Estrecho de Gibraltar,
12 de marzo de 1940
Cuando la ola le lanzó contra la borda, el capitán González se agarró a la madera por puro instinto, despellejándose la mano de arriba abajo. Décadas después, convertido en el más prestigioso librero de Vigo, temblaría cada vez que recordase aquella noche, la más aterradora y extraordinaria de su vida. Viejo y encanecido en su sillón, volvería a su boca el sabor de la sangre, el salitre y el miedo. A sus oídos el estruendo de la vuelcatontos, esa marejada traicionera que se levanta en menos de veinte minutos y que los marinos del Estrecho -y sus viudas- habían aprendido a temer; y a sus ojos atónitos algo que, simplemente, no podía estar ahí.
Al ver aquello el capitán González se olvidó de que el motor estaba al límite de sus fuerzas, de que su tripulación era de sólo siete hombres cuando debía ser de al menos once, de que el único de ellos que seis meses antes no se mareaba en la ducha era él. Se olvidó de que pensaba tumbarlos a puñetazos a todos por no haberle despertado cuando empezó el vaivén.
Se aferró a un ojo de buey para girar el cuerpo y quedar frente al puente de mando. Irrumpió dentro junto con un chorro de lluvia y viento que dejó al piloto calado.
– Apártese de mi timón, Roca -dijo dándole un fuerte empellón al piloto-. Es usted un inútil.
– Capitán, yo… Dijo que no le molestásemos a menos que la cañonera se fuera a pique, señor. -La voz le temblaba.
Que es exactamente lo que va a ocurrir, pensó el capitán, meneando la cabeza. La mayoría de sus tripulantes eran los restos vacilantes de una guerra que había dejado al país arrasado. No podía culparles por no haber intuido la llegada de la vuelcatontos, igual que nadie podría culparle a él si se limitaba a dar la vuelta y poner a salvo el barco. Lo más sensato era no hacer caso de lo que acababa de ver. Porque la alternativa era un suicidio. Algo que sólo un imbécil intentaría.
Y yo soy ese imbécil, pensó González.
El piloto le miró boquiabierto cuando le vio maniobrar y dejar el barco a medio través de las olas. La Esperanza era una lancha cañonera construida a finales del siglo pasado, y su casco mixto de madera y acero crujió salvajemente.
– ¡Capitán! -chilló el piloto-. ¿Qué demonios hace? ¡Vamos a volcar!
– Vista a babor, Roca-respondió el capitán. También él estaba muerto de miedo, aunque no pudiese dejar entrever ni un resquicio.
El piloto obedeció, creyendo que el capitán estaba completamente loco.
Unos segundos después, dudó de su propia cordura.
A menos de treinta brazas, una patera se contoneaba entre dos crestas, con la quilla en un ángulo imposible. Parecía a punto de volcar, y de hecho era un milagro que no lo hubiese hecho aún. Hubo un relámpago, y de repente el piloto comprendió por qué el capitán estaba jugándose ocho vidas con unas cartas tan malas.
– ¡Hay gente ahí, señor!
– Lo sé, Roca. Avise a Castillo y a Pascual. Que dejen las bombas, que suban a cubierta con dos sogas y que se agarren a las bordas como una ramera a su bolso.
– A sus órdenes.
– No… espere -dijo el capitán cogiéndole del brazo antes de que abandonase el puente.
Dudó un momento. No podía estar a la vez dirigiendo el rescate y sujetando el timón. Si la proa se colocaba perpendicular a las olas, estaban listos. Pero si no bajaba, alguno de sus chicos acabaría en el fondo del mar.
Bah, al infierno.
– Déjelo, Roca. Lo haré yo mismo. Tome el timón y manténgalo así.
– No aguantaremos mucho, capitán.
– En cuanto subamos a esos pobres diablos, enfile la primera ola hasta un segundo antes de su punto más alto y luego dele a estribor con todas sus fuerzas. ¡Y rece!
Los marineros subieron a cubierta con las mandíbulas apretadas y el cuerpo tenso, pobres disfraces de resolución para dos cuerpos llenos de miedo. El capitán se situó entre ambos, dispuesto a dirigir la peligrosa coreografía.
– A mi señal, arrojen los garfios. ¡Ahora!
Los dientes de acero se clavaron en los extremos de la balsa; los cabos se tensaron.
– ¡Tirad!
Mientras la patera se aproximaba, el capitán creyó escuchar gritos, ver brazos agitándose en el interior.
– ¡Sujetadla bien, pero que no se acerquen mucho! -Se agachó y cogió un bichero dos veces más alto que él-. ¡Si chocan con nosotros, los destrozaremos!
Y muy posiblemente nos abran una vía de agua, pensó el capitán, que podía sentir bajo la resbaladiza cubierta cómo el casco crujía cada vez más con cada nueva ola que les zarandeaba.
Maniobró con el bichero y consiguió enganchar un extremo de la patera. El larguísimo palo coronado por un gancho mantendría la embarcación a una distancia fija. Dio órdenes a los marineros para que amarrasen las sogas a las bitas y tendiesen una escala de cuerda, mientras se aferraba como podía al bichero, que se le encabritaba en las manos con una fuerza capaz de abrirle el cráneo.
Un nuevo relámpago iluminó por completo el fondo de la embarcación. El capitán González pudo ver que había cuatro personas a bordo. Y entender al fin por qué aún había gente encima de aquel plato sopero que brincaba entre las olas.
Malditos locos. Se han atado a la barca.
Una figura cubierta por un impermeable oscuro se inclinaba sobre el resto de los ocupantes, enarbolando un cuchillo y cortando frenéticamente las cuerdas que les unían a la patera. Cabos recién cortados colgaban de sus propias muñecas.
– ¡Suban! ¡Trepen antes de que se hunda!
Las figuras se acercaron a la borda, los brazos estirados rozando apenas la escala. El hombre del cuchillo consiguió aferrarla y dejó pasar a los otros primero. Los marineros fueron ayudándoles a subir. Finalmente, sólo el hombre del cuchillo quedó a bordo. Cogió como pudo la escala, pero al apoyarse en la borda para tomar impulso el bichero soltó su asidero. El capitán intentó recuperarlo, pero una ola más alta que las demás levantó la quilla de la patera, lanzándola contra el costado de la Esperanza.
Hubo un crujido y un alarido.
El capitán soltó el bichero, horrorizado. La borda de la patera había golpeado al hombre del cuchillo en la pierna. Ahora colgaba de la escala con una sola mano y la espalda pegada al casco. La patera se estaba separando, pero era cuestión de segundos que las olas volviesen a empujarla contra el barco y le golpeasen de nuevo.
– ¡Las amarras! -gritó el capitán a los dos marineros-. ¡Cortadlas, por Dios!
Uno de ellos, el que estaba más cerca de la borda, buscó en el cinturón su cuchillo y comenzó a cortar los cabos. El otro intentaba conducir a los rescatados a la escotilla de la bodega antes de que un golpe de mar se los llevase por delante.
Con el alma en vilo, el capitán buscó bajo la borda, donde un hacha se oxidaba desde hacía dos lustros.
– ¡Apártese, Pascual!
Saltaron chispas azuladas de las bitas de acero, pero apenas se escucharon los hachazos en el creciente fragor de la tormenta. Por un momento no sucedió nada.
Luego, el choque.
La cubierta se estremeció bajo sus pies cuando la patera, libre de las ataduras, se elevó y se hizo astillas contra la proa de la Esperanza. El capitán se asomó por la borda, convencido de que sólo encontraría el extremo danzante de la escala. Pero estaba equivocado.
El náufrago seguía allí, manoteando con la izquierda, intentando asirse de nuevo con ambas manos a los travesaños de la escala. El capitán le tendió el brazo, pero había más de dos metros de distancia entre aquella figura desesperada, a punto de soltarse, y la punta de sus dedos.
Sólo podía hacer una cosa.
Pasó una pierna por encima de la borda y se agarró a la escala con la mano herida, musitando una extraña mezcla de oración y maldición a ese Dios que se empeñaba en ahogarles. Por un instante se tambaleó peligrosamente, pero el marinero Pascual le sujetó a tiempo. Descendió tres peldaños, lo justo para poder aferrarse a las manos tendidas de Pascual si perdía el asidero. No se atrevió a más.
– ¡Cójase a mi mano!
El náufrago intentó girar el cuerpo para alcanzarle, pero no lo consiguió. Uno de los dedos con el que se aferraba a la escala se soltó.
El capitán se olvidó de los rezos y se centró en las maldiciones. Aunque en voz muy baja. Al fin y al cabo, no estaba tan chalado como para tentar aún más a Dios en un momento como aquel. Sin embargo, estaba lo bastante loco como para bajar un escalón más, y agarrar al pobre tipo por la pechera del impermeable.
Durante un segundo eterno, todo lo que sostuvo a aquellos dos hombres sobre la escala bamboleante fueron nueve dedos, una bota de suela desgastada y un montón de fuerza de voluntad.
Después, el náufrago pudo girarse lo suficiente como para agarrarse al cuerpo del capitán. Enganchó los pies en los travesaños, y los dos iniciaron la subida.
Seis minutos más tarde, encorvado sobre su propio vómito en la bodega, el capitán apenas podía creer la suerte que habían tenido todos. Luchaba por recobrar la calma. Aún no tenía claro cómo el inútil de Roca había conseguido poner popa a la tormenta, pero las olas ya golpeaban el casco con menor intensidad, y parecía claro que la Esperanza iba a salir de ésta.
Los marineros le miraban fijamente, un semicírculo de caras llenas de agotamiento y de tensión. Uno de ellos le acercó una toalla. González le apartó con un gesto.
– Limpien esta porquería -dijo señalando al suelo y poniéndose en pie.
En el extremo más oscuro de la bodega, se apiñaban los náufragos chorreantes. A la temblorosa luz de la única bombilla que alumbraba el compartimiento, apenas podía distinguir sus rostros.
González dio tres pasos hacia ellos.
Uno se adelantó y le tendió la mano.
– Danke schön.
Como el resto de sus compañeros, iba cubierto de pies a cabeza con un impermeable negro con capucha. Un detalle le diferenciaba del resto: una correa que le cruzaba la cintura. En ella brillaba el cuchillo de mango rojo que había usado para cortar las cuerdas.
El capitán no pudo contenerse.
– Maldito hijo de puta. ¡Podríamos estar todos muertos!
Echó el brazo hacia atrás y golpeó al náufrago en la cabeza, derribándolo. La capucha cayó, y reveló una cabeza rubia, un rostro de rasgos angulosos. Un ojo azulado y frío.
Donde debería estar el otro había un vacío de piel arrugada.
El náufrago se levantó y se recolocó un parche sobre el ojo, que debía de haberse movido con el puñetazo. Luego se llevó la mano al cuchillo. Dos de los marineros se adelantaron temiendo que despanzurrase al capitán allí mismo, pero el otro se limitó a sacarlo con la punta de los dedos y arrojarlo al suelo. Volvió a tender la mano.
– Danke schön.
El capitán sonrió muy a su pesar. Aquel maldito boche tenía las pelotas como dos castillos. Meneando la cabeza, le estrechó la mano.
– ¿De dónde diablos salen ustedes?
El otro se encogió de hombros. Estaba claro que no comprendía ni una palabra de castellano. González lo estudió despacio. Tendría entre treinta y cinco y cuarenta años, y bajo el impermeable negro asomaban ropas oscuras y unas botas gruesas.
El capitán dio un paso hacia los compañeros del tuerto, deseoso de saber por quién se había jugado su barco y su tripulación, pero el otro extendió los brazos y se movió ligeramente hacia aquel lado, interponiéndose. Se plantaba firme, o al menos lo intentaba. Le costaba permanecer de pie y en el rostro tenía una mirada de súplica.
No quiere cuestionar mi autoridad delante de mis hombres, pero no está dispuesto a dejar que me acerque a sus misteriosos amigos. Pues muy bien, todos para ti, joder. Ya se entenderán con vosotros en la Comandancia, pensó González.
– Pascual.
– ¿Señor?
– Indíquele al piloto que ponga proa a Cádiz.
– A sus órdenes -dijo el marinero desapareciendo por la escotilla. El capitán se disponía a seguirle, rumbo a su propio camarote, cuando la voz del alemán le interrumpió.
– Nein. Bite. Nein Cadis.
El rostro del alemán se había demudado por completo al oír mencionar la ciudad.
¿Por qué estás tan muerto de miedo, boche?
– Komm. Komm. Bite- dijo el alemán, haciéndole gestos de que se acercara. El capitán se inclinó y el otro le rogó al oído-. Nein Cadis. Portugal. Bite, Kapitän.
González se retiró un poco del alemán y le contempló durante más de un minuto. Estaba seguro de que no podría sacarle más de lo que le había sacado, ya que su dominio del alemán se limitaba a sí, no, por favor y gracias. Una vez más se hallaba ante un dilema en el que la solución más fácil era la que menos le apetecía adoptar. Una vez más se decía que él ya había hecho suficiente con salvarles la vida.
¿Qué ocultas, boche? ¿Quiénes son tus amigos? ¿Qué hacen cuatro ciudadanos de la nación más poderosa y con el mayor ejército del mundo cruzando el Estrecho en patera? ¿Pretendías llegar a Gibraltar en esa bañera? No, no lo creo, eso está lleno de ingleses, vuestros enemigos. ¿Y por qué no ir a España? Al son que toca nuestro glorioso Generalísimo, pronto estaremos cruzando los Pirineos para echaros una mano matando gabachos, supongo que a pedradas. Si somos uña y carne con vuestro Führer… A no ser que vosotros no lo seáis, claro.
Maldita sea.
– Vigilen a estos hombres -dijo dirigiéndose a la tripulación-. Otero, usted encárguese de que tengan mantas y algo caliente que llevarse a la boca.
El capitán volvió al puente de mando, donde Roca trazaba el rumbo hacia Cádiz, evitando la tormenta que soplaba ya hacia el interior del Mediterráneo.
– Capitán -dijo el piloto, cuadrándose-. Permítame transmitirle mi admiración por lo…
– Sí, sí, Roca. Muchas gracias. ¿Hay café?
Roca le sirvió una taza humeante y el capitán se sentó a saborearla. Se quitó el capote impermeable y el jersey que había debajo, que también estaba calado. Por suerte, en la cabina no hacía frío.
– Cambio de planes, Roca. Uno de los boches que hemos recogido me ha dado un soplo. Parece que hay una banda de contrabandistas en la desembocadura del Guadiana. Iremos a Ayamonte, a ver qué sacamos en claro.
– Como usted mande, capitán -dijo el piloto, algo molesto por tener que trazar un nuevo rumbo. González clavó la mirada en la nuca del joven con preocupación. Había algunos con los que no se podía hablar de ciertas cosas y se preguntó si Roca sería un soplón. Lo que se proponía hacer era ilegal. Podían mandarle a la cárcel por ello, o algo peor. Pero no lo conseguiría sin su segundo de a bordo.
Entre sorbo y sorbo de café, decidió que podía confiar en Roca. A su padre lo habían matado los nacionales tras la toma de Barcelona, un par de años atrás.
– ¿Has estado en Ayamonte, Roca?
– No, señor -dijo el joven sin volverse.
– Es un lugar precioso, tres millas Guadiana arriba. Hay buen vino, y en abril huele a azahar. En la otra orilla del río empieza Portugal.
Dio un nuevo sorbo a la taza.
– A tiro de piedra, como quien dice.
Roca se giró, extrañado, y el capitán le dedicó una cansada sonrisa.
Quince horas después, la cubierta de la Esperanza estaba desierta. Subían risas desde el comedor, donde los marineros disfrutaban de una cena temprana. El capitán les había prometido que amarrarían en el puerto de Ayamonte después de cenar, y muchos ya podían sentir bajo los pies el serrín de las tabernas. Supuestamente, el capitán en persona vigilaba el puente, mientras Roca custodiaba a los cuatro náufragos.
– ¿Seguro que esto es necesario, señor? -dijo el piloto, que no las tenía todas consigo.
– Será un moratón de nada. No seas tan cobardica, hombre. Tiene que parecer real. Tú quédate tumbado un rato.
Sonó un golpe seco y una cabeza asomó por la escotilla de la bodega. Enseguida le siguieron los náufragos. Empezaba a anochecer.
El capitán y el hombre del cuchillo descolgaron hasta el agua el bote salvavidas de babor, el costado más alejado del comedor. Los náufragos se acomodaron dentro y esperaron al tuerto del cuchillo, que había vuelto a cubrirse la cabeza con la capucha.
– Doscientos metros en línea recta -le dijo el capitán, haciendo gestos en dirección a Portugal-. Dejen el bote a salvo en la playa, que me hace falta. Ya lo recogeré yo luego.
El alemán volvió a encogerse de hombros.
– Ya sé que no entiende ni jota, oiga. Tome -dijo González, devolviéndole el cuchillo.
El otro se lo guardó en el cinto con la mano izquierda, mientras con la derecha rebuscaba bajo el impermeable. Sacó un pequeño objeto y lo puso en la mano del capitán.
– Verrat- dijo, tocándose en el pecho con el dedo índice-. Rettung- dijo tocando el pecho del español.
González estudió atentamente el regalo. Era una especie de medalla, muy pesada. Se arrimó al farol que colgaba de la cabina, y el objeto despidió un brillo dorado inconfundible.
Estaba hecho de oro macizo.
– Oiga, yo no puedo aceptar…
Pero estaba hablando solo. El bote ya se alejaba, y ninguno de sus ocupantes miraba atrás.
Hasta el fin de sus días, Manuel González Pereira, ex capitán de la Armada Española, dedicó cada minuto que le dejaba su librería a estudiar aquel emblema de oro con notable interés. Era un águila bicéfala sobre una cruz de hierro. El águila sostenía una espada, llevaba un número 32 sobre la cabeza y un enorme diamante incrustado en el pecho.
Descubrió que era un símbolo masónico de altísimo rango, pero todos los expertos con los que habló le dijeron que a todas luces debía de ser falso, especialmente por la utilización del oro. Los masones alemanes nunca empleaban metales nobles para los emblemas de sus Grandes Maestros. La talla del diamante -hasta donde el joyero fue capaz de deducir sin desmontar la pieza- permitía datar la piedra entre finales del siglo xix y principios del xx.
En largas noches en vela, el librero meditaba sobre la conversación que había mantenido en cubierta con el Tuerto Misterioso, como le había bautizado cariñosamente su hijo pequeño, Juan Carlos.
El niño no se cansaba de escuchar la historia una y otra vez e imaginaba disparatadas teorías sobre la identidad de los náufragos. Pero sobre todo le entusiasmaban aquellas últimas palabras. Había desentrañado su significado mediante un diccionario de alemán, y las repetía pausadamente, como si de esa manera pudiera comprenderlas mejor.
– Verrat, traición. Rettung, salvación.
El librero murió sin haber conocido nunca el enigma que se escondía en el emblema. Su hijo Juan Carlos heredó la pieza y se convirtió a su vez en librero. Una tarde de septiembre de 2002, un oscuro y viejo escritor pasó por su librería a presentar su último libro sobre masonería. A la presentación no acudió nadie, así que Juan Carlos decidió, para matar el tiempo y aliviar la evidente incomodidad de su invitado, enseñarle una foto del emblema. Al verlo, al escritor le cambió el rostro.
– ¿De dónde ha sacado esta foto?
– Es una vieja medalla que perteneció a mi padre.
– ¿Aún la tiene?
– Sí. Por el triángulo con el número 32 dedujimos que era…
– Un símbolo masónico. A todas luces falso, tanto por la forma de la cruz como por el diamante. ¿Lo ha hecho tasar?
– Sí. El valor de los materiales es de unos 3.000 euros. Desconozco si tendrá algún valor histórico añadido.
El escritor se quedó mirando la pieza durante varios segundos antes de responder. El labio inferior le temblaba.
– No. No, decididamente no. Tal vez como curiosidad… pero lo dudo. Aunque me gustaría comprárselo. Ya sabe, para mis investigaciones. Le doy 4.000 euros por él.
Juan Carlos declinó la oferta educadamente, y el escritor se marchó ofendido. Comenzó a ir a la librería a diario, a pesar de que ni siquiera vivía en la ciudad. Fingía rebuscar entre los libros, aunque en realidad se dedicaba a espiar a Juan Carlos por encima de unas gruesas gafas de pasta. El librero comenzó a sentirse acosado. Una noche de invierno, de vuelta a casa, creyó escuchar pasos que le seguían. Se ocultó en un portal y esperó. Instantes después apareció el escritor, una sombra escurridiza tiritando en una raída gabardina. Juan Carlos salió del portal y le arrinconó contra la pared.
– Esto tiene que terminar, ¿está claro?
El viejo se echó a llorar y cayó al suelo balbuceando, agarrándose a sus rodillas.
– Usted no lo entiende. Debo tenerlo…
Juan Carlos se ablandó. Acompañó al viejo hasta un bar y le puso delante una copa de brandy.
– Bien, dígame la verdad. Es muy valioso, ¿no es cierto?
El escritor se tomó su tiempo antes de responder, estudiando al librero, treinta años más joven y quince centímetros más alto. Finalmente dio la batalla por perdida.
– Su valor es incalculable. Aunque no lo busco por eso -dijo haciendo un gesto de desprecio.
– ¿Entonces por qué?
– Por la gloria. La gloria del descubrimiento. Sería la base de mi próximo libro.
– ¿Basado en la pieza?
– Basado en su dueño. He logrado reconstruir su vida a lo largo de años de investigación buceando en fragmentos de diarios, hemerotecas, bibliotecas privadas… las cloacas de la Historia. Tan sólo una decena de hombres muy poco comunicativos la conocen en el mundo. Todos ellos son Grandes Masones, y ninguno tiene todos los fragmentos salvo yo. Aunque nadie me creerá si lo cuento.
– Pruebe conmigo.
– Sólo si me promete una cosa. Que me dejará verlo. Tocarlo. Sólo una vez.
Juan Carlos suspiró.
– Está bien. Pero a condición de que lo que tiene que contarme despierte mi interés.
El viejo se inclinó por encima de la mesa del bar y comenzó a susurrarle al librero una historia secreta que hasta aquel instante había pasado de boca en boca de hombres que habían jurado no repetirla jamás. Una historia de mentiras, de un amor imposible, de un héroe olvidado, del asesinato de miles de inocentes a manos de un solo hombre. La historia del emblema del traidor…