En el que el iniciado descubre una nueva realidad con nuevas reglas
Éste es el apretón de manos secreto del aprendiz, y sirve para que dos hermanos masones se reconozcan como tales. Se realiza presionando el pulgar contra la parte alta del nudillo del índice del saludado, que devolverá idéntico el apretón. Su nombre secreto es BOAZ, el de la columna que representa a la luna en el Templo de Salomón. Si un masón tiene dudas sobre otro que se presenta como tal, le pedirá que deletree este nombre. Los impostores comienzan por la letra B, mientras que el auténtico iniciado comienza por la tercera letra, de este modo: A-B-O-Z.
Buenas tardes, señora Schmidt -dijo Paul-. ¿Qué deseaba?
La mujer echó un vistazo rápido a su alrededor, como aparentando que se lo estaba pensando, pero en realidad clavaba la vista en el saco de patatas, en busca de un cartel con el precio. Era inútil. Paul, aburrido de cambiarlos a diario, había pasado a memorizar las cantidades cada mañana.
– Dos kilos de patatas, por favor -dijo ella, sin atreverse a preguntar.
Paul comenzó a colocar los tubérculos uno a uno sobre la balanza. Detrás de la señora, un par de niños contemplaban la vitrina de los caramelos con las manos firmemente metidas en los bolsillos vacíos.
– El kilo está a sesenta mil marcos -dijo una voz rasposa y desagradable desde el fondo del mostrador.
La mujer apenas miró al señor Ziegler, el dueño del colmado, pero comenzó a enrojecer visiblemente y no dijo nada.
– Discúlpeme, señora… No me quedan demasiadas patatas -mintió Paul, que aquella mañana se había deslomado acumulando sacos y sacos en la parte de atrás- y aún tienen que venir muchos clientes habituales. ¿Le importaría que sólo le pusiera un kilo?
El gesto de alivio de ella fue tan evidente que Paul tuvo que apartar la mirada para no sonreír.
– Bueno. Tendré que apañármelas, supongo.
Paul sacó algunas patatas de la bolsa hasta que la balanza se detuvo en el número 1000. La última, una especialmente grande, no la sacó del todo de la bolsa, sino que la mantuvo en la mano comprobando que el peso del resto era de un kilo, y luego la volvió a dejar dentro como al descuido.
El gesto no le pasó desapercibido a la mujer, a la que le tembló un poco la mano al pagar y recoger la bolsa del mostrador. Cuando ya se iban, el señor Ziegler les detuvo.
– ¡Un momento!
La mujer se dio la vuelta, pálida.
– ¿Sí?
– Se le ha caído esto a su hijo, señora -dijo el tendero, alargándole la gorra al más pequeño.
La mujer murmuró un agradecimiento y salió del local a la carrera.
El señor Ziegler se dirigió de nuevo al fondo del mostrador. Se ajustó sus pequeñas gafitas redondas sobre su nariz espigada y prominente y continuó frotando las latas de guisantes con un paño suave. El lugar estaba impecable, porque Paul mantenía el colmado muy limpio, y nada en aquellos tiempos permanecía en la tienda lo suficiente para coger polvo.
– Te he visto -dijo el tendero sin dejar de frotar.
Paul sacó el periódico de debajo del mostrador y comenzó a hojearlo. Aquella tarde no vendría más público, pues era jueves y los sueldos de la gente hacía varios días que habían desaparecido. Pero el día siguiente sería infernal.
– Ya lo sé, señor.
– Entonces, ¿por qué fingías?
– Tenía que parecer que usted no se daba cuenta de que yo le regalaba la patata, señor. Si no, tendríamos que darle una gratis a todo el mundo.
– Esa patata irá descontada de tu sueldo -dijo Ziegler, intentando sonar amenazador.
Paul asintió y volvió a enfrascarse en la lectura. El tendero había dejado de asustarle hacía ya tiempo, no sólo porque nunca cumplía sus amenazas, sino porque todo su mal carácter era fachada. Sonrió para sus adentros recordando que hacía un minuto Ziegler había metido a hurtadillas un puñado de caramelos en la gorra del niño.
– No sé qué diantres encuentras tan interesante en esos periódicos -dijo el tendero, meneando la cabeza.
Lo que Paul buscaba frenético desde hacía tiempo en los diarios era un modo de salvar el negocio del señor Ziegler. Si no lo encontraba, la tienda quebraría antes de dos semanas.
De repente se detuvo entre dos hojas del Allgemeine Zeitung. Sintió que el corazón le daba un vuelco. Allí estaba la idea, en un pequeño suelto a dos columnas, ridículo al lado de los grandes titulares que anunciaban desastres sin fin, tal vez la caída del gobierno. Podría haberlo pasado por alto si no lo hubiera estado buscando.
Era una locura.
Era imposible.
Pero si funciona… nos haremos ricos, pensó Paul.
Funcionaría. Paul estaba seguro. Lo más difícil sería convencer al señor Ziegler. Ni en sueños un viejo prusiano conservador como él aceptaría su plan. Paul no imaginaba ni la forma de plantearlo.
Así que será mejor que piense deprisa, se dijo Paul mordiéndose los labios con fuerza.
Todo había empezado con el asesinato del ministro Rathenau.
Es difícil hacerse a la idea de que la desesperación en que se hundió Alemania entre 1922 y 1923, cuando dos generaciones vieron transformada por completo su escala de valores, habría comenzado una mañana en que tres estudiantes pusieron su coche a la par del de Rathenau y le cosieron a tiros. Pero así fue. El día 24 de junio de 1922 se plantó la terrible semilla que más de dos décadas después iba a dejar un balance de cincuenta millones de muertos.
Hasta ese 24 de junio los alemanes creían que las cosas iban mal. Desde entonces, mientras el país se convertía en un manicomio, sólo deseaban quedarse como entonces. Aquel hombre era el responsable de la cartera de Exteriores. En una época convulsa en la que Alemania estaba en manos de sus acreedores, aquel cargo era más importante aún que la presidencia de la República.
El día que mataron a Rathenau, Paul se preguntó si lo habían hecho por ser judío, por ser político o por intentar conciliar a Alemania con el desastre de Versalles. Las inalcanzables reparaciones que el país tendría que pagar -¡hasta 1984!- estaban sumiendo al pueblo en la miseria, y Rathenau era el último baluarte del sentido común.
Tras su muerte, el país se limitó a imprimir dinero para pagar. ¿Sabían los que lo hacían que cada marco que acuñaban le restaba valor al resto? Es probable, pero ¿qué otra solución tenían?
En junio de 1922, con un marco se podían comprar dos cigarrillos; con doscientos setenta y dos marcos, un dólar americano. En marzo de 1923, el mismo día en que Paul metió al descuido una patata de más en la bolsa de la señora Schmidt, hacían falta cinco mil marcos para comprar un cigarrillo, y veinte mil para entrar en un banco y salir con un reluciente billete de un dólar.
Las familias lucharon para mantenerse al ritmo de aquella sinrazón. Los viernes, el día en que se entregaba la paga, las mujeres esperaban a sus maridos a las puertas de la fábrica y todos juntos asaltaban las tiendas y los colmados, inundaban el Viktualienmarkt de la Marienplatz, gastaban hasta el último penique del sueldo en lo imprescindible. Regresaban a casa cargados de comida e intentaban resistir. Durante el resto de la semana se hacían pocos negocios en Alemania. Los bolsillos estaban vacíos, y un supervisor de fabricación de la BMW tenía los jueves por la noche el mismo poder adquisitivo que un veterano mendigo que arrastrase sus muñones por el fango bajo los puentes del Isar.
Hubo muchos que no lo pudieron soportar.
Los viejos, la gente con poca imaginación, todos aquellos que daban demasiadas cosas por supuestas fueron quienes más sufrieron. En sus mentes no había espacio para aquellos cambios, para aquel mundo al revés. Muchos se suicidaron. Otros se revolcaron en la miseria.
Otros cambiaron.
Paul fue uno de ellos.
Paul pasó un mes terrible cuando el señor Graf le echó. Apenas tuvo tiempo para sobreponerse a la desazón por lo ocurrido con Jürgen y la revelación del destino de Alys, o a dedicar más que algún fugaz pensamiento al misterio de la muerte de su padre. De nuevo, al igual que cuando se encontró vagando por primera vez por las calles de Schwabing tras el suicidio de Eduard, la urgencia de sobrevivir era tan acuciante que tuvo que reprimir sus propios deseos y emociones en una bola de dolor ardiente. Ese fuego se inflamaba a menudo por las noches, poblando sus sueños de fantasmas. Cada vez dormía peor, y muchas eran las mañanas, mientras pateaba las calles de Munich con los zapatos raídos y llenos de nieve, en las que pensó en morir.
A veces, al volver a la pensión sin trabajo y sin fuerzas, se descubría a sí mismo contemplando el Isar con ojos vacíos desde el Prinzregenten Brücke. Deseando lanzarse a las heladas aguas, dejar que la corriente arrastrase su cuerpo hasta el Danubio, y de allí hasta el mar. Esa extensión fabulosa de agua que jamás había visto y en la que siempre creyó que había terminado su padre.
Cada una de esas veces tenía que buscar una razón para no apoyar los pies en el pretil y saltar. La imagen de su madre, esperándole cada noche en la pensión y la seguridad de que sin él no sobreviviría le retuvieron de apagar para siempre el fuego que llevaba dentro. Otras veces fueron las mismas razones que lo hacían arder las que le retuvieron.
Finalmente hubo un destello de esperanza envuelto en muerte.
Una mañana un repartidor cayó desplomado a los pies de Paul en mitad de la calle. La carretilla vacía que arrastraba se volcó a un lado. Las ruedas aún giraban cuando Paul se agachó e intentaba ayudarle a levantarse, pero el chico no podía moverse. Boqueaba desesperado en busca de aire y tenía los ojos vidriosos. Otro transeúnte se acercó. Llevaba ropas oscuras y un maletín de cuero.
– ¡Apártese! Soy médico.
Durante un rato intentó reanimar al caído, pero no tuvo éxito. Finalmente el doctor se levantó, meneando la cabeza.
– Un ataque al corazón, o una embolia. Parece mentira, tan joven.
Paul se quedó mirando al rostro del muerto. Debía de tener diecinueve años, tal vez menos.
Como yo, pensó Paul.
– ¿Doctor, se hará usted cargo del cadáver?
– Yo no puedo, tengo que ir al hospital. Esperaremos a la policía.
Cuando los agentes llegaron, Paul les describió pacientemente lo que había sucedido. El doctor corroboró sus palabras, y confirió credibilidad a su petición.
– ¿Les importa que lleve la carretilla a su dueño?
El agente miró a la carretilla vacía y luego echó a Paul un largo vistazo. No le apetecía arrastrar aquella cosa hasta la comisaría. El joven no apartó la mirada de los ojos del agente ni un momento.
– ¿Cómo te llamas, caballerete?
– Paul Reiner.
– ¿Y cómo sé que puedo fiarme de ti, Paul Reiner?
– Porque tengo más que ganar si se la llevo al dueño del colmado que si intento vender estos cuatro palos mal clavados en el mercado negro -dijo Paul con franqueza absoluta.
– Está bien. Dile que se ponga en contacto con la comisaría. Necesitaremos el nombre del familiar más cercano. Si no nos ha llamado antes de tres horas te las verás conmigo.
Así que el agente le dio una factura, donde con letra muy pulcra venía la dirección del colmado -una calle cerca del Isartor- y una lista de lo último que el muerto había transportado en su vida:
½ kilo de café
3 kilos de patatas
1 bolsa de limones
1 bote de sopa Kruntz
¼ de kilo de sal
2 botellas de aguardiente de maíz
Cuando Paul entró por la puerta de la tienda con la carretilla y pidió el empleo del muerto, la mirada desconcertada del señor Ziegler no difería mucho de la que le dirigió seis meses después cuando el joven le explicó su plan para salvarles de la ruina.
– Debemos convertir la tienda en un banco.
El tendero dejó caer al suelo el paño con el que frotaba los tarros de mermelada. Uno de ellos se hubiera hecho trizas contra el suelo de no haber estado Paul atento para rescatarlo en pleno vuelo.
– Pero ¿qué dices, muchacho? ¿Has estado bebiendo? -dijo, fijándose en las tremendas ojeras del chico y recordando que el día anterior Paul había levantado la cabeza del periódico con aire excitado y le había solicitado llegar un par de horas tarde aquella mañana.
– No, señor -dijo Paul, que había pasado en vela casi toda la noche, dándole vueltas a su plan. Había salido de madrugada y se había colocado en la puerta del ayuntamiento media hora antes de que abriesen. Luego había recorrido ventanilla tras ventanilla recabando información sobre licencias, impuestos y requerimientos. Llegaba con una carpeta de cartón abultadísima-. Sé que puede parecerle una locura, pero no lo es. En estos momentos el dinero no tiene ningún valor. Los sueldos suben a diario, y nosotros tenemos que calcular nuestros precios todas las mañanas.
– Sí, eso me recuerda que esta mañana he tenido que hacerlo yo solo -dijo el tendero, molesto-. Y no sabes cómo me ha costado. ¡Y en viernes! Dentro de dos horas la tienda estará a rebosar de gente.
– Lo sé, señor. Y tenemos que esforzarnos al máximo por liquidarlo todo hoy. Esta misma tarde hablaré con varios de los clientes ofreciéndoles mercancías a cambio de su trabajo, porque la reforma tiene que estar hecha el lunes. El martes por la mañana pasaremos una inspección municipal y el miércoles abriremos.
Ziegler puso la misma cara que si Paul le acabase de pedir que se untara el cuerpo con mermelada y cruzara desnudo Marienplatz.
– De ninguna manera. Esta tienda lleva abierta setenta y tres años. La fundó mi bisabuelo, de quien la heredó mi abuelo, mi padre y finalmente yo.
Paul vio la amenaza en los ojos del tendero. Supo que estaba a un paso de que le despidiera por insubordinación y locura. Así que decidió jugárselo todo a una carta.
– Una historia preciosa, señor. Por desgracia dentro de quince días, cuando alguien que no se apellidará Ziegler se haga con la tienda en un concurso de acreedores, toda esa tradición se irá a la mierda.
El tendero levantó un dedo acusador, dispuesto a reñir a Paul por su lenguaje, pero enseguida recordó la mala situación en la que se encontraba y se derrumbó en una silla. Tenía deudas acumuladas desde el principio de la crisis, deudas que, al contrario que muchas otras, no se habían esfumado en la nada. La parte positiva -para algunos- de aquella locura era que quienes tuviesen una hipoteca cuyos tipos de interés se revisasen anualmente habían podido saldarla en poco tiempo con aquel marco salvaje. Por desgracia, quienes como Ziegler habían comprometido parte de sus ingresos, no una cantidad fija en metálico, sólo podían salir perdiendo.
– No lo entiendo, Paul. ¿Cómo va a salvar eso mi negocio?
El joven, con paciencia infinita, le llevó un vaso de agua y luego le mostró el recorte del periódico del día anterior. La tinta se había corrido sobre el papel en varios puntos, de tantas veces como Paul lo había leído y releído.
– Es un artículo de un profesor de la universidad. Dice que en un momento como éste, en el que la gente no puede confiar en el dinero, tiene que volver al inicio. A antes del dinero. Al trueque.
– Pero…
– Un momento, señor. Por desgracia, nadie puede andar por la vida con una mesa camilla o tres botellas de aguardiente para cambiarlas por otras cosas, y las casas de empeños ya están a rebosar. Por tanto tienen que refugiarse en promesas. En beneficios.
– No te entiendo -dijo el tendero, que empezaba a marearse.
– Acciones, señor Ziegler. Las acciones sustituirán al dinero. La bolsa subirá como la espuma. Y nosotros estaremos vendiéndolas.
Ziegler cedió.
Paul apenas durmió en el transcurso de los cinco días siguientes. Convencer a profesionales cualificados -carpinteros, yeseros, ebanistas- de llevarse ese viernes productos gratis a cambio de horas de trabajo aquel fin de semana no revistió la menor dificultad. Los pobres estaban tan agradecidos que Paul tuvo que ofrecer su pañuelo a más de uno.
Qué jodidas están las cosas si un fontanero de bigotes gruesos se echa a llorar cuando le ofreces una salchicha a cambio de una hora de trabajo, pensaba el joven.
La mayor dificultad fue la burocracia, pero incluso en eso Paul tuvo tremenda suerte. Había estudiado cada una de las normativas y reglamentos que los funcionarios le indicaron hasta que las cláusulas le salieron por las orejas, temiendo a cada paso encontrarse con la temida frase que echara por tierra todas sus esperanzas. Tras emborronar hojas y hojas de un pequeño cuadernillo en el que fue desentrañando los pasos que debía dar, los requisitos para la creación del ZieglerBank se vieron reducidos a dos:
1ª El director debe ser un ciudadano mayor de 21 años.
2ª Debe depositarse un aval de medio millón de marcos alemanes en las oficinas del ayuntamiento.
El primero era sencillo: el señor Ziegler sería el director, aunque Paul ya tenía bastante claro que debería quedarse encerrado en el despacho el mayor tiempo posible. El segundo… Un año atrás aquélla era una cifra astronómica, una manera de asegurar que sólo personas solventes iniciaran un negocio de responsabilidad. Hoy, aquel medio millón de marcos era una broma.
– ¡Nadie ha actualizado la cantidad! -gritó Paul, dando botes por la tienda, ante la mirada asombrada de los carpinteros, que ya habían empezado a arrancar las estanterías de las paredes.
Me pregunto si el funcionario no preferirá un par de jamones cocidos, pensó Paul, divertido. Al menos a eso le sacarían algo de rendimiento.
El camión iba descubierto, y los veinte hombres que viajaban en la parte trasera recibían el viento nocturno en la cara.
Casi todos guardaban silencio, concentrados en lo que ocurriría en pocos minutos. Las camisas pardas apenas protegían contra el frío, pero eso no importaba, ya que dentro de poco iban a desentumecerse a gusto.
Jürgen se agachó y comenzó a golpear el suelo metálico del camión con la porra. Había tomado esta costumbre en su primera salida, cuando aún sus compañeros de batallón le miraban con escepticismo. Las SA, las tropas de asalto del partido nazi, era un lugar para endurecidos ex combatientes, gente de las clases más bajas, que apenas podían leer un párrafo en voz alta sin tartamudear. La aparición de aquel joven atildado -¡el hijo de un barón, nada menos!- les produjo una inmediata sensación de rechazo. Cuando Jürgen empleó el suelo del camión como un tambor por primera vez, uno de los compañeros le señaló con el dedo.
– ¿Estás mandando un telegrama a la baronesa, novato?
Todos los demás rieron con malicia.
Aquella noche había sentido vergüenza. Ésta en cambio, al comenzar a golpear el suelo del camión, todos los demás se apresuraron a seguirle. El ritmo era lento al principio, cadencioso, marcado. Los golpes estaban perfectamente sincronizados. Pero según el camión se acercaba a su objetivo, una taberna próxima a la estación de tren de Hauptbahnhof, el ritmo iba aumentando hasta convertirse en un repiqueteo acelerado y ensordecedor que les llenó a todos de adrenalina.
Jürgen sonrió. Le había costado ganarse su confianza, pero ahora sentía que tenía a todos en la palma de la mano. Cuando casi un año atrás asistió por primera vez a un discurso de Adolf Hitler e insistió a un secretario del partido para que rellenase allí mismo su adhesión al NSDAP su amigo Krohn no cabía en sí de gozo, pero su decepción fue grande cuando días después Jürgen solicitó el ingreso en las SA.
– ¿Qué diablos tienes tú que ver con esos gorilas pardos? Tú eres inteligente, podrías hacer carrera política. Y ese parche en el ojo… vertiendo los rumores adecuados, podría ser tu carta de presentación. Podríamos decir que lo perdiste defendiendo el Ruhr.
El hijo del barón no le hizo caso. Había actuado movido por un impulso irracional, pero a nivel subconsciente su acción tenía una gran lógica. Le atraía la brutalidad inherente a la rama paramilitar de los nazis, su orgullo de grupo y la impunidad para la violencia que éste le ofrecía.
Un grupo en el que no había encajado al principio, convertido en blanco de insultos y burlas como «Barón Cíclope» o «Mariquita Tuerto».
Acobardado, Jürgen dejó de lado la actitud de matón que usaba antiguamente con sus amigos del colegio. Aquellos eran hombres duros de verdad, y hubieran cerrado filas inmediatamente si él hubiera intentado algo por la fuerza. En lugar de eso conquistó su respeto poco a poco, demostrando en cada mitin propio y ajeno su falta de escrúpulos.
Un chirrido de frenos se impuso al violento golpeo de las porras. El camión se detuvo con una sacudida brusca.
– ¡Abajo, abajo!
Los camisas pardas se apelotonaron en la parte trasera del camión. Veinte pares de botas negras pisotearon los adoquines empapados. Uno de los SA resbaló en mitad de un charco de agua sucia, y Jürgen se apresuró a ofrecerle el brazo para levantarse. Había aprendido que este tipo de gestos le hacían ganar puntos con sus compañeros.
El local frente a ellos no tenía nombre, tan sólo la palabra TABERNA pintada sobre la puerta, con un sombrero bávaro de color rojo dibujado al lado. El lugar era a menudo empleado por una sección del Partido Comunista para sus reuniones, y en este momento se estaba llevando a cabo una de ellas. Más de una treintena de personas se encontraban dentro, asistiendo a una conferencia. Al escuchar el ruido de los frenos del camión varios de ellos levantaron la cabeza, pero ya era demasiado tarde. Aquel lugar no tenía puerta trasera.
Entraron en fila, haciendo todo el ruido posible. Un camarero se cubrió tras la barra, aterrorizado, mientras los que encabezaban el grupo tomaban jarras y platos de las mesas y los lanzaban por encima del mostrador, sobre el espejo y los anaqueles repletos de botellas.
– ¿Qué hacen aquí? -preguntó un hombre bajito, seguramente el dueño de la taberna.
– Venimos a disolver una reunión ilegal -dijo el jefe del pelotón de las SA, adelantándose con una incongruente sonrisa.
– ¡Ustedes no tienen ninguna autoridad!
El jefe del pelotón levantó la porra hasta la cintura y golpeó el estómago del hombre, que cayó al suelo con un gemido. El otro le propinó un par de patadas más antes de volverse a sus hombres.
– ¡Todos juntos!
Jürgen pronto se puso en cabeza. Siempre lo hacía así, para en el momento crucial dar un discreto paso atrás y dejar que otro fuese el primero en cargar -o en llevarse un balazo o una cuchillada-. Las armas de fuego estaban prohibidas en aquella Alemania a la que los Aliados habían despojado de sus dientes, pero muchos veteranos de guerra conservaban su pistola de reglamento o un arma arrebatada al enemigo.
Formando hombro con hombro, avanzaron hacia el fondo del local. Los comunistas, muertos de miedo, hicieron acopio de todo lo que pudieron reunir y se lo fueron lanzando. El compañero que marchaba al lado de Jürgen recibió el impacto de una jarra de cristal en plena cara y se tambaleó. Los que marchaban tras él le sujetaron, y otro ocupó su puesto en primera fila.
– ¡Hijos de puta! ¡Id a chupársela a vuestro Führer! -gritó un joven ataviado con una gorra de cuero, tomando en las manos una banqueta.
Estaban a menos de tres metros, a tiro del mobiliario, y Jürgen eligió ese momento para simular un tropezón y dejar pasar al que iba detrás.
Justo a tiempo. Varias banquetas surcaron el espacio entre el grupo de la taberna y los camisas pardas. Se oyó un gemido y el que acababa de ocupar el lugar de Jürgen se desplomó hacia delante, con la cabeza abierta.
– ¿Listos? -gritó el jefe del pelotón- ¡Hitler y Alemania!
– ¡Hitler y Alemania! -coreó el resto.
Ambos bandos cargaron a la vez, como niños jugando al pañuelo que acabasen de recibir la orden del árbitro. Jürgen esquivó a un gigantón con mono de mecánico que iba en su dirección, y le golpeó al pasar en las rodillas. El mecánico trastabilló, y los que venían detrás comenzaron a golpearle sin compasión.
Jürgen continuó avanzando. Saltó una silla volcada y pateó una mesa, que fue a estrellarse contra la cadera de un viejo con gafas que cayó al suelo arrastrando la mesa con él. Aún sostenía unos papeles garabateados en la mano, así que el hijo del barón dedujo que aquel debía ser el orador cuyo discurso habían venido a reventar. Le traía sin cuidado. Ni siquiera conocía el nombre del viejo.
Jürgen pasó por encima de él, asegurándose de pisarle con ambos pies antes de acercarse a su verdadero objetivo, en el que había fijado sus ojos desde el otro extremo de la taberna.
El joven de la gorra de cuero hacía frente a dos camisas pardas sosteniendo una banqueta entre ellos y él. El primero de los camisas pardas intentó flanquearle, pero el joven basculó el peso de la banqueta y consiguió alcanzarle en el cuello, derribándolo. El otro camisa parda lanzó un porrazo creyendo que le atraparía desprevenido, pero el joven comunista se agachó con agilidad y hundió el codo en sus riñones. Cuando el otro se dobló, retorciéndose de dolor, el de la gorra rompió la banqueta sobre su espalda.
Vaya… éste sabe pelear, pensó el hijo del barón.
Normalmente dejaba los más duros para que los trabajasen otros, pero aquel joven delgaducho y de ojos hundidos tenía algo que le resultaba ofensivo.
El de la gorra miraba a Jürgen desafiante.
– Ven, putita nazi. ¿Tienes miedo de romperte las uñas?
Jürgen contuvo el aliento ante el insulto, pero era demasiado taimado para dejarse engañar y contraatacó.
– No me extraña que te gusten los rojos, mierdita seca. El culo de tu madre es igualito a la barba de Marx.
El rostro del chico se encendió de ira bajo la gorra de cuero y, enarbolando los restos de la banqueta, se lanzó a por Jürgen.
Éste le esperaba ladeado, procurando mantenerle en el centro de la visión de su único ojo. Cuando el otro descargó el golpe, Jürgen se echó a un lado y el joven cayó al suelo, perdiendo la gorra. Jürgen le golpeó tres veces en la espalda con la porra en rápida sucesión, no muy fuerte, lo suficiente para robarle el aliento y permitirle que se pusiera de rodillas. El joven intentó gatear para alejarse de Jürgen, que era exactamente lo que él quería. Echó hacia atrás la pierna derecha y lanzó una patada con todas sus fuerzas. La bota de punta reforzada impactó contra el estómago del chico, que se levantó más de medio metro del suelo y volvió a caer, retorciéndose y luchando por respirar.
Con una sonrisa radiante, Jürgen comenzó a patearle con saña. Notó cómo crujían las costillas, y luego uno de los brazos del chico restalló como una rama seca cuando lo pisoteó.
Agarrando al joven del pelo, Jürgen le obligó a ponerse de rodillas.
– ¡Vuelve a repetir lo que has dicho del Führer ahora, vago comunista!
– Vete a la mierda -balbuceó el chico.
– ¿Todavía te quedan ganas de decir tonterías? -gritó Jürgen, incrédulo.
Agarrando aún más fuerte al chico por el pelo, levantó la porra y la descargó contra su boca, en paralelo a la línea de sus labios.
Una.
Dos.
Tres veces.
Los dientes del chico se convirtieron en un puñado de restos sanguinolentos sobre el suelo de madera de la taberna. Su rostro estaba hinchado y deforme e instantáneamente la agresividad que alimentaba los músculos de Jürgen dejó de fluir. Comprendió por qué había escogido a aquel chico en particular.
Guardaba un cierto parecido con su primo.
Soltó el pelo del comunista, que cayó al suelo desmadejado.
Bueno, a partir de ahora no se parecerá a nadie, pensó.
Jürgen levantó la vista y vio que en torno suyo la lucha se había detenido. Los únicos que quedaban en pie eran los camisas pardas, que le miraban con una mezcla de aprobación y miedo.
– ¡Vámonos de aquí! -gritó el jefe del pelotón.
De vuelta en el camión, un SA que Jürgen no había visto nunca y que no había viajado con ellos en el camión a la ida se sentó junto a él. El hijo del barón apenas le miró. Después de cada uno de aquellos episodios violentos solía sumirse en un estado de melancolía y abandono, y no le gustaba que nadie le molestase. Por eso gruñó con desagrado cuando el otro le habló en voz baja.
– ¿Cómo te llamas?
– Jürgen von Schroeder -respondió a regañadientes.
– Así que eres tú. Me han hablado de ti y he venido hoy adrede para conocerte. Me llamo Julius Schreck.
Jürgen se fijó en que había sutiles diferencias en el uniforme del otro. Llevaba una insignia con una calavera y unas tibias cruzadas, y una corbata negra.
– ¿Para conocerme a mí? ¿Por qué?
– Estoy formando un grupo especial… gente con agallas, habilidad, inteligencia. Sin escrúpulos burgueses.
– ¿Cómo sabe que yo tengo esas cosas?
– Te he visto moverte allá adentro. Lo has hecho con astucia, no como el resto de la carne de cañón. Y luego está la cuestión de tu familia, claro. Tenerte a ti nos dará prestigio. Nos separará de la chusma.
– Hable claro. ¿Qué pretende?
– Quiero que te unas a mis Stosstrupp. La élite de las SA, que sólo responderá ante el Führer.
Alys estaba pasando una noche infernal hasta que vio a Paul al otro extremo del cabaret. Era el último lugar en el que esperaba encontrarle. Volvió a mirar para asegurarse, ya que las luces y el humo del local podían llevar a confusión, pero sus ojos no le habían engañado.
¿Qué demonios estará haciendo aquí?
Su primer impulso fue esconder la Kodak Brownie tras la espalda, avergonzada. No duró mucho en esa posición, porque la cámara con el voluminoso flash eran una carga demasiado pesada.
Y además, estoy trabajando. Eso es algo de lo que sentirse orgulloso, qué diablos.
– ¡Menudo cuerpo! ¡Sácame una foto, ricura!
Alys sonrió, levantó la lámpara del flash -apoyada en un enorme mango- y apretó el gatillo para que se disparase solo, sin usar película. Los dos borrachos que le obstaculizaban la visión de la mesa de Paul se hicieron a un lado dando tumbos. Aunque le obligase a estar recargando el flash con pólvora de magnesio cada poco, ése era el método más eficaz de deshacerse de los pesados.
Revoloteaban muchos a su alrededor en noches como aquélla, en las que tenía que hacer doscientas o trescientas fotos de los clientes del BeldaKlub. Tras revelarlas, el dueño escogía media docena para colocarlas en una pared cerca de la entrada, en la que se veía a los clientes pasándoselo en grande con las bailarinas del local. Las mejores fotos -según el dueño- se conseguían entrada la madrugada, donde era habitual ver a los más golfos bebiendo champán en los zapatos de las chicas. Alys odiaba aquel ambiente: la música chillona, los trajes de lentejuelas, las canciones provocativas, el alcohol y a quienes lo consumían sin medida. Pero era su trabajo.
Dudó en aproximarse a Paul. No se encontraba demasiado guapa, con aquel traje azul de segunda mano y un sombrerito que desentonaba bastante, y sin embargo seguía siendo un imán para los babosos. Había llegado a la conclusión de que a los hombres les encantaba estar en el centro de su objetivo. Decidió usar eso para acercarse a Paul y romper el hielo. Aún sentía mucha vergüenza por el modo en que su padre le había expulsado de su casa, y un vago resquemor por la mentira de que él se había quedado el dinero que le había ofrecido.
Le gastaré una broma. Me acercaré con la cámara tapándome la cara, lanzaré la foto y luego le mostraré quién soy. Seguro que se pone loco de contento.
Comenzó a acercarse, esquivando mesas y borrachos, esgrimiendo una sonrisa.
Ocho meses antes, Alys se había visto en la calle buscando un trabajo.
Al contrario que Paul, su búsqueda no había sido desesperada, porque ella disponía de dinero para mantenerse unos meses. Aun así había sido igual de ardua. Los únicos empleos que se le ofrecieron -a voces desde las esquinas o susurrados en las trastiendas de los establecimientos- eran de prostituta o de mantenida, y ése era un camino que Alys no estaba dispuesta a tomar bajo ningún concepto.
Ni eso ni volver a casa, se juró.
Pensó en ir a otra ciudad. Hamburgo, Dusseldorf, Berlín. Sin embargo, las noticias que venían de todos esos lugares eran tan malas o peores que lo que ocurría en Munich. Y había algo -la esperanza de volver a encontrar a alguien concreto, tal vez- que le retenía en su ciudad natal. Pero a medida que sus reservas menguaban y no conseguía nada, Alys se iba desesperando más. Hasta que una tarde, caminando por Agnesstrasse en busca de un taller de costura del que le habían dado referencias, vio un letrero en un escaparate.
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Ni siquiera miró de qué clase de negocio se trataba. Empujó la puerta con indignación, y las campanillas que anunciaban un nuevo visitante se volvieron locas. Se acercó pisando firme a la única persona que había detrás del mostrador. Era un hombre delgado y maduro, con unas enormes entradas en su pelo canoso.
– Buenas tardes, señorita.
– Buenas tardes. Venía a solicitar el empleo.
El hombrecillo le miró muy serio.
– ¿Puedo aventurarme a decir que sabe usted leer, señorita?
– Sí, aunque las sandeces se me atragantan.
Ante aquello, el rostro del hombre cambió. Unas arrugas divertidas se le formaron en la comisura de los labios, revelando una sonrisa agradable a la que siguió una carcajada.
– ¡Contratada!
Alys le miró totalmente desconcertada. Había entrado en el local dispuesta a echarle en cara al dueño un cartel tan injusto como el que había colgado, creyendo que sólo conseguiría ponerse en evidencia.
– ¿Sorprendida?
– Bastante.
– Verá, señorita…
– Alys Tannenbaum.
– August Muntz -dijo el otro, haciendo una florida reverencia-. Verá, señorita Tannenbaum, colgué ese cartel para que respondiera exactamente una mujer de sus características. El empleo que le ofrezco requiere de habilidad técnica, presencia de ánimo y sobre todo elevadas dosis de atrevimiento e insolencia. Parece que goza de las dos segundas, y la primera puede alcanzarse, sobre todo disponiendo de mi experiencia…
– ¿Qué es exactamente lo que quiere que haga? -preguntó Alys con suspicacia.
– ¿No es evidente, señorita? -dijo el otro, señalando a su alrededor. Alys se fijó en el local por primera vez, y vio que era un estudio de fotografía-. Hacer fotos.
Si bien Paul había cambiado con cada empleo que había desempeñado, Alys se había visto totalmente transformada por el suyo. La joven cayó enamorada instantáneamente de la fotografía. Jamás se había puesto detrás de una cámara, pero cuando aprendió los rudimentos básicos comprendió que no deseaba hacer otra cosa en su vida. Le gustaba especialmente la sala de revelado, donde mezclaba los compuestos químicos en las cubetas. Maravillada, no podía apartar la mirada cuando la imagen comenzaba a aparecer sobre el papel y se distinguían los rasgos y las caras.
Enseguida hizo buenas migas con el fotógrafo. Aunque sobre el letrero de la puerta estaba escrita la frase «Muntz e hijos», Alys descubrió pronto que no había hijos ni los habría nunca. August vivía en un piso encima de la tienda con un joven delicado y blanquecino al que llamaba «mi sobrino Ernst». La joven pasaba largas sobremesas jugando al backgammon con los dos, y poco a poco volvió a recuperar la sonrisa.
Tan sólo había una parte de su trabajo que no le gustaba, que era precisamente por la que August le había contratado. El dueño de un cabaret cercano -August le acabó confesando a Alys una tarde que era un antiguo amante- le había ofrecido una buena suma de dinero por tener a un fotógrafo en el local tres noches a la semana.
– Él querría que fuese yo, claro. Pero creo que es mejor que vaya una chica guapa… una que no se deje avasallar -dijo August guiñándole un ojo.
El dueño del cabaret estaba contento. Las fotos a la entrada de su establecimiento habían contribuido a lanzar la fama del BeldaKlub hasta convertirlo en el buque insignia de la noche muniquesa. Nada al nivel de Berlín, desde luego, pero cualquier negocio que tenga sus bases en el alcohol y el sexo ve multiplicado su éxito por diez en épocas tenebrosas. Era un rumor muy extendido que muchos de sus clientes gastaban allí completo el último sueldo en cinco frenéticas horas antes de recurrir al gatillo, la cuerda o el bote de pastillas.
Mientras se acercaba a Paul, Alys confiaba en que el joven no fuera uno de estos «clientes definitivos».
Seguro que ha venido con un amigo. Por curiosidad, pensaba ella. Al fin y al cabo, todo el mundo viene al BeldaKlub en estos tiempos, aunque sea para sorber durante horas una cerveza. Los barmen eran tipos comprensivos, y solía aceptar alianzas de compromiso a cambio de un par de pintas.
Al llegar se llevó la cámara a la cara. Había cinco personas en torno a la mesa, dos hombres y tres mujeres. Sobre el mantel había numerosas botellas de champán medio vacías o volcadas, y un montón de comida apenas intacta.
– ¡Eh, Paul! ¡Tienes que posar para la posteridad, compañero! -dijo el que estaba junto a Alys.
Paul levantó la cabeza. Llevaba puesto un esmoquin negro que no acababa de quedarle del todo bien en los hombros, y la pajarita desatada sobre la camisa. Cuando habló tenía la lengua pastosa y vacilante.
– ¿Habéis oído chicas? Poned una sonrisa en esos labios.
Las dos que rodeaban a Paul llevaban vestidos de fiesta plateados y sombreros a juego. Una de ellas le agarró por la barbilla, le obligó a mirarle y le plantó un enorme y pegajoso beso con lengua justo cuando se disparó la foto. El joven, sorprendido, devolvió el beso y luego estalló en carcajadas.
– ¿Has visto? ¡Te han puesto una sonrisa en los labios! -dijo el amigo tambaleándose de la risa.
Al ver aquello Alys se quedó atónita, al tiempo que la Kodak casi le resbaló de las manos. Sintió ganas de vomitar. Aquel borracho, uno más de aquellos a quien ella despreciaba noche tras noche desde hacía semanas, estaba tan lejos de la imagen del tímido carbonero que la joven no podía creer que fuera Paul.
Y sin embargo lo era.
A través del alcohol, el joven fue capaz de reconocerla y se puso de pie con gesto azorado.
– ¡Alys!
El hombre que le acompañaba se giró hacia ella y alzó su copa.
– ¿Os conocéis?
– Eso creía yo -dijo Alys, gélida.
– ¡Estupendo! Quiero que sepas que tu amigo es el banquero de más éxito del Isartor… ¡Vendemos más acciones que ninguno de los bancos que han surgido como setas últimamente! Y yo soy su orgulloso contable… Ven a brindar con nosotros.
Alys notó como una oleada de desprecio le recorría el cuerpo. Había escuchado acerca del fenómeno de los nuevos bancos. Casi todos los que se habían creado en los últimos meses los habían fundado jóvenes, y muchos universitarios venían cada noche a quemar las ganancias del día en champán y putas antes de que perdieran por completo su valor.
– Cuando mi padre me dijo que te habías llevado el dinero no le creí. Qué equivocada estaba. Ahora veo lo único que te interesa -dijo dándose la vuelta.
– Alys, espera… -balbuceó el joven, avergonzado. Rodeó la mesa a trompicones e intentó tomarle de la mano.
Alys, zafándose, se giró y le dio un bofetón que resonó como una campanada. Paul trastabilló y fue a darse de bruces contra la mesa. Intentó aferrarse al mantel pero cayó al suelo en medio de una lluvia de botellas rotas y de las risas de las tres coristas.
– Por cierto -dijo ella mientras se marchaba, en voz lo suficientemente alta para que él pudiera oírle-. Con ese esmoquin sigues pareciendo un camarero.
Paul se apoyó en la silla para levantarse, a tiempo de ver la espalda de Alys desaparecer entre la muchedumbre y cómo su amigo el contable se había llevado a las chicas a la pista de baile. De repente un brazo le agarró con fuerza y le ayudó a incorporarse, dejándolo caer en la silla.
– ¿Parece que la has fastidiado, eh?
El hombre que le había ayudado estaba de pie junto a él. Su rostro le era vagamente familiar pero no alcanzaba a recordar quién era entre las brumas del alcohol y la vergüenza.
– ¿Quién diablos es usted?
– Un amigo de tu padre, Paul. Alguien que en estos momentos se pregunta si eres digno de llevar su apellido.
– ¿Qué sabe usted de mi padre?
El hombre sacó una tarjeta y se la colocó a Paul en el bolsillo interior del esmoquin.
– Ven a verme cuando se te pase la curda, muchacho.
Paul alzó la vista de la sencilla tarjeta y contempló el letrero de la librería sin comprender aún qué estaba haciendo allí.
Estaba a un paso de Marienplatz, en el mismísimo corazón de Munich. En aquel lugar las carnicerías y los vendedores ambulantes de Schwabing daban paso a relojerías, sombrererías y tiendas de bastones. Incluso un pequeño cine cerca del establecimiento de Keller seguía proyectando Nosferatu, de Murnau, más de un año después de su estreno. Era por la tarde, y la segunda sesión ya debía de estar mediada. Paul imaginó al proyeccionista en el interior de la cabina, cambiando los gastados rollos de la película una y otra vez y sintió lástima por él. Había ido a ver aquella película -su primera y única- colándose en la sala por una puerta trasera en un cine cerca de la pensión, cuando la mitad de la ciudad hablaba de ella. No le había gustado demasiado aquella copia feísta del Drácula de Bram Stoker. Para él la auténtica emoción de la historia residía en sus palabras y en sus silencios, en el blanco que rodeaba al negro de las letras. Aquello del cine se le antojaba demasiado sencillo, como un puzzle de dos piezas.
Paul entró en la librería con cautela, pero comenzó a olvidar su recelo a medida que iba estudiando los volúmenes colocados escrupulosamente en estanterías del suelo al techo y en amplias mesas junto al escaparate. No había mostrador a la vista.
Estaba absorto hojeando una primera edición de La muerte en Venecia cuando escuchó una voz a sus espaldas.
– Thomas Mann no es mala elección, pero seguro que ése ya lo has leído, ¿verdad?
Paul se dio la vuelta. Allí estaba Keller, sonriente. Tenía el pelo completamente blanco, lucía una perilla de estilo anticuado y se rascaba unas enormes orejas cada poco rato, llamando aún más la atención sobre ellas. Paul volvió a sentir que le conocía, aunque no fue capaz de identificar de qué.
– Sí, lo he leído, pero deprisa y corriendo. Me lo prestó un huésped de la pensión donde vivo. Normalmente los libros no duran en mis manos mucho tiempo, por más que me guste releerlos.
– Ah, ah. No releas, Paul. Eres muy joven, y aquellos que releen tienden a llenarse de la sabiduría inadecuada antes de tiempo. Ahora tienes que leer, leer todo lo que puedas, lo más heterogéneo posible. Sólo cuando llegas a mis años sabes que aquello que relees no es una pérdida de tiempo.
Paul le echó un buen vistazo de nuevo. Keller pasaba de largo los cincuenta, aunque su espalda estaba recta como un palo y se mantenía compacto bajo un desfasado traje de tres piezas. Era su pelo claro lo que le daba apariencia venerable, aunque el joven sospechó que en realidad lo tenía rubio muy claro y se lo teñía para conseguir ese blanco uniforme. De repente cayó en la cuenta de dónde le había visto antes.
– Usted estaba en la fiesta de cumpleaños de Jürgen, hace cuatro años.
– Tienes buena memoria, Paul.
– Me dijo que saliera cuanto antes… que ella esperaba fuera -dijo el joven, con tristeza.
– Recuerdo el rescate de la chica con total claridad, en mitad del salón de baile. Ah, en mis tiempos también tuve mis buenos momentos. Y también malos, pero ninguna metedura de pata tan enorme como la que te vi cometer ayer, Paul.
– No me lo recuerde. ¿Cómo diablos se supone que iba a saber que ella estaba allí? ¡Hace más de dos años que no la veía!
– Bueno, creo que la pregunta correcta es ¿qué diablos hacías tú emborrachándote como un marinero?
Paul se removió inquieto y no respondió. Le avergonzaba estar comentando aquellas cosas a un completo desconocido, pero al mismo tiempo sentía una extraña tranquilidad al hablar con el librero. Sólo que deseaba cambiar de tema.
– En fin -siguió Keller- no quiero atormentarte porque tus ojeras y tu palidez ya me dicen que no has debido de dormir mucho, si es que no acabas de levantarte.
– Me dijo que quería hablarme de mi padre -le interrumpió Paul, ansioso.
– No, no lo dije. Te dije que vinieras a verme.
– ¿Y por qué?
Esta vez fue Keller quien no respondió. Condujo a Paul hasta el escaparate y le señalo la fachada de la iglesia de San Miguel, justo enfrente de la librería. El árbol familiar de la dinastía Wittelsbach esculpido en bronce escoltaba la estatua del arcángel que daba nombre al edificio. Bajo el sol del atardecer, las sombras de las estatuas eran largas y ominosas.
– Observa… tres siglos y medio de esplendor reluciente. Y sólo es un pequeño prólogo. Inspirado por las limpias formas de esta iglesia, Luis I decidió en 1825 que convertiría nuestra ciudad en una nueva Atenas. Llena de luz, de espacio, de armonía en sus avenidas y bulevares. Ahora desciende un poco con la mirada, Paul.
En la puerta del templo se agolpaban los mendigos, dispuestos en una fila para recibir la sopa que la parroquia repartía a la puesta de sol. La cola acababa de empezar a formarse y ya llegaba hasta más lejos de lo que alcanzaba la visión del escaparate. A Paul no le extrañó ver a veteranos de guerra aún con roñosos uniformes, prohibidos hacía casi un lustro. Tampoco a viejos vagabundos, aquellos a quienes la calle y el vino habían impreso en la cara el violáceo color de la pobreza. Lo que le sorprendió fue ver a decenas de hombres adultos usando trajes gastados pero con camisas perfectamente planchadas, todos ellos sin nada de abrigo a pesar de que aquel atardecer de junio el aire soplaba con fuerza.
El abrigo de un padre de familia que tiene que salir a diario a buscar el pan de los hijos es una de las últimas cosas que se empeña, pensó Paul, moviendo nervioso las manos en los bolsillos del suyo. Lo había comprado de segunda mano, sorprendiéndose de encontrar un paño tan excelente al precio de un queso de tamaño mediano.
Igual que el esmoquin.
– Cinco años después de la caída de la monarquía: terror, asesinatos en las calles, hambre, pobreza. ¿Qué versión de Munich prefieres, muchacho?
– La auténtica, supongo.
Keller le miró, evidentemente complacido de su respuesta. Paul notó cómo su actitud cambiaba ligeramente, como si aquello hubiese sido tan sólo una prueba para algo mucho mayor que estaba por venir.
– Conocí a Hans Reiner hace muchos años. No recuerdo la fecha exacta, pero creo que fue en torno a 1895, porque entró en la librería y compró un ejemplar recién salido de imprenta de El castillo de los Cárpatos, de Verne.
– ¿A él también le gustaba leer? -dijo Paul, sin poder ocultar la emoción. Sabía tan poco acerca del hombre que le había dado la vida que cualquier punto de similitud con él le llenaba de un sentimiento difuso de orgullo y confusión, como un eco de otro tiempo. Sintió una necesidad ciega de confiar en el librero, de exprimir de su cabeza cualquier rastro de la personalidad del padre que a él se le había negado conocer.
– ¡Era un entusiasta! Tu padre y yo estuvimos hablando un par de horas, aquella tarde. Eso era mucho en aquellos tiempos, cuando mi librería estaba repleta desde la apertura hasta el cierre, no desierta como ahora. Descubrimos intereses comunes, como la poesía. Aunque él era muy inteligente, era más bien torpe con las palabras, y le maravillaba lo que gente como Hölderlin o Rilke podían hacer. Una vez incluso me pidió que le ayudase con un pequeño poema que escribió para tu madre.
– Recuerdo que ella me habló de ese poema hace muchos años -dijo Paul, con tristeza- aunque nunca me lo dejó leer.
– Tal vez estará entre los papeles de tu padre -sugirió el librero.
– Por desgracia las pocas pertenencias que teníamos se quedaron en la casa en la que vivíamos antes. Tuvimos que salir precipitadamente.
– Una lástima. En fin… cada temporada que pasaba en Munich disfrutábamos de interesantes veladas juntos. Fue así como oí hablar por primera vez de la Gran Logia del Sol Naciente.
– ¿Qué es eso?
El librero bajó la voz.
– ¿Sabes lo que es la masonería, Paul?
El joven le miró extrañado.
– Los periódicos dicen que es una secta secreta y poderosa.
– ¿Dirigida por judíos y que dicta los destinos del mundo? -dijo Keller, irónico-. Yo también he escuchado ese cuento muchas veces, Paul. Y más en estos tiempos que corren, en los que el pueblo busca alguien a quien culpar por lo mal que van las cosas.
– Entonces, ¿cuál es la realidad?
– La masonería es una sociedad secreta, no una secta. La forman hombres selectos que buscan iluminación y el triunfo de la moral en el mundo.
– ¿Por selectos se refiere a poderosos?
– No. Esos hombres se escogen a sí mismos. Ningún masón está autorizado a pedir a un profano que se haga masón. Es el profano quien debe pedirlo, al igual que yo le pedí a tu padre que me admitiera en la logia.
– ¿Mi padre era masón? -dijo Paul, asombrado.
– Espera un momento -dijo Keller. Echó el cierre a la puerta del local, dio la vuelta al cartel de cerrado y luego fue a la trastienda. A su regreso mostró una vieja fotografía de estudio a Paul. En ella un joven Hans Reiner, Keller y otras tres personas que Paul no reconoció miraban fijamente a la cámara, en la rígida actitud propia de las imágenes de principio de siglo, cuando los modelos debían permanecer quietos por espacio de un minuto para que la foto no se moviese. Uno de los desconocidos sostenía un extraño símbolo que Paul recordaba haber visto hacía años en el despacho de su tío: una escuadra y un compás enfrentados, con una gran G en su centro.
– Tu padre era el guardatemplo de la Gran Logia del Sol Naciente. Es el que se asegura de que la puerta del templo esté cerrada antes de abrir trabajos… en lengua profana, antes de comenzar el ritual.
– Creí que había dicho que esto no tenía nada que ver con la religión.
– Los masones creemos en una entidad sobrenatural, a la que llamamos Gran Arquitecto del Universo. Hasta ahí alcanza el dogma. Cada masón individualmente venera al Gran Arquitecto bajo la forma que considera oportuna. En mi logia hay judíos, católicos y protestantes, aunque ninguno hace profesión de ello ante los otros. Dos temas están prohibidos en la logia: religión y política.
– ¿Tuvo la logia algo que ver con la muerte de mi padre?
El librero hizo una larga pausa antes de contestar.
– Poco es lo que sé de su muerte, más allá de que lo que te han contado es mentira. El día que le vi por última vez me hizo llegar un mensaje y nos encontramos cerca de la librería. Hablamos apresuradamente, en mitad de la calle. Me dijo que se encontraba en peligro, y temía por tu vida y la de tu madre. Quince días después escuché el rumor de que su barco se había hundido en las colonias.
Paul pensó si debía hablarle a Keller de las últimas palabras de su primo, acerca de la noche en la que su padre visitó el palacete de los Schroeder, y del disparo que Eduard había escuchado, y decidió que no. Había meditado mucho sobre aquella información, pero no conseguía verlo como una prueba concluyente de que su tío el barón fuese el responsable de la desaparición de su padre. Creía en el fondo de su corazón que él sabía algo, pero hasta que no estuviese seguro no compartiría aquella carga con nadie.
– También me pidió que te entregase una cosa cuando fueses lo bastante mayor. Llevo unos meses buscándote -continuó Keller.
Paul sintió que le daba un vuelco el corazón.
– ¿Qué es?
– No lo sé, Paul.
– Bueno, ¿a qué espera? ¡Entréguemelo! -dijo Paul, casi gritando.
El librero le dirigió a Paul una mirada gélida para dar a entender al joven que no le gustaba que le diesen órdenes en su propia casa.
– ¿Tú crees que eres digno del legado de tu padre, Paul? El joven al que vi el otro día en el BeldaKlub no me pareció más que un patán borracho que desperdicia el enorme talento que tuvo la suerte de recibir.
Paul abrió la boca para hablarle con insolencia del hambre y el frío que pasó cuando les expulsaron del palacete de los Schroeder. Del agotamiento de acarrear carbón arriba y abajo por húmedas escaleras. De la desesperación de no tener nada y saber que, pese a todo, hay que seguir buscando. De la llamada tentadora de las frías aguas del Isar. Luego se arrepintió, porque aquello que había sufrido no le daba derecho a comportarse como lo había hecho en las últimas semanas.
Si acaso le hacía más culpable.
– Señor Keller… ¿pertenecer a la logia me haría más digno?
– Sería un comienzo, si lo pidieses de corazón. Pero te aseguro que no será nada fácil, ni siquiera para alguien como tú.
El joven tragó saliva antes de responder.
– En ese caso le solicito humildemente que me ayude. Quiero ser masón, como mi padre.
Alys terminó de agitar el papel en la bandeja de revelado y lo introdujo en el líquido fijador. Mirarlo le producía una sensación extraña. Por un lado orgullo, porque la perfección técnica de la instantánea era enorme. El gesto de la fulana, sujetando a Paul. El brillo en los ojos de ella, los de él entreabiertos… Los detalles hacían que la escena casi pudiese palparse, pero por encima de su orgullo como profesional a Alys aquella imagen le estaba royendo las entrañas.
Absorta en sus pensamientos en el interior de la sala de revelado, apenas prestó atención al sonido de las campanillas anunciando un nuevo visitante en la tienda. Sin embargo levantó la cabeza cuando escuchó una voz familiar. Atisbó a través de la mirilla de cristal rojo que daba una clara visión del local, y sus ojos confirmaron lo que sus oídos y su corazón ya le habían anunciado.
– Buenas tardes -dijo Paul acercándose al mostrador. El joven había dado un largo rodeo en el camino de vuelta a la pensión -donde aún seguía alojado con su madre, consciente de que su negocio de venta de acciones podía ser sumamente efímero- para detenerse en Muntz e Hijos. Había obtenido la dirección del estudio de fotografía de uno de los encargados del cabaret, tras aflojarle la lengua con unos billetes.
Bajo el brazo llevaba un paquete envuelto cuidadosamente. Contenía un librito negro y grueso, con repujados en color dorado. Al entregárselo, Sebastian le había dicho que aquel tomo contenía los fundamentos básicos que todo profano debía conocer antes de convertirse en masón. Con él se había iniciado primero Hans Reiner y luego Sebastian. Paul ardía en deseos de recorrer con sus ojos aquellas líneas que también había leído su padre, pero había algo más urgente que hacer antes.
– Ya hemos cerrado -le dijo el fotógrafo a Paul.
– ¿De verdad? Creí que faltaban diez minutos para la hora de cierre -dijo el joven, dirigiendo una mirada suspicaz al reloj de la pared.
– Para usted estamos cerrados.
– ¿Para mí?
– ¿Acaso no es usted Paul Reiner?
– ¿Cómo diantres sabe mi nombre?
– Encaja con la descripción. Alto, delgado, mirada glacial, guapo como el demonio. Hubo más adjetivos pero mejor no los repito.
En la trastienda se escuchó un fuerte estruendo. Al oírlo, Paul intentó mirar por encima del hombro del fotógrafo.
– ¿Está Alys ahí?
– Debe de ser el gato.
– No sonaba como un gato.
– No. Sonaba como una bandeja de revelado vacía cayendo al suelo intencionadamente. Pero como Alys no está, debe de ser el gato.
Hubo otro nuevo estruendo, esta vez más fuerte.
– Ahí va otra. Menos mal que son de metal -dijo August encendiéndose un cigarro con una elegante fioritura.
– Será mejor que vaya a darle de comer a ese gato. Parece hambriento.
– Está más bien furioso.
– Puedo comprender por qué -dijo Paul agachando la cabeza.
– Escuche amigo, ella dejó algo para usted.
El fotógrafo le alargó una foto boca abajo. Al darle la vuelta Paul observó una fotografía algo borrosa, tomada en un parque.
– Es una mujer dormida en un banco del Englischer Garten.
August le dio una larga calada al cigarro arrojando el humo en dirección a Paul.
– El día que tomo esa instantánea… fue su primera salida en solitario. Le presté una cámara para que diera vueltas por la ciudad en busca de una imagen que me conmoviera. Se dedicó a pasear por un parque, como todos los principiantes. De repente vio a esa mujer sentada en un banco y enseguida le atrajo su quietud. Le tomó una foto y luego fue a darle las gracias. Ella no le respondió y Alys le tocó en el hombro. Ella cayó al suelo.
– Estaba muerta -dijo el joven, horrorizado, comprendiendo entonces de verdad lo que estaba viendo.
– Muerta de hambre -respondió August, dando una última calada al cigarro y apagándolo en el cenicero.
Paul se agarró al mostrador durante unos instantes, con la mirada fija en la foto. Finalmente se la devolvió al fotógrafo.
– Gracias por mostrarme esto. Por favor, dígale a Alys que si viene pasado mañana a esta dirección -dijo tomando papel y lápiz del mostrador y anotando algo en una hoja- verá como he comprendido.
Un minuto después de que él se marchara, Alys salió de la sala de revelado.
– Espero que no hayas abollado las bandejas. De lo contrario te vas a quedar a darles con un martillo hasta que vuelvan a su forma, te lo advierto.
– Ha hablado usted demasiado, August. Y eso de la foto… yo no le había pedido que le diese nada.
– Él está enamorado de ti.
– ¿Cómo lo sabe?
– Sé mucho de hombres enamorados. Sobre todo lo difícil que es encontrarlos.
– Hemos tenido un inicio más bien oscuro -dijo Alys, meneando la cabeza.
– ¿Y qué? El día empieza a medianoche, en mitad de la oscuridad. Y luego todo es luz.
Había una fila enorme frente al ZieglerBank.
Alys había decidido la noche anterior, cuando se fue a la cama en el cuarto que tenía alquilado no lejos del estudio, que no iría ver a Paul. Se repitió lo mismo mientras se arreglaba, mientras se probaba una y otra vez su colección de sombreros -que alcanzaba la friolera de dos modelos- y mientras tomaba un tranvía al que habitualmente no subía nunca. Fue toda una sorpresa encontrarse de pronto delante de la cola de banco.
Al acercarse se dio cuenta de que en realidad eran dos diferentes, a cuál más larga. Una finalizaba en el banco y otra en la puerta de al lado. La gente salía de esta última con una sonrisa de alivio en los rostros y cargados con bolsas de las que asomaban longanizas, pan y enormes tallos de apio.
Paul estaba en el nuevo local junto a otro hombre que pesaba verduras y jamones y despachaba con voz desagradable. Al ver a Alys, el joven salió inmediatamente, abriéndose paso entre los que pugnaban para entrar a la tienda.
– El señor de al lado tuvo que cerrar su estanco cuando quebró el negocio. Nosotros lo hemos abierto y convertido en el nuevo colmado del señor Ziegler. El hombre está feliz.
– Por lo que veo la gente también.
– Vendemos las mercancías al coste, y fiamos a todos los clientes del banco. Nos estamos comiendo hasta el último penique de los beneficios, pero los funcionarios y los jubilados, todos los que no pueden seguir el ritmo absurdo de la inflación nos lo agradecen mucho. Hoy el dólar está a más de tres millones de marcos.
– Estás perdiendo una fortuna.
Paul se encogió de hombros.
– Por la noche daremos una sopa para los necesitados a partir de la semana próxima. No será como la de los jesuitas, porque apenas alcanzará para quinientas raciones, pero ya tenemos un grupo de voluntarios que va a comenzar a ayudar.
Alys se le quedó mirando, con los ojos entornados.
– ¿Todo esto lo estás haciendo por mí?
– Lo estoy haciendo porque puedo. Porque es lo correcto. Porque me impresionó la foto de la mujer en el parque. Porque esta ciudad se está yendo al infierno. Y sí, porque me porté como un estúpido y me gustaría que me perdonases.
– Ya te he perdonado -respondió la joven, dándose la vuelta y alejándose.
– Entonces, ¿por qué te vas? -dijo él abriendo los brazos, incrédulo.
– ¡Porque sigo enfadada contigo!
Cuando Paul iba a correr tras ella, Alys giró la cabeza y le sonrió.
– Aunque puedes venir a buscarme mañana por la noche a ver si se me ha pasado.
Por tanto te juzgo cabal y digno de comenzar este viaje en el que se probará tu valía. Inclínate.
Paul obedeció, y el hombre del traje le colocó una gruesa capucha negra sobre la cabeza. Con un seco tirón le ajustó dos correas de cuero en torno al cuello.
– ¿Ves algo?
– No.
Su propia voz le sonaba extraña dentro de la capucha. Los sonidos de fuera parecían provenir de otro mundo.
– Tienes dos agujeros en la parte de atrás. Si te quedas sin aire, tira un poco hacia atrás de la nuca.
– Gracias.
– Ahora debes sujetarte muy fuerte a mi brazo izquierdo con tu brazo derecho. Recorreremos juntos una gran distancia. Es muy importante que avances cuando te lo diga, sin vacilar. No es necesario apresurarse, pero sí que escuches atentamente las instrucciones. En algunos puntos te diré que camines poniendo un pie delante del otro. En otros que levantes mucho las rodillas para subir o bajar unas escaleras. ¿Estás listo?
El joven asintió.
– Contesta a las preguntas en voz alta y clara.
– Estoy listo.
– Comencemos, pues.
Paul echó a andar despacio, agradecido de moverse por fin. Había pasado la última media hora respondiendo a las preguntas del hombre del traje, al que veía por primera vez en su vida. Conocía las respuestas que debía dar de antemano porque venían todas en el libro que le había dado Keller, hacía ya tres semanas.
– ¿Debo aprenderlas de memoria? -le había preguntado al librero.
– Estas fórmulas son la parte del ritual que debemos mantener y respetar. Dentro de poco descubrirás que la masonería tiene mucho que ver con las ceremonias de iniciación y cómo éstas te cambian.
– ¿Hay más de una?
– Hay una por cada uno de los tres grados: aprendiz, compañero y maestro. Por encima del tercer grado hay otros treinta, pero son grados honoríficos que descubrirás en su momento.
– ¿Cuál es el suyo, señor Keller?
El librero ignoró la pregunta.
– Ahora quiero que leas el libro y reflexiones atentamente sobre su contenido.
Paul lo hizo. La obra relataba el origen de la masonería: los gremios de constructores de la Edad Media y antes que ellos los míticos constructores del Antiguo Egipto.
Todos ellos descubrieron una sabiduría inherente a los símbolos de la construcción y la Geometría. Siempre habrás de escribir esta palabra con G mayúscula, porque la G es el símbolo del Gran Arquitecto del Universo. Cómo lo veneres es cosa tuya. En la logia, la única piedra que tallarás será tu conciencia y lo que en ella traigas. Tus hermanos te darán las herramientas para ello tras la iniciación… si superas las cuatro pruebas.
– ¿Será difícil?
– ¿Tienes miedo?
– No. Bueno, un poco.
– Será difícil -admitió el librero, al cabo de un tiempo-. Pero tú eres valiente, y ya estás preparado.
Hasta ahora, Paul no había hecho uso de su valentía, aunque las pruebas no habían comenzado. Le habían citado en un callejón del Altstadt, el casco antiguo de la ciudad, a las nueve de la noche de un viernes. Por fuera, el lugar de la cita aparentaba ser un caserón normal, tal vez algo abandonado. Un buzón de correos oxidado y con el nombre ilegible colgaba junto al timbre, aunque la cerradura del portalón estaba bien engrasada y era nueva. El hombre del traje azul le había abierto en solitario y hecho pasar a un vestíbulo donde había varios muebles de madera y allí le había sometido al interrogatorio ritual.
Bajo la capucha negra, Paul se preguntaba dónde estaría Keller. Él había supuesto que el librero, el único nexo que tenía con su padre en la logia, sería quien le presentaría. En lugar de eso se había encontrado con un perfecto desconocido, y no podía evitar sentir cierta indefensión al caminar a ciegas del brazo de alguien a quien había visto por primera vez hacía media hora.
Tras lo que le pareció una distancia enorme -tuvo que subir y bajar varios tramos de escaleras y recorrer largos pasillos-, el hombre del traje finalmente se detuvo.
Sonaron tres golpes fuertes y luego una voz desconocida.
– ¿Quién llama a la puerta del templo?
– Un hermano que trae a un profano que desea iniciarse en nuestros misterios.
– ¿Ha sido adecuadamente preparado?
– Lo ha sido.
– ¿Cuál es su nombre?
– Paul, hijo de Hans Reiner.
Se pusieron de nuevo en marcha. Paul notó que el suelo bajo sus pies era más duro y resbaladizo, de piedra o posiblemente mármol. Anduvo durante largo rato, aunque el tiempo dentro de la capucha parecía tener otra consistencia, y no hubiera sido capaz de decir cuánto había transcurrido. En algunos momentos sintió -más por intuición que por una certeza real- que le hacían caminar por lugares por los que ya había pasado, como si trazase un círculo y luego le obligasen a desandar sus propios pasos.
Su guía volvió a detenerse y comenzó a soltarle las correas de la capucha.
El joven parpadeó cuando retiraron el lienzo negro y vio que se encontraba en una estancia pequeña y fría, de techo bajo. Las paredes estaban completamente cubiertas de piedra caliza, y en ellas se leían frases desordenadas y sueltas, escritas por manos diferentes y a distintas alturas, en las que Paul reconoció diversas versiones de los mandamientos masónicos.
El hombre del traje, mientras, le fue despojando de todos sus objetos metálicos, incluso el cinturón y las hebillas de los zapatos, que arrancó sin contemplaciones. Paul lamentó no haberse acordado de traer unos zapatos que no llevasen nada metálico, porque quedaron destrozados.
– ¿Llevas algo de oro? Entrar con un metal precioso a la logia es un grave insulto.
– No, señor -respondió Paul.
– Ahí tienes pluma, papel y tinta -dijo el hombre. Sin más, desapareció por la puerta, cerrándola a su espalda.
Paul miró en la dirección en la que había señalado. Una pequeña vela alumbraba una mesa en la que además de los útiles de escritura reposaba una calavera. Se acercó y pudo comprobar con un escalofrío que era real. Junto a la calavera había varios frascos con elementos que significaban cambio e iniciación: pan y agua, sal y azufre, ceniza.
Estaba en la Cámara de Reflexiones. El lugar donde debía escribir su testamento como profano. Tomó la pluma y comenzó a escribir la anticuada fórmula, que no terminaba de comprender y que carecía de sentido para él.
Todo esto está mal. Todo este simbolismo, toda esta repetición… Tengo la sensación de que no es más que letra vacía, sin espíritu, pensó.
De repente anheló desesperadamente caminar libre por Ludwigstrasse, a la luz de las farolas, con el viento en las mejillas. Su miedo a la oscuridad, que no había remitido ni un ápice pese a que ya era un adulto, se había disparado en el interior de la capucha. Dentro de media hora volverían a buscarle a aquella celda oscura, y él podía simplemente pedir que le dejasen salir.
Aún estaba a tiempo de dar marcha atrás.
Pero en ese caso nunca conoceré la verdad sobre mi padre.
El hombre del traje volvió a entrar.
– Estoy listo -dijo Paul.
A partir de aquel instante no sabía nada de la ceremonia. Conocía las respuestas a las preguntas que le harían, pero nada más. Y había llegado el momento de las pruebas.
Su guía le colocó un cabo de cuerda alrededor del cuello, y luego volvió a cubrirle los ojos. Esta vez no usó la capucha negra, sino una venda del mismo material, a la que hizo tres nudos fuertes. El joven agradeció poder respirar con mayor libertad y sintió que su sensación de indefensión disminuía, aunque fue algo efímero. De repente el hombre del traje le quitó la chaqueta y, agarrando fuerte la manga izquierda de su camisa, se la arrancó de un fuerte tirón. Le abrió la pechera, dejando el torso al descubierto. Finalmente le arremangó la pernera izquierda del pantalón y le quitó el zapato y el calcetín de ese pie.
– Vamos.
Volvieron a caminar. Paul sentía una extraña sensación al apoyar la planta desnuda sobre el frío suelo que, ahora sí, estaba seguro era de mármol.
– ¡Alto!
Notó un objeto punzante sobre el pecho y sintió cómo se le erizaban los pelos del cogote con el roce.
– ¿Trae el aspirante su testamento?
– Lo trae.
– Que lo ensarte en la punta de la espada.
Paul alzó la mano izquierda, donde traía el papel que había escrito en la Cámara, y lo clavó con cuidado en el objeto punzante.
– Paul Reiner, ¿has venido aquí por tu propia voluntad?
Esa voz… ¡es Sebastian Keller!, pensó Paul.
– Sí.
– ¿Estás listo para enfrentarte a las pruebas?
– Lo estoy -dijo Paul, sin poder evitar un estremecimiento.
A partir de ese momento la consciencia del joven comenzó a apagarse y encenderse a intervalos. Comprendía y respondía las preguntas que le hacían, pero el miedo y la falta de visión habían potenciado tanto el resto de sus sentidos que éstos casi habían tomado el control. Comenzó a respirar más deprisa.
Estaba subiendo una escalera. Intentó esforzarse en contar los escalones para controlar su ansiedad, pero al llegar a diez perdió la cuenta.
– Aquí comienza la prueba de aire. El aliento es lo primero que recibimos al nacer -tronó la voz de Keller.
El hombre del traje le susurró al oído:
– Estás en una estrecha pasarela. Da tres pasos hacia delante. Párate. Luego da un paso más, ¡pero que sea firme o te romperás el cuello!
Paul obedeció, sintiendo cómo la superficie del suelo había cambiado. Una madera astillada había sustituido al mármol. Antes de dar el último paso, movió los dedos del pie izquierdo y notó cómo la pasarela terminaba allí. Se preguntó a qué altura estaría, y en su mente el número de escalones que había subido se multiplicó por diez, por cien, por mil. Tuvo la sensación de encontrarse en la cúspide de las torres de la Frauenkirsche, escuchando el ulular de las palomas junto a él y el ajetreo de la Marienplatz a una eternidad en vertical.
Hazlo.
Hazlo ahora.
Dio un paso y perdió el equilibrio.
Ni siquiera cambió la posición de su cuerpo, tan agarrotado estaba por el miedo. Cayó cabeza abajo, durante lo que no pudo ser más de un segundo. Luego su rostro chocó contra una gruesa red, y el impacto hizo que los dientes le castañetearan. Se mordió el interior de los carrillos. La boca se le llenó con el sabor de su propia sangre.
Cuando recuperó el control de los músculos, notó que estaba fuertemente aferrado a la red. Necesitaba arrancarse la capucha para comprobar que era cierto, que una red había parado su caída.
Necesitaba salir de la oscuridad.
Apenas tuvo tiempo de entregarse al pánico, porque enseguida varios pares de manos tiraron de él, le arrastraron, le pusieron vertical. Volvía a estar de pie y caminando, y la voz de Keller anunciaba su próximo desafío.
– La segunda prueba es la del agua. Es lo que somos, es de donde venimos.
Paul obedeció cuando le ordenaron levantar los pies -primero el izquierdo, luego el derecho- y comenzó a tiritar. Acababa de entrar en un enorme recipiente de agua fría, y el líquido le alcanzaba por encima de las rodillas.
De nuevo escuchó el susurro del guía junto a su oreja.
– Ponte en cuclillas. Llena tus pulmones. Luego déjate caer hacia atrás y permanece sumergido. No hagas el menor movimiento ni intentes salir, o no habrás pasado la prueba.
El joven dobló las rodillas, encogiéndose aún más cuando el agua le cubrió el escroto y el abdomen. Punzadas de dolor recorrieron su columna vertebral en oleadas. Tomó aire con fuerza y se lanzó de espaldas hacia atrás.
El agua se cerró alrededor de él como una manta.
Al principio el frío fue la sensación dominante. Nunca había sentido nada parecido a aquello. Su cuerpo parecía solidificarse, volverse hielo, mármol o roca.
Después comenzó el lamento de los pulmones.
Empezó como un gemido bronco, luego fue un gañido seco y después un grito acuciante, desesperado. Inadvertidamente movió los músculos del brazo, y tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no impulsarse con las manos en el fondo del recipiente hacia la superficie que sabía tan cercana, como una puerta abierta para escapar del infierno helado. Justo cuando creía que no podría resistir ni un segundo más, hubo un brusco tirón y se encontró fuera del agua, boqueando desesperado, hinchando de nuevo el pecho.
Otra vez caminaba. Seguía empapado, chorreantes el pelo y la ropa. Su pie derecho, el único que llevaba zapato, hacía un ridículo sonido húmedo al apoyarse.
De nuevo la voz de Keller.
– La tercera prueba es la del fuego. Es la chispa del Creador, y lo que nos impulsa.
Unas manos le obligaron a girar el cuerpo y luego a avanzar. El que le sujetaba se acercó mucho, como si quisiera abrazarle.
– Delante de ti hay un círculo de fuego. Da tres pasos atrás para tomar impulso. Extiende los brazos frente a ti. Luego corre y salta hacia delante con todas tus fuerzas.
Paul comenzó a notar un aire cálido en el rostro, que estaba secando su piel y sus cabellos. Escuchó un crepitar siniestro, y en su imaginación el círculo ardiente comenzó a cobrar unas dimensiones desproporcionadas, hasta convertirse en la boca de un inmenso dragón.
Mientras daba tres pasos hacia atrás, se preguntó cómo podría saltar a través de las llamas sin abrasarse vivo, y confió en que la humedad de sus ropas le protegiera si pasaba demasiado cerca del fuego. O peor aún, si calculaba mal el impulso y se daba de bruces con él.
Sólo tengo que trazar una línea en el suelo y saltar desde ella, fue el único pensamiento coherente que fue capaz de conjurar.
Intentó visualizar el salto, imaginarse a sí mismo zambulléndose en el aire como si nada fuese capaz de hacerle daño. Hizo fuerza con las pantorrillas, flexionó y estiró los brazos. Lanzó tres zancadas hacia delante.
Saltó.
Notó el calor abrasador junto a las manos y la cara mientras estaba en el aire, incluso el siseo de su camisa cuando el fuego evaporó parte del agua que la empapaba. Cayó de manos en el suelo y se palpó el rostro y el pecho, buscando señales de quemaduras. Aparte de los codos y rodillas magullados, no había nada.
Esta vez no le dejaron siquiera ponerse en pie. Se vio alzado como un saco tembloroso, y arrojado dentro de un angosto espacio.
– La última prueba es la de la tierra, a la que tenemos que volver.
No hubo consejo de su guía ni mayor ceremonia. Tan sólo escuchó el ruido de una piedra taponando la entrada.
Palpó a su alrededor. Estaba en una estancia reducidísima, donde no era capaz de ponerse de pie. Acuclillado como estaba notaba el contacto de tres paredes y, estirando un poco el brazo, podía tocar la cuarta y el techo.
Tranquilo, se dijo. Esto es el final. Dentro de unos minutos todo habrá terminado.
Estaba intentando regular su respiración cuando de pronto escuchó cómo el techo comenzaba a descender.
– ¡No!
Apenas aquella palabra salió de sus labios Paul se los mordió. No podía hablar durante ninguna de las pruebas, ésa era la norma. Se preguntó fugazmente si le habrían oído desde fuera.
Intentó hacer fuerza con los brazos para detener el descenso, pero en la posición en la que se encontraba apenas podía contrarrestar el enorme peso que avanzaba sobre él. Empujó con toda su alma, pero era inútil. El techo seguía bajando, y pronto tuvo que apoyar la espalda contra el suelo. Aún era capaz de hacer menos fuerza en aquella postura.
Tengo que gritar. ¡Decirles que PAREN!
De repente, como si el tiempo se hubiera detenido, un recuerdo cruzó por su cabeza. Una imagen fugaz de cuando él era un niño que regresaba del colegio con la inexorable certeza de que recibiría una paliza al llegar a su casa. Cada paso que daba le acercaba más a lo que más temía. Ni una sola vez se había dado la vuelta. Hay elecciones que, simplemente no son tales.
No.
Dejó de empujar el techo.
Al mismo tiempo, éste comenzó a ascender.
– Que dé comienzo la votación.
Paul estaba de pie, agarrado de nuevo al guía. Las pruebas habían terminado, pero aún no sabía si las había superado. Había caído como una piedra en la prueba de aire, en lugar de como le habían ordenado. Se había movido durante la prueba de agua, a pesar de que estaba prohibido. Y había hablado durante la prueba de tierra, la falta más grave de todas.
Comenzó a sonar un ruido, semejante al agitar de un bote con una piedra dentro.
En el libro había aprendido que en ese momento todos los miembros presentes de la logia estaban dirigiéndose al centro del Templo, donde habría una caja de madera. En ella echarían una bola de marfil -blanca si daban su conformidad, negra si le rechazaban-. El veredicto debía ser unánime. Bastaba una sola bola negra para que le condujesen de nuevo a la salida, con los ojos aún vendados.
El ruido de la votación terminó, y lo sustituyó un repiqueteo alborotado, que cesó casi al instante. Paul supuso que alguien había vertido los votos sobre un plato o una bandeja, y el resultado estaría allí, a la vista de todos menos de él mismo. Tal vez en ese momento había una solitaria bola negra que convertía todas las pruebas que había pasado en inútiles.
– Paul Reiner, el resultado de la votación es definitivo e inapelable -tronó de nuevo la voz de Keller.
Hubo un momento de silencio.
– Has sido admitido en los misterios de la Masonería. ¡Quitadle la venda!
Paul parpadeó cuando la luz volvió de nuevo a sus ojos. Un cúmulo de sensaciones se agolpó en sus retinas, mezclado con una euforia desatada. Intentó captarlo todo a la vez.
El lugar, una estancia enorme, con suelo de mármol ajedrezado, un altar y dos hileras de bancos pegadas a las paredes.
Los miembros de la logia, casi un centenar de hombres vestidos de etiqueta, portando elaborados mandiles y medallas, aplaudiéndole de pie con blancas manos enguantadas.
Los instrumentos de las pruebas, ridículamente inofensivos una vez recuperada la visión: una escalera de madera sobre una red, una bañera, un par de hombres sujetando antorchas, una caja grande con una tapa.
Sebastian Keller, en el centro junto a un altar adornado por una escuadra y un compás, ofreciéndole un libro cerrado para que jurase.
Y él mismo, poniendo su mano izquierda sobre el libro, levantando la derecha y jurando no revelar jamás los secretos de la masonería.
– … bajo pena de que me arranquen la lengua, rajen mi garganta y entierren mi cuerpo en las arenas del mar-, concluyó Paul.
Paseó la mirada por el centenar de rostros anónimos que le rodeaban, y se preguntó cuántos de aquellos habían conocido a su padre.
Y si entre ellos estaba quien le había traicionado y asesinado.
Paul volvió a su vida normal después de la iniciación. Aquella noche había regresado a casa al alba, pues tras la ceremonia todos los hermanos masones habían disfrutado de un banquete en una sala adyacente que se había prolongado hasta altas horas. Sebastian Keller había presidido el ágape, porque, como supo Paul después con gran sorpresa, era el Gran Maestre, el cargo más elevado de la logia.
Pese a todos sus esfuerzos, Paul no había conseguido aún averiguar nada acerca de su padre, así que decidió dejar transcurrir un poco de tiempo para ganarse la confianza de los miembros de la logia antes de comenzar a hacer preguntas. En lugar de ello, dedicó todo su tiempo a Alys.
La muchacha había vuelto a hablar con él, e incluso comenzaban a salir juntos. Descubrieron que tenían poco en común, pero sorprendentemente esas diferencias parecían acercarles. Paul escuchó con interés el relato de cómo ella había escapado de casa para evitar el matrimonio concertado con su primo, y no pudo menos que admirar la valentía de Alys.
– ¿Y a qué te dedicarás ahora? No seguirás haciendo fotos en el cabaret toda la vida.
– Me gusta la fotografía. Creo que intentaré trabajar para alguna agencia de prensa internacional… pagan bien las fotos, aunque es complicado que te acepten alguna.
Él, por su parte, compartió con la joven la historia de sus últimos cuatro años, y cómo la búsqueda de la verdad sobre lo sucedido a Hans Reiner se había convertido en una obsesión para él.
– Menuda pareja que hacemos… -dijo Alys- Tú intentando recuperar la memoria de tu padre y yo rezando por no volver a ver al mío nunca.
El joven sonrió de oreja a oreja, aunque no por lo acertado de la comparación.
Ha dicho pareja, pensaba.
Para tristeza de Paul, Alys aún estaba dolida por la escenita con la fulana del cabaret. Cuando una noche había intentado besarla tras llevarla de vuelta a casa, ella le propinó un bofetón que le dejó las muelas temblando.
– Joder -dijo Paul sujetándose la mandíbula-. ¿Qué diablos te pasa?
– Ni se te ocurra intentarlo.
– No, si me vuelves a dar otra igual. Desde luego no pegas como una chica -dijo él.
Al escuchar aquello, Alys sonrió y, enganchándole por la pechera de la solapa, le besó. Un beso intenso, apasionado y fugaz. Con un empellón ella le apartó y desapareció escaleras arriba, dejando a Paul desconcertado, inmóvil, con los labios aún entreabiertos e intentando entender qué había ocurrido.
El joven tenía que conquistar cada pequeño acercamiento, incluso en temas que él consideraba básicos y sencillos, como cederle el paso en las puertas -algo que Alys no soportaba especialmente-, ofrecerse a llevar un paquete pesado o pagar la cuenta tras tomar una cerveza y unas croquetas.
Dos semanas después de la iniciación, Paul fue a buscarla al cabaret a eso de las tres de la madrugada. Caminando de vuelta a la pensión de Alys, que no estaba lejos, el joven le preguntó por qué demonios le molestaban aquellas muestras de galantería.
– Porque soy plenamente capaz de hacer esas cosas por mí misma. No necesito que nadie me ceda el paso o me escolte a mi casa.
– Bueno… pero el miércoles pasado no vine a buscarte al cabaret porque me quedé dormido y te pusiste hecha una furia.
– ¡Eres tan inteligente para unas cosas y tan estúpido para otras, Paul! -dijo ella, agitando los brazos-. ¡Maldita sea, me crispas los nervios!
– Pues ya somos dos.
– Entonces, ¿por qué no paras de correr detrás de mí?
– Porque tengo miedo de lo que harías en caso contrario.
Alys se detuvo y le miró en silencio. La luz de las farolas y el ala de su sombrero creaban sombras sobre su rostro, y Paul no fue capaz de decir cómo le había sentado aquel último comentario y temió lo peor. Cuando Alys se enfadaba por algo podían pasar días sin hablarse.
Llegaron a la puerta de la pensión de ella en Stahlstrasse sin cruzar ni media palabra. La ausencia de conversación quedó subrayada por el silencio tenso y caluroso que cubría la ciudad. Munich despedía el septiembre más cálido desde hacía décadas, un pequeño respiro en un año de desgracias. La quietud de las calles, lo avanzado de la hora y la hosquedad de Alys atenazaron el corazón de Paul de una rara melancolía y presintió que la joven iba a dejarle.
– Estás muy callado -dijo ella, buscando las llaves en el bolso.
– Yo he sido el último en hablar.
– ¿Crees que podrás seguir igual de silencioso escaleras arriba? Mi casera tiene reglas muy estrictas acerca de los hombres, y la muy zorra tiene un oído finísimo.
– ¿Me estás invitando a subir? -preguntó Paul, boquiabierto.
– Puedes quedarte aquí, si quieres.
Paul casi perdió el sombrero al meterse corriendo en el portal.
El edificio no tenía ascensor, y tenían que subir tres pisos andando por unos escalones de madera que emitían quejidos a cada paso. Alys subía pegada a la pared, por donde menos ruido se hacía, pero aun así entre el segundo y el tercero escucharon pasos en uno de los apartamentos.
– ¡Es la bruja! ¡Sube, corre!
Paul se escurrió detrás de Alys y alcanzó el rellano justo antes de que un rectángulo de luz encuadrase a Alys de pleno, recortando su esbelta figura contra la descascarillada pintura de la escalera.
– ¿Quién va? -dijo una voz que hacía juego con el chirrido de los escalones.
– Hola, señora Kasyn.
– Señorita Tannenbaum. Qué horas tan intempestivas de volver a casa.
– Ya sabe, señora. El trabajo.
– No puedo decir que apruebe esa clase de comportamiento.
– Ni yo las goteras de mi cuarto de baño, pero el mundo no es perfecto, señora Kasyn.
En ese momento Paul se movió ligeramente y la madera crujió bajo sus pies.
– ¿Hay alguien ahí arriba? -dijo la casera, escandalizada.
– ¡Déjeme ver! -respondió Alys, subiendo a toda prisa el tramo de escaleras que le separaba de Paul y haciéndole señas de que se dirigiese a su apartamento. Introdujo la llave en la cerradura. Consiguió abrir la puerta y empujar a Paul dentro justo antes de que la vieja, que la había seguido renqueando, asomase la cabeza.
– Estoy segura de que he oído a alguien. ¿Tiene a un hombre ahí?
– Ah, no se preocupe, señora Kasyn. Sólo es un gato -dijo Alys, cerrando la puerta en sus narices y echando el pestillo y la cadena.
– El truco del gato nunca falla contra los inoportunos, ¿eh? -susurró Paul, rodeándola con los brazos por la espalda y besándole en el largo cuello, justo debajo de las orejas. Su aliento ardía. Ella sufrió un escalofrío y la piel del brazo y de la pierna izquierdos se le puso de gallina.
– Creí que iban a volver a interrumpirnos, como aquel día en la bañera.
– Calla y bésame -dijo él, tomándola por los hombros y obligándola a darse la vuelta.
Alys le besó, restregándose contra Paul sin ningún pudor, y notando cómo el cuerpo de él le respondía. El joven casi se arrancó la chaqueta mientras intentaba no separarse de sus labios, y luego la emprendió con la ropa de ella.
Alys se dejó hacer, agradeciendo cada botón que él lograba desabrochar en su torpe trayecto hacia la cama como una pequeña victoria que acercaba la piel de ambos. Recobró un mínimo de su orgullo cuando cayeron sobre el colchón y su cuerpo quedó apresado bajo el de él.
– Para.
Paul se detuvo en el acto, y la miró con una sombra de decepción y extrañeza en el rostro. Alys se escurrió entre sus brazos y se colocó encima, imponiéndole su ritmo y tomando la iniciativa en la tediosa tarea de librarles a ambos del resto de la ropa. Cuando estuvieron los dos desnudos, ella recorrió de nuevo con los dedos su abdomen y volvió a cerrar las manos en torno a su pene, aunque esta vez no había doscientos litros de agua sucia entre sus ojos y lo que masajeaba fuerte con los dedos. Siguió haciéndolo hasta que Paul emitió un quejido suave.
– No puedo más, Alys.
– No te muevas.
Corrió hacia su mesilla de noche y sacó un pequeño estuche de un cajón. Extrajo un condón de su interior y lo encajó en su lugar con pulso tembloroso. Después se montó sobre él.
– ¿Qué te ocurre?
– Nada -respondió ella.
– Estás llorando.
Alys dudó un momento. Contar la causa de sus lágrimas sería desnudarse del todo, y no se veía capaz, ni siquiera en un momento así.
– Es sólo que…
– ¿Qué?
– Que me hubiera gustado ser la primera.
Paul sonrió con timidez. Su rostro quedaba en penumbra, pero ella supo al instante que se había ruborizado.
– No has de preocuparte por eso.
– Entonces, ¿aquellas fulanas del cabaret…?
Paul, incorporándose sobre los codos, secó con los labios sus lágrimas y la obligó a mirarle a los ojos.
– Eres la primera.
Con un gemido, ella le llevó por fin a su interior.
Cuando recibió el sobre de Sebastian Keller, Paul no pudo reprimir un estremecimiento.
Los meses transcurridos desde su ingreso en la masonería habían sido de lo más decepcionantes. Al principio, entrar casi a ciegas en la sociedad secreta había tenido algo de romántico, de emocionante aventura. Pero pasada la euforia inicial, Paul comenzaba a preguntarse la utilidad de todo aquello. Para empezar, tenía prohibido hablar en las tenidas -las reuniones de la logia- hasta que no cumpliese tres años como aprendiz. Pero no era eso lo peor, sino el desarrollo de los larguísimos rituales, que para el joven eran una pérdida de tiempo.
Despojadas de formulismos, las tenidas no eran más que una serie de conferencias y debates sobre simbolismo masónico y su aplicación práctica para mejorar la virtud de los hermanos masones. La única parte que Paul encontraba algo más entretenida era aquella en que los miembros decidían en qué se emplearía el óbolo, el dinero que se recogía al final de cada tenida y que los masones destinaban a obras de caridad.
Las tenidas comenzaron a convertirse para Paul en una penosa obligación quincenal que soportaba con el fin de poder conocer a fondo a los miembros de la logia. Incluso ese objetivo le resultaba muy complicado, ya que los masones más antiguos, aquellos que con seguridad conocieron a su padre, se sentaban en mesas diferentes dentro del gran comedor. Había intentado acercarse en ocasiones a Keller, quería presionar al librero para que cumpliera su promesa de entregarle lo que su padre le había dejado en prenda, pero en la logia éste le trataba con cierto distanciamiento, y en la librería le daba educadas largas.
Lo que no había hecho nunca era escribirle, y Paul supo inmediatamente que lo que contenía el sobre marrón que le alargó la dueña de la pensión era lo que había estado esperando tanto tiempo, fuera lo que fuese.
Paul se sentó en el borde de su cama, con la respiración entrecortada. Estaba seguro de que sería una carta de su padre para él. No pudo contener las lágrimas cuando se imaginó lo acorralado que debía estar Hans Reiner para dedicarle una misiva a su hijo de pocos meses, un intento de congelar su voz en el tiempo durante dos décadas hasta que éste estuviese listo para comprender su contenido.
Sin atreverse a abrirlo intentó imaginar qué tendría su padre que decirle. Tal vez le daría sabios consejos. Tal vez le mandaría un abrazo a través del tiempo.
Tal vez me dé pistas sobre quién o quiénes iban a matarle, pensó apretando los dientes.
Con sumo cuidado rasgó la solapa e introdujo la mano. Dentro había otro sobre más pequeño, de color blanco, y una nota manuscrita al reverso de una de las tarjetas del librero.
Querido Paul:
Enhorabuena. Hans estaría orgulloso. Aquí tienes lo que tu padre me dejó para ti. Desconozco su contenido pero espero que te sirva de ayuda.
S. K.
Abrió el segundo sobre y una pequeña hoja blanca impresa en azul cayó al suelo. Paul quedó paralizado a medio camino entre la decepción y el asombro al recogerlo y ver lo que era.
La casa de empeños Metzger era un lugar frío, aún más que la calle en aquel principio de noviembre. Paul se sacudió los pies en la alfombrilla antes de entrar, pues afuera no paraba de llover. Dejó el paraguas en el paragüero y echó un vistazo curioso alrededor. Recordaba vagamente la mañana, hacía cuatro años ya, en la que su madre y él habían ido a una casa de empeños de Schwabing para empeñar el reloj de su padre. Era un lugar aséptico, con estanterías de cristal y empleados de corbata.
Metzger, sin embargo, era más parecido a un enorme cajón de sastre con olor a naftalina. Desde fuera el local parecía pequeño e insignificante, pero una vez cruzado el umbral se descubría una estancia enorme, llena a rebosar de muebles, radios de galena, figuras de cerámica e incluso una jaula para pájaros dorada. Por todas partes el polvo y la herrumbre se había adueñado de los más variados objetos, que habían fondeado allí por última vez, sin posibilidad alguna de volver a ser usados jamás. Paul contempló asombrado un gato disecado en el acto de atrapar un gorrión al vuelo, también disecado. Entre la pata extendida del felino y el ala del pájaro se había formado una tela de araña.
– Esto no es un museo, muchacho.
Paul se dio la vuelta, sobresaltado. Junto a él se había materializado un viejo delgado y chupado, envuelto en un guardapolvo azul que le quedaba grande y acentuaba aún más su delgadez.
– ¿Es usted Metzger?
– Sí, soy yo. Y si lo que me traes no es de oro, no lo quiero.
– En realidad no he venido a empeñar, sino a rescatar -respondió Paul, con dureza. Aquel hombre de ademanes traicioneros le desagradaba profundamente.
Por los ojillos minúsculos del viejo cruzó un relámpago de codicia. Era evidente que el negocio no iba demasiado bien en aquellos tiempos.
– Disculpa, muchacho… cada día entran aquí una veintena de personas que creen que el viejo camafeo de cobre de su bisabuela merece unos cuantos miles de marcos. Pero veamos, veamos qué me traes.
Paul le tendió la papeleta azul y blanca que había encontrado en el sobre que le había mandado el librero. En la esquina superior izquierda venía el nombre y la dirección de Metzger, hacia la que Paul había salido disparado a toda velocidad en cuanto se recobró de la sorpresa de no encontrar una carta. En el centro venían anotadas a mano cuatro palabras.
Art. 91231
21 marcos
El viejo señaló la papeleta.
– Falta un pedazo. No admitimos papeletas en mal estado.
La esquina superior derecha, donde debería figurar el nombre de quien había hecho el depósito, había desaparecido. Tan sólo quedaba un rasgón de bordes irregulares.
– El número del artículo es perfectamente legible -dijo Paul.
– Pero no podemos entregar los objetos que depositan nuestros clientes al primero que llegue.
– Este artículo pertenecía a mi padre.
El viejo se rascó la barbilla, fingiendo estudiar la papeleta con interés.
– En cualquier caso el número es muy bajo, tiene que hacer muchos años que se pignoró el objeto. Seguramente haya salido a subasta.
– Ya veo. ¿Y cómo podríamos estar seguros?
– Supongo que si el cliente estuviese dispuesto a rescatar el artículo teniendo en cuenta la inflación…
Paul dio un respingo cuando el prestamista reveló por fin sus cartas y comprendió que sólo pretendía sacar el máximo beneficio. Estaba decidido a recuperar el objeto, fuera lo que fuese.
– Está bien.
– Espere aquí, entonces -dijo el otro, con una sonrisa de triunfo.
El viejo desapareció y volvió al cabo de medio minuto con una apolillada caja de cartón, marcada con una etiqueta amarillenta.
– Aquí la tienes, muchacho.
Paul adelantó la mano para cogerla, pero el viejo le agarró fuertemente por la muñeca para impedírselo. El tacto de su piel arrugada y fría era repugnante.
– ¿Qué demonios hace?
– Primero el dinero.
– Enséñeme antes lo que hay dentro.
– De eso nada -dijo el viejo, moviendo la cabeza despacio-. Yo confío en que tú seas el legítimo propietario de esta caja y tú confías en que lo que hay dentro merezca la pena. Un doble acto de fe, por así decirlo.
Paul se debatió consigo mismo unos instantes, pero supo que no tenía más alternativa que ceder al chantaje del prestamista.
– Suélteme.
Metzger abrió los dedos, y Paul se llevó la mano al bolsillo interior del abrigo. Sacó la cartera.
– ¿Cuánto?
– Cuarenta millones de marcos.
Aquello era el equivalente de diez dólares al cambio del día, suficiente para alimentar a una familia durante muchas semanas.
– Es mucho -dijo Paul, apretando los labios.
– Tómalo o déjalo, muchacho.
Paul suspiró. Llevaba encima el dinero justo, pues al día siguiente debía ir a hacer unos pagos para el banco. Tendría que cogerlo de su sueldo de los seis meses siguientes, o al menos del poco que conseguía cobrar tras dedicar todos los beneficios del negocio a la tienda de caridad del señor Ziegler. Para colmo, en los últimos tiempos las acciones tendían a estancarse o a hundirse, y con ellas todos sus inversores, lo que hacía las colas en los comedores de beneficencia cada día más y más largas sin que la crisis tuviese un final a la vista.
Sacó los enormes billetes, recién acuñados. En aquellos días el papel moneda no envejecía. De hecho los billetes del trimestre anterior, ya sin valor en éste, alimentaban las chimeneas de Munich, pues salían más baratos que la leña.
El prestamista se los arrebató a Paul, sin darle tiempo a ofrecérselos. Los contó despacio, estudiando uno a uno a contraluz. Finalmente miró al joven y sonrió, enseñando varios huecos vacíos en la dentadura.
– ¿Satisfecho? -preguntó Paul, con sarcasmo.
Metzger retiró la mano.
Paul abrió la caja con cuidado, levantando una nube de polvo que quedó flotando a su alrededor, bailando bajo la luz del foco. Extrajo de ella una caja cuadrada y plana, de madera de caoba lisa y oscura. No tenía adornos ni remates, tan sólo un cierre que se abría al presionar sobre él. El joven lo apretó, y la tapa de la caja se abrió despacio y en silencio, como si no hubiesen pasado diecinueve años desde la última vez.
Paul sintió un soplo helado de miedo sobre el corazón al contemplar el contenido de la caja.
– Será mejor que vayas con cuidado, muchacho -dijo el prestamista, de cuyas manos habían desaparecido los billetes como por arte de magia-. Puedes buscarte un lío enorme si te encuentran con ese juguete por la calle.
¿Qué querías decirme con esto, padre?
Sobre un fondo acolchado recubierto de terciopelo rojo reposaban una reluciente pistola y un cargador de diez balas.
Será mejor que sea importante, Metzger. Estoy muy ocupado. Si es acerca de las cuotas, deberá volver otro día.
Otto von Schroeder esperaba sentado junto a la chimenea de su estudio, y no le ofreció asiento ni nada de beber. El prestamista, obligado a quedarse de pie y con el sombrero en la mano, contuvo su disgusto y fabricó una inclinación servil y una falsa sonrisa.
– En realidad, señor barón, se trata de un asunto distinto. El dinero que ha invertido todos estos años está a punto de dar sus frutos.
– ¿Ha vuelto a Munich? ¿Ha vuelto Nagel? -dijo el barón, poniéndose tenso.
– Es algo aún más complicado, señoría.
– Bien, no se haga de rogar. Dígame qué desea.
– En realidad, señoría, antes de comunicar esta importante información me gustaría recordarle que los objetos cuya venta paralicé durante todo este tiempo, con gran perjuicio económico para mi negocio…
– Abrevie, Metzger.
– … se han revalorizado mucho. Su señoría me prometió una cantidad anual para avisarle si Clovis Nagel retiraba alguno de ellos. Y con todo respeto, su señoría no ha pagado ni este año ni el anterior.
El barón bajó la voz, imprimiéndole un tono amenazador.
– Metzger, no se atreva a hacerme chantaje. Lo que he pagado durante dos décadas compensa de sobra la chatarra que tiene guardada en esa ratonera.
– ¿Qué puedo decir? Su señoría dio su palabra, y su señoría no ha cumplido. En fin, consideremos zanjado el trato. Buenas tardes -dijo el viejo, colocándose el sombrero.
– Espere -dijo el barón alzando el brazo.
El prestamista se dio la vuelta, reprimiendo una sonrisa.
– ¿Desea algo más, el señor barón?
– No tengo dinero, Metzger. Estoy en la ruina.
– ¡Qué me dice, señoría!
– Tengo bonos del tesoro, que podrían valer algo si el gobierno pagase los dividendos o restableciese la economía. Mientras, es papel inútil.
El viejo miró a su alrededor, entrecerrando los ojos.
– Bien, señoría… supongo que como pago por las cuotas atrasadas podría aceptar esa mesita baja de bronce y mármol que hay junto a su asiento.
– Eso vale mucho más que la cuota anual, Metzger.
El viejo se encogió de hombros y no dijo nada.
– Está bien. Hable.
– Claro que tendría que garantizar los pagos de años venideros, señoría. El juego de té de plata repujada que hay sobre la mesita podría servir, supongo.
– Es usted un canalla, Metzger -dijo el barón, con una mirada de odio indisimulado.
– Son sólo negocios, señor barón.
Otto se quedó callado unos instantes, pero no vio más salida que ceder al chantaje del viejo.
– Usted gana. Por su bien, espero que valga la pena -dijo por fin.
– Hoy ha venido alguien a retirar uno de los objetos que empeñó su amigo.
– ¿Era Nagel?
– No, a no ser que haya encontrado un modo de rejuvenecer treinta años de golpe. Era un chico joven.
– ¿Dijo su nombre?
– Era delgado, de ojos azules, pelo rubio oscuro.
– Paul…
– Ya se lo he dicho, no se identificó.
– ¿Y qué es lo que rescató?
– Una caja de caoba negra con una pistola dentro.
El barón saltó de su sillón tan deprisa que éste se volcó y su respaldo chocó contra el pretil de la chimenea con estrépito.
– ¿Qué ha dicho? -dijo agarrando al prestamista por el cuello.
– ¡Me hace daño!
– Hable, por Dios, o le rompo el pescuezo aquí mismo.
– Una caja de caoba negra sin adornos -respondió el viejo, con un hilo de voz.
– ¡La pistola! ¡Descríbala!
– Una Máuser C96 con mango de escoba. La madera de las cachas no era de roble, como en el modelo original, sino de caoba negra, a juego con la caja. Un arma excelente.
– Oh, cielos. ¿Cómo es posible? -dijo el barón.
Repentinamente sin fuerzas, soltó al prestamista y se dejó caer en el primer asiento que encontró.
El viejo Metzger se puso en pie, masajeándose el cuello.
– Loco. Se ha vuelto loco -dijo alejándose a toda prisa.
El barón no se dio cuenta de su marcha. Seguía sentado, la cabeza entre las manos, sumido en negros pensamientos.
Ilse estaba barriendo el pasillo cuando la luz de los apliques recortó la sombra del visitante contra el suelo. Supo quién era antes de alzar la cabeza, y se detuvo.
¿Dios bendito, cómo nos habrá encontrado?
Cuando llegó a aquella pensión junto a su hijo, Ilse debía pagar con su trabajo parte de la estancia, pues el trabajo de Paul como carbonero no era suficiente. Más tarde, al convertir Paul el colmado de Ziegler en un banco, el joven había insistido en que buscasen un alojamiento mejor. Ilse se negó. Había habido demasiados cambios en su vida, y se aferraba a lo poco que le concedía seguridad.
Una de esas cosas era el palo de la escoba. Paul -y la dueña de la pensión, a quien Ilse le resultaba de escasa ayuda- habían insistido en que dejase de trabajar, pero ella no había hecho caso. Necesitaba sentirse útil de alguna manera. El mutismo distante en el que se había hundido tras la expulsión del palacete había sido al principio fruto de la tensión nerviosa, pero más tarde se había convertido en una manifestación voluntaria de su amor por Paul. Rehuía la conversación con él porque tenía miedo de sus preguntas. Cuando hablaba lo hacía de cosas sin importancia, a las que procuraba poner toda la ternura de la que era capaz. El resto del tiempo se limitaba a admirarle en silencio y a distancia, y a lamentarse por lo que le habían arrebatado.
Por eso su congoja fue enorme al encontrarse con una de las personas responsables de su pérdida.
– Buenos días, Ilse.
Ella dio un paso atrás, con cautela.
– ¿Qué quieres, Otto?
El barón tamborileó en el suelo con la contera de su bastón. No estaba cómodo en aquel lugar, era obvio, como también que su visita traía un propósito siniestro.
– ¿Podemos hablar en un sitio más privado?
– No quiero ir a ninguna parte contigo. Di lo que tengas que decir y márchate.
El barón soltó un bufido contrariado ante la negativa de ella. Luego señaló con desprecio a su alrededor. El papel pintado enmoheciéndose en las paredes, el suelo levantado en algunos puntos, las lámparas mortecinas que creaban más sombras que luces.
– Mírate, Ilse. Barriendo los pasillos de una pensión de tercera clase. Deberías avergonzarte.
– Barrer es barrer, da igual un palacete o una pensión. Y hay linóleos más honrados que mármoles.
– Ilse querida, ya sabes que cuando te acogimos estábamos en mala situación. Yo no hubiera querido…
– No sigas, Otto. Ya sé de quién fue la idea. Pero no creas que voy a aceptar esa comedia que representas de barón marioneta. Eres tú quien ha controlado a mi hermana desde el principio, haciéndole pagar con creces por el error que cometió. Y por lo que tú hiciste escudándote en el de ella.
Otto dio un paso atrás, asustado ante la ira que destilaban las palabras de Ilse. El monóculo le cayó del ojo, y quedó bailando sobre la pechera de su abrigo, como un condenado colgando de la horca.
– Me sorprendes, Ilse. Me habían dicho que estabas…
Ilse soltó una carcajada sin sombra de alegría.
– ¿Ida? ¿Loca? No, Otto. Estoy muy cuerda. He elegido callar todo este tiempo porque tengo miedo de lo que mi hijo podría hacer si supiese la verdad.
– Entonces detenle. Porque está yendo demasiado lejos.
– Así que a eso has venido -dijo ella, sin poder contener su desprecio-. Tienes miedo de que te alcance el pasado.
El barón avanzó hacia Ilse. La madre de Paul se echó atrás, chocando con la pared, mientras Otto acercaba su rostro hasta que ella pudo sentir su respiración.
– Ilse, ahora escúchame bien. Tú eres el único vínculo que hay con aquella noche. Si no le detienes antes de que sea demasiado tarde, tendré que romper ese vínculo.
– Adelante, Otto -dijo Ilse fingiendo un valor que no sentía-. Mátame. Pero quiero que sepas que he escrito una carta en la que lo cuento todo. Todo. Si me ocurre algo, Paul la recibirá.
– Pero… no puedes hablar en serio. ¡No puedes poner eso por escrito! ¿Y si cayese en las manos equivocadas?
Ilse no respondió. Se limitó a mirarle fijamente, pues todo el atrevimiento del que había hecho gala para enfrentarse al barón se había agotado. Otto intentó aguantarle la mirada, un hombre alto, grueso y bien vestido frente a la mujer frágil de ropas descoloridas que se aferraba a la escoba para no caerse.
Finalmente, el hombre perdió.
– Esto no quedará así -dijo Otto, girándose y saliendo con pasos apresurados.
¿Me has llamado, padre?
Otto dirigió a Jürgen una mirada recelosa. Llevaba varias semanas sin verle, y aún le costaba identificar como a su hijo a aquella figura uniformada que ocupaba el centro del comedor. De repente fue consciente de cómo los hombros de Jürgen llenaban la camisa parda, cómo el brazalete rojo con la cruz gamada enmarcaba un grueso bíceps, cómo las botas negras aumentaban la estatura del joven hasta hacer que tuviese que inclinar ligeramente la cabeza para no chocar con los marcos de las puertas. Sintió un asomo de orgullo, pero al instante fue ahogado por un ramalazo de lástima por sí mismo. No pudo evitar compararse con él y sentirse viejo y cansado a sus cincuenta y dos años.
– Hace mucho tiempo que no vienes a casa, Jürgen.
– Tengo ocupaciones importantes.
El barón no contestó. Aunque apreciaba los ideales de los nazis, jamás había creído demasiado en ellos. Como la gran mayoría de la sociedad de Munich los consideraba un partido con pocas posibilidades, condenado a su propia extinción. Si habían llegado tan lejos, era sólo porque contaban a su favor con una situación social tan dramática que los desfavorecidos creían a pies juntillas a los extremistas que hacían promesas descabelladas. Pero en aquel momento él no tenía tiempo para hacer distingos, pues su propia situación era aún más dramática.
– ¿Tanto como para desatender a tu madre? Ha estado preocupada por ti. ¿Se puede saber dónde duermes ahora?
– En los cuarteles de la SA.
– Deberías haber iniciado este curso tus estudios en la universidad, ¡con dos años de retraso! -dijo Otto, meneando la cabeza-. Ya estamos en noviembre, y aún no te has presentado a una sola clase.
– Ocupo un puesto de responsabilidad.
Escuchándole hablar, Otto vio cómo los restos de la imagen que conservaba de aquel adolescente malcriado -que no hacía mucho arrojaba una taza contra el suelo de mármol porque el té estaba demasiado dulce para su gusto- se rompían en pedazos. Se preguntó cuál sería la mejor manera de abordarle. De que el joven cumpliese sus órdenes dependían muchas cosas.
Había pasado varias noches sin dormir, dando intranquilas vueltas en el colchón y meditando sobre el asunto antes de decidirse a llamar a su hijo.
– Un puesto de responsabilidad, dices.
– Protejo al hombre más importante de Alemania.
– El hombre más importante de Alemania -remedó su padre-. Tú, el futuro barón von Schroeder, como el rompecráneos de un oscuro cabo austríaco con ínfulas de grandeza. Estarás orgulloso.
Jürgen se estremeció como si acabase de recibir una bofetada. Por un instante su mirada osciló como una llama agitada por un viento fuerte. Su único ojo temblaba de furia.
– No comprendes…
– Basta. Quiero que hagas algo importante. No puedo confiar en nadie más que en ti para hacerlo.
El joven se quedó confuso ante aquel cambio de rumbo en la discusión. La réplica le murió en los labios y la sustituyó la curiosidad.
– ¿Qué es?
– He encontrado a tu tía y a tu primo.
Jürgen no respondió. Se sentó junto a su padre, se quitó el parche del ojo, y dejó al descubierto el vacío antinatural que la piel arrugada de los párpados sólo disimulaba. Acarició despacio aquella zona.
– ¿Dónde? -preguntó con voz fría, ausente.
– En una pensión de Schwabing. Pero te prohíbo que pienses en vengarte ni por un instante. Ahora hay algo mucho más importante de lo que ocuparnos. Quiero que vayas a la habitación de tu tía, la registres de arriba abajo y me traigas todos los papeles que encuentres. Sobre todo los escritos a mano. Cartas, notas, cualquier cosa.
– ¿Por qué?
– No puedo decírtelo.
– ¡No puedes decírmelo! Me llamas, me pides que te ayude después de haberte negado tú a perseguir a quien me hizo esto, al mismo que le dio una pistola a mi hermano enfermo para que se volase la cabeza. Me prohíbes que me cobre justa venganza, ¡y esperas que te obedezca sin una sola explicación! -dijo Jürgen elevando el tono de voz progresivamente hasta acabar gritando.
– ¡Tú harás lo que yo te mande, si no quieres que te desherede!
– Hazlo, padre. Nunca me gustaron las deudas. Y lo único de valor que me queda no puedes quitármelo, es la ley. Así que heredaré tu título de barón te guste o no.
Jürgen traspasó la puerta del comedor, la cerró de un portazo y cruzó el vestíbulo. Iba a salir a la calle cuando una voz le detuvo.
– Espera, hijo.
Se dio la vuelta. Brunhilda descendía la escalera, acercándose.
– Madre -dijo el joven, tragando saliva.
Ella llegó junto a él y le besó en la mejilla. Tuvo que ponerse de puntillas para hacerlo. Le acomodó la corbata negra sobre la camisa, y extendió las puntas de los dedos para acariciarle el lugar que antes había ocupado su ojo derecho. Jürgen, al notar el contacto, se echó atrás y se colocó el parche de nuevo.
– Tienes que hacer lo que te ha pedido tu padre.
– Yo…
– Tienes que obedecer, Jürgen. Él se sentirá orgulloso de ti si lo haces. Y también yo.
Brunhilda siguió hablando durante un largo rato. La voz de su madre era dulce, más de lo que Jürgen había creído posible. Conjuraba imágenes y sensaciones que hacía mucho que no experimentaba. Él siempre había sido su favorito. Ella siempre le había tratado de manera diferente, nunca le había negado nada. Sintió deseos de acurrucarse en su regazo, como cuando era un niño y el verano era infinito.
– ¿Cuándo?
– Mañana.
– Mañana es día 8 de noviembre, madre. No puedo…
– Tiene que ser mañana por la tarde. Tu padre ha estado vigilando la pensión, y Paul no está nunca a esa hora.
– ¡Pero tengo un compromiso previo!
– ¿Acaso hay algo más importante que tu propia familia, Jürgen?
Brunhilda se volvió a poner de puntillas y acercó las manos a su rostro. Esta vez Jürgen no rehuyó el contacto.
– Supongo que podría hacerlo, si me doy prisa.
– Buen chico. Y cuando tengas los papeles -dijo ella, bajando la voz hasta convertirla en un susurro-, tráemelos a mí primero. Sin decirle nada a tu padre.
Desde una esquina, Alys observó cómo Manfred descendía del tranvía. Como cada semana desde hacía dos años, se había apostado cerca de su antigua casa, confiando en ver unos instantes a su hermano. Ni una sola vez en todo aquel tiempo había sentido tan imperiosamente la necesidad de acercarse, hablarle, ceder por fin y regresar a su casa. Se preguntó qué haría su padre si la viese aparecer.
No puedo hacerlo, y menos en esta… situación. Sería como darle la razón definitivamente. Sería como morir.
Siguió con la mirada a Manfred, que estaba convirtiéndose en un adolescente apuesto. Un pelo rebelde le asomaba bajo la gorra, llevaba las manos en los bolsillos y bajo el brazo el cuaderno de partituras.
Seguro que sigue siendo malísimo al piano, pensó Alys con una mezcla de irritación y añoranza.
Manfred caminaba por la acera y antes de llegar al portal de su casa se detuvo en la confitería. Alys sonrió. Le había visto hacer eso por primera vez dos años atrás, desde que había descubierto por casualidad que los jueves su hermano regresaba de clases de piano usando el transporte público en lugar del Mercedes con chófer de su padre, que a esas horas estaba ocupado. Alys había entrado media hora después en la confitería y sobornado a una empleada para que la semana siguiente le diese a Manfred un paquete de caramelos con una nota dentro. Garabateada apresuradamente en el reverso del papel de envolver bombones, decía
Soy yo. Ven cada jueves, te escribiré una nota. Pregunta siempre por Ingrid, dale a ella la respuesta.
Te quiere,
Durante siete días había estado aguardando impaciente, temerosa de que su hermano no quisiera responderle o de que estuviese enfadado por la manera en la que ella se había marchado sin despedirse. Sin embargo la respuesta fue típica de Manfred. Como si la acabase de ver diez minutos antes, comenzaba con una anécdota graciosa sobre suizos e italianos, y terminaba contándole cosas del colegio y del tiempo que había transcurrido sin tener noticias de ella. Aunque volver a tener noticias de su hermano le llenó de felicidad, hubo una frase, la última, que vino a confirmar sus peores temores:
Papá te sigue buscando
Salió corriendo de la confitería, temiendo que alguien pudiese reconocerla. A pesar del peligro, volvió cada semana, pero siempre calándose un sombrero hasta las cejas y un abrigo o un pañuelo que le disimulase las facciones. Nunca alzaba la cara hacia la ventana de su padre, por si él estuviese mirando y la reconociese. Y cada semana, por terrible que fuera su situación, se sentía reconfortada por los sucesos cotidianos, las pequeñas victorias y grandes derrotas de la vida de Manfred. Cuando ganó una medalla de atletismo con doce años, lloró de felicidad. Cuando recibió una paliza en el patio del colegio porque se enfrentó a varios niños que le habían llamado «sucio judío», bramó de cólera. Por tenue que fuera, el hilo de aquellas cartas la sujetaba al recuerdo de un pasado feliz.
Aquel jueves ocho de noviembre, Alys esperó un poco menos de lo habitual, pues temía que si continuaba cerca de Prinzregentenplatz mucho tiempo, las dudas terminarían conquistando su alma y optaría por la solución más fácil y más equivocada. Entró al local, pidió un paquete de caramelos de menta como siempre y pagó el triple de su precio, como siempre. Normalmente esperaba a hallarse de nuevo en el tranvía, pero ese día buscó inmediatamente la nota metida en el celofán, y la abrió con disimulo. Sólo había cuatro palabras, pero fueron suficientes para que sus manos empezaran a temblar.
Me ha descubierto. Corre.
Tuvo que dominarse para no gritar.
Baja la cabeza, camina despacio, no mires a los lados. Tal vez no estén vigilando la tienda.
Abrió la puerta del local y puso un pie en la calle. No pudo contenerse y miró hacia atrás mientras se alejaba.
Dos hombres con gabardina y sombrero la seguían, a menos de cincuenta metros de distancia. Uno de ellos, al darse cuenta de que ella les había visto, le hizo una seña al otro y ambos apretaron el paso.
¡Mierda!
Alys intentaba andar lo más deprisa posible sin correr. Bastaría que la parase un policía para que la alcanzasen, y entonces estaría lista. Seguramente serían detectives contratados por su padre, que inventarían cualquier historia con tal de retenerla o llevarla al domicilio familiar. Legalmente no era mayor de edad -aún le faltaban once meses para cumplir los veintiún años-, así que estaría por completo a merced de su padre si eso ocurría.
Cruzó la calle sin detenerse a mirar. Una bicicleta le pasó rozando y le alborotó la falda. El chico que la pilotaba perdió el control y cayó al suelo, frenando a los perseguidores de Alys que se vieron obligados a rodear la bicicleta caída.
– ¿Está loca o qué? -gritó el muchacho desde el suelo, agarrándose las rodillas doloridas.
Alys miró atrás de nuevo, y vio que los dos hombres habían logrado cruzar, aprovechando un hueco en el tráfico. Ahora estaban a menos de diez metros, y acortaban la distancia rápidamente.
Una manzana hasta el tranvía. Sólo una.
Maldijo sus zapatos, que tenían suela de madera y resbalaban ligeramente en la acera empapada de aquella tarde lluviosa. El bolso de cuero y cartón donde guardaba la cámara le golpeaba las caderas, y ella se aferró a la correa, que llevaba en bandolera.
Estaba claro que no lo iba a conseguir si no se esforzaba en pensar algo. Podía sentir ya las pisadas de sus perseguidores. Si uno de ellos extendía el brazo podría sujetarla en cualquier momento.
No puede ser. No tan cerca de conseguirlo.
En aquel momento dobló la esquina frente a ella un grupo de colegiales de uniforme, encabezados por un maestro que acompañaba a los niños hasta la parada. Los chicos, unos veinte en perfecta formación, se interponían entre ella y la calle. Ahora no quedaba más remedio que darse por vencida.
A no ser…
Hundió la mano izquierda en los bolsillos del abrigo hasta palpar el paquete de caramelos que acababa de comprar en la confitería y rasgó el celofán con las uñas. Sacó un buen puñado y les enseñó las formas redondeadas y verdes a los niños que le bloqueaban el paso.
– ¿Eh, chicos, quién quiere caramelos?
Todos levantaron a la vez los brazos y se pusieron a dar gritos. Alys arrojó hacia arriba el puñado y se introdujo entre los chavales aprovechando la confusión y la rotura de sus líneas. Cuando estaba en medio de ellos, sacó otro puñado y lo volvió a lanzar hacia arriba. Los chicos se peleaban por coger los caramelos, y Alys consiguió cruzar al otro lado justo a tiempo. El tranvía rodaba sobre sus vías, haciendo sonar la campana mientras se acercaba. El maestro intentaba elevar la voz por encima del griterío de los muchachos, que estaban disfrutando como nunca con aquella inusual alteración del orden.
Alys, extendiendo la mano, se agarró a la barra del tranvía y apoyó el pie en el escalón. El conductor aminoró levemente la marcha para que ella pudiese subir, y en cuanto estuvo segura sobre el atestado vehículo, Alys se dio la vuelta para mirar hacia la calle.
Sus perseguidores no aparecían por ninguna parte.
Dando un suspiro de alivio, Alys pagó y se aferró a la barra con manos temblorosas, ajena por completo a las dos figuras con sombrero y gabardina que en ese momento abordaban el tranvía por la parte trasera.
Paul estaba esperándola en Rosenheimerstrasse, cerca del Ludwigsbrücke. Cuando la vio bajar del tranvía fue a besarla, pero se detuvo al ver su rostro de preocupación y la abrazó.
– ¿Qué sucede?
Alys cerró los ojos y se dejó envolver por los fuertes brazos de Paul. En tan confortable refugio, no fue consciente de cómo los que la perseguían descendían del tranvía y se metían en una cafetería cercana. Paul, pendiente de las palabras de Alys, no les prestó la más mínima atención a los que para él eran tan sólo dos transeúntes más.
– He ido a recoger la carta de mi hermano, como cada jueves, pero parece que alguien me ha seguido. Ya no podré volver a usar ese método.
– Eso es terrible. ¿Estás bien?
Alys dudó antes de contestar. ¿Debía contárselo todo?
Sería tan fácil decírselo. Simplemente abrir la boca y dejar que saliesen esas dos palabras. Tan fácil y tan imposible.
– Sí, supongo. Les di esquinazo antes de subir al tranvía.
– Bueno… pero creo que deberías cancelar entonces lo de esta noche -dijo Paul pensativo.
– No puedo hacerlo, Paul. Es mi primer encargo.
Tras meses de insistir, por fin había conseguido la atención de alguien en el Munchen Allgemeine, un diario de tirada mediana cuyo jefe de fotografía le había mandado ir aquella tarde a la Burgerbräukeller. En esa cervecería, que estaba a menos de treinta pasos de donde se encontraban, el comisario de Baviera Gustav von Kafir daría un discurso al cabo de media hora. Para Alys, dejar de estar esclavizada a las noches en el cabaret y vivir de lo que más le gustaba, la fotografía, significaba un sueño.
– Pero después de lo que ha pasado… podríamos ir a tu piso, acurrucarnos bajo las mantas y yo te consolaría -le susurró Paul al oído con voz seductora.
– ¿Eso es en lo único en lo que puedes pensar? -dijo Alys, separándole de ella de un empujón.
– Yo sólo…
– ¡Tú nada! ¿Eres consciente de lo importante que es para mí lo de esta noche? ¡Llevo meses esperando una oportunidad así!
– Tranquilízate, Alys. Estás montando una escena.
– ¡No me digas que me tranquilice, imbécil! ¡Eres tú quien necesita una ducha fría! ¿O crees que no lo he notado cuando me abrazabas?
– Alys, por favor. Estás exagerándolo todo -dijo Paul sin comprender nada.
– Exagerándolo todo. Lo que me faltaba por oír -bufó la joven, dándose la vuelta y caminando hacia la cervecería.
– ¡Espera! ¿No íbamos a tomar un café?
– Tómatelo tú.
– ¿Quieres al menos que te acompañe? Esas reuniones políticas suelen ser peligrosas, la gente bebe y a veces hay altercados.
Según estas palabras salieron de su boca, Paul fue consciente de que acababa de meter la pata hasta el fondo. Deseó poder atraparlas al vuelo, masticarlas y volvérselas a tragar, pero ya era demasiado tarde.
– No necesito tu protección, Paul, muchas gracias -respondió Alys con la voz helada.
– Lo siento, Alys. En realidad no quería…
– Buenas tardes, Paul -dijo ella, dejándole con la disculpa en los labios y uniéndose a la riada de personas que entraban en el local.
Paul, solo en mitad de una calle abarrotada, sintió ganas de estrangular a alguien, chillar, dar patadas al suelo y llorar, todo al mismo tiempo.
Eran las siete de la tarde.
Lo más difícil había sido colarse en la pensión.
La patrona daba vueltas por el portal como un sabueso con moño y escoba. Jürgen tuvo que aguardar un par de horas, paseando por el vecindario y mirando de reojo la entrada de la finca al pasar. No podía arriesgarse a hacerlo con descaro, ya que debía evitar que le reconociesen después. En la ajetreada calle, era difícil que alguien se fijase en aquel hombre de abrigo y sombrero negros que caminaba con un periódico bajo el brazo.
En el diario doblado había ocultado su porra. Por miedo a que se le cayese, la apretaba tan fuerte contra la axila que al día siguiente tendría un moratón considerable. Bajo sus ropas de civil vestía el uniforme marrón de las SA, que hubiera llamado demasiado la atención en un barrio lleno de judíos como aquél. Llevaba la gorra en un bolsillo, y había dejado las botas en el cuartel, escogiendo en su lugar unos zapatos fuertes.
Finalmente, tras muchas pasadas, consiguió encontrar un hueco en la defensa. La patrona dejó la escoba apoyada en la pared y se perdió por una puertecita interior, quién sabe si para preparar la cena. Jürgen aprovechó para escabullirse dentro de la casa y trotar escaleras arriba hasta el último piso. Tras pasar por varios rellanos y pasillos, siguiendo indicaciones de ajados carteles de madera con aspecto de llevar allí más de un siglo, se encontró delante de la puerta de Ilse Reiner.
Llamó con los nudillos.
Tal vez si ella no estuviera todo sería más fácil, pensó Jürgen, ansioso por acabar cuanto antes aquella tarea y cruzar a la orilla este del Isar, donde habían citado a los miembros de la Stosstrupp hacía dos horas. Aquél era un día trascendental, histórico, y él estaba perdiendo el tiempo en intrigas que le importaban bien poco.
Si al menos hubiese podido lidiar con Paul… eso habría sido diferente.
Una sonrisa le cruzó por el rostro. En ese mismo instante, su tía abrió la puerta y le miró directamente a los ojos. Tal vez leyera en ellos la traición y el asesinato, tal vez sintiese miedo de la presencia de Jürgen allí. Fuera lo que fuese, reaccionó intentando cerrar la puerta de golpe.
Jürgen fue más rápido. Consiguió meter la mano izquierda justo a tiempo. El quicio de la puerta le golpeó los nudillos con fuerza y el joven contuvo un grito de dolor, pero el daño ya estaba hecho. Por más que Ilse presionó para que se cerrara, su pequeño y frágil cuerpo no tuvo nada que hacer contra la brutalidad que Jürgen desplegó. Apoyó su gran peso sobre la puerta, y tanto la cadena que la protegía como su tía salieron despedidas hacia el suelo.
– Si gritas te mato, vieja -dijo Jürgen en voz baja y grave.
– Ten más respeto. Soy más joven que tu madre -dijo Ilse desde el suelo, a caballo entre el miedo y el orgullo herido.
Jürgen no contestó. Los nudillos le sangraban, el golpe había sido más fuerte de lo que parecía. Dejó el periódico con la porra en el suelo y se acercó a la cama, pulcramente hecha. Rasgó un pedazo de sábana. Estaba atándoselo en torno a la mano cuando Ilse, creyéndole distraído, se puso en pie. Abrió la puerta pero justo cuando iba a echar a correr Jürgen tiró con fuerza de su vestido, haciéndola caer de nuevo.
– Buen intento. ¿Podemos hablar ya?
– Tú no has venido aquí a hablar.
– Eso es verdad.
Tirándole fuertemente del pelo, la obligó a levantarse y mirarle directamente.
– ¿Dónde guardas los papeles, tía?
– Qué típico del barón -bufó Ilse-. Mandarte a ti a hacer lo que él no se atreve. ¿Sabes qué es lo que te ha mandado a buscar?
– Vosotros y vuestros secretos. No, mi padre no me ha dicho nada, sólo me ha pedido todos tus papeles. Por suerte mi madre ha sido más específica. Tengo que buscar una carta tuya llena de mentiras, y otra de tu marido. Y las quiero ya.
– No pienso darte nada.
– Pareces no comprender lo que estoy dispuesto a hacer, tía.
Se quitó el abrigo y lo dejó sobre una silla. Se llevó la mano a la espalda y sacó un cuchillo de caza de mango rojo. El filo desprendió un tímido destello plateado a la luz del quinqué, que se reflejó en los ojos temblorosos de su tía.
– No te atreverás.
– Oh, ya lo creo que sí.
Pese a sus bravatas, le fue más difícil de lo que había imaginado. Aquello no era igual que una pelea en una taberna, en la que dejaba a los instintos y la adrenalina tomar el control, mientras su cabeza pilotaba una máquina salvaje y brutal.
Cuando tomó el brazo derecho de la mujer y lo sujetó con fuerza contra la mesa camilla no sintió apenas emoción alguna. Sólo una tristeza de agudos dientes en forma de sierra. Le raspó el fondo del estómago, con la misma piedad con la que él aplicó el cuchillo contra los dedos y le seccionó el índice de dos cortes no demasiado limpios.
Ilse chilló de dolor, pero Jürgen estaba preparado y le tapó la boca con su manaza. Se preguntó dónde estaba la emoción de la violencia, esa que le había llevado a las SA.
¿Será la ausencia de desafío? Este viejo cuervo asustado no supone ninguno, desde luego.
Poco a poco el chillido ahogado bajo la palma de Jürgen se fue convirtiendo en un sollozo inaudible. El joven clavó los ojos en los párpados lagrimeantes de la mujer, intentando obtener el mismo placer de la situación que el que había sentido rompiendo los dientes del joven comunista un par de semanas atrás, pero fue en vano. Dio un suspiro resignado.
– ¿Vas a colaborar ya? Esto no es agradable para nadie.
Ilse asintió con fuerza.
– Me alegro. Dame entonces lo que te he pedido -dijo soltándola.
Ella se separó de Jürgen y con paso vacilante caminó hasta su armario. La mano mutilada apretada contra el pecho dejaba una creciente mancha en el vestido de color crema. Sin despegarla, buscó entre su ropa hasta encontrar un pequeño sobre blanco.
– Es mi carta -dijo tendiéndosela a Jürgen.
El joven tomó el sobre, en cuya superficie había quedado un restregón sangriento. En el anverso aparecía el nombre de su primo. Desgarró un lateral del sobre y extrajo cinco cuartillas escritas a mano con letra apretada y redonda. Apenas había tachones ni borrones.
Jürgen echó un vistazo por encima a las primeras líneas, pero enseguida se quedó atrapado por lo que leyó en ellas y continuó. Hacia la mitad del texto los ojos se le desencajaron y comenzó a respirar agitadamente. Dedicó a Ilse una mirada sospechosa y trastornada, sin poder creer lo que tenía frente a él.
– ¡Esto es mentira! ¡Una asquerosa mentira! -dijo avanzando hasta su tía y colocándole el cuchillo en la garganta.
– No lo es, Jürgen. Siento que lo hayas sabido así -dijo ella.
– ¿Lo sientes? ¿Tú te compadeces de mí? ¡Acabo de cortarte el dedo, vieja! ¿Qué me va a impedir rajarte la garganta ahora? ¡Di que es mentira! -dijo Jürgen, bajando la voz hasta el nivel de un susurro frío que puso a Ilse los pelos de punta.
– He sido víctima de esa verdad durante muchos años. En parte te ha convertido en el monstruo que eres ahora.
– ¿Lo sabe él?
Aquella última pregunta fue demasiado para Ilse. Se tambaleó, mareada por las emociones y la pérdida de sangre y Jürgen tuvo que sostenerla para que no cayera.
– ¡No te desmayes ahora, vieja insignificante!
Había un lavamanos con agua cerca. Jürgen echó a su tía en la cama y luego vertió el líquido encima de su cara. Ilse se despejó un poco.
– Basta ya -dijo débilmente.
– Respóndeme. ¿Lo sabe Paul?
– No.
Jürgen la dejó recuperarse durante unos instantes. Por fin había hallado la emoción, aunque no de la forma que él esperaba. Una marea de sentimientos encontrados le cruzaban por la cabeza mientras releía la carta, esta vez hasta el final.
Cuando acabó, volvió a doblar cuidadosamente las páginas y se las guardó en un bolsillo. Ahora comprendía por qué su padre le había encargado con tanta insistencia que obtuviese aquel papel, y por qué su madre pretendía que se lo llevase a ella primero.
Han querido utilizarme. Creen que soy imbécil. Pero nadie tendrá esta carta salvo yo… y la usaré en el momento preciso. Ah, sí. Cuando menos lo esperen.
Pero aún había algo más que debía obtener. Caminó despacio hasta la cama y se inclinó sobre el colchón.
– Quiero la carta de Hans.
– No la tengo. Lo juro por Dios. Tu padre la ha buscado siempre, pero yo no la tengo, ni siquiera estoy segura de que exista -dijo Ilse, que volvía a sollozar, agarrándose la mano mutilada.
– No te creo -mintió Jürgen. Ilse no parecía ser capaz de ocultar nada en el estado en el que se encontraba, pero aun así quiso saber qué reacción provocaba en ella su incredulidad. Exhibió de nuevo el cuchillo ante su rostro.
Ilse intentó apartarle la mano casi sin fuerzas, pero era como si un niño empujase una tonelada de granito.
– Déjame. Por Dios, ¿no me has hecho bastante?
Jürgen echó un vistazo a su alrededor. Apartándose de la cama, tomó el candil encendido en la mesa cercana y lo arrojó contra el fondo del armario. El cristal se hizo pedazos, derramando queroseno ardiente sobre la ropa y los zapatos.
Volvió junto a la cama y miró a Ilse fijamente a los ojos, dispuesto a no perder detalle de aquel momento. Apoyó la punta del cuchillo en el vientre de ella. Tomó aire.
Después hundió la hoja hasta la empuñadura.
– Ahora sí.
Tras la desagradable discusión con Alys, Paul estaba de pésimo humor. Optó por no hacer caso al frío y volver a casa caminando, en el que sería el error que más lamentaría de su vida.
A lo largo de los siete kilómetros que separaban la cervecería de la pensión, que le llevaron casi una hora, Paul apenas prestó atención a lo que le rodeaba. Su cabeza estaba perdida en la conversación con ella, imaginando posibles frases que hubieran arrojado un resultado distinto. Un minuto deseaba haber sido conciliador a tiempo, y al siguiente deseaba haberle lanzado una réplica que le causase daño auténtico, para que ella compartiese el que le había causado a él. Perdido en la espiral interminable del amor, no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo hasta que estuvo a pocos pasos del portal.
Entonces olió el humo y vio a la gente corriendo y el carro de bomberos frente al edificio.
– ¿Dónde va, insensato?
Paul levantó la vista. Había un incendio en el tercer piso.
– Oh Dios santo. ¡Mamá!
Al otro lado de la calle había una multitud creciente, compuesta a medias de curiosos y huéspedes de la pensión. Paul corrió hacia ellos, buscando caras conocidas y llamando a gritos a Ilse. Finalmente dio con la patrona, sentada en un bordillo, con la cara tiznada de hollín en el que las lágrimas formaban surcos. Paul la tomó por los hombros.
– ¡Mi madre! ¿Dónde está?
Incapaz de mirarle a los ojos, la patrona comenzó a llorar de nuevo.
– No ha salido nadie del cuarto piso. ¡Ay, si mi padre que en paz descanse viera cómo está quedando su edificio!
– ¿Y los bomberos?
– Aún no han subido, pero no pueden hacer nada. El fuego bloquea las escaleras.
– ¿Y desde la otra azotea? ¿La del número 22?
– Podría ser -dijo la patrona retorciéndose de angustia las callosas manos -. Se puede saltar desde allí arriba. A veces los chiquillos de la portera vienen a cazar gatos a nuestra azotea…
Paul no escuchó el final de sus palabras, pues ya corría hacia el portal vecino. Había un policía en la puerta con cara de pocos amigos, interrogando a una de las inquilinas de la pensión. Frunció el ceño al ver a Paul correr hacia donde él se encontraba.
– ¿Dónde se cree que va, caballero? Estamos desaloj… ¡Eh!
El joven le apartó de un empujón que envió al policía al suelo.
Aquel inmueble tenía cinco plantas, una más que la pensión. Todas ellas eran casas particulares, aunque debían de hallarse vacías en aquel momento. Los pasos de Paul resonaban como redobles de tambor mientras ascendía casi a tientas, pues la portera debía de haber cortado la electricidad del edificio.
En el último piso tuvo que detenerse porque no veía por ninguna parte el acceso a la azotea, hasta que comprendió que para subir tenía que alcanzar una trampilla que se hallaba en mitad del pasillo. Saltó intentando alcanzar la manija que servía para hacerla descender, pero le faltaban aún sesenta centímetros para alcanzarla. Buscó desesperado algo a lo que auparse, pero no había nada que le sirviera.
No me queda más remedio que forzar la puerta de algún piso.
Cargó contra la más cercana. Intentó golpearla con el hombro, tal y como había leído en las novelas de Sax Rohmer, pero no obtuvo más resultado que un dolor agudo que se le extendió por el brazo, agarrotándoselo durante varios minutos.
Comenzó a patear la puerta a la altura de la cerradura, y ésta se abrió por fin tras media docena de golpes. Tomó lo primero que encontró a mano del oscuro recibidor, que resultó ser una silla. Subido a ella logró alcanzar la manija y hacer bajar una escalera de madera, por la que ascendió a la azotea.
Allí el aire era irrespirable. El viento estaba arrojando todo el humo contra aquella zona, y Paul tuvo que cubrirse la boca con el pañuelo para poder seguir avanzando.
Estuvo a punto de caer por la separación entre los dos edificios -un hueco de poco más de un metro-. Apenas veía la azotea vecina.
¿Dónde diablos salto?
Sacó del bolsillo su manojo de llaves y lo lanzó frente a él trazando un arco. Hizo un ruido que Paul identificó con piedra o madera, y saltó en esa dirección.
Durante un breve instante sintió como si su cuerpo flotase en mitad del humo. Luego cayó sobre las manos y las rodillas, lastimándose las palmas y rodando hacia un lado. Por fin estaba en el edificio de la pensión.
Aguanta, mamá. Ya estoy aquí.
Tuvo que caminar con las manos extendidas hasta conseguir salir de la zona humeante, que era la más cercana a la calle. Incluso a través de los zapatos notaba el intenso calor que desprendía el techo. Hacia el interior había un hueco donde el humo clareaba. Al fondo había un tendal, una vieja mecedora sin patas y lo que Paul había estado buscando desesperadamente.
¡El acceso al piso inferior!
Corrió hacia él, temiendo encontrárselo cerrado con llave. Las fuerzas empezaban a fallarle, y sentía las piernas tan pesadas como si aquella azotea estuviese recubierta de melaza. Cuando llegó a la puerta tuvo que parar unos instantes para recuperar el aliento.
Dios, por favor, que el fuego no se haya extendido hasta su habitación. Por favor. Mamá, dime que has sido lo bastante lista como para abrir el grifo del lavabo y tapar las rendijas de la puerta con algo mojado.
La puerta de la escalera estaba entreabierta, y en el hueco de la escalera había humo, aunque era soportable. Bajó a toda prisa, y en el penúltimo escalón tropezó con un bulto en el que apenas se fijó. Siguió adelante, creyendo reconocer el lugar en el que se encontraba por el dibujo de una desgastada y sucia alfombra que había a sus pies. Tendría que recorrer aquel pasillo hasta el final y luego doblar a la derecha, y ya estaría frente a la habitación de su madre.
Intentó avanzar, pero era imposible. Allí el humo había cobrado un color anaranjado y sucio. No había aire, y a pesar de estar cubierto por el abrigo y unos guantes, su piel notaba el calor del fuego tan fuerte que no fue capaz de dar un paso más.
– ¡Mamá! -dijo queriendo gritar, pero lo único que salió de su garganta fue un gemido seco, ahogado y lastimero.
El papel pintado comenzó a arder a su lado, y el joven se dio cuenta de que el fuego le rodearía si no se daba prisa en salir de allí. Volvió sobre sus pasos, y entonces las llamas, que no habían estado presentes cuando descendió, iluminaron el hueco de la escalera. Paul comprendió entonces con qué había tropezado y qué eran aquellas manchas oscuras que había sobre la alfombra.
En el suelo, tendida junto al primer escalón, estaba su madre. Y estaba herida.
– ¡No! ¡Mamá!
Se agachó junto a ella, buscándole el pulso. Ilse pareció reaccionar y acertó a mirarle.
– Paul -dijo con un hilo de voz.
– ¡Tienes que aguantar, mamá! ¡Te sacaré de aquí!
El joven alzó del suelo el frágil cuerpecillo y corrió escaleras arriba. Al salir se alejó tanto de la escalera como pudo, pero aun así se dio cuenta enseguida de que la zona libre de humo era cada vez más reducida.
Paul se detuvo, completamente bloqueado. No podía cruzar la cortina de humo denso con su madre en aquel estado, y mucho menos saltar el hueco entre los edificios a ciegas y con ella en brazos. Y tampoco podían quedarse allí. Delante de él, secciones enteras del techo se habían desplomado, y en los bordes del agujero bailaban unas afiladas lanzas rojizas. Las llamas hundirían el tejado en cuestión de minutos.
– Tienes que aguantar, mamá. Te sacaré de aquí. Te llevaré a un hospital y te pondrás bien. Te lo juro. Pero tienes que aguantar.
– El suelo… -dijo Ilse, tosiendo débilmente-. Bájame…
Paul se arrodilló y apoyó las piernas de ella en el suelo, para que estuviera más cómoda. Pudo pararse a ver por primera vez el estado en el que se encontraba su madre. El vestido lleno de sangre. El dedo seccionado en la mano derecha.
– ¿Quién te ha hecho esto? -dijo con una mueca de rabia.
La mujer apenas podía hablar. Su rostro estaba lívido, y los labios le temblaban. Se había arrastrado fuera de la habitación, huyendo de las llamas en la dirección correcta por pura casualidad, dejando un reguero rojo tras ella. La herida, que le había obligado a avanzar a gatas, le había paradójicamente conservado con vida durante más tiempo, ya que en aquella postura sus pulmones habían absorbido menos humo. Pero éste había acabado llenando incluso la parte trasera del edificio, y en el cuerpo de Ilse Reiner apenas quedaba un soplo de vida.
– ¿Quién, mamá? -repitió Paul-. ¿Ha sido Jürgen?
Ilse abrió los ojos. Estaban tan enrojecidos que a Paul le costó darse cuenta de que lo había hecho.
– No…
– ¿Entonces quién? ¿Le has reconocido?
Ilse alzó una mano vacilante hasta el rostro de su hijo, acariciándolo débilmente. Las puntas de sus dedos estaban frías, pero le quemaron la piel del alma como si formasen parte del incendio que rugía debajo de ellos. Paul supo, lleno de dolor, que aquella era la última vez que su madre le tocaría, y sintió miedo.
– No ha sido…
– ¿Quién?
– No ha sido Jürgen.
– Dímelo, mamá. Dime quién. Le mataré.
– No debes…
Un nuevo ataque de tos cortó en seco sus palabras. Los brazos de Ilse cayeron inertes a los costados. Su hijo intentó abanicarla con la mano, pero el aire estaba tan caliente que el patético gesto no tuvo efecto alguno.
– No debes hacer daño a Jürgen, Paul.
– ¿Por qué, mamá?
Su madre peleaba por cada respiración, pero también consigo misma. Paul pudo ver el dolor y la lucha en sus ojos. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para reunir aire en sus pulmones. Pero aún más para sacar del corazón sus tres últimas palabras.
– Es tu hermano.
Hermano.
Sentado en el borde de la acera, cerca del lugar donde apenas una hora antes estaba la patrona de la pensión, Paul meditaba sobre aquella palabra. En menos de treinta minutos su mundo se había puesto boca abajo dos veces, con la muerte de su madre y la revelación que ésta le había hecho con su último aliento.
Cuando murió Ilse, el joven la abrazó y tuvo la tentación de dejarse morir. Simplemente quedarse quieto hasta que las llamas le comiesen el suelo bajo los pies.
Eso es la vida. Correr sobre una azotea que está condenada a hundirse, pensó Paul, llevado por un dolor amargo, negro y espeso como el petróleo.
¿Fue miedo lo que le retuvo en aquella azotea durante los instantes que siguieron a la muerte de su madre? Es posible que temiese a volver a un mundo en el que estaría solo. Tal vez si sus últimas palabras hubiesen sido «Te quiero mucho», Paul se habría dejado morir. Pero la afirmación de Ilse acerca de Jürgen le daba un sentido completamente distinto a las preguntas que habían atormentado a Paul durante toda su existencia.
¿Fue el odio, la sed de venganza o la necesidad de saber lo que le hizo reaccionar? Quizás una mezcla de las tres. Lo cierto es que Paul le dio un último beso a su madre en la frente y corrió hacia el extremo contrario de la azotea.
A punto estuvo de resbalar y caer por el borde, pero consiguió frenar a tiempo. Se preguntó qué usarían los niños que venían a jugar a aquel edificio para cruzar de vuelta, y dedujo que probablemente un tablón. Sin tiempo para buscarlo entre el humo, Paul se quitó el abrigo y la chaqueta, aligerándose de peso para dar el salto. Si fallaba o si la parte del tejado contrario a la que se aferrase se desprendía, Paul caería los cinco pisos de aquel abismo en miniatura, pero mortal. Tomó carrerilla y saltó sin pensarlo demasiado, con una confianza ciega y absurda que había resultado bien.
Ya en la calle, la cabeza de Paul intentaba poner orden en aquel puzzle del que Jürgen
mi hermano
se había convertido en la pieza más compleja imaginable. ¿Podía ser Jürgen hijo de Ilse? Paul no lo creía posible, pues ambos no se llevaban más que ocho meses. Físicamente era posible, pero el joven se sentía más inclinado a pensar que Jürgen era más bien hijo de Hans y Brunhilda. El difunto Eduard no se parecía en nada a Jürgen, ni en su complexión ni en su tez más oscura y redondeada. Jürgen sin embargo guardaba un ligero parecido con Paul. Ambos tenían los ojos azules y los pómulos marcados, aunque Jürgen tenía el pelo oscuro.
¿Cómo pudo acostarse mi padre con Brunhilda? ¿Y por qué mi madre me lo ha ocultado todo este tiempo? Siempre supe que quería protegerme de lo que le sucedió a mi padre, pero ¿por qué no contarme esto? Y lo más importante, ¿cómo voy a averiguar algo ahora sin acudir a los von Schroeder?
En aquel momento la patrona se acercó a Paul, aún sollozando.
– Señor Reiner, los bomberos dicen que el incendio está controlado, pero que habrá que demoler el edificio porque ya no es seguro. Me han pedido que les diga a los inquilinos de los dos primeros pisos que pueden entrar por turnos a por algo de ropa para pasar la noche en otro lugar. Ellos se encargarán del resto.
Como un autómata, Paul se unió a la docena de personas que iban a buscar parte de sus cosas. Pasó por encima de las mangueras que aún seguían bombeando agua en arco, pisó los embarrados pasillos y escaleras acompañado de uno de los bomberos, y finalmente se encontró en su habitación metiendo prendas al azar en una bolsa de mano.
– Ya es suficiente -le apremió el bombero, que se había quedado en la puerta, intranquilo-. Tenemos que irnos.
Aún trastornado, el joven le siguió sin oponer resistencia. Pero unos metros después, en el barullo de su cerebro brilló el ligero destello de una idea, como el borde de una moneda de oro en un cubo de arena. Se dio la vuelta corriendo.
– ¡Oiga señor! ¡Tenemos que salir!
Paul no le hizo caso. Entró a la carrera en su habitación y se sumergió bajo la cama. En el estrecho espacio, pugnó por apartar una pila de libros que había puesto como camuflaje.
– ¡Le he dicho que salga! Esto no es seguro, señor -dijo el bombero, tirando con rudeza de las piernas del joven hasta que todo su cuerpo estuvo fuera.
A Paul no le importó. Tenía lo que había venido a buscar.
Una caja de caoba negra, lisa y sin adornos.
Eran las nueve y media de la noche.
Paul tomó su bolsa de mano y corrió a través de la ciudad.
De no haberse hallado en el estado en el que se encontraba, seguramente se habría dado cuenta de que algo estaba sucediendo en Munich, algo que trascendía incluso su enorme tragedia. Había más gente de lo habitual para aquella hora de la noche. Los bares y tabernas estaban abarrotados, y surgían voces airadas desde el interior. Hombres preocupados hacían corros en las esquinas, y no había un solo policía a la vista.
Pero el joven no prestó atención a nada de lo que le rodeaba, se limitó a salvar las quince manzanas que le separaban de su objetivo en el menor tiempo posible. Ahora mismo era la única pista de la que disponía. Se maldecía cruelmente por no haber sido capaz de verlo, de no haber llegado a esta conclusión antes.
La casa de empeños de Metzger estaba cerrada. Las puertas eran gruesas y sólidas, y Paul no perdió el tiempo golpeándolas. Tampoco en llamar, aunque supuso -correctamente- que un viejo avaro y mezquino como el prestamista viviría allí mismo, tal vez en un camastro en la parte de atrás.
Dejó el bolso de mano junto a la puerta y buscó a su alrededor algo sólido. No había adoquines sueltos en la calle, pero encontró la tapa de un colector, del tamaño de una bandeja pequeña. La levantó con gran esfuerzo y la arrojó contra el escaparate, que se rompió en mil pedazos. El corazón le golpeaba desbocado en el pecho y en los oídos, pero Paul tampoco prestaba atención a aquello. Si alguien llamaba a la policía, puede que ésta viniera antes de que él consiguiese su objetivo y puede que no.
Será mejor que no, pensó Paul. De lo contrario, el siguiente lugar donde buscaré respuestas será en el palacete von Schroeder. Aunque los amigos de mi tío me manden a la cárcel para el resto de mi vida.
De un salto, Paul se encaramó al interior. Sus zapatos crujieron al aplastar una informe masa de cristales. Los vidrios rotos del escaparate se habían mezclado con una vajilla de cristal de Bohemia, también arrasada por el proyectil del joven.
La tienda estaba completamente a oscuras. La única luz salía de la parte trasera, de donde provenían unos fuertes gritos.
– ¿Quién anda ahí? ¡Voy a llamar a la policía!
– ¡Hágalo! -respondió Paul, también gritando.
Un rectángulo de luz apareció en el suelo, arrojando las formas fantasmales de los objetos de la casa de empeños contra las paredes, convertidas en monstruos amenazadores. Paul se irguió allí en medio de ellos, esperando a que Metzger diese señales de vida.
– ¡Lárguense malditos nazis! -dijo el prestamista, asomando a la tienda, bizqueando y con los ojos entrecerrados aún por el sueño.
– No soy nazi, señor Metzger.
– ¿Quién diablos eres, muchacho? -Emergió de su cuarto y encendió la luz, al comprobar que sólo había una persona en la tienda-. ¡Aquí no hay nada de valor!
– Tal vez, pero sí algo que yo necesito.
En ese momento la vista se le aclaró al viejo lo bastante como para reconocer a Paul.
– ¿De qué estás…? Oh.
– Veo que me recuerda.
– Estuviste aquí hace poco -dijo Metzger. La excusa era tan evidente como el temor y la incomodidad que le embargaban.
– ¿Siempre recuerda a todos sus clientes?
– ¿Qué demonios quieres? ¡Esa ventana de cristal me la vas a pagar!
– No intente cambiar de tema. Quiero saber quién fue la persona que empeñó la pistola que rescaté.
– No lo recuerdo.
Paul no respondió. Se limitó a sacar el arma del bolsillo del pantalón y encañonar al viejo con ella. Éste, al verla, retrocedió, poniendo las manos delante de su cuerpo a modo de escudo.
– ¡No dispares! ¡Te juro que no lo recuerdo! ¡Hace casi dos décadas de eso, muchacho!
– Supongamos que le creo. ¿Qué hay de sus registros?
– Baja esa arma, por favor… No puedo enseñarte los registros, esa información es confidencial. Muchacho, por favor, sé razonable…
Paul dio seis pasos hacia él y levantó la pistola en ángulo recto con respecto a su hombro. El cañón quedó a dos centímetros de distancia de la frente del prestamista, que estaba empapada en sudor. El viejo echaba la cabeza hacia atrás como si quisiera convertirse en uno más del medio centenar de relojes de cuco que adornaban la pared con la que había chocado en su huida.
– Señor Metzger, permítame explicarle. O me enseña sus registros o disparo. La elección es sencilla.
– ¡Está bien! ¡Está bien!
Con las manos levantadas, el viejo encabezó la marcha hasta la trastienda. Atravesaron un gran almacén aún más polvoriento y lleno de telarañas que la propia tienda. Había cajas de cartón desde el suelo hasta el techo en herrumbrosas estanterías metálicas. El hedor a moho y humedad era insoportable. Había algo más por debajo, indefinible y podrido.
– ¿Cómo aguanta este olor, Metzger?
– ¿Olor? Yo no noto ningún olor -dijo el viejo sin volverse.
Paul supuso que el prestamista había terminado acostumbrándose a ello después de innumerables años pasados en torno a los objetos perdidos de las demás personas.
Nunca había disfrutado de una vida propia y no pudo evitar compadecerle. Tuvo que esforzarse en apartar de su mente aquellos pensamientos para poder seguir empuñando la pistola de su padre con la misma entereza.
Al final del almacén había una puerta metálica. Metzger sacó unas llaves del bolsillo y abrió la puerta. Le hizo un ademán para que pasase.
– Usted primero -dijo Paul.
El viejo le miró de manera extraña, las pupilas fijas y contraídas. A la mente de Paul vino la imagen de un dragón defendiendo su cueva del tesoro, y se dijo que tenía que procurar estar más atento que nunca. En aquella situación el avaro sería como una peligrosa rata acorralada, y podía revolverse y morder.
– Júrame que no vas a robarme nada.
– ¿Le valdría de algo? Recuerde que soy yo quien sostiene el arma.
– Júramelo -insistió el otro.
– Le juro que no voy a robarle nada, Metzger. Dígame lo que quiero saber y le dejaré tranquilo.
Las palabras de Paul no trajeron ni un atisbo de tranquilidad al viejo, pero al menos se avino a entrar a la pequeña habitación.
A la derecha había una estantería de madera repleta de libros de pasta negra. A la izquierda, una enorme caja fuerte. El prestamista se colocó al instante delante de ella, protegiéndola con su cuerpo.
– Ahí lo tiene -dijo señalándole a Paul la estantería.
– Búsquelo usted.
– No -respondió el viejo, con voz tensa. No estaba dispuesto a moverse de aquella esquina.
Se está envalentonando. Si le presiono más puede que me salte encima. ¿Maldita sea, por qué habré cargado la pistola? No me hubiera hecho falta para reducirle, y ahora no puedo ni quiero seguir apuntándole ni puedo bajarla.
– Dígame al menos cuál es el volumen que busco.
– En la estantería a la altura de su cabeza, el cuarto por la izquierda.
Paul buscó el libro al tacto, sin dejar de mirar a Metzger. Lo extrajo con cuidado y se lo alargó al prestamista.
– Localice la referencia.
– No recuerdo el número.
– 91231. Dese prisa.
El viejo alargó el brazo a regañadientes y pasó las páginas con cuidado. Paul echaba miradas de reojo hacia el almacén, temiendo que en cualquier momento apareciese un grupo de policías para detenerlo. Ya había pasado allí demasiado tiempo.
– Aquí lo tiene -dijo el viejo devolviéndole el libro, abierto por una de las primeras páginas.
Paul consultó el libro sosteniéndolo con la mano izquierda, y sin dejar de echarle ojeadas rápidas a Metzger cada pocos segundos. No venía consignada la fecha, tan sólo un escueto «1905/Semana 16». Al final de la página localizó el número.
– Tan sólo viene un nombre. Clovis Nagel. El apartado dirección aparece vacío.
– El cliente prefirió no dar más detalles.
– ¿Es eso legal, Metzger?
– La ley es un poco confusa al respecto.
Aquélla no era la única entrada en la que aparecía el nombre de Nagel. Había otras diez en las que se le citaba en la columna «empeñador».
– Quiero ver el resto de objetos que empeñó.
Aliviado por alejar al intruso de su caja fuerte, el prestamista no opuso resistencia y condujo a Paul hasta una de las estanterías del almacén exterior. Sacó una de las cajas de cartón y le mostró su contenido a Paul.
– Aquí están.
Un par de relojes de baja calidad, un anillo de oro, una pulsera de plata… Paul examinó aquellas baratijas sin comprender qué relación guardaban entre sí los objetos de Nagel. Comenzaba a desesperarse, pues después de todo aquel esfuerzo tenía aún más preguntas que antes.
¿Una sola persona empeñando tantos objetos el mismo día? Este hombre huía de alguien, probablemente de mi padre. Pero para saber más tendría que encontrarlo y un nombre solo no ayuda mucho.
– Quiero saber dónde encontrar a Nagel.
– Ya lo has visto, muchacho. No hay dirección ni…
Paul levantó la izquierda y golpeó al viejo con todas sus fuerzas. Metzger cayó al suelo y se llevó las manos a la cara. Un hilo de sangre se le escapó entre los dedos.
– ¡No! ¡No por favor, no me pegues más!
Con la mano aún en alto, Paul tuvo que contenerse para no volver a golpear. Todo su cuerpo se había llenado de una energía malsana, un odio indefinido y acumulado durante años que por fin encontraba un blanco en aquella patética figura sangrante que suplicaba a sus pies.
¿Qué estoy haciendo?
De repente se vio a sí mismo desde fuera, y sintió náuseas de lo que acababa de hacer. Aquello tenía que acabar cuanto antes.
– Hable, Metzger. Sé que me está ocultando algo.
El viejo levantó las manos a modo de escudo, y la palma estaba teñida de rojo.
– No lo recuerdo muy bien. Era un militar, lo supe por su forma de hablar. Tal vez un marino. Dijo que regresaba a África del Suroeste, y que allí todas estas cosas no le harían ninguna falta.
– ¿Cómo era?
– Más bien bajo, de rostro fino. No lo recuerdo bien, por favor, ¡no me pegues más!
Bajo, de rostro fino. Eduard describió al hombre que se hallaba en la habitación con mi padre y mi tío como bajo y de rasgos delicados, como los de una chica. Podría ser Clovis Nagel. ¿Y si mi padre le descubrió robando en el barco? Tal vez era un espía. ¿O fue mi padre quien le pidió que empeñase la pistola en su nombre? Desde luego él sabía que estaba en peligro.
Con la cabeza a punto de estallar, Paul abandonó el almacén y dejó a Metzger lloriqueando en el suelo. Subió de un salto al escaparate, pero de pronto recordó que había dejado abandonada su bolsa de mano junto a la puerta, y deseó que nadie se la hubiese robado. Aún seguía allí, por suerte.
Era todo lo demás lo que había cambiado.
Decenas de personas llenaban la calle pese a lo avanzado de la hora. Formaban corrillos tanto en la acera como en la calzada. Algunas personas iban de un corrillo a otro, transmitiendo información como abejas polinizando flores. Paul se acercó al grupo más cercano.
– Dicen que los nazis han incendiado un edificio en Schwabing…
– No, han sido los comunistas…
– Han tomado las comisarías…
– Están formando controles en las calles…
Desconcertado, Paul tomó por el brazo a uno de los hombres y le obligó a darse la vuelta.
– ¿Qué ocurre?
El hombre se retiró un cigarro de la boca y le dedicó una sonrisa torcida y amarillenta. Estaba encantado de encontrar alguien a quien transmitirle las malas noticias.
– ¿No se ha enterado, amigo? Hitler y sus nazis están dando un golpe de estado. Es la hora de la revolución. Por fin veremos cambios.
– ¿Un golpe de estado, dice? ¿Cómo?
– Han entrado por la fuerza en la Burgerbräukeller con cientos de hombres. Mantienen dentro a todo el mundo secuestrado, empezando por el comisario de Baviera.
A Paul le dio un vuelco el corazón.
– ¡Alys!
Hasta que empezaron los disparos, Alys sentía que aquélla era su noche.
Tras la discusión con Paul, un regusto amargo se le había instalado en la garganta. Comprendía que estaba ciegamente enamorada de él, ahora lo veía claro. Precisamente por eso tenía más miedo que nunca.
Decidió centrarse en lo que tenía entre manos. Accedió al gran salón de la cervecería, que ya estaba lleno en más de tres cuartas partes. Más de mil personas se apelotonaban en las mesas, y pronto habría otras quinientas, pues no paraba de entrar gente. Banderas de Alemania colgaban de las altas paredes, casi invisibles por el humo del tabaco. Hacía un calor húmedo y asfixiante, por lo que los asistentes traían en jaque a decenas de camareras. Éstas se afanaban entre la gente sosteniendo sobre sus cabezas bandejas con media docena de jarras sin derramar una gota.
Eso sí que es un trabajo duro, pensó Alys, agradeciendo aún más la oportunidad que tenía aquel día al alcance de su mano.
Abriéndose paso a codazos, consiguió un lugar al pie del podio de oradores. Había tres o cuatro fotógrafos más, y uno de ellos se quedó mirándola extrañado y le dio un codazo a sus compañeros.
– ¡Ten cuidado guapa! ¡Acuérdate de quitar el dedo del objetivo!
– Y tú acuérdate de sacarte el tuyo del culo, imbécil. Tienes las uñas negras.
El fotógrafo se miró al instante las puntas de los dedos y se puso rojo como un tomate. Los otros aplaudieron la respuesta de Alys.
– ¡Te está bien empleado, Fritz!
Sonriendo interiormente, Alys se colocó en un lugar desde el que pudiese ver bien. Comprobó la luz e hizo varios cálculos rápidos. Podría obtener una buena instantánea desde allí con un poco de suerte. Comenzaba a animarse. Poner en su sitio a aquel idiota le había servido como revulsivo. Y además, a partir de aquel día las cosas iban a cambiar para mejor. Hablaría con Paul, encararían juntos sus problemas. Y con un trabajo nuevo y estable, en el que se sintiera realizada de verdad, todo podría salir bien.
Siguió inmersa en su agradable ensoñación cuando Gustav von Kahr, comisario de Baviera, subió al escenario. Tomó varias fotos, incluso una que creía que sería bastante interesante, en la que Von Kahr gesticulaba de una forma curiosa.
De repente hubo una conmoción en la parte de atrás del local. Alys estiró el cuello para averiguar lo que sucedía, pero entre las fuertes luces que rodeaban el podio y la muralla de gente que había frente a ella, no consiguió ver nada. El rugido de la multitud, unido al estruendo de mesas y sillas cayendo y decenas de jarras estrellándose contra el suelo era ensordecedor.
Alguien surgió de la multitud junto a Alys, un hombrecillo sudoroso y con el impermeable arrugado. Apartó a un hombre sentado en la mesa más cercana al podio, se subió a la silla que éste ocupaba y de ahí a la mesa.
En ese momento Alys giró la cámara hacia él, captando en un instante la mirada alucinada, el ligero temblor de la mano izquierda, las ropas de tercera clase, el peinado de proxeneta aplastado en la frente, el bigotito cruel, el brazo en alto con la pistola apuntando al techo.
No tuvo miedo, ni dudas. Tan sólo resonaron en el fondo de su cabeza unas palabras que le había dicho August Muntz hacía años:
Hay momentos en la vida de un fotógrafo en los que pasará ante ti una foto, una sola foto, que puede cambiar tu vida y las de quienes te rodean. Ése es el instante decisivo, Alys. Lo verás antes de que ocurra. Cuando eso pase, si es que te ocurre, dispara. No pienses, dispara.
Apretó el botón al mismo tiempo que el otro apretaba el gatillo.
– ¡La revolución nacional ha comenzado! -gritó con voz potente y desagradable el hombrecillo- ¡Seiscientos hombres armados rodean el local! Nadie saldrá de aquí. Y si no hay silencio inmediato, ordenaré que se coloque una ametralladora en la balconada.
La multitud se calló pero Alys no apreció el silencio, ni se alarmó por los camisas pardas que estaban surgiendo por todas partes.
– ¡Declaro depuesto el gobierno de Bavaria! La policía y el ejército se han unido a nuestra bandera, la esvástica, ¡que cuelga ya de cada barracón y comisaría de policía!
Un nuevo griterío enfervorecido resonó por el local. Hubo aplausos tachonados de abucheos y gritos de ¡México, México! y ¡Sudamérica! Tampoco a esto prestó Alys la más mínima atención. Sus oídos aún escuchaban el tiro, sus pupilas aún retenían la imagen del hombrecillo disparando, su mente se había quedado atascada en tres palabras.
El instante decisivo.
Lo he conseguido, pensó.
Apretando la cámara contra el pecho, Alys se sumergió en la multitud. Ahora mismo su única prioridad era salir de allí y llegar a una sala de revelado. No era capaz de recordar exactamente el nombre del que había disparado, aunque su rostro le sonaba mucho… era uno de tantos antisemitas energúmenos que vociferaban en las tabernas.
Ziegler. No, Hitler. Eso es, Hitler. El austríaco chalado.
Alys no creía que un golpe como aquel tuviese la más mínima posibilidad. ¿Quién iba a seguir a un tarado que proclamaba que borraría a los judíos de la faz de la tierra? En las sinagogas se hacían chistes sobre idiotas como Hitler. Y aquella imagen que ella había captado con el sudor goteándole por la frente y la mirada frenética pondría a aquel tipo en su lugar.
Que es en un manicomio.
Apenas podía avanzar entre el mar de cuerpos. La gente había vuelto a hablar a voz en grito, algunos de ellos se peleaban entre sí. Un hombre estrelló una jarra de cerveza en la cabeza de otro, y los restos del líquido empaparon la chaqueta de Alys. Le costó casi veinte minutos alcanzar el extremo contrario del salón, pero entonces descubrió que un muro de camisas pardas armados con rifles y pistolas tapaban la salida. Intentó dialogar con ellos, pero los SA se negaron a cederle el paso.
Hitler y los dignatarios a quienes había interrumpido habían desaparecido por una puerta lateral. Un nuevo orador le había sustituido, y en la sala la temperatura seguía subiendo.
Con gesto hosco, Alys se colocó en un lugar donde recibiese los menos empujones posibles e intentó pensar en cómo salir de allí.
Tres horas después su ánimo rayaba en la desesperación. Hitler y sus acólitos habían dado ya varios discursos, y la banda de música instalada en la balconada había interpretado más de una docena de veces el Deutschland über alles. Alys había intentado moverse discretamente hacia aquella zona, en busca de una ventana por la que poder descolgarse, pero los SA también bloqueaban el camino. Ni siquiera permitían a nadie ir al cuarto de baño, lo cual en un lugar tan rebosante de gente y con las camareras sirviendo cerveza tras cerveza no tardaría en ser un problema. Ya había visto a más de uno aliviándose contra la pared del fondo.
Espera un momento. ¡Las camareras!
Asaltada por una repentina inspiración, se acercó a una mesa auxiliar. Tomó una bandeja vacía, se quitó la chaqueta, envolvió la cámara en ella y la colocó sobre la bandeja. Luego retiró un par de jarras de cerveza vacías de alguna de las otras mesas y se dirigió a la cocina.
Tal vez no se den cuenta. Llevo una camisa blanca y falda negra, como las camareras. Quizá no noten que no llevo delantal. ¡Mientras no se fijen en la chaqueta sobre la bandeja…!
Alzándola sobre su cabeza al pasar entre la gente, Alys tuvo que morderse los labios para no insultar a un par de parroquianos cuando éstos le tocaron el culo al pasar. No quería llamar la atención sobre sí misma. Se colocó detrás de otra camarera al llegar junto a las puertas batientes, y pasó junto a los SA que la custodiaban sin que por suerte éstos le dirigiesen una segunda mirada.
La cocina era alargada y enorme. Allí reinaba el mismo ambiente de tensión que fuera, solo que sin tabaco y sin banderas. Un par de camareros llenaban jarras de cerveza sin parar, mientras que los pinches y cocineros hablaban entre ellos junto a los fogones apagados, bajo la atenta mirada de un par de camisas pardas que obstruían la salida. Ambos llevaban fusiles y pistolas.
Mierda.
Sin saber muy bien qué hacer, Alys se dio cuenta de que no podía quedarse parada en mitad del pasillo. Sin duda alguien se daría cuenta enseguida de que no formaba parte del personal y la echaría de allí. Dejó las jarras en el inmenso fregadero metálico donde las estaban dejando el resto de camareras y tomó un trapo sucio que encontró por allí.
Lo puso bajo el grifo, lo empapó, lo escurrió y simuló limpiar mientras intentaba discurrir un plan, sosteniendo en la mano derecha el trapo y en la izquierda la chaqueta hecha un ovillo con la cámara en su interior. Se acercaba a la puerta poco a poco, mirando discretamente alrededor, hasta que se le ocurrió una idea.
Levantándose, se acercó a uno de los cubos de basura junto al fregadero. Estaba lleno casi a rebosar de restos de comida. Colocó la chaqueta dentro, pegada al borde, puso la tapa y lo alzó. Con todo descaro, comenzó a andar directa a la puerta.
– No puede pasar, señorita -le dijo uno de los camisas pardas.
– Tengo que sacar la basura.
– Déjela ahí.
– Pero los cubos están llenos. No se pueden tener cubos llenos dentro de una cocina, va contra la ley.
– No se preocupe, señorita, ahora la ley somos nosotros. Vuelva a dejar el cubo donde estaba.
Alys, jugándose el todo por el todo, dejó el cubo en el suelo y se cruzó de brazos.
– Muévalo usted si quiere.
– Saque esto de aquí, le digo.
La joven siguió mirándole de frente. El personal de la cocina al completo se había dado cuenta de lo ocurrido y miraba en su dirección, con cara de pocos amigos. Como Alys estaba de espaldas, no podían darse cuenta de que no era uno de ellos.
– Venga, hombre, déjala pasar -intervino el otro SA-. Bastante malo es tener que estar en la cocina, no te digo ya con esta peste. Tendremos que estar toda la noche con esta misma ropa. Se me va a pegar el olor a la camisa.
El que había hablado primero se encogió de hombros y se hizo a un lado.
– Tú mismo. Acompáñala al contenedor y volved cuanto antes.
Maldiciendo para sus adentros, Alys encabezó la marcha al exterior. Una estrecha puerta daba a un callejón aún más estrecho. La única luz provenía de una solitaria bombilla en el extremo contrario del callejón, el que estaba más cerca de la calle. El contenedor de basura estaba allí, rodeado de escuálidos gatos. Eran malos tiempos para los felinos callejeros en Alemania.
– Y… ¿hace mucho que trabaja aquí, señorita? -dijo el camisa parda, con voz algo cortada.
No puedo creerlo. Estamos caminando por un callejón, yo llevando un cubo de basura y él una ametralladora, y ¡el muy idiota pretende intimar conmigo!
– Podría decirse que soy nueva -respondió Alys, con fingida amabilidad-. Y usted, hace mucho que da golpes de Estado?
– No, éste es el primero -dijo el otro muy serio, sin captar la ironía.
Llegaron junto al contenedor.
– Bueno, ya puede volverse. Yo me quedaré aquí a vaciar el cubo.
– Oh, no, señorita. Usted vacíe el cubo, luego he de acompañarla dentro.
– No quisiera que tuviese que esperar por mí.
– Yo esperaría por usted donde usted quisiese. Es usted tan hermosa…
Acercando el rostro, trató de besarla. Alys intentó retroceder, pero estaba atrapada entre el contenedor y el camisa parda.
– Por favor, no -dijo Alys.
– Vamos, señorita…
– No, por favor.
El camisa parda se echó atrás, compungido.
– Perdone si la he ofendido. Supuse que…
– No se preocupe. Es que ya estoy comprometida.
– Lo siento. Él es muy afortunado.
¿Lo es?
– No se preocupe -repitió Alys, azorada.
– Permítame que le ayude con el cubo.
– ¡No!
Alys se lanzó a sujetar la mano del camisa parda, quien, confundido, soltó el cubo. Éste se desplomó y rodó por el suelo. Parte de los restos de comida se esparcieron haciendo un semicírculo, en cuyo principio estaba la chaqueta de Alys.
– ¿Qué diablos es esto?
El paquete se había abierto ligeramente, dejando ver la cámara de fotos. El soldado miró a Alys, quien llevaba la culpabilidad escrita en el rostro. No hizo falta mayor confesión.
– ¡Maldita zorra! ¡Eres una espía comunista! -dijo el camisa parda, llevándose las manos al cinturón, en busca de la porra.
Sin darle tiempo a alcanzarla, Alys recogió la tapa metálica del cubo de basura y trató de alcanzar al SA en la cabeza. El otro, al ver venir la acometida, levantó el brazo derecho y la tapa le golpeó en la muñeca con un ruido sordo.
– ¡Aaargh! ¡Me has hecho daño, zorra!
Con la mano izquierda le arrebató la tapa, arrojándola lejos. Alys intentó correr hacia un lado, pero el callejón era demasiado estrecho. El nazi le agarró por la camisa y tiró fuertemente. El cuerpo de Alys giró, y la camisa quedó desgarrada por un lado, dejando entrever uno de sus pechos, cubierto por el sujetador. El nazi, que ya había alzado un brazo para golpearla, quedó paralizado durante un instante al ver aquello, entre la furia y la excitación. Aquella mirada cubrió de miedo el corazón de la joven.
– ¡Alys!
Ella miró hacia la entrada del callejón.
Paul estaba allí, en un estado lamentable, pero era él. A pesar del frío no llevaba más que un jersey. Respiraba agitadamente y se apretaba el costado, que le dolía por la carrera a través de la ciudad. Media hora antes pretendía entrar a la Burgerbräukeller por la puerta delantera, pero ni siquiera había conseguido pasar del Ludwigsbrücke, ya que los nazis habían cortado la calle con una barricada y un puesto de ametralladoras.
Tuvo que dar un largo rodeo intentando localizar una forma de entrar. Buscó policías, ejército, alguien que estuviese dando una respuesta a lo que estaba pasando en la cervecería, pero todo lo que encontró fueron ciudadanos que aplaudían o abucheaban a los golpistas desde una distancia prudencial.
Tras cruzar a la otra orilla por el Maximiliansbrücke, comenzó a preguntar a la gente que encontraba por la calle. Finalmente alguien le habló del callejón que daba a las cocinas, y Paul corrió hacia él, rezando por llegar antes de que fuese demasiado tarde.
Su sorpresa fue tan grande cuando vio a Alys en el exterior, forcejeando con aquel hombre, que en lugar de atacarle por sorpresa anunció su llegada como un idiota. Cuando el otro sacó la pistola, a Paul no le quedó otro remedio que lanzarse hacia delante. Impactó con el hombro en el estómago del nazi, derribándolo.
Ambos rodaron por el suelo, forcejeando por el arma. El otro era más fuerte que Paul, que por añadidura estaba absolutamente rendido por los acontecimientos de las últimas horas. La desigual pelea duró menos de cinco segundos, al cabo de los cuales el otro empujó a Paul, se puso de rodillas y le apuntó con la pistola.
En ese momento Alys, que había agarrado de nuevo la tapa metálica del cubo, aprovechó la oportunidad y, sosteniendo la tapa con ambas manos, le golpeó con rabia. El impacto resonó por el callejón como el chasquido de los platillos de una orquesta, y el nazi puso los ojos en blanco, pero no cayó. Alys volvió a golpearle hasta que finalmente se desplomó hacia delante y aterrizó sobre la cara.
Paul se levantó y corrió a abrazarla, pero ella le apartó y se acuclilló en el suelo.
– ¿Qué diablos te pasa? ¿Estás bien?
Alys se levantó, enfurecida. Tenía en las manos los restos de la cámara, completamente destrozada. Durante su forcejeo con el nazi la habían aplastado.
– Mira.
– Está rota. No te preocupes, compraremos una mejor.
– ¡No lo entiendes! ¡Había hecho fotos ahí dentro!
– Alys, ahora no hay tiempo para eso. Tenemos que irnos antes de que sus amigos vengan a buscarle.
Intentó coger a la joven de la mano, pero ésta la retiró y corrió delante de él hacia el norte.
No miraron hacia atrás hasta estar suficientemente lejos de la Burgerbräukeller. No había nadie a la vista. Se detuvieron finalmente al pie de la iglesia de Saint Johannes, cuyo impresionante pináculo apuntaba al cielo nocturno como un dedo acusador. Paul condujo a Alys hasta el arco sobre la puerta principal para que pudiera resguardarse del frío.
– Dios santo, Alys, no sabes el miedo que he pasado -dijo, besándola en la boca. Ella le devolvió el beso sin demasiado empeño.
– ¿Qué sucede?
– Nada.
– No lo parece -dijo Paul, irritado.
– Te he dicho que no es nada.
Paul apartó la vista y decidió no continuar. Cuando Alys estaba de ese humor, intentar sacarla de él era como salir de arenas movedizas: cuanto más te esforzabas más te hundías.
– ¿Estás bien? ¿Te han herido o… algo?
Ella negó con la cabeza. Fue entonces cuando se fijó por primera vez en cómo estaba Paul. Su camisa manchada de sangre, su rostro lleno de hollín, sus ojos enrojecidos.
– ¿Qué te ha pasado, Paul?
– Mi madre ha muerto -respondió él, bajando la cabeza.
Mientras Paul le iba relatando los sucesos de aquella noche, Alys fue sintiendo lástima por él y vergüenza por la dureza con la que le había tratado. En más de una ocasión abrió la boca para pedirle perdón, pero ella no había creído nunca en el significado de esa palabra. Un descreimiento alimentado por su poderoso orgullo.
Cuando él mencionó las palabras finales de su madre, Alys quedó atónita. No comprendía cómo el brutal y vicioso Jürgen podía ser hermano de Paul, aunque al mismo tiempo no le sorprendía. Había un lado oscuro en Paul que flameaba en determinadas ocasiones tras sus ojos, como un repentino viento de otoño que sacudiese las cortinas de una casa bien caldeada. Del mismo modo, y aunque hubiera muerto antes de confesarlo en voz alta, el día que le conoció en la fiesta había percibido algo en la fogosidad animal de Jürgen que había agitado los sueños de la joven, no precisamente con el asco que le producía a su mente racional.
Cuando Paul describió el allanamiento de la casa de empeños y cómo tuvo que golpear a Metzger para que hablara, Alys comenzó a sentir un gran miedo por él. Todo lo que rodeaba a aquel asunto se le antojaba insoportable, y quería alejarle cuanto antes de ello antes de que acabase devorándole por completo.
Paul concluyó el relato con la posterior carrera a la cervecería.
– Y eso es todo.
– Supongo que es más que suficiente.
– ¿Qué quieres decir?
– No pensarás seriamente seguir escarbando en este tema, ¿verdad? Está claro que ahí fuera hay alguien que está dispuesto a todo para silenciar la verdad.
– En realidad eso es una razón muy buena para seguir. Es una prueba de que hay alguien tras el asesinato de mi padre.
Hizo una breve pausa.
– De mis padres.
Paul no lloró. Después de lo acontecido, su cuerpo le pedía llorar, su alma lo necesitaba y su corazón rebosaba de lágrimas. El joven se las guardó dentro, formando una pequeña coraza alrededor, tal vez por un ridículo sentido de la hombría que no le permitía mostrar sus sentimientos delante de la mujer que amaba. Ése tal vez fue el detonante de lo que sucedió instantes después.
– Paul, debes abandonar -dijo Alys, cada vez más asustada.
– No pienso hacerlo.
– Pero no tienes ninguna prueba. Ninguna pista.
– Tengo un nombre, Clovis Nagel. Tengo un lugar, África del Suroeste.
– África del Suroeste es muy grande.
– Empezaré por Windhoek. Allí un blanco no debe de ser muy difícil de encontrar.
– África del Suroeste es muy grande… y está muy lejos -repitió Alys, con una entonación bien distinta.
– Tengo que hacerlo. Me marcharé en el primer barco.
– ¡Así, sin más!
– Sí, Alys. ¿No has escuchado nada de lo que te he contado desde que nos conocemos? ¿Lo importante que es para mí saber lo que sucedió hace diecinueve años? Y ahora… ahora esto.
Por un momento, Alys se planteó retenerle. Explicarle cuánto le iba a echar de menos, cuánto le necesitaba. Cuánto se había enamorado de él. Pero el orgullo le lastraba la lengua. Igual que le impedía contarle a Paul la verdad de su extraño comportamiento de los últimos días.
– Pues entonces vete, Paul. Haz lo que tengas que hacer.
El joven la miró desconcertado. El gélido tono de su voz le hizo sentir por un momento que le arrancaban el corazón y lo enterraban en la nieve.
– Alys…
– Pero vete ahora mismo. Márchate ya.
– Alys, ¡por favor!
– Que te marches, te digo.
Paul parecía a punto de llorar, y ella rezó por que lo hiciese, por que quebrase su decisión y le dijese que la amaba y que su amor le importaba más que una búsqueda que no le había traído más que dolor y muerte. Puede que el joven estuviese esperando algo similar, o puede que sólo intentase grabar en su memoria el rostro de Alys. Durante largos y amargos años ella iba a maldecirse por la soberbia que se apoderó de ella, igual que Paul se culparía por no haber regresado en tranvía a la pensión mientras su madre era apuñalada.
O por haberse dado la vuelta y echar a andar calle abajo.
– ¿Sabes qué? Me alegro. Así no volverás a irrumpir en mis sueños pisoteándolo todo -dijo Alys, arrojando a sus pies los pedazos destrozados de la cámara, a los que se había aferrado hasta aquel instante-. Desde que te conozco sólo me han pasado cosas malas. Te quiero fuera de mi vida, Paul.
Paul se detuvo un instante, y sin volverse dijo.
– Así será.
Y luego siguió caminando.
Alys se quedó en la puerta de la iglesia durante varios minutos, en los que mantuvo una batalla silenciosa contra las lágrimas que acabó perdiendo, como era inevitable. De pronto de la oscuridad de la calle surgió una figura, por el mismo sitio por el que se había marchado Paul. Alys intentó recobrarse y poner una sonrisa en su cara.
Vuelve. Se ha dado cuenta, y vuelve, pensó, dando un paso hacia la figura.
Cuando estuvo más cerca, las farolas revelaron que quien se acercaba era un hombre vestido con gabardina y sombrero grises. Demasiado tarde, Alys se dio cuenta de que era uno de los hombres que la había seguido aquella tarde y a los que creía haber dado esquinazo en el tranvía.
Se volvió para echar a correr, pero al hacerlo vio a su compañero, que había rodeado la esquina y estaba a menos de tres metros de ella. Trató de escapar, pero ambos se echaron encima y la sujetaron por la cintura.
– Su padre la está buscando, señorita Tannenbaum.
Alys forcejeó en vano. No tenía nada que hacer.
Un coche surgió de una calle cercana y uno de los gorilas de su padre abrió la puerta. El otro la obligó a acercarse e intentó forzarle a que agachase la cabeza.
– Será mejor que me tratéis con cuidado, imbéciles -dijo Alys, mirándole con desprecio-. Estoy embarazada.
Elizabeth Bay, 28 de agosto de 1933
Querida Alys:
He perdido ya la cuenta de las veces que te he escrito. A razón de una al mes, deben de ser ya más de cien, todas sin respuesta.
Desconozco si te llegan y has decidido olvidarme. O tal vez te has mudado sin dejar dirección. Ésta irá dirigida a casa de tu padre, a donde escribo de vez en cuando, incluso a sabiendas de que es una tarea inútil. Tengo la esperanza de que alguna de ellas esquive la censura de tu padre. De todas maneras, seguiré escribiéndote. Estas cartas se han convertido en el único contacto con mi vida anterior.
Quiero empezar, como siempre, pidiéndote perdón por la manera en la que me marché. He rememorado aquella noche de hace diez años muchas veces, y sé que no debí haber actuado como lo hice. Siento haber roto tus sueños en pedazos. Cada día he rezado para que pudieses cumplir tu sueño de ser reportera y espero que en estos años lo hayas conseguido.
La vida en las colonias no es sencilla. Desde que Alemania perdió el control sobre estas tierras, Sudáfrica ejerce un mandato sobre el antiguo territorio alemán. No somos bienvenidos en esta tierra, aunque se nos tolera.
No hay muchos empleos. Yo trabajo en granjas y en las minas de diamantes durante varias semanas para poder ganarme la vida. Cuando ahorro algo de dinero recorro el país en busca de Clovis Nagel. No es una tarea fácil. He encontrado huellas de su paso en los pueblos de la cuenca del Orange. En una ocasión estuve en una prospección minera que él acababa de abandonar. Le perdí por unos minutos.
También seguí un indicio que me condujo hacia el norte, a la península de Waterberg. Allí conocí una tribu extraña y orgullosa, llamada herero. Pasé unos meses con ellos, y me enseñaron a cazar y recolectar en el desierto. Caí enfermo de fiebres, y estuve débil mucho tiempo, pero ellos me cuidaron. He aprendido mucho de esta gente, más allá de las habilidades físicas. Son un pueblo excepcional. Viven al borde de la muerte cada día, en una lucha constante por encontrar agua y adaptar su vida ante el empuje de los blancos.
Se termina el papel, el último de esta remesa que compré a un vendedor ambulante en el camino de Swakopsmund. Mañana parto de nuevo hacia allí, en busca de nuevas pistas. Voy a pie, pues se me acabó el dinero, con lo que la búsqueda tendrá que ser breve. Lo más duro de esta tierra, aparte de la falta de noticias tuyas, es el tiempo que tengo que emplear en ganarme la vida. He estado a punto de claudicar muchas veces. Sin embargo, no pienso rendirme. Antes o después le encontraré.
Pienso en ti, en lo que habrá sucedido en estos diez años. Ojalá estés bien y seas feliz. Si te decides a escribirme, hazlo a la oficina de correos de Windhoek. La dirección está en el sobre.
Una vez más, perdóname.
Te quiere,
Paul