Estrecho de Gibraltar,
12 de marzo de 1940
Paul comenzó a preocuparse cuando las olas golpearon el improvisado bote. La travesía no debía ser difícil, apenas unas pocas millas en un mar en calma, protegidos por la noche.
Luego todo se había complicado.
Nada había sido demasiado normal en los últimos años, desde luego. Habían escapado de Alemania a través de la frontera con Austria sin demasiados contratiempos, y alcanzado África del Suroeste a principios de 1935.
Aquella fue una época de comienzos. Alys comenzaba a recuperar la sonrisa, a ser la mujer fuerte y cabezota que siempre había sido. Julian tenía un miedo tremendo a la oscuridad, que poco a poco comenzaba a remitir. Y Manfred comenzaba a llevarse muy bien con su cuñado, sobre todo porque éste se dejaba ganar al ajedrez.
La búsqueda del tesoro de Hans Reiner fue más compleja de lo que podía parecer. Paul volvió a su trabajo en una mina de diamantes durante varios meses, esta vez acompañado por Manfred, que gracias a su título de ingeniero se convirtió en jefe de Paul. Alys por su parte no tardó en convertirse en la fotógrafa oficiosa de cualquier acontecimiento social del mandato.
Entre todos ahorraron suficiente dinero para comprar una pequeña granja en la cuenca del Orange, la misma en la que Hans y Nagel habían robado los diamantes treinta y dos años atrás. La propiedad había cambiado varias veces de manos en las últimas tres décadas, y muchos decían que estaba maldita. Varias voces se alzaron para avisar a Paul de que estaría derrochando su dinero si compraba aquel lugar.
– No soy supersticioso -dijo Paul-. Y tengo el presentimiento de que podría cambiar mi suerte.
Fueron discretos. Dejaron pasar varios meses antes de ir a buscar los diamantes. Lo hicieron los cuatro juntos una noche de luna llena, en el verano de 1936. Conocían perfectamente los terrenos colindantes tras haberlos recorrido domingo tras domingo armados con cestas de picnic, fingiendo ir de excursión.
El mapa de Hans era sorprendentemente preciso, como cabría esperar de alguien que había pasado media vida inclinado sobre cartas de navegación. Dibujaba una cañada y el curso de un arroyo, y en la intersección de ambos una roca con forma de punta de flecha. A treinta pasos al norte desde la roca, cavaron. La tierra era blanda, y no tardaron mucho en encontrar el cofre. Manfred dio un ligero resoplido cuando lo abrieron y vieron las bastas piedras a la luz de las linternas. Julian se había puesto a jugar con ellas, y Alys bailó con Paul, sin más música que la de los grillos de la cañada, un animado fox-trot.
Tres meses más tarde celebraban su boda en la iglesia del pueblo. Seis meses después Paul se presentó en la oficina de tasación gemológica de la mina y dijo que había encontrado un par de piedras en el arroyo de su propiedad. Llevó algunas de las más pequeñas y se quedó mirando al tasador con el alma en vilo mientras éste las examinaba al trasluz, las rascaba sobre fieltro, se atusaba los bigotes, y todos esos sortilegios añadidos e innecesarios que los expertos en un campo realizan para darse importancia.
– Son de bastante buena calidad. Yo que tú me compraba una criba y empezaba a remover esas aguas, muchacho. Te compro todo lo que me traigas.
Estuvieron «sacando» diamantes del arroyo durante dos años. En la primavera de 1939, Alys intuyó que la situación en Europa se estaba poniendo demasiado fea.
– Los sudafricanos están del lado de los ingleses. Dentro de poco seremos personas non gratas en las colonias.
Paul comprendió que era hora de partir. Vendieron un lote de piedras más grande de lo normal -tanto que el tasador tuvo que llamar al administrador de la mina para que le enviase efectivo- y una noche abandonaron la granja sin despedirse de nadie, sin nada más que unos pocos efectos personales y cinco caballos.
Habían tomado una decisión importante sobre lo que hacer con el dinero de los diamantes. Se dirigieron al norte, hasta la península de Waterberg. Allí malvivían los supervivientes de los herero, aquellos a los que su padre había contribuido a exterminar, aquellos con los que Paul había convivido largas temporadas durante su primera estancia en África del Suroeste. Cuando Paul volvió a entrar en el poblado, el brujo de la tribu le recibió con un cántico de bienvenida.
– Ha vuelto Paul Mahaleba, Paul el cazador blanco -decía agitando su varita emplumada- ¡Alegraos!
Paul fue derecho a hablar con el jefe de la tribu y le entregó una enorme cartera que contenía las tres cuartas partes de lo que habían conseguido con la venta de los diamantes.
– Esto es para los herero. Para devolver la dignidad a vuestra gente.
– Eres tú quien recupera así la dignidad, Paul Mahaleba -replicó el brujo de la tribu-. Los herero nunca la perdieron. Pero tu regalo será bienvenido entre nuestro pueblo.
Paul asintió con humildad ante la sabiduría de aquellas palabras.
Pasaron en el poblado varios meses maravillosos, ayudando en lo que podían a la reconstrucción de lo que antaño había sido. Hasta que un día Alys escuchó noticias terribles de uno de los vendedores ambulantes que pasaba cada cierto tiempo por Windhoek.
– La guerra en Europa ha empezado.
– Nosotros ya hemos hecho aquí suficiente -dijo Paul, pensativo, mirando a su hijo-. Es hora de pensar en Julian. Tiene ya quince años, y necesita una vida normal, en un lugar con futuro.
Así comenzaron la larga peregrinación hacia el otro lado del Atlántico. Primero hasta Mauritania en barco, luego hasta el Marruecos francés, del que habían tenido que escapar de aquella manera extraña con destino a Portugal cuando las fronteras se habían cerrado para todo aquel que no tuviera visado. Una formalidad que no era muy factible para una judía sin papeles y para alguien oficialmente muerto que no tenía más identificación que una vieja célula de identidad de un desaparecido oficial de las SS.
Tras hablar con varios refugiados, Paul decidió intentar el cruce del Estrecho desde un lugar a las afueras de Tánger.
– No será difícil. Las condiciones son buenas, y son sólo trece millas.
Pero al mar le encanta contradecir las palabras necias de los hombres confiados, y aquella noche se levantó una tormenta repentina. Lucharon contra ella durante largo rato, y Paul llegó al extremo de atar a toda su familia con cuerdas a la patera, para que las olas no les arrancaran de la patética embarcación comprada a precio de oro a un mafioso tangerino.
De no haber aparecido providencialmente aquella patrulla española, los cuatro hubieran muerto sin remedio.
Irónicamente, Paul pasó aún más miedo en la bodega de la embarcación que durante el espectacular abordaje, en el que estuvo colgado del costado de la patrullera durante segundos interminables. Una vez a bordo, todos temieron que les llevasen a Cádiz, algo que podría dar de nuevo con sus huesos en Alemania. Paul se maldijo por su imprudencia de no haber intentado aprender siquiera algunas palabras en español.
Su plan había sido alcanzar una playa al este de Tarifa, donde supuestamente estaría esperándoles un contacto del mafioso que les había vendido la embarcación, quien les cruzaría hasta Portugal en una camioneta. Pero nunca tuvieron ocasión de comprobarlo.
Paul pasó muchas horas en la bodega intentando hallar una solución. Rozó con sus dedos un bolsillo oculto de la camisa, donde escondía una docena de los diamantes más grandes, los últimos de Hans Reiner. Tanto Alys, como Manfred como Julian tenían en sus ropas un alijo similar. Tal vez si sobornasen a la tripulación con un puñado de ellos…
Su sorpresa fue grande cuando el capitán español les sacó de la bodega en plena noche, les dio una barca y les indicó por señas dónde estaba la costa de Portugal.
A la luz del fanal que iluminaba la cubierta, Paul se quedó mirando el rostro de aquel hombre, que debía tener su misma edad. La misma edad que tenía su padre cuando murió, la misma profesión. Paul se preguntó cómo habrían sido las cosas en su vida si su padre no hubiese sido un asesino, si él no hubiera empleado la mayor parte de su juventud buscado a quienes le mataron.
Se metió la mano entre las ropas y sacó el único recuerdo que le quedaba de aquella época. El fruto del lado malvado de Hans, el emblema de la traición de su hermano.
Tal vez para Jürgen las cosas habrían sido diferentes si su padre hubiese sido un hombre honrado, pensó.
Se preguntó cómo podría hacérselo entender a aquel hombre. Le colocó el emblema en la mano y luego repitió dos palabras sencillas.
– Traición -dijo tocándose el pecho con el dedo índice-. Salvación -dijo tocando el pecho del español.
Tal vez algún día el capitán encontrase a alguien que le explicase lo que significaban.
Subió a la barca de un salto, y se puso a remar con los demás. A los pocos minutos escucharon el rumor del agua en las riberas del río, y el leve roce de la barca contra las piedras del fondo.
Estaban en Portugal.
Miró alrededor antes de bajar de la embarcación para asegurarse de que no había peligro, pero no pudo encontrar ninguno.
Es curioso, pensó Paul. Desde que me arranqué el ojo tengo que girar la cabeza constantemente para ver bien lo que sucede a mi alrededor.
Y sin embargo ahora lo veo todo mucho más claro.
Santiago de Compostela, junio de 2008