Donde el entendimiento no ve más allá de uno mismo
El símbolo del profano es la mano tendida, abierta, solitaria pero capaz de aferrarse al conocimiento.
Había sangre en las escaleras del palacete de los Schroeder.
Paul Reiner se estremeció al verla. No era la primera sangre que veía, por supuesto. Entre primeros de abril y mayo de 1919, todos los habitantes de Munich habían vivido, concentrado en apenas treinta días, todo el horror que no habían sentido en cuatro años de guerra. En los meses inciertos entre el fin del Imperio y la proclamación de la República de Weimar, numerosos grupos intentaron imponer sus intereses. Los comunistas habían tomado la ciudad y declarado Baviera una república soviética. Los saqueos y los asesinatos habían aumentado a medida que los Freikorps acortaban el trecho entre Berlín y Munich. Los rebeldes, conscientes de que les quedaba poco tiempo, se dieron prisa en llevarse por delante a cuantos enemigos políticos pudieron. Civiles ejecutados en plena noche, sobre todo.
Así que Paul había visto ya rastros de sangre, pero ninguno en la puerta de la casa donde vivía. Y éste, aunque pequeño, se metía por debajo del quicio de la gran puerta de roble.
Con suerte Jürgen se habrá caído de boca y se habrá roto todos los dientes, pensó Paul. Tal vez así me dejase en paz unos días. Meneó la cabeza con tristeza. No sería tan afortunado.
Tenía tan sólo quince años, pero una sombra de amargura le cubría el corazón, como las nubes aquel perezoso sol de mediados de mayo. Apenas media hora antes, Paul remoloneaba entre los arbustos del Englischer Garten, contento de haber vuelto al colegio una vez terminada la revolución, no por las clases. Paul iba siempre por delante de sus compañeros, e incluso del profesor Wirth, que le aburría soberanamente. Paul leía todo lo que caía en sus manos y lo absorbía como un borracho la bebida en día de cobro. Fingía atender en el aula y siempre era el primero.
Paul no tenía amigos, por más que se esforzara en acercarse al resto. A pesar de todo disfrutaba del colegio porque las horas de clase eran horas sin Jürgen, que iba a una academia donde los suelos no eran de linóleo y los pupitres no tenían los bordes desportillados.
Siempre regresaba a casa dando un rodeo por el Garten, el parque más grande de Europa, que aquella tarde aparecía casi desierto, sin tan siquiera los sempiternos guardas de chaqueta roja dispuestos a reñirle cada vez que abandonaba el camino de tierra. Paul aprovechó la circunstancia y se quitó los raídos zapatos. Le gustaba pisar la hierba con los pies descalzos, y mientras caminaba se agachaba distraído y recogía alguno de los miles de panfletos amarillos que los aviones del Freikorps habían arrojado sobre Munich la semana anterior, exigiendo la rendición incondicional a los comunistas. Los iba arrojando en las papeleras. De buena gana se hubiera quedado a limpiar todo el parque, pero aquel día era jueves, y tenía que encerar los suelos del cuarto piso del palacete, una tarea que le llevaría hasta la cena.
Si por lo menos él no estuviera…, pensaba Paul. La última vez me encerró en el cuarto de las escobas y volcó un cubo de agua sucia sobre el mármol. Suerte que mamá me oyó gritar y me sacó antes de que Brunhilda se enterase.
Paul quería recordar un tiempo en que su primo no se había comportado de aquel modo. Años atrás, cuando ambos eran muy pequeños y Eduard los traía al Garten de la mano, Jürgen le sonreía. Era un recuerdo fugaz y breve, casi el único hermoso que le quedaba de él. Luego vino la Gran Guerra, con sus orquestas y sus desfiles. Allá se marchó Eduard, agitando la mano y sonriendo mientras el camión que lo llevaba iba cada vez más deprisa y Paul corría junto a él deseando marchar al frente con su primo mayor, estar sentado a su lado y lucir aquel impresionante uniforme.
Para Paul, la guerra había consistido en las noticias que leía cada mañana en la pared de la comisaría camino del colegio a lo largo de cuatro cursos, muchas veces abriéndose paso entre una maraña de piernas, algo que nunca le había costado trabajo porque era delgado como un cuchillo. Allí leía complacido los avances del Ejército del Káiser, que cada día tomaba miles de prisioneros, ocupaba ciudades, y expandía las fronteras del Imperio. Luego en clase dibujaba un mapa de Europa y se entretenía en imaginar cuál sería la siguiente gran batalla, y si en ella estaría Eduard. De pronto, y sin que nadie lo advirtiese, las «victorias» comenzaron a producirse cada vez más cerca de casa, y los partes de guerra anunciaban casi siempre «regreso a las posiciones de seguridad previstas inicialmente». Hasta que un día un enorme cartel proclamó que Alemania había perdido la guerra. Debajo había una lista de lo que tenía que pagar por ello, y era muy larga.
Leyendo aquella lista y aquel cartel, Paul se había sentido engañado y estafado. De pronto ya no hubo un colchón de fantasía que mitigase el dolor por las cada vez más frecuentes palizas de Jürgen. La gloriosa guerra no iba a esperar a que Paul creciese y fuese a reunirse con Eduard en el frente.
Y por cierto, no es gloriosa en absoluto.
Paul se quedó mirando la sangre de la entrada durante unos instantes. Descartó mentalmente que la revolución hubiera empezado de nuevo. Había pelotones de Freikorps patrullando por todo Munich. El charco sin embargo parecía fresco, una anomalía minúscula sobre la gran escalinata de piedra, en cada uno de cuyos escalones cabían dos hombres acostados a lo largo.
Será mejor que me dé prisa. Si vuelvo a llegar tarde tía Brunhilda me matará.
Se debatió un poco más entre el miedo a lo desconocido y a su tía, y este último prevaleció. Sacó del bolsillo la pequeña llave de la puerta de servicio y entró al palacete. Dentro todo parecía estar en calma. Se encaminaba hacia la escalera cuando oyó tensas voces procedentes de la zona noble de la casa.
– Se resbaló mientras subíamos, señora. No es fácil agarrarlo, y nosotros estamos muy débiles. Las heridas no paran de abrírsele desde hace meses.
– Estúpidos incompetentes. No me extraña que perdiésemos la guerra.
Paul cruzó el recibidor intentando hacer el menor ruido posible. La mancha alargada de sangre que se colaba por debajo de la puerta se había convertido en un goteo espaciado en dirección al salón más grande del palacete. Dentro, su tía Brunhilda se encontraba junto a dos soldados encorvados sobre un sofá. Se frotaba las manos con fuerza hasta que se dio cuenta de ello y las ocultó entre los pliegues de su vestido. Incluso parapetado tras la jamba de la puerta, Paul no pudo evitar encogerse de miedo viendo así a su tía. Los párpados se habían convertido en finas rayas grises, la boca que normalmente apenas revelaba la edad de su dueña estaba retorcida en un signo de interrogación, la voz autoritaria vibraba por la ira.
– Miren cómo está poniendo la tapicería. ¡Mariis!
– Baronesa -dijo la criada, adelantándose y entrando en el campo de visión de Paul.
– Busque una manta, deprisa. Llame al jardinero, habrá que quemar sus ropas, están llenas de piojos. Y que alguien avise al barón.
– ¿Y al señorito Jürgen, señora baronesa?
– ¡No! A él menos que a nadie, ¿me has comprendido? ¿Ha vuelto del colegio?
– Hoy tiene esgrima, señora baronesa.
– Estará aquí enseguida. Quiero que este desastre esté arreglado antes de que vuelva -dijo Brunhilda-. ¡Vete!
La criada pasó junto a Paul en un revoloteo de mandil y faldas, pero éste no se movió, porque acababa de atisbar entre las piernas de los soldados la cara de Eduard. El corazón comenzó a latirle más deprisa. Así que era él a quien habían traído los soldados y a quien habían acostado sobre el sofá.
Dios santo. La sangre es suya.
– ¿Quién es el responsable de esto?
– Una bala de mortero, señora.
– Eso ya me lo han dicho. Pregunto por qué me han traído a mi hijo ahora, y en este estado. ¡Siete meses desde que acabó la guerra sin noticias de él! ¿Sabe usted quién es su padre?
– Un barón, ya lo he oído. Y aquí Ludwig es albañil, y yo mozo de almacén. Pero a la metralla le dan igual los títulos, señora. Y el camino desde Turquía ha sido muy largo. Suerte tiene usted de que haya regresado, que mi hermano no lo hizo.
El rostro de Brunhilda se puso lívido.
– Márchense -dijo con un hilo de voz.
– Muy bonito, señora. Le devolvemos a su hijo y nos echa a la calle, sin ni siquiera un vaso de cerveza.
Puede que un destello de remordimiento atravesase el rostro de Brunhilda, pero quedó anegado por la furia. Incapaz de hablar, levantó un dedo crispado señalando la puerta.
– Menuda mierda de nobleza -dijo uno de los soldados, escupiendo en la alfombra.
Se dieron la vuelta, las cabezas gachas y los pies a rastras. En los ojos hundidos llevaban cansancio y hastío, pero no sorpresa. Paul se dijo que pocas cosas podrían asombrar ya a aquellos hombres. Y cuando ambos, con sus amplios capotes grisáceos, dejaron de bloquear su visión, Paul comprendió al fin la escena.
Eduard, primogénito del barón von Schroeder, yacía desvanecido sobre el sofá en un ángulo extraño. El brazo izquierdo se apoyaba sobre unos cojines. Donde debería haber estado el derecho había un doblez mal cosido en la chaqueta. Donde deberían estar sus piernas, dos muñones de vendas sucias, uno de ellos rezumando sangre. Los cortes del cirujano habían sido desiguales, uno por encima de la rodilla izquierda y otro justo por debajo de la derecha.
Mutilación asimétrica, pensó Paul, recordando de manera extraña su clase de historia del arte de aquella mañana, y al profesor hablando de la Venus de Milo. Y se dio cuenta de que estaba llorando.
Al escuchar el sollozo, Brunhilda alzó la cabeza y se dirigió hacia Paul a toda velocidad. La mirada de desdén y desprecio que solía dedicarle habitualmente había dejado paso a una de odio y vergüenza. Por un momento, Paul creyó que iba a pegarle y se echó hacia atrás, cayendo al suelo de espaldas mientras se cubría la cara con los brazos. Se oyó un tremendo golpe.
Las puertas del salón se habían cerrado.
Aquel mismo día, una semana después de que el gobierno declarase segura la ciudad de Munich y empezase a enterrar a los más de mil doscientos comunistas muertos, hubo otros hijos que regresaron a casa.
Al contrario que la de Eduard von Schroeder, esta vuelta había sido minuciosamente preparada. Para Alys y Manfred Tannenbaum, el viaje de regreso comenzó en el Macedonia desde New Jersey hasta Hamburgo. Luego, en un lujoso compartimiento de primera clase, en un tren hasta Berlín, donde encontraron un telegrama de su padre ordenándoles que se alojaran en el Esplanade hasta nuevo aviso. Esto significó para Manfred la coincidencia más feliz de sus diez años de vida, ya que en la habitación de al lado se alojaba Charlie Chaplin. El actor regaló al niño uno de sus famosos bastones de bambú e incluso acompañó a él y a su hermana hasta el taxi el día en que por fin llegó el telegrama de su padre diciendo que ya era seguro realizar la última etapa del viaje.
Así, el 13 de mayo de 1919, más de cinco años después de que su padre les enviara a Estados Unidos para alejarlos de la inminente guerra, los hijos del industrial judío más importante de Alemania pusieron el pie en el andén 3 de la estación de Hauptbahnhof.
Ya desde aquel instante, Alys supo que aquello no iba a salir bien.
– Dese prisa con eso, ¿quiere, Doris? Déjelo, lo llevaré yo misma -dijo arrebatando un sombrerero de manos de la criada a la que su padre había enviado para recogerles y colocándolo en lo alto del carrito. Se lo había quitado a uno de los mozos de la estación que revoloteaban alrededor de ella como moscones intentando hacerse cargo de las maletas. Alys los espantó a todos. No soportaba que intentaran controlarla, o aún peor, que la juzgaran incapaz de algo.
– ¡Te echo una carrera, Alys! -dijo Manfred echando a correr. El niño no tenía los mismos reparos que su hermana, y se limitaba a empuñar su inseparable bastón.
– ¡Espera y verás, renacuajo! -gritó Alys empujando el carrito-. No se retrase, Doris.
– Señorita, su padre no aprobaría que llevase usted los bultos. Haga el favor… -dijo la criada, intentando inútilmente seguir el paso a la joven mientras lanzaba reprobadoras miradas a los mozos, que no paraban de darse pícaros codazos señalando a Alys.
Aquel era precisamente el problema de la joven con su padre: tenía programado cada instante de su vida. Josef Tannenbaum era de carne y hueso, pero la madre de Alys siempre decía que parecía tener engranajes y muelles en lugar de órganos.
– Puedes poner en hora el reloj con tu padre, cariño -le susurraba al oído, y las dos se reían. Bajito, porque al señor Tannenbaum no le gustaban las bromas.
Luego la gripe se llevó por delante a su madre en diciembre de 1913. Alys no salió de su asombro y su tristeza hasta que se vio junto a su hermano camino de Columbus, Ohio, cuatro meses más tarde. Se alojaron con los Bush, una familia episcopaliana de clase media alta. Su patriarca, Samuel, era el director general de la Buckeye Steel Castings, una fundición que hacía lucrativos tratos con Josef Tannenbaum. En 1914 Samuel Bush fue nombrado responsable gubernamental de Armamento y Municiones, y los productos que adquiría al padre de Alys tomaron una forma distinta. En concreto, la de millones de balas que viajaron a través del Atlántico. En cajas en dirección oeste mientras Estados Unidos fue neutral y en las cartucheras de los soldados en dirección este en 1917, cuando el presidente Wilson decidió repartir democracia por Europa.
En 1918, Bush y Tannenbaum se escribieron amables cartas lamentando que «por inconveniencias políticas» sus negocios tuvieran que cesar temporalmente. Se reanudaron quince meses después, coincidiendo con el regreso de los jóvenes Tannenbaum a Alemania.
El día que se recibió la carta en la que Josef les reclamaba, Alys creyó morirse. Sólo una chica de quince años, enamorada en secreto de uno de los hijos de la familia que la ha acogido y que descubre que ha de marcharse para siempre, puede creer tan firmemente que su vida se termina.
Prescott, lloraba ella en el camarote de vuelta. Si tan sólo hubiera hablado con él un poco más… Si le hubiese hecho más caso cuando volvió de Yale para su cumpleaños, en lugar de hacerme la interesante como todas en aquella fiesta…
Alys sobrevivió, contra su pronóstico, y juró sobre las empapadas almohadas del camarote que nunca más sufriría por un hombre. A partir de aquel instante tomaría ella las decisiones sobre su vida, sin importarle el qué dirán. Y el de su padre menos que nadie.
Buscaré un trabajo. No, papá nunca lo permitiría. Será mejor que le pida que me dé un empleo en una de las fábricas, sólo hasta que haya ahorrado bastante para un pasaje de vuelta a Estados Unidos. En cuando ponga los pies en Ohio agarraré a Prescott por el cuello y apretaré hasta que me pida que me case con él. Eso es lo que haré y nada podrá impedírmelo.
Sin embargo, cuando el Mercedes se detuvo en Prinzregentenplatz, la resolución de Alys se había desinflado como un globo de dos peniques. La joven respiraba entrecortadamente y apenas prestaba atención a los nerviosos saltos de su hermano en el asiento. Le parecía increíble haber traído con ella su decisión a lo largo de cuatro mil kilómetros -desde la mitad del Atlántico- y dejar que se hundiera en los escasos cuatro mil metros que había desde la estación hasta el lujoso edificio. Un portero con librea le abrió la portezuela y cuando Alys quiso darse cuenta ya subían en el ascensor.
– ¿Crees que papá habrá preparado una fiesta, Alys? ¡Me muero de hambre!
– Su padre ha estado muy ocupado últimamente, señorito Manfred. Pero yo misma me encargué de comprar pasteles de crema para la merienda.
– Gracias, Doris -musitó Alys, mientras el ascensor se detenía con un chasquido metálico.
– Se me va a hacer raro vivir en un piso después de la casa de Columbus. Sólo espero que no hayan tocado nada de mi habitación -dijo Manfred.
– Y si lo han hecho no te vas a acordar, enano -respondió su hermana, olvidando el temor del reencuentro con el padre por un momento y rascando cariñosamente la cabeza de Manfred.
– No me llames enano. Y me acuerdo de todo perfetamente.
– Perfectamente.
– Eso he dicho, perfetamente. Tenía la pared pintada con barcos de color azul. Y había un chimpancé que tocaba los platillos a los pies de la cama. Papá no me dejó llevármelo porque dijo que le rompería la cabeza al señor Bush. ¡Voy a buscarlo! -gritó escurriéndose entre las piernas del mayordomo en cuanto se abrió la puerta.
– ¡Espere señorito Manfred! -gritó la criada inútilmente. El niño ya corría pasillo adelante.
La residencia de los Tannenbaum ocupaba la última planta, un piso de nueve habitaciones y más de trescientos veinte metros cuadrados, ridícula en comparación con la casa en la que los hermanos habían vivido en Estados Unidos, pero que para Alys cobraba una dimensión completamente diferente. Ella no era mucho mayor que Manfred cuando se marchó en 1914, y de alguna manera volvía a verlo todo con aquella perspectiva, como si hubiera encogido treinta centímetros.
– ¿… señorita?
– Perdone, Doris. ¿Qué me decía?
– El señor la recibirá en su despacho. Tenía una visita, pero creo que ya se marcha.
Alguien se acercaba por el pasillo. Un hombre alto y robusto, enfundado en una elegante levita negra, a quien Alys no reconoció. Tras él iba el señor Tannenbaum. Cuando llegaron al recibidor, el de la levita se detuvo -tan bruscamente que el padre de Alys casi chocó con él- y se quedó mirándola de hito en hito a través de un monóculo con filo de oro.
– ¡Ah, hija mía! Qué apropiado que estés aquí -dijo Tannenbaum, mirando con aire cómplice a su acompañante-. Señor barón, permítame presentarle a mi hija Alys, que acaba de llegar con su hermano de Estados Unidos. Alys, el barón von Schroeder.
– Encantada -dijo Alys, fríamente. Omitió la reverencia de cortesía, que frente a un miembro de la nobleza era casi obligatoria. No le gustaba la altivez del barón.
– Una muchacha muy bella. Aunque me temo que se le han pegado los modales de América.
Tannenbaum dedicó a su hija una mueca escandalizada.
La joven comprobó con pena que su padre apenas había cambiado en aquellos cinco años. Físicamente seguía siendo rechoncho y paticorto, con el pelo en franca retirada. Y en su forma de ser seguía siendo tan complaciente con los poderosos como estricto con los suyos.
– No sabe cómo lo lamento. Su madre murió muy joven y no ha tenido demasiada vida social, ya me comprende. Si pudiese estar de nuevo en contacto con gente de su edad, bien educada…
El barón dio un suspiro resignado.
– ¿Por qué no nos acompañan su hija y usted el martes hacia las seis en mi casa? Celebramos el cumpleaños de mi hijo Jürgen.
Por la forma en que su padre y él cruzaban las miradas, Alys tuvo la impresión de que todo aquello estaba preparado de antemano.
– Faltaría más, excelencia. Es un auténtico detalle por su parte invitarnos. Permítame acompañarle a la puerta.
– ¿Pero cómo has podido ser tan desconsiderada, hija?
– Lo siento, papá.
Estaban sentados en su despacho, una estancia luminosa y con una pared colmada de estanterías que Tannenbaum había llenado con libros comprados por metros, basándose en el color de sus encuadernaciones.
– Lo sientes. Un «lo siento» no arregla nada, Alys. Quiero que sepas que estoy haciendo negocios muy importantes con el barón Schroeder.
– ¿Acero y metales? -dijo ella, empleando el viejo truco de su madre de interesarse por los negocios de Josef cuando éste tenía una de sus rabietas. Si empezaba a hablar de dinero podía extenderse durante horas, y al terminar ya no recordaba que estaba enfadado. Pero en aquella ocasión no funcionó.
– No, tierras. Tierras… y otras cosas. Ya lo verás en su momento. En fin, espero que tengas un vestido bonito para la fiesta.
– Papá, acabo de llegar y realmente no tengo demasiadas ganas de asistir a una fiesta en la que no conozco a nadie.
– ¿Demasiadas ganas? Es una fiesta en casa del barón Schroeder, por el amor de Dios.
Alys dio un pequeño respingo al escuchar aquella frase. No era normal en un judío practicante mencionar el nombre de Dios en vano. Entonces recordó un detalle que había pasado por alto al entrar. En la puerta no había mezuzá. Miró a su alrededor, extrañada, y vio un crucifijo colgando de la pared, junto a un retrato de su madre. Se quedó muda de asombro. Ella no era particularmente religiosa -pasaba por esa etapa final de la adolescencia en la que la existencia de la divinidad es a veces cuestionada- pero su madre sí lo era. Aquella cruz junto al retrato le parecía un insulto insoportable.
Josef siguió la dirección de su mirada y tuvo la decencia de mostrarse abochornado durante unos segundos.
– Son los tiempos que corren, Alys. Es difícil hacer negocios con los cristianos sin ser uno de ellos.
– Ya los hacías antes, papá. Y te iba bien, creo -dijo Alys, señalando a su alrededor.
– En tu ausencia las cosas se han puesto feas para los nuestros. Y se pondrán aún peor, ya lo verás.
– ¿Tanto como para que renuncies a todo, padre? Converso por… ¿dinero?
– ¡No es cuestión de dinero, niña insolente! -dijo Tannenbaum, dejando a un lado su tono avergonzado y dando un puñetazo en la mesa-. Un hombre de mi posición tiene responsabilidades. ¿Sabes cuántos obreros están a mi cargo? ¡Idiotas desagradecidos que se apuntan a ridículos sindicatos comunistas y creen que Moscú es el paraíso! Tengo que hacer cada día juegos malabares para pagar sus nóminas, y ellos sólo saben quejarse. Así que no se te ocurra echarme en cara otra vez las cosas que hago para mantener un techo sobre vuestras cabezas.
Alys respiró hondo e incurrió una vez más en su defecto favorito: decir lo que pensaba en el momento más inoportuno.
– Acerca de eso puedes estar tranquilo, papá. Tengo intención de irme muy pronto. Quiero volver a Estados Unidos y hacer allí mi vida.
Al oír aquello, el rostro de Tannenbaum se volvió de rojo escarlata. Puso un dedo regordete bajo la nariz de Alys y lo agitó ferozmente.
– Ni hablar de eso, ¿me oyes? Irás a esa fiesta y te comportarás como una señorita bien educada, ¿de acuerdo? Tengo planes para ti, y no me los estropeará ningún capricho de niña malcriada. ¿Me has entendido?
– Te odio -dijo Alys, mirándole fijamente.
Su padre no alteró el gesto.
– Eso no me importa, mientras hagas lo que te digo.
Con lágrimas en los ojos, la joven abandonó corriendo el despacho.
Ya lo veremos, oh sí, ya lo veremos.
¿Estás dormida?
Ilse Reiner se giró en el colchón.
– Ahora ya no. ¿Qué quieres, Paul?
– Me preguntaba qué vamos a hacer.
– Son las once y media de la noche. ¿Qué te parece dormir?
– Me refería en el futuro.
– El futuro -repitió su madre, casi escupiendo la palabra.
– Quiero decir, no es como si tuvieras que trabajar aquí, en casa de la tía Brunhilda, ¿verdad mamá?
– En el futuro te veo a ti yendo a la universidad, que casualmente está en la manzana de al lado, y viniendo a comer a casa la rica comida que te preparo yo. Y ahora buenas noches.
– Ésta no es nuestra casa.
– Vivimos aquí, trabajamos aquí y damos gracias al cielo por ello.
– Como si hubiera un motivo… -susurró Paul.
– Te he oído, jovencito.
– Perdona, mamá.
– ¿Qué te ocurre? ¿Has vuelto a pelearte con Jürgen otra vez? ¿Por eso has vuelto hoy empapado?
– No ha sido una pelea. Dos de sus amigos y él me cazaron en el Englischer Garten.
– Sólo estaban jugando.
– Tiraron mis pantalones al lago, mamá.
– ¿No harías tú algo para indisponerte con ellos?
Paul resopló con fuerza, pero no dijo nada. Aquello era típico de su madre. Siempre que él tenía un problema procuraba buscar un modo de que la culpa fuera suya y de nadie más.
– Será mejor que duermas, Paul. Mañana nos espera un gran día.
– Ah, sí, el cumpleaños de Jürgen. Qué bien.
– Habrá pasteles.
– Que otros se comerán.
– No entiendo por qué tienes que reaccionar así por todo.
Paul pensó que le parecía indecente que cien personas celebrasen una fiesta en la planta baja mientras Eduard -a quien no le habían permitido ver aún- languidecía en la cuarta, aunque prefirió callarse.
– Mañana habrá mucho trabajo -concluyó Ilse, dándose la vuelta.
El joven se quedó mirando la espalda de su madre durante un buen rato. Las habitaciones del ala de servicio se encontraban en el fondo de la casa, al nivel de un semisótano. Para Paul, vivir allí en lugar de en la zona noble no era algo que le molestase demasiado, porque no había conocido otro hogar en su vida. Desde que nació había aceptado como algo normal la extraña situación de ver a Ilse fregando los platos de su hermana Brunhilda.
Un tenue rectángulo de luz entraba por un ventanuco junto al techo. Traía el eco amarillento de una farola y se mezclaba con el titilar de una vela que Paul siempre mantenía encendida junto a su cama, pues tenía un miedo cerval a la oscuridad. Los Reiner compartían uno de los cuartos más pequeños, en el que tan sólo había dos camas, un armario ropero y una mesa en la que estaban esparcidos los deberes de Paul.
Al joven le agobiaba la falta de espacio. Como si hubiera escasez de habitaciones libres. Desde antes de la guerra, la fortuna del barón se había ido esfumando, un hecho al que Paul había asistido con la misma naturalidad con la que uno ve oxidarse una lata en mitad de un campo. Era un proceso de años, pero imparable.
Las cartas, susurraban los criados, meneando la cabeza como si hablasen de una enfermedad contagiosa y mortal, las cartas tienen la culpa. De niño, a Paul le aterrorizaban esos comentarios, hasta el punto de que cuando un chico de su clase llevó al colegio una baraja francesa que había encontrado por casa, Paul salió corriendo y se encerró en un cuarto de baño. Pasó un tiempo hasta que comprendió el alcance del problema de su tío el barón: no contagioso, pero sí terrible.
Cuando las nóminas impagadas de los criados se acumularon, comenzaron a despedirse. Ahora, de las diez habitaciones de las que disponía la zona de servicio sólo estaban ocupadas tres: la de la doncella, la de la cocinera y la que Paul compartía con su madre. Al joven a veces le costaba dormir, porque Ilse siempre se levantaba una hora antes de amanecer. Mientras hubo suficientes empleados, ella sólo era el ama de llaves, y se ocupaba de que todo estuviera en su sitio. Cuando empezaron a faltar, tuvo que encargarse del trabajo de ellos.
Al principio, para Paul aquella vida, las tareas agobiantes y agotadoras de su madre o las que él mismo realizaba desde que podía recordar, eran lo normal. En el colegio hablaba con sus compañeros de todas aquellas cosas, hasta que fue lo bastante mayor para hacer comparaciones y darse cuenta de lo que sucedía alrededor, de lo extraño que era que la hermana de una baronesa durmiese con el servicio.
Escuchaba una y otra vez las mismas tres palabras para definir a su familia, deslizándose junto a él al pasar entre los pupitres, o cerrándose a su espalda como puertas sigilosas.
Huérfano.
Sirvienta.
Desertor, y ésa era la peor de todas, porque se refería a su padre. Esa persona a la que él no había conocido, de la que su madre no hablaba jamás y de la que sabía poco más que el nombre.
Hans Reiner.
Y así, uniendo con lágrimas retazos de conversaciones fue como Paul supo que su padre había hecho algo terrible,
(allá en las colonias africanas, dicen)
que lo había perdido todo,
(hasta la camisa, en la ruina)
y que su madre vivía de la caridad
(una fregona en casa de su propio cuñado, y un barón nada menos, ¿puede usted creerlo?)
de su tía Brunhilda. Algo que no era al parecer más honroso por el hecho de que Ilse no cobrase ni un solo marco por su trabajo. O que durante la guerra se viese obligada a trabajar en una fábrica de balas «para contribuir al sustento de la casa». La fábrica estaba en Dachau, un pueblo a 16 kilómetros de Munich, y su madre apenas tenía tiempo para levantarse dos horas antes del alba, contribuir en las labores de la casa y coger un tren camino a su turno de diez horas.
Fue precisamente un día al volver de la fábrica, con el pelo y los dedos verdes por la pólvora, con los ojos idos tras todo el día oliendo productos químicos, cuando Paul le preguntó por primera vez por qué no buscaban otro sitio donde vivir. Un lugar donde ambos no fueran humillados constantemente.
– Tú no lo entiendes, Paul.
Había vuelto a darle la misma respuesta muchas veces, siempre apartando los ojos y saliendo de la habitación en la que estuviese o dándose la vuelta para dormir, como había hecho tan sólo unos minutos atrás.
Paul observó la espalda de su madre durante unos instantes. Parecía respirar a ritmo regular y cadencioso, pero el joven sabía que era fingido y se preguntó qué fantasmas la acosarían en mitad de la noche.
Apartó la mirada y la clavó en el techo. Si las miradas pesaran, el metro cuadrado de yeso que quedaba justo encima de la almohada de Paul hacía tiempo que se hubiera hundido. Aquél era el punto donde concentraba las fantasías sobre su padre las noches en las que le costaba conciliar el sueño. Todo lo que sabía acerca de él era que había sido capitán de la Armada del Káiser y que comandaba una fragata en África del Suroeste. Había muerto cuando Paul tenía dos años, y el único recuerdo que quedaba de él era una foto desvaída en la que aparecía vestido de militar, sus ojos oscuros y su enorme bigote mirando de frente a la cámara, orgulloso.
Ilse guardaba la foto bajo su almohada cada noche, y el mayor disgusto que Paul le había causado a su madre no fue el día en el que Jürgen lo empujó escaleras abajo y se rompió la mano. Fue el día en que hurtó la foto y se la llevó al colegio para mostrársela a todos los que le llamaban huérfano a sus espaldas. Cuando regresó a casa, Ilse había puesto la habitación patas arriba buscándola. Al sacarla despacio de entre las páginas de su libro de matemáticas, Ilse le dio una bofetada y luego se echó a llorar.
– Es la única que tengo. La única.
Le abrazó, claro. Pero primero cogió la foto.
El joven imaginaba cómo había sido aquel hombre formidable. Sobre la blancura grisácea del techo, a la luz de la farola, dibujaba con su mente el perfil de la Kiel, la fragata en la que Hans Reiner se había «hundido en el Atlántico junto con toda su tripulación». Inventaba cientos de causas diferentes para aquellas once palabras, que era toda la información acerca de su muerte que Ilse le había dado. Piratas, arrecifes, un motín… empezara como empezase, su ensoñación siempre terminaba de la misma forma, con Hans aferrado al timón, diciéndole adiós con la mano mientras las aguas le cubrían.
Al llegar a este punto, Paul siempre se quedaba dormido.
De veras, Otto, no puedo soportar más tiempo al judío. Míralo, atiborrándose de dampfnudels. Tiene salsa de vainilla en la pechera de la camisa.
– Brunhilda, haz el favor de bajar la voz y tranquilizarte. Sabes tan bien como yo que necesitamos a Tannenbaum. Hemos gastado hasta el último penique en esta fiesta. Que fue idea tuya, por cierto.
– Jürgen se merece lo mejor. Sabes lo confuso que está desde que su hermano regresó… así.
– Pues entonces no te quejes del judío.
– Tú no sabes lo que es hacer de anfitriona con él, con su peloteo constante, con sus cumplidos absurdos, como si no fuera él quien tiene la sartén por el mango. Hace un rato incluso tuvo la desfachatez de proponerme que su hija y Jürgen se casaran -dijo Brunhilda, esperando una respuesta desdeñosa de Otto.
– Eso podría ser el final de nuestros problemas.
Aquello consiguió abrir una mínima brecha en la sonrisa granítica de Brunhilda, que miró al barón con asombro.
Ambos estaban a la entrada del salón, manteniendo su tensa conversación entre dientes e interrumpiéndola sólo para recibir a los invitados. Iba a responder a su marido cuando tuvo que pintar de nuevo una mueca de bienvenida en el rostro.
– ¡Buenas tardes, señora Gerngross, señora Sagebiel! Qué amable por su parte venir.
– Sentimos el retraso, Brunhilda querida.
– Los puentes, ah, los puentes.
– Sí, el tráfico es te-rri-ble. Sencillamente es-pan-to-so.
– ¿Cuándo vas a abandonar este viejo y frío palacete y venir a la orilla este, querida?
La baronesa sonrió con complacencia ante aquellos dardos de envidia. Cualquiera de los muchos nuevos ricos que había en aquella fiesta mataría por la clase y el poder que emanaba del escudo de armas de su marido.
– Por favor, sírvanse un ponche, está delicioso -dijo Brunhilda, indicándoles con la mano el centro del salón, con una enorme mesa cubierta a rebosar de comida y bebida y rodeada de gente. Un caballo de hielo de un metro de alto cabalgaba sobre la ponchera, y al fondo de la estancia un cuarteto de cuerda añadía canciones populares bávaras al tumulto general.
Cuando estuvo segura de que las recién llegadas no podían oírle, la condesa se giró hacia Otto y dijo en un tono acerado que muy pocas damas de la alta sociedad de Munich considerarían aceptable:
– ¿Has pactado la boda de nuestro hijo sin decirme nada al respecto, Otto? Pues eso ocurrirá por encima de mi cadáver.
El barón ni siquiera pestañeó. Un cuarto de siglo de matrimonio le había enseñado cómo reaccionaba su esposa cuando sentía amenazado su territorio. Pero en esta ocasión tendría que ceder, porque estaba en juego mucho más que su estúpido orgullo.
– Brunhilda querida, no me digas que no has visto venir al judío desde el principio. Con sus trajes pretendidamente elegantes, incluso yendo a la misma iglesia que nosotros cada domingo, haciendo como que no escucha cada vez que le llaman «el converso» y arrimándose a nuestro asiento.
– Por supuesto que sí, no soy estúpida.
– Claro que no, baronesa. Sabes sumar dos y dos. Y nosotros no tenemos nada de nada. Las cuentas del banco están completamente vacías.
Ahora sí que el color huyó de las mejillas de Brunhilda. Tuvo que agarrarse a las molduras de alabastro de la pared para no caerse.
– Maldito seas, Otto.
– Ese vestido rojo nuevo tan elegante que llevas… La modista exigió cobrarlo en efectivo. El rumor está en la calle, y cuando algo así comienza no para hasta que caes en el arroyo.
– ¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no siento cómo nos observan, cómo pegan pequeños mordisquitos a los pasteles y se miran entre ellas cuando se dan cuenta de que no son de Casa Popp? Sé lo que murmuran esas viejas cotorras tan bien como si me lo gritaran al oído, Otto. Pero de ahí a permitir que mi hijo, mi Jürgen, se case con una sucia judía…
– No queda otro remedio. Todo lo que nos queda es esta casa y los terrenos que puse a nombre de Eduard el día en que nació. Si no consigo que Tannenbaum me preste el capital para montar una fábrica en esos terrenos, podemos darnos por acabados. A mí vendrá a buscarme la policía una mañana, y tendré que actuar como un buen caballero cristiano y volarme la tapa de los sesos. Y tú acabarás como tu hermana, haciendo de costurera de alguien. ¿Es eso lo que quieres?
Brunhilda despegó la mano de la pared. Aprovechó la pausa forzada por la entrada de nuevos invitados para acumular en su interior suficiente rabia y lanzársela a Otto de golpe, como una pedrada.
– Tú y tu adicción al juego habéis sido los que nos habéis metido en este lío, los que habéis dilapidado la fortuna de la familia. Arréglalo, Otto, como lo arreglaste hace trece años con Hans.
El barón dio un paso atrás, asustado, al oír aquello.
– ¡No te atrevas a mencionar ese nombre otra vez!
– Fuiste tú quien se atrevió entonces. ¿Y de qué nos sirvió? Llevo quince años soportando a mi hermana en esta casa.
– Aún no he encontrado la carta. Y el chico se está haciendo mayor. Tal vez ahora…
Brunhilda se inclinó hacia él. Otto le sacaba casi una cabeza, pero aun así era él quien parecía pequeño a su lado.
– Mi paciencia tiene un límite.
Con un gesto elegante, Brunhilda se sumergió de cabeza entre los invitados y dejó al barón con la sonrisa congelada, luchando por no gritar.
Al otro lado del bullicioso salón, Jürgen von Schroeder dejó a un lado su tercera copa de champán para abrir el regalo que le tendía uno de sus amigos.
– No he querido ponerlo con los demás -dijo señalando una mesa a sus espaldas, abarrotada de paquetes envueltos con papeles de brillantes colores. Éste es especial.
– ¿Qué decís, chicos? ¿Abro el regalo de Krohn primero?
Un corro de media docena de adolescentes le rodeaba, todos ellos vestidos con las elegantes chaquetas azules con escudo dorado de la Academia Metzingen. Todos pertenecían a buenas familias alemanas y todos eran más feos que Jürgen, más bajos que Jürgen y reían cada gracia que hacía Jürgen. El hijo pequeño del barón tenía sin duda un don para rodearse de gente que no le hiciese sombra para luego pavonearse delante de ellos.
– ¡Ábrelo, pero sólo si luego abres también el mío!
– ¡Y el mío! -corearon todos.
Se pelean por que abra sus regalos, pensó Jürgen. Sin duda me adoran.
– No os pongáis nerviosos -dijo levantando las manos en lo que él interpretó como un gesto ecuánime-. Nos saltaremos un poco la tradición y abriré primero vuestros regalos y después del brindis los del resto de invitados.
– ¡Excelente idea, Jürgen!
– Bien, ¿y qué se supone que es esto, Krohn? -dijo el joven abriendo la cajita y levantando el contenido a la altura de sus ojos.
Jürgen sostenía entre sus dedos una cadena de oro, de cuyo extremo colgaba un extraño símbolo, compuesto por dos líneas negras simétricas, cuyos brazos doblados formaban un diseño casi cuadrado.
– Es una esvástica. Un símbolo antisemita. Mi padre dice que está de moda.
– Se equivoca, amigo -dijo Jürgen, colocándoselo en el cuello-. Ahora lo está. Apuesto a que veremos muchas de ellas por aquí.
– ¡Seguro!
– Toma Jürgen, abre el mío. Aunque éste es mejor que no lo exhibas en público…
Jürgen desenvolvió un paquetito del tamaño aproximado de un paquete de tabaco y se encontró con un pequeño estuche de cuero con una bisagra. Lo abrió con un gesto teatral. El coro de aduladores lanzó una risita nerviosa al ver el contenido, una especie de capuchón cilíndrico de goma vulcanizada.
– Vaya, vaya… parece grande.
– ¡Nunca había visto uno!
– Un regalo de lo más personal, ¿eh Jürgen?
– ¿Es una proposición?
El joven sintió durante unos instantes que perdía su control sobre ellos, que de repente se creían en disposición de reírse de él. No es justo. No es justo en absoluto, y no voy a permitirlo. Notó crecer la rabia en su interior, y se giró hacia el que había hecho el último comentario. Colocó la planta de su pie derecho sobre el izquierdo de él y descargó todo su peso con fuerza. El otro se puso blanco, pero apretó los dientes.
– Estoy seguro de que querrás disculparte por esa broma tan desafortunada.
– Claro, Jürgen. Lo siento. Jamás se me ocurriría dudar de tu hombría. ¡Aaaah!
– Ya lo suponía -dijo el joven, levantando el pie despacio. El corro de adolescentes había hecho el silencio a su alrededor, un silencio subrayado por la fiesta que seguía en marcha en el salón-. Bien, no creáis que no tengo sentido del humor. De hecho este… artículo me será de lo más útil en breve -dijo guiñando un ojo en derredor-. Por ejemplo con ella.
Señalaba a una chica morena, delgada y de ojos soñadores, que sostenía un vaso de ponche perdida entre la gente.
– Menudas tetas -susurró uno de los acólitos.
– ¿Alguno de vosotros quiere apostar a que habré estrenado esto y regresado a tiempo para el brindis?
– Yo apuesto cincuenta marcos por Jürgen -se apresuró a decir el del pisotón, en un intento de congraciarse con él.
– Yo los veo -dijo otro a su espalda.
– Bien, compañeros, esperad aquí y aprended.
Jürgen tragó saliva despacio, procurando que los otros no se dieran cuenta. Odiaba hablar con las chicas, ya que siempre le hacían sentir torpe e inferior. Aunque era bien parecido, su único contacto real con el sexo opuesto había tenido lugar en un burdel de Schwabing, donde había sufrido más vergüenza que excitación. Le había llevado su padre hacía unos meses, vestido como él con discretos abrigo y sombrero negros. Durante la faena le esperó en el piso de abajo tomando coñac. Al terminar, le dio una palmada en la espalda y le dijo que ya era un hombre. Con eso comenzó y concluyó la educación de Jürgen von Schroeder acerca del amor y las mujeres.
Les enseñaré cómo actúa un hombre de verdad, pensó el joven, sintiendo los ojos de sus compañeros clavados en su nuca.
– Hola señorita. ¿Lo estás pasando bien?
Ella volvió la cabeza pero no sonrió.
– No mucho, en realidad. ¿Nos conocemos?
– Ya veo por qué no lo pasas bien. Me llamo Jürgen von Schroeder.
– Alys Tannenbaum -dijo ella estrechando su mano sin gran entusiasmo.
– ¿Quieres bailar, Alys?
– No.
Jürgen se quedó boquiabierto por la brusca respuesta de la chica.
– ¿Sabes que soy el anfitrión de la fiesta? ¿Que hoy es mi cumpleaños?
– Enhorabuena -dijo ella con una sonrisa socarrona-, seguro que hay un montón de chicas en este salón que estarán deseando que las saques a bailar. No quisiera entretenerte mucho tiempo.
– Pero al menos tienes que bailar conmigo una pieza.
– ¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?
– Es lo que dicta la buena educación. Cuando un caballero le pide a una dama…
– ¿Sabes lo que me fastidia de los prepotentes, Jürgen? La cantidad de cosas que dais por sentadas. Pues entérate bien: el mundo no es como tú te crees. Por cierto, creo que tus amigos están dándose codazos sin quitarte el ojo de encima.
Jürgen miró hacia atrás con el rabillo del ojo. No podía permitirse fracasar, no que le humillase aquella descarada mocosa.
Se está haciendo la dura porque en realidad le gusto. Debe de ser de esas que creen que la mejor manera de excitar a un hombre es rechazándole hasta que le vuelven loco. Bueno, yo sé cómo tratar a esas, pensó Jürgen.
El joven dio un paso hacia delante y, cogiendo a la chica por la cintura con la mano derecha y tomando su izquierda, la atrajo hacia él.
– ¿Qué demonios crees que estás haciendo? -dijo ella.
– Enseñarte a bailar.
– Si no me sueltas ahora mismo voy a gritar.
– No querrás hacer una escena, ¿verdad, Alys?
La joven intentó interponer los brazos entre su cuerpo y el de Jürgen, aunque no era rival para su fuerza. El hijo del barón la apretó aún más hacia sí, sintiendo sus pechos a través del vestido y una creciente erección contra el estómago de ella. Comenzó a moverse al ritmo de la música, con una sonrisa en los labios, sabiendo que Alys no gritaría. Montar un escándalo en una fiesta como aquella sólo sería un baldón en la imagen de la chica y de su familia. Vio como en los ojos de la joven se cristalizaba un odio frío, y de repente jugar con ella de aquel modo le pareció muy divertido, mucho más satisfactorio que si hubiese accedido a bailar con él sin más.
– ¿Desea una copa, señorita?
Jürgen se paró de golpe. Junto a él estaba Paul, sosteniendo una bandeja con varias copas de champán y los labios firmemente apretados.
– Vaya, mi primo el camarero. Piérdete, imbécil -ladró Jürgen.
– Bueno, primero me gustaría saber si la señorita tiene sed -dijo Paul, adelantando ligeramente la bandeja.
– Sí -se apresuró a decir Alys-. Ese champán tiene un aspecto excelente.
Jürgen entrecerró los ojos, intentado pensar. Si soltaba la mano derecha para tomar una copa de la bandeja, ella se separaría lo suficiente como para zafarse. Aflojó ligeramente la presión sobre su espalda, permitiéndole liberar el brazo izquierdo, pero apretando aún más en la mano derecha. Las puntas de los dedos de la chica se estaban poniendo moradas.
– Venga, Alys, coge una copa. Dicen que trae alegría -dijo aparentando jovialidad.
Alys se inclinó un poco hacia la bandeja. Intentó liberarse, pero era inútil. No le quedó más remedio que tomar el champán con la mano izquierda.
– Gracias -dijo débilmente.
– Tal vez la señorita desearía una servilleta -dijo Paul, levantando la otra mano, donde llevaba un platito con pequeñas piezas de tela. Se había movido alrededor de la pareja, y ahora ofrecía las servilletas desde el lado contrario.
– Eso sería estupendo -dijo Alys, mirando fijamente al hijo del barón.
Durante unos segundos, ninguno de ellos se movió. Jürgen estudió la situación despacio. Con la copa en la mano izquierda, la única forma que tenía ella de coger la servilleta era con la derecha. Finalmente, hirviendo de rabia, tuvo que darse por vencido. Soltó la mano de Alys, quien se separó un par de pasos de él y tomó la servilleta.
– Creo que voy a salir un poco a que me dé el aire -dijo la joven con mucha dignidad.
Jürgen, como desdeñándola, se dio la vuelta para regresar junto a sus amigos. Al pasar junto a Paul, le apartó con el hombro, susurrando:
– Pagarás por esto.
De alguna manera Paul consiguió mantener en equilibrio sobre la bandeja las copas de champán, que se limitaron a tintinear. Otro cantar era su equilibrio interior, que en estos momentos equivalía al de un gato encerrado en un barril de clavos.
¿Cómo he podido ser tan imbécil?
En la vida, él sólo tenía una regla: mantenerse lo más lejos posible de Jürgen. No era fácil de cumplir, dado que los dos vivían bajo el mismo techo, pero al menos era simple. No podía hacer gran cosa cuando su primo decidía hacerle la vida imposible, pero definitivamente podía evitar cruzarse en su camino y mucho más humillarle públicamente, como acababa de hacer. Aquello iba a costarle bastante caro.
– Gracias.
Paul levantó la vista y durante unos segundos se le olvidó absolutamente todo: el miedo a Jürgen, la pesada bandeja y el dolor que sentía en las plantas de los pies tras llevar trabajando doce horas seguidas para que todo estuviese a punto para la fiesta. Todo se esfumó, porque ella le estaba sonriendo.
Alys no era una mujer capaz de cortar la respiración a un hombre a primera vista. Pero si se le dedicaba una segunda mirada, ésta sería probablemente mucho más larga. Si se escuchaba su voz ronca, uno podía sentirse atraído por ella. Si le dirigía a uno una sonrisa como la que Paul recibió en aquel instante…
Paul no tuvo ninguna posibilidad de no enamorarse de ella.
– Ah… no ha sido nada.
Durante el resto de su vida, Paul maldeciría innumerables veces aquellos instantes, aquella conversación y aquella sonrisa que habrían de causarle tantos problemas. Pero en aquel momento no sabía nada de todo esto. Tampoco lo sabía ella, que estaba sinceramente agradecida a aquel chico delgaducho, encogido y de ojos azules e inteligentes. Claro que enseguida Alys volvió a ser Alys.
– No te creas que no hubiera podido deshacerme de él yo sola.
– Claro, claro -dijo Paul, todavía embobado.
Alys parpadeó; no estaba acostumbrada a una victoria tan fácil. Prefirió cambiar de tema.
– Éste no es sitio para hablar. Espera un minuto y luego encuéntrate conmigo en el guardarropa.
– Con mucho gusto, señorita.
Paul dio una vuelta alrededor del salón para vaciar la bandeja cuanto antes y tener una excusa para desaparecer. Al principio de la fiesta había ido escuchando las conversaciones de la gente, sorprendido de comprobar la poca atención que le prestaban. Era realmente como si fuera invisible, y por eso le extrañó que alguien se dirigiera a él. Fue el último de los invitados en coger una copa de su bandeja, que le sonrió y le dijo:
– Bien hecho, hijo.
– ¿Perdone?
Era un hombre maduro, de pelo y perilla blancos y orejas prominentes. Le dedicaba una mirada profunda y extraña.
– «Nunca hubo caballero que salvase a dama con tanta gallardía y discreción.» Es de Chrétien de Troyes. Disculpa, me llamo Sebastian Keller, librero.
– Encantado de conocerle.
El hombre señaló hacia la puerta con el pulgar.
– Será mejor que te apresures. Ella te estará esperando.
Sorprendido, Paul se colocó la bandeja bajo el brazo y salió del salón. El guardarropa estaba instalado en el recibidor, y consistía en una mesa alta y dos enormes percheros con ruedas que sostenían el centenar de abrigos de los invitados. La chica ya había recogido el suyo de manos de una encargada que la baronesa había contratado para la fiesta, y le esperaba junto a la puerta. No le tendió la mano cuando se presentó.
– Me llamo Alys Tannenbaum.
– Paul Reiner.
– ¿Es verdad que es tu primo?
– Por desgracia sí.
– Es que tú no pareces…
– El qué, ¿el sobrino de un barón? -dijo Paul señalando el mandil de su uniforme de camarero-. Esto es el nuevo grito de París.
– Me refería a que no pareces como él.
– Eso es porque no soy como él.
– Me alegra saberlo. Sólo quería darte las gracias otra vez. Cuídate, Paul Reiner.
– Claro.
Ella puso la mano en el pomo de la puerta, pero antes de abrirla se giró rápidamente y besó a Paul en la mejilla. Después bajó corriendo las escaleras y desapareció. Durante unos instantes él contempló la calle con ansia, como si ella fuera a volver sobre sus pasos de nuevo. Finalmente cerró la puerta, apoyó la frente en el marco y suspiró.
Sentía el corazón y el estómago pesados y extraños, como si un animal hubiera ocupado al fin una guarida que siempre había sido suya pero en la que jamás había estado. No supo ponerle nombre, así que a falta de uno mejor decidió -acertadamente- que era amor y se sintió feliz.
– Bien, parece que el caballero andante ha recibido su premio, ¿verdad, muchachos?
Al oír aquella voz que tan bien conocía, Paul se giró a toda prisa.
Y pasó instantáneamente de la felicidad al miedo.
Los siete estaban allí.
Formaban un semicírculo amplio en el recibidor, bloqueando la entrada al salón. Jürgen estaba en medio de ellos, ligeramente adelantado, como si no pudiera esperar a poner sus manos encima de Paul.
– Esta vez te has pasado, primo. No me gusta la gente que no sabe atenerse a la posición que ocupa en la vida.
Paul no contestó, ya que sabía que nada de lo que dijese supondría diferencia alguna. Si había algo que Jürgen no soportaba era que le humillasen. Que lo hubiese hecho en público, y delante de todos sus amigos, el pobre primo tonto, el criado, la oveja negra de la familia, era algo impensable. En aquel momento estaba decidido a hacerle mucho daño. Cuanto más y más visible, mejor.
– Voy a hacer que te queden pocas ganas de jugar al caballero andante, mierdecilla.
Miró a su alrededor, desesperado. La encargada del guardarropa había desaparecido, seguramente a una orden del chico del cumpleaños. Los amigos de Jürgen cubrían el centro del recibidor, eliminando cualquier vía de escape, y avanzaban despacio hacia él. Si se daba la vuelta e intentaba abrir la puerta de la calle, le cogerían por la espalda y le echarían al suelo allí mismo.
– Estás temblando -canturreó Jürgen.
Paul descartó el corredor que llevaba a la zona de servicio, ya que era prácticamente un callejón sin salida, y el único camino que le habían dejado disponible. Aunque jamás en su vida había ido a cazar, había escuchado en demasiadas ocasiones al barón contar a sus invitados cómo se había cobrado cada una de las piezas que colgaban de la pared de su estudio. Su primo quería que fuera en esa dirección porque allí no habría nadie que escuchara sus gritos.
Por tanto, sólo había una posibilidad.
Sin pensarlo un instante, corrió hacia ellos.
Jürgen se quedó tan sorprendido de ver cómo Paul pasaba a su lado a toda velocidad que simplemente giró la cabeza al verle. Su amigo Krohn, que estaba dos metros detrás de él, tuvo algo más de tiempo para reaccionar. Plantó ambos pies en el suelo y se preparó para golpear al muchacho, que iba hacia él en línea recta. Pero justo cuando iba a recibirle con un puñetazo en plena cara, Paul se echó al suelo, saltando con los pies por delante. Cayó sobre su cadera izquierda -lo que le causó un moratón que le duraría dos semanas- pero el impulso le permitió deslizarse sobre las pulidas baldosas de mármol como un pedazo de mantequilla caliente sobre un espejo, aterrizando al final del recibidor, al pie de las escaleras que conducían a las plantas superiores.
– ¿A qué esperáis, idiotas? ¡Cogedle! -gritó Jürgen, exasperado.
Sin pararse a ver qué ocurría, Paul se puso en pie y corrió escaleras arriba. Se le habían terminado las ideas, y simplemente movía las piernas por mero instinto de supervivencia. Los pies, que llevaban molestándole todo el día, empezaban a dolerle terriblemente. Cuando se encontraba a mitad del tramo del segundo piso estuvo a punto de tropezar y rodar hacia abajo, pero logró equilibrarse justo a tiempo cuando las manos de uno de los amigos de Jürgen ya le rozaban los talones. Agarrándose a los pasamanos de bronce para tomar las curvas, siguió subiendo y subiendo hasta que, en el último tramo entre el tercer y cuarto piso, la puntera del zapato chocó con un escalón. El fugitivo cayó con los brazos por delante, casi dejándose los dientes contra el borde.
El primero de sus perseguidores le alcanzó jadeando, pero tropezó a su vez cuando estaba a punto de cogerle y tan sólo le pudo sujetar por el extremo del mandil.
– ¡Ya le tengo! ¡Deprisa! -dijo el que le aferraba, agarrándose con la otra mano a la barandilla para no perder asidero.
Paul intentó ponerse en pie, pero el otro tiró de la tela y el joven descendió un escalón, golpeándose la coronilla. Coceó con los pies a ciegas, acertando al que le sujetaba en el hombro y en el brazo, pero sin conseguir soltarse. Se peleó durante interminables segundos con el nudo que le ataba el mandil a la cintura, escuchando al resto cada vez más cerca.
Maldita sea, por qué me gustará llevarlo tan apretado, pensó mientras forcejeaba.
De repente sus dedos encontraron el punto exacto del que tirar, y el mandil se desprendió. Paul se dio la vuelta y alcanzó el cuarto y último piso. Sin otro sitio adonde escapar, simplemente entró por la primera puerta y la cerró, echando el pestillo.
– ¿Dónde ha ido? -chilló Jürgen, cuando alcanzó el rellano entre el tercero y el cuarto piso y vio al que había sujetado del mandil a Paul, que se agarraba la dolorida rodilla. Éste señaló hacia el lado izquierdo del pasillo-. ¡Vamos! -dijo Jürgen a los otros, que se habían parado unos escalones más abajo.
Éstos no se movieron.
– Se puede saber qué demonios os…
Se interrumpió de golpe. Su madre le contemplaba desde la escalera.
– Estoy decepcionada, Jürgen -dijo ella con tono gélido-. Hemos reunido aquí a lo mejor de Munich para celebrar tu aniversario y te largas en mitad de la fiesta para corretear por las escaleras con tus amigos.
– En realidad…
– Basta. Quiero que bajéis todos inmediatamente y os unáis de nuevo a los invitados. Ya hablaremos después.
– Sí, madre -dijo el joven, humillado por segunda vez aquel día delante de sus amigos. Apretando los dientes, emprendió el camino de regreso al salón.
Después pasarán muchas cosas. Y también pagarás por esto, Paul.
Me alegro de volver a verte.
A Paul, ocupado en calmar sus nervios y en recuperar la respiración, le costó unos instantes comprender de dónde venía aquella voz. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la puerta, temiendo que en cualquier momento Jürgen la aporrease para entrar. Pero al oír aquellas palabras, se puso en pie enseguida.
– ¡Eduard!
Sin darse cuenta, se había metido en la habitación de su primo mayor, un lugar en el que hacía meses que no entraba. Todo aparecía a sus ojos tal y como estaba cuando Eduard se fue, un lugar ordenado y tranquilo pero lleno de la personalidad de su dueño. Había láminas en la pared con pósters de películas, la colección de minerales de Eduard y sobre todo libros, libros por todas partes. Paul los conocía bien, ya que había leído la mayor parte de ellos. Novelas de espionaje, del oeste, de fantasía, libros de filosofía y de historia… Ocupaban las estanterías, la mesa de estudio e incluso el suelo al lado de la cama donde yacía Eduard, que tenía que apoyar el ejemplar que estaba leyendo en el colchón para poder pasar las páginas con una sola mano. Tenía varios cojines bajo el cuerpo que le permitían estar incorporado, y la sonrisa le flotaba triste en el rostro blanquecino.
– No me tengas lástima, Paul. No podría soportarlo.
Paul le miró a los ojos y comprendió que estaba estudiando atentamente su reacción y que estaba extrañado de que no se hubiera sorprendido al verle así.
– Ya te había visto, Eduard. El día en que llegaste.
– ¿Y cómo no viniste a hablar conmigo? Prácticamente sólo veo a tu madre desde que volví. A tu madre y a mis amigos May, Salgari y Verne -dijo levantando el libro que estaba leyendo para que su primo pudiera ver el título. Era El conde de Montecristo.
– Me han prohibido venir.
Agachó la cabeza, avergonzado. Por supuesto que Brunhilda y su madre le habían prohibido pasar a ver a Eduard, pero él podía haberlo intentado de todas maneras. En realidad tenía miedo de ver de nuevo así a Eduard, tras la horrible experiencia de la tarde en que regresó de la guerra. Éste le miró con amargura, seguramente adivinándolo.
– Ya sé la vergüenza que siente mi madre por mí. ¿No te has fijado? -dijo haciendo un gesto hacia una bandeja en la que había, intacto, un plato de pasteles procedente de la fiesta-. No estaría bien que estropease el cumpleaños de Jürgen con mis muñones, así que no estoy invitado. Por cierto, ¿qué tal está yendo la fiesta?
– Hay una banda, y la gente bebe, habla de política y critica a los militares por haber perdido una guerra que teníamos ganada.
Eduard resopló al oír aquello.
– Es fácil criticar desde aquí. ¿Qué más dicen?
– Todos hablan de las negociaciones de Versalles, y se felicitan de que hayamos rechazado las condiciones.
– Malditos idiotas -dijo Eduard, con amargura-. Como nadie ha disparado un tiro sobre suelo alemán no acaban de creerse que hayamos perdido la guerra. En fin, supongo que es como cualquier día, sólo que con música y champán. ¿Vas a contarme de quién huías?
– Del chico del cumpleaños.
– Tu madre me ha contado que no os lleváis muy bien.
Paul asintió con la cabeza.
– No has tocado los pasteles.
– Ahora necesito poca comida. Hay bastante menos de mí. Cógelos, anda, tienes pinta de hambriento. Y acércate, que quiero verte mejor. Dios mío, cómo has crecido.
Paul se sentó en el borde de la cama y comenzó a devorar la comida. No había tomado nada desde el desayuno, ni siquiera había ido al colegio para poder preparar la fiesta. En aquel momento su madre seguro que le estaba buscando, pero le daba igual. Ahora que había vencido el miedo que le causaba, no podía dejar pasar la oportunidad de volver a estar con Eduard, a quien había echado tanto de menos.
– Eduard, yo quiero… Siento no haber venido a verte. Podría haberme colado por las tardes, cuando tía Brunhilda sale a dar un paseo…
– Déjalo, Paul. Estás aquí y eso es lo que importa. Eres tú quien tiene que perdonarme por no haberte escrito como te prometí que haría.
– ¿Qué te lo impidió?
– Te diría que los disparos de los ingleses, primo, pero te estaría mintiendo. Hubo un sabio que dijo una vez que la guerra son siete partes de aburrimiento y una de horror, y es verdad. En las trincheras nos sobraba el tiempo, hasta que empezábamos a matarnos.
– ¿Entonces?
– No fui capaz, sin más. Ni siquiera al principio de esta guerra absurda e injusta de la que hemos vuelto sólo un puñado de cobardes.
– ¿De qué hablas, Eduard? ¡Eres un héroe! ¡Fuiste voluntario al frente, de los primeros!
Al escuchar aquello, Eduard soltó una carcajada mecánica e inhumana que le puso a Paul los pelos de punta.
– Héroe. ¿Quieres saber quién decide por ti que te presentes voluntario? Tu maestro, cuando te habla de las glorias de la patria, del imperio y del Káiser. Tu padre, que te dice que te comportes como un hombre. Tus amigos, con los que hasta hace poco te peleabas en clase de gimnasia para ver quién la tenía más larga. Todos juntos, que te arrojan a la cara la palabra cobarde si muestras la más mínima duda, y te echan la culpa de la derrota. No, primo, en las guerras no hay voluntarios, sólo imbéciles y desalmados. Y los segundos se quedan en casa.
Paul se quedó boquiabierto. De repente su ensoñación diaria con la guerra, los mapas que dibujaban en sus cuadernos, su afición a leer a diario los informes de avances del periódico, todo ello se le antojaba ridículo e infantil. Pensó en hablarle de ello, pero tuvo miedo de que su primo se riese de él y le expulsase de la habitación. En aquel momento vio la guerra frente a él. No era una escueta lista de avances sobre posiciones enemigas, ni tampoco los muñones atroces que se escondían bajo las sábanas.
La guerra era los ojos vacíos y arrasados de Eduard.
– Podrías… haberte resistido. Haberte quedado en casa.
– No, no podía -dijo él, apartando el rostro-. Te he mentido, Paul, al menos en parte. Me fui para alejarme de ellos. Para no ser como ellos.
– ¿Como quiénes?
– ¿Sabes cómo me hice esto? No quedaban ni cinco semanas para acabar la guerra y todos sabíamos que habíamos perdido. Que en cualquier momento nos llamarían para volver a casa. Y nos confiamos más y más. Pasábamos por alto a los que iban cayendo a nuestro lado porque al fin y al cabo quedaba poco para regresar. Y un día, en mitad de una retirada, cayó un obús demasiado cerca.
En aquel punto Eduard bajó la voz, tanto que Paul tuvo que adelantarse para poder escucharle.
– Me he preguntado mil veces qué habría pasado si hubiese corrido dos metros más a la derecha. O si me hubiese parado a darme dos golpes en el casco, como hacíamos siempre antes de salir de la trinchera -le dio con los nudillos dos veces a Paul en la frente-. Estos golpes nos hacían invencibles. Aquel día no me los di, ¿sabes?
– Ojalá nunca te hubieras marchado.
– No, primo, créeme. Me marché para no ser un von Schroeder, y si volví fue sólo para asegurarme de que no me equivoqué al marcharme.
– No lo entiendo, Eduard.
– Ah, Paul querido, tú mejor que nadie deberías entenderlo. Después de lo que te han hecho. De lo que le hicieron a tu padre.
Aquella última frase se enganchó como un anzuelo oxidado en el corazón de Paul. Apenas rasgó la superficie, pero los acontecimientos venideros pronto lo hundirían mucho más.
– ¿A qué te refieres, Eduard?
Su primo le contempló durante un rato, en silencio, mordiéndose el labio inferior. Finalmente meneó la cabeza y cerró los ojos.
– Olvida lo que te he dicho. Lo siento.
– ¡No puedo olvidarme! Nunca le conocí, nadie me habla de él, aunque murmuren a mis espaldas. Todo lo que sé es lo que mi madre me contó, que se hundió con su barco volviendo de África. Así que dime ¿qué es lo que le hicieron a mi padre?
Hubo de nuevo un silencio, y éste fue mucho más largo. Tanto que Paul se preguntó si Eduard se había quedado dormido, hasta que volvió a abrir los ojos.
– Arderé en el infierno por esto, pero no me queda más remedio que vaciar mi corazón. Pero antes quiero que me hagas un favor.
– Lo que quieras.
– Ve al estudio de mi padre en el piso de abajo, y abre el segundo cajón de la derecha. Si está cerrado, la llave solía estar en el cajón del centro. Encontrarás una bolsa de cuero negro con forma de solapa. Tráemela.
Paul obedeció. Bajó al estudio de puntillas, temiendo encontrarse a alguien por el camino, pero la fiesta en aquel momento debía de estar en pleno apogeo. El cajón estaba cerrado, y durante unos instantes no consiguió encontrar la llave donde Eduard le había dicho, pero finalmente la localizó metida dentro de una cajita de madera. El interior del cajón estaba repleto de papeles. Al fondo de todo Paul encontró un fieltro negro con un extraño símbolo dibujado en oro. Un compás y una escuadra, con una letra G en su interior. Debajo estaba la bolsa de cuero.
El joven se la colocó entre la camisa y el cuerpo y volvió de nuevo a la habitación de Eduard. Sentía el peso de la bolsa contra la piel del estomago, y temblaba sólo de pensar qué ocurriría si alguien le descubriera en los pasillos con algo que no era suyo dentro de la ropa. Al entrar en la habitación sintió un alivio inmenso.
– ¿La tienes?
Paul sacó la bolsa de cuero y caminó hacia la cama, pero a tan sólo dos metros tropezó con una de las pilas de libros que había esparcidas por toda la habitación. Los libros se desparramaron y la bolsa cayó al suelo. Su cierre de solapa se abrió.
– No -dijeron Eduard y Paul a la vez. El del primero sonó a tristeza, el segundo a incredulidad.
La bolsa había caído entre un ejemplar de La venganza de la sangre de May, y otro de Los elixires del diablo, de Hoffman. El contenido asomaba ligeramente, un reflejo nacarado sobre la negra piel.
Era el mango de una pistola.
– ¿Para qué quieres un arma, primo? -dijo Paul, con la voz temblorosa.
– Ya sabes para qué la quiero -levantó el muñón del brazo para remarcarlo.
– Pues no pienso dártela.
– Escúchame bien, Paul. Voy a conseguirla antes o después, porque lo único que quiero en este mundo es abandonarlo. Puedes darme la espalda hoy, volver a colocarla en su sitio y obligarme a la terrible indignidad de tener que arrastrarme sobre este brazo maltrecho en plena noche hasta el despacho de mi padre. Pero en ese caso no sabrás nunca lo que tengo que contarte.
– ¡No!
– O puedes dejarla sobre la cama, escuchar lo que tengo que decirte y darme la dignidad de elegir cómo quiero marcharme. Tú decides, Paul, pero pase lo que pase conseguiré lo que quiero. Lo que necesito.
Paul se sentó, o más bien se dejó caer al suelo, con la bolsa de cuero entre sus manos. Durante largos minutos lo único que se escuchó en la habitación fue el tictac metálico del despertador de cuerda de Eduard. Éste volvió a cerrar los ojos hasta que sintió un movimiento en su cama.
Su primo había dejado caer la bolsa de cuero sobre las sábanas, al alcance de su mano.
– Que Dios me perdone -dijo Paul. Estaba llorando, de pie al lado de la cama, pero sin atreverse a mirarle directamente.
– A Él le trae sin cuidado lo que hacemos -dijo Eduard acariciando con los dedos la delicada piel de la bolsa-. Gracias, primo.
– Cuéntamelo, Eduard. Cuéntame lo que sabes.
El mutilado se aclaró la garganta antes de empezar. Habló despacio, como si cada una de las palabras que pronunciaba fuesen arrastradas fuera de sus pulmones, más que dichas.
– Ocurrió en 1905, como te han contado, y hasta ahí cualquier parecido con la realidad. Recuerdo bien que tío Hans estaba en una misión en África del Suroeste, porque me encantaba ese nombre y solía repetirlo una y otra vez mientras jugaba a buscarlo en los mapas. Una noche, cuando yo tenía diez años, escuché unos gritos en la biblioteca y bajé a ver qué estaba ocurriendo. Me sorprendí mucho al ver a tu padre visitándonos a aquellas horas. Discutía con el mío, sentados los dos alrededor de una mesa circular. Había otras dos personas en la habitación. Vi a uno, un hombre bajo y de rasgos delicados, como los de una chica, aunque no decía nada. Escuché a otro, al que no podía ver desde la puerta. Iba a pasar para saludar a tu padre, que siempre me traía regalos de sus viajes. Justo antes de entrar mi madre me agarró por la oreja y me arrastró a mi habitación. «¿Te han visto?», me preguntó. Y yo lo negué una y otra vez. «Bien, pues de esto no digas ni una palabra, nunca, ¿me has oído?» Y yo… le juré que nunca contaría nada.
Eduard se interrumpió, y Paul le agarró por el brazo. Quería por todos los medios que continuara, aunque era consciente del sufrimiento por el que estaba pasando su primo al sacar aquello a la luz.
– Tu madre y tú vinisteis a vivir con nosotros dos semanas después. Tú eras poco más que un bebé, y yo me alegré porque así tenía mi propio pelotón de valientes soldados con los que jugar. Ni siquiera pensé en la obvia mentira que me contaron mis padres, que la fragata del tío Hans se había hundido. Por ahí fueron diciendo otras cosas, rumores como que tu padre era un desertor que lo había perdido todo jugando y que había desaparecido en África. Esos rumores eran también falsos, pero no pensé en ellos y olvidé. Como olvidé lo que escuché poco después de que mi madre saliese de la habitación. O fingí que me había equivocado a pesar de que no había equivocación posible, con la excelente acústica de esta casa. Era fácil mirarte crecer, ver tu sonrisa feliz mientras jugábamos al escondite y mentirme a mí mismo. Luego fuiste haciéndote mayor, mayor para comprenderlo, mayor hasta tener la misma edad que yo aquella noche. Y yo me marché a la guerra.
– Dime ya qué oíste -dijo Paul, con un hilo de voz.
– Aquella noche escuché un disparo, primo.
Desde hacía un rato, el conocimiento de sí mismo y del mundo en general que tenía Paul se tambaleaba, como un jarrón de porcelana subido a una escalera a la que un demente fuera dando pequeños puntapiés. Aquella última frase fue el puntapié definitivo, y el imaginario jarrón de porcelana cayó, haciéndose trizas. Paul escuchó el estruendo que hizo al romperse, y también lo percibió Eduard en su rostro.
– Perdóname, Paul. Que Cristo me ayude, márchate.
El joven se levantó y se inclinó sobre la cama. La piel de su primo estaba fría, y cuando le besó en la frente fue como besar un espejo. Caminó hasta la puerta sin ser totalmente dueño de sus piernas, vagamente consciente de dejar abierta tras de sí la puerta de la habitación o de dejarse caer en el pasillo alfombrado.
Cuando sonó el disparo, apenas lo escuchó.
Sin embargo, la acústica del palacete, como Eduard había dicho, era excelente. Los primeros invitados en abandonar la fiesta, aquellos que intercambiaban besos al aire y promesas vanas en el vestíbulo mientras recogían los abrigos, oyeron un estampido amortiguado pero inconfundible. Habían escuchado demasiados en las últimas semanas como para equivocarse. Las conversaciones se fueron apagando al tiempo que el segundo y el tercer eco del estampido terminaban de rebotar por el hueco de la inmensa escalera de mármol.
Brunhilda, que en su papel de perfecta anfitriona despedía a un médico y su mujer a los que aborrecía, identificó el ruido, pero activó inmediatamente su mecanismo automático de defensa.
– Seguro que los chicos están jugando con petardos.
Las caras incrédulas brotaron a su alrededor como setas tras una tormenta. Apenas había una docena de personas, pero ya salían más por la puerta del salón. En breve todos los invitados sabrían que algo estaba pasando en su casa.
¡En mi casa!
Antes de dos horas sería la comidilla de todo Munich si no intervenía.
– Quedaos aquí, seguro que no es nada.
Apretó el paso cuando sintió el olor de la pólvora, que comenzaba a mitad de la escalera. Algunos de los invitados más valientes dirigían la cabeza hacia arriba, tal vez en espera de que Brunhilda les confirmase que estaban en un error, aunque sin poner el pie en la escalera; el tabú social de no acceder a las habitaciones en una fiesta era demasiado grande. El murmullo iba creciendo, y la baronesa deseó que Otto no fuera tan imprudente y tan imbécil como para seguirla, porque inevitablemente alguien querría acompañarle.
Cuando llegó arriba y vio a Paul sollozando en el pasillo, supo lo que había ocurrido sin necesidad de asomarse a la puerta de la habitación de Eduard.
Lo hizo, de todas maneras.
Sintió un espasmo de bilis subir hasta su garganta. La atenazaron el horror y otro sentimiento incongruente, que sólo más tarde comprendió, asqueada, que era alivio. O al menos la desaparición de la opresión que soportaba en el pecho desde que su hijo había vuelto mutilado de la guerra.
– ¿Qué has hecho? -dijo mirando a Paul-. ¡Qué has hecho, te digo!
El joven no levantó la cabeza de entre las manos.
– ¿Qué le hicisteis vosotros a mi padre, bruja?
Brunhilda dio un paso atrás. Por segunda vez aquella noche, alguien retrocedía ante la mención de Hans Reiner, e irónicamente quien lo hacía ahora era la misma persona que antes había pronunciado su nombre en actitud amenazante.
¿Cuánto sabes, niño? ¿Cuánto te dijo antes de…?
Quiso gritar, pero ni pudo ni se atrevió.
En vez de eso apretó los puños hasta clavarse las uñas en las manos, intentando tranquilizarse y decidir qué hacer al mismo tiempo, como había hecho una noche como aquella, catorce años atrás. Y cuando recobró un mínimo de compostura, volvió a bajar las escaleras. Se asomó con una ancha sonrisa al recibidor, desde el último rellano de la escalera. No descendió más, porque no se creyó capaz de mantener la farsa mucho tiempo delante de aquel mar de caras tensas.
– Tenéis que disculparnos. Unos amigos de mi hijo jugando con petardos, como me imaginaba. Si no os importa voy a atender el desastre que han causado -hizo un gesto hacia la madre de Paul-. Ilse, querida.
Los rostros se suavizaron al escuchar aquello, y los invitados se tranquilizaron al ver al ama de llaves subir las escaleras tras ella, con aire de normalidad. Ya tenían bastantes cotilleos acerca de la fiesta, y apenas podían esperar para llegar a sus casas y aburrir a sus familias con ellos.
– Ni se te ocurra chillar -fue todo lo que le dijo Brunhilda.
Ilse esperaba el escenario de una travesura infantil, y al ver a Paul en el pasillo, tuvo miedo. Cuando entreabrió la puerta de Eduard tuvo que morderse el puño para no gritar. Para alguien que lo observara desde fuera, no fue una reacción muy distinta a la de la baronesa, sólo que en el caso de Ilse hubo lágrimas además de horror.
– Pobre niño -dijo retorciéndose las manos.
Brunhilda contemplaba a su hermana con las suyas en las caderas.
– Pregúntale a tu hijo quién le dio la pistola a Eduard.
– Oh Dios santo, dime que eso no es cierto, Paul.
Sonó a súplica, pero sin esperanza. El joven no contestó, y Brunhilda se acercó a él exasperada, enarbolando su dedo índice.
– Llamaré al magistrado. Vas a pudrirte en la cárcel por darle una pistola a un pobre enfermo.
– ¿Qué le hicisteis a mi padre, bruja? -repitió Paul, levantándose despacio y encarándose con su tía, que esta vez no retrocedió, aunque estaba asustada.
– Hans murió en las colonias -dijo ella sin mucha convicción.
– No es cierto. Mi padre estuvo en esta casa antes de desaparecer, tu propio hijo me lo ha dicho.
– Eduard volvió enfermo y trastornado, inventando toda clase de historias inverosímiles debido a las heridas que sufrió en el frente. A pesar de que el médico le prohibió las visitas, tú has estado excitándole y le has dado un arma.
– ¡Mientes!
– Le has matado.
– Eso es mentira -dijo el joven, a quien sin embargo recorrió un escalofrío de duda y desconcierto.
– ¡Paul, ya basta!
– Marchaos de mi casa.
– No nos iremos a ninguna parte -dijo Paul.
– Tú decides -dijo Brunhilda volviéndose a Ilse-. El juez Strohmeyer aún está abajo, en la fiesta. Dentro de dos minutos bajaré a avisarle. Si no quieres que tu hijo duerma esta noche en Stadelheim, marchaos ahora mismo.
Ilse palideció de terror al escuchar el nombre de la prisión. Strohmeyer era un buen amigo del barón, y no haría falta demasiado para convencerle de acusar a Paul de homicidio. Agarró a su hijo por el brazo.
– ¡Vámonos Paul!
– No hasta que…
Ella le dio una bofetada, tan fuerte que se hizo daño en los dedos. El labio de Paul empezó a sangrar y él se quedó mirando a su madre, inmóvil.
Finalmente, la siguió.
Ilse no le permitió a su hijo hacer las maletas, ni siquiera pasaron por su habitación. Bajaron por la escalera de servicio y usaron la puerta de atrás para salir del palacete, escondiéndose por los callejones para evitar ser vistos.
Como criminales.
¿Se puede saber dónde diablos estabas?
El barón llegó furioso y cansado, con los bordes de la levita arrugados, el bigote revuelto y el monóculo colgando. Había pasado una hora desde que Ilse y Paul se marcharon, y la fiesta había continuado hasta entonces. Él había tenido que multiplicarse para despedir a todos los invitados hasta que se fue el último.
Sólo entonces el barón fue a buscar a su mujer. La encontró sentada en una silla que ella misma había sacado al pasillo del cuarto piso, donde aguardaba con la puerta de la habitación de Eduard cerrada. Ni con toda su inmensa fuerza de voluntad había sido Brunhilda capaz de volver a bajar a la fiesta. Cuando su marido apareció, ella le explicó lo que había en el cuarto, y Otto tuvo su cuota de dolor y remordimiento.
– Llamarás al juez por la mañana -dijo Brunhilda, con voz desapasionada y fría-. Diremos que lo encontramos así cuando fuimos a llevarle el desayuno. De esa forma se minimizará el escándalo. Es posible que no llegue a saberse.
Otto asintió con la cabeza. Retiró la mano del picaporte de la habitación de Eduard. No se había atrevido a entrar, ni lo haría jamás. Ni siquiera después de que las huellas de la tragedia se hubieran borrado de las paredes y el suelo.
– El juez me debe un favor, y creo que podrá arreglarse. Pero me pregunto quién le dio el arma. Él no pudo cogerla solo.
Cuando Brunhilda le contó lo que había hecho Paul y su propia reacción al expulsar a los Reiner, el barón se enfureció.
– ¿Te das cuenta de lo que has hecho?
– Aquí eran una amenaza, Otto.
– ¿Acaso no recuerdas lo que está en juego? ¿De qué ha servido entonces tenerlos en esta casa tantos años?
– Para mortificarme y calmar tu conciencia -dijo Brunhilda, con una amargura contenida durante años, que amenazaba con desbordarse.
Otto no se molestó en negarlo, pues era verdad.
– Y por algo más.
– Eduard habló con tu sobrino.
– Oh, Dios. ¿Sabes qué pudo contarle?
– Eso no importa. Después de marcharse esta noche se han convertido en sospechosos, aunque no les denunciemos mañana. No se atreverán a hablar, y no tienen pruebas de nada. A no ser que el chico averigüe algo.
– ¿Crees que me preocupa que descubran la verdad? Para eso tendría que encontrar a Clovis Nagel. Y Nagel hace mucho que no está en Alemania. Pero eso no resuelve nuestro problema. Sólo tu hermana sabe dónde está la carta de Hans Reiner.
– Vigílalos, entonces. A distancia prudencial.
Otto recapacitó durante unos instantes.
– Tengo al hombre perfecto para eso.
Hubo una tercera persona que estuvo presente en aquella conversación, aunque escondida en una esquina del pasillo. Esa persona escuchó sin comprender, y cuando largo rato después el matrimonio von Schroeder se retiró a su dormitorio, entró a la habitación de Eduard.
Cayó al suelo de rodillas al ver lo que había dentro. Cuando se levantó, los restos de inocencia que su madre no había conseguido quemar, las parcelas de su alma que ella no había conseguido sembrar con odio y envidia hacia su primo a lo largo de tantos años, estaban muertas, calcinadas.
Mataré a Paul Reiner por esto.
Ahora soy el heredero. Seré barón.
Fue incapaz de distinguir cuál de ambos pensamientos antagónicos le parecía más excitante.
Paul Reiner tiritaba bajo la fina lluvia de mayo. Su madre ya no tiraba de él, sino que caminaba a su lado por el barrio de Schwabing, el barrio de la bohemia, el corazón de Munich, el lugar donde ladrones y poetas alternaban en tabernas con pintores y putas hasta altas horas de la madrugada. Pocas, sin embargo, eran las que encontraban ya abiertas el joven y su madre, y no entraron en ninguna, ya que no tenían ni un penique.
– Refugiémonos en ese portal -dijo Paul.
– Vendrá de nuevo el sereno y nos echará, como las tres veces anteriores.
– Así no puedes seguir, mamá. Cogerás una pulmonía.
Ambos se apretujaron en el estrecho portal de un edificio que había conocido tiempos mejores. Al menos un saliente de la fachada les protegía de la lluvia, que empapaba aceras desiertas y adoquines desiguales. La tenue luz de las farolas creaba extraños reflejos en la superficie de las calles mojadas como Paul jamás había visto.
Sintió miedo y se apretó aún más contra su madre.
– ¿Aún llevas el reloj de pulsera de tu padre, verdad? -Sí -dijo Paul, algo asustado.
En la última hora ya le había hecho tres veces esa pregunta. La mujer estaba apagada y vacía, como si el esfuerzo que habría hecho para abofetear a su hijo y conducirle por los callejones lejos del palacete de los von Schroeder hubiera gastado una reserva de energía que ni ella misma imaginaba poseer, y que ahora se hubiese perdido para siempre. Tenía los ojos hundidos y las manos temblorosas.
– Mañana lo empeñaremos y todo se arreglará.
El reloj de pulsera no era nada extraordinario, ni siquiera era de oro. Paul se preguntó si les daría para algo más que una noche de pensión y, a lo sumo, una cena caliente.
– Es un plan estupendo -se forzó a decir.
– Necesitamos un sitio donde quedarnos, y luego pediré mi antiguo trabajo en la fábrica de pólvora.
– Pero madre… la fábrica de pólvora ya no existe. La desmantelaron cuando acabó la guerra.
Y fuiste tú quien me lo contó, pensó Paul, ahora realmente preocupado.
– Pronto saldrá el sol -dijo su madre.
Paul no respondió. Inclinó la cabeza, atento a los pasos rápidos y cadenciosos de las botas del sereno. Deseó que tan sólo se demorase lo suficiente como para que él pudiese cerrar los ojos un momento.
Estoy tan cansado… Y no comprendo nada de lo que ha ocurrido esta noche. Y ella está tan rara… tal vez ahora me diga la verdad.
– Mamá ¿qué sabes de lo que le ocurrió a papá?
Ilse pareció despertar durante unos instantes de su estado letárgico. En el fondo de sus ojos ardió una pequeña luz, como si el cansado soplido de un fuelle avivase el último rescoldo de una hoguera hace tiempo consumida. Tomó a Paul por la barbilla y le acarició la cara con dulzura.
– Paul, por favor. Olvídalo, borra todo lo que has escuchado esta noche. Tu padre fue un buen hombre que murió en un trágico naufragio. Prométeme que te aferrarás a eso, que no buscarás una verdad que no existe porque no soportaría perderte. Eres lo único que me queda. Mi niño Paul.
Los primeros destellos del amanecer alargaron las sombras sobre las calles de Munich, llevándose con ellos la lluvia.
– Prométemelo -insistió ella, en voz cada vez más baja.
Paul dudó antes de contestar.
– Te lo prometo.
¡Sooo!
El carro del carbonero se detuvo en Rheinstrasse con un chirrido. Los dos caballos piafaban intranquilos, los ojos cubiertos por las anteojeras y las grupas ennegrecidas por el sudor y el polvo de carbón. El carbonero bajó al suelo de un salto, y pasó distraídamente la mano por el lateral del carro, donde estaba pintado su nombre, Klaus Graf, aunque tan sólo llegaban a leerse las dos primeras letras.
– ¡Limpia esto, Willi! Me gusta que los clientes sepan quién les trae la materia prima -dijo, casi de buen humor.
El hombre que le acompañaba en el pescante se quitó el sombrero y sacó de dentro un trapo en el que había distantes recuerdos del color de la tela y se puso a bregar sobre la madera, silbando. Era la única manera que tenía de expresarse, porque era mudo. La melodía era suave y rápida: él también parecía contento.
Era el momento perfecto.
Paul llevaba siguiéndoles toda la mañana desde que salieron de la cochera que Graf tenía en Lehel. También les había estado observando el día anterior, y comprendió que su mejor oportunidad de que el carbonero le diese un empleo sería poco antes de la una de la tarde, justo después de su descanso del mediodía. Ambos hombres habían dado cuenta de grandes bocadillos y de un par de litros de cerveza cada uno. Ya habían dejado atrás el sopor malhumorado de la madrugada, con el rocío acumulándose sobre el carro mientras esperaban a que abriese el almacén de carbón. También estaban lejos del cansancio irascible del final del día, en el que sorbían en silencio la última cerveza de la jornada en la taberna más cercana a la última casa que les hubiese tocado abastecer, con el polvo cerrándoles la garganta.
Si no lo consigo, que Dios nos ayude, pensó Paul, desesperado.
Llevaban ya dos días intentando encontrar trabajo y apenas habían comido nada en todo aquel tiempo. El empeño del reloj les dio para dos noches de pensión y un desayuno a base de pan y cerveza. Su madre había insistido en preguntar en muchos sitios, pero pronto descubrieron que un empleo era una auténtica utopía en aquellos días. Las mujeres habían sido expulsadas de los puestos de trabajo que ocuparon durante la guerra una vez que los hombres regresaron al frente. No por gusto de los empleadores, desde luego.
– Maldito sea el gobierno y sus directrices -les había dicho un panadero a cuya tahona habían ido en busca del imposible-. Desde hace meses nos obligan a contratar a los veteranos de guerra, cuando las mujeres hacían el trabajo igual de bien y cobrando mucho menos.
– ¿Las mujeres hacían la misma tarea que los hombres? -le preguntó Paul con tono insolente. Estaba de mal humor. El estómago le rugía y el olor del pan cociéndose en los hornos estaba crispándole los nervios.
– Algunas mejor. Tenía una señora que era capaz de manejar la masa como nadie.
– Entonces, ¿por qué les pagaban menos?
– Bueno chico, es obvio -dijo el panadero encogiéndose de hombros-. Son mujeres.
Si había una lógica en ello, Paul no era capaz de entenderla, aunque tanto su madre como el resto de los empleados que se afanaban en el obrador asintieron con la cabeza.
– Ya lo entenderá cuando sea mayor -dijo uno de los empleados, mientras se marchaban. Y todos estallaron en carcajadas a sus espaldas.
Paul no había tenido mayor suerte. Lo primero que le preguntaba cualquiera, antes de averiguar si sabía hacer algo, es si era veterano de guerra. Había conseguido llevarse muchas decepciones en pocas horas, así que decidió afrontar el problema de manera más racional. Confiándose a la suerte, decidió seguir al carbonero, estudiarle y abordarle de la mejor manera posible. Habían conseguido dormir una tercera noche en la pensión, bajo la promesa de pagar al día siguiente, y la patrona se compadeció de ambos.
Incluso les dio un plato de sopa espesa, con pequeños trozos de patata flotando y un pedazo de pan negro.
Y allí estaba Paul, cruzando Rheinstrasse. Un lugar bullicioso y alegre, lleno de buhoneros, vendedores de periódicos y afiladores, que voceaban sus cajas de cerillas, las últimas noticias o los beneficios de unas tijeras bien afiladas. El olor de las panaderías se mezclaba con el de la bosta de los caballos, que en Schwabing proliferaban mucho más que los coches.
Paul aprovechó el momento en que el ayudante del carbonero fue a buscar al portero del edificio que iban a suministrar para que les abriese la puerta del sótano. Mientras, el carbonero iba preparando las enormes cestas de abedul en las que transportaban su mercancía.
Tal vez si está solo sea más amable. La gente se comporta diferente con los extraños cuando están sus subordinados delante, pensó mientras se acercaba.
– Buenas tardes, señor.
– ¿Qué tripa se te ha roto, muchacho?
– Necesito un trabajo.
– Piérdete, chico. No necesito a nadie.
– Soy fuerte, señor, y podría ayudarle a descargar ese carro a toda velocidad.
El carbonero se dignó mirar a Paul por primera vez, y lo hizo de arriba abajo. Éste seguía llevando pantalón negro, camisa blanca y chaleco, y seguía pareciendo un camarero. Comparado con el corpulento y regordete hombretón que tenía enfrente, Paul se sintió un alfeñique.
– ¿Cuántos años tienes, muchacho?
– Diecisiete, señor -mintió Paul.
– Ni tía Bertha, que era malísima para calcular la edad de la gente la pobre, te echaría más de quince. Además estás escuálido. Lárgate.
– El día 22 de mayo cumplo dieciséis años, señor -dijo Paul con tono ofendido.
– De todas maneras no me sirves.
– Puedo perfectamente acarrear la cesta del carbón, señor.
Con gran agilidad se subió al carro, cogió una pala y llenó una de las cestas hasta arriba. Después, procurando que no se le notase el esfuerzo, se colocó las correas al hombro. Notaba cómo las sujeciones le destrozaban los hombros y los riñones bajo los más de cincuenta kilos de peso, pero se las arregló para sonreír.
– ¿Lo ve? -dijo poniendo toda su fuerza de voluntad en mantener las piernas rectas.
– Chico, no se trata sólo de levantar una cesta -dijo el carbonero, sacando un paquete de tabaco del bolsillo y encendiendo una maltrecha pipa-. Mi anciana tía Lotte podría levantar esa cesta sin tantos aspavientos como tú has hecho. Se trata de caminar con ella por unas escaleras húmedas y resbaladizas como ingle de cabaretera. En los sótanos a los que bajamos casi nunca hay luz, porque a los administradores de los edificios les importa un bledo si nos rompemos la crisma. Y puede que bajases una vez, o tal vez dos, pero a la tercera…
Las rodillas y el hombro de Paul no soportaron más el peso y el joven cayó de bruces sobre la pila de carbón.
– … te desplomarías, como acabas de comprobar. Y si esto te pasase en una de esas escaleras tan estrechas, no sería la tuya la única calabaza que se rompiera.
El joven se incorporó a duras penas.
– Pero…
– No hay pero que valga, chico. Baja de mi carro.
– Yo… podría decirle una manera de mejorar su negocio.
– Lo que me faltaba… ¿y cuál sería? -dijo el carbonero, soltando una carcajada irónica.
– Usted tarda mucho tiempo desde que termina una entrega hasta que empieza la siguiente porque tiene que ir a los almacenes a buscar más carbón. Si comprara un segundo carro…
– ¿Ésa es tu brillante idea? Un buen carro con ejes de acero para que resista todo el peso que llevamos encima cuesta al menos siete mil marcos, y eso sin contar los arreos y los caballos. ¿Tienes tú siete mil mareos en esos pantalones arrugados, chico? Me parece que no.
– Pero usted…
– Yo bastante tengo con pagar el carbón y mantener a mi familia. ¿Crees que no he pensado muchas veces en comprar otro carro? Lo siento chico -dijo suavizando un poco el tono al ver el abatimiento del muchacho- pero no puedo ayudarte.
Paul agachó la cabeza, derrotado. Tendría que buscar trabajo en otro lugar, y deprisa, porque la patrona no tendría paciencia durante mucho más tiempo. Estaba bajando del carro cuando un grupo de personas se acercó hasta ellos.
– ¡Vaya, Klaus! ¿Una nueva incorporación?
El ayudante de Klaus regresaba con el portero de la finca, aunque también venía con ellos un hombre ya mayor, bajito y calvo, con gafas redondas y maletín de cuero, que era el que se dirigía con tono jovial al carbonero.
– No, señor Finken. Es tan sólo un chico que viene a pedir trabajo, pero ya se iba.
– Pues lleva en la cara las señales de su oficio.
– Parecía empeñado en probar la tarea, señor. ¿Qué se le ofrece?
– Verá Klaus, tengo otro compromiso, y he pensado en dejarle pagado el carbón de este mes. ¿Ésa es toda la carga?
– Sí, señor, las dos toneladas que encargó, hasta la última onza.
– Confío plenamente en usted, Klaus.
Al escuchar aquellas palabras, Paul se dio la vuelta. Acababa de comprender cuál era el auténtico capital del carbonero.
Confianza. Y maldita sea si no puede convertirse eso en dinero. Al menos si me escuchan, pensó, acercándose de nuevo al grupo.
– Bien, pues si no tiene inconveniente… -estaba diciendo Klaus.
– ¡Un momento!
– ¿Se puede saber qué haces aquí, chico? Te he dicho que no te necesito.
– Me necesitaría si tuviera otro carro, señor.
– ¿Estás tonto o qué? ¡No tengo otro carro! Perdone usted, señor Finken, este loco se me ha pegado por la calle.
El ayudante del carbonero, que ya llevaba un rato echándole miradas desconfiadas a Paul, hizo un ademán hacia él, pero su jefe le detuvo con un gesto. No quería montar una escena delante del cliente.
– Si yo le proporcionase los medios para comprarse otro carro -dijo Paul, apartándose del ayudante e intentando parecer digno al mismo tiempo- ¿me contrataría?
Klaus se rascó la cabeza.
– Bueno, supongo que sí -dijo a regañadientes.
– De acuerdo. ¿Sería tan amable de decirme cuál es su margen por traer el carbón?
– El mismo que el de todo el mundo, chico. Un honrado ocho por ciento.
Paul hizo unos rápidos cálculos.
– Señor Finken, ¿aceptaría usted pagarle por adelantado al señor Graf mil marcos ahora mismo a cambio de una rebaja del cuatro por ciento en el precio del carbón durante un año?
– Eso es una buena cantidad de dinero, muchacho -dijo Finken.
– ¿Pero qué dices, chico? Yo no aceptaría dinero de mis clientes por adelantado.
– En realidad es una oferta muy tentadora, Klaus. Supondría un gran ahorro para la finca -dijo el viejo administrador.
– ¿Lo ve? -dijo Paul, eufórico- Sólo tiene que ofrecerle la misma oferta a seis clientes más. Todos aceptarán, señor. He notado que la gente confía en su palabra.
– Eso es cierto, Klaus.
Por un momento el pecho del carbonero se infló como el de un pavo, aunque enseguida vinieron las quejas.
– Pero -dijo el carbonero sin acabar de verlo claro- si reducimos los márgenes, ¿de qué viviré?
– Con otro carro hará su trabajo el doble de rápido. Enseguida recuperará el dinero. Y habrá dos carros con su nombre pintado paseando a la vez por Munich.
– Dos carros con mi nombre…
– Claro que al principio irá un poco justo. Al fin y al cabo tendrá que pagar un sueldo más.
El carbonero miró al administrador y éste sonrió.
– Por Dios, Klaus, contrate a este chico o lo haré yo. Tiene una cabeza prodigiosa para los negocios.
– De acuerdo, chico. Estás dentro. Pero escúchame bien, como esto no funcione te arrancaré la piel a tiras.
Klaus llevó a Paul con él durante el resto de la jornada, y fue el joven quien se encargó de hablar con los administradores de las fincas. De los diez primeros, siete aceptaron el trato, y tan sólo cuatro exigieron una garantía por escrito.
– Parece que tendrá su carro, señor Graf.
– Ahora tendremos un maldito montón de trabajo. Y habrá que buscar nuevos clientes.
– Yo había pensado que usted…
– Nada de eso, chico. Se te da bien la gente, aunque seas un poco tímido, como la buena de mi tía Irmuska. Creo que lo harás muy bien.
El muchacho guardó silencio unos instantes, considerando los sucesos del día y luego se dirigió de nuevo al carbonero.
– Señor, antes de aceptar quisiera hacerle una pregunta.
– ¿Qué diablos quieres? -dijo Klaus, impaciente.
– ¿De verdad tiene usted tantas tías, señor Graf?
El carbonero soltó una enorme carcajada.
– Mi madre tenía catorce hermanas, chico. Lo creas o no.
Con Paul encargándose de las recogidas del carbón y de conseguir nuevos clientes, el negocio comenzó a prosperar. El joven conducía un carro lleno desde los almacenes de la ribera del Isar hasta la casa donde Klaus y Hulbert -que así se llamaba el mudo ayudante- finalizaban su descarga. Primero cepillaba a los caballos y les daba agua con un cubo. Luego cambiaba los tiros, y enganchaba el par de animales de refresco al carro que acababa de traer.
Después echaba una mano a sus compañeros para poder llevarse cuanto antes el carro vacío. Al principio con dificultad, pero, a medida que se fue acostumbrando y sus hombros se ensanchaban, fue capaz de cargar con las enormes cestas. Acabada esa finca volvía a azuzar a los caballos de vuelta a los almacenes, canturreando feliz, mientras los otros se dirigían a una nueva casa.
Por su parte, Ilse había encontrado quehacer ayudando a la patrona de la pensión en la que se hospedaban, y a cambio ésta les hizo una pequeña rebaja en el alquiler, lo cual estaba bien porque el sueldo de carbonero apenas alcanzaba para ambos.
– Ojalá pudiera rebajarle más, señor Reiner, pero tampoco es que necesite mucha ayuda -le dijo.
Paul asintió, sabiendo que se refería a que su madre tampoco ayudaba en exceso. Otros inquilinos de la pensión le habían susurrado que a veces Ilse se quedaba ensimismada en mitad del pasillo a medio barrer o con una patata a medio pelar, aferrando la escoba o el cuchillo y mirando a la nada.
Preocupado, habló con su madre, que negó todo. Cuando Paul insistió e insistió, Ilse acabó admitiéndolo en parte.
– Puede que haya estado un poco distraída últimamente. Demasiadas emociones -dijo acariciándole la cara.
Todo será cuestión de tiempo, pensó Paul. Lo hemos pasado muy mal.
Sin embargo sospechaba que había algo más, algo que su madre le ocultaba. Seguía dispuesto a averiguar la verdad sobre la muerte de su padre, pero no sabía por dónde empezar. Sería imposible aproximarse a los von Schroeder, al menos mientras contasen con el favor del juez. Podrían meter a Paul en la cárcel en cualquier momento, y eso era algo a lo que no podía arriesgarse, y menos con su madre así.
Aquella cuestión le carcomía por las noches. Al menos ahora podía soñar despierto sin temor a despertar a su madre, ya que dormían en cuartos separados por primera vez en su vida. Paul se había cambiado a uno en el segundo piso, interior y más pequeño que el de Ilse, pero donde podía gozar de intimidad.
– Nada de llevar chicas a las habitaciones, señor Reiner -le decía la patrona al menos una vez por semana. Y Paul, que tenía la imaginación y las necesidades de cualquier chico sano de dieciséis años, también encontraba tiempo para fantasear sobre ese tema.
Durante los meses siguientes Alemania se inventó de nuevo a sí misma, al igual que los Reiner. Un nuevo gobierno firmó el Tratado de Versalles a finales de junio de 1919, señalando un único culpable de la guerra, Alemania, y unas reparaciones económicas descomunales. En las calles latía una suerte de indignación tranquila ante la humillación a la que los Aliados sometían a los germanos, pero en general la gente respiró tranquila durante un tiempo. A mediados de agosto se aprobó una nueva Constitución.
Paul comenzó a sentir que su vida recuperaba un orden. Precario, pero orden al fin. También fue olvidándose gradualmente del misterio acerca de su padre. Ya fuera por la dificultad de la tarea, ya por el miedo de afrontarla, ya por la obligación creciente de cuidar de Ilse.
Hasta que un día, en mitad de un descanso de mañana como en el que había ido a pedir trabajo, Klaus apartó la jarra vacía de cerveza, hizo una pelota con el papel del bocadillo y devolvió al joven a la realidad.
– Tú pareces un chico inteligente, Paul. ¿Cómo es que no estás estudiando?
– Cosas de la vida. La guerra. La gente -dijo él encogiéndose de hombros.
– Contra la vida y la guerra no se puede hacer nada, pero la gente… a la gente puedes devolverle el golpe, Paul -respondió el carbonero, expulsando una nube de humo azulado-. ¿Tú eres de los que devuelven el golpe?
Paul sintió de repente desazón e impotencia.
– ¿Y si sabes que te han golpeado pero no sabes ni quién ni cómo?
– Pues no se deja piedra sobre piedra hasta que se averigua, claro.
Munich guardaba silencio.
En un lujoso edificio de la orilla este del Isar, sin embargo, se oía un murmullo quedo. Nada suficientemente fuerte para despertar a ninguno de los habitantes de la casa. Sólo un sordo rumor que venía de uno de los cuartos que daban a la plaza.
Era una habitación pasada de moda, infantil, poco acorde con la edad de su dueña. Ella la había abandonado cinco años atrás, y aún no había tenido tiempo para cambiar el papel de las paredes, las estanterías repletas de muñecas o la cama con dosel rosa. Sin embargo, en una noche como aquella, su corazón vulnerable agradecía todos aquellos objetos que le devolvían a la seguridad de un mundo que dejó mucho tiempo atrás. Pero su carácter se maldecía por haber retrocedido tanto en su independencia y su resolución.
Ese sordo rumor era llanto, ahogado por la almohada.
Sobre la cama había una carta, de la que entre el revoltijo de sábanas sólo se alcanzaba a leer los primeros párrafos.
Columbus, Ohio, 7 de abril de 1920
Queridísima Alys:
Espero que la presente te encuentre bien. No sabes lo mucho que te echamos de menos, pues ya quedan tan sólo dos semanas para que se inicie la temporada de bailes. Este año podremos ir todas las amigas juntas, sin nuestros padres pero con chaperona. ¡Al menos podremos ir a más de un baile al mes!
La noticia del año, empero, es el compromiso de mi hermano Prescott con una chica del este, Dotty Walker. Todo el mundo habla de la fortuna de su padre, George Herbert Walker, y de qué buena pareja hacen ambos. Mamá está de lo más contenta con la boda, ojalá pudieras estar aquí porque será la primera boda de la familia y tú eres una de nosotros.
La joven lloraba despacio, como si no terminase de reconocer las lágrimas como suyas. Con el brazo derecho se aferraba a una muñeca, y cuando se dio cuenta la arrojó al otro lado de la habitación.
Soy una mujer. Una mujer.
Lentamente, la misma mano que acababa de arrojar la muñeca buscó a tientas el borde del camisón, a mitad de sus muslos, y tiró de él hacia arriba. La otra mano peleó durante un instante con el elástico de sus bragas, abriendo hueco para que la derecha se colase dentro, pegada a la fina piel del estómago.
Empezó a moverse despacio.
Pensó en Prescott, o al menos en lo que recordaba del muchacho; estaban juntos bajo el camino de robles de la casa de Columbia, y él le susurraba al oído mientras la abrazaba. Su cuerpo estaba caliente y sudoroso. Pero cuando alzó la mirada descubrió que el chico no era moreno y fuerte, como Prescott, sino rubio y delgado. Un rostro que ella, envuelta en su ensoñación, no atinó a reconocer.
Sus manos se movieron más deprisa, y el sordo rumor del llanto fue cesando, hasta que comenzó otra vez.
Sólo que ya no era llanto.
Ocurrió tan deprisa que ni el destino podría haberlo preparado.
– ¿Maldita sea, Paul, dónde cojones estabas?
Paul acababa de llegar a Prinzregentenplatz con el carro lleno, y como siempre que trabajaban en los barrios de los ricos, Klaus estaba de un humor infernal. Allí el tráfico era terrible. Los coches y los tranvías libraban una eterna batalla rodante contra los carromatos de los cerveceros, las carretillas de mano pilotadas por resabiados repartidores e incluso las bicicletas de los funcionarios. Los guardias pasaban por la plaza cada diez minutos, intentando imponer orden en aquel caos, caras inescrutables bajo los cascos de cuero. Ya le habían avisado en dos ocasiones de que debían darse prisa para descargar, si no querían recibir una buena multa.
Los carboneros no podían permitírsela. Aunque aquel mes de diciembre de 1920 habían recibido muchos encargos, hacía tan sólo quince días la encefalomielitis se había llevado a dos de los caballos, y habían tenido que reemplazarlos entre las lágrimas de Hulbert, que vivía tan sólo para aquellos animales. Como no tenía familia, incluso dormía con ellos en la cochera. Klaus había usado hasta el último penique que había conseguido reunir para comprar las bestias, y ahora cualquier gasto imprevisto podría hundirles en la ruina.
No era de extrañar que aquella tarde el carbonero estuviese gritándole desde que el carro dobló la esquina.
– Había un atasco enorme en el puente, señor.
– ¡Me da igual! Baja aquí y ayúdanos con la carga antes de que vuelvan esos buitres.
Paul saltó del pescante y comenzó a acarrear cestas. Ahora lo hacía con mucho menos esfuerzo. Aunque, más cerca de los diecisiete que de los dieciséis, su desarrollo distaba mucho aún de ser completo y era más bien delgado, sus brazos y piernas eran pura fibra.
Quedaban apenas cinco o seis cestas para terminar la descarga, y empezaron a acelerar, escuchando cada vez más cerca el rítmico e impaciente clip clop clip de los caballos de los guardias.
– ¡Ya vienen! -chilló Klaus.
Paul bajó su penúltima carga casi a la carrera, la arrojó a la carbonera con las gotas de sudor rodándole por la frente, y volvió a correr escaleras arriba hacia la calle. Justo cuando asomaba la cabeza, un objeto le golpeó en plena cara.
Durante un instante el mundo se detuvo a su alrededor. Paul apenas notó cómo su cuerpo, llevado por la inercia, giraba en el aire durante medio segundo. Sus pies patinaron en las resbaladizas escaleras. Manoteó en el aire y luego cayó hacia atrás. No tuvo tiempo de sentir dolor, porque la oscuridad le cubrió antes.
Diez segundos antes, Alys y Manfred Tannenbaum bajaban por la plaza, paseando de vuelta de un parque cercano, donde la joven había llevado a su hermano para que corriera un poco antes de que la tierra estuviese demasiado helada. Aquella noche habían caído las primeras nieves. Aunque no habían llegado a cuajar, pronto el niño pasaría tres o cuatro semanas sin poder mover las piernas a gusto.
Manfred exprimía al máximo los últimos minutos. El día anterior había rescatado de un armario su vieja pelota de fútbol, y ahora iba dándole patadas y haciéndola rebotar en las paredes, ante las miradas reprobatorias de los viandantes. En otras circunstancias Alys les hubiera puesto mala cara -no soportaba a los que creían que los niños eran una molesta plaga- pero aquel día se sentía melancólica e insegura. Iba concentrada en el vaho que formaba su aliento en aquella tarde tan fría, perdida en sus pensamientos y prestando a Manfred la atención justa para que llevase el balón en la mano al cruzar las calles.
Justo cuando quedaban unos metros para llegar a casa, el chico vio abiertas las puertas del sótano, imaginó que era la portería del estadio de Grünwalder y chutó con todas sus fuerzas. La pelota, de cuero durísimo, trazó un arco perfecto y acertó en plena cara a un hombre, que desapareció escaleras abajo.
– ¡Manfred, cuidado!
A Alys el grito enfadado se le convirtió en chillido cuando vio que había golpeado a una persona. Su hermano se quedó clavado en la acera, muerto de miedo. La joven corrió hacia la puerta del sótano, pero uno de los compañeros del caído, bajito y con un amorfo sombrero, ya se le había adelantado.
– ¡Maldita sea! Siempre supe que el muy idiota se caería -dijo otro de los carboneros, un hombre mayor. Él no se había movido del carro, retorciéndose las manos y echando inquietas miradas hacia la esquina de Possartstrasse, como si temiese lo que pudiese aparecer por allí.
Alys se paró justo al borde de las escaleras del sótano, pero no se atrevió a bajar. Durante unos segundos horribles, se quedó mirando el rectángulo de oscuridad, hasta que una figura surgió, como si el color negro hubiese cobrado forma humana. Era el compañero del carbonero, el que había sobrepasado a Alys, y llevaba en volandas al que se había caído.
– Dios santo, si no es más que un crío…
Al herido el brazo izquierdo le colgaba en un ángulo extraño, y tenía rasgados los pantalones y la chaqueta. Tenía heridas en la cabeza y en los antebrazos, y la sangre formaba una mezcla marrón y espesa sobre su cara al mezclarse con el polvo de carbón. Sus ojos estaban cerrados, y no reaccionó cuando el otro le depositó en el suelo e intentó enjugarle la sangre con un trapo mugriento que se sacó del sombrero.
Espero que esté sólo inconsciente, pensó agachándose y tomando su mano buena.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Alys al del sombrero.
Éste se encogió de hombros, se señaló la garganta y meneó la cabeza. Alys comprendió.
– ¿Puedes oírme? -dijo temiendo que fuera sordo además de mudo- ¡Tenemos que ayudarle!
El del sombrero no le hizo caso y se dio la vuelta, mirando hacia los carros del carbón y abriendo los ojos como platos. El otro carbonero, el viejo, se había subido al pescante del primer carro, el que estaba lleno, y buscaba las riendas desesperado. Hizo restallar la fusta, trazando en el aire un ocho desmañado. Los dos caballos arrancaron con un bufido.
– ¡Vamos, Hulbert!
El del sombrero dudó un momento. Dio un paso hacia el otro carro, luego pareció arrepentirse y se giró. Puso el trapo manchado de sangre en las manos de Alys, que no salía de su asombro ante la canallada de aquellos hombres. Luego se dio la vuelta y siguió el ejemplo del viejo.
– ¡Vuelvan! ¡No pueden dejarle aquí solo!
La joven dio una patada en el suelo. Rabiosa, furiosa e inútil.
Para Alys la parte más complicada no fue convencer a los guardias de que le dejaran atender al herido en su casa, sino vencer la resistencia de Doris a dejarle entrar. Tuvo que gritarle casi tan fuerte como había gritado a Manfred para que se moviera de una maldita vez y buscara ayuda. Finalmente su hermano obedeció y dos criados se abrieron paso entre el círculo de curiosos y cargaron al joven en el ascensor.
– Señorita Alys, ya sabe que el señor no quiere a extraños en casa, y mucho menos cuando él no está. Me opongo firmemente.
El carbonero colgaba desmadejado e inconsciente entre los criados, que eran demasiado mayores para sostenerle mucho rato. Estaban en el rellano de la escalera, y el ama de llaves les bloqueaba el paso.
– No podemos dejarle aquí, Doris. Tiene que verle un médico.
– No es nuestra responsabilidad.
– Lo es teniendo en cuenta que el accidente ha sido culpa de Manfred -dijo ella señalando al niño, que estaba pálido a su lado, sosteniendo la pelota muy lejos del cuerpo como si temiera que pudiera volver a hacer daño a alguien.
– He dicho que no. Hay hospitales para… para gente como él.
– En casa estará mejor atendido.
Doris le miró fijamente, como si no creyera lo que estaba oyendo. Después torció la boca en una sonrisa condescendiente. Sabía perfectamente qué palabras pronunciar para enfurecerla y las escogió con crueldad.
– Señorita, es usted demasiado niña para…
Hasta aquí podíamos llegar, pensó Alys, sintiendo como el enfado y el rubor le coloreaban el rostro. Pero esta vez no te va a funcionar.
– Doris, con todo el respeto del mundo, apártese.
Avanzó hacia la puerta y la empujó con ambas manos. El ama de llaves intentó cerrarla, pero era demasiado tarde y la madera le golpeó en el hombro. Cayó de culo sobre la alfombra del recibidor, mirando impotente como los hermanos Tannenbaum encabezaban a los dos criados al interior de la casa. Éstos esquivaron su mirada, y Doris estuvo segura de que intentaban no reírse.
– Esto no quedará así. Le diré a vuestro padre lo que ha ocurrido -dijo enfurecida.
– Puede estar tranquila, Doris. Cuando vuelva mañana de Dachau se lo diré yo misma -respondió Alys sin volverse.
Interiormente no estaba tan segura como dejaban traslucir sus palabras. Sabía que habría problemas con su padre, pero en aquel momento no estaba dispuesta a permitir que el ama de llaves se saliese con la suya.
– Cierre un poco más los ojos. No quiero que le entre yodo. Así.
Alys entró despacio a la habitación de invitados, procurando no interrumpir al doctor, que limpiaba la frente del herido. Doris estaba hecha una furia en la esquina de la habitación, y no perdía ocasión de carraspear, agitar los pies y mostrar su impaciencia en todo momento. Al ver que Alys entraba, redobló sus esfuerzos. La joven la ignoró y observó al carbonero tendido sobre la cama.
La colcha está completamente echada a perder, desde luego, estaba pensando Alys cuando sus ojos se encontraron con los del herido y le reconocieron.
¡El camarero de la fiesta! No, no puede ser él.
Pero sí lo era, porque le vio abrir mucho los ojos y alzar las cejas. Había pasado más de un año, pero ella seguía recordándole. De repente comprendió cuál era el rostro de cabellos rubios que se colaba en sus fantasías cuando ella intentaba visualizar a Prescott. Comprobó con el rabillo del ojo que Doris no le quitaba la vista de encima, así que fingió un bostezo y abrió la puerta de la habitación. Usándola como pantalla entre ella y el ama de llaves, miró a Paul y se llevó un dedo a los labios.
– ¿Cómo está? -preguntó Alys cuando el médico salió por fin al pasillo.
Éste era un hombrecillo flaco de ojos saltones que cuidaba de los Tannenbaum desde antes de que Alys naciera. Cuando su madre murió de gripe, la joven pasó muchas noches en vela odiándole por no haberla salvado, aunque ahora su extraño aspecto tan sólo le producía escalofrío, similar al del estetoscopio sobre la piel.
– Tiene el brazo izquierdo roto, aunque parece una fractura limpia. Le he puesto una férula y vendas, debería estar bien en seis semanas. Procuren que no lo mueva.
– ¿Qué hay de la cabeza?
– El resto de heridas son superficiales, debió hacérselas al rasparse con el borde de los escalones, aunque ha sangrado bastante. Le he desinfectado la de la frente, aunque debería darse un buen baño lo antes posible.
– ¿Puede marcharse ya, doctor?
El médico saludó con la cabeza a Doris, que acababa de cerrar la puerta tras él y parecía ansiosa de librarse cuanto antes del enfermo.
– Yo recomendaría que durmiese aquí esta noche. Buenas noches -dijo calándose el sombrero.
– Así lo haremos, doctor. Muchas gracias -le despidió Alys, mirando a Doris desafiante.
Paul se retorció en la bañera, incómodo. Tenía que dejar el brazo izquierdo fuera del agua para que no se le mojase la férula, y con el cuerpo lleno de moratones no había postura en la que no le doliese algo. Miraba a su alrededor asombrado del lujo que le rodeaba. El palacete del barón von Schroeder, pese a que en su día fue una de las fincas más cotizadas de Munich, no tenía las comodidades de las que disponía aquel piso, empezando por el agua caliente directamente desde el grifo. A menudo era él quien tenía que acarrear el agua caliente desde la cocina cada vez que alguien de la familia quería bañarse, lo que ocurría a diario.
Eso por no comparar aquel cuarto de baño con el armario con lavabo y taza que tenían en la pensión.
Y es la casa de ella. Creí que nunca volvería a verla. Es una pena que se avergüence de mí, pensó, recordando entristecido cómo ella le había mandado callar.
– El agua está muy negra.
Paul alzó la vista, sorprendido. Alys estaba en la puerta del baño, con una mueca divertida en la cara. A pesar de que el nivel de la bañera le llegaba casi hasta los hombros y de que la superficie del agua estaba cubierta de espuma grisácea, el joven no pudo evitar ponerse colorado.
– ¿Qué haces aquí?
– Equilibrar la balanza -dijo ella, sonriendo ante el pobre intento de Paul de cubrirse con una sola mano-. Te debía una por haberme rescatado.
– Teniendo en cuenta que fue un balonazo de tu hermano el que me tiró por esas escaleras yo diría que me sigues debiendo una.
Alys no respondió. Le miró detenidamente, fijándose en sus hombros y en el brazo fibroso y de músculos marcados. La piel, desprovista del polvo del carbón, era muy clara.
Me pregunto si será suave. Desde luego lo parece, pensó Alys.
– De todas maneras, gracias, Alys -dijo Paul, tomando el silencio de ella como un mudo reproche.
– Recuerdas mi nombre.
Ahora le tocó a Paul no responder. El brillo en los ojos de Alys era extraño, y tuvo que apartar la mirada.
– Te has ensanchado bastante este año -siguió ella al cabo de un rato.
– Son esas cestas. Pesan mucho, pero al cabo de un tiempo te hacen más fuerte.
– ¿Cómo acabaste repartiendo carbón?
– Es una larga historia.
Ella cogió un taburete que había en una esquina del baño y se sentó más cerca de él.
– Puedes contármela. Tenemos tiempo.
– ¿No tienes miedo de que te pillen aquí?
– Yo me fui a la cama hace media hora. El ama de llaves se aseguró de ello. Pero no fue tan difícil esquivarla para venir aquí.
Paul cogió la pastilla de jabón y comenzó a darle vueltas en la mano. La espuma estaba desapareciendo.
– Después de la fiesta tuve una discusión muy fuerte con mi tía.
– ¿Por culpa de tu primo?
– Es por algo que pasó hace muchos años, algo relacionado con mi padre. Mi madre me dijo que había muerto en un naufragio, pero el día de la fiesta me enteré de que llevaba años mintiéndome.
– Eso es algo que los adultos siempre hacen -dijo Alys con un suspiro.
– Nos echaron a mi madre y a mí. Y este trabajo fue lo mejor que pude conseguir.
– Tienes suerte, supongo.
– ¿Llamas a esto suerte? -dijo Paul con un respingo-. Trabajar desde antes del amanecer hasta la puesta de sol, con tan poco futuro como peniques en el bolsillo. Menuda suerte.
– Tienes un trabajo, tienes independencia, tienes tu propio respeto. Eso ya es algo -respondió ella, molesta.
– Podría cambiarlo por un poco de esto -dijo él señalando a su alrededor.
– No tienes ni idea de lo que te estoy hablando, ¿verdad Paul?
– Más de la que te crees -escupió, sin poder contenerse-. Lo que tienes de guapa e inteligente lo estropeas con esa fachada de quejica rebelde, que dedica más tiempo a lamentarse de su lujosa situación y a plantearse cómo la ven los demás que a correr riesgos y luchar por lo que realmente quiere.
Se calló, de repente, consciente de todo lo que había dicho. Vio la emoción bailar en los ojos de ella como una hoguera soplada por un fuelle. Abrió la boca para disculparse, pero supuso que sería peor y no dijo nada.
Alys se levantó del taburete, despacio. Por un momento Paul creyó que iba a marcharse, aunque ésa fue sólo una de las muchas veces que interpretaría mal a la joven en los años sucesivos. Ella se acercó aún más a la bañera, se arrodilló junto a él e inclinándose por encima del agua le besó en los labios. Paul al principio se quedó paralizado, pero luego poco a poco respondió al beso.
Alys se retiró y le miró fijamente. Paul comprendió en dónde residía la belleza de aquella mujer: era en el destello desafiante que latía tras sus pupilas. Adelantó el cuerpo y la besó, aunque esta vez abriendo ligeramente la boca. Alys respondió con su lengua, tímida al principio, anhelante después. Al cabo de un rato la joven rompió el contacto.
Volvieron a mirarse y ella introdujo el brazo entero en el agua.
– ¿Qué haces? -dijo Paul con voz ronca.
– Correr riesgos.
Estaba más fría de lo que se esperaba.
Lo primero que tocó fue el vientre de él, y lo encontró terso y firme como una tabla. Acarició la línea de los músculos sin dejar de mirarle a los ojos, sin importarle que el agua sucia empapase la manga de su vestido. Rozó el vello púbico y la mano chocó con su pene, duro como un palo. Paul soltó un gemido y cerró los ojos.
– ¿Te he hecho daño?
– No -tragó saliva-. Nada.
Rodeó el pene con los dedos. Lo encontró mucho más grueso de lo que se había imaginado. Su experiencia se reducía a los grabados de las revistas que su padre guardaba en el buró de su despacho. A veces ella se escabullía de su cuarto por la noche para hojearlas, con el corazón latiendo a toda máquina por el miedo a que la descubriese allí, agazapada junto a la ventana, leyendo a la luz de la luna. Los relatos que acompañaban a los dibujos tenían un lenguaje que se le antojaba a la vez risible y provocador, plagado de adjetivos extravagantes.
En ese momento las emociones que había sentido le parecían una pálida sombra de lo que estaba experimentando al acariciar a Paul. Aquello era real.
– No pares -dijo él, con una voz ajena, extraña.
Nadie le había hecho esto antes, pensó Alys, orgullosa y excitada.
Deseó quitarse la ropa y meterse con Paul en la bañera, introducir su miembro dentro de ella. Comprobó que él seguía teniendo los ojos cerrados y deslizó una mano por debajo de su falda, acariciándose despacio.
Entonces escuchó la puerta de la habitación.
Alys se puso de pie inmediatamente y se alejó de Paul, pero era demasiado tarde. Su padre entró en el cuarto de baño. Apenas la miró, no hizo falta. La manga de su vestido estaba completamente empapada, e incluso un hombre sin demasiada imaginación como Josef Tannenbaum se hizo una idea de lo que estaba sucediendo allí un momento antes.
– A tu habitación.
– Pero papá… -balbuceó ella, sin saber qué decir.
– ¡Ahora!
La joven se echó a llorar y salió corriendo. En el camino casi tropezó con Doris, que le dedicó una sonrisa de triunfo.
– Ya ve, señorita, su padre regresó antes de lo previsto. ¿No es estupendo?
Paul se sentía completamente indefenso, desnudo en el agua cada vez más fría. Cuando Tannenbaum se acercó, intentó ponerse en pie, pero el empresario le agarró el hombro con crueldad. A pesar de que era más bajo que Paul, tenía más fuerza de la que aparentaba su aspecto rollizo. El joven forcejeó, pero sentado en la bañera resbaladiza y con tan sólo un brazo como punto de apoyo, levantarse le fue imposible.
El otro se sentó en el taburete donde Alys había estado unos minutos antes. No dejó de apretarle el hombro en ningún momento, y Paul tuvo miedo de que de repente decidiera empujar y hundirle la cabeza en el agua.
– ¿Cómo te llamas, carbonero?
– Paul Reiner.
– No eres judío, ¿verdad, Reiner?
– No, señor.
– Escúchame bien, Reiner -dijo Tannenbaum, suavizando el tono, como un domador le hablaría al último perro de la camada, el que más tarda en aprender los trucos-. Mi hija es la heredera de una gran fortuna, una mujer de clase muy por encima de la tuya. Tú eres sólo una mierda que se le ha quedado pegada en el zapato. ¿Comprendes?
Paul no respondió. Fue capaz de sobreponerse a la vergüenza de la situación y le miró de hito en hito, apretando los dientes con furia. En aquel momento no había nadie en el mundo a quien odiase más que a aquel hombre.
– Claro que no lo entiendes -dijo soltándole el hombro-. En fin, al menos he tenido la suerte de volver antes de que ella hiciera alguna estupidez.
Se llevó la mano a la cartera y sacó un enorme puñado de billetes. Los dobló cuidadosamente y los colocó encima del lavabo de mármol.
– Esto por las molestias que te ha podido causar el balonazo de Manfred. Ya puedes marcharte.
Tannenbaum se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir le miró por última vez.
– Por cierto, Reiner, aunque no creo que te importe demasiado, he pasado esta tarde con el futuro suegro de mi hija, ultimando los detalles de su boda. Se casará con un noble en primavera.
«Tienes suerte, Paul. Tienes independencia», había dicho ella.
– ¿Lo sabe Alys? -dijo Paul, consiguiendo despegar los dientes lo suficiente como para hablar.
Tannenbaum soltó un bufido de desprecio.
– No vuelvas a pronunciar su nombre.
Paul salió de la bañera y se vistió, casi sin secarse. En aquellos momentos le daba igual coger una pulmonía. Tomó el fajo de billetes del lavabo y salió a la habitación, donde Doris le miraba de través.
– Permítame acompañarle a la salida.
– No se moleste -le respondió el joven, saliendo al pasillo. La puerta de la calle era bien visible al fondo.
– Oh, no querríamos que se metiera nada en los bolsillos por error -dijo el ama de llaves con sorna.
– Devuélvale esto a su amo, señora. Dígale que no lo necesito -respondió Paul con la voz quebrada, alargándole los billetes.
Casi corrió hacia la salida, aunque Doris había dejado de observarle. Ahora miraba el dinero y una sonrisa astuta le bailaba en la cara.
Las semanas siguientes fueron para Paul un trago difícil de superar.
Cuando se presentó de nuevo en la cochera tuvo que soportar las disculpas forzadas de Klaus, quien se había librado de la multa pero seguía cargando con el remordimiento de haber dejado al joven en la estacada. Al menos eso calmó un poco su enfado por el brazo roto de Paul.
– En pleno invierno y descargando solos el pobre Hulben y yo, con tantísimos encargos como tenemos. Menuda tragedia.
Paul se abstuvo de comentar que disponían de tantos encargos gracias a su plan para hacerse con un segundo carro. En realidad no tenía ganas de hablar demasiado, y se sumergió en un mutismo tan grande como el de Hulbert, con el trasero congelándose durante largas horas sobre el pescante y la mirada perdida.
Intentó volver en una ocasión al piso de Prinzregentenplatz, a una hora en la que creyó que Tannenbaum no estaría, pero un criado le cerró la puerta en las narices. Le deslizó a Alys varias notas en el buzón, citándola en una cafetería cercana, pero ella nunca se presentó. Y los domingos, el único día en el que podía acercarse al lugar a una hora razonable y pasear frente al portal, ella no apareció nunca. Sí lo hizo un guardia -sin duda avisado por Josef- que le recomendó sutilmente no volver por el vecindario si no quería recoger sus dientes de la acera.
Paul se encerraba más y más en sí mismo, y los pocos ratos en los que coincidía con su madre en la pensión apenas había palabras que rompieran el silencio. Comía poco, apenas dormía y conducía el carro de manera maquinal, sin prestar atención a lo que le rodeaba. En una ocasión la rueda trasera del carro que conducía esquivó de milagro a un tranvía. Mientras soportaba las imprecaciones de los pasajeros -que le hicieron ver que podía haberlos matado a todos- el joven se dijo que tenía que hacer algo para salir de la melancolía que flotaba sobre su cabeza como los densos nubarrones que cubrían las montañas.
En ese estado no es de extrañar que no advirtiese la figura que se le quedó mirando una tarde en Frauenstrasse. Primero se acercó despacio al carro para verle más de cerca, siempre procurando quedarse detrás de la línea de visión de Paul. Luego tomó notas en una libretita que llevaba en el bolsillo, apuntando cuidadosamente el nombre de Klaus Graf -ahora que Paul disponía de más tiempo y de un brazo sano los costados de los carros estaban siempre limpios y las letras visibles, algo que mitigaba el enfado del carbonero-. Y finalmente, el observador se sentó en una cervecería cercana hasta que los carros partieron. Sólo entonces se acercó hasta la finca a la que habían estado surtiendo para hacer unas discretas averiguaciones con el portero.
Jürgen estaba de muy mal humor. Acababa de recibir las notas del primer cuatrimestre, y no eran nada alentadoras.
Tendré que obligar al tarado de Kurt a que me dé clases particulares. Tal vez que me haga un par de trabajos de recuperación. Le pediré que venga a casa a usar mi máquina de escribir para que no nos descubran, pensaba Jürgen.
Aquel año era el último del bachillerato, y se jugaba la admisión en la universidad, con todo lo que ello conllevaba. No tenía especial interés por comenzar ninguna carrera, pero le apetecía pavonearse por el campus y pasear su título de barón. Aunque no lo tuviera todavía.
Aquello estará lleno de chicas guapas. Me las quitaré de encima como si fueran moscas.
Estaba en su habitación fantaseando con universitarias cuando la criada -una nueva que su madre se había visto obligada a contratar tras la expulsión de los Reiner- llamó a la puerta.
– El señorito Krohn viene a verle, señorito Jürgen.
– Hágale pasar.
Cuando su amigo entró por la puerta, Jürgen le saludó con un gruñido.
– Me vienes que ni pintado, amigo. Necesito que eches por mí un garabato a las notas; si las ve mi padre se pondrá hecho una furia. Y yo llevo toda la mañana intentando falsificar su firma, pero no se parece en nada -dijo señalando al suelo, que estaba lleno de papeles arrugados y emborronados.
Krohn echó un vistazo al boletín de notas, abierto sobre la mesa y soltó un silbido de sorpresa.
– Vaya, lo hemos pasado bien, ¿eh?
– Sabes que ese Waburg me odia.
– Por lo que veo medio claustro de profesores comparte su antipatía. Pero en estos momentos tu escaso rendimiento escolar no debería importarte, Jürgen, porque traigo noticias. Será mejor que te prepares para la caza.
– ¿De qué estás hablando? ¿La caza de qué?
Krohn sonrió, disfrutando por anticipado del reconocimiento que Jürgen le dedicaría por lo que había descubierto.
– De un pájaro que voló del nido, amigo mío. Un pájaro con un ala rota.
Paul no sospechó en absoluto que algo no iba bien hasta que fue demasiado tarde.
El día empezó para él como siempre, con un viaje en tranvía desde la pensión hasta la cochera de Klaus Graf a la orilla del Isar. Cuando llegaba aún era de noche, y tenía que despertar a Hulbert arrojándole garganta abajo el café hirviendo que traía en un termo. El mudo y él habían hecho buenas migas tras la desconfianza inicial, y Paul apreciaba realmente aquellos momentos antes de rayar el alba en que los dos enjaezaban los caballos a los carros y se dirigían al almacén de carbón. Allí colocaban la carreta en la zona de carga, en la que había un canalón ancho y metálico conectado a un enorme depósito, que era capaz de llenar el carro en menos de diez minutos. Un empleado anotaba las veces diarias que acudían los hombres de Graf a cargar, para que el carbonero liquidase el total semanalmente. Luego Hulbert y él se dirigían al primer punto de descarga del día, donde Klaus les esperaba dando impacientes bocanadas a su pipa. Una rutina sencilla y agotadora.
Al llegar a la cochera, Paul empujó la puerta como cada mañana. Nunca cerraban con llave, porque dentro no había nada que mereciese la pena robar como no fuera los arreos de los caballos. Y Hulbert dormía a medio metro escaso de ellos, en una habitación con un camastro a la derecha de las cuadras.
– ¡Despierta, Hulbert! Hoy hay más nieve de lo normal, amigo. Tendremos que salir un poco antes si queremos estar en Moosach a tiempo.
El mudo no dio señales de vida, pero eso era normal. Siempre tardaba un rato en aparecer.
De repente Paul escuchó piafar nerviosos a los caballos en sus cubículos y algo se le removió en las tripas, una sensación que llevaba mucho tiempo sin experimentar. Plomo en los pulmones y un sabor ácido en la lengua.
Jürgen.
Dio un paso hacia la puerta, pero enseguida volvió a quedarse muy quieto. Estaban allí, saliendo de todas partes, y se maldijo por no haberlos visto antes. Desde dentro del armario donde guardaban las palas, de los cubículos de los caballos, de debajo de los carros. Eran siete, los mismos siete que le habían acosado en la fiesta de cumpleaños de Jürgen, hacía una eternidad. Sus caras eran más anchas, más duras. Ya no vestían las chaquetas del colegio, sino gruesos jerseys y botas. Una ropa más adecuada para la tarea.
– Esta vez no te deslizarás por el mármol, primo -dijo Jürgen señalando irónicamente al suelo de tierra de la cochera.
– ¡Hulbert! -gritó Paul, desesperado.
– Tu amigo el retrasado está atado en su camastro. No ha hecho falta amordazarle, porque es mudo -dijo uno de los matones de su primo. El resto pareció encontrar aquello muy gracioso.
Paul se subió de un salto a uno de los carros, mientras los matones convergían sobre él. Uno de ellos intentó agarrarle un tobillo, pero Paul levantó el pie justo a tiempo y lo dejó caer sobre los dedos del que pretendía cogerle. Sonó un crujido y el otro se agarró la mano gritando.
– ¡Me la ha roto! ¡El muy hijo de puta!
– ¡Cállate! Ya quisiera este mierdecilla estar como tú dentro de media hora -dijo Jürgen.
Unos pocos se aproximaron a la parte de atrás del carro. Con el rabillo del ojo Paul vio como otro se agarraba al pescante con intención de subir, pero aún dudando. Intuyó el brillo de una navaja.
Le vino a la cabeza, como un relámpago, una de tantas situaciones que se había inventado para el hundimiento del barco de su padre cuando era niño: que se veía rodeado de enemigos por todas partes que lo abordaban. Se dijo que aquel carro al que estaba subido era su barco.
Y no dejaré que lo aborden.
Miró a su alrededor, buscando desesperadamente algo que poder usar como arma, pero lo único que tenía cerca eran restos de carbón esparcidos por la madera del carro. Eran tan pequeños que tendría que tirarles cuarenta o cincuenta antes de causarles algún daño. Con el brazo roto, su única ventaja era la altura del carro, que ponía la cara de quien intentase subir a la altura idónea para recibir una patada.
Otro de ellos hizo ademán de auparse a la parte de atrás del carro, pero Paul se olió el truco. El del pescante aprovechó para agarrarse fuerte y subir, sin duda para saltar encima de la espalda del joven. Con rapidez, desenroscó la tapa del termo y arrojó el café caliente sobre la cara del que tenía detrás. No estaba hirviendo como cuando una hora atrás lo había preparado sobre la estufa de su habitación, pero sí lo suficientemente caliente para que el otro se llevase las manos a la cara, escaldado. Paul cargó contra él y le empujó fuera del carro. El otro cayó de espaldas, gimiendo.
– Mierda, ¿a qué esperamos? Todos a por él -dijo Jürgen.
Paul vio el brillo de una navaja. Giró sobre sí mismo un par de veces, con los puños en alto, queriendo demostrarles que no tenía miedo, algo que todos en aquella mugrienta cochera sabían que era mentira.
Una decena de manos se agarraron al carro por una decena de puntos. Paul soltó pisotones a diestro y siniestro, pero en pocos segundos se vio rodeado. Uno de los matones le agarró el brazo izquierdo, y Paul, al intentar zafarse, se encontró con el puño de otro de ellos en plena cara. Sintió un crujido y un estallido de dolor mientras se le rompía la nariz.
Por un instante no vio más que una luz roja y pulsante. Lanzó una patada que pasó a kilómetros de su primo Jürgen.
– ¡Sujétale, Krohn!
Paul sintió cómo le asían por detrás, por la cintura y por la chaqueta. Se giró, pero fue inútil. En pocos segundos estaba completamente sujeto, con la cara y el pecho a merced de su primo. La férrea presa que le había hecho uno de sus captores en el cuello le obligaba a mirarle directamente.
– Ya no corres, ¿eh?
Jürgen afianzó bien el peso en la pierna derecha y echó el brazo hacia atrás. El golpe le alcanzó en pleno estómago. Paul notó el aire escapándose de su cuerpo como el de un neumático reventado.
– Pégame cuanto quieras, Jürgen -musitó Paul cuando consiguió reunir algo de aliento-. Seguirás siendo un cerdo inútil.
Otro puñetazo, esta vez en la cara, le abrió en dos una ceja. Su primo sacudió la mano con fuerza y se masajeó los nudillos lastimados.
– ¿Te das cuenta? Venís siete a por mí, uno me sujeta y te has hecho más daño tú que yo -dijo Paul.
Ignorando el daño de su mano, Jürgen se adelantó y le cogió del pelo tan fuerte que Paul creyó que le arrancaría media cabellera.
– Mataste a Eduard, cabrón.
– No hice otra cosa que ayudarle. Más de lo que hizo el resto de la familia.
– ¿Ahora de repente presumes de parentesco con los von Schroeder, primo? Creí que renegabas de él. ¿No fue eso lo que le dijiste a la putita judía?
– ¡No la llames así!
Jürgen se acercó aún más, hasta mezclar su aliento con el de Paul. Sus ojos estaban clavados en los suyos, dos sanguijuelas azules dispuestas a beber el daño que iba a causar con sus palabras.
– Tranquilo, no seguirá siendo una putita por mucho tiempo. Ahora se convertirá en una dama respetable. La futura baronesa von Schroeder.
Paul supo instantáneamente que aquello era cierto, no uno más de los abusos de su primo. Un dolor ácido y amargo brotó en el centro del estómago del joven y produjo un grito informe y desesperado que Jürgen saboreó con los ojos bien abiertos y una carcajada cayéndosele de los labios. Por fin soltó el pelo de Paul, que dejó caer la cabeza sobre su pecho.
– Bueno, chicos, vamos a darle lo suyo.
En ese momento Paul echó la cabeza hacia atrás con toda la fuerza de la que fue capaz. El que le agarraba por la espalda había relajado la presión tras los golpes que le había dado Jürgen, seguramente creyéndolo vencido. La parte superior del cráneo de Paul impactó contra su cara, y el matón soltó al joven, cayendo de rodillas al suelo. El resto se echó encima de Paul, y todos cayeron en un confuso revoltijo al suelo.
Paul manoteó, lanzando puñetazos a ciegas, mientras la madera del carro rugía salvajemente bajo el peso de todos aquellos cuerpos. En mitad de la confusión notó algo duro bajo sus dedos y lo asió con firmeza. Intentó escurrirse, ponerse en pie, y casi lo había conseguido cuando Jürgen le vio y se abalanzó sobre él, arrojándose desde lo alto del montón de cuerpos. Paul se protegió instintivamente la cara, sin darse cuenta de que llevaba aún en la mano el objeto que acababa de coger.
Hubo un alarido terrible y luego un silencio.
Paul se escurrió un poco más lejos, hasta pegarse al borde del carro, y vio cómo su primo se retorcía en el suelo, de rodillas. De la cuenca del ojo derecho le salía el mango de una navaja corta con cachas de madera. Poco más que un cortaplumas. El chico había tenido suerte: si aquel de sus compañeros que tuvo la brillante idea de traerla hubiera optado por algo más grande, ahora Jürgen estaría muerto.
– ¡Quitádmela! ¡Quitádmela! -chillaba.
Los otros se quedaron mirándole, paralizados, aún sin salir del revoltijo de cuerpos que habían formado en el suelo del carro. Ya no querían estar allí. Para ellos aquello había dejado de ser un juego.
– ¡Duele! ¡Ayudadme, joder!
Finalmente uno de los matones consiguió ponerse en pie y se acercó a Jürgen.
– No lo hagas -dijo Paul, horrorizado-. Llevadle a un hospital y que se lo saquen allí.
El otro le dirigió una mirada mecánica, inexpresiva. Casi dio la impresión de que no estaba allí o de que no controlaba del todo sus actos. Avanzó hasta Jürgen y puso la mano en el mango de la navaja para extraerla, pero no contaba con que el herido seguía retorciéndose. Cuando intentó aferraría, Jürgen dio un brusco e involuntario movimiento hacia el lado contrario, y la hoja de la navaja se convirtió en una pala, arrancando gran parte del globo ocular.
Jürgen dejó de gritar y se llevó la mano al lugar donde había estado la navaja un momento antes.
– No veo. ¿Por qué no veo?
Y se desmayó.
El que le había arrancado la navaja se quedó contemplándola embobado, mientras la masa rosácea que había sido el ojo derecho de Jürgen von Schroeder resbalaba por la hoja y caía al suelo.
– ¡Tenéis que llevarle a un hospital! -gritó Paul.
El resto de los matones se iban poniendo en pie despacio, mirando a su jefe sin comprender lo que había ocurrido. Había ido allí a obtener una victoria sencilla y aplastante, y en lugar de eso había sucedido lo impensable.
Dos de ellos cogieron a Jürgen de las manos y de los pies y lo bajaron del carro. Caminaron hacia la puerta y el resto se le fue sumando. Ninguno de ellos dijo una palabra.
Tan sólo el de la navaja se quedó allí, mirando a Paul con una mirada interrogante, y éste se puso en pie.
– Adelante, atrévete -dijo, rogando al cielo que no lo hiciese.
El de la navaja abrió la mano, la dejó caer al suelo y salió corriendo. Paul le siguió con la mirada hasta que desapareció por la puerta, y luego se echó a llorar.
No pienso hacerlo.
– Eres mi hija y harás lo que se te ordene.
– ¡No soy un objeto para que me puedas comprar y vender!
– Ésta es la oportunidad de tu vida.
– Dirás más bien de la tuya.
– Eres tú quien va a ser baronesa.
– Tú no le conoces, padre. Es un cerdo, un maleducado, un insolente…
– Tu madre me describió en unos términos muy parecidos cuando nos conocimos.
– No la metas a ella en esto. Ella no hubiera…
– ¿Querido lo mejor para ti? ¿Procurado garantizar tu felicidad?
– … obligado a su hija a casarse con alguien a quien detesta. Y además un gentil.
– ¿Hubieras preferido alguien más simpático? ¿Un pobre muerto de hambre como tu amigo el carbonero? Él tampoco es judío, Alys.
– Al menos no es una mala persona.
– Eso es lo que tú te crees.
– Él me ha dado pruebas de que le importo.
– Bueno, le importabas exactamente tres mil marcos.
– ¿Qué?
– El día que tu amigo nos visitó le puse un puñado de billetes encima del lavabo. Tres mil marcos por las molestias y no volver a aparecer por aquí.
– …
– Ya lo sé, hija mía. Sé que es difícil de…
– Estás mintiendo.
– Te juro por la memoria de tu madre, Alys, que tu amigo el carbonero cogió el dinero del lavabo. Sabes bien que no bromearía con eso.
– Yo…
– La gente te decepciona, Alys. Ven, dame un abrazo y…
– ¡No me toques!
– Se te pasará. Y aprenderás a querer al hijo del barón von Schroeder como tu madre me acabó queriendo, créeme.
– ¡Te odio!
– ¡Alys! ¡Vuelve, Alys!
Se marchó dos días después, al amparo de la nieve y la madrugada.
Se llevó una maleta grande llena de ropa y todo el dinero que pudo reunir. No era mucho, pero serviría para mantenerla durante unos meses hasta que pudiese encontrar un trabajo decente. Su absurdo e infantil plan de ir a buscar a Prescott a Estados Unidos, fruto de una época en la que veía normal viajar en camarotes de primera clase y hartarse de langosta, había quedado atrás. Ahora intuía que había una Alys diferente ahí fuera, una que debía hacerse a sí misma.
También se llevó un relicario que había pertenecido a su madre. En él había una foto de Alys y otra de Manfred. Lo había llevado al cuello hasta el día en que murió.
Antes de irse se detuvo un momento en la habitación de su hermano. Apoyó la mano en el pomo de la puerta, pero finalmente no la abrió. Tuvo miedo de que al ver el rostro redondo e inocente de Manfred su resolución flaquease. Su fuerza de voluntad ya había demostrado ser bastante más endeble de lo que ella misma suponía.
Y ya es hora de cambiar eso, pensó saliendo a la calle.
Sus pies, calzados con buenas botas de piel, dejaban huellas sucias en la nieve, pero la ventisca se encargaba de borrarlas a su paso.
Cuando el día de la pelea Hulbert y él se presentaron en el lugar de la primera descarga una hora tarde, el señor Graf estaba blanco de furia. Al ver la cara destrozada de Paul y escuchar su relato -corroborado por constantes asentimientos de cabeza de Hulbert, a quien Paul había hallado atado de pies y manos sobre su propio camastro y la humillación pintada en el rostro- le envió a casa.
A la mañana siguiente Paul se sorprendió al encontrarle en la cochera, a la que casi nunca iba hasta el final de la jornada. Aún confuso por los últimos acontecimientos, no supo ver la mirada extraña que el carbonero le dedicó.
– Hola señor Graf. ¿Cómo es que está usted por aquí? -dijo Paul cautelosamente.
– Bien, quería cerciorarme de que no hubiera más problemas. ¿Tú puedes asegurarme que esos chicos no volverán, Paul?
El joven dudó un segundo antes de responder.
– No, señor.
– Ya me lo figuraba.
Klaus rebuscó en el abrigo y sacó un par de billetes arrugados y sucios. Se los tendió a Paul con gesto culpable.
El joven los recogió y sumó mentalmente.
– La parte proporcional de mi sueldo del mes, incluyendo el día de hoy. ¿Me está despidiendo, señor? -dijo Paul.
– He estado pensando en lo que sucedió ayer… no quiero problemas en mi negocio, ¿comprendes?
– Claro, señor.
– No te veo sorprendido -dijo Klaus, que tenía unas profundas ojeras, sin duda causadas por haber pasado la noche en vela sabiendo que iba a despedir al muchacho.
Paul le miró, dudando si explicarle la hondura del abismo al que le estaba enviando con un delgado sobre en la mano. Lo descartó, porque eso el carbonero ya lo sabía. Optó por la ironía, que se estaba volviendo cada vez más su moneda de cambio.
– Es la segunda vez que me traiciona, señor Graf. Con la repetición las cosas pierden su gracia.
¡No puede hacerme esto!
El barón sonrió y sorbió su té de hierbas con aire displicente. Estaba disfrutando de lo lindo con aquella situación, y lo que era peor, no se esforzaba ni lo más mínimo en disimularlo. Por primera vez veía la posibilidad de quedarse con el dinero del judío sin necesidad de casar a Jürgen.
– Querido Tannenbaum, no veo que yo esté haciendo nada.
– ¡Exactamente!
– Bueno, no hay novia, ¿cierto?
– Cierto -reconoció el otro a regañadientes.
– Entonces no puede haber boda. Y como la falta de ella es -carraspeó- responsabilidad suya, es comprensible que se haga usted cargo de los gastos.
Tannenbaum se removió inquieto en su asiento, buscando inútilmente una réplica. Se sirvió más té y la mitad del azucarero.
– Veo que le gusta dulce -dijo el barón, arqueando una ceja. A su pesar, el asco que le producía Josef se había ido convirtiendo lentamente en una extraña fascinación, a medida que la balanza de poder cambiaba y era él quien llevaba las riendas de su relación.
– Al fin y al cabo este azúcar lo he pagado yo.
El barón reaccionó con una mueca de disgusto.
– No hay ninguna necesidad de ser maleducado.
– ¿Cree que soy imbécil, barón? Me dijo que usaría el dinero para montar una fábrica de productos de caucho, similar a la que perdió hace un lustro. Yo le creí, y le transferí la cifra exorbitante que me pidió. ¿Y qué me encuentro dos años después? No sólo no ha montado la fábrica sino que el dinero ha ido a parar a una cartera de valores a la que sólo usted tiene acceso.
– Son valores seguros, Tannenbaum.
– Puede. Pero no me fío del custodio. No sería la primera vez que usted convierte en aire el futuro de su familia por una mano ganadora.
Otto pintó en su rostro una ofensa que no sentía. Últimamente había comenzado a notar de nuevo la fiebre del juego, y pasaba largas veladas mirando la carpeta de cuero que contenía las inversiones que había hecho con el dinero de Tannenbaum. Todas ellas llevaban una cláusula de liquidez instantánea, de manera que podía convertirlas en fajos de billetes en poco más de una hora con tan sólo su firma y una fuerte penalización. No se engañaba: sabía por qué había incluido aquella cláusula. Sabía el peligro que corría. Cada vez bebía más antes de irse a la cama, y la semana anterior había vuelto a sentarse a una mesa de juego.
No a la del Casino de Munich; no era tan imbécil. Se había disfrazado con las ropas más modestas que consiguió encontrar y visitó un tugurio del Aldstadt. Un antro con serrín en el suelo y las putas con más pintura que la Alte Pinakothek. Pidió un aguardiente de maíz y comenzó a jugar en una mesa en la que la apertura era de tan sólo dos marcos. En el bolsillo llevaba quinientos, el máximo que se había permitido malgastar.
Le ocurrió lo peor que le podía ocurrir: ganó.
Incluso con aquellas cartas mugrientas que se pegaban entre sí como novios en la luna de miel, incluso con la borrachera que le causó la bebida casera y el humo que le escocía los ojos, incluso con el mal olor que flotaba en aquel sótano, ganó. No mucho, justo lo suficiente para salir del tugurio sin un navajazo en las tripas. Pero ganó, y ahora los aguijonazos del juego le venían aún con mayor frecuencia.
– Me temo que tendrá que confiar en mi criterio sobre el dinero, Tannenbaum.
El industrial soltó una risita escéptica.
– Veo que me quedaré sin dinero y sin boda. Aunque siempre podría ejecutar con anticipación la letra de préstamo que me firmó, barón.
Otto tragó saliva. No permitiría que nadie se llevase la carpeta del cajón de su escritorio. No sólo porque los dividendos estaban pagando poco a poco sus deudas.
No.
Aquella carpeta, acariciarla, imaginar lo que podía hacer con el dinero era lo único que le ayudaba a superar las largas noches.
– Como le dije antes, no hay necesidad de ser maleducado. Le prometí un matrimonio entre nuestras dos familias, y eso es lo que obtendrá. Tráigame a la novia y mi hijo estará esperándola en el altar.
Jürgen llevaba tres días sin hablarse con su madre.
Cuando una semana atrás fue a recogerle al hospital, el barón había escuchado el relato -profundamente sesgado- que el joven le hizo acerca de cómo había perdido el ojo. Se había mostrado preocupado y dolido por lo sucedido (incluso más que cuando Eduard había vuelto mutilado, pensó Jürgen estúpidamente), pero rehusó involucrar a la policía en el asunto, como le pidieron a gritos Jürgen y su madre.
– No podemos olvidar que fueron ellos quienes llevaron allí esa navaja -se justificó Otto.
Pero Jürgen sabía que su padre estaba mintiendo, y que escondía una poderosa razón. Intentó hablar con Brunhilda, pero ella esquivó el tema una y otra vez, confirmando sus sospechas de que le ocultaban algo. Jürgen se encerró en un mutismo absoluto, enfadado por no obtener respuesta, creyendo que así ablandaría a su madre.
Brunhilda sufrió, pero no cedió.
En lugar de eso contraatacó colmando de atenciones a su hijo, llevándole a todas horas regalos, dulces y sus manjares favoritos. Hasta el punto de que incluso alguien tan consentido, malcriado y acostumbrado a ser el centro del universo como Jürgen comenzó a sentirse asfixiado, deseoso de salir del palacete.
Por eso cuando Krohn vino a verle con una propuesta usual -que le acompañase a una reunión política- Jürgen dio una respuesta inusual.
– Vámonos -dijo cogiendo su abrigo.
Krohn, que llevaba años intentando sin éxito involucrar a Jürgen en política -él era miembro de varios partidos nacionalistas- se mostró encantado de la decisión de su amigo.
– Seguro que te ayudará a distraerte -dijo, avergonzado aún por lo que había sucedido en la cochera una semana atrás, cuando siete no habían podido con uno.
Jürgen no tenía demasiadas esperanzas. Aún seguía tomando calmantes para el dolor de la herida, y mientras viajaban en tranvía hacia el centro de la ciudad se tocaba nervioso el aparatoso vendaje que tendría que seguir llevando aún unos días.
Y después un parche el resto de mi vida, todo por culpa de ese cerdo miserable de Paul, pensaba, sintiendo enorme lástima por sí mismo.
Para colmo, el joven se había esfumado. Dos de sus amigos habían ido a espiar a la cochera, y descubrieron que ya no trabajaba allí. Jürgen dudaba que hubiera un modo de localizarle a corto plazo, y eso le quemaba las entrañas.
Perdido en el odio y la autocompasión, el hijo del barón apenas escuchó a Khron en su camino a la Hofbräuhaus.
– Es un orador extraordinario. Un gran hombre, Jürgen, ya lo verás.
Tampoco prestó atención a la magnificencia del lugar, una antigua fábrica de cerveza construida más de trescientos años atrás por los reyes bávaros, o a los frescos de las paredes. Se sentó en uno de los bancos del enorme salón junto a Krohn, y sorbió su jarra en hosco silencio.
Cuando el orador del que Krohn le había hablado subió a la palestra, Jürgen creyó que su amigo se había vuelto loco. Aquel hombrecillo de andares escocidos era cualquier cosa menos alguien con una opinión firme. Todo en él, desde su peinado y su bigote hasta su traje arrugado y barato desprendía el olor de lo que Jürgen despreciaba.
Cinco minutos después, Jürgen miraba asombrado a su alrededor. La muchedumbre congregada en la sala, no menos de dos mil personas, estaba completamente en silencio. Los labios apenas se despegaban, más que para susurrar algún «bravo» o un «tiene razón». Eran las manos las que hablaban, subrayando con aplausos cada pausa del hombrecillo.
Casi contra su voluntad, Jürgen comenzó a escuchar. Apenas comprendía el tema del discurso, pues el joven vivía completamente al margen del mundo que le rodeaba, preocupado tan sólo de sus diversiones. Reconoció partes sueltas, retazos de frases que su padre soltaba durante el desayuno, parapetado detrás de su periódico. Maldiciones a los franceses, a los ingleses, a los rusos. Todo un enorme galimatías.
De aquella confusión, sin embargo, Jürgen empezó a extraer un significado común. No a través de las palabras, que apenas comprendía, sino a través de la emoción que transmitía la voz del hombrecillo, de sus ademanes exagerados, de los puños crispados con cada final de frase.
Había habido una tremenda injusticia.
Alemania había sido apuñalada por la espalda.
Los judíos y los masones habían sostenido ese puñal en Versalles.
Alemania estaba perdida.
La culpa de la pobreza, del desempleo, de los pies descalzos de los niños alemanes era de los judíos, que controlaban al gobierno de Berlín como un enorme y descerebrado títere.
Jürgen, a quien no le importaban en absoluto los pies descalzos de los niños alemanes; a quien le traía sin cuidado Versalles; a quien nunca le preocupó nadie que no fuera él mismo, se encontró de pie y aplaudiendo a rabiar al orador al cabo de un cuarto de hora. Antes del final de su discurso, el joven se dijo que le seguiría adonde fuera.
Tras el mitin Krohn se excusó y dijo que volvía enseguida. Jürgen volvió a permanecer en silencio, hasta que su amigo le tocó en la espalda. Venía acompañado por el orador, que de nuevo tenía un aspecto desvalido y pobre, una mirada huidiza y desconfiada. Pero el heredero del barón era ya incapaz de verlo así, y se adelantó a saludarle en cuanto Krohn le dijo, sonriendo:
– Querido Jürgen, permíteme presentarte a Adolf Hitler.