El viento caliente llevó con cuidado el mensaje a través de la lozana vegetación de la selva tropical, viajando alto en el denso dosel que cubría la selva de misterio. Salvajes abejas construían panales justo bajo la cima, fuera del alcance de la mayoría de los animales. Si ellas oían susurrar al viento, ignoraban los cuentos y seguían con sus asuntos. Pájaros de todas clases, loros vestidos con un derroche de color, tucanes y halcones, recogieron el cuchicheo y lo transportaron rápidamente sobre alas brillantes, chillando con placer a través de bosque. Las tropas ruidosas de macacos de cola larga, gibones, y monos come hojas lo oyeron y saltaron de rama en rama alegremente, gritando con anticipación. Los orangutanes se movían cautelosamente por los árboles en busca de fruta madura, hojas comestibles, y flores, manteniendo la dignidad en todo el alboroto. Poco después, las noticias estaban por todas partes. Había pocos secretos en la comunidad y todos habían estado esperando con preocupación.
Él oyó las noticias mucho antes de que su olor lo alcanzara.
Brandt Talbot se encogió en la espesa vegetación, con el pecho apretado y el cuerpo tenso por la anticipación. Ella estaba aquí al fin. En su dominio. A su alcance. Había sido una larga caza para encontrarla, casi imposible, aunque se las había arreglado para lograrlo. La había atraído deliberadamente a su guarida y ella había venido. El estaba tan cerca, tenía que usar su voluntad férrea para impedir moverse demasiado rápido. No podía asustarla, no podía rebelar sus verdaderas intenciones, permitirle comprender durante un momento que la red se cerraba alrededor de ella. Era esencial cerrar cada avenida, conducirla al centro de su dominio y cortar cada camino para la fuga.
Su estrategia había sido planeada durante años. Había tenido tiempo para planearla mientras la buscaba por el mundo, mientras él repasaba cada documento en la caza de su presa. Cuando estuvo seguro de que tenía a la mujer correcta, a la única mujer, puso su plan en marcha usando a su abogado para atraerla a la selva, en su territorio.
Se movió rápido por la espesa fauna, silenciosa pero rápidamente, sin esfuerzo abriéndose camino hacia los bordes externos de la selva saltando sobre los árboles caídos. Un rinoceronte gruñó cerca. Los ciervos se revolvían con miedo cuando captaron su olor. Animales más pequeños corrieron fuera de su camino y los pájaros permanecieron quietos a su acercamiento. Los monos se retiraron a las ramas más altas del dosel, pero ellos, también, permanecieron callados, no atreviéndose a suscitar su ira mientras el pasaba debajo de ellos.
Esto era su reino y él raras veces hacía alarde de su poder, pero cada especie era consciente de que las interferencias no serían toleradas. Sin su constante vigilancia y su cuidado continuo, su mundo pronto desaparecería. Él los cuidaba y protegía y pedía poco a cambio. Ahora exigía completa cooperación. La muerte vendría silenciosamente y rápidamente a cualquiera que se atreviera a desafiarlo.
Todo fue diferente en el momento en que Maggie Odessa puso un pie en la jungla. Ella era diferente. Lo sentía. Donde el calor en la costa había sido opresivo, sofocante, dentro del bosque el mismo calor parecía envolverla en un mundo extrañamente perfumado. Con cada paso que daba al interior más profundo, ella se hacía más consciente. Más alerta. Como si estuviera despertando de un mundo de ensueño. Su oído era mucho más agudo. Podía oír a los insectos separadamente, identificar los sonidos de los trinos de los pájaros, los chillidos de los monos. Oía el viento crujiendo entre las ramas y a los pequeños animales corriendo entre las hojas. Era extraño, incluso estimulante.
Cuando Maggie había conoció la existencia de su herencia por primera vez, había pensado en venderla sin verla siquiera, por consideración hacia su madre adoptiva. Jayne Odessa había sido firme en que Maggie nunca entrara en la selva tropical. Jayne se había asustado sólo con pensarlo, pidiendo repetidamente a Maggie que le prometiera que nunca se pondría en peligro. Maggie había querido a su madre adoptiva y no quiso ir contra sus deseos, pero después de la muerte de Jayne, un abogado se había puesto en contacto con Maggie para informarla de que era la hija de una pareja rica, unos naturalistas que habían muerto violentamente cuando era un niña y que había heredado una propiedad en la profunda selva tropical de Borneo. La tentación era demasiado grande para resistirse. A pesar de las promesas que había hecho a su madre adoptiva, había viajado alrededor de medio mundo para buscar su pasado.
Maggie había volado hasta un pequeño aeropuerto y se había encontrado con los tres hombres enviados por el abogado para encontrarla. Desde allí habían viajado en un vehículo cuatro por cuatro durante una hora antes de abandonar la carretera principal y tomar una serie de caminos sin pavimentar que conducían a lo más profundo del bosque. Parecía como si hubieran chocado con cada surco y hoyo del camino de tierra. Aparcaron el vehículo para seguir a pie, una perspectiva que no le hacía muy feliz. La humedad era alta y anudó su camisa caqui alrededor de su mochila mientras se internaban profundamente en el bosque.
Los hombres parecían enormemente fuertes y bien preparados, Estaban bien constituidos, tranquilos mientras andaban, sumamente alertas. Había estado nerviosa al principio, pero una vez que empezaron a andar en la selva más profunda, todo pareció cambiar; ella se sintió como si volviera a casa.
Mientras seguía a sus guías, enrollándose profundamente en su oscuro interior, se dio cuenta de la mecánica de su propio cuerpo. De sus músculos, del modo en que se movían elegantemente, sus zancadas casi rítmicas. No tropezaba, no hacía ruidos innecesarios. Sus pies parecían encontrar su propio lugar sobra la tierra desigual.
Maggie se dio cuenta de su propia feminidad. Las pequeñas gotas de humedad corrían en el valle entre sus pechos, suaves y brillantes con el sudor, su camisa se aplastaba contra su piel. Su largo y espeso pelo, del que estaba tan orgullosa, estaba pesado y caliente contra su cuello y su espalda. Levantó la pesada masa, el simple acto de repente sensual, levantando sus pechos bajo la delgada tela de algodón, sus pezones raspando con cuidando el material. Maggie retorció su pelo con la maestría de la práctica, sujetando la cuerda gruesa a su cabeza con un palo enjoyado.
Era extraño que el calor y la selva primitiva le hicieran de repente consciente de su cuerpo. El modo en que se movía, sus caderas balanceándose suavemente, casi como una invitación, como si supiera que alguien la estaba mirando, alguien a quien quería atraer. En su vida entera, nunca había flirteado o coqueteado, y ahora la tentación era aplastante. Era como si ella hubiera cobrado vida, aquí en este lugar oscuro, un lugar donde crecían enredaderas, hojas y toda clase de planta imaginable.
Los árboles más cortos competían por la luz del sol con los altos. Estaban cubiertos por lianas y plantas trepadoras de varios tonos de verde. Orquídeas salvajes colgaban encima de su cabeza y los rododendros crecían tan altos como algunos árboles. Las plantas con flores crecían en los árboles, estirándose hacia la luz del sol que lograba abrirse camino por el espeso dosel. Loros intensamente coloreados y otros pájaros estaban en constante movimiento. La llamada chillona de los insectos era un zumbido ruidoso que llenaba el bosque. El aire era dulce con las flores perfumadas que emborronaban sus sentidos. Esto era un decorado exótico, erótico en donde sabía que ella pertenecía.
Maggie inclinó la cabeza hacia atrás con un pequeño suspiro, secando el sudor de su garganta con la palma de la mano. Su parte inferior se sentía pesada e inquieta con cada paso que daba. Necesitada. Deseando. Sus pechos estaban hinchados y doloridos. Sus manos temblaban. Una alegría extraña barrió a través de ella. La vida pulsaba en sus venas. Un despertar.
Entonces se dio cuenta de los hombres. Mirándola. Sus ojos calientes por los movimientos de su cuerpo. La curva de sus caderas, el empuje de sus pechos tirando contra la tela de su camiseta. La subida y bajada de su respiración mientras andaba por el estrecho camino. Generalmente, saber que estaba siendo mirada la hubiera avergonzado, pero ahora se sintió licenciosa, casi una exhibicionista.
Maggie examinó sus sentimientos y se impresionó. Ella estaba excitada. Totalmente excitada. Siempre había pensado que estaba hasta cierto punto en el lado asexual. Nunca notó a los hombres de la manera en que sus amigas lo hacían, nunca le atrajeron. Ellos ciertamente no la encontraban atractiva, aunque ahora no solo era consciente de su propia sexualidad, sino que se deleitaba con el hecho de que excitaba a los hombres. Ella frunció el ceño, dando vueltas a los sentimientos desconocidos. Eso no iba con ella. No estaba atraída por los hombres, aunque su cuerpo lo estaba. No eran los hombres. Era algo profundo dentro de ella que no podía comprender.
Se movió a lo largo del camino, sintiendo como los ojos acariciaban su cuerpo, sintiendo el peso de las miradas, oyendo la respiración pesada de los hombres mientras se adentraban en el interior oscuro del bosque. La selva pareció cerrarse detrás de ellos, enredaderas y arbustos extendiéndose a través del rastro. El viento soplaba bastante fuerte como para tirar hojas y pequeñas ramitas al suelo de la selva. Pétalos de flores, enredaderas e incluso ramas pequeñas se colocaron sobre la tierra de modo que parecía como si nada hubiera sido molestado durante años.
Sus ojos veían detalles de manera diferente, mucho más agudamente, captando el movimiento que no debería haber sido capaz de notar. Era estimulante. Incluso su sentido del olfato parecía realzado. Trataba de evitar atropellar una planta hermosa, blanca como de encaje, que parecía estar por todas partes y que emitía un olor acre.
– ¿Qué es esta planta del suelo? -se aventuró a preguntar.
– Un tipo de hongo -uno de los hombres contestó bruscamente. Él se había presentado simplemente como Conner-. A los insectos les gusta y terminan por extender sus esporas por todas partes. -Aclaró su garganta y echó un vistazo a los otros hombres, entonces detrás ella.
– ¿Qué hace usted en la gran ciudad, señorita?
Maggie se asustó cuando le hizo la pregunta. Ninguno de los hombres se había animado a entablar mucha conversación.
– Soy veterinaria de animales exóticos. Me especializo en felinos.
Maggie siempre había estado atraída por lo salvaje, estudiando e investigando todo lo que podía encontrar sobre selvas tropicales, animales, y plantas. Había trabajado mucho para hacerse veterinaria de animales exóticos, esperando practicar en tierras salvajes, pero Jayne había estado tan firme, tan resuelta en su determinación de mantener a Maggie cerca, que se había conformado con trabajar en el zoo. Esta había sido su gran oportunidad para ir al lugar que siempre había tenido muchas ganas de ver.
Maggie tenía sueños de la selva tropical. Nunca había jugado con muñecas como otras niñas, sino con animales de plástico, leones, leopardos y tigres. Todos los grandes felinos. Ella tenía afinidad con ellos, sabía cuando tenían dolor o trastornos o estaban deprimidos. Los felinos le respondían y rápidamente había adquirido una reputación por su capacidad de curar y trabajar con felinos exóticos.
Los hombres cambiaron una breve mirada que ella no pudo interpretar. Por cualquiera razón su reacción la hizo sentir incómoda, pero insistió en el intento de conversar ahora que él le había dado una oportunidad.
– Leí que hay rinocerontes y elefantes en este bosque. ¿Es cierto?
El hombre que se presentó como Joshua asintió bruscamente, alcanzó y cogió la mochila de su mano como si su peso los forzara a reducir la velocidad. Ella no protestó porque él no rompió el paso. Se movían rápido ahora.
– ¿Está seguro de saber adónde va? ¿Hay realmente un pequeño pueblo con gente? No quiero ser abandonada absolutamente sola sin nadie para ayudarme si me muerde una serpiente o algo.
¿Era aquella su voz? ¿Gutural? ¿Ronca? Eso no sonaba a ella.
– Sí, señorita, hay una ciudad y provisiones.
El tono de Conner fue cauto.
Una ola de inquietud la atravesó. Luchó por controlar su voz, dominarla.
– Seguramente hay otro modo de llegar allí sin ir a pie. ¿Cómo traen las provisiones?
– Mulas. Y no, para llegar a su casa y al pueblo, usted debe ir andando.
– ¿Siempre está tan oscuro el bosque? -Maggie insistió-. ¿Cómo se orientaban por el bosque? Había tantos árboles. Sándalo. Ébano y teca. Tantas clases diferentes. Había numerosos árboles frutales como cocoteros, mangos, plataneras y naranjos a lo largo del perímetro externo. Reconoció varios tipos de árboles, pero no podía decir lo que los hombres usaban para identificar el rastro. ¿Cómo podían contar a donde iban o como regresar? Estaba intrigada y un poco intimidada por su habilidad.
– La luz del sol tiene pocas oportunidades de penetrar a través de las gruesas ramas y hojas de encima -vino la respuesta. Ninguno redujo la marcha, ni siquiera la miraron.
Maggie no podía decir que no querían conversar. No era exactamente como si fueran rudos con ella, pero cuando se dirigía a ellos directamente estaban incómodos. Maggie se encogió de hombros cuidadosamente. No necesitaba conversación. Siempre se había sentido a gusto con su propia compañía, y había muchas cosas intrigantes en la selva. Vislumbró una serpiente tan cerca como el brazo de un hombre. Y tantos lagartos que perdió la cuenta. Debería haber sido inmensamente difícil notar a tales criaturas. Se camuflaban con el follaje y aún así de algún modo podía verlas. Casi como si la selva la estuviera cambiando de algún modo, mejorando su vista, su capacidad de oír y oler.
De repente se hizo el silencio en el bosque. Los insectos cesaron su zumbido sin fin. Los pájaros pararon bruscamente sus continuas llamadas. Incluso los monos cesaron toda la charla. La calma la molestaba, enviando un estremecimiento por su espalda. Una sola advertencia chilló alta en el dosel, una alerta de peligro y Maggie supo al instante que era peligroso para ella. El pelo de la nuca se le erizó y giró nerviosamente la cabeza de un lado al otro mientras andaba, sus ojos sondeando agitadamente el denso follaje.
Su aprehensión debía de haberse trasladado a los guardias, que redujeron la distancia entre ellos, y uno se quedó detrás de ella impulsándola a moverse más rápidamente por el bosque.
El corazón de Maggie se aceleró, su boca se secó. Podía sentir que su cuerpo comenzaba a temblar. Algo se movía en el profundo follaje, grande, pesadamente musculado, una sombra en las sombras. Algo se paseaba al lado de ellos. Realmente no podía verlo, la impresión era de un depredador grande, un animal que la acechaba silenciosamente. Sintió el peso de una intensa y concentrada mirada fija, unos ojos que no parpadeaban. Algo fijo sobre ella. Algo salvaje.
– ¿Estamos a salvo? -hizo la pregunta suavemente, acercándose a sus guías.
– Desde luego que estamos a salvo, señorita-contestó el tercer hombre, un alto rubio con oscuros y pensativos ojos. Su mirada se deslizó sobre ella-. Nada atacaría una partida tan grande
El grupo no era tan grande. Cuatro personas que marchaban pesadamente sobre un camino no existente hacia un destino incierto. No se sentía segura del todo. Había olvidado cual era el nombre del tercer hombre. Eso de repente la molestó, realmente la molestó. ¿Si algo realmente los atacaba y el hombre trataba de protegerla, ella ni siquiera sabía su nombre?
Maggie echó un vistazo atrás. Lo que los rastreaba se había detenido. Levantó la barbilla, otro temblor atravesó su cuerpo. Algo miraba y esperaba para atacar. ¿Se dirigían hacia una emboscada? No conocía a ninguno de los hombres. Había confiado en un abogado acerca del que sabía muy poco. Lo había investigado, desde luego, para asegurarse de que era legítimo, pero eso no significaba que no hubiera sido engañada. Las mujeres desaparecen cada día.
– ¿Señorita Odesa? -Era el alto rubio-. No parezca tan asustada. Nada va a pasarle.
Esbozó una pequeña sonrisa. Su afirmación no se llevó su miedo a lo desconocido, pero estaba agradecida de que él lo hubiera notado y lo hubiera intentado.
– Gracias. El bosque estaba tan tranquilo y de repente se siente tan… -Peligroso. La palabra estaba en su mente pero no quería decirla en voz alta, darle vida. En cambio emparejó su paso al del rubio.
– Por favor llámeme Maggie. Nunca he sido muy formal. ¿Cómo se llama usted?
Él vaciló, echó un vistazo hacia la izquierda en el espeso follaje.
– Donovan, señorita… er… Maggie. Drake Donovan.
– ¿Ha estado en el pueblo a menudo?
– Tengo una casa allí -admitió él- todos tenemos casas allí.
El alivio se cernió sobre ella. Sintió que un poco de la tensión dejaba su cuerpo.
– Esto me tranquiliza. Comenzaba a pensar que había heredado una pequeña choza en medio del bosque o tal vez en lo alto de uno de los árboles. -Su risa era baja. Ronca. Casi seductora.
Maggie parpadeó por el choque. Allí estaba otra vez. Ella nunca sonaba así, aunque ahora por dos veces su voz había parecido una invitación. No quería que Drake Donovan pensara que ella estaba animándolo. ¿Qué le estaba ocurriendo? Algo le pasaba, algo que no le gustaba en absoluto. Sabía que algo estaba mal, todo sobre eso se sentía mal, su cuerpo rabiaba con una necesidad urgente, primitiva.
A varias yardas de distancia, Brandt se regaló la vista con ella a través del espeso follaje. Ella era todo y más de lo que había esperado. No era alta, pero no había esperado que lo fuera. Su cuerpo era curvo, con pechos lozanos y buenas caderas, cintura pequeña y piernas fuertes. Su pelo era espeso y lujurioso, una riqueza de seda roja dorada. Sus pestañas eran rojizas, sus ojos tan verdes como las hojas de los árboles. Su boca era una tentación pecaminosa.
Hacía un calor opresivo y ella sudaba, una mancha oscura en el frente de su camisa moldeaba sus pechos altos, firmes. Había una línea húmeda en la parte de atrás, llamando la atención sobre la curva de su espalda, de sus caderas. Sus vaqueros caían flojos sobre sus caderas, exponiendo una extensión atractiva de piel y revelando un ombligo que encontró sumamente atractivo. Él tenía muchas ganas de capturarla justo ahí mismo, arrastrarla lejos de los otros hombres, y reclamar lo que le pertenecía. Le había tomado demasiado tiempo encontrarla y el Han Vol Dan [1] estaba casi sobre ella. El podía adivinarlo. Los demás podían adivinarlo. Ellos trataban de no mirar lo que no les pertenecía, pero ella era tan sensual, tan atractiva y abrumadora, que estaban reaccionando con la misma furiosa hambre que él sentía. Brandt se sintió mal por ellos. Le estaban haciendo un favor, a pesar del peligro para todos ellos por las abrumadoras emociones. Él había estado rastreando a los cazadores furtivos cuando ella había llegado y los hombres habían ido a buscarla en su lugar, para traérsela.
La lluvia comenzó a caer a grandes gotas, tratando de penetrar el follaje más pesado encima de ellos, aumentando la humedad. El aguacero bañó el bosque con colores iridiscentes como cuando el agua se mezcla con la luz para hacer prismas de tal modo que forma el arco iris. La mujer, su compañera, Maggie Odessa, orientó su boca hacia arriba con placer. No hubo ninguna queja, ningún chillido por el shock. Ella alzó sus manos por encima de su cabeza en un tributo silencioso, permitiendo al agua caer en torrentes sobre su cara. Estaba mojada. Las gotas corrieron por su cara, sus pestañas. Todo lo que Brandt podía pensar era que tenía que lamer cada gota. Probar su piel suave como pétalos con el agua vivificante corriendo por ella. De repente tuvo sed, su garganta seca. Su cuerpo se sintió pesado y doloroso, y un murmullo extraño comenzó en su cabeza.
La camiseta blanca de Maggie empapada al instante por el diluvio repentino, se volvió de un material casi transparente. Sus pechos fueron perfilados, llenos, intrigantes, una elevación de carne lozana, cremosa, sus pezones más oscuros, dos brotes gemelos de invitación. La riqueza de su cuerpo expuesto atrajo su mirada fija como un imán. Llamándole. Hipnotizándole. Su boca se secó, y su corazón martilleó como un tambor. Drake echó un vistazo atrás a Maggie, su mirada se mantuvo fija durante un caliente, tenso momento sobre el balanceo de sus pechos.
Una advertencia retumbó profundamente en la garganta de Brandt. El gruñido era bajo, pero el silencio del bosque lo llevó fácilmente. Él rugió, el peculiar, gruñido de su clase. Una amenaza. Una orden. Drake se quedó rígido, giró la cabeza alrededor, miró detenidamente e inquietamente en los arbustos.
La mirada de Maggie siguió la de Drake a la vegetación espesa. No había ningún modo de interpretar mal el sonido de un gran felino de la selva.
Drake le tiró la mochila.
– Póngase algo, lo que sea, para cubrirse -su voz estaba acortada, casi hostil.
Sus ojos se ensancharon por el asombro.
– ¿No oyó usted eso?
Ella sostuvo la mochila delante, protegiendo sus pechos de su vista, sobresaltada porque los hombres parecían más preocupados por su cuerpo que por el peligro que se acercaba a ellos.
– Ha tenido que haber oído eso. Un leopardo, y cerca, deberíamos marcharnos de aquí.
– Sí. Es un leopardo, señorita Odessa. Y correr no es una buena idea si han decidido hacer de usted su comida.
Dándole la espalda, Drake pasó su mano por su pelo mojado.
– Solamente póngase algo y estaremos bien.
– ¿A los leopardos les gustan las mujeres desnudas? -dijo Maggie sarcásticamente poniéndose a toda prisa su camisa caqui. Restándole importancia a la situación para que no le entrara el pánico.
– Absolutamente. Es lo que mas les gusta -dijo Drake, su voz con un matiz de humor-. ¿Está usted decente?
Maggie abotonó la camisa caqui directamente sobre la camiseta mojada. El aire era espeso, el olor de tantas flores casi empalagoso en la humedad opresiva. Sus calcetines estaban mojados, haciendo que sus pies estuvieran incómodos.
– Sí, estoy decente. ¿Estamos cerca ya? -Ella no quiso quejarse pero de pronto se sintió irritable y molesta con todo y todos.
Drake no se giró para comprobarlo.
– Está un poco más lejos. ¿Tiene que descansar?
Ella era muy consciente de que sus escoltas miraban el espeso follaje con cautela. Su aliento se atascó en su garganta. Podría haber jurado que vio la punta de una cola negra crisparse en los arbustos a unas pocas yardas de donde ella había estado de pie, pero cuando parpadeó, sólo había sombras más oscuras e infinitos helechos. Por mucho que lo intentó, no pudo ver nada en el bosque profundo, pero la impresión de peligro permaneció aguda.
– Yo preferiría seguir -admitió ella. Se sintió muy incómoda e indispuesta. Un momento quería atraer a los hombres, y al siguiente quería gruñir y arañarles, sisear y escupirlos para alejarlos de ella.
– Continuemos entonces -señaló Drake y se pusieron una vez más en movimiento.
Los tres hombres llevaban armas que colgaban descuidadamente en sus espaldas. Cada uno de ellos tenía un cuchillo atado con correa a la cintura. Ninguno de ellos había tocado las armas, incluso cuando el felino había hecho notar su presencia cerca.
El paso que los hombres impusieron era agotador. Estaba cansada, mojada, pegajosa y demasiado caliente, y sobre todo, le dolían los pies. Sus botas de excursión eran buenas, pero no tan usadas como le habría gustado. Sabía que tenía ampollas formándose en sus talones y estaba hambrienta por momentos, pero Maggie no era de las que se quejan. Sentía que los hombres no la empujaban por ser crueles o para probar su resistencia, pero por alguna razón que no comprendía tenían que hacerlo por su seguridad. Ella obedeció como mejor pudo, yendo de prisa a lo largo del sendero en el calor bochornoso, preguntándose por qué la selva se sentía tan cerca y en qué lugar había desaparecido el rastro de lo que los acechaba.