajo hacia él-. ¿Puedes ser realmente tan malo? -preguntó ella entre risas, mientras él la hacía cruzar el camarote.

– Sí, lo soy -contestó antes de que ambos cayeran juntos sobre la cama.

– Keith -susurró ella-, ¿no crees que deberías empezar a leer ese manuscrito?


Apenas habían transcurrido unas horas desde que Sharon pasara desde el dormitorio hasta el despacho, cuando Armstrong se dio cuenta de que Sally no había exagerado nada al referirse a sus habilidades como secretaria. Pero era demasiado orgulloso como para llamarla y admitirlo.

Al final de la segunda semana, su mesa estaba llena de cartas sin contestar y, lo que era peor, de respuestas bajo las que no podía considerar siquiera la idea de estampar su firma. Después de tantos años con Sally, había olvidado que raras veces dedicaba más de unos pocos minutos diarios a controlar su trabajo antes de firmar todo lo que le presentaba. De hecho, el único documento en el que había estampado su firma durante esa semana fue el contrato de Sharon, que estaba claro no había redactado ella misma.

El martes de la tercera semana, Armstrong apareció por la Cámara de los Comunes para almorzar con el ministro de Sanidad, para descubrir que, en realidad, se le esperaba al día siguiente. Veinte minutos más tarde estaba de regreso en su despacho, hecho una furia.

– Pero te dije que hoy almorzabas con el presidente del Nat West -insistió Sharon-. Acaba de llamar desde el Savoy para preguntar dónde estabas.

– Estaba donde me enviaste -ladró-. En la Cámara de los Comunes.

– ¿Esperas que yo lo haga todo por ti?

– Sally se las arreglaba de algún modo -espetó Armstrong, que apenas si era capaz de controlar su indignación.

– Si vuelvo a oír una sola vez más el nombre de esa mujer, te juro que te dejo.

Armstrong no dijo nada. Salió furioso de la oficina y le ordenó a Benson que lo llevara al Savoy lo más rápidamente posible. Al llegar al Grill, Mario le dijo que su invitado acababa de marcharse. Y al regresar a la oficina, fue informado de que Sharon se había marchado a casa diciendo que sufría de una ligera migraña.

Armstrong se sentó ante la mesa y marcó el número de Sally, pero no le contestó nadie. Siguió llamándola por lo menos una vez al día, pero únicamente encontraba el contestador automático. Al final de la semana siguiente le ordenó a Fred que le pagara su cheque mensual.

– Pero si ya le he enviado el finiquito, tal como usted me dijo -le recordó el jefe de contabilidad.

– No discuta conmigo, Fred -le advirtió Armstrong-. Limítese a pagarle.

Durante la quinta semana, las secretarias temporales empezaron a aparecer y desaparecer casi a diario. Algunas sólo duraron unas pocas horas. Pero fue Sharon la que abrió la carta de Sally, para encontrarse con un cheque rasgado por la mitad y una nota que decía: «Ya he sido ampliamente pagada por el trabajo del último mes».


Al despertarse a la mañana siguiente, a Keith le sorprendió descubrir que Kate ya se había puesto el batín y leía el manuscrito de la señora Sherwood. Se inclinó hacia él y le dio un beso antes de entregarle los siete primeros capítulos. Keith se sentó en la cama, parpadeó unas cuantas veces, tomó la primera página y leyó: «En cuanto ella salió de la piscina, se le empezaron a abultar las mollas de la pieza inferior del bikini». Levantó la mirada hacia Kate.

– Sigue leyendo -le dijo ella-. Todavía hay cosas peores.

Keith ya había leído cuarenta páginas cuando Kate saltó de la cama y se dirigió al cuarto de baño.

– No te molestes en leer mucho más -le aconsejó-. Más tarde te diré cómo termina.

Al reaparecer, al cabo de un rato, Keith ya andaba por la mitad del tercer capítulo. Dejó caer el resto de las páginas al suelo.

– ¿Qué te parece? -le preguntó a Kate.

Ella se acercó a la cama, apartó las sábanas y contempló su cuerpo desnudo.

– A juzgar por tu reacción, yo diría que todavía me deseas, o que tenemos un bestseller en nuestras manos.

Una hora más tarde, cuando Townsend acudió a desayunar, sólo encontró a Kate y a la señora Sherwood sentadas en la mesa, enfrascadas en una conversación. Dejaron de hablar en cuanto él se sentó.

– Supongo que… -empezó a decir la señora Sherwood.

– ¿Qué es lo que supone? -preguntó Townsend con una mirada inocente.

Kate tuvo que volver la cara para que la señora Sherwood no viera su expresión.

– ¿Ha hojeado un poco mi novela?

– ¿Hojeado? -replicó Townsend-. La he leído de cabo a rabo. Y una cosa está clara, señora Sherwood; en Schumann nadie ha podido leer el manuscrito, porque si lo hubieran leído lo habrían contratado inmediatamente.

– Oh, ¿cree usted que es realmente tan bueno? -preguntó la señora Sherwood, esperanzada.

– Desde luego que sí -contestó Townsend-. Sólo confío en que, a pesar de la imperdonable respuesta que recibió de nosotros, permita que Schumann le haga una oferta por su publicación.

– Pues claro que lo permitiré -asintió la señora Sherwood con entusiasmo.

– Bien. No obstante, me permito sugerir que no es éste el lugar indicado para hablar de las condiciones.

– Desde luego. Lo comprendo perfectamente, Keith. ¿Qué le parece si pasa algo más tarde por mi camarote? -Miró su reloj-. ¿Quedamos hacia las diez y media?

Townsend asintió con un gesto.

– A mí me parece perfecto.

Se levantó cortésmente al ver que ella doblaba la servilleta para dejarla en la mesa y se alejaba.

– ¿Te has enterado de algo nuevo? -le preguntó a Kate en cuanto se hubo alejado la señora Sherwood.

– No mucho -contestó, antes de mordisquear una tostada de pasas-. Pero creo que ella no está del todo convencida de que hayas leído el manuscrito completo.

– ¿Qué te hace pensarlo así? -preguntó Townsend.

– Porque acaba de confiarme que anoche había una mujer en tu cuarto de baño.

– ¿De veras? -Townsend hizo una pausa antes de preguntar-: ¿Y qué más te dijo?

– Habló con gran detalle del artículo publicado en el Ocean Times, y me preguntó si…

– Buenos días, Townsend. Buenos días, querida señorita -dijo el general, que se sentó a la mesa.

Kate le dirigió una amplia sonrisa y se levantó.

– Buena suerte -le dijo en voz baja a Keith.

– Me alegra tener esta oportunidad de hablar tranquilamente con usted, Townsend. La verdad de la cuestión es que ya tengo escrito el primer volumen de mis memorias, y resulta que también las llevo a bordo. Me preguntaba si sería lo bastante amable como para leer el manuscrito y darme su opinión profesional.

Townsend necesitó de otros veinte minutos para escapar de un libro que no deseaba leer y mucho menos publicar. El general no le había dejado mucho tiempo para preparar la entrevista con la señora Sherwood. Regresó a su camarote y repasó una vez más las notas de Kate antes de dirigirse al camarote de la señora Sherwood. Llamó a la puerta justo poco después de las diez y media, y ésta se abrió de inmediato.

– Me gusta que los hombres sean puntuales -dijo ella.

La suite Trafagar ocupaba dos niveles y tenía su propio balcón. La señora Sherwood dirigió a su huésped hacia un par de cómodos sillones en el centro del salón.

– ¿Quiere tomar un café, Keith? -le preguntó sentándose frente a él.

– No, gracias, Margaret. Acabo de desayunar.

– Desde luego -asintió ella-. Bien, ¿qué le parece si tratamos de negocios?

– Estoy a su disposición. Como ya le he dicho esta mañana, Schumann consideraría como un privilegio editar su novela.

– Oh, qué interesante -dijo la señora Sherwood-. Sólo desearía que aún viviera mi querido esposo. Siempre estuvo convencido de que algún día sería publicada.

– Estaríamos dispuestos a ofrecerle un anticipo de cien mil dólares -siguió diciendo Townsend-, y el diez por ciento del precio de venta una vez compensado el adelanto. La edición en rústica seguiría doce meses después de la edición en tapa dura, y recibiría pagos adicionales por cada semana que el libro se mantenga en la lista de libros más vendidos del New York Times.

– ¡Oh! ¿Cree realmente que mi pequeño esfuerzo puede llegar a aparecer en la lista de libros más vendidos?

– Estaría dispuesto a apostar por ello -asintió Townsend.

– ¿De veras? -preguntó la señora Sherwood.

Townsend la miró con cierta ansiedad, preguntándose si acaso había ido demasiado lejos.

– Acepto complacida sus condiciones, señor Townsend. Creo que esto merece ser celebrado. -Le sirvió una copa de champaña de una botella medio vacía que había en un cubo de hielo, a su lado-. Y ahora que hemos llegado a un acuerdo sobre el libro -dijo un momento más tarde-, quizá sea usted tan amable de aconsejarme acerca de un pequeño problema al que me enfrento actualmente.

– Así lo haré si puedo -le aseguró Townsend, que fijó la mirada en un cuadro que mostraba a un almirante de un solo brazo y un solo ojo, tumbado en el alcázar de su nave, moribundo.

– Me he sentido muy angustiada por un artículo publicado en el Ocean Times, sobre el que me llamó la atención la… señorita Williams -dijo la señora Sherwood-. Se refiere al señor Richard Armstrong.

– No estoy seguro de comprenderla.

– Me explicaré -dijo la señora Sherwood, que pasó a explicarle a Townsend una historia que conocía mejor que ella, y terminó diciendo-: Claire me ha aconsejado que, puesto que pertenece usted al mundo editorial, quizá pudiera recomendarme a alguien que pudiera estar interesado en comprar mis acciones.

– ¿Cuánto espera que le ofrezcan por ellas? -preguntó Townsend.

– Veinte millones de dólares. Es la cantidad que acordé con mi hermano Alexander, que ya ha vendido sus acciones a ese tal Richard Armstrong por esa misma cantidad.

– ¿Cuándo tiene previsto reunirse con el señor Armstrong? -preguntó Townsend, otra pregunta cuya respuesta conocía.

– Acudirá a verme a mi apartamento de Nueva York el próximo lunes a las once de la mañana.

Townsend siguió mirando el cuadro colgado de la pared, fingiendo que reflexionaba sobre la cuestión.

– Estoy seguro de que mi empresa podría igualar esa oferta -dijo finalmente-, sobre todo porque la cantidad ya ha sido acordada.

Confiaba en que no se le notaran los fuertes latidos de su corazón.

La señora Sherwood bajó la mirada hacia un catálogo de Sotheby's, que un amigo le había enviado desde Ginebra la semana anterior.

– Qué suerte que nos hayamos conocido -dijo-. Una no puede encontrarse con esta clase de coincidencias en una novela. -Se echó a reír, levantó su copa y añadió-: Kismet.

Townsend no hizo ningún comentario.

– Quisiera reflexionar más sobre el tema durante esta noche -añadió ella después de dejar la copa sobre la mesa-. Le comunicaré mi decisión final antes de que desembarquemos.

– Desde luego -dijo Townsend, que trató de ocultar su decepción.

Se levantó de la silla y la dama lo acompañó hasta la puerta.

– Debo darle las gracias por todas las molestias que se ha tomado conmigo, Keith.

– Ha sido un placer -dijo, antes de que ella cerrara la puerta.

Townsend regresó inmediatamente a su camarote, donde encontró a Kate, que ya le esperaba.

– ¿Cómo fue todo? -fueron sus primeras palabras.

– Todavía no lo ha decidido, pero creo que ha picado el anzuelo, gracias al artículo que tú comentaste.

– ¿Y las acciones?

– Puesto que el precio ya ha sido acordado, no parece que le importe mucho quién las compre, siempre y cuando su libro sea publicado.

– Pero quería disponer de más tiempo para pensárselo -dijo Kate, que guardó un momento de silencio, antes de añadir-: ¿Por qué no te hizo más preguntas acerca de por qué deseabas comprar sus acciones? -Townsend se encogió de hombros-. Empiezo a preguntarme si la señora Sherwood no ha estado esperándonos durante todo este tiempo a bordo, en lugar de al revés.

– No seas tonta -dijo Townsend-. Al fin y al cabo, va a tener que decidir qué es lo más importante para ella, si publicar su libro o no hacerle caso a Alexander, que le ha aconsejado que venda a Armstrong. Y si es ésa la elección que tiene que tomar, hay algo que juega a nuestro favor.

– ¿Y es? -preguntó Kate.

– Gracias a Sally, sabemos cuántas notas de rechazo ha recibido de los editores durante los últimos diez años. Y, después de haber leído el libro, no creo que ninguno de ellos le diera muchas esperanzas.

– Seguramente, Armstrong también lo sabe y estaría dispuesto a publicarle el libro.

– Pero ella no puede estar segura de eso -observó Townsend.

– Quizá pueda y resulte ser mucho más inteligente de lo que habíamos pensado. ¿Hay teléfono a bordo?

– Sí. Hay uno en el puente. Intenté hacerle una llamada a Tom Spencer, en Nueva York, para pedirle que empezara a preparar el contrato, pero me dijeron que ese teléfono no se puede usar a menos que se trate de una emergencia.

– ¿Y quién decide cuándo se trata de una emergencia? -preguntó Kate.

– El contador del barco me dijo que el capitán es el único árbitro en ese sentido.

– En ese caso, ninguno de nosotros podemos hacer nada hasta que no lleguemos a Nueva York.

La señora Sherwood llegó tarde a almorzar y esta vez se sentó junto al general. Pareció complacida de escuchar un extenso resumen del capítulo tres de sus memorias, y en ningún momento planteó el tema de su novela. Después de almorzar desapareció y se encerró en su camarote.

Al ocupar sus puestos para cenar, descubrieron que la señora Sherwood había sido invitada a sentarse en la mesa del capitán.

Después de una noche de insomnio, Townsend y Kate llegaron pronto a desayunar, con la esperanza de conocer la decisión de la señora Sherwood. Pero a medida que transcurrían los minutos y ella no aparecía, terminaron por comprender que debía de haber desayunado en su camarote.

– Probablemente anda retrasada preparando su equipaje -sugirió el siempre solícito doctor Percival.

Kate no pareció quedar muy convencida.

Keith regresó a su camarote, hizo la maleta y se reunió con Kate en la cubierta, cuando el transatlántico ya remontaba el Hudson.

– Tengo la sensación de que hemos perdido esta batalla -comentó Kate al pasar ante la estatua de la Libertad.

– Creo que puedes tener razón. No me importaría demasiado, si no fuera nuevamente a manos de Armstrong.

– ¿Es importante para ti vencerlo?

– Sí, lo es. Lo que tienes que comprender es que…

– Buenos días, señor Townsend -dijo una voz tras ellos.

Keith se giró en redondo y vio a la señora Sherwood que se les acercaba. Confió en que no hubiera visto a Kate, que ya se confundía con la gente.

– Buenos días, señora Sherwood -saludó.

– Después de haberlo considerado cuidadosamente -dijo ella-, he tomado finalmente una decisión. -Keith contuvo la respiración-. Si mañana por la mañana tiene usted preparados los dos contratos para que los firme, entonces ha conseguido usted un acuerdo, como dicen vulgarmente los estadounidenses. -Keith le dirigió una amplia sonrisa-. No obstante -siguió diciendo ella-, si mi libro no fuera publicado en el término de un año después de la firma del contrato, tendrá usted que pagar una penalización de un millón de dólares. Y si no logra aparecer en las listas de libros más vendidos del New York Times, la penalización será de dos millones de dólares.

– Pero…

– Cuando le pregunté acerca de la lista de libros más vendidos, me aseguró usted que estaría dispuesto a apostar por ello, ¿no es cierto, señor Townsend? Pues bien, yo simplemente le ofrezco la oportunidad de hacerlo así.

– Pero… -repitió Keith.

– Espero verle en mi apartamento a las diez de mañana, señor Townsend. Mi abogado ya me ha confirmado su asistencia. En el caso de que no acudiera usted, firmaré el contrato con el señor Armstrong a las once. -Hizo una pausa, miró directamente a Keith y añadió-: Tengo la sensación de que él también estaría dispuesto a publicar mi novela.

Sin decir nada más, la señora Sherwood se dirigió hacia la rampa de la pasarela. Kate se reunió con él ante la barandilla y ambos la observaron descender lentamente. Al llegar al muelle se acercaron dos Rolls-Royces negros. Un chófer bajó presuroso del primero y abrió la portezuela, mientras el segundo quedaba a la espera de recoger su equipaje.

– ¿Cómo se las arregló para hablar con su abogado? -preguntó Keith-. Llamarlo para hablar de su novela no creo que pueda considerarse como una emergencia.

Antes de subir al coche, la señora Sherwood levantó la mirada y saludó a alguien con un gesto de la mano. Ambos se volvieron al unísono para mirar en dirección al puente, desde donde el capitán le devolvía el saludo.

26

Fin de la guerra de los Seis Días: Nasser dimite

Armstrong comprobó de nuevo los horarios de vuelo a Nueva York. Luego consultó la dirección de la señora Sherwood en la guía telefónica de Manhattan, e incluso telefoneó al Pierre para asegurarse de que la suite presidencial estaba reservada a su nombre. No podía permitirse llegar tarde a esta reunión, ni aparecer el día equivocado o acudir a la dirección errónea.

Ya había depositado veinte millones de dólares en el Manhattan Bank, repasado la declaración de prensa con su asesor de relaciones públicas, y advertido a Peter Wakeham que preparara al consejo de administración para un anuncio especial.

Alexander Sherwood le había llamado por teléfono la noche anterior, para decirle que había hablado con su cuñada antes de que ella emprendiera su crucero anual. Ella le había confirmado que la cifra acordada era de veinte millones de dólares, y esperaba con impaciencia reunirse con Armstrong a las once de la mañana, en su apartamento, al día siguiente de su regreso. Cuando él y Sharon subieron al avión, se sentía bastante seguro de que en el término de veinticuatro horas sería el único propietario de un periódico nacional que sólo era superado en circulación por el Daily Citizen.

Aterrizaron en Idlewild pocas horas antes de que el Queen Elizabeth atracara en el muelle 90. Una vez instalados en el Pierre, Armstrong caminó hasta la Calle 63 para estar seguro de saber con exactitud dónde vivía la señora Sherwood. Después de una propina de diez dólares, el portero le confirmó que esperaban su regreso a últimas horas de ese mismo día.

Aquella noche, durante la cena en el hotel, él y Sharon apenas hablaron. Armstrong empezaba a preguntarse por qué se había molestado en traerla consigo. Ella se acostó mucho antes de que él se dirigiera al cuarto de baño, y al salir ya se había quedado dormida.

Al acostarse, intentó pensar en todo lo que pudiera salir mal entre ahora y las once de la mañana siguiente.


– Creo que ella supo en todo momento lo que pretendíamos -dijo Kate siguiendo con la mirada el Rolls de la señora Sherwood hasta que desapareció de la vista.

– No pudo haberlo sabido -dijo Townsend-. Pero aunque fuera así, terminó por aceptar las condiciones que yo deseaba.

– ¿O las que ella deseaba? -preguntó Kate en voz baja.

– ¿Adónde quieres ir a parar?

– Sólo quiero decir que todo fue un poco demasiado fácil para mi gusto. No olvides que ella no es una Sherwood, sino que fue simplemente lo bastante inteligente como para casarse con uno.

– Empiezas a mostrarte demasiado recelosa para tu propio bien -observó Townsend-. No olvides que ella no es Richard Armstrong.

– Sólo me convenceré cuando ella haya firmado los dos contratos.

– ¿Los dos?

– No se desprenderá de su tercio del Globe hasta no estar segura de que vas a publicar su novela.

– No creo que haya ningún problema para convencerla de eso -dijo Townsend-. No debemos olvidar que está desesperada… después de que su manuscrito fuera rechazado quince veces antes de encontrarse conmigo.

– ¿O fue ella la que te vio venir?

Townsend miró hacia el muelle en el momento en que una limusina negra se detenía junto a la pasarela. Un hombre alto y rechoncho, de cabellera negra y revuelta, bajó del asiento trasero y levantó la mirada hacia la cubierta de paseo de los pasajeros.

– Tom Spencer acaba de llegar -dijo Townsend. Se volvió hacia Kate y añadió-: Deja de preocuparte. Para cuando te encuentres de regreso en Sydney ya seré el propietario del 33,3 por ciento del Globe, algo que no podría haber conseguido sin ti. Llámame en cuanto aterrices en Kingsford-Smith y te informaré de cómo van las cosas.

Townsend la tomó en sus brazos y le dio un beso antes de que ambos regresaran a sus camarotes separados.

Townsend tomó las maletas y se apresuró a descender al muelle. Su abogado de Nueva York caminaba rápidamente alrededor del coche, una costumbre de sus tiempos como corredor de campo a través, según le había explicado una vez a Townsend.

– Disponemos de veinticuatro horas -le dijo Townsend después de estrecharle la mano.

– ¿De modo que la señora Sherwood cayó en su red? -preguntó el abogado, que condujo a su cliente hacia la limusina.

– Sí, pero quiere dos contratos -dijo Townsend después de subir al coche-, y ninguno de los dos es el que le pedí que preparara cuando le llamé desde Sydney.

Tom extrajo una libreta amarilla de su maletín y se la colocó sobre las rodillas. Había comprendido desde hacía tiempo que éste no era un cliente al que le gustara hablar de cosas superficiales. Empezó a tomar notas mientras Townsend le informaba de los detalles de las condiciones de la señora Sherwood. Cuando llegaron ya estaba enterado de todo lo ocurrido durante los últimos días, y empezaba a experimentar una respetuosa admiración por la vieja dama. Planteó una serie de preguntas, y ninguno de ellos se dio cuenta del trayecto hasta que el coche se detuvo frente al Carlyle.

Townsend bajó inmediatamente, empujó las puertas giratorias y entró en el vestíbulo, donde encontró a los asociados de Tom, que le esperaban.

– ¿Por qué no se inscribe usted? -le sugirió Tom-. Informaré a mis colegas de lo que me ha dicho hasta el momento. Cuando esté preparado, reúnase con nosotros en la Sala Versalles, en el tercer piso.

Una vez que Townsend hubo firmado el formulario de registro, se le entregó la llave de su habitación habitual. Deshizo la maleta antes de tomar el ascensor para bajar al tercer piso. Al entrar en la Sala Versalles se encontró a Tom que caminaba alrededor de una larga mesa e informaba a sus dos colegas. Townsend se sentó en la cabecera más alejada de la mesa, mientras Tom continuaba su incansable paseo. Sólo se detenía cuando necesitaba preguntar más detalles sobre las exigencias de la señora Sherwood.

Después de haber recorrido así varios kilómetros, y devorado montones de bocadillos recién preparados y consumir litros de café, terminaron de perfilar los borradores de ambos contratos.

Poco después de las seis entró una camarera para correr las cortinas, y Tom se sentó por primera vez para leer lentamente los borradores. Una vez que hubo terminado la lectura de la última página, se levantó.

– Esto es todo lo que podemos hacer por ahora, Keith -dijo-.

Será mejor que regresemos a la oficina y nos dediquemos a preparar los dos documentos. Sugiero que nos reunamos mañana a las ocho para que pueda usted repasar el texto final.

– ¿Hay alguna otra cosa en la que deba pensar antes de que llegue ese momento, consejero? -preguntó Townsend.

– Sí -contestó Tom-. ¿Está absolutamente seguro de eliminar esas dos cláusulas en el contrato del libro en las que Kate insistió tanto?

– Absolutamente. Después de haber pasado tres días con la señora Sherwood, le puedo asegurar que ella no sabe nada sobre publicación de libros.

– No fue así como lo entendió Kate -dijo Tom con un encogimiento de hombros.

– Kate se mostraba demasiado precavida -observó Townsend-. Nada me impide imprimir cien mil ejemplares del maldito libro y guardarlos todos en un almacén de New Jersey.

– No -admitió Tom-, pero ¿qué sucederá cuando el libro no aparezca en la lista de los más vendidos del New York Times?

– Lea la cláusula correspondiente, consejero. En ella no se hace mención a ninguna limitación de tiempo. ¿Le preocupa alguna otra cosa?

– Sí. Tendrá que disponer de dos órdenes de pago confirmadas y por separado a las diez de la mañana. No quiero arriesgarme a entregarle cheques a la señora Sherwood; eso sólo le daría una excusa para no firmar el acuerdo final. Puede estar seguro de una cosa: Armstrong dispondrá de una orden de pago confirmada por importe de veinte millones de dólares cuando aparezca a las once.

Townsend asintió con un gesto.

– El mismo día en que le informé sobre el contrato original, di orden de transferir el dinero desde Sydney al Manhattan Bank. Podemos recoger las dos órdenes de pago confirmadas a primeras horas de la mañana.

– Bien. En ese caso, nos marchamos.

Tras regresar a su habitación, Townsend se derrumbó sobre la cama, agotado, y se sumió inmediatamente en un profundo sueño. No se despertó hasta las cinco de la mañana siguiente y le sorprendió descubrir que todavía estaba completamente vestido. Sus primeros pensamientos fueron para Kate y dónde estaría ella en aquellos momentos.

Se desnudó, tomó una prolongada ducha de agua caliente y luego se dispuso a pedir un desayuno madrugador. ¿O fue más bien una cena tardía? Repasó el menú del servicio permanente de habitaciones y se decidió finalmente por el desayuno.

Mientras esperaba a que se lo sirvieran, Townsend vio las noticias del informativo matinal. Estaban dominadas por la aplastante victoria de Israel en la guerra de los Seis Días, aunque nadie parecía saber dónde estaba Nasser. En el programa Today se entrevistó a un portavoz de la NASA que habló sobre las posibilidades de Estados Unidos de situar a un hombre en la Luna antes que los rusos. El informe meteorológico auguraba el descenso de un frente frío sobre Nueva York. Durante el desayuno, leyó el New York Times, seguido por el Star, y comprendió con exactitud qué cambios haría en ambos periódicos si fuera el propietario. Trató de olvidar que la Comisión Federal de Comunicaciones le incordiaba continuamente con preguntas sobre su imperio estadounidense en expansión, y le recordaba las normas de propiedades cruzadas que se aplicaban a los extranjeros.

– Existe una solución muy simple a ese problema -le había dicho Tom en varias ocasiones.

– Nunca -contestaba él con firmeza. Pero ¿qué haría si ése fuera el único modo de apoderarse del New York Star?-. Nunca -repitió, aunque ya no lo hiciera con la misma convicción.

Durante la hora siguiente, vio el mismo noticiario en la televisión y leyó los mismos periódicos. A las siete y media ya estaba enterado de todo lo que sucedía en el mundo, desde El Cairo hasta Queen's, e incluso en el espacio. A las ocho menos diez tomó el ascensor y descendió a la planta baja, donde encontró a los dos abogados jóvenes que ya le esperaban. Parecían llevar ambos los mismos trajes, camisas y corbatas que el día anterior, aunque por lo visto habían encontrado un momento para afeitarse. No les preguntó dónde estaba Tom; sabía que estaría paseando por el vestíbulo, y que se uniría a ellos en cuanto terminara de hacer su circuito.

– Buenos días, Keith -saludó Tom, que estrechó la mano de su cliente-. He reservado una mesa tranquila para nosotros en un rincón de la cafetería.

Una vez servidos los tres cafés solos y uno con leche, Tom abrió el maletín, extrajo dos documentos y se los entregó a su cliente.

– Si ella está de acuerdo en firmarlos -le dijo-, el 33,3 por ciento del Globe será suyo, así como los derechos de publicación de La amante del senador.

Townsend repasó el documento con lentitud, cláusula tras cláusula, y empezó a comprender por qué los tres habían permanecido despiertos durante toda la noche.

– Bien, ¿qué hacemos a continuación? -preguntó una vez terminada la lectura, devolviendo los contratos a su abogado.

– Tiene usted que recoger las dos órdenes de pago confirmadas en el Manhattan Bank y procurar estar ante la puerta de la señora Sherwood a las diez menos cinco, porque vamos a necesitar cada minuto de esa hora si queremos que todo esté firmado antes de que aparezca Armstrong.


Armstrong también empezó por leer los periódicos de la mañana momentos después de que los dejaran delante de la puerta de su habitación. Al pasar las páginas del New York Times, también él pudo darse cuenta de los cambios que introduciría si pudiera echarle mano a un periódico de Nueva York. Una vez que hubo terminado de leer el Times, se dedicó a hacer lo mismo con el Star, pero éste no le retuvo la atención durante mucho tiempo. Dejó los periódicos a un lado, encendió la televisión y empezó a zapear entre los canales para pasar el tiempo. Prefirió una vieja película en blanco y negro, interpretada por Alan Ladd, antes que una entrevista a un astronauta.

Dejó la televisión encendida cuando se dirigió al cuarto de baño, sin pensar siquiera que pudiera despertar a Sharon.

A las siete ya estaba vestido y se sentía más inquieto a cada minuto que pasaba. Cambió al programa Buenos días, América y vio al alcalde, que explicaba cómo tenía la intención de tratar con el sindicato de bomberos y sus exigencias de mayor seguro de desempleo.

– ¡Propinar una patada a esos bastardos donde más duela! -gritó ante las cámaras.

Apagó finalmente la televisión cuando el meteorólogo informó que iba a hacer otro día caluroso, sin nubes y con temperaturas que superarían los veinticinco grados…, en Malibú. Armstrong tomó la polvera de Sharon, que estaba sobre la mesa de tocador, y se golpeó ligeramente la frente. Luego se la guardó en el bolsillo. A las siete y medio tomó el desayuno en la habitación, sin haberse molestado en pedir nada para Sharon. Al salir de la suite, a las ocho y media, para reunirse con su abogado, ella todavía no se había movido.

Russell Critchley le esperaba en el restaurante. Armstrong empezó por pedir un segundo desayuno antes de sentarse. Su abogado extrajo del maletín un voluminoso documento y empezó a informarle de su contenido. Mientras Critchley tomaba café, Armstrong devoró una tortilla de tres huevos, seguida por cuatro bollos cubiertos de espeso jarabe.

– No preveo que se produzca ningún verdadero problema -dijo Critchley-. Se trata virtualmente del mismo documento que su cuñado firmó en Ginebra aunque, naturalmente, ella no ha pedido ningún pago en especies o en dinero negro.

– Y no tiene más alternativa que aceptar los veinte millones de dólares como liquidación si quiere cumplir con las condiciones del testamento de sir George Sherwood.

– En efecto -asintió el abogado. Consultó otra carpeta, antes de añadir-: Parece ser que los tres firmaron un compromiso cuando heredaron las acciones. Ese compromiso estipulaba que si deseaban vender tendrían que hacerlo a un precio acordado al menos por dos de las tres partes. Como sabe, Alexander y Margaret ya han establecido un precio de veinte millones de dólares.

– ¿Por qué harían una cosa así?

– Si no lo hubieran hecho, no habrían heredado nada, según las condiciones establecidas en el testamento de sir George. Evidentemente, él no deseaba que los tres se pelearan por el precio.

– ¿Y sigue aplicándose la regla de los dos tercios? -preguntó Armstrong, que extendió jarabe sobre uno de los bollos.

– Así es. La cláusula es un tanto ambigua -dijo Critchley, que pasó las páginas de otro documento-. La tengo aquí. -Empezó a leer-: «En el caso de que cualquier persona o compañía adquiera el derecho a ser registrada como propietaria de por lo menos el 66,6 por ciento de las acciones emitidas, esa persona o compañía tendrá la opción sobre la compra del resto de las acciones emitidas, a un precio por acción igual al precio medio por acción pagado por esa persona o compañía por las acciones previamente adquiridas».

– Condenados abogados. ¿Qué demonios significa todo eso? -preguntó Armstrong.

– Como ya le dije por teléfono, si está ya en posesión de las dos terceras partes de las acciones, al propietario de la tercera parte restante, en este caso sir Walter Sherwood, no le quedará más alternativa que venderle sus acciones exactamente por el mismo precio.

– De ese modo, podré ser el propietario del cien por cien de las acciones antes de que Townsend se entere siquiera de que el Globe está a la venta.

Critchley sonrió, se quitó las gafas de media luna y comentó:

– Fue muy considerado por parte de Alexander Sherwood haberle mencionado ese dato cuando se reunió usted con él en Ginebra.

– No olvide que eso me costó un millón de francos suizos -le recordó Armstrong.

– Creo que será dinero bien empleado -asintió Critchley-, siempre y cuando pueda usted disponer de una orden de pago confirmado por importe de veinte millones de dólares, a favor de la señora Sherwood…

– Tengo dispuesto pasar a recogerla por el Bank of New Amsterdam a las diez en punto.

– En ese caso, y puesto que ya es usted el propietario de las acciones de Alexander, tendrá derecho a comprar el tercio restante, perteneciente a sir Walter, exactamente por la misma cantidad, y él no podrá hacer nada al respecto.

Critchley consultó su reloj y mientras Armstrong untaba de jarabe un nuevo pedido de bollos, él permitió que el camarero le sirviera una segunda taza de café.


Exactamente a las 9,55, la limusina de Townsend se detuvo frente a un elegante edificio de piedra marrón de la Calle 63. Bajó a la acera y se dirigió hacia la puerta, seguido por sus tres abogados. Evidentemente, el portero esperaba visitas para la señora Sherwood. Lo único que dijo después de que Townsend le dijera su nombre fue: «En el ático», y señaló hacia el ascensor.

Al abrirse las puertas del ascensor, en el último piso, una doncella les esperaba para recibirles. Un reloj del salón hizo sonar las diez campanadas cuando la señora Sherwood apareció en el pasillo. Iba vestida con lo que la madre de Townsend habría descrito como un vestido de cóctel, y pareció un poco sorprendida al encontrarse con cuatro hombres. Townsend le presentó a los abogados y la señora Sherwood les indicó que la siguieran hasta el comedor.

Al pasar bajo una magnífica araña y recorrer un largo pasillo lleno de muebles Luis XIV y de cuadros impresionistas, Townsend comprendió a dónde habían ido a parar algunos de los beneficios obtenidos por el Globe con el paso de los años. Al entrar en el comedor se encontraron con un hombre de edad avanzada, aspecto distinguido y un espeso cabello gris, que llevaba gafas de montura de concha y un traje negro de chaqueta cruzada. El hombre se levantó de la silla que ocupaba, en el otro extremo de la mesa.

Tom reconoció inmediatamente al socio más antiguo de Burlingham, Healey & Yablon y sospechó por primera vez que quizá esta tarea no resultara tan fácil de llevar a término. Los dos hombres se estrecharon la mano cálidamente. A continuación, Tom presentó a Yablon a su cliente y a sus dos asociados.

Una vez que estuvieron todos sentados y la doncella les hubo servido té, Tom abrió su maletín y le entregó los dos contratos a Yablon. Consciente de la limitación de tiempo que se les había impuesto, empezó a informar lo más rápidamente que pudo al abogado de la señora Sherwood del contenido de los documentos. Al hacerlo, el anciano le planteó una serie de preguntas. Townsend tuvo la sensación de que su abogado tuvo que haberlas contestado todas de modo satisfactorio, porque una vez terminada la lectura de la última página, el señor Yablon se volvió hacia su clienta.

– Tengo la satisfacción de poder decirle que puede usted firmar estos dos documentos, señora Sherwood, siempre y cuando las órdenes de pago estén en orden.

Townsend miró su reloj. Eran las 10,43. Sonrió mientras Tom abría de nuevo el maletín y sacaba las dos órdenes de pago. Antes de que pudiera entregarlas, la señora Sherwood se volvió hacia su abogado y preguntó:

– ¿Estipula el contrato del libro que si Schumann no imprime cien mil ejemplares de mi novela en el término de un año después de firmado este acuerdo, tendrán que pagar una penalización de un millón de dólares?

– Sí, así lo estipula -contestó Yablon.

– ¿Y que si el libro no aparece en la lista de más vendidos del New York Times tendrán que pagar otro millón?

Townsend sonrió, perfectamente consciente de que en el contrato no existía ninguna cláusula sobre la distribución del libro, y no se imponía tampoco ninguna limitación de tiempo para que la novela apareciera en la lista de libros más vendidos. En cuanto imprimiera cien mil ejemplares, algo que podía hacer en cualquiera de sus imprentas en Estados Unidos, todo aquello sólo le costaría unos cuarenta mil dólares.

– Todo eso queda cubierto en el segundo contrato -confirmó el señor Yablon.

Tom trató de ocultar su asombro. ¿Cómo era posible que un hombre de la experiencia de Yablon hubiera pasado por alto aquellas dos omisiones tan flagrantes? Townsend demostraba tener razón, y ellos parecían haberse salido con la suya.

– ¿Y el señor Townsend puede presentarnos las órdenes de pago por las cantidades completas? -preguntó la señora Sherwood.

Tom deslizó sobre la mesa las dos órdenes de pago hacia el señor Yablon, que se las entregó a su clienta sin mirarlas siquiera.

Townsend esperó a que la señora Sherwood sonriera. Pero ella frunció el ceño.

– Esto no es lo que acordamos -dijo.

– Creo que sí lo es -aseguró Townsend, que había recogido las órdenes de pago de manos del director del Manhattan Bank esa misma mañana, y las había comprobado cuidadosamente.

– Ésta es correcta -dijo la señora Sherwood sosteniendo la de veinte millones de dólares-. Pero esta otra no es lo que yo pedí.

Townsend la miró, confuso.

– Pero usted estuvo de acuerdo en que el adelanto por su novela fuera de cien mil dólares -dijo, notando una extraña sequedad en la boca.

– Eso es cierto -asintió con firmeza la señora Sherwood-. Pero yo tenía entendido que esta orden de pago debería ser por importe de dos millones cien mil dólares.

– Esos dos millones de dólares se tendrían que pagar en una fecha posterior, y sólo en el caso de que no lográramos cumplir con su estipulación relativa a la publicación del libro -dijo Townsend.

– Ese no es un riesgo que esté dispuesta a aceptar, señor Townsend -dijo ella, mirándolo fijamente desde el otro lado de la mesa.

– No comprendo.

– Permítame explicárselo. Espero que abra usted con el señor Yablon una cuenta con dos millones de dólares en depósito. El señor Yablon será el único árbitro que determine quién debe recibir el dinero dentro de doce meses. -Hizo una pausa, antes de añadir-: Mire, mi cuñado Alexander obtuvo un beneficio extra de un millón de francos suizos en forma de un huevo Fabergé, y ni siquiera se molestó en informarme de ello. Tengo por lo tanto la intención de obtener un beneficio extra de más de dos millones de dólares por mi novela, sin molestarme tampoco en informarle.

Townsend se quedó con la boca abierta. El señor Yablon se reclinó en su silla, y Tom comprendió entonces que no había sido él la única persona en trabajar durante toda la noche.

– Si demuestra estar fundada la confianza de su cliente en su capacidad para cumplir el acuerdo -dijo el señor Yablon-, le devolveré este dinero dentro de doce meses, con los intereses correspondientes.

– Por otro lado -dijo la señora Sherwood, que ya no miraba a Townsend-, si su cliente no tuvo nunca la intención de distribuir mi novela y convertirla en un verdadero bestseller…

– Pero eso no fue lo que usted y yo acordamos ayer -dijo Townsend, que miró directamente a la señora Sherwood.

Ella le devolvió una mirada dulce desde el otro lado de la mesa.

– Lo siento, señor Townsend. Le mentí -dijo sin el menor rubor.

– Eso quiere decir -intervino Tom mirando el reloj de pared-, que sólo le deja a mi cliente once minutos de tiempo para entregarle otros dos millones de dólares.

– Creo que serán doce minutos -dijo el señor Yablon-. Tengo la sensación de que ese reloj siempre se ha adelantado un poco. Pero no planteemos objeciones mezquinas por un minuto más o menos. Estoy seguro de que la señora Sherwood le permitirá utilizar uno de sus teléfonos.

– No faltaba más -asintió la señora Sherwood-. Mire, como decía siempre mi difunto esposo: «Si no puede pagar hoy, ¿por qué debe uno creer que podrá pagar mañana?».

– Pero tiene usted mi orden de pago confirmada por importe de veinte millones de dólares -dijo Townsend-, y otra por importe de cien mil dólares. ¿No es eso prueba suficiente?

– Y dentro de diez minutos, tendré la orden de pago del señor Armstrong por la misma cantidad, y sospecho que él también estará encantado de publicar mi libro, a pesar del bien planteado artículo de Claire…, ¿o debo llamarla Kate?

Townsend permaneció en silencio durante otros treinta segundos. Consideró la alternativa de correr el riesgo de aquel farol, pero al mirar el reloj se lo pensó mejor.

Se levantó de la silla y se acercó rápidamente al teléfono situado sobre una mesita lateral, comprobó el número en su pequeña libreta de teléfonos y marcó siete números. Después de lo que pareció una espera interminable, pidió que le pusieran directamente con el director. Oyó otro clic y una secretaria se puso al aparato.

– Soy Keith Townsend, necesito hablar urgentemente con el director.

– Temo que se encuentra reunido en estos momentos, señor Townsend. Ha dado instrucciones de que no se le moleste durante una hora.

– Muy bien, en ese caso puede usted ocuparse de esto en mi nombre. Necesito efectuar una transferencia por importe de dos millones de dólares a una cuenta en el término de ocho minutos. En caso contrario, el acuerdo al que hemos llegado yo y el director esta mañana no se cumplirá.

Se produjo una pausa, antes de que la secretaria contestara.

– Le haré salir de la reunión, señor Townsend.

– Pensé que lo haría -dijo Townsend, que escuchaba el tic-tac de los segundos que pasaban en el reloj de pared, por detrás de él.

Tom se inclinó sobre la mesa y le susurró algo al señor Yablon, que asintió con un gesto, tomó su pluma y empezó a escribir. En el silencio que siguió, Townsend escuchó el rasgueo de la pluma del abogado sobre el papel.

– Aquí Andy Harman -dijo una voz al otro extremo de la línea.

El director escuchó con atención mientras Townsend le explicaba lo que necesitaba.

– Pero eso sólo me deja seis minutos de tiempo, señor Townsend. En cualquier caso, ¿dónde tiene que depositarse el dinero?

Townsend se volvió para mirar a su abogado. En ese momento, el señor Yablon terminó de escribir, arrancó la hoja de papel del bloc y se la entregó a Tom, que se la pasó a su cliente.

Townsend le leyó al director los detalles de la cuenta de depósito del señor Yablon.

– No le hago ninguna promesa, señor Townsend -le dijo-, pero le volveré a llamar en cuanto pueda. ¿En qué número puedo localizarle?

Townsend le indicó el número del teléfono que tenía ante él y colgó.

Regresó lentamente a la mesa y se dejó caer en la silla, con la sensación de haber gastado hasta su último centavo. Sólo confiaba en que la señora Sherwood no le cobrara la llamada.

Nadie de los reunidos alrededor de la mesa dijo nada mientras los segundos pasaban ruidosamente. La mirada de Townsend apenas si era capaz de apartarse del reloj de pared. A medida que transcurrió cada minuto, se acostumbró a reconocer el clic familiar que producía el minutero. Y a cada uno de ellos se sentía menos seguro de sí mismo. Lo que no le había dicho a Tom era que el día anterior había transferido exactamente veinte millones cien mil dólares desde su cuenta en Sydney al Manhattan Bank de Nueva York. Puesto que en aquellos momentos eran las dos de la madrugada menos unos minutos en Sydney, el director del banco no tenía la menor posibilidad de comprobar si disponía de otros dos millones de dólares.

Otro clic. Cada uno de ellos empezó a sonar como si fuera una bomba de relojería. Luego, el sonido desgarrador del teléfono inundó la estancia. Townsend se precipitó hacia la mesita para cogerlo.

– Es el portero, señor. Puede decirle a la señora Sherwood que acaba de llegar el señor Armstrong, acompañado por otro caballero y que en estos momentos suben en el ascensor.

Unas gotitas de sudor aparecieron en la frente de Townsend, al comprender que Armstrong había vuelto a derrotarle. Regresó despacio a la mesa en el momento en que la doncella recorría el pasillo para salir a recibir a la visita que la señora Sherwood esperaba para las once. El reloj de pared empezó a hacer sonar las campanadas: una, dos, tres… Y en ese momento el teléfono sonó de nuevo. Townsend volvió a contestar, consciente de que aquella era su última oportunidad.

Pero el que llamaba deseaba hablar con el señor Yablon. Townsend se volvió hacia la mesa y le entregó el teléfono al abogado de la señora Sherwood. Mientras Yablon atendía la llamada, Townsend empezó a mirar a su alrededor. ¿Habría alguna otra forma de salir del apartamento? No se podía esperar de él que se encontrara frente a frente con un jactancioso Armstrong.

El señor Yablon colgó el teléfono y se volvió hacia la señora Sherwood.

– Era una llamada de mi banco -le informó-. Me confirman que los dos millones de dólares se encuentran en mi cuenta de depósito. Y como ya le he dicho desde hace algún tiempo, Margaret, estoy convencido de que ese reloj suyo adelanta un minuto.

La señora Sherwood firmó inmediatamente los dos documentos que estaban sobre la mesa, delante de ella y a continuación reveló una información sobre el testamento de sir George Sherwood que pilló por sorpresa, tanto a Townsend como a Tom. Éste último recogió los documentos en el momento en que ella se levantó de la mesa.

– Síganme, caballeros -dijo la señora Sherwood.

Condujo rápidamente a Townsend y a sus abogados a través de la cocina y los hizo salir por la escalera de incendios.

– Adiós, señor Townsend -dijo antes de retirarse de la ventana.

– Adiós, señora Sherwood -saludó él con una ligera inclinación.

– Y a propósito… -añadió ella.

– ¿Sí?

– ¿Sabe una cosa? Debería casarse usted con esa joven, se llame como se llame.


– Lo siento -decía el señor Yablon en el momento en que la señora Sherwood regresaba al comedor-, pero mi cuenta ya ha vendido sus acciones del Globe al señor Keith Townsend, a quien, por lo que tengo entendido, ya conoce usted.

Armstrong no pudo creer lo que escuchaban sus oídos. Se volvió a su abogado, con una expresión de furia en su rostro.

– ¿Por veinte millones de dólares? -le preguntó Russell Critchley en voz baja al abogado de edad avanzada.

– En efecto -contestó Yablon-. La cifra exacta que su cliente acordó a principios de este mes con el cuñado de la señora Sherwood.

– Pero Alexander me aseguró la semana pasada que la señora Sherwood había acordado venderme a mí sus acciones en el Globe -protestó Armstrong-. He volado a Nueva York especialmente para…

– No ha sido su vuelo a Nueva York lo que ha influido en mi decisión, señor Armstrong -intervino con firmeza la vieja dama-. Sino más bien el que hizo usted a Ginebra.

Armstrong la miró fijamente por un momento. Luego, se dio media vuelta, regresó al ascensor del que había salido apenas unos minutos antes, y cuyas puertas todavía estaban abiertas en el ático. Mientras él y su abogado descendían, barbotó varias maldiciones, antes de preguntar:

– Pero ¿cómo se las arregló ese tipo?

– Sólo cabe imaginar que se entrevistó con la señora Sherwood en algún momento durante su crucero.

– Pero ¿cómo descubrió que yo andaba metido en un negocio para apoderarme del Globe?

– Tengo la sensación de que no encontrará usted la respuesta a esa pregunta a este lado del Atlántico -dijo Critchley-. Sin embargo, no todo está perdido.

– ¿Qué demonios quiere decir?

– Ya tiene usted en su poder un tercio de las acciones.

– Townsend también tiene el otro -dijo Armstrong.

– Cierto, pero si lograra usted hacerse con las acciones de sir Walter Sherwood, estará usted en posesión de las dos terceras partes de la compañía, y a Townsend no le quedaría más remedio que venderle su tercio…, con una pérdida considerable.

Armstrong miró a su abogado y el esbozo de una sonrisa se vislumbró apenas sobre su rostro de amplia papada.

– Y con Alexander Sherwood que sigue apoyando su causa, el juego dista mucho de haber terminado -añadió el abogado.

27

¡Es decisión suya!

– ¿Puede encontrarme asiento en el próximo vuelo a Londres? -preguntó Armstrong con voz atronadora a la empleada de la agencia de viajes del hotel cuando ésta contestó a su llamada.

– Desde luego, señor -contestó la empleada.

La segunda llamada que hizo fue a su despacho de Londres, donde Pamela, su última secretaria, le confirmó que sir Walter Sherwood había acordado entrevistarse con él a las diez de la mañana siguiente, aunque no le dijo que lo había hecho de mala gana.

– También necesito hablar con Alexander Sherwood, en París. Y asegúrese de que Reg esté en el aeropuerto esperándome, y de que Stephen Hallet esté en la oficina cuando yo regrese. Todo esto tiene que estar listo antes de que Townsend regrese a Londres.

Pocos minutos más tarde, cuando Sharon entró en el salón de la suite, con los paquetes de las numerosas compras que había hecho, se sorprendió al ver que Dick ya hacía la maleta.

– ¿Vamos a alguna parte? -le preguntó.

– Nos marchamos inmediatamente -le dijo sin mayores explicaciones-. Prepara tu equipaje mientras yo pago la cuenta.

Un mozo colocó las maletas de Armstrong en una limusina que esperaba mientras él recogía los billetes en el mostrador de la agencia de viajes y luego acudía a recepción para pagar la cuenta. Miró su reloj; apenas tendría tiempo de tomar el avión, y podría estar de regreso en Londres a primeras horas de la mañana siguiente. Mientras Townsend no estuviera enterado de la cláusula de los dos tercios, aún podría apoderarse del cien por cien de la compañía. Y aunque Townsend lo supiera, confiaba en que Alexander Sherwood le apoyara y presionara a sir Walter.

En cuanto Sharon subió al asiento de atrás de la limusina, Armstrong le ordenó al chófer que los llevara al aeropuerto.

– Pero todavía no han bajado mis maletas de la habitación -protestó Sharon.

– Entonces tendrán que enviarlas más tarde. No me puedo permitir perder ese vuelo.

Sharon no dijo una sola palabra más durante todo el trayecto hasta el aeropuerto. Al acercarse a la terminal, Armstrong palpó los dos billetes que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta, para asegurarse de que no los había olvidado. Bajaron de la limusina, pidió al jefe de equipajes que facturara sus maletas directamente hasta Londres y echó a correr hacia el control de pasaportes, seguido de cerca por Sharon.

Armstrong sacó los billetes del bolsillo y le entregó uno a Sharon. Una azafata comprobó su billete, y Armstrong echó a correr por el largo pasillo hasta el avión que esperaba. Sharon entregó su billete a la azafata, que lo miró y dijo:

– Este billete no es para este vuelo, señora.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sharon-. Tengo una reserva en primera en este vuelo, junto con el señor Armstrong. Soy su ayudante personal.

– No me cabe la menor duda, señora, pero me temo que este billete es en clase turista para el vuelo de Pan Am de este noche. Creo que va a tener que esperar muchas horas.


– ¿Desde dónde me llamas? -preguntó Townsend.

– Desde el aeropuerto Kingsford-Smith -contestó Kate.

– Entonces puedes dar media vuelta y regresar en ese mismo avión.

– ¿Por qué? ¿No ha salido bien el negocio?

– Bueno, ella ha firmado, aunque a qué precio. Ha surgido un problema con la novela de la señora Sherwood y tengo la sensación de que tú eres la única persona que puede solucionarlo.

– ¿No puedo dormir un poco por la noche, Keith? Estaría de regreso en Nueva York pasado mañana.

– No, no puedes -contestó él-. Hay algo más que tenemos que hacer antes de que te pongas a trabajar, y sólo dispongo de una tarde libre.

– ¿De qué se trata? -preguntó Kate.

– De casarnos -contestó Keith.

Se produjo un largo silencio al otro extremo de la línea, antes de que Kate dijera:

– Keith Townsend, debes de ser el hombre menos romántico que haya puesto Dios sobre la tierra.

– ¿Significa eso que sí? -preguntó él.

Pero la línea ya se había cortado. Colgó el teléfono y se volvió a mirar a Tom Spencer, sentado ante la mesa de su despacho.

– ¿Ha aceptado ella sus condiciones? -preguntó el abogado con una sonrisa burlona.

– No puedo estar totalmente seguro -contestó Townsend-. Pero quiero que continúe usted con las disposiciones tal como las hemos planeado.

– De acuerdo, en ese caso será mejor que me ponga en contacto con el ayuntamiento.

– Y asegúrese de estar libre mañana por la tarde.

– ¿Por qué? -preguntó Tom.

– Porque necesitaremos de un testigo para el contrato, consejero.


Sir Walter Sherwood había lanzado ya varias maldiciones durante ese día, superando la media de todo un mes.

La primera retahíla de expresiones brotó inmediatamente después de que colgara el teléfono, tras hablar con su hermano. Alexander le había llamado desde París justo antes del desayuno, para informarle que había vendido sus acciones en el Globe a Richard Armstrong, por un precio de veinte millones de dólares. Le recomendó a Walter que hiciera lo mismo.

Pero todo lo que sir Walter había oído decir de Armstrong le convencía de que aquel era el último hombre que debería controlar un periódico que era tan británico como el roast beef y el budín de Yorkshire.

Se calmó un tanto después de un buen almuerzo en el Turf Club, pero entonces casi sufrió un ataque al corazón cuando su cuñada le llamó desde Nueva York para comunicarle que ella también había vendido sus acciones, aunque no a Armstrong, sino a Keith Townsend, un hombre que, en opinión de sir Walter, daba mala fama a los coloniales. Nunca olvidaría haber tenido que permanecer en Sydney durante una semana, soportando los artículos diarios publicados en el Sydney Chronicle sobre «la así llamada reina de Australia». Cambió entonces al Continent, sólo para descubrir que ese periódico abogaba por la proclamación de la república en Australia.

La llamada final del día procedió de su jefe de contabilidad, poco antes de que se dispusiera a cenar con su esposa. Sir Walter no necesitaba que nadie le recordara que las ventas del Globe habían descendido cada semana durante el último año y que, en consecuencia, sería muy prudente por su parte aceptar una oferta de veinte millones de dólares por su tercio de la empresa, debido en buena medida a lo que el contable expresó con términos bastante crudos:

– Esos dos le tienen bien atrapado, y cuanto antes reciba usted el dinero, tanto mejor.

– Pero ¿con cuál de ellos debo acordar la venta? -preguntó patéticamente-. Cada uno me parece tan malo como el otro.

– Esa es una cuestión que no estoy cualificado para responder -contestó el contable-. Quizá deba decidirse por aquel que le disguste menos.

A la mañana siguiente, sir Walter llegó inusualmente pronto a su oficina, y su secretaria le presentó una gruesa carpeta con información sobre cada una de las partes interesadas. Le dijo que ambas habían sido entregadas a mano, con apenas una hora de diferencia. Empezó a estudiar el contenido de las carpetas y pronto comprendió que cada una había tenido que ser entregada por la otra parte. Trató de ganar tiempo, pero a medida que pasaron los días su contable, su abogado y hasta su esposa no dejaron de recordarle en ningún momento el continuado descenso de las cifras de venta, y la forma fácil que se le presentaba de salir de aquella situación.

Finalmente, aceptó lo inevitable y decidió que mientras pudiera mantenerse como presidente del consejo de administración durante otros cuatro años, los que faltaban para su septuagésimo cumpleaños, podría aprender a vivir con Armstrong o con Townsend. Tenía la sensación de que sería importante para sus amigos y para el Turf Club saber que él se mantenía como presidente.

A la mañana siguiente, le pidió a su secretaria que invitara a sus pretendientes rivales a almorzar con él en el Turf Club, en días sucesivos, con la promesa de que les haría saber su decisión en el término de una semana.

Pero después de haber almorzado por separado con los dos, seguía sin poder decidir a cuál de ellos detestaba más…, o menos. Admiraba el hecho de que Armstrong hubiera ganado la Cruz Militar luchando por su país de adopción, pero no soportaba la idea de que el futuro propietario del Globe no supiera manejar dignamente un cuchillo y un tenedor. En contra de esa alternativa, le agradaba la idea de que el propietario del Globe fuera un hombre de Oxford, pero sentía náuseas cada vez que recordaba los puntos de vista de Townsend sobre la monarquía. Los dos le aseguraron al menos que mantendría su puesto como presidente.

Pero, transcurrida la semana, no se hallaba más cerca que al principio de tomar una decisión.

Empezó a recabar consejo de todos los miembros del Turf Club a los que conocía bien, incluido el barman, pero eso tampoco le ayudó a decidirse. Acabó por tomar una decisión después de que su banquero le informara que la libra se estaba fortaleciendo frente al dólar, debido a los continuos problemas del presidente Johnson en Vietnam.

Sir Walter reflexionó acerca de lo extraño que resultaba el que una sola palabra pudiera poner en marcha toda una corriente de pensamientos no relacionados entre sí para transformarlos finalmente en una acción. Al colgar el teléfono, después de hablar con su banquero, sabía exactamente en quién podía confiar para tomar la decisión final. Pero también comprendió que tendría que mantenerlo en secreto hasta el último momento, incluso ante el director del Globe.

El viernes por la tarde, Armstrong voló a París con una joven llamada Julie, del departamento de publicidad, tras dejar instrucciones de que nadie se pusiera en contacto con él excepto en caso de emergencia. Y repitió varias veces la palabra «emergencia».

El día anterior, Townsend había volado de regreso a Nueva York, tras haber recibido una información según la cual un accionista importante del New York Star podría estar finalmente dispuesto a vender sus acciones en el periódico. Le dijo a Heather que no esperaba regresar a Inglaterra durante por lo menos dos semanas.

El secreto de sir Walter se filtró el viernes por la noche. La primera persona del equipo de Armstrong que se enteró de la noticia llamó inmediatamente a su despacho y consiguió el número de teléfono particular de su secretaria. Al explicarle a ésta lo que sir Walter tenía la intención de hacer, ella no tuvo ninguna duda de que se trataba de una emergencia y llamó inmediatamente al George V. en París. El director le informó que el señor Armstrong y su «acompañante» habían decidido cambiarse de hotel después de encontrarse en el bar con un grupo de ministros laboristas, que estaban en París para asistir a una conferencia de la OTAN. La secretaria pasó el resto de la noche llamando sistemáticamente a todos los hoteles de lujo de París, pero no pudo localizar a Armstrong hasta pocos minutos después de la medianoche.

El conserje de noche le dijo taxativamente que el señor Armstrong había ordenado que no se le molestara bajo ninguna circunstancia. Al recordar la edad de la joven que le acompañaba, el conserje tuvo la sensación de que no recibiría ninguna propina si desobedecía aquella orden. La secretaria permaneció despierta durante toda la noche y volvió a llamar a las siete de la mañana siguiente. Pero puesto que el director del hotel no llegaba hasta las nueve de la mañana del sábado, recibió la misma helada respuesta de la noche anterior.

La primera persona que informó a Townsend de lo que sucedía fue Chris Slater, el subdirector de crónicas del Globe quien decidió que, a cambio de la simple molestia de hacer una llamada internacional, bien podría asegurarse su futuro en el periódico. En realidad, tuvo que hacer varias llamadas internacionales para localizar al señor Townsend en el Racquets Club de Nueva York, al que encontró finalmente jugando a squash con Tom Spencer, por mil dólares la partida.

Townsend servía con una ventaja de cuatro puntos en el juego final cuando un botones del club llamó a la puerta acristalada y preguntó si el señor Townsend deseaba atender una llamada telefónica urgente.

– ¿De quién? -preguntó Townsend, con un esfuerzo para no perder su concentración. Como el nombre de Chris Slater no significaba nada para él, dijo-: Dígale que yo le llamaré más tarde. -Justo antes de disponerse a servir, añadió-: ¿Dijo de dónde llamaba?

– No, señor -contestó el botones-. Sólo dijo que era del Globe.

Townsend apretó la pelota mientras consideraba las alternativas. Le ganaba dos mil dólares a un hombre al que no había podido vencer desde hacía varios meses, y sabía que si abandonaba la pista en aquellos momentos, aunque sólo fuera por un momento, Tom reclamaría el partido para sí.

Se quedó mirando fijamente la pared de la pista durante otros diez segundos, hasta que Tom exclamó:

– ¡Sirva!

– ¿Es ése su consejo? -le preguntó.

– Lo es -contestó el abogado-. Continúe con el servicio o gano el partido. La elección es suya.

Townsend dejó caer la pelota, salió corriendo de la pista y siguió al botones. Llegó justo a tiempo antes de que su interlocutor colgara.

– Será mejor que se trate de algo importante, señor Slater -le dijo Townsend-, porque ya me ha costado dos mil dólares.

Escuchó con incredulidad mientras Slater le informaba que en la edición del día siguiente del Globe, sir Walter Sherwood invitaría a los lectores del periódico a votar acerca de quién creían que debía ser su siguiente propietario.

– Se publicarán perfiles equilibrados de una página entera sobre ambos candidatos -siguió explicándole Slater-, y se incluirá una papeleta recortable de votación al pie de la página.

A continuación le leyó las tres últimas frases del editorial propuesto para su edición.


Los fieles lectores del Globe no deben temer por el futuro del periódico más querido del reino. Ambos candidatos están de acuerdo en mantener a sir Walter Sherwood como presidente del consejo de administración, garantizando así la continuidad que ha sido una de las características del éxito del periódico durante buena parte del presente siglo. De modo que envíe su voto y el resultado será anunciado el próximo sábado.


Townsend le dio las gracias a Slater y le aseguró que, si llegaba a ser el propietario, no lo olvidaría. Una vez que colgó el teléfono, lo primero que se preguntó fue dónde estaría Armstrong.

No regresó a la pista de squash, sino que llamó inmediatamente a Ned Brewer, el jefe de su oficina en Londres. Le comunicó exactamente lo que esperaba que hiciera durante la noche y terminó por decirle que se pondría nuevamente en contacto con él en cuanto aterrizara en Heathrow.

– Y mientras tanto, Ned -añadió-, asegúrese de disponer por lo menos de 20.000 libras en efectivo para cuando llegue a la oficina.

En cuanto colgó el teléfono, Townsend se dirigió al mostrador principal, retiró su cartera de la caja de seguridad, salió a la Quinta Avenida y tomó un taxi.

– Al aeropuerto. Y recibirá una propina de cien dólares si llegamos a tiempo para tomar el próximo vuelo a Londres.

Debería haber añadido «con vida».

Mientras el taxi zigzagueaba entre el tráfico, Townsend recordó de pronto que había dejado a Tom esperándole en la pista de squash, y que tenía previsto llevar a cenar a Kate aquella misma noche para que ella pudiera informarle acerca de sus progresos con La amante del senador. Cada día que pasaba, Townsend daba gracias a Dios por no haber creído que Kate fuera capaz de volar de regreso desde Sydney. Tenía la sensación de haber sido lo bastante afortunado como para encontrar a la única persona capaz de tolerar su intolerable estilo de vida, debido en parte a que ella ya había aceptado la situación mucho antes de casarse. Kate nunca le había hecho sentirse culpable por los horarios que seguía, el llegar continuamente tarde a sus citas con ella o el no aparecer siquiera. Sólo confiaba en que Tom la llamara para hacerle saber que había desaparecido. «No, no tengo ni la menor idea de adónde se ha ido», casi pudo escuchar que le diría.

A la mañana siguiente, después de aterrizar en Heathrow, al taxista no le pareció prudente preguntar por qué su pasajero vestía un atuendo deportivo y llevaba una raqueta de squash. Quizá hubiera encontrado reservadas todas las pistas en Nueva York.

Llegó a la oficina de Londres cuarenta minutos más tarde y se hizo cargo de la dirección del plan, que tomó de manos de Ned Brewer. A las diez, todos los empleados de que disponía habían sido enviados a todos los rincones de la capital. A la hora del almuerzo, nadie que se encontrara en un radio de treinta kilómetros de Hyde Park Corner podía encontrar un ejemplar del Globe, a ningún precio. A las nueve de la noche, Townsend disponía ya de 126.212 ejemplares del periódico.

Armstrong aterrizó en Heathrow el sábado por la tarde, después de haber pasado la mayor parte de la mañana en París, ladrando órdenes a su personal en toda Gran Bretaña. A las nueve de la mañana del domingo, y gracias al notable rastreo efectuado en la zona de West Riding, tenía a su disposición 79.107 ejemplares del Globe.

Se pasó el domingo llamando a todos los directores de sus periódicos regionales y ordenándoles que publicaran en primera página de las ediciones siguientes artículos en los que se pidiera a los lectores encontrar ejemplares del Globe del sábado y votar por Armstrong. El lunes por la mañana consiguió aparecer en el programa Hoy y en tantos otros programas de radio y televisión como le fue posible. Pero a cada uno de los productores le pareció justo invitar a Townsend a que ejerciera el derecho de réplica al día siguiente.

El jueves, el personal de Armstrong ya estaba agotado de tanto rellenar papeletas de votación, y Armstrong sentía náuseas de tanto pegar sobres. El viernes por la noche, los dos hombres llamaban al Globe cada pocos minutos, tratando de averiguar cómo iba el recuento de votos. Pero como sir Walter le había pedido a la Sociedad por la Reforma Electoral que se hiciera cargo del recuento, y a sus representantes les interesaba más la exactitud que la velocidad, ni siquiera el director del periódico supo el resultado hasta poco antes de la medianoche.

«El astuto dingo australiano vence al checo fanfarrón», fue el titular de las primeras ediciones del periódico del sábado. El artículo que seguía informaba a los lectores del Globe que la votación había dado un resultado de 232.712 votos a favor del colonial, por 229.847 a favor del inmigrante.

El abogado de Townsend llegó a las oficinas del Globe a las nueve de la mañana del lunes, con una carta de pago por importe de veinte millones de dólares. Por mucho que Armstrong protestó y por muchas demandas que amenazó con interponer, no pudo impedir que sir Walter firmara esa misma tarde el contrato por el que cedía sus acciones a Townsend.

En la primera reunión del consejo de administración, Townsend propuso que sir Walter fuera mantenido en su puesto como presidente del consejo, con su salario actual de cien mil libras anuales. El anciano sonrió y pronunció un discurso halagador acerca de cómo los lectores habían hecho incuestionablemente la elección más justa.

Townsend no volvió a hablar hasta que llegaron al apartado «Otros asuntos». Sugirió entonces que todos los empleados del Globe se jubilaran automáticamente a la edad de sesenta años, de acuerdo con el resto de la política seguida por su grupo. Sir Walter apoyó la moción, ya que estaba ansioso por unirse a sus compañeros del Turf Club para un almuerzo de celebración. La moción fue aprobada por mayoría.

Aquella noche, al acostarse sir Walter, tuvo que ser su esposa quien le explicara el verdadero significado de aquella última resolución.

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