Compañero
1934

En el que el iniciado comprende que el camino no puede ser solitario

El apretón de manos secreto del grado de compañero comienza presionando con fuerza el nudillo del dedo corazón y termina cuando el hermano masón devuelve idéntico saludo. El nombre secreto de este apretón es JACHIN, como el de la columna que representa al sol en el Templo de Salomón. De nuevo hay una trampa escondida en su deletreo, que ha de realizarse así: A-J-C-H-I-N.

44

Jürgen se miró al espejo con admiración.

Pegó un ligero tirón a las solapas, adornadas con la calavera y la insignia de las SS. No se cansaba de verse con el nuevo uniforme.

El diseño de Walter Heck y la excelente confección del sastre Hugo Boss, muy celebrados por los periódicos del partido, imponían un respeto reverencial a la gente. Cuando Jürgen caminaba por la calle, muchos niños se cuadraban y saludaban brazo en alto. La semana anterior, un par de ancianitas le habían detenido y le habían dicho lo hermoso que era ver a los jóvenes sanos y fuertes, llevando a Alemania de nuevo por el buen camino. Le preguntaron si había perdido el ojo luchando contra los comunistas. Jürgen, complacido, les había ayudado a llevar las bolsas de la compra hasta un portal cercano.

En ese momento llamaron a la puerta.

– Adelante.

– Luces muy bien -dijo su madre entrando en el amplio dormitorio.

– Lo sé.

– ¿Vendrás a comer hoy?

– No lo creo, mamá. Me han llamado para una reunión en el Servicio de Seguridad.

– Seguro que quieren proponerte para un ascenso. Ya has sido Untersturmführer demasiado tiempo.

Jürgen asintió, complaciente, y tomó su gorra para salir.

– El coche está esperándote en la puerta. Le diré a la cocinera que prepare algo para ti por si vienes pronto.

– Gracias, mamá -dijo Jürgen, besando a Brunhilda en la frente. Salió al pasillo. Sus botas negras resonaban con fuerza en los escalones de mármol. Una criada le esperaba en el vestíbulo con su abrigo en la mano. Desde que Otto y su baraja habían salido de sus vidas hacía once años, su situación económica fue mejorando paulatinamente. De nuevo un escuadrón de sirvientes cuidaba a diario del palacete, aunque ahora el señor de la casa era él.

– ¿Vendrá el amo a comer?

Jürgen encogió un poco el estómago al escuchar el apelativo. Siempre le ocurría cuando estaba nervioso e intranquilo, como aquella mañana. Los detalles más nimios rompían su gélida cobertura y dejaban ver el océano de conflictos que se agitaba debajo.

– La baronesa le dará instrucciones.

Dentro de poco se dirigirán a mí con el título que me corresponde, pensó mientras salía a la calle. Las manos le temblaban ligeramente. Por suerte llevaba el abrigo doblado sobre el antebrazo, de modo que el chófer no se percató cuando le abrió la puerta.

En el pasado Jürgen había canalizado sus pulsiones con la violencia, pero tras la victoria en las elecciones del Partido Nazi el año anterior, los indeseables se mostraban más cautos. A Jürgen cada día le costaba más mantener su propio control. Intentó respirar despacio en el trayecto. No quería llegar agitado y nervioso.

Y menos si voy a recibir un ascenso, como dice mamá.


– Francamente, mi querido von Schroeder, usted me provoca muchísimas dudas.

– ¿Dudas, señor?

– Acerca de su lealtad.

Jürgen notó como la mano volvía a temblarle y tuvo que apretar con fuerza los nudillos para controlarse.

La sala de reuniones estaba completamente vacía a excepción de Reinhard Heydrich y él. El jefe del Servicio de Seguridad, el órgano de inteligencia del Partido Nazi, era un hombre alto y de frente despejada, tan sólo un par de meses mayor que Jürgen. A pesar de su juventud se había convertido en uno de los hombres más poderosos de Alemania. Su organización se encargaba de encontrar amenazas, reales o imaginarias, contra el partido. Jürgen había oído que el día que le entrevistó para el cargo, Himmler le pidió que le describiera cómo organizaría una agencia de inteligencia nazi y que Heydrich le había respondido con un refrito de todas las novelas de espías que había leído. Proviniese de la ficción barata o de un talento innato, el Servicio de Seguridad era ya temido en toda Alemania.

– ¿Por qué dice eso, señor?

Heydrich echó mano de una carpeta que tenía ante él, con el nombre de Jürgen escrito en la solapa.

– Usted comenzó en las SA en los primeros días del movimiento. Eso está bien, es interesante. Sorprende, no obstante, que alguien de su… alcurnia pidiese específicamente un puesto en un batallón de las SA. Y después están los constantes episodios de violencia reseñados por sus superiores. He consultado a un psicólogo acerca de usted…

¡Ha consultado a un psicólogo acerca de mí!

– … y me indica que puede tener un grave trastorno de personalidad. En fin, eso por sí mismo no es un delito aunque podría -remarcó el «podría» con una media sonrisa y un alzamiento de cejas- ser un incapacitador. Pero ahora llegamos a la parte que más me preocupa. Usted había sido convocado como el resto del Stosstrupp para el evento especial en la Burgerbräukeller el día 8 de noviembre de 1923. Sin embargo… no se presentó.

Heydrich hizo una pausa, dejando que las últimas palabras flotasen en el aire como una siniestra acusación. Jürgen comenzó a sudar. Tras la victoria en las elecciones, había comenzado una lenta pero sistemática venganza de los nazis contra todos aquellos que impidieron el alzamiento de 1923, retrasando una década la ascensión al poder de Hitler. Jürgen vivía con el miedo de que alguien le señalase con el dedo desde hacía meses.

Cuando Heydrich continuó, su voz había adquirido un tono más oscuro.

– Su superior informó que usted no se presentó en el lugar de la cita como era su obligación. Sin embargo parece que, y cito «el SA Jürgen von Schroeder se encontró con un escuadrón de la 10ª compañía en la noche del 23 de noviembre. Su camisa estaba empapada de sangre y dijo haber sido atacado por varios comunistas y que la sangre pertenecía a uno de ellos al que había acuchillado. Solicitó unirse al escuadrón, que mantuvo bajo control una comisaría de policía del distrito de Schwabing hasta que el golpe finalizó». ¿Es esa versión cierta?

– Hasta la última coma, señor.

– Ya. Eso debió de pensar la comisión de revisión de los hechos, ya que le concedieron la insignia de oro del partido y la medalla de la Orden de la Sangre -dijo Heydrich señalando al pecho de Jürgen.

La insignia de oro del partido era una de las condecoraciones más deseadas de Alemania. Consistía en una bandera nazi de forma circular, rodeada por una corona de laurel de oro. Distinguía a los miembros del partido que se habían inscrito antes de la victoria de Hitler en 1933. Hasta ese día, los nazis tenían que solicitar que la gente se apuntase a sus filas. Desde aquel día, las colas para solicitar la admisión eran interminables en las sedes del partido. Y no se le concedía a todo el mundo.

En cuanto a la Orden de la Sangre, era la más valiosa de las medallas del Reich. Sólo la ostentaban quienes habían participado en el golpe de estado de 1923, que se había saldado trágicamente con la muerte de dieciséis nazis cuando la policía llevó a término la aventura. El propio Heydrich no tenía esa condecoración.

– Me pregunto -continuó el jefe del Servicio de Seguridad, dándose pequeños golpecitos con el borde de la carpeta en los gruesos labios- si no habría que abrir una comisión de investigación acerca de usted, amigo mío.

– No creo que eso sea necesario, señor -dijo Jürgen, con un hilo de voz, sabedor de lo breves y concluyentes que solían ser las comisiones de investigación en aquellos días.

– ¿No? Los últimos informes sobre usted dicen que ha estado un poco «frío en el cumplimiento del deber», «falto de implicación»… ¿Quiere que siga?

– ¡Eso es porque me han apartado de las calles, señor!

– Es posible que esté usted despertando inquietud en más gente, ¿no le parece?

– Le aseguro que mi compromiso es total, señor.

– Bueno, hay una forma de que usted se gane de nuevo la confianza de esta oficina.

Jürgen por fin cayó en la cuenta. Heydrich le había llamado con un propósito. Quería obtener algo de él, y por eso le había estado presionando con fuerza desde el principio. Probablemente no supiese nada de lo que Jürgen había estado haciendo en realidad aquella noche de 1923, pero lo que supiese o dejase de saber Heydrich no importaba en absoluto. Su palabra era la ley.

– Haré lo que sea, señor -dijo, ya algo más tranquilo.

– Verá, Jürgen. ¿Puedo llamarle Jürgen, verdad?

– Claro, señor -dijo Jürgen, tragándose la rabia al ver que el otro no le devolvía la cortesía.

– ¿Ha oído hablar de la masonería, Jürgen?

– Por supuesto. Mi padre fue miembro de una logia en su juventud. Creo que luego se cansó.

Heydrich asintió. Aquello no le sorprendía, y Jürgen dedujo que ya lo sabía.

– Algo muy apropiado.

– ¿A qué se refiere, señor?

– Desde que estamos en el poder los masones han sido… fuertemente desmotivados.

– Lo sé, señor -dijo Jürgen, sonriendo ante el eufemismo. En Mein Kampf, un libro que cada alemán había leído (y que tenía en casa bien a la vista si sabía lo que le convenía) Hitler ya había proclamado su odio visceral a la masonería.

– Una buena parte de las logias se disolvieron voluntariamente o se reconvirtieron. Esas logias eran poco importantes para nosotros. Todas ellas eran logias prusianas, con miembros arios y de tendencia nacionalista. Al disolverse voluntariamente y entregar las listas de sus miembros no se tomarán medidas contra ellos… por ahora.

– ¿Deduzco que hay unas logias preocupantes, señor?

– Nos consta que hay una buena cantidad de logias que aún continúan en activo. Son las autodenominadas logias humanitarias. El grueso de sus miembros son gente de ideología liberal, judíos y ralea de ese tipo.

– ¿Por qué no prohibirlas simplemente, señor?

– Jürgen, Jürgen -dijo Heydrich, condescendiente-. Eso sólo impediría su actividad, en el mejor de los casos. Mientras conserven una pizca de esperanza, seguirán reuniéndose y hablando de sus compases y sus escuadras y toda esa mierda judaica. Yo quiero los nombres de cada uno de ellos en una tarjetita de catorce por siete.

En el partido eran famosas las fichas de Heydrich. Una gigantesca habitación junto a su despacho en Berlín guardaba información sobre aquellos a los que el partido consideraba «indeseables»: comunistas, homosexuales, judíos, masones y en general cualquiera al que se le ocurriese comentar que el Führer parecía cansado en su discurso de hoy. Siempre que alguien estuviese dispuesto a denunciar a otro alguien, una nueva ficha se uniría a otras decenas de miles. El destino de los que aparecían en una de esas tarjetas era aún desconocido, pero desde luego nada tranquilizador.

– Si se prohibiese la masonería se esconderían como ratas.

– ¡Exacto! -dijo Heydrich dando una palmada en la mesa. Se inclinó hacia Jürgen e imprimió a su voz un tono confidencial-. Y dígame, ¿sabe por qué quiero los nombres de esa gentuza?

– Porque la masonería es una marioneta de la conspiración judía internacional. Es bien sabido que los banqueros como Rotschild y…

Una enorme carcajada de Heydrich interrumpió el apasionado discurso de Jürgen. Al ver la cara del hijo del barón, el jefe del Servicio de Seguridad se contuvo.

– Caray, Jürgen, no me repita los editoriales del Volkischer Beobachter. Yo mismo ayudo a escribirlos.

– Pero señor, el Führer dice…

– Me pregunto cuánto penetró realmente la navaja que le sacó el ojo, amigo mío -dijo Heydrich mirándole especulativamente.

– No hay ninguna necesidad de ser ofensivo, señor -dijo Jürgen, confundido y furioso.

Heydrich retrocedió un poco ante aquel estallido de Jürgen, pero luego sonrió sibilinamente.

– Está usted lleno de energía, Jürgen. Pero esa pasión tiene que ser razonada. No se convierta en una de las ovejas que balan en las manifestaciones, hágame el favor. Permítame que le dé una pequeña lección de historia -dijo poniéndose en pie y comenzando a pasear alrededor de la gran mesa-. En 1917, los bolcheviques disolvieron todas las logias en Rusia. En 1919, Bela Kun acabó con todos los masones de Hungría. En 1925 Primo de Rivera prohibió las logias en España. Ese mismo año Mussolini hizo lo mismo en Italia. Sus camisas negras sacaban a los masones de la cama en plena noche y los mataban a palos en las calles. Un ejemplo instructivo, ¿no le parece?

Jürgen asintió con la cabeza, sorprendido. Desconocía todo aquello por completo.

– Como verá -continuó Heydrich-, lo primero que hace un gobierno fuerte y con vocación de permanencia es eliminar, entre muchos otros, a los masones. No porque éstos estén a las órdenes de una hipotética conspiración judía. Lo hace porque los que piensan por sí mismos molestan mucho.

– ¿Qué es exactamente lo que quiere de mí, señor?

– Quiero que se infiltre en la masonería. Le daré los contactos adecuados. Usted es noble y su padre perteneció a una logia hace años, le aceptarán sin demasiados reparos. Después su objetivo será conseguir las listas de sus miembros. Quiero los nombres de cada masón de Baviera.

– ¿Tendré carta blanca, señor?

– Hasta nuevo aviso, sí. Aguarde un momento.

Heydrich se dirigió a la puerta, la abrió y ladró un par de instrucciones a un asistente sentado en un banco del pasillo. El asistente dio un taconazo y volvió al cabo de unos instantes con otro joven vestido de calle.

– Pase, pase, Adolf. Querido Jürgen, permítame presentarle a Adolf Eichmann. Es un joven muy prometedor que trabaja en nuestro campo de concentración de Dachau.

– Encantado -dijo Jürgen dándole la mano.

– Lo mismo digo.

– Adolf ha pedido incorporarse a mi oficina, y estoy dispuesto a facilitarle el traslado, pero antes quiero que colabore con usted unos meses. Toda la información que consiga se la suministrará a él, y él se encargará de ponerla en claro. Y cuando hayan terminado este trabajo creo que les podré encargar en Berlín uno de mayor envergadura.

45

Le he visto. Estoy seguro, pensó Clovis abriéndose camino a codazos fuera de la taberna.

Llevaba la camisa empapada en sudor. La noche de julio, especialmente calurosa, no le supuso gran alivio. Pero a él el calor le tenía sin cuidado. Lo había superado en el desierto, cuando supo que Reiner le iba siguiendo por primera vez. Tuvo que abandonar una prospección de diamantes en la cuenca del Orange que parecía prometedora y perderse en Sudáfrica. Había dejado atrás hasta el último de sus materiales de excavación, tan sólo se había llevado lo imprescindible. En lo alto de una loma, con el rifle en la mano, había observado el rostro de Paul por primera vez y puso el dedo en el gatillo.

Tuvo miedo de fallar y se escurrió por la otra cara de la colina, como una serpiente entre las hierbas altas.

Después lo había perdido durante muchos meses, hasta que volvió a tener que huir precipitadamente de una casa de putas en Johannesburgo. Aquella vez tuvo más suerte, ya que Reiner le vio a él primero, pero al otro extremo del local. Cuando cruzaron sus miradas, Clovis fue tan estúpido como para poner cara de susto. Supo al instante que el duro y frío brillo de reconocimiento que se producía en los ojos de Reiner era el del cazador memorizando el contorno de su presa por primera vez. Consiguió escapar por una puerta secreta de la parte trasera, y aún dispuso del tiempo suficiente para volver al hotelucho de mala muerte donde se alojaba y meter toda su ropa a presión en una maleta.

Pasaron tres años antes de que Clovis Nagel se cansase de sentir el aliento de Reiner en la nuca. No podía dormir por las noches sin un arma bajo la almohada. No podía caminar durante mucho rato sin volverse a ver si le seguían. Y no permanecía más de unas pocas semanas en ningún lugar por miedo a despertarse una noche con el brillo acerado de aquellos ojos azules mirándole desde el otro extremo del cañón de un revólver.

Finalmente se había rendido. Sin dinero no podría huir indefinidamente, y el que le había dado el barón se había acabado hacía mucho tiempo. Comenzó a escribirle, pero ninguna de sus cartas obtuvo respuesta alguna, y Clovis subió a un barco con destino a Hamburgo. De nuevo en Alemania, camino de Munich, se había sentido momentáneamente aliviado. Durante los tres primeros días estuvo convencido de que le había dado esquinazo. Hasta que una noche entró a una taberna cercana a la estación de tren y vio el rostro de Paul aparecer entre la masa de parroquianos.

A Clovis se le formó un nudo en el estómago y huyó.

Mientras corría con toda la velocidad que le permitían sus cortas piernas, se dio cuenta del error terrible que había cometido. Había viajado a Alemania sin armas de fuego, pues éstas no estaban permitidas y tenía miedo de que le parasen en la aduana. Aún no había tenido tiempo de hacerse con ninguna, y todo lo que podía usar para defenderse era una navaja automática.

La sacó con cuidado del bolsillo mientras corría calle abajo. Entraba y salía de los conos de luz que formaban las farolas, corriendo de uno a otro como pequeños islotes de salvación, hasta que comprendió que si Reiner le seguía le estaba facilitando demasiado las cosas. Dobló a su derecha por una callejuela peor iluminada que discurría paralela a las vías del tren. Uno de ellos se acercaba traqueteando camino de la estación. Clovis no lo vio, pero pudo oler el humo de la chimenea y sentir la vibración en el suelo.

Hubo un ruido metálico en la otra punta de la callejuela y el ex marino dio un brinco y se mordió la lengua. Volvió a correr, con el corazón a punto de salírsele por la boca. Notaba en la lengua el sabor de la sangre, un funesto presagio de lo que sabía que ocurriría si el otro le alcanzaba.

Dio con un callejón sin salida. Incapaz de seguir, se camufló junto a una pila de cajas de madera con olor a pescado podrido. Las moscas revoloteaban a su alrededor y se le posaron en el rostro y en las manos. Intentó ahuyentarlas, pero un nuevo ruido y una sombra a la entrada del callejón le hicieron quedarse quieto, luchando por reducir al mínimo su respiración.

La sombra se hizo más pequeña y dibujó claramente la silueta de un hombre. Clovis no podía distinguir su rostro, pero no era necesario. Sabía perfectamente quién era.

Sin poder resistirlo más, se lanzó hacia el final del callejón, arrojando al suelo la pila de cajas de madera. Un par de ratas corrieron despavoridas entre sus piernas, lanzando agudos chillidos. Clovis las siguió a ciegas, y vio cómo éstas desaparecían por una puerta entreabierta que le habría pasado desapercibida en la oscuridad de no haberse fijado en los roedores. Encontró un pasillo oscuro y sacó su mechero para orientarse. Se permitió un par de segundos de luz antes de volver a apagarlo y lanzarse a recorrer el camino que había fijado en su memoria. Al final del pasillo tropezó y cayó, lastimándose las manos con unos húmedos escalones de cemento. Sin atreverse a encender el mechero, subió los desgastados escalones con forzada calma, siempre atento al más mínimo ruido a su espalda.

Ascendió durante lo que le pareció una eternidad. Había perdido por completo la noción del tiempo. No había más que tramos de escalones que no parecían conducir a ninguna parte y paredes vacías que no ofrecían ningún refugio.

Finalmente sus pies encontraron un trecho de terreno llano y se atrevió a encender el mechero de nuevo. La temblorosa y amarillenta luz le reveló que se encontraba de nuevo en un pasillo, y al final de éste había una puerta. La empujó hacia dentro con la mano. No estaba cerrada, y entró cautelosamente.

Por fin le he despistado. Esto parece un almacén abandonado. Pasaré aquí un par de horas, hasta que esté seguro de que no me sigue, pensó, respirando de nuevo con normalidad.

– Buenas noches, Clovis -dijo una voz a su espalda.

Clovis se giró, apretando el botón de la navaja automática. La hoja saltó con un clic apenas audible, y el ex marino se lanzó con el brazo extendido hacia la figura que le esperaba junto a la puerta. Fue como intentar alcanzar un rayo de luna. La figura se hizo a un lado, y la punta del acero falló por casi medio metro, yendo a clavarse en la pared. Clovis forcejeó con el mango de la navaja para intentar desprenderla, pero apenas consiguió remover el yeso mugriento antes de que un golpe le enviase al suelo.

– Procura ponerte cómodo. Estaremos aquí un rato.

La voz provenía de la oscuridad. Clovis había perdido el mechero al caer, y éste se había apagado. Intentó levantarse, pero una mano le empujó hacia abajo y volvió a caer. De repente un rayo blanco partió en dos las tinieblas. Su perseguidor había encendido una linterna. Se apuntó con ella a la cara.

– ¿Te suena este rostro?

Clovis miró a Paul Reiner detenidamente.

– No te pareces a él -dijo el ex marino. Su voz tenía un matiz duro y cansado.

La linterna volvió a apuntar hacia Clovis. Éste puso la mano izquierda delante de los ojos, intentando que no le deslumbrase.

– ¡Apunta para otro lado!

– Haré lo que quiera. Ahora jugamos con mis reglas.

El haz de luz se desvió de la cara de Clovis y apuntó hacia la mano derecha de Paul. Empuñaba el Máuser C96 de su padre.

– Está bien, Reiner. Tú mandas.

– Me alegro que estemos de acuerdo.

Clovis se echó la mano al bolsillo. Paul dio un paso amenazador hacia él, pero el ex marino sacó un paquete de tabaco y lo levantó a la luz. También extrajo unas cerillas del bolsillo, por si se le acababa la gasolina al mechero. Al sobrecito le quedaban sólo dos.

– Me has hecho la vida imposible, Reiner -dijo, encendiéndose un cigarrillo sin filtro.

– De vidas destrozadas sé un rato, hijo de puta. Tú me jodiste la mía.

Clovis soltó una carcajada, un sonido cloqueante y desquiciado, tan fuera de lugar en aquella situación como un cura en un burdel. Los ecos de las carcajadas resonaron por el almacén vacío, haciéndose más fantasmales con cada rebote en las distantes paredes.

– ¿Encuentras gracioso el estar a punto de morir, Clovis? -dijo Paul.

La risa se le atragantó a Clovis en la garganta. Si aquella pregunta hubiese sido hecha con rabia o gritando, no se habría asustado tanto. Pero había sido hecha en un tono coloquial, tranquilo. El ex marino estaba seguro de que había una sonrisa al otro lado del haz de luz.

– Tranquilo, chico. Vamos a ver…

– No vamos a ver nada. Quiero que me digas cómo mataste a mi padre y por qué.

– Yo no le maté.

– No, por supuesto. Por eso llevas veintinueve años huyendo.

– ¡Yo no fui, lo juro!

– ¿Quién, entonces?

Clovis meditó unos instantes. Tenía miedo de que si le daba la respuesta, el joven se limitase a disparar. El nombre era su única carta, e intentó jugarla.

– Te lo diré si prometes dejarme ir.

El sonido de un percutor amartillándose resonó en la oscuridad por toda respuesta.

– ¡No, no, Reiner! -chilló Clovis-. Escucha, no es sólo quién mató a tu padre. ¿De qué te serviría saberlo? Lo importante es lo que pasó antes. El porqué.

Hubo unos instantes de silencio.

– Adelante. Te escucho.

46

Todo comenzó el 11 de agosto de 1904. Hasta aquel día habíamos estado pasando un par de semanas maravillosas en Swakopsmund. La cerveza era aceptable para ser africana, se estaba fresco y las chicas eran complacientes. Acabábamos de regresar de Hamburgo y el capitán Reiner me había nombrado asistente suyo. Nuestro barco tenía que estar unos meses haciendo de niñera en la costa de las colonias, para meter miedo en el cuerpo a los malditos ingleses.

– Pero los ingleses no eran el problema, ¿verdad?

– No, chico… Los nativos se habían rebelado unos meses antes. Había llegado un general nuevo para comandar los ejércitos de la colonia. Era el mayor hijo de puta, sádico y malvado que me he echado a la cara. Se llamaba Lothar von Trotta. Comenzó a presionar a los negros. Él tenía órdenes de Berlín de llegar a un acuerdo político con ellos, pero aquello no le importó ni lo más mínimo. Decía que los negros eran subhumanos, monos caídos de los árboles que habían aprendido a usar rifles por imitación. Les acosó hasta que los otros le plantaron cara en Waterberg, y allí estábamos todos los de Swakopmund y Windhoek, con un arma en la mano y maldiciendo nuestra perra suerte.

– Ganasteis.

– Ellos eran tres veces más que nosotros, pero no sabían pelear como un ejército. Cayeron más de tres mil, y nosotros nos hicimos con todo su ganado y sus armas. Y después…

El ex marino encendió otro cigarro con la colilla del anterior antes de continuar. A la luz de la linterna, su rostro se había quedado sin expresión y su voz sin matices ni color.

– Von Trotta os mandó avanzar -dijo Paul para incitarle a seguir.

– Seguro que te han contado esta historia, chico, pero nadie que no estuviese allí sabe lo que fue aquello. Les empujamos al desierto. Sin agua, sin comida. Les dijimos que no regresasen. Envenenamos todos los pozos en un radio de cientos de kilómetros, sin poner avisos. Los que se habían escondido o los que se dieron la vuelta para buscar agua fueron el primer aviso. Los otros… más de veinticinco mil, sobre todo mujeres, niños y ancianos, se metieron en el Omaheke. No quiero imaginar qué fue de ellos.

– Murieron todos, Clovis. Nadie cruza el Omaheke sin agua. Sólo sobrevivieron unas pocas tribus herero al norte.

– Recibimos un permiso. Tu padre y yo quisimos alejarnos de Windhoek todo lo posible. Robamos unos caballos y fuimos hacia el sur. No recuerdo exactamente la ruta que seguimos porque los primeros días estábamos tan borrachos que apenas sabíamos ni cómo nos llamábamos. Recuerdo que pasamos por Kolmanskop, y que allí había un telegrama de Von Trotta aguardando a tu padre, decía que su permiso se había acabado y que le ordenaba regresar a Windhoek. Tu padre rompió en pedazos el telegrama y dijo que no pensaba regresar nunca. Todo aquello le había afectado demasiado.

– ¿Estaba afectado realmente? -dijo Paul. Clovis pudo leer la ansiedad en su voz, y supo que había encontrado una grieta en la armadura de su adversario.

– Los dos lo estábamos. Seguimos emborrachándonos y cabalgando, alejándonos del horror sin saber hacia dónde. Una mañana llegamos a una granja aislada en la cuenca del Orange. Había una familia de colonos alemanes, y que el diablo me lleve si el padre no era el ser más estúpido que vi jamás. Tenían un riachuelo en la finca, y las niñas se quejaban de que estaba lleno de piedrecitas y que cuando se bañaban se hacían daño en los pies. El padre sacó las piedras una a una y las amontonó en la parte de atrás de la casa, «para hacer un caminito empedrado», decía. Sólo que no eran piedras.

– Eran diamantes -dijo Paul, que tras años trabajando en las minas sabía que este error había ocurrido más de una vez. Sin tallar y pulir, el aspecto de algunas variedades de diamante era tan basto que mucha gente inculta los confundía con piedras translúcidas.

– Los había gordos como huevos de paloma, chico. Otros muchos pequeños y blancos, e incluso uno rosáceo, de este tamaño -dijo levantando el puño cerrado hasta el haz de luz-. Aquéllos eran los tiempos en los que en el Orange se podían encontrar sin demasiado esfuerzo, aunque te arriesgabas a que los inspectores del gobierno te pegasen un tiro si merodeabas cerca de las prospecciones, y nunca faltaban cadáveres secándose al sol en los cruces de los caminos bajo el cartel de «ladrón de diamantes». Pues bien, en el Orange había muchos, pero nunca vi una concentración como la de aquel granjero. Nunca.

– ¿Qué dijo el hombre al saberlo?

– Aquel hombre era un estúpido, ya te lo he dicho. Sólo se preocupaba de su Biblia y de sus cultivos, y nunca dejaba que nadie de su familia bajase a la ciudad, ni tenían visitas pues vivían lejos de todo. Y menos mal, porque cualquiera con dos dedos de frente que hubiese pasado por allí antes que nosotros hubiera sabido de inmediato lo que eran aquellas piedras. Tu padre vio la pila de diamantes mientras nos enseñaban la propiedad y me hundió el codo en las costillas. Justo a tiempo, porque yo estaba a punto de hablar como un idiota, que me cuelguen si no. La familia nos acogió sin reparos, y durante la cena tu padre estuvo de un humor pésimo. Dijo que quería irse pronto a dormir, que estaba cansado, y cuando el granjero y su mujer nos ofrecieron su habitación tu padre insistió en dormir en el salón, sobre unas mantas.

– Para poder levantarse a medianoche.

– ¡Y bien que lo hicimos! Había un baúl de cuero y madera junto a la chimenea, donde la familia guardaba sus baratijas. Lo vaciamos todo en el suelo, con cuidado de no hacer ruido. Fuimos a la parte de atrás y metimos todas las piedras en el baúl, y créeme, aunque era grande las piedras llenaban las tres cuartas partes. Pusimos una manta encima, y luego subimos el baúl al pequeño carromato que el padre usaba para ir a por suministros a la ciudad. Todo hubiera ido bien de no ser por el maldito perro que dormía debajo. Cuando enjaezamos nuestros propios caballos al carromato y lo hicimos avanzar, le aplastamos la cola con las ruedas sin darnos cuenta. ¡Maldita sea mi estampa, cómo aulló el puto animal! El granjero se levantó escopeta en mano. Aunque era bastante estúpido no lo era del todo, de nada le sirvieron nuestras peregrinas explicaciones inventadas sobre la marcha, porque se olió el pastel. Tu padre tuvo que sacar esa pistola, la misma con la que me apuntas ahora, y volarle la cabeza de un tiro.

– Estás mintiendo -dijo Paul. El haz de luz tembló ligeramente.

– No, chico, que me parta un rayo ahora mismo si no digo la verdad. Le mató y le mató bien, y yo tuve que azuzar los caballos porque la madre y las dos hijas salieron al porche y se pusieron a chillar. Salimos de allí como alma que lleva el diablo. No habríamos recorrido ni diez millas cuando tu padre me mandó parar y bajarme del carro. Yo le dije que estaba loco, y creo que no me equivocaba. La suma de tanta violencia y tanto alcohol ya le habían convertido en una sombra de lo que era. Matar al granjero fue el empujón final. Daba igual, porque él tenía su pistola y yo la mía la había perdido en una noche de borrachera, así que al infierno con todo, dije, y me bajé.

– ¿Qué hubieras hecho si hubieras tenido una pistola, Clovis?

– Le hubiera pegado un tiro -respondió el ex marino, sin pensárselo dos veces. En aquel momento ya había descubierto cómo podía cambiar las tornas de aquella situación a su favor.

Sólo necesito llevarle al punto adecuado.

– Sigue -dijo Paul. En su voz había menos confianza que antes.

– Sin saber qué hacer, yo seguí por aquel camino de tierra que nos devolvería al pueblo. Tu padre se largó de madrugada. Pasaba del mediodía cuando volvió, y esta vez no traía el carruaje sino tan sólo nuestros caballos. Me dijo que había enterrado el baúl en un lugar que sólo él conocía, y que regresaríamos a buscarlo cuando se calmasen las cosas.

– No confiaba en ti.

– Pues claro que no. Y hacía bien. Dejamos el camino, pues teníamos miedo de que la mujer y las hijas del colono muerto alertasen a alguien de alguna manera, y no entramos en la ciudad. Enfilamos hacia el norte, durmiendo al raso y mal, pues tu padre hablaba en sueños y gritaba mucho. No se le quitaba aquel granjero de la cabeza. Y así siguió hasta que volvimos a Swakopsmund, y nos enteramos de que a ambos nos buscaban por deserción y que tu padre había perdido el mando del barco. De no haber mediado el asunto de los diamantes, tu padre probablemente se habría presentado, pero teníamos miedo de que nos relacionasen con lo que había pasado en el Orange, así que nos largamos. Huimos de la policía militar por un pelo subiendo a un barco con destino a Alemania como polizones, y mal que bien conseguimos llegar vivos.

– ¿Fue entonces cuando acudisteis al barón?

– Hans estaba obsesionado con regresar al Orange a por aquel baúl, y yo también. Pasamos unos días en el palacete, escondidos. Tu padre le contó todo al barón, y éste se volvió loco, igual que tu padre, igual que todos. Quiso que le revelase la localización exacta, pero Hans se negó. El barón estaba arruinado y no disponía del dinero necesario para cumplir sus condiciones, así que Hans le firmó unos papeles en los que le transfería la casa en la que vivías con tu madre, y un pequeño negocio que los dos poseían. Se suponía que el barón los vendería para financiar los gastos de recuperar el baúl. Ninguno de los dos nos podíamos encargar de ello ya que para esa fecha también nos buscaban en Alemania.

– La noche de su muerte. ¿Qué sucedió?

– Hubo una discusión fuerte. Mucho dinero, cuatro personas furiosas gritando. Tu padre paró una bala con las tripas.

– ¿Cómo pasó?

Con parsimonia, Clovis sacó el paquete de tabaco y el sobrecito de cerillas. Cortó la última y la prendió cuidadosamente. Luego se encendió un cigarro y exhaló el humo hacia el haz de la linterna.

– ¿Por qué te interesa tanto, Paul? ¿Por qué te importa tanto la vida de un asesino?

– ¡No llames eso a mi padre!

Vamos… acércate.

– ¿Ah no? ¿Cómo llamas a lo que hicimos en Waterberg, chico? ¿Cómo llamas a lo que le hizo al granjero? Le voló la cabeza, le dio justo aquí -dijo tocándose la frente.

– ¡Que te calles, te digo!

Dando un grito de rabia, Paul se acercó y levantó el brazo derecho para golpear a Clovis. El cañón de la pistola dejó de apuntar al ex marinero por un segundo, y Paul se colocó lo suficientemente cerca como para que Clovis viese su cara. Con un hábil movimiento le arrojó el cigarrillo encendido a los ojos. El joven apartó la cara, y dio un paso atrás, protegiéndose instintivamente. El cigarro no le hizo daño, pero le compró a Clovis tiempo suficiente como para darse la vuelta y escapar corriendo, jugándose su última carta a la desesperada.

No me disparará por detrás.

– ¡Detente, cabrón!

Y mucho menos sin saber quién fue.

Paul echó a correr tras él. La espalda de Clovis entraba y salía del haz de la linterna, mientras el ex marinero corría hacia la zona trasera del almacén, tratando de salir por el lugar por el que su perseguidor había entrado. Pudo distinguir al final una puerta junto a una ventana cuyos cristales estaban pintados de negro. Apretó aún más el paso, y ya estaba a punto de alcanzar la puerta cuando los pies se le enredaron en algo de basura que los antiguos ocupantes del lugar habían dejado tras de sí.

Cayó de bruces. Estaba intentando levantarse cuando Paul le alcanzó y le agarró por la chaqueta. El ex marinero intentó ponerse en pie y golpear al mismo tiempo al joven, pero falló y trastabilló peligrosamente hacia la ventana.

– ¡No! -gritó Paul, tratando de agarrarle.

Clovis, luchando por mantener el equilibrio, tendió los brazos hacia Paul. Sus dedos rozaron los del joven por un instante antes de perder por completo la verticalidad y estrellarse contra la ventana. Los viejos cristales cedieron como si fueran de papel, y el cuerpo del ex marinero pasó a través de la abertura y desapareció en la oscuridad.

Hubo un chillido breve y un golpe seco.

Paul se asomó a la ventana y apuntó con su linterna hacia el suelo. Diez metros por debajo, el cadáver de Clovis yacía en mitad de una mancha creciente de sangre que empapaba la basura del callejón.

47

Jürgen arrugó la nariz al entrar en el asilo. El lugar apestaba a meados y a suciedad, mal camuflados por un olor a desinfectante.

Tuvo que preguntar a una enfermera el camino, pues era la primera vez que iba a visitar a Otto desde que le metieron allí, once años atrás. La mujer, parapetada tras un escritorio, leía una revista con cara de aburrimiento y los pies fuera de los blancos zuecos. Al ver al flamante Obersturmführer que se erguía ante él, la enfermera se puso en pie con el brazo en alto tan deprisa que le cayó de la boca el cigarro que estaba fumando. Insistió en acompañarle personalmente.

– ¿No tiene miedo de que se le escape alguno? -preguntó Jürgen mientras caminaban por los pasillos, señalando a los ancianos que deambulaban sin rumbo cerca de la entrada.

– A veces ocurre, sobre todo cuando voy al baño. No pasa nada, el hombre del quiosco de la esquina los suele traer de vuelta.

La enfermera le dejó en la puerta de la habitación del barón.

– Aquí está divinamente, señor. Incluso tiene una ventana. ¡Heil Hitler! -dijo antes de irse.

Jürgen devolvió el saludo con desgana, contento de que aquella mujer desapareciese. Quería aquel momento sólo para él.

La puerta de la habitación estaba abierta, y Otto yacía en una silla de ruedas junto a la ventana, dormido. Un hilo de baba le goteaba sobre el pecho, oscureciéndole la bata y ensuciando su viejo monóculo con filo de oro, cuyo cristal aparecía ahora roto. El joven recordó lo distinta que era su estampa el día después del golpe de Estado. Lo enfurecido que estaba porque había fracasado, aunque él personalmente no hubiese contribuido en absoluto.

Jürgen había sido momentáneamente detenido e interrogado, aunque mucho antes de que todo acabase había tenido el buen sentido de sustituir su camisa parda empapada de sangre por otra limpia, y no llevaba ningún arma de fuego. No hubo consecuencias para él, como para casi nadie. El propio Hitler pasó sólo nueve meses en la cárcel.

Jürgen regresó a casa, pues los cuarteles de las SA habían sido clausurados y la organización disuelta. Pasó varios días encerrado en su habitación, sin hacer caso de los intentos de su madre por averiguar qué había pasado con Ilse Reiner y discurriendo cómo utilizar la carta que había robado a la madre de Paul.

A la madre de mi hermano, se repitió, confuso.

Finalmente mandó realizar copias fotostáticas de la carta y le presentó una a su madre y otra a su padre, una mañana después del desayuno.

– ¿Qué diablos es esto? -dijo el barón, tomando las hojas. No había alcanzado la mitad cuando se puso en pie, arrojando la silla al suelo.

– Lo sabes demasiado bien, Otto.

– Jürgen! ¡Más respeto! -dijo su madre horrorizada.

– Después de lo que he leído aquí, no tengo por qué.

– ¿Dónde está el original? -preguntó Otto con voz ronca.

– En un lugar seguro.

– ¡Tráelo!

– No pienso hacerlo. Esto son sólo unas pocas copias. El resto las he mandado a los periódicos y a la jefatura de policía.

– ¡Qué has hecho! -gritó Otto, rodeando la mesa. Trató de alzar el puño para golpearle, pero el movimiento le salió a cámara lenta y se interrumpió a la mitad. Jürgen y su madre se quedaron mirando boquiabiertos cómo el barón bajaba de nuevo el brazo e intentaba levantarlo sin conseguirlo.

– No veo. ¿Por qué no veo? -preguntó Otto.

Se desplomó hacia delante, arrastrando el mantel del desayuno en su caída. Varios platos, tazas y cubiertos le cayeron encima, desparramando su contenido, pero el barón no pareció darse cuenta y quedó inmóvil en el suelo. Lo único que se oía en el comedor eran los chillidos de la criada, aún con una bandeja de tostadas recién hechas en la mano.

De pie en la entrada de la habitación, Jürgen no pudo evitar una mueca de amargura al recordar su ingenuidad de entonces. El médico dijo que había sufrido una apoplejía que le había privado por completo del habla y del movimiento de las piernas.

– Con los excesos que ha cometido este hombre en su vida, no me extraña. No creo que dure más de seis meses -dijo el galeno, mientras guardaba los instrumentos en su maletín de cuero. Fue una suerte, porque así se ahorró la sonrisa cruel que pasó por el rostro de Jürgen al escuchar el diagnóstico.

Y aquí estás, once años después.

Entró sin hacer ruido y, tomando una silla, se sentó frente al enfermo. La luz que entraba por la ventana podía parecer la de unos idílicos rayos de sol, pero no era más que el reflejo de éste en el muro blanco y desnudo del edificio de enfrente, que era toda la vista que tenía el barón.

Jürgen, harto de esperar a que despertara, carraspeó varias veces. El barón parpadeó y finalmente enderezó la cabeza. Se quedó mirando fijamente al joven, pero si hubo sorpresa o miedo sus ojos no lo reflejaron. Jürgen reprimió su decepción.

– ¿Sabes, Otto? Durante mucho tiempo me esforcé muchísimo por ganar tu aprobación. Claro que a ti eso no te importaba lo más mínimo. Tú no tenías ojos más que para Eduard.

Hizo una breve pausa, esperando una reacción, un movimiento, algo. Pero sólo obtuvo la misma mirada de antes, atenta pero gélida.

– Fue un enorme alivio enterarme de que no eras mi padre. De repente fui libre para odiar al cerdo cornudo y repugnante que me había ignorado durante todo aquel tiempo.

Tampoco los insultos produjeron el más mínimo efecto.

– Luego tuviste el ataque, y nos dejaste a mi madre y a mí por fin en paz. Pero como todo lo que has hecho en tu vida, quedó a medias. Te he dado demasiado margen para corregir ese error, y hace tiempo que meditaba cómo quitarte de en medio. Mira tú por dónde… hay alguien que podría ahorrarme la molestia.

Tomó el periódico que traía bajo el brazo. Lo sostuvo frente a la cara del viejo, a una distancia suficiente como para que pudiera leerlo. Mientras, él iba recitando de memoria el contenido del artículo. Lo había leído una y otra vez durante la noche, anticipando el momento en el que el viejo lo leyese.


IDENTIFICADO CADÁVER MISTERIOSO


Munich (Redacción). El cadáver desconocido hallado la semana pasada en un callejón cerca de Hauptbahnhof ha podido ser identificado al fin por la policía. Se trata del antiguo teniente de marina Clovis Nagel, quien tenía desde 1904 una cita pendiente con un consejo de guerra tras desertar de su puesto durante una misión en África del Suroeste. Aunque había regresado al país con nombre falso, las autoridades pudieron identificarlo gracias al gran número de tatuajes que cubrían su torso. Por el momento no se conocen más detalles sobre las circunstancias que rodearon su muerte, que como recordarán nuestros lectores, se produjo al caer desde una gran altura, probablemente empujado. La policía ha recordado que cualquier persona que tuviese contacto con Nagel es sospechosa, por lo que ruegan que quien posea información lo ponga en conocimiento de las autoridades de inmediato.


– Paul ha vuelto. ¿Verdad que es genial?

Por la mirada del viejo barón cruzó un destello de miedo. Duró apenas unos segundos, pero Jürgen lo saboreó como si fuera la gran humillación que en su mente retorcida había imaginado.

Se levantó y fue hasta el cuarto de baño. Tomó un vaso y lo llenó hasta la mitad bajo el grifo. Luego volvió a sentarse junto al barón.

– Sabes que ahora vendrá a por ti. Y supongo que no querrás ver tu nombre en los titulares, ¿verdad Otto?

Jürgen sacó del bolsillo una cajita metálica, no más grande que un sello de correos. La abrió y extrajo de ella una pequeña píldora de color verde, que dejó sobre la mesa.

– Hay un nuevo departamento de las SS que está experimentando con estas preciosidades. Tenemos agentes por el mundo, gente que en un momento dado tiene que desaparecer sin ruido y sin dolor -dijo el joven, omitiendo el hecho de que la segunda parte aún no se había conseguido-. Evítanos la vergüenza, Otto.

Tomó su gorra y se la caló de nuevo. Caminó hasta la puerta y al llegar se dio la vuelta. Vio a Otto adelantar su mano izquierda hasta la pastilla y sostenerla entre los dedos, con un rostro tan inexpresivo como el que le había dedicado a Jürgen. Después la mano ascendió hasta la boca en un viaje tan lento que el movimiento era inapreciable.

Jürgen se marchó. Por un instante el joven estuvo fuertemente tentado de quedarse a ver el espectáculo, pero era mejor ceñirse al plan para evitar potenciales problemas.

A partir de mañana, el servicio se dirigirá a mí como barón von Schroeder. Y cuando mi hermano venga a buscar respuestas, tendrá que pedírmelas a mí.

48

Dos semanas después de la muerte de Nagel, Paul se atrevió por fin a salir a la calle de nuevo, deseoso de despejar sus pensamientos.

El ruido del cuerpo del ex marino impactando contra el suelo del callejón había rebotado por su cabeza como un eco oscuro durante el tiempo que había pasado encerrado en la habitación que había alquilado en una pensión de Schwabing. Había ido al antiguo edificio que compartía con su madre, pero éste era ahora un bloque de pisos.

No era lo único que había cambiado en Munich en su ausencia. Las calles estaban más limpias y ya no había parados en las esquinas. Habían desaparecido las colas frente a las iglesias y las oficinas de empleo. La gente ya no iba a comprar el pan cargada con dos maletas de billetes pequeños. No había sangrientas batallas de taberna. Las enormes columnas de avisos, que se podían encontrar en las calles principales, tenían otras cosas que contar. Antes rebosaban avisos de mítines, encendidas proclamas y decenas de carteles de «Se busca por robo». Ahora mostraban pacíficas reuniones de clubes de horticultura.

En lugar de aquellos presagios funestos, Paul se había encontrado con la profecía cumplida. Grupos de niños con brazaletes rojos paseaban la esvástica por doquier. A su paso todos los transeúntes debían alzar el brazo y gritar «Heil Hitler», si no querían arriesgarse a que un par de agentes de paisano les tocasen en el hombro y les conminasen a acompañarles. Algunos, los menos, se escabullían en un portal para huir del saludo, pero esta solución no siempre era posible, y al final todos acababan levantando el brazo antes o después.

Por doquier la gente caminaba con la bandera de la araña negra bien visible, ya fuera en forma de alfiler de corbata, de brazalete o de pañuelo para el cuello. En las paradas de los tranvías y en los quioscos las vendían junto con el billete y el periódico. Aquella furia patriótica se había desatado desde que a finales de junio decenas de líderes de las SA fueran asesinados en plena noche por «traición a la patria». Hitler había mandado con ello el doble mensaje de que nadie estaba a salvo y de que en Alemania sólo mandaba él. El miedo era patente en cada rostro, por lo mucho que todos se esforzaban en disimularlo.


El paseo por la ciudad le alivió durante un buen rato, aunque fuera a costa de la preocupación que sentía por el rumbo que estaba tomando Alemania.

– ¿Quiere un alfiler de corbata, señor? -le ofreció un mozalbete, después de escrutarle de arriba abajo. Llevaba una larga tira de cuero con varios modelos prendidos, desde el águila sosteniendo el escudo nazi hasta la simple cruz gamada.

Paul negó con la cabeza y siguió caminando.

– Es recomendable llevar uno puesto, señor. Una excelente señal de apoyo a nuestro glorioso Führer -insistió el chico, corriendo unos metros detrás de él. Al ver que Paul no cedía, le sacó la lengua y buscó nuevos blancos.

Moriré antes de llevar ese símbolo, pensó Paul.

Por desgracia su cabeza volvió a sumirse enseguida en el estado febril y nervioso en el que había estado desde la muerte de Nagel. La historia del que fuera asistente de su padre le había dejado inmerso en las dudas, no sólo acerca de cómo continuar su investigación, sino sobre la naturaleza de la misma. Si creía a Nagel, Hans Reiner había llevado una vida compleja y torcida, y había cometido un crimen por dinero.

El repugnante ex teniente no era desde luego el más fiable de los informadores. A pesar de ello la canción que había cantado no desentonaba con la nota oscura que siempre había resonado en el corazón de Paul cuando pensaba en el padre al que jamás había conocido.

Viendo la pesadilla tranquila, luminosa y recta en la que se sumía Alemania con entusiasmo, el joven se preguntó si él no se estaría despertando de la suya propia.

La semana pasada cumplí treinta años, pensó con amargura paseando junto a la orilla del Isar, donde las parejas de enamorados se acumulaban en los bancos, y he desperdiciado más de un tercio de mi vida buscando a un padre que tal vez no merecía el esfuerzo. Dejé a la persona que amaba, sin obtener a cambio más que sacrificios y tristeza.

Tal vez por eso idealizaba a Hans cada vez que soñaba despierto: por la necesidad de compensar la realidad oscura que se atrevía a intuir en los silencios de Ilse.

Cuando quiso darse cuenta, comprendió que se estaba despidiendo de Munich una vez más. Por su cabeza sólo cruzaba el deseo de abandonar, marcharse de Alemania y regresar a África, el lugar donde, sin ser feliz, al menos había podido encontrar una parte de su alma.

Pero he llegado tan lejos… ¿cómo permitirme renunciar ahora?

El problema era que tampoco sabía cómo continuar. La desaparición de Nagel se había llevado por delante no sólo sus esperanzas sino la última pista sólida que le quedaba. Deseó fervientemente que su madre hubiera confiado más en él, pues tal vez entonces ella seguiría viva.

Podría ir a buscar a Jürgen… hablarle de lo que mi madre me contó antes de morir. Tal vez él sepa algo.

Al cabo de un rato desechó también aquella idea. Había tenido suficiente contacto en su vida con los von Schroeder, y lo más probable era que Jürgen continuase odiándole por lo sucedido en la cochera del carbonero y la pérdida de su ojo. Dudaba que el tiempo hubiese servido para aplacar una personalidad como la suya. Y si le decía, sin aportar prueba alguna, que tenía razones para pensar que ellos dos podían ser hermanos, su reacción sería terrible. Y ni el barón ni Brunhilda serían tampoco interlocutores demasiado amables. No, había topado con un callejón sin salida.

Se acabó. Me marcho.

Sus pasos erráticos le llevaron hasta Marienplatz. Decidió ir a hacer una última visita a Sebastian Keller antes de abandonar la ciudad para siempre. Camino de la librería se preguntó si aún seguiría en pie, o si por el contrario su dueño habría sucumbido a las crisis de los años veinte como tantos y tantos otros negocios habían hecho.

Sus temores resultaron infundados. El local aparecía como siempre, pulcro y ordenado, con sus amplios escaparates, en los que se ofrecía una cuidada selección de poesía clásica alemana. Entró sin entretenerse demasiado, y enseguida Keller asomó desde la parte de atrás, igual que el día que le conoció en 1923.

– ¡Paul! ¡Dios santo, qué sorpresa!

El librero se adelantó y le estrechó la mano con una cálida sonrisa en el rostro. Apenas había pasado el tiempo por él. Seguía tiñéndose el pelo de blanco, y ahora lucía unas gafas nuevas con montura de oro y alguna que otra arruga en torno a los ojos, pero por lo demás mantenía el mismo aire de tranquila sabiduría.

– Buenas tardes, señor Keller.

– Pero que alegría Paul. ¿Dónde te has metido todo este tiempo? Te dábamos por desaparecido… Leí en los periódicos acerca del incendio en la pensión y temí que tú también hubieras muerto. ¡Podrías haber escrito!

Algo avergonzado, Paul se disculpó por no haber dado señales de vida durante todos aquellos años. Keller, contra su costumbre, cerró la librería y llevó al joven a la trastienda, donde tomaron té y hablaron durante un par de horas sobre los viejos tiempos. Paul le narró sus viajes por África, los diversos trabajos que había desempeñado y sus experiencias con culturas extrañas y diferentes.

– Has vivido verdaderas aventuras… ya quisiera tu admirado Karl May haber estado en tu piel.

– Supongo que sí… aunque en las novelas las cosas son muy distintas -dijo Paul, con una sonrisa amarga, pensando en el trágico final de Nagel.

– ¿Y qué hay de la masonería, Paul? ¿Has continuado en contacto con alguna logia durante todo este tiempo?

– No, señor.

– Bueno, al fin y al cabo el orden es la esencia de nuestra Hermandad. Por suerte esta noche hay una tenida. Tienes que venir, y no acepto un no por respuesta. Podrás retomar tus trabajos donde los dejaste -dijo Keller, dándole una palmada en el hombro.

Paul, incapaz de zafarse del compromiso, aceptó.

49

Aquella noche, de nuevo en el templo, Paul volvió a sentir la sensación de artificiosidad impuesta y aburrimiento que le inundó años atrás cuando acudió por primera vez a una tenida masónica. El lugar estaba lleno a rebosar con más de un centenar de personas.

En un momento dado Keller, que seguía siendo el Gran Maestre de la Logia del Sol Naciente, se levantó y presentó a Paul a los hermanos masones. Muchos le conocían, pero al menos una decena de nuevos miembros le saludaron por primera vez.


Salvo cuando Keller se refirió a él directamente, Paul estuvo ausente durante gran parte de la tenida. Tan sólo al final, uno de los hermanos más antiguos -alguien llamado Furst- se levantó para proponer un tema que no estaba en el orden del día.

– Venerable Gran Maestre, un grupo de hermanos y yo hemos estado hablando acerca de la situación actual.

– ¿A qué te refieres, hermano Furst?

– A la preocupante sombra del nazismo sobre la masonería.

– Hermano, ya conoces las normas. Nada de política en el templo.

– Pero el Gran Maestre convendrá conmigo en que las noticias que llegan desde Berlín y desde Hamburgo son preocupantes. Allí muchas de las logias se han disuelto por voluntad propia. Aquí en Baviera no queda ninguna de las prusianas.

– ¿Estás proponiendo por tanto la disolución de esta logia, hermano Furst?

– En absoluto. Pero creo que podría ser conveniente que adoptásemos medidas que han adoptado otras para asegurar su permanencia.

– ¿Y cuáles son?

– La primera, cortar lazos con hermandades de fuera de Alemania.

Varios murmullos siguieron a esa afirmación. La masonería era por tradición una sociedad internacional, y las logias eran más respetadas cuantos más vínculos mantuviesen con otras que las reconociesen.

– Silencio, por favor. Cuando el hermano termine, los demás podrán dar su opinión sobre el tema.

– La segunda es renombrar nuestra sociedad. Otras logias en Berlín han cambiado su denominación a «Orden de los Caballeros Teutónicos».

Aquello desató una nueva oleada de murmullos. ¡Cambiar el nombre de la orden era inaceptable!

– Y por último, creo que deberíamos dispensar de la logia, con todos los honores, a los hermanos cuya condición ponga en peligro nuestra supervivencia.

– ¿Y qué hermanos son estos?

Furst carraspeó antes de continuar, visiblemente incómodo.

– Los hermanos judíos, por supuesto.

Paul saltó de su asiento, sorprendido. Intentó pedir la palabra, pero el interior del templo se había convertido en un pandemonio de gritos y de imprecaciones. El barullo se prolongó durante minutos, en los que todos intentaron hablar sin conseguirlo. Keller dio varios golpes en su atril con el mazo que le servía para moderar las tenidas, y que rara vez usaba.

– ¡Orden, orden! ¡Intentemos hablar de uno en uno o tendré que disolver la tenida!

Los ánimos se atemperaron un poco, y los oradores tomaron la palabra para apoyar o rechazar la medida. Paul fue contando el número de intervenciones, y quedó muy sorprendido al ver que había un empate entre las dos posturas. Intentó pensar en algo que aportar que tuviese sentido y coherencia. No se le ocurría nada, y sin embargo tenía la urgente necesidad de transmitir lo injusto que era lo que estaba escuchando.

Finalmente Keller le señaló con el mazo. Paul se levantó y dijo:

– Hermanos, es la primera vez que hablo en esta logia. Muy posiblemente, también será la última. He asistido atónito al debate que ha suscitado la propuesta del hermano Furst, y lo que me asombra no es escuchar vuestras opiniones, sino el mero hecho de que nos hayamos detenido por un instante a debatirlas.

Hubo murmullos de aprobación.

– Yo no soy judío. Por mis venas corre sangre aria, o al menos eso creo. En realidad no estoy muy seguro de lo que soy, o de quién soy. Llegué a esta noble institución tras los pasos de mi padre, sin otra pretensión que indagar sobre mí mismo. Circunstancias de la vida me han alejado de vosotros durante largo tiempo, pero al volver no me imaginaba que las cosas iban a ser tan distintas. Entre estos muros perseguimos supuestamente la iluminación. ¿Podéis explicarme, hermanos, desde cuándo esta institución discrimina a los hombres por otra cosa que no sean sus actos, justos o injustos?

Hubo nuevos murmullos de asentimiento, y Paul vio cómo Furst se levantaba de su asiento.

– ¡Hermano, has pasado mucho tiempo fuera y no sabes lo que sucede en Alemania!

– Es cierto. Vivimos un tiempo oscuro. Pero es en estos momentos cuando hay que agarrarse con mayor firmeza a nuestras creencias.

– ¡Lo que está en juego es la supervivencia de la logia!

– Sí, pero ¿a costa de que la logia deje de ser lo que es ahora?

– Si es preciso…

– Hermano Furst, si cruzando el desierto notases que el sol arrecia y que se te vacía la cantimplora ¿mearías dentro para evitar que se terminase el líquido?

El techo del templo vibró ante la carcajada general. Furst hervía de furia, pues estaba perdiendo la partida.

– ¡Y pensar que así habla el descastado hijo de un desertor! -exclamó rabioso.

Paul encajó el golpe como pudo. Apretó con fuerza el respaldo del asiento que estaba frente a él. Sus nudillos se pusieron blancos por el esfuerzo.

Tengo que controlarme, o de lo contrario ganará él.

– Venerable Gran Maestre ¿vais a permitir que el hermano Furst convierta mi exposición en un fuego cruzado?

– El hermano Reiner tiene razón. Ateneos a la regla del debate.

Furst asintió con una amplia sonrisa que puso a Paul en guardia.

– Con sumo gusto. En ese caso os ruego que retiréis la palabra al hermano Reiner.

– ¿Cómo? ¿Con qué argumentos? -dijo Paul, tratando de no gritar.

– ¿Vas a negar que sólo asististe a las tenidas de la logia durante unos meses antes de desaparecer?

Paul se azoró.

– No, pero…

– Por tanto no has alcanzado aún el grado de Compañero, y no tienes derecho a intervenir en las tenidas -le interrumpió Furst.

– Hace más de once años que soy aprendiz. El grado de Compañero se alcanza a los tres años automáticamente.

– Sí, pero sólo cuando asistes regularmente a los trabajos. En caso contrario tiene que ser aprobado antes por una mayoría de los hermanos. Por tanto no puedes hablar en este debate -dijo Furst, sin poder ocultar su satisfacción.

Paul miró alrededor en busca de apoyos. Todos los rostros le contemplaban en silencio. Incluso Keller, que parecía deseoso de ayudarle hacía unos instantes, ahora callaba.

– Muy bien. Si éste es el espíritu que ha de prevalecer, entonces renuncio a pertenecer a la logia.

Poniéndose en pie salió de la bancada y caminó hasta el atril que ocupaba Keller. Se quitó el mandil y los guantes, y los arrojó a sus pies.

– Ya no estoy orgulloso de estos símbolos.

– ¡Y yo tampoco!

Uno de los asistentes, alguien llamado Joachim Hirsch, se levantó. Hirsch era judío, recordó Paul. Él también arrojó sus símbolos a los pies del atril.

– No aguardaré a que se pronuncie una votación sobre si debo ser expulsado de esta logia a la que he pertenecido durante veinte años. Antes me marcharé -dijo poniéndose al lado de Paul.

Al oír aquello, muchos otros se levantaron. La mayoría eran judíos, aunque unos pocos, observó Paul con alegría, se mostraban igualmente indignados sin serlo. En un minuto más de treinta mandiles se apilaron sobre el mármol ajedrezado, entre el caos y el bochorno del resto de los asistentes.

– ¡Basta! -gritó Keller, dando golpes con el mazo, tratando de hacerse oír sin conseguirlo-. Si no me obligase mi puesto, yo también arrojaría ese mandil. Respetemos a quienes han tomado esta decisión.

El grupo de disidentes comenzó a abandonar el templo. Paul fue de los últimos en salir, y lo hizo con la cabeza alta pero aun así lleno de pesadumbre. Aunque no se hubiera encontrado nunca a gusto entre los masones, le dolía ver cómo un grupo de personas inteligentes y cultas como aquél quedaba escindido por culpa del miedo y la intolerancia.


Caminó en silencio hasta el recibidor. Algunos de los disidentes habían formado un pequeño corro, aunque la mayoría habían tomado sus sombreros y estaban ya saliendo a la calle por turnos, en grupos de dos o tres para no llamar la atención. Paul cogió el suyo y se disponía a hacer lo propio cuando alguien le tocó la espalda.

– Permítame estrecharle la mano -era Hirsch, el que había tirado al suelo su mandil tras hacerlo Paul-. Muchas gracias por darnos ejemplo, pues sin usted yo no me habría atrevido.

– No hay por qué. Tan sólo reaccioné ante una injusticia, eso es todo.

– Ojalá más personas hicieran como usted, Reiner. De este modo Alemania no estaría así. Esperemos que sea sólo un viento pasajero.

– La gente tiene miedo -dijo Paul encogiéndose de hombros.

– No me extraña. Desde hace tres o cuatro semanas la Gestapo tiene autoridad para actuar extrajudicialmente.

– ¿A qué se refiere?

– En la práctica pueden detener a quien quieran sólo por «caminar sospechosamente».

– ¡Pero eso es absurdo! -dijo Paul, atónito.

– No lo es -dijo otro de los que aún aguardaban su turno para salir-. Al cabo de unos días la familia recibe un aviso.

– O les llaman para identificar el cadáver -intervino un tercero con tono lúgubre-. Ya le ha pasado a algún conocido mío, y la lista va en aumento. Krickstein, Cohen, Tannenbaum…

Al oír aquel último nombre, a Paul le dio un vuelco el corazón.

– ¡Espere un momento! ¿Ha dicho Tannenbaum? ¿Qué Tannenbaum?

– Josef Tannenbaum, el industrial. ¿Le conoce?

– Más o menos. Podría decirse que soy… amigo de la familia.

– Entonces me entristece comunicarle que Josef Tannenbaum ha muerto. El entierro tendrá lugar mañana por la mañana.

50

Debería ser obligatorio que lloviese en los entierros -dijo Manfred.

Alys no respondió. Se limitó a tomarle de la mano con fuerza.

Tiene razón, pensó mirando alrededor. Las blancas lápidas refulgían bajo el sol de la mañana, creando un ambiente de serenidad que no casaba con su estado de ánimo.

Alys, que tan poco conocía sus emociones y que tan frecuentemente era víctima de ese desconocimiento, no era capaz de identificar cómo se sentía. Había odiado a su padre con toda su alma de manera ininterrumpida desde que les obligó a volver de Ohio quince años atrás. Su odio había ido adquiriendo distintas tonalidades. Primero lo tiñó de un matiz enrabietado de adolescente despechada a la que le llevan la contraria. De ahí pasó al desprecio cuando vio a su padre en toda su dimensión egoísta y codiciosa, la del empresario dispuesto a todo para medrar. Le siguió el odio esquivo y asustadizo de la mujer que tiene miedo a convertirse en un accesorio.

Desde que los esbirros de su padre la habían capturado aquella fatídica noche de 1923, el odio hacia su padre se había convertido en la forma más fría de animadversión posible. Alys, sentimentalmente agotada tras su ruptura con Paul, había despojado de pasión la relación con su padre, enfocándola desde un punto de vista racional. Él -era mejor referirse a aquella persona como él, pues dolía menos- estaba enfermo. Él no comprendía que ella debía ser libre para vivir su propia vida. Él quería casarla con alguien a quien despreciaba.

Él pretendía matar al niño que ella llevaba en su vientre.

Alys había tenido que luchar con todas sus fuerzas para evitarlo. Su padre la había abofeteado, llamado sucia zorra y cosas aún peores.

– ¡No lo tendrás! ¡El barón no aceptará a una puta preñada como novia de su hijo!

Tanto mejor, había pensado Alys. Se replegó en sí misma, se negó rotundamente a abortar y comunicó a los escandalizados criados que estaba embarazada.

– Tengo testigos. Si lo pierdo por tu culpa te denunciaré, cabrón -le dijo con un aplomo y una seguridad que nunca había sentido.

– Doy gracias al cielo de que tu madre esté muerta y no tenga que ver a su hija así.

– ¿Así cómo? ¿Vendida al mejor postor por su propio padre?

Josef, atado de pies y manos, se vio obligado a acudir al palacete de los von Schroeder y confesarle al barón la verdad. Éste, con un rostro de pesadumbre pobremente fingida, le comunicó que lógicamente en aquellas condiciones el trato debía anularse.

Alys nunca volvió a hablar con Josef después de la fatídica tarde en que el empresario regresó de su encuentro con su fallido consuegro envuelto en una manta de rabia y humillación. Una hora después de su vuelta, Doris, el ama de llaves, le comunicó que debía marcharse inmediatamente.

– El señor le autoriza a llevarse una maleta de ropa si la precisa -le dijo ella con un deje en la voz que indicaba claramente lo que pensaba al respecto.

– Dígale al señor que muchas gracias pero que no necesito nada de él -dijo Alys.

Se encaminó hacia la puerta, pero antes de salir se volvió hacia el ama de llaves.

– Por cierto Doris… procure no robar usted la maleta y decir que me la llevé, como hizo con el dinero que mi padre dejó sobre el lavabo.

Aquellas palabras pincharon por completo la engañosa fachada de superioridad moral del ama de llaves. Se puso colorada y empezó a resoplar.

– ¡Oiga, le puedo asegurar que yo…!

La joven se marchó, ahogando de un portazo el final de la frase.


A pesar de estar sola, a pesar de todo lo que acaba de ocurrirle, a pesar de la gigantesca responsabilidad que minuto a minuto crecía en su interior, la expresión de desconcierto de la mujer había sido capaz de arrancarle una sonrisa. La primera sonrisa desde que Paul la abandonó.

¿O acaso fui yo quien le obligó a que me dejase?

Pasó los siguientes once años intentando responder a esa pregunta.


Cuando Paul apareció por el camino arbolado del cementerio, la pregunta se contestó sola. Alys le vio acercarse y quedarse a un lado mientras el sacerdote pronunciaba el responso.

Alys olvidó por completo a la veintena de personas que rodeaban el ataúd, una caja de madera vacía a excepción de una urna con las cenizas de Josef. Olvidó que había recibido las cenizas por correo, junto a una nota de la Gestapo que decía que su padre había sido arrestado por sedición y que había muerto «tratando de escapar». Olvidó que lo enterraba bajo una cruz y no bajo una estrella, pues había muerto como católico en un país de católicos que votaban a Hitler. Olvidó su propia confusión y su miedo, pues en mitad de éste había una certeza que se aparecía ante sus ojos como un faro en mitad de una tormenta.

Fue culpa mía. Fui yo quien te apartó, Paul. Quien te ocultó la verdad y no dejó que escogieras libremente. Y, maldito seas, sigo tan enamorada de ti como la primera vez que te vi hace quince años con aquel ridículo mandil de camarero.

Quiso correr hacia él, pero creyó que si lo hacía podría perderle para siempre. Y, aunque había madurado mucho desde que era madre, la cadena dorada del orgullo seguía aún atándole los pies bien corto.

Tengo que aproximarme a él despacio. Saber dónde ha estado, qué ha hecho. Si aún siente algo.

El funeral terminó. Manfred y ella recibieron el pésame de los asistentes. El último era Paul, que se acercó con una mirada cautelosa.

– Buenos días. Gracias por venir -le dijo Manfred, tendiéndole la mano, sin reconocerle.

– Le acompaño en el sentimiento -respondió Paul, adelantándose a estrecharla.

– ¿Conocía usted a mi padre?

– Un poco. Me llamo Paul Reiner.

Manfred soltó la mano de Paul como si quemase y se encaró con el joven. Aunque era bastante más bajo y delgado que Paul, consiguió que éste diera un paso atrás, sorprendido.

– ¿Qué haces aquí? ¿Crees que puedes aparecer otra vez en su vida, como si tal cosa? ¿Después de once años sin dar señales de vida?

– Escribí decenas de cartas, pero ninguna obtuvo respuesta -se defendió Paul, azorado.

– Eso no cambia lo que hiciste.

¡No lo digas!, gritó Alys en su interior.

– Está bien, Manfred -intervino poniéndole una mano en el hombro-. Ve yendo a casa.

– ¿Estás segura? -dijo él, mirando de reojo a Paul.

– Sí -mintió ella.

– De acuerdo. Iré a casa a ver a…

– Muy bien -le interrumpió antes de que pronunciase el nombre-. Yo iré luego.

Manfred, echando un último vistazo rencoroso a Paul, se caló el sombrero y se marchó. Alys comenzó a andar por el paseo central del cementerio en silencio, con Paul a su lado. El contacto de sus ojos había sido muy breve pero intenso y doloroso. Ella no estaba dispuesta a volver a repetirlo, así que prefirió caminar para no tener que cruzar su mirada con él.

– Así que has vuelto.

– Regresé la semana pasada, siguiendo una pista que salió mal. Ayer me encontré con un conocido de tu padre que me contó lo que había ocurrido. Espero que en estos años pudieseis acercaros.

– Hay veces en que lo mejor es la distancia.

– Comprendo.

¿Por qué habré dicho eso? Ahora se va a creer que lo he dicho por él. Pero tampoco le puedo sacar del error. ¿Qué digo ahora?

– ¿Qué hay de tus viajes, Paul? ¿Encontraste lo que deseabas?

– No.

Di que te equivocaste al marcharte, maldito seas. Di que te equivocaste y yo admitiré mis errores y los tuyos, hasta el último de ellos y caeré de nuevo en tus brazos. ¡Dilo!

– De hecho he decidido renunciar -continuó Paul-, Me he quedado sin salidas, sin pistas ni opciones. No tengo familia, no tengo dinero, no tengo una carrera, no tengo ni siquiera un país al que volver, porque esto que me he encontrado no es Alemania.

Ella se paró y se giró para mirarle de cerca por primera vez. Le sorprendió ver que su rostro no había cambiado gran cosa. Sus rasgos se habían endurecido, tenía profundas ojeras alrededor de los ojos y había ganado peso, pero seguía siendo Paul. Su Paul.

– ¿Es cierto que me escribiste?

– Muchas veces. Envié cartas a tu dirección de la pensión, y también a casa de tu padre.

Otra cosa por la que estarle agradecida a mi padre.

– ¿Y bien? ¿Qué vas a hacer? -dijo, y los labios y la voz le temblaron sin poder evitarlo. Tal vez era su cuerpo mandándole el mensaje que ella no se atrevía a enviar, y llegó a su destino, al menos en parte, pues cuando Paul respondió también lo hizo con una nota de emoción.

– Había pensado en volver a África, Alys. Pero cuando escuché lo sucedido a tu padre pensé que…

– ¿Qué?

– No me interpretes mal, pero me gustaría hablar contigo más despacio, contarte por lo que he pasado todos estos años.

– No es una buena idea -se forzó a decir ella.

– Alys, sé que no tengo ningún derecho a entrar en tu vida cuando me da la gana. Yo… fue un gran error marcharme aquella vez, fue un error tremendo, y me avergüenzo de ello. Me ha costado mucho darme cuenta, y sólo te pido que quedemos para tomar un café algún día.

¿Y si te dijese que tienes un hijo, Paul? ¿Un niño precioso, de ojos azul cielo como los tuyos, rubio y testarudo como su padre? ¿Qué harías, Paul? ¿Y si te admitiese en nuestras vidas y luego saliese mal? Por mucho que te desee, por mucho que mi cuerpo y mi alma quieran estar contigo, no puedo permitir que le hagas daño.

– Necesito un poco de tiempo para pensarlo.

Él sonrió y unas pequeñas arrugas que Alys no conocía se le formaron alrededor de los ojos.

– Estaré aquí -dijo Paul, tendiéndole un papelito con su dirección-. El tiempo que necesites.

Alys tomó el papelito y sus dedos se rozaron durante un instante.

– Está bien, Paul. Pero no te prometo nada. Y ahora vete.

Paul, algo dolido por aquella brusca despedida, se marchó sin decir palabra.

Mientras el joven desaparecía paseo abajo, rogó que no se diera la vuelta para que no apreciara el temblor de sus piernas.

51

Vaya, vaya. Parece que la rata ha mordido el cebo -dijo Jürgen apretando con fuerza los prismáticos. Desde aquella posición, en una loma a ochenta metros del lugar donde estaban enterrando las cenizas de Josef, sólo podía verle de lado, avanzando en la cola de personas que acudían a dar el pésame a los Tannenbaum, pero le reconoció al instante-. ¿Tenía razón, Adolf?

– Tenía razón, señor -dijo Eichmann, algo nervioso. Estaba visiblemente incómodo con aquella desviación del programa. En los seis meses que llevaba trabajando con Jürgen, el flamante barón había conseguido penetrar en varias logias exhibiendo su título, su encanto superficial y unas credenciales falsas suministradas por la Logia de la Espada Prusiana. Su Gran Maestre, un nacionalista recalcitrante conocido de Heydrich, apoyaba a los nazis con toda su alma. Sin ningún escrúpulo, le había otorgado a Jürgen el grado de Maestro y dado un curso intensivo sobre cómo parecer un masón experimentado. Después le había entregado una carta personal suya a los Grandes Maestres de las logias humanitarias, instándoles a la colaboración «para capear el temporal de la situación política».

Con una visita a una logia diferente cada semana, y valiéndose de trucos y argucias, Jürgen había conseguido ya más de tres mil nombres de miembros de las logias humanitarias. Heydrich estaba exultante con aquel progreso, y Eichmann también, pues veía cada vez más cerca su sueño de escapar de su gris empleo en Dachau. No le había importado mecanografiar las fichas para Heydrich en su tiempo libre, incluso hacer ocasionales viajes de fin de semana con Jürgen a ciudades cercanas como Augsburgo, Ingolstadt o Stuttgart. Pero aquella obsesión que se había desatado en Jürgen desde hacía unos días le preocupaba mucho. Prácticamente no pensaba en otra cosa que en ese Paul Reiner. Ni siquiera le había explicado qué papel representaba en la misión que Heydrich les había encargado, sólo había dicho que quería encontrarle.

– Yo tenía razón -repitió Jürgen, más para sí que para su nervioso acompañante-. Ella era la clave.

Ajustó un poco la lente de los prismáticos. Su uso le resultaba muy incómodo al tener un solo ojo, y tenía que retirarlos de tanto en tanto. Al volver a enfocar, se desvió un poco y la imagen de Alys entró en su campo de visión. Estaba muy hermosa, más madura desde la última vez que la vio. Se fijó en cómo la blusa negra de manga corta que llevaba le marcaba los pechos, y deseó que alzase la vista un poco para verla mejor.

Ojalá mi padre no la hubiera rechazado. Hubiese sido una gran humillación para esa zorra tener que casarse conmigo y hacer lo que yo quisiera, fantaseó Jürgen. Se le había formado una erección, y tuvo que meter la mano en el bolsillo y acomodarse discretamente el miembro para que Eichmann no notase nada.

Pensándolo bien, es mucho mejor así. Casarme con una judía hubiese sido letal para mi carrera en las SS. Y sin embargo ahora puedo matar dos pájaros de un tiro. Primero atraer a Paul hasta mí y segundo poseerla a ella. Ya aprenderá. Oh sí, ya aprenderá la muy puta.

– ¿Continuamos con lo previsto, señor? -dijo Eichmann.

– Sí, Adolf. Síguele. Quiero saber dónde se aloja.

– ¿Y luego? ¿Le denunciamos a la Gestapo?

Con el padre de Alys había sido muy fácil. Una llamada a un Obersturmführer conocido, poco más de diez minutos de conversación y cuatro hombres habían sacado al judío insolente de su piso de Prinzregentenplatz sin dar ninguna explicación. El plan había salido a la perfección, y Paul había acudido al funeral, como Jürgen estaba seguro de que haría.

Sería tan sencillo repetirlo… descubrir dónde dormía, enviar una patrulla y luego acudir a los sótanos del palacio Witelsbacher, el cuartel general de la Gestapo en Munich. Entrar en la celda acolchada -no para que nadie se arrojase contra las paredes sino para ahogar los gritos de dolor- y sentarse frente a él para verle morir. Tal vez incluso podría llevar a la judía allí y violarla delante de Paul, disfrutar de ella mientras él intentaba desesperadamente soltarse de sus ataduras.

Pero tenía que pensar en su carrera. No estaría bien que la gente fuese hablando de su crueldad por ahí, y menos ahora que comenzaba a ser más conocido, que por su título y por sus logros estaba a un paso de lograr el ascenso y un billete a Berlín para trabajar codo con codo con Heydrich.

Y luego estaba su propio deseo de medirse con Paul de hombre a hombre. Devolverle al mierdecilla todo el dolor que le había causado con sus propias manos, sin escudarse tras la maquinaria del Estado.

Tiene que haber una manera mejor.

De repente supo qué quería hacer, y los labios se le curvaron en una sonrisa cruel.

– Perdone, señor -insistió Eichmann, creyendo que no le había oído-. Le decía que si denunciaremos a Reiner.

– No, Adolf. Esto va a requerir un enfoque más personal.

52

¡Ya estoy en casa!

De vuelta del cementerio, Alys entró al pequeño apartamento y se preparó para la habitual embestida de Julian, que corría como un loco pasillo abajo para abrazarla cada vez que ella llegaba a casa. Pero en esa ocasión no se produjo.

– ¿Hola? -gritó extrañada.

– ¡Estamos en el estudio, mamá!

Alys recorrió el estrecho pasillo. Tan sólo había tres habitaciones. La de ella, la más pequeña, era tan austera como un armario. La de Manfred era prácticamente lo mismo, sólo que su hermano la tenía siempre hasta arriba de manuales técnicos, libros raros en inglés y un montón de apuntes de la carrera de ingeniería que había terminado el año anterior y que siempre decía que iba a tirar. Manfred vivía con ellos desde que comenzó la universidad y se recrudecieron las peleas con su padre. Supuestamente era un arreglo temporal, pero ya llevaban juntos tanto tiempo que Alys no se imaginaba cómo podría desarrollar su carrera de fotógrafa sin él y la ayuda que le prestaba con Julian. Tampoco él podría ir demasiado lejos sin ellos, pues a pesar de haber conseguido excelentes calificaciones en la carrera, sus entrevistas de trabajo siempre terminaban con la misma frase: Qué pena que sea usted judío. El único dinero que entraba en casa era el que Alys ganaba vendiendo fotos, y cada vez era más difícil pagar el alquiler.

El «estudio» era lo que en los hogares normales se conocía como salón. Los instrumentos de revelado de Alys lo habían copado por completo. La ventana se había cubierto con telas negras, y la bombilla que colgaba del techo era de color rojo.

Alys llamó a la puerta con los nudillos.

– ¡Pasa mamá! ¡Estamos terminando!

La mesa estaba cubierta por las cubetas de revelado. Media docena de cuerdas cruzaban de pared a pared, abarrotadas de pinzas que sostenían las fotos en proceso de secado. Alys, divertida, corrió a darle un beso a Julian y a Manfred.

– ¿Estás bien? -le dijo su hermano.

Alys le indicó con gestos que hablarían después. No le habían dicho a Julian dónde iban antes de dejarle al cuidado de una vecina. El niño no había tenido derecho en vida de su abuelo a disfrutar de él, ni tendría en la muerte derecho a su herencia -mucho más exigua en los últimos años, pues Josef había perdido ímpetu en los negocios-, que había pasado por completo a un fondo cultural.

La última voluntad del hombre que decía hacerlo todo por su familia, pensó Alys cuando escuchó al abogado de su padre. Pues no pienso hablarle a Julian de la muerte de su abuelo. Al menos le evitaremos ese mal trago.

– ¿Qué es esto? No recuerdo haber hecho estas fotos.

– Parece que Julian ha estado utilizando tu vieja Kodak, hermanita.

– ¿Ah, sí? Lo último que recuerdo es que el obturador estaba atascado.

– El tío Manfred me la arregló -respondió Julian, con una sonrisa culpable.

– ¡Chivato! -dijo Manfred, dándole un empujón en broma-. En fin, era eso o dejarle coger tu Leica.

– Te hubiera arrancado la piel a tiras, Manfred -dijo Alys, fingiendo enfado. A ningún fotógrafo le gusta que los dedos pequeños y pegajosos de un niño estén cerca de su cámara, pero tanto ella como su hermano sentían debilidad por el pequeño Julian. Desde que aprendió a hablar había hecho lo que había querido con ambos, y al mismo tiempo era el más sensato y cariñoso de los tres.

Se acercó a la hilera de fotos y comprobó que las primeras ya se podían manipular. Cogió una y la levantó con cuidado. Era un primer plano de la lámpara del escritorio de Manfred, con una pila de libros al lado. La foto estaba excepcionalmente bien conseguida, con el cono de luz iluminando a medias los títulos en un excelente contraste de luces y sombras. Había un pequeño desenfoque, producto sin duda del movimiento de las manos de Julian al apretar el disparador. Un pequeño defecto de principiante.

Y esto con sólo diez años. Cuando crezca será un gran fotógrafo, pensó Alys orgullosa.

Miró de reojo a su hijo, que la observaba con intensidad, deseando conocer su opinión. Alys fingió no darse cuenta.

– ¿Qué te parece, mamá?

– ¿El qué?

– ¿Qué va a ser? La foto.

– Te ha salido un poco movida. Pero escogiste muy bien la apertura y la profundidad. La próxima vez que quieras hacer un bodegón con poca luz, usa el trípode.

– Sí, mamá -dijo Julian, sonriendo de oreja a oreja.

El muy canalla sabe que estoy sacándole los defectos adrede, pensó Alys, sin poder evitar sonreír a su vez. Desde que nació, su carácter se había dulcificado bastante. Le revolvió el pelo rubio, cosa que siempre le provocaba una risa.

– Julian, ¿qué te parece si hoy disfrutamos de un picnic en el parque con el tío Manfred?

– ¿Me dejarás llevar la Kodak?

– Si prometes tener cuidado… -dijo Alys, con resignación.

– ¡Claro! ¡Al parque, al parque!

– Pero antes ve a cambiarte a tu habitación.

Julian salió a toda velocidad, y Manfred se quedó mirando a su hermana en silencio. Bajo aquella luz roja que difuminaba rasgos y expresiones, era incapaz de saber en qué estaba pensando. Alys, por su parte, había sacado el papel que le había entregado Paul del bolsillo y clavaba la vista en él como si aquella media docena de palabras pudieran convertirse en Paul.

– ¿Te ha dado un papel con su dirección? -dijo Manfred, leyendo por encima del hombro de ella-. Y encima es de una pensión. Por favor…

– Es posible que sus intenciones sean buenas, Manfred -dijo ella, a la defensiva.

– No puedo entenderte, hermanita. Todo este tiempo has sufrido sin saber nada de él, creyendo que estaba muerto o algo peor. Y de repente aparece…

– Ya sabes lo que siento por él.

– Podías haberlo pensado antes.

Ella torció la cara al escuchar aquello.

Muchas gracias, Manfred. Como si no me hubiese arrepentido lo suficiente durante todo este tiempo.

– Perdóname -dijo Manfred al notar que la había disgustado. Le acarició el hombro con cariño-. Lo he dicho sin querer. Eres muy libre de hacer lo que quieras, por supuesto. Tan sólo pretendo evitar que te hagan daño.

– Tengo que intentarlo.

Ambos guardaron silencio unos instantes. Desde la habitación del niño llegaron ruidos de cosas cayendo al suelo.

– Seguramente esté intentando coger el balón.

– ¿Has pensado ya cómo se lo vas a decir a Julian?

– No tengo ni la menor idea. Gradualmente, supongo.

– ¿Qué quieres decir con gradualmente, Alys? ¿Le vas a enseñar primero una pierna y le vas a decir «ésta es la pierna de tu padre»? ¿Y al día siguiente un brazo? Cuando lo hagas tendrá que ser de golpe, tendrás que admitir que llevas toda su vida mintiéndole, y será duro.

– Ya lo sé -dijo ella pensativa.

Resonó un nuevo ruido estruendoso, más fuerte que el anterior.

– ¡Ya estoy! -gritó Julian al otro lado de la puerta.

– Será mejor que os adelantéis -dijo Alys-. Iré haciendo unos bocadillos y nos encontraremos dentro de media hora junto a la fuente.


Cuando se fueron, Alys intentó poner orden a la vez en sus pensamientos y en el campo de batalla en que se había convertido el cuarto de Julian, pero tuvo que desistir cuando se dio cuenta de que estaba emparejando calcetines de diferentes colores.

Fue hasta la diminuta cocina y puso en una cesta fruta, varios bocadillos de queso y mermelada y una botella de zumo. Estaba intentando decidir si llevar una o dos cervezas, cuando escuchó el timbre.

Seguro que se han olvidado algo, pensó. Mejor, así ya vamos todos juntos.

Abrió de golpe la puerta de la calle.

– Menuda cabeza que ten…

La última palabra se le convirtió en un jadeo asustado. Cualquier otro ciudadano lo hubiera exhalado al ver el uniforme de las SS.

Alys lo hizo porque reconoció el rostro de quien lo vestía.

– ¿Me echabas de menos, puta judía? -dijo Jürgen, con una sonrisa.

53

Cuando llamaron a la puerta, Paul tenía una manzana a medio comer en una mano y un periódico en la otra. Había dejado la comida que le había subido la patrona intacta sobre la mesa, pues la emoción de su encuentro con Alys le había revuelto el estómago. Se obligó a masticar la fruta para calmar sus nervios.

Al escuchar los golpes, Paul se puso en pie, soltó el periódico y tomó la pistola de debajo de la almohada. Con ella tras la espalda, abrió la puerta. Era de nuevo la patrona.

– Señor Reiner, aquí hay unas personas que quieren verle -dijo la mujer, con cara de preocupación.

Se hizo a un lado. En mitad del pasillo estaba Manfred Tannenbaum, llevando de la mano a un niño asustado, que se aferraba a un viejo y gastado balón de fútbol como si fuera un salvavidas. Paul se quedó observándolo fijamente y el corazón le dio un vuelco. El pelo rubio oscuro, los rasgos marcados, el ligero hoyuelo en la barbilla y los ojos azules. La manera en que le miraba, con miedo pero sin bajar la vista.

– ¿Es…? -dijo buscando en Manfred una confirmación que no necesitaba, pues su corazón ya se lo había dicho todo.

El otro asintió con la cabeza, y por tercera vez en la vida de Paul, todo lo que sabía del mundo se hizo añicos en un solo instante.

– Oh, Dios santo. ¿Qué he hecho?


Diez minutos más tarde, Paul y Manfred miraban al chico atacar la salchicha con patatas hervidas que su padre no había podido comer. Ambos estaban en silencio. Manfred recuperándose de la impresión de haber vuelto a casa ante la tardanza de Alys y encontrarla vacía, y Paul del tremendo choque que había supuesto mirar a su hijo a los ojos por primera vez.

– ¿Es usted mi padre? -le había dicho el niño en cuanto los hizo pasar a la habitación.

Manfred y él se quedaron boquiabiertos.

– ¿Por qué dices eso, Julian?

El niño, sin responder a su tío, agarró a Paul por el brazo, obligándole a acuclillarse para que los dos pudiesen estar cara a cara. Recorrió con la punta de los pequeños dedos las facciones de su padre, explorándolas como si mirarle no fuese suficiente. Paul cerró los ojos durante la exploración, sabiendo que estaba a punto de llorar y no quería hacerlo.

– Me parezco a usted -dijo Julian, finalmente.

– Sí, hijo. Te pareces mucho.

– ¿Podría darme de comer? Tengo mucha hambre -dijo el niño, señalando la bandeja.

– Claro que sí -dijo Paul, reprimiendo la imperiosa necesidad de abrazarle. No se atrevía a acercarse demasiado, pues se hacía cargo de que el niño acababa de comprender que tenía un padre.

– Ve a lavarte la cara y las manos, anda -Manfred le empujó cariñosamente hacia el aseo.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Paul.

– Íbamos de picnic. Julian y yo nos adelantamos a esperar a su madre, pero tardaba demasiado y volvimos. Cuando llegábamos a la esquina de casa, un vecino nos avisó de que alguien con uniforme de las SS se había llevado a Alys. Yo no me he atrevido a volver, por miedo a que nos estén esperando, ni tampoco tengo otro sitio a donde ir.

Paul fue hasta el armario y del fondo de una maleta sacó una botella pequeña y estrecha de color marrón, con un tapón dorado. Con un giro de muñeca rompió el sello y se la tendió a Manfred, que dio un largo trago y empezó a toser.

– Más despacio, si no quieres terminar cantando.

– Caray, cómo quema. ¿Qué diantres es?

– Se llama krügsle. Lo destilan los colonos alemanes en Windhoek. Esta botella era un regalo de un amigo. La guardaba para una ocasión especial.

– Gracias -dijo Manfred, devolviéndole el frasco-. Siento que hayas tenido que enterarte así, pero…

Julian volvió del baño y se puso a devorar el almuerzo, y los dos hombres guardaron silencio hasta que terminó. El niño se comió incluso el resto de la manzana de Paul.

– Necesito hablar a solas con el señor Reiner -le dijo Manfred.

El niño se cruzó de brazos.

– No pienso irme. Los nazis se han llevado a mamá, y quiero saber lo que habláis.

– Julian…

Paul le puso una mano en el hombro a Manfred y le interrogó con la mirada. El joven se encogió de hombros.

– Está bien -dijo, algo molesto por la intromisión.

Paul se dio la vuelta hacia el niño e intentó esbozar una sonrisa. Estar frente a aquella pequeña versión de su rostro era un doloroso recordatorio de la última noche que había pasado en Munich en 1923. De la horrible y egoísta decisión que había tomado, dejando a Alys sin luchar, sin intentar al menos comprender las razones que la habían impulsado a gritarle que la abandonara. Ahora las piezas iban colocándose lentamente en su sitio, y Paul se daba cuenta del gravísimo error que había cometido.

He vivido toda la vida sin mi padre. Culpándole a él y a los que le mataron de su ausencia. Me juré miles de veces que si yo tuviese un hijo nunca, nunca jamás crecería solo.

– Julian, me llamo Paul Reiner -dijo, tendiéndole la mano.

El niño le devolvió el apretón.

– Lo sé, ya me lo dijo el tío Manfred.

– ¿Te dijo también que yo no sabía que tenía un hijo?

Julian negó con la cabeza, en silencio.

– Alys y yo siempre le dijimos que su padre había muerto -dijo Manfred rehuyéndole la mirada.

Aquello fue demasiado para Paul, que sintió proyectado en Julian todo el dolor de las noches en vela de su infancia, en las que imaginaba a su padre como un héroe. Fantasías edificadas sobre una mentira. Se preguntó con qué ensoñaciones iluminaría aquel niño los instantes previos al sueño, y sin poder resistirlo más se levantó y corrió a abrazarle. Sus fuertes manos le alzaron de la silla y le estrecharon contra su pecho. Manfred se levantó para impedirlo, temiendo por Julian, pero se detuvo al ver que Julian, con los puños crispados y lágrimas en los ojos le devolvía el abrazo a su padre.

– ¿Dónde has estado?

Las lágrimas de Paul se mezclaron con las de su hijo. -Perdóname, Julian. Perdóname.

54

Cuando los sentimientos se tranquilizaron un poco, Manfred le contó a ambos que cuando Julian fue bastante mayor como para preguntar por su padre, Alys había decidido decirle que había muerto. Después de todo, nadie sabía nada de Paul desde hacía mucho tiempo.

– No sé si fue la mejor decisión. Yo era un adolescente entonces, pero tu madre tuvo que pensarlo mucho antes de hacerlo.

Julian había atendido a la explicación muy serio, y cuando terminó se volvió hacia Paul, quien intentó explicarle el porqué de su larga ausencia, aunque las palabras le resultaron tan complicadas de pronunciar como poco creíbles. Sin embargo Julian, pese a su tristeza, parecía comprender muy bien la situación y sólo interrumpía para hacer una pregunta ocasional.

Es un muchacho despierto e inteligente, y tiene un temple de hierro. Acaban de poner su mundo patas arriba, y a pesar de ello no llora ni patalea ni llama a su madre como haría cualquier otro.

– ¿Así que todos estos años fuiste a buscar a quien había hecho daño a tu padre? -preguntó el niño.

Paul asintió.

– Sí, aunque fue un error. Nunca debí abandonar a Alys, porque la quiero mucho -dijo sin ninguna vergüenza.

– Te comprendo. Yo también buscaría por todas partes a alguien que hiciese daño a mi familia -respondió Julian con una voz baja y extraña, impropia de alguien de su edad.


Aquello les llevó de nuevo a Alys. Manfred le contó a Paul lo poco que sabía acerca de la desaparición de su hermana.

– Ocurre cada vez con más frecuencia -dijo el joven, mirando de reojo a su sobrino. No quería cometer un error y mencionar a Josef Tannenbaum, porque el niño ya había sufrido suficiente-. Y nadie hace nada por evitarlo.

– ¿Hay alguien a quien podamos acudir?

– ¿A quién? -dijo Manfred, alzando las manos con impotencia-. No han dejado denuncia, ni orden de registro, ni pliego de cargos. ¡Nada! Tan sólo un hueco vacío donde antes había una persona. Y si nos presentamos en el cuartel general de la Gestapo… te puedes imaginar. Habría que hacerlo acompañado por un ejército de abogados y periodistas, y ni siquiera eso sería suficiente, me temo. El país entero está en manos de esa gente, y lo peor es que nadie se ha dado cuenta hasta que ha sido demasiado tarde.


Siguieron hablando durante mucho rato sin llegar a conclusión alguna. Afuera, el atardecer cubría con un manto grisáceo las calles de Munich y las farolas comenzaban a encenderse. Julian, cansado de tantas emociones, daba desganados botes a su balón de cuero. Acabó por soltarlo y se quedó dormido sobre la colcha, y la pelota rodó hasta los pies de su tío, que la cogió y se la mostró a Paul.

– ¿Te suena?

– No.

– Es el balón con el que te aticé en la cabeza hace unos años.

Paul sonrió al recordar su caída por las escaleras y la cadena de acontecimientos que le habían llevado a enamorarse de Alys.

– Gracias a él existe Julian.

– Eso mismo me dijo mi hermana. Cuando fui lo bastante mayor para enfrentarme a mi padre y recobrar el contacto con Alys, ella me pidió el balón. Tuve que rescatarlo de un trastero, y se lo regalamos a Julian en su quinto cumpleaños. Creo que aquel día fue la última vez que vi a mi padre -recordó con amargura-. Paul, yo…

Unos golpes en la puerta le interrumpieron. Paul, alarmado, le hizo un gesto de que guardase silencio y se levantó a buscar la pistola, que había colocado en el armario. Abrió la puerta despacio. Era la patrona de nuevo.

– Señor Reiner, tiene una llamada.

Paul cambió una mirada extrañada con Manfred. Nadie sabía que Paul estaba alojado allí, a excepción de Alys.

– ¿Ha dicho quién es?

La mujer se encogió de hombros.

– Dice ser alguien con noticias de la señorita Tannenbaum. No he preguntado más.

– Gracias, señora Frink. Un momento, por favor. Voy a por mi chaqueta -dijo Paul, entornando la puerta.

– Podría ser un truco para que salgas -le dijo Manfred, agarrándole del brazo.

– Ya lo sé.

Se acercó hasta el joven ingeniero y le puso la pistola en la mano.

– Yo no sé usar esto -dijo Manfred, asustado.

– Tienes que guardármela. Si no vuelvo, mira en la maleta. Hay un doble fondo debajo de la cremallera con algo de dinero. No es mucho, pero es todo lo que me queda. Coge a Julian y lárgate del país.


Paul siguió a la patrona escaleras abajo. La mujer estaba muerta de curiosidad por todo aquel trajín en torno al misterioso inquilino que había pasado dos semanas encerrado en su habitación y ahora recibía visitas extrañas y llamadas aún más extrañas.

– Ahí tiene, señor Reiner -le dijo indicándole el teléfono en mitad del pasillo-. Tal vez después les gustaría tomar algo en la cocina. Invita la casa.

– Gracias, señora Frink -dijo Paul, tomando el auricular-. Aquí Paul Reiner.

– Buenas noches, hermanito.

Al escuchar aquella voz Paul sintió un escalofrío. Había algo en su interior que le decía que Jürgen tenía algo que ver con la misteriosa desaparición de Alys, pero su propio miedo la había acallado. En aquel instante retrocedió quince años en el tiempo, volvió a sentirse tan solo e indefenso como cuando Jürgen y sus amigos le rodearon en la fiesta. Quiso gritar, pero las palabras le salieron planas y quedas por la tensión.

– ¿Dónde está, Jürgen? -dijo, apretando el puño con ansiedad.

– La violé, Paul. Le hice daño y la golpeé muy fuerte y muchas veces. Ahora está en un lugar del que no saldrá nunca.

En mitad de la rabia y del dolor, Paul se agarró a una mínima esperanza. ¡Alys estaba viva!

– ¿Sigues ahí, hermanito?

– Voy a matarte, hijo de puta.

– Es posible. En realidad es la única salida que tenemos tú y yo, ¿verdad? El destino nos colgó a ambos hace muchos años de la misma cuerda, pero es una cuerda muy fina. Uno de los dos tiene que caer.

– ¿Qué es lo que quieres?

– Quiero que nos encontremos.

Aquello era una trampa. Tenía que ser una trampa.

– Primero quiero que dejes libre a Alys.

– Lo siento, Paul. Eso no puedo prometértelo. Quiero que quedemos tú y yo en un lugar tranquilo donde podamos terminar esta historia sin que nadie nos moleste.

– ¿Por qué no mandas a tus gorilas a por mí, sin más? ¿Por qué así?

– No creas que no lo he pensado. Sería demasiado fácil.

– ¿Qué gano yo, si voy?

– Nada, porque voy a matarte. Si por alguna casualidad fueses tú el que quedase en pie, Alys morirá. Si mueres tú, Alys morirá también. Ocurra lo que ocurra morirá.

– Entonces puedes pudrirte en el infierno, cabrón.

– Ah, ah, ah. No tan deprisa. Escucha esto: Querido hijo, dos puntos. No hay una forma correcta de empezar esta carta. De hecho éste es sólo uno de los intentos…

– ¿Qué diablos es eso, Jürgen?

– ¿Estás sordo? Una carta, cinco cuartillas en papel cebolla. Tu madre tenía una letra muy pulcra para ser una fregona, ¿sabes? El estilo es deplorable, pero el contenido es de lo más informativo. Ven a buscarme y te la daré.

Paul, desesperado, desplomó la frente contra el frontal negro del teléfono, que emitió unos quejidos metálicos. No veía otra solución que plegarse a sus deseos.

– Hermanito… ¿no habrás colgado, verdad?

– No, Jürgen. Sigo aquí.

– ¿Y bien?

– Tú ganas.

Jürgen emitió una risita de triunfo.

– Aparcado frente a la pensión verás un Mercedes negro. Dile al chófer que te envío yo. Tiene instrucciones de entregarte las llaves y decirte dónde estoy. Ven solo y sin armas de fuego.

– Así lo haré. Y, Jürgen…

– ¿Sí, hermanito?

– Puede que matarme no te resulte tan fácil.

La comunicación se cortó y Paul corrió hacia la salida, casi derribando a la patrona de la pensión. Afuera esperaba el lujoso coche, completamente fuera de lugar en un barrio como aquél. Un chófer con librea se puso en pie al acercarse él.

– Soy Paul Reiner. Me envía Jürgen von Schroeder.

El hombre le abrió la puerta al instante.

– Pase, señor. Las llaves están puestas.

– ¿Dónde debo dirigirme?

– El señor barón no me dio una dirección concreta, señor. Tan sólo que acudiese al lugar en el que gracias a usted tuvo que empezar a usar un parche. Dijo que usted lo entendería.

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