Maestro
1934

En el que el héroe vence cuando acepta su propia muerte

El apretón de manos secreto del maestro masón es el más complejo de los tres grados. Conocido comúnmente como «la garra del león», los dedos pulgar y meñique sirven de agarre, mientras que los otros tres han de apretarse contra la cara interna de las muñecas del hermano masón. Históricamente se daba en una posición determinada del cuerpo, conocida como los cinco puntos de la amistad: pie con pie, rodilla con rodilla, pecho con pecho, la mano en la espalda y las mejillas juntas. En el siglo XX se abandona esta práctica. El nombre secreto del apretón es MAHABONE, y la manera especial de deletreo es dividiéndolo en tres sílabas: MA-HA-BONE.

55

Las ruedas se detuvieron con un suave chirrido, y Paul estudió el callejón a través del parabrisas. Una fina lluvia había empezado a caer. En aquella zona oscura, la vista apenas la percibiría si no fuera por un farol solitario, bajo cuyo cono de luz amarillenta las gotas se arremolinaban.

Al cabo de un par de minutos se atrevió a bajar del coche. Hacía catorce años que no pisaba aquel callejón a la orilla del Isar. Aún olía tan mal como siempre, a turba mojada, restos de pescado y moho. A esas horas de la noche, el único sonido que se oía era el de sus pisadas sobre la acera.

Llegó ante la puerta del almacén. Nada parecía haber cambiado. El conjunto descascarillado de manchas verde oscuro que salpicaba la madera era tal vez más grande que cuando Paul cruzaba el umbral cada mañana. Los goznes seguían emitiendo el mismo quejido agudo al abrirse, y la hoja seguía atascándose a mitad de camino y necesitaba un golpe para abrirse por completo.

Paul entró. Había una bombilla desnuda colgando del techo. Las cuadras, el suelo de tierra y el carro del carbonero.

Y sobre él, Jürgen con una pistola en la mano.

– Hola, hermanito. Cierra la puerta y pasa con las manos en alto.

Jürgen llevaba tan sólo los pantalones negros y las botas de su uniforme. De cintura para arriba estaba desnudo a excepción de su parche.

– Dijimos que nada de armas de fuego -dijo Paul, alzando los brazos con cautela.

– Levántate la camisa -dijo Jürgen, haciendo gestos con la pistola mientras Paul obedecía sus órdenes-. Despacio. Así, muy bien. Ahora gírate, poco a poco. Muy bien. Parece que has respetado las normas, Paul. Así que yo también las voy a respetar.

Sacó el cargador a la pistola y lo arrojó lejos, por encima de las maderas que protegían las caballerizas. Sin embargo la pistola debía tener aún una bala en la recámara, y su cañón seguía apuntando a Paul. Éste miró en derredor.

Estaban solos allí.

– ¿Lo encuentras todo tal y como lo recordabas? Eso espero. El negocio de tu amigo el carbonero quebró hace cinco años, y yo me hice con este almacén por una miseria. Tenía la esperanza de que regresases algún día.

– ¿Dónde está Alys, Jürgen?

Su hermano se pasó la lengua por los labios antes de responder.

– Ah, la puta judía. ¿Has oído hablar de Dachau, hermanito?

Paul asintió, despacio. El campo de concentración de Dachau era un lugar del que se hablaba poco, pero todo lo que se decía acerca de él era malo.

– Seguro que allí está muy cómoda. Al menos pareció contenta cuando mi amigo Eichmann se la llevó esta tarde.

– Eres un cerdo repugnante, Jürgen.

– ¿Qué puedo decir? No sabes proteger a tus mujeres, hermanito.

Paul se tambaleó ante aquellas palabras como si hubiera recibido un puñetazo. Ahora comprendía la verdad.

– Tú la mataste, ¿verdad? Mataste a mi madre.

– Joder, pues sí que te ha costado tiempo llegar a esa conclusión -se mofó Jürgen con una carcajada despectiva.

– Estuve con ella antes de morir. Ella… me dijo que no habías sido tú.

– ¿Qué te parece? Con su último aliento mintió para protegerte. Sin embargo, aquí no dice mentiras, Paul -dijo Jürgen, alzando la carta de Ilse Reiner-. Aquí lo tienes todo, toda la historia, desde el principio hasta el final.

– ¿Vas a dármela? -dijo Paul, mirando aquel rectángulo de papel con ansiedad.

– No. Ya te lo dije, no hay posibilidad alguna de que ganes. Voy a matarte con mis propias manos, hermanito. Pero si por casualidad baja un rayo del cielo y me fulmina… aquí la tienes.

Jürgen se inclinó y atravesó la carta sobre un clavo suelto que sobresalía de la pared.

– Quítate la chaqueta y la camisa, Paul.

El joven obedeció, arrojando al suelo ambas prendas.

Quedó al descubierto su torso, que ya no era el del adolescente esmirriado y esquelético que había sido tiempo atrás. Potentes músculos se ocultaban bajo su piel morena, que aparecía surcada de pequeñas cicatrices.

– ¿Satisfecho?

– Vaya, vaya… parece que alguien ha estado tomando sus vitaminas -dijo Jürgen, pensativo-. Me pregunto si debería pegarte un tiro y ahorrarme las molestias.

– Hazlo, Jürgen. Siempre fuiste una nenaza cobarde.

– Ni se te ocurra llamarme así, hermanito.

– ¿Seis contra uno? ¿Navajas contra manos desnudas? ¿Cómo llamas tú a eso, hermanito?

Con un gesto de furia, Jürgen arrojó lejos la pistola y cogió un cuchillo de caza que reposaba junto a él en el pescante del carruaje.

– Ahí tienes el tuyo, Paul -dijo señalando al otro extremo del carro-. Acabemos con esto.

Paul se acercó al carruaje. Catorce años atrás era él quien estaba subido a él, defendiéndose de una banda de matones.

Era mi barco. El barco de mi padre, asaltado por los piratas. Hoy los papeles han cambiado tanto que ya no sé quién es el bueno y quién es el malo.

Se acercó hasta los pies del carruaje. Allí había otro cuchillo de mango rojo, idéntico al que sostenía su hermano. Lo tomó en la mano derecha, con la punta hacia arriba, tal y como le habían enseñado los herero. Jürgen lo sostenía con la punta hacia abajo, lo cual le obligaría a evitar cualquier movimiento de sus brazos.

Puede que ahora yo sea más fuerte, pero él lo es mucho más. Tengo que cansarle como sea, impedir que me arroje al suelo o contra los lados del carro. Usar el ángulo muerto de su ojo derecho.

– ¿Quién es el gallina ahora, hermanito? -dijo Jürgen, llamándole con un gesto.

Paul apoyó la mano libre en el borde del carro y se impulsó hacia arriba. Ahora ambos estaban frente a frente por primera vez desde que Jürgen quedase tuerto en una pelea que contra todo pronóstico había acabado perdiendo.

– Jürgen, no hay necesidad de hacer esto. Podríamos…

Su hermano no le escuchó. Enarbolando el cuchillo, lanzó un tajo a la altura de la cara que falló por milímetros porque Paul basculó el cuerpo hacia la derecha. A punto de caer del carro, tuvo que apoyarse con la mano en el borde del vehículo, lo que dejó el flanco de Jürgen a tiro de sus piernas. Lanzó un puntapié que impactó en el tobillo de su hermano, que trastabilló hacia atrás, lo que dio tiempo a Paul para enderezarse.

Ambos se estudiaron de frente a dos pasos de distancia, cada uno con la vista clavada en la del otro. Paul apoyó el peso del cuerpo sobre la pierna izquierda, un gesto que Jürgen interpretó como que iba a lanzar una cuchillada por el lado contrario. Intentando adelantarse a ella, Jürgen atacó por la izquierda, que era lo que Paul había estado esperando. Cuando el brazo de Jürgen se estiró hacia delante, Paul se agachó y lanzó un viaje corto y rápido hacia arriba. No muy fuerte, lo suficiente para cortarle con el filo del arma. Al notar el dolor, Jürgen soltó un chillido, pero lejos de echarse atrás como Paul esperaba, largó dos veces el puño contra el costado indefenso de Paul, que gritó a su vez.

Retrocedieron los dos. Paul con los pies rozando el borde del carro, notando cómo la cadena que servía para desplazar aquel costado chirriaba con cada movimiento. Jürgen con la espalda apoyada contra el fondo, sintiendo el borde del pescante contra su nuca. El primero apretaba el brazo contra las costillas doloridas, el segundo tenía el antebrazo derecho sangrante por el corte, largo pero poco profundo.

– La primera sangre es mía. Veremos quién vierte la última -dijo Jürgen.

Paul no respondió. Apenas le quedaba aliento después de los dos golpes de su hermano, y no quería que él se diese cuenta. Necesitaba unos segundos para recobrarse, pero no iba a poder disponer de ellos. Jürgen avanzó hacia él a toda velocidad, el cuchillo levantado en ángulo sobre el hombro, en una letal versión del ridículo saludo nazi. En el último instante, cuando parecía que iba a golpear, inclinó el torso hacia la izquierda y trazó con el filo un tajo corto y paralelo al pecho de Paul. Éste, que se había quedado sin espacio para retroceder, tuvo que dejarse caer del carro, pero no consiguió evitar un corte que le marcó desde debajo del pezón izquierdo hasta el esternón.

Cuando sus pies tocaron el suelo se obligó a no hacer caso del dolor y a lanzarse debajo del carro para evitar la acometida de Jürgen, que ya había saltado a por él. Rodó por el suelo, y la sangre, el sudor y la tierra negruzca formaron una pasta pegajosa sobre su pecho. Salió por el lado contrario e intentó subir de nuevo al carro por la parte delantera, pero Jürgen había anticipado ese movimiento y se había subido a su vez. Corría hacia él dispuesto a ensartarle en cuanto pusiese el primer pie sobre las maderas, y tuvo que retroceder.

Jürgen aprovechó para apoyarse en el pescante y saltar hacia él, de nuevo con el cuchillo por delante. Paul tropezó en su intento por esquivar la acometida. Se cayó, y aquél hubiera sido su final de no ser porque la lanza del carro quedó entre Jürgen y él, y su hermano tuvo que agacharse por debajo de la gruesa madera. Paul, que intentaba ponerse en pie, aprovechó el momento para lanzarle una patada al rostro que le golpeó en plena boca.

Paul se dio la vuelta y pugnó por arrastrarse lejos del alcance de Jürgen. Éste, loco de furia y con espumarajos de sangre cayéndole de los labios, consiguió sujetarle por un tobillo, pero perdió el asidero cuando un taconazo hacia atrás de su hermano le golpeó en el brazo.

Respirando afanosamente, Paul consiguió ponerse en pie, casi al mismo tiempo que Jürgen. Éste, agachándose, agarró un cubo de madera desportillado que encontró en el suelo y se lo lanzó a Paul. El joven no consiguió apartarse de la trayectoria y el cubo le dio en el pecho.

Con un grito de triunfo, Jürgen corrió hacia él. Paul, atontado por el golpe del cubo, cayó derribado por el peso de su hermano. Ambos quedaron en el suelo, forcejeando. Jürgen intentaba rajar la garganta de Paul con el filo del cuchillo paralelo al antebrazo, mientras que Paul interponía sus propios brazos para que no le alcanzase.

A costa de varios cortes, impidió que Jürgen le degollase, pero aquella situación no podía durar. Su hermano era casi veinte kilos más pesado que él, y además estaba situado encima. Antes o después, los brazos de Paul cederían y el acero le seccionaría la yugular.

– ¡Estás listo, hermanito! -chilló Jürgen, salpicando de sangre la cara de Paul.

– Y una mierda.

Paul, reuniendo todas sus fuerzas, lanzó un rodillazo contra el costado de Jürgen, quien salió despedido hacia un lado, pero enseguida volvió a arrojarse sobre Paul. Su mano izquierda le agarró por el cuello, y la derecha intentaba zafarse de la presa con que su hermano alejaba el filo de su garganta.

Demasiado tarde, se dio cuenta de que había perdido de vista la mano con la que Paul empuñaba su propio cuchillo. Inclinó la vista y vio como la punta de la hoja de Paul rozaba su abdomen. Alzó de nuevo la cara, con el miedo dibujado en el rostro y los labios temblorosos.

– No puedes matarme. Si me matas, Alys morirá.

– Error, hermanito. Con tu muerte, Alys vivirá.

Al escuchar aquello, Jürgen se revolvió desesperado, y consiguió liberar la mano que sostenía su arma. La alzó y la dejó caer sobre la garganta de Paul, pero el movimiento se produjo con lentitud exasperante, y el brazo de Jürgen llegó abajo sin fuerzas.

El cuchillo de Paul estaba hundido hasta la empuñadura en su vientre.

56

Jürgen cayó de espaldas.

Paul, totalmente exhausto por la pelea y por las heridas, quedó tendido a su lado, boca arriba. Luchando por respirar, los jadeos entrecortados de ambos se mezclaron en progresión descendente. Pero al cabo de un minuto, Paul se encontraba mejor, y Jürgen estaba muerto.

Con gran dificultad, Paul consiguió levantarse. Tenía varias costillas rotas, cortes superficiales por todo el cuerpo y uno bastante más feo en el pecho, el que estaba cubierto de tierra. Debía buscar ayuda cuanto antes.

Tuvo que pasar por encima del cadáver de Jürgen para alcanzar su ropa. Hizo jirones las mangas de la camisa, y fabricó unas precarias vendas con las que cubrir las heridas de los antebrazos. Se le empaparon de sangre al momento, pero ahora no podía pensar en eso. Por suerte la chaqueta era oscura, y camuflaría un poco el efecto.

Salió al callejón. En el estado en que se encontraba, no se dio cuenta de que cuando la puerta se abrió las sombras a la derecha del callejón se agitaron, mientras una figura trataba de ocultarse. Paul pasó a su lado sin advertir la presencia de quien le espiaba, tan cerca que hubiera podido tocarle con sólo extender el brazo.

Llegó hasta el coche. Al sentarse al volante sufrió un ramalazo intenso de dolor en su pecho, como si una mano gigantesca le estuviera oprimiendo sin compasión.

Espero que no me haya perforado un pulmón.

Arrancó, tratando de olvidar el dolor. No tuvo que ir lejos. Al llegar se había fijado en un hotel barato, un lugar de baja estofa, desde el que probablemente su hermano le había llamado. Estaba a poco más de seiscientos metros de la cochera.

El empleado palideció tras el mostrador cuando Paul entró.

Menuda pinta debo tener para que alguien se asuste de mí en un antro como éste, pensó Paul.

– ¿Tiene teléfono?

– En aquella pared, señor.

El aparato era viejo, pero funcionaba. Al sexto timbrazo contestó la patrona de la pensión, con voz despierta a pesar de la hora intempestiva. Solía acostarse tarde, escuchando música y seriales en su radio de galena.

– ¿Dígame?

– Señora Frink, soy el señor Reiner. Me gustaría hablar con el señor Tannenbaum.

– ¡Señor Reiner! Estaba muy preocupada por usted, me preguntaba qué haría por ahí fuera a estas horas. Y con esa gente aún en su habitación…

– Estoy bien, señora Frink. Podría…

– Sí, sí, claro, el señor Tannenbaum. Enseguida.

Los cinco minutos que tuvo que esperar Paul se le hicieron larguísimos. Se dio la vuelta hacia el mostrador, y vio cómo el recepcionista le estudiaba atentamente por encima de un ejemplar del Volkischer Beobachter.

Lo que me faltaba. Un simpatizante de los nazis.

Bajó la vista y se dio cuenta con pavor de que la sangre le goteaba del brazo derecho, resbalando por sus manos y formando un extraño dibujo sobre el suelo de madera. Levantó el brazo para evitar el goteo, y arrastró la suela del zapato por encima de la sangre, confiando en que pareciesen simples manchas de porquería.

Se dio la vuelta. El empleado no le quitaba ojo de encima, y lo más probable es que si notaba algo sospechoso avisase a la Gestapo tan pronto Paul pusiese un pie fuera del hotelucho. Y eso sería el final. Paul no tendría modo de explicar las heridas que sufría, ni el hecho de que conducía el coche de un barón. El que hallasen el cadáver si Paul no se deshacía de él pronto era tan sólo cuestión de un par de días, en cuanto algún vagabundo notase la peste que desprendería el cuerpo.

Ponte al teléfono, Manfred. Ponte, por Dios.

Finalmente escuchó la voz del hermano de Alys, llena de ansiedad.

– ¿Paul, eres tú?

– Soy yo.

– ¿Dónde diablos te habías metido? Al ver que no subías, yo…

– Escúchame atentamente, Manfred. Si quieres volver a ver viva a tu hermana, escúchame. Necesito que me ayudes.

– ¿Dónde estás? -dijo Manfred, muy serio.

Paul le dio la dirección del almacén.

– Súbete a un taxi y que te lleve allí. Pero no vengas directamente. Antes tienes que buscar una farmacia de guardia y comprar gasas, vendas, alcohol y utensilios para coser heridas. Y muy importante, antiinflamatorios. Y mi maleta con todas mis cosas. No te preocupes por la señora Frink, le he…

Aquí tuvo que hacer una pausa. Comenzaba a marearse, fruto del cansancio y de la pérdida de sangre. Tuvo que agarrarse al teléfono para no derrumbarse.

– ¿Paul?

– … le he dejado pagados dos meses por adelantado.

– Así lo haré, Paul.

– Date prisa, Manfred.

Colgó y se encaminó hacia la puerta. Al pasar junto al empleado, le saludó haciendo una versión breve y espasmódica del brazo en alto nazi, confiando en que no se fijase en las manchas de sangre. El empleado le respondió con un entusiasta ¡Heil Hitler!, que hizo que los cuadros de las paredes se removiesen en sus herrumbrosos clavos. Adelantándose a Paul, le abrió la puerta de la calle y se sorprendió al ver un lujoso Mercedes aparcado allí.

– Menudo coche, amigo.

– No está mal.

– Hace mucho que lo tiene.

– Un par de meses. Es de segunda mano.

Por Dios, no llames a la policía… sólo has visto a un honrado trabajador parando un momento a hacer una llamada.

De nuevo sintió sobre su nuca la mirada de sospecha del empleado mientras se subía al coche. Tuvo que apretar los dientes con fuerza para no gritar de dolor al sentarse.

Todo está normal, pensó, poniendo todos sus sentidos en arrancar el coche sin desmayarse. Vuelve a tu periódico, amigo. Vuelve a tu noche tranquila. Tú no buscas complicaciones con la policía.

El recepcionista no apartó la vista hasta que el Mercedes dobló la esquina, pero Paul no podía estar seguro de si simplemente estaba admirando la carrocería o tomando nota mental de la matrícula. Por suerte desde aquel punto no podía ver que se dirigía a la cochera.

Cuando llegó, se desplomó sin fuerzas hacia delante, abrazando el volante en un intento de no caer.


Le despertaron unos golpes sobre el cristal. El rostro de Manfred le contemplaba con preocupación. Al lado había otro rostro más pequeño.

Julian.

Mi hijo.

Los siguientes minutos fueron un cúmulo de escenas inconexas en su memoria. Manfred arrastrándole desde el coche al interior de la cochera. Lavándole las heridas y cosiéndolas. Escozor. Julian ofreciéndole una botella de agua. Él bebiendo durante lo que parecía una eternidad, sin conseguir saciar su sed. Y luego de nuevo el silencio.

Cuando volvió a abrir los ojos, Manfred y Julian estaban sentados en el carro, contemplándole.

– ¿Qué hace él aquí? -dijo Paul con voz ronca.

– ¿Qué querías que hiciera? ¡No podía dejarlo solo en la pensión!

– Lo que vamos a hacer esta noche no es labor para niños.

Julian se bajó del carro y corrió a abrazarle.

– Estábamos muy preocupados.

– Gracias por venir a salvarme -dijo Paul, revolviéndole el pelo.

– Mamá también me hace eso -dijo el niño.

– Iremos a buscarla, Julian. Te lo prometo.


Se levantó y fue a lavarse al pequeño aseo que había en la parte de atrás. Era poco más que un cubo -ahora cubierto de telarañas- colocado debajo de un grifo, y un viejo espejo mellado y lleno de desconchones.

Paul estudió su reflejo con cuidado. Tenía vendados los dos antebrazos y el torso por completo. En el lado izquierdo la sangre pugnaba por salir a través de la tela blanca.

– Tenías unas heridas muy feas. No veas cómo gritaste cuando te eché el antiséptico -dijo Manfred, que se había acercado a la puerta.

– No recuerdo nada.

– ¿Quién es el muerto?

– El hombre que se llevó a Alys.

– ¡Julian, deja ese cuchillo en el suelo! -gritó Manfred, que de vez en cuando echaba un vistazo por encima del hombro a ver qué hacía el niño.

– Siento que él haya tenido que ver el cadáver.

– Es un chico muy valiente. Te sostuvo la mano todo el rato, y puedo jurarte que no fue agradable. Yo soy ingeniero, no médico.

Paul sacudió la cabeza, intentando despejarse.

– Tendrás que ir a comprar sulfamidas. ¿Qué hora es?

– Las siete de la mañana.

– Descansaremos un poco. Esta noche iremos a buscar a tu hermana.

– ¿Dónde está?

– En Dachau.

Manfred abrió los ojos de par en par y tragó saliva antes de continuar.

– ¿Sabes lo que es Dachau, Paul?

– Uno de esos campos de concentración que los nazis se han sacado de la manga para meter a sus enemigos políticos. Básicamente una cárcel al aire libre.

– Cómo se nota que acabas de volver a Alemania -dijo Manfred meneando la cabeza-. Oficialmente, esos lugares son maravillosos campamentos de verano para niños díscolos e indisciplinados. Pero si escuchamos a los pocos periodistas honrados que quedan ahí fuera, los sitios como Dachau son infiernos en miniatura. De los que nadie escapa, por cierto.

– Alys no va a escapar.

Paul le explicó a grandes rasgos su plan. Fueron apenas una decena de frases, pero al terminar Manfred estaba aún más preocupado que antes.

– Hay un millón de cosas que podrían salir mal.

– También podría funcionar.

– También podría salir una luna de color verde esta noche.

– ¿Vas a ayudarme a salvar a tu hermana o no?

Manfred miró a Julian, que se había vuelto a subir al carro y jugaba a rodar la pelota contra las paredes.

– Supongo que sí -dijo dando un suspiro.

– Entonces ve a descansar un rato. Cuando despiertes, me ayudarás a matar a Paul Reiner.


Minutos más tarde, al ver a Manfred y Julian tendidos en el suelo intentando descansar, Paul se dio cuenta de lo agotado que estaba. Sin embargo, aún le quedaba algo por hacer antes de poder dormir un rato.

Al otro extremo de la cochera, atravesada en un clavo, estaba la carta de su madre.

Paul debía cruzar de nuevo por encima del cuerpo de Jürgen, y esto resultó ser una prueba mucho más dura de lo que había sido la vez anterior. Se quedó mirándolo durante largos minutos, observando su ojo desencajado, la palidez creciente de su piel a medida que la sangre se iba acumulando en las zonas inferiores, la simetría de su torso alterada por el cuchillo atravesado de manera oblicua en el abdomen. A pesar de que durante toda su vida aquella persona no le había causado más que sufrimiento, no pudo evitar sentir una lástima profunda por él.

Las cosas debían haber sido de otra forma, pensó, decidiéndose por fin a traspasar el muro de aire sólido que se había formado encima del cadáver.

Arrancó la carta con sumo cuidado del clavo.

El cansancio actuaba como un bálsamo sobre sus nervios, pero aun así la emoción que sintió al abrir la carta fue enorme.

57

Querido hijo:

No hay una forma correcta de empezar esta carta. De hecho éste es uno de los intentos que realizo cada cuatro o cinco meses. Al cabo de un tiempo, que cada vez es más breve, tengo que tomar de nuevo el lápiz para reescribirla. Siempre espero a que no estés en la pensión para quemar la versión anterior y esparcir sus cenizas por la ventana. Luego me pongo a la tarea, este pobre sucedáneo de lo que necesito, que es contarte a ti la verdad.

Tu padre. Cuando eras pequeño me preguntabas una y otra vez por él. Yo te daba largas o callaba, pues tenía miedo. En aquella época nuestra vida dependía de la caridad de los von Schroeder, y yo era demasiado débil para buscar una alternativa. Si en aquel momento… pero no, no me hagas caso. Mi vida ha estado llena de frases como ésa, y hace tiempo que me cansé de arrepentirme.

También hace tiempo que tú te cansaste de preguntarme por tu padre. En cierto modo eso me afectó aún más que tu agobiante interés cuando eras pequeño, porque sé que sigues obsesionado con él. Sé lo mucho que te cuesta dormir por las noches, y sé que en tu corazón lo que más deseas es conocer lo que le sucedió.

Por eso he de callar. Mi mente no funciona muy bien, y en ocasiones pierdo la noción del tiempo y de dónde me encuentro, y sólo espero que en esos instantes de ofuscamiento no te revele la situación de esta carta. El resto del tiempo, mientras estoy lúcida, lo único que siento es miedo de que el día que descubras la verdad corras a enfrentarte con los hombres que le dieron muerte a Hans.

Sí, Paul, tu padre no murió en un naufragio como te dijimos, algo que ya intuiste poco antes de que nos expulsasen del palacete del barón. Hubiera sido una muerte apropiada para él, no obstante.

Hans Reiner nació en Hamburgo, en 1876, aunque su familia se trasladó a Munich cuando él era un niño. Al final acabó amando ambas ciudades, pero el mar fue su única pasión.

Él era un hombre ambicioso. Quería ser capitán, y lo consiguió. Ya lo era cuando nos conocimos en un baile, poco después de iniciado este siglo. No recuerdo exactamente la fecha, creo que era finales de 1902, pero no puedo estar segura. Me pidió bailar, y yo acepté. Era un vals. Antes del final de la pieza yo estaba perdidamente enamorada de él.

Entre viaje y viaje procuraba cortejarme, y acabó estableciendo en Munich su residencia permanente sólo para complacerme, por incómodo que le resultase por su profesión. El día que entró en casa de mis padres para pedirle mi mano a tu abuelo fue el más feliz de mi vida. Mi padre era un hombretón campechano y jovial, pero ese día se puso muy serio, e incluso se le escapó una pequeña lágrima. Es una pena que nunca le conocieses, te hubiese gustado mucho.

Mi padre dijo que había que celebrar una fiesta, una gran pedida de mano como las tradicionales. Un fin de semana completo, con decenas de invitados y un buen banquete.

Nuestra pequeña residencia no era apropiada para la celebración, así que mi padre le pidió a nuestra hermana permiso para celebrar el evento en la casa de campo del barón, en Herrsching. En aquella época la afición al juego de tu tío aún estaba bajo control, y tenían numerosas propiedades repartidas por toda Baviera. Brunhilda aceptó, más por quedar bien con mi madre que por otra cosa.

Cuando éramos pequeñas, mi hermana y yo nunca estuvimos demasiado unidas. Ella disfrutaba más de los chicos, de los bailes y de los trajes bonitos. Yo prefería estar en casa con mis padres. Aún jugaba con muñecas cuando Brunhilda fue a su primera cita galante.

Ella no es mala persona, Paul. Nunca lo fue, tan sólo egoísta y consentida, pero no mala. Cuando se casó con el barón, un par de años antes de que yo conociese a tu padre, fue la mujer más feliz del mundo. ¿Qué la hizo cambiar? No lo sé. Tal vez el aburrimiento, tal vez la infidelidad de tu tío, que era un mujeriego declarado, algo que ella no supo ver nunca antes, porque estaba cegada por el brillo de su dinero y de su título. Después, sin embargo, fue demasiado evidente como para no darse cuenta. Ella tuvo un hijo con él, algo que nunca me hubiera esperado. Eduard fue un niño dulce y solitario, que creció cuidado por criados y nodrizas. Su madre no le hizo nunca demasiado caso porque el niño no le había servido para el objetivo de atar en corto al barón y alejarlo de sus fulanas.

Volvamos al fin de semana de la fiesta. El viernes al mediodía comenzaron a llegar los invitados. Yo estaba radiante, paseando al sol con mi hermana y esperando a que llegase tu padre para presentársela. Al fin llegó, con su guerrera y su gorra de capitán, y una espada de gala, y guantes blancos. Vestía tal y como debía ir en la pedida del sábado por la noche, y dijo que lo hacía sólo para impresionarme. Yo me reí ante la ocurrencia.

Cuando le presenté a Brunhilda, sin embargo, ocurrió algo extraño. Tu padre le estrechó la mano y la sostuvo un poco más de lo decoroso y conveniente. Y ella pareció trastornada, como herida por un rayo. En aquel momento, tonta de mí, creí que sería cuestión de vergüenza, pero ésa es una cualidad que Brunhilda nunca ha poseído en modo alguno.

Tu padre acababa de volver de una misión en África. Me traía un perfume exótico de los indígenas de las colonias, hecho con sándalo y melaza, según creo. Tenía un olor fuerte y muy característico, pero a la vez delicado y hermoso. Yo aplaudí como una tonta. Me hizo mucha ilusión y le prometí que lo usaría para la pedida.

Aquella noche, mientras todos dormíamos, Brunhilda se introdujo en la habitación de tu padre. El cuarto estaba completamente a oscuras, y Brunhilda desnuda debajo de su bata, sin más vestido que el perfume que tu padre me había regalado. Se metió en la cama en silencio, y le hizo el amor. Aún me cuesta escribir estas palabras, Paul, y eso que hace casi veinte años de ello.

Tu padre, creyendo que yo había querido darle un adelanto de nuestra noche de bodas, consintió. Al menos eso fue lo que me dijo al día siguiente, mientras yo le miraba con cara de circunstancias.

Me juró y me perjuró que no se dio cuenta de nada hasta que terminaron, y Brunhilda habló por primera vez. Le dijo que le amaba y le pidió que se fugasen juntos. Tu padre la expulsó de la habitación discretamente y por la mañana me llevó aparte y me contó lo sucedido.

– Podemos anular la boda si quieres -dijo.

– No -respondí yo-. Te quiero, y me casaré contigo si me juras que creías que no sabías que era mi hermana.

Tu padre volvió a jurar, y yo le creí. Con el paso de los años no estoy tan segura de sus palabras, pero ahora hay demasiada amargura en mi corazón.

Siguió adelante la petición de mano, y la boda en Munich tres meses después. Para entonces la tripa abultada de tu tía ya era perfectamente apreciable bajo el vestido rojo de encaje que llevaba. El barón lucía orgulloso de ser padre de nuevo, y todo el mundo era feliz menos yo, que sabía perfectamente de quién era ese niño.

Finalmente, el barón lo supo también. No por mí. Yo nunca me enfrenté a mi hermana para recriminarle lo que hizo, porque soy cobarde, y tampoco le conté a nadie lo que sabía. Pero aquello tenía que salir a la luz tarde o temprano, y Brunhilda debió echárselo en cara al barón como venganza por sus múltiples devaneos. No lo sé a ciencia cierta, pero el caso es que lo supo, y eso tuvo parte de culpa en lo que sucedió después.

Yo quedé también embarazada enseguida, y tú viniste al mundo mientras tu padre estaba en la que sería su última misión en África. Las cartas que me escribía eran progresivamente más oscuras, y aunque no sé exactamente por qué, él se sentía cada vez menos orgulloso de la tarea que estaba desempeñando.

Un día dejó de escribir. La siguiente carta que me llegó fue de la Marina Imperial, avisándome de que se había declarado a mi marido desertor, y de que yo tenía la obligación de alertar a las autoridades si volvía a tener noticias de él.

Lloré amargamente. Aún no sé lo que le motivó a desertar, ni quiero saberlo. He descubierto demasiadas cosas sobre Hans Reiner tras su muerte, rasgos que no pertenecen en absoluto al retrato que yo me había hecho de él. Por eso nunca te he hablado de tu padre, pues no fue alguien que tomar como modelo ni de quien sentirse orgulloso.

A finales de 1904 tu padre volvió a Munich, pero yo no lo supe. Lo hizo a escondidas, con su asistente, un tal Nagel que siempre le acompañaba a todas partes. En lugar de venir a casa, fue a buscar refugio al palacete de tu tío el barón. Desde allí me mandó una breve nota, que decía textualmente.

«Querida Ilse: He cometido un grave error, y estoy tratando de subsanarlo. He pedido ayuda a tu cuñado y a otro buen amigo, quienes tal vez puedan socorrerme. A veces el mayor tesoro se oculta en el mismo lugar que la mayor destrucción, o al menos siempre he pensado eso. Te ama, Hans».

Nunca he comprendido qué es lo que quería decirme tu padre con esas palabras. Leí una y otra vez la nota cuando la recibí, aunque la quemé al cabo de unas horas por miedo a que cayese en malas manos.

Sobre la muerte de tu padre, sólo sé que se alojaba en el palacete de los von Schroeder y que hubo una fuerte discusión una noche, una discusión tras la que murió. Su cadáver lo arrojaron al Isar desde un puente entre varias personas, amparados por la madrugada.

No sé quién mató a tu padre. Tu tía me contó esto, empleando casi las mismas palabras que yo he empleado, aunque ella no estaba presente cuando sucedió. Me lo contó con lágrimas en los ojos, y yo supe que seguía enamorada de él.

El niño que dio a luz Brunhilda, Jürgen, era la viva imagen de tu padre. No es de extrañar el amor y la devoción enfermiza que siempre le demostró. No fue lo único torcido y enfermizo que comenzó con aquella noche terrible.

Yo, indefensa y asustada, acepté la propuesta de Otto de irme a vivir con ellos. Para él era al mismo tiempo una expiación por lo que habían hecho con Hans, y una manera de castigar a Brunhilda, recordándole a quién había preferido él. Para Brunhilda era su manera de castigarme a mí por haberle robado al hombre de quien se encaprichó, aunque ese hombre no le perteneciese.

Para mí era una manera de sobrevivir, pues de tu padre no quedaron más que deudas cuando el gobierno se dignó darlo por muerto, al cabo de unos años. Su cadáver jamás apareció. Y tú y yo sufrimos el destino de vivir en aquella mansión en la que no había más que odio.

Hay una cosa más. Para mí Jürgen no ha sido nunca tu hermanastro, sino tu hermano, pues aunque concebido en el seno de Brunhilda fue siempre como mi hijo. Nunca pude darle cariño, pero él era una parte de tu padre, del hombre a quien amé con toda mi alma. Al mirarle a diario, aunque no fuera más que unos instantes, era como tener de nuevo a Hans junto a mí.

Mi cobardía y mi egoísmo han condicionado tu vida, Paul. Nunca he querido que la muerte de tu padre también lo hiciese. Intenté mentirte y ocultarte los hechos para que cuando fueses mayor no buscases una venganza absurda. Por favor, no lo hagas.

Si es ésta la carta que por fin llega a tus manos, cosa que dudo, quiero que sepas que te quiero muchísimo, y que si algo he buscado con mis acciones ha sido protegerte. Perdóname.

Tu madre que te quiere,

Ilse Reiner

58

Paul lloró durante mucho rato cuando terminó de leer las palabras de su madre.

Vertió lágrimas por Ilse, que había tenido una vida de sufrimiento por amor, y que por amor se había equivocado. Vertió lágrimas por Jürgen, que había nacido en el lugar menos apropiado. Vertió lágrimas por él mismo, que había llorado por un padre que no lo merecía.

Cuando se quedó dormido lo hizo rodeado de una extraña paz, un sentimiento que no recordaba haber experimentado nunca. Fuera cual fuese el desenlace de la locura que iban a intentar unas horas después, él había conseguido su objetivo.


Le despertó Manfred, dándole unos golpecitos en la espalda. Julian comía un bocadillo de salchicha, a pocos metros.

– Es la hora. Son las siete de la tarde.

– ¿Por qué me has dejado dormir tanto?

– Necesitabas descansar. Mientras, he ido a comprar, y he traído todo lo que me dijiste. Las toallas, una cuchara de acero, la pala, todo.

– Entonces empecemos.

El joven le hizo tomar a Paul la sulfamida para evitar que sus heridas se infectasen. Luego ambos mandaron a Julian al coche.

– ¿Puedo ponerlo en marcha?

– ¡Ni se te ocurra! -le gritó Manfred.

Entre los dos le sacaron al muerto los pantalones y las botas y le vistieron con las ropas de Paul. En el bolsillo de la chaqueta colocaron sus documentos. Después cavaron un agujero profundo en el suelo de tierra y le colocaron dentro.

– Eso les confundirá durante un tiempo, supongo. No creo que le encuentren hasta dentro de unas semanas, y para entonces no quedará mucho de él -dijo Paul.

Colgado de un clavo en las cuadras encontraron el uniforme de Jürgen. Más o menos tenían la misma altura, aunque su hermano era más corpulento. Con los aparatosos vendajes que Paul llevaba en torno a los brazos y el pecho, el uniforme le quedaba aceptablemente bien. Las botas le apretaban, pero el resto encajaba.

– El uniforme te queda como un guante. Lo que no va a colar de ninguna manera es esto.

Manfred le mostró la cédula de identidad de Jürgen. Estaba metida en una carterita de piel, junto al carnet del partido nazi y una tarjeta de las SS. El parecido de Jürgen y Paul se había ido acrecentando con el paso de los años. Ambos tenían una mandíbula fuerte, ojos azules y unos rasgos similares. El pelo de Jürgen era más oscuro, pero eso se solucionaría con la grasa para el pelo que Manfred había comprado.

Mirando la foto de la cédula de identidad, Paul podría pasar por Jürgen perfectamente. Salvo por un pequeño detalle, que era lo que señalaba Manfred con el dedo. Bajo el apartado «rasgos destacables» figuraba claramente escrito tuerto del ojo derecho.

– Un parche no va a ser suficiente, Paul. Si te lo mandan levantar…

– Ya lo sé, Manfred. Por eso necesito que me ayudes.

El joven se le quedó mirando completamente atónito.

– No estarás pensando en…

– Tengo que hacerlo.

– ¡Pero es una locura!

– Igual que todo el plan. Y éste es el punto más débil.

Finalmente, Manfred aceptó. Paul se sentó en el pescante del carro, con las toallas cubriéndole el pecho como si estuviese en la barbería.

– ¿Listo?

– Espera -dijo Manfred, que parecía aterrado-. Repasémoslo una vez más para que no haya errores.

– Ahora yo voy a poner la cuchara en el borde de mi párpado derecho y a arrancarme el ojo de cuajo. En cuanto lo saque, tú tienes que echarme los antisépticos y luego ponerme las gasas. ¿De acuerdo?

Manfred asintió. De tan asustado como estaba apenas podía hablar, y Paul comprendió que el pavor del muchacho le estaba ayudando a ignorar su propio miedo.

– ¿Listo? -preguntó de nuevo.

– Listo.

Diez segundos después, sólo hubo gritos.


Hacia las once de la noche, Paul había consumido casi un tubo entero de aspirinas de los tres que Manfred le había comprado. La herida había dejado de sangrar, y Manfred la desinfectaba cada quince minutos, poniendo gasas nuevas en cada ocasión.

Julian, que había entrado un par de horas antes, alarmado al escuchar los gritos, se había encontrado con su padre agarrándose la cabeza y aullando a pleno pulmón, y con su tío chillándole histérico que se marchase de allí. Se había encerrado en el Mercedes de nuevo y roto a llorar.

Cuando todo se hubo calmado, Manfred salió a buscar a su sobrino y le explicó el plan. Julian entró y se acercó a Paul.

– ¿Estás haciendo esto sólo por mi madre? -preguntó, y en su voz había un respeto casi reverencial.

– Y por ti, Julian. Porque quiero que estemos todos juntos.

El niño no contestó, pero se agarró fuerte al brazo de Paul, y allí continuó cuando éste decidió que había llegado la hora de partir y se subió con Julian al asiento trasero del coche.

Manfred condujo los dieciséis kilómetros que les separaban del campo de concentración con una mueca tensa en los labios. Les llevó casi una hora alcanzar el lugar, pues Manfred apenas sabía conducir, y el coche se calaba cada poco tiempo.

– Cuando lleguemos allí el coche no puede calársete bajo ningún concepto, Manfred -dijo Paul, preocupado.

– Haré lo que pueda.

Al aproximarse a la ciudad de Dachau, Paul observó un cambio radical respecto a Munich. Incluso en la oscuridad de la noche, la pobreza de la ciudad era evidente. Las aceras estaban mal cuidadas y sucias, las señales de tráfico apedreadas, las fachadas de los edificios viejas y desconchadas.

– Qué triste sitio -dijo Paul.

– De todos los lugares a donde podían haber traído a Alys, éste es sin duda el peor.

– ¿Por qué lo dices?

– Nuestro padre era el dueño de la fábrica de pólvora que había en esta ciudad.

Paul estuvo a punto de decirle a Manfred que su propia madre había trabajado en esa fábrica de municiones y que la habían despedido, pero se encontraba demasiado cansado para entablar conversación.

– Lo jodidamente irónico es que mi padre vendió los terrenos a los nazis. Y éstos construyeron en ellos el campo.


Finalmente vieron un cartel amarillo con letras negras en el que se anunciaba que el campo estaba a ochocientos metros.

– Para, Manfred. Da la vuelta despacio y retrocede un poco.

Manfred obedeció, y desanduvieron el camino hasta una pequeña edificación que habían dejado atrás hacía unos minutos. El lugar parecía una caseta de guardabosques, aunque tenía aspecto de llevar deshabitada un tiempo.

– Julian, escúchame atentamente -dijo Paul tomando al niño por los hombros y obligándole a mirarle a la cara-. Tu tío y yo vamos a entrar al campo de concentración e intentar sacar a tu madre. Pero tú no puedes venir con nosotros. Ahora quiero que te bajes del coche junto con mi maleta, y que esperes en la parte de atrás del edificio. Escóndete bien, no hables con nadie ni salgas, a no ser que nos oigas a tu tío o a mí llamándote, ¿me has entendido?

Julian asintió, con los labios temblorosos.

– Chico valiente -dijo Paul abrazándole.

– ¿Y si no volvéis?

– Ni se te ocurra pensar en eso, Julian. Porque vamos a volver.


Instalado Julian en su escondite, Paul y Manfred volvieron a subir al coche.

– ¿Por qué no le has dado instrucciones de qué hacer si no volvemos? -preguntó Manfred.

– Porque es un chico listo. Mirará en la maleta, cogerá el dinero y dejará lo demás. Y de todas maneras no tengo nadie con quien enviarle. ¿Cómo me ves la herida? -dijo Paul, encendiendo la luz de lectura de mapas y apartando las gasas.

– Está inflamada, pero no mucho. Los párpados no están rojizos. ¿Te duele?

– Muchísimo.

Paul se miró en el espejo retrovisor. Donde antes estaba el globo ocular había ahora un vacío plano de piel arrugada. Un pequeño hilillo de sangre descendía por la comisura del ojo, como una lágrima escarlata.

– Tiene que parecer antigua, joder.

– Puede que no te manden quitarte el parche.

– Gracias por recordármelo.

Sacó el parche del bolsillo y se lo colocó, arrojando las gasas a la cuneta por la ventanilla. Cuando volvió a mirarse al espejo sintió un escalofrío.

Era Jürgen quien le devolvía la mirada en el reflejo.

Miró el brazalete con la bandera nazi que lucía en su brazo izquierdo.

Recuerdo que una vez pensé que moriría antes que llevar este símbolo, pensó Paul. Y hoy Paul Reiner está muerto. Ahora soy Jürgen von Schroeder.

Abandonó el asiento del copiloto y ocupó el de atrás, intentando recordar cómo era su hermano, cómo era su aire despectivo, sus maneras altaneras. La forma en que proyectaba la voz hacia delante, como una extensión de él mismo, pretendiendo hacerte sentir un ser inferior.

Puedo hacerlo, se dijo Paul. Veamos…

– Arranque, Manfred. No perdamos más tiempo.

59

EL TRABAJO LIBERA

Ésa era la frase que se leía, en letras de hierro, sobre la puerta de entrada al campo. Las palabras no eran, sin embargo, más que barrotes con otra forma. Ninguna de las personas que estaba allí se ganaría su libertad trabajando.

Cuando el Mercedes se detuvo ante la entrada, un guardia soñoliento con uniforme negro salió de una garita lateral, echó un breve vistazo al interior con su linterna y les hizo señas de que pasasen. La puerta comenzó a abrirse al instante.

– Qué sencillo -susurró Manfred.

– ¿Conoces alguna cárcel en la que sea difícil entrar? Los problemas suelen surgir a la salida -replicó Paul.

La puerta se abrió por completo, pero el coche no se movió.

– ¿Qué diablos te pasa? ¡No te quedes ahí parado!

– No sé hacia dónde ir, Paul -respondió Manfred, las dos manos crispadas sobre el volante.

– Mierda.

Paul abrió la ventanilla y le hizo señas al guardia de la garita de que se acercase. Éste acudió corriendo.

– ¿Sí, señor?

– Soldado, tengo un dolor de cabeza insoportable. Haga el favor y explíquele al necio de mi conductor cómo llegar con quien esté al mando. Traigo órdenes de Munich.

– Ahora sólo queda gente en el retén de guardia, señor.

– Pues proceda, soldado. Este idiota y yo hablamos idiomas distintos.

El guardia le dio instrucciones a Manfred, que no tuvo que fingir la cara de enfado que tenía con su «amo».

– ¿No te has pasado un poco?

– Si hubieras conocido a mi hermano con el servicio… estoy imitando uno de sus días buenos.

El coche de Manfred recorrió una zona vallada. Al otro lado se podía ver a un grupo de prisioneros corriendo en círculos alrededor de un poste, los pies derechos de cada uno de ellos atados a la extremidad del que venía detrás. Cuando uno se caía, al menos cuatro o cinco le seguían al suelo.

– ¡Arriba, perros! ¡Así vais a estar hasta que deis diez vueltas seguidas sin tropezaros! -gritaba un guardia que contemplaba la escena.

– No hay nada como el hogar -dijo Manfred.

El coche se detuvo en donde había indicado el soldado de la garita, frente a un edificio bajo, pintado de blanco, cuya puerta iluminada por varios focos era custodiada por otro par de soldados. Paul puso la mano en la manija del coche cuando Manfred le detuvo.

– ¿Qué haces? -susurró-. ¡Tengo que abrirte yo la puerta!

Paul se detuvo justo a tiempo. Su dolor de cabeza y su desorientación no habían hecho más que aumentar en los últimos minutos, y le costaba coordinar sus pensamientos con claridad. Sintió un ramalazo de miedo ante lo que iba a hacer. Por un instante estuvo tentado de mandar a Manfred dar la vuelta y poner kilómetros de por medio lo antes posible.

No puedo hacerle esto a Alys. Ni a Julian, ni a mí mismo. Tengo que entrar… pase lo que pase.

La puerta del coche ya se estaba abriendo. Paul puso un pie sobre el suelo de cemento, asomó la cabeza y los dos soldados se cuadraron al instante y levantaron el brazo. Paul bajó del Mercedes y devolvió el saludo.

– Descansen -dijo cruzando la puerta.

El interior del retén de guardia consistía en una sala pequeña con aspecto de oficina, tres o cuatro escritorios pulcros y despejados, cada uno con su minúscula banderita nazi junto al portalápices, y un retrato del Führer como única decoración en las paredes. Cerca de la puerta había una mesa alargada, parecida a un mostrador, tras la que aguardaba un único funcionario de cara avinagrada. Al ver entrar a Paul enderezó la espalda.

– ¡Heil Hitler!

– Heil Hitler -respondió Paul, estudiando la habitación. Al fondo había un ventanal que daba a lo que parecía ser una sala de descanso. A través del cristal se veía a una decena de soldados jugando a las cartas entre una nube de humo.

– Buenas noches, señor Obersturmführer -dijo el funcionario-. ¿En qué puedo servirle a estas horas?

– Puede servirme si se da prisa. Tengo que llevarme a una interna a Munich para un… interrogatorio severo.

– Cómo no, señor. ¿Nombre?

– Alys Tannenbaum.

– Ah, la que trajeron ayer. No tenemos muchas internas, no más de medio centenar, ya sabe. Es una pena que se la lleven. Es una de las pocas… pasables -dijo con una sonrisa lasciva.

– ¿Quiere decir para ser judía, funcionario?

El hombre tras el mostrador tragó saliva ante el tono de Paul.

– Por supuesto. Para ser judía, señor. Por supuesto.

– Por supuesto. En fin ¿a qué espera? ¡Tráigala!

– Enseguida, señor. ¿Me muestra la orden de traslado, señor?

Paul, que llevaba los brazos cruzados tras la espalda, apretó muy fuerte los puños. Ya se había preparado la respuesta para esa pregunta. Ahora soltaría su pequeño discursito. Si funcionaba, sacarían a Alys, subirían al coche y saldrían de allí libres como el viento. En caso contrario habría una llamada de teléfono, tal vez más de una. Y en menos de media hora, Manfred y él serían invitados de honor del campo, sólo que con unas ropas bien distintas.

– Escúcheme atentamente, funcionario…

– Faber, señor. Funcionario Gustav Faber.

– Escuche, funcionario Faber. Hace dos horas yo estaba tumbado en mi cama junto a una preciosa chica de Frankfurt a la que llevaba días cortejando. ¡Días! De repente sonó el teléfono y ¿sabe quién era?

– No, señor.

Paul se inclinó sobre el mostrador y adoptó un tono confidencial.

– El mismísimo Reinhard Heydrich. Me dijo: «Jürgen, amigo mío, tráeme a esa judía a la que mandamos ayer a Dachau, porque parece que no la exprimimos bien del todo». Y yo le dije, «¿No puede ir otro?» Y él me dijo, «No, porque quiero que la trabajes en el viaje. Que la asustes con tu método especial». Así que me subí al coche y aquí estoy. Cualquier cosa por hacerle un favor a un amigo. Pero eso no quita que esté de un humor horrible. Así que traiga a la puta judía de una vez, a ver si consigo regresar con mi amiguita antes de que se duerma del todo.

– Señor, lo siento pero…

– Funcionario Faber, ¿sabe con quién está usted hablando?

– No, señor.

– Soy el barón von Schroeder.

Ante aquello el rostro del hombrecillo cambió.

– ¿Señor, cómo no lo dijo usted antes? Yo soy muy amigo de Adolf Eichmann. Él me ha hablado mucho de usted -bajó la voz con tono confidencial- y sé que ustedes han estado haciendo un trabajo especial para el señor Heydrich. En fin, no se preocupe, enseguida le arreglaré todo. Traeré a la judía.

Se levantó y caminó hasta la sala de descanso. Mandó salir a uno de los soldados, quien dio claras muestras de fastidio por interrumpir la partida. Tras unos instantes desapareció por una puerta que no estaba a la vista de Paul.

Entretanto el funcionario regresó. Sacó un impreso de color morado de debajo del mostrador y comenzó a rellenarlo.

– ¿Me permite su identificación? He de anotar su número de las SS.

Paul le tendió la carterita de piel.

– Tiene todo aquí. Abrevie.

El funcionario sacó la cédula de identidad y se quedó mirando la foto durante unos instantes. Paul le observaba atentamente. Aquél era el momento decisivo. Vio que una sombra de duda cruzaba por el rostro del funcionario, que levantaba la vista hacia él y la bajaba de nuevo hacia la foto. Tenía que actuar. Distraerle, darle el golpe de gracia para que dejase de dudar.

– ¿Qué pasa, no lo encuentra? ¿Quiere que le eche un ojo?

Cuando el funcionario le miró extrañado, Paul se levantó el parche durante un instante y soltó una risita desagradable.

– No… no señor. Ya… ya lo estoy apuntando.

Le devolvió la carterita de piel con los documentos a Paul.

– Señor… no crea que intento meterme donde no me llaman pero… tenía usted unas gotas de sangre en el ojo.

– Ah, gracias funcionario. El médico me está vaciando los tejidos que se me forman con el paso de los años. Dice que podría ponerme un ojo de cristal. Mientras tanto tengo que sufrir sus instrumentos. En fin…

– Ya está señor. Mire, aquí la traen.

A espaldas de Paul se abrió una puerta, la misma por la que él había entrado, y se oyeron unos pasos. Paul no se volvió a mirarla en ese instante, por miedo a que su rostro delatase la más mínima emoción al verla, o peor aún, que ella le reconociese. Tan sólo cuando la pusieron a su lado se atrevió a dirigirle una breve mirada de soslayo.

Alys, vestida con una especie de sayo de basta tela gris, tenía la cabeza gacha y miraba al suelo. Sus pies estaban descalzos y sus manos esposadas.

No pienses en cómo está ella, pensó Paul. Piensa sólo en cómo sacarla de aquí con vida.

– Pues si eso es todo…

– Sí, señor. Fírmeme aquí y aquí, por favor.

El falso barón tomó la pluma, teniendo mucho cuidado de hacer un garabato ilegible. Luego tomó a Alys por el brazo y se dio la vuelta, arrastrándola con él.

– Tan sólo una cosa más, señor.

Paul volvió a girarse.

– ¿Qué diablos pasa ahora? -gritó exasperado.

– Tendré que llamar al señor Eichmann para que autorice la salida de la prisionera, ya que fue él quien firmó el ingreso.

Paul, aterrado, buscó con desesperación algo que decir, cualquier cosa, con tal de impedir que aquel hombre siguiese adelante.

– ¿Cree necesario despertar al bueno de Adolf por una nimiedad como ésa?

– Será sólo un minuto, señor -dijo el funcionario, que ya tenía el teléfono en la mano.

60

Estamos listos, pensó Paul.

Una gota de sudor se formó en su frente y descendió por su cara, esquivando las cejas y colándose en el hueco de su ojo bueno. Paul parpadeó discretamente, pero aquélla iba a ser sólo la primera de varias. En la sala del retén hacía mucho calor, y aún más en el punto en el que Paul estaba situado, justo debajo de la bombilla que iluminaba la entrada. La gorra de Jürgen, que le venía muy justa, no le estaba ayudando demasiado.

No pueden notar que estoy nervioso.

– ¿Señor Eichmann?

La voz chillona del funcionario resonó por toda la sala. Era una de esas personas que levantan la voz cuando hablan por teléfono para ayudar a los cables a transmitir mejor la voz.

– Lamento molestarle a estas horas. Está aquí el barón von Schroeder, que viene a recoger a la prisionera que… -Las pausas en la conversación eran un alivio para los oídos de Paul y una tortura para sus nervios. Hubiese dado lo que fuera por poder escuchar la otra mitad del diálogo-. Ya. Ya, en efecto. Sí, sí, comprendo.

En ese momento el funcionario levantó la cabeza y le miró, muy serio. Paul le sostuvo la mirada, con una nueva gota de sudor recorriendo el camino abierto por la anterior.

– Sí, señor. Lo he comprendido. Así lo haré.

Colgó el teléfono, despacio.

– ¿Señor barón?

– ¿Qué sucede?

– ¿Le importaría esperar aquí un instante? Vuelvo enseguida.

– ¡Está bien, pero dese prisa!

El funcionario volvió a salir por la puerta por la que había salido cuando fue a buscar a Alys. A través del cristal, Paul vio cómo se dirigía a uno de los soldados, y éste a su vez a todos los demás.

Nos han descubierto. Han encontrado el cadáver de Jürgen y ahora vendrán a detenernos. Si no se han abalanzado sobre mi es porque quieren cogernos con vida. Bien, pues eso no va a ocurrir.

Paul estaba completamente aterrado. El dolor de su cabeza había paradójicamente descendido, seguramente por los ríos de adrenalina que corrían ahora mismo por sus venas. Era consciente sobre todo del roce de su mano con la piel de Alys. Ella aún no había levantado la cabeza desde que entró. Al lado contrario, el soldado que la había traído esperaba dando impacientes golpecitos en el suelo.

Si vienen a por nosotros, lo último que haré será besarla.

El funcionario regresaba por la misma puerta, y lo hacía acompañado por otros dos soldados. El grupo dio la vuelta al mostrador y Paul se giró para quedar frente a ellos, obligando a Alys a hacer lo propio.

– ¿Señor barón?

– ¿Sí?

– He hablado con el señor Eichmann y me ha dado noticias sorprendentes. No he podido evitar compartirlas con el grupo de soldados. Estos hombres quieren hablar con usted.

La pareja que había salido de la sala de descanso se adelantó.

– Permiso para estrechar su mano, en nombre de toda la compañía, señor.

– Permiso concedido, soldado -acertó a decir Paul, absolutamente atónito.

– Es un honor conocer a un auténtico Viejo Luchador, señor -dijo el soldado, señalando la pequeña medalla en el pecho de Paul. Un águila en pleno vuelo, con las alas desplegadas, sosteniendo una corona de laurel. La Orden de la Sangre.

Paul, que no tenía la más remota idea de qué era aquella medalla, se limitó a asentir y a estrechar la mano de los soldados y del funcionario.

– ¿Fue entonces cuando perdió el ojo, señor? -le preguntó el funcionario, con una sonrisa.

Una alarma sonó en el cerebro de Paul. Aquello podría ser una trampa. Pero no tenía ni idea de qué responder, ni de a qué se podría estar refiriendo el soldado.

¿Qué diablos le contaría Jürgen a la gente? ¿Diría que fue un accidente durante una absurda pelea en su juventud o mentiría para aparentar ser lo que no era?

Los soldados y el funcionario le miraban atentos, pendientes de sus palabras. Eligiese la respuesta que eligiese, tenía que ser ya.

– Toda mi vida ha estado dedicada al Führer, caballeros. Y también mi cuerpo -dijo intentando ganar tiempo.

– ¿Entonces se hirió durante el golpe de estado del 23? -le apremió el funcionario.

Antes de aquello él ya estaba tuerto, y no se hubiera atrevido a contar una mentira tan evidente. ¡Luego la respuesta es que no! Pero ¿qué excusa podría haber puesto?

– Me temo que no, caballeros. Esto fue un accidente de caza.

Los soldados parecieron ligeramente decepcionados, pero el funcionario no perdió la sonrisa.

Tal vez no era una trampa, después de todo, pensó Paul con alivio.

– ¿Ha acabado con sus formalidades sociales, funcionario Faber?

– En realidad no, señor. El señor Eichmann me ha dado esto para usted -dijo tendiéndole una cajita-. Son las noticias de las que le hablaba.

Paul tomó la cajita de manos del funcionario y la abrió. Dentro había una cuartilla mecanografiada y algo envuelto en papel de estraza.


Querido amigo:

Enhorabuena por su excelente desempeño. El trabajo que le encargué está más que completado, según mi opinión. Con las evidencias que usted ha reunido, empezaremos a actuar muy pronto. También tengo el honor de transmitirle la gratitud personal del Führer. Él me preguntó personalmente por usted, y cuando le dije que ya colgaban de su pecho la Orden de la Sangre y la insignia de oro del partido, me preguntó qué distinción especial podríamos concederle. Conversamos unos minutos y al Führer se le ocurrió esta brillante broma. Es un hombre con un gran sentido del humor, tanto que mandó fabricarla a su joyero de confianza.

Venga cuanto antes a Berlín. Tengo grandes planes para usted.

Cordialmente,

Reinhard Heydrich


Sin comprender nada de lo que acababa de leer, extrajo el objeto que estaba envuelto en papel de estraza y lo desenvolvió. Era un emblema de oro con un diamante incrustado, un águila bicéfala sobre una cruz teutónica. Las proporciones eran incorrectas, y los materiales una intencionada e insultante parodia, pero aun así Paul reconoció el símbolo enseguida.

Era el emblema de un masón del grado 32.

Jürgen, ¿qué es lo que has hecho?

– Señores -dijo el funcionario señalándole- un aplauso para el barón von Schroeder, un hombre que, según me ha contado el señor Eichmann, ha realizado un trabajo tan importante para el Reich que el mismo Führer ha creado una condecoración única para él.

Los soldados aplaudieron, mientras un confuso Paul se dirigía al exterior con la prisionera. El funcionario les acompañó, le abrió la puerta y le puso algo en la mano.

– La llave de las esposas, señor.

– Gracias, Faber.

– Ha sido un honor, señor.


El coche se encaminó hacia la salida. Manfred, volviéndose ligeramente, con la cara empapada en sudor, le preguntó:

– ¿Por qué diablos has tardado tanto?

– Después, Manfred. No hasta que salgamos de aquí -susurró Paul.

Buscó con sus manos las de Alys, y ella le devolvió el apretón con fuerza y en silencio. Así se mantuvieron hasta traspasar las puertas.

– Alys -dijo él, tomándole de la barbilla- tranquila. Somos nosotros.

Ella por fin alzó el rostro. Estaba lleno de moratones y cardenales por todas partes.

– Supe que eras tú desde que me agarraste del brazo allí dentro. Oh, Paul, qué miedo más grande he pasado -dijo ella, apoyando la cabeza en su pecho.

– ¿Estás bien? -dijo Manfred.

– Sí -dijo ella con voz débil.

– ¿Te hizo algo ese bastardo? -preguntó de nuevo su hermano, a quien Paul no le había contado cómo Jürgen había presumido de haber violado a Alys con gran violencia.

Ella tardó unos instantes en contestar, y cuando lo hizo rehuyó la mirada de Paul.

– No.

Nadie lo sabrá nunca, Alys, pensó Paul. Y sobre todo, nunca dejaré que sepas que lo sé.

– Mejor. De todas formas te alegrará saber que Paul mató a ese hijo de puta con sus propias manos. No sabes lo lejos que ha llegado este hombre para sacarte de allí.

Alys miró a Paul a la cara y comprendió entonces en qué había consistido el plan, lo lejos que había llegado su sacrificio. Levantó las manos, aún esposadas, y le quitó el parche.

– ¡Paul! -gritó, conteniendo un sollozo, y él la abrazó.

– Chis… no digas nada.


Manfred sacó el coche de la carretera y lo estacionó junto a la caseta del guardabosques, y Paul aprovechó para quitarle las esposas a Alys.

– Vayamos a buscarle todos juntos. Se llevará una gran sorpresa.

– ¿A buscar a quién? -preguntó ella sorprendida.

– A nuestro hijo, Alys. Está escondido detrás de la caseta.

– ¿A Julian? ¿Habéis traído a Julian aquí? ¿Es que estáis locos? -gritó ella.

– No teníamos otra opción -se defendió Paul-. Han sido unas horas terribles.

Ella no le escuchó, pues ya se estaba bajando del coche y corriendo hacia la parte de atrás.

– Julian! ¡Julian, tesoro, soy mamá! ¿Dónde estás?

Paul y Manfred se apresuraron a ir tras ella, temiendo que se cayera y se hiciera daño en el estado de nervios en el que se encontraba. Se tropezaron con ella en la esquina de la caseta, que se recortaba a la luz de los focos del Mercedes como el último bastión de luz antes de la oscuridad del bosque. Allí se había parado Alys, completamente consternada, con los ojos desencajados.

– ¿Qué sucede, Alys? -dijo Paul.

– Sucede, amigo mío -dijo una voz desde las tinieblas- que los tres deberíais comportaros si sabéis lo que le conviene a este hombrecito.

Paul contuvo un grito de asombro y de rabia cuando una figura dio unos pasos hacia la luz de los faros, sin entrar de lleno en el área iluminada. Apenas lo necesario para que se pudiese reconocer quién era y qué hacía.

Era Sebastian Keller. Y lo que hacía era apuntar con una pistola a la cabeza de Julian.

61

¡Keller!

– Hola, Paul. Te sienta bien el uniforme.

– ¡Mamá! -gritó Julian, totalmente aterrado. El viejo librero le sostenía con el brazo izquierdo por el cuello, encañonándole con la otra mano-. Lo siento, me ha cogido desprevenido. Luego registró la maleta, sacó la pistola…

– Julian, cariño -dijo Alys, con suavidad-. No te preocupes de eso ahora. Yo…

– ¡Silencio todos! -gritó Keller-. Esto es una cuestión privada entre Paul y yo.

– Ya le habéis oído -dijo Paul.

Intentó apartar a Alys y a Manfred de la línea de tiro de Keller, pero el librero le interrumpió apretando aún más fuerte el cuello de Julian.

– Quieto, Paul. Es mejor para la salud del niño que te quedes detrás de la señorita Tannenbaum.

– Es usted una rata, Keller. Sólo una rata cobarde se escondería detrás de un niño indefenso.

El librero comenzó a caminar hacia atrás, internándose en las sombras, hasta una zona en la que ellos no podían verle, tan sólo escuchar su voz proveniente de algún punto situado cuatro o cinco metros por delante de ellos.

– Lo siento, Paul. Créeme que lo siento. Pero no quiero terminar como Clovis y como tu hermano.

– ¿Cómo…?

– ¿Cómo lo sé? Te he estado siguiendo desde que pusiste los pies en mi librería hace tres días. Y las últimas veinticuatro horas han sido agotadoramente instructivas. Ahora estoy cansado y quiero ir a dormir, así que entrégame lo que estoy buscando y yo soltaré a tu hijo.

– ¿Quién diablos es este loco, Paul? -interrumpió Manfred.

– El hombre que mató a mi padre.

La sorpresa en el rostro de Keller fue visible incluso a través de la penumbra.

– Vaya… así que no eres tan ingenuo como pareces.

Paul se echó hacia delante, colocándose entre Alys y Manfred, que asistían mudos a aquella horrible confesión en la oscuridad.

– Cuando leí la nota de mi madre decía que estaba con su cuñado, con Nagel y con una tercera persona, «un amigo». Y entonces comprendí que usted me había estado manipulando desde el principio.

– Aquella noche tu padre me llamó para que intercediese por él ante algunas personas poderosas. Quería que el asesinato que había cometido en las colonias y su deserción desaparecieran como por arte de magia. Era complicado, aunque tal vez entre tu tío y yo lo hubiéramos logrado. Nos ofreció un diez por ciento de las piedras a cambio. ¡Un diez por ciento!

– Así que ustedes le mataron.

– Fue un accidente en el calor de la discusión. Él sacó la pistola, yo me abalancé sobre él… ¿qué importa eso?

– Solo que sí importaba, ¿verdad, Keller?

– Contábamos con encontrar el mapa del tesoro entre sus papeles, pero no había mapa. Sabíamos que le había enviado un sobre a tu madre y creímos que ella lo había guardado, que algún día… Pero pasaron los años y nunca apareció.

– Porque no le había enviado un mapa, Keller.

Entonces Paul lo comprendió todo. La última pieza del rompecabezas encajó en su sitio, ajustándose con perfecta simetría.

– ¿Lo has descubierto ya, Paul? No me mientas, porque puedo leer en ti como en un libro abierto.

Paul miró a su alrededor antes de contestar. La situación no podía ser peor. Keller tenía a Julian, y ellos tres se hallaban desarmados. Con los faros del coche en marcha iluminándoles, eran un blanco perfecto para él, que seguía cubierto por las sombras de la caseta. Incluso aunque Paul decidiese atacar y Keller desviase el arma de la cabeza del niño, tendría un blanco perfecto en el cuerpo iluminado de Paul.

Tengo que desviar su atención. Pero ¿cómo?

Lo único que se le ocurría era usar la verdad.

– Mi padre no le dio ningún sobre para mí, ¿no es cierto?

Keller soltó una risotada despectiva.

– Tu padre, Paul, era uno de los mayores cabrones que me he echado a la cara. Era putero, mentiroso y cobarde, pero también un alegre compañero. Lo pasábamos bien juntos, pero la única persona por la que Hans se preocupó en su vida fue por Hans. Lo del sobre me lo inventé para ponerte en marcha, para que removieses el polvo después de todos estos años. Cuando recuperaste la Máuser, Paul, recuperaste el arma que mató a tu padre. Que, por si no te has fijado, es la misma que apunta a la cabeza de Julian.

– Todo este tiempo…

– Todo este tiempo he esperado para tener el premio. Tengo cincuenta y nueve años, Paul. Con suerte me quedan diez buenos. Seguro que un baúl lleno de diamantes me alegrará la jubilación. Y ahora dime dónde está el mapa, porque sé que lo sabes.

– Está en mi maleta.

– No es cierto. La he mirado de arriba abajo.

– Le digo que está ahí.

Hubo unos segundos de silencio.

– De acuerdo -dijo Keller, por fin-. Esto es lo que vamos a hacer. La señorita Tannenbaum dará unos pasos hacia la oscuridad y seguirá mis instrucciones. Arrastrará la maleta hasta la luz de los faros y entonces tú te agacharás y me enseñarás dónde está el mapa. ¿Ha quedado claro?

Paul asintió.

– Repito ¿ha quedado claro? -insistió Keller, elevando el tono.

– Alys -dijo Paul.

– Sí. Está claro -dijo ella con voz neutra, comenzando a caminar hacia delante.

Preocupado por el tono, Paul la sujetó por el brazo.

– Alys, no hagas ninguna tontería.

– No la hará, Paul. No te preocupes -dijo Keller, más amenazador que nunca.

Alys movió el brazo y se soltó. Había algo en su manera de andar, en su aparente pasividad, en el modo en que abandonaba la zona iluminada y se adentraba en las sombras sin que su rostro ni su voz destilasen ni la más mínima emoción, que encogió el corazón de Paul. De repente tuvo la certeza desesperada de que todo había sido inútil. De que en pocos minutos habría cuatro fogonazos en el bosque y cuatro cuerpos tendidos sobre un lecho de agujas de pino, contemplando la silueta oscura de los árboles con ojos fríos y muertos.

Pero Alys estaba demasiado aterrorizada por la suerte de Julian como para intentar nada. Siguió las breves y secas órdenes que le lanzó Keller sin oponer resistencia, y apareció enseguida en la zona iluminada caminando hacia atrás, arrastrando una maleta abierta y repleta de ropa amontonada.

Paul se agachó y comenzó a hurgar entre el revoltijo de enseres.

– Mucho cuidado con lo que haces -dijo Keller.

Paul no respondió. Había encontrado lo que estaba buscando, la pista a la que le habían conducido las palabras de su padre.

A veces el mayor tesoro se esconde en el mismo lugar que la mayor destrucción.

La caja de madera de caoba donde su padre guardaba la pistola.

Con movimientos muy lentos y manteniendo las manos a la vista, la abrió. Hincó los dedos en el esmerado relleno de fieltro rojo y pegó un fuerte tirón. El paño se desgarró con un leve chirrido, y en el hueco que ocupaba la pistola apareció un cuadradito de papel. Lo tomó con la punta de los dedos y lo abrió. Había varios dibujos y números manuscritos, con tinta china.

– ¿Qué, Keller? ¿Cómo se siente al saber que usted tuvo el mapa al alcance de la mano durante todos estos años? -dijo alzando el papel, que quedó brillando bajo los faros del coche.

Hubo un nuevo silencio. Paul hubiera dado lo que fuera por poder ver la rabia y el desencanto que en estos momentos debían estar cruzando por el rostro del viejo librero.

– Está bien -dijo Keller, con voz ronca-. Ahora dale ese papel a Alys y acércate muy despacio.

Paul, tranquilamente, se guardó el papel en el bolsillo del pantalón.

– No.

– ¿Es que no me has oído?

– He dicho que no.

– ¡Paul, haz lo que te dice! -dijo Alys.

– Este hombre mató a mi padre.

– ¡Y va a matar a nuestro hijo!

– Tienes que obedecer, Paul -dijo Manfred.

– Está bien -dijo Paul, metiéndose la mano en el bolsillo de nuevo y sacando el papel-. En ese caso…

Con gesto rápido, arrugó el papelito y se lo metió en la boca, comenzando a masticarlo.

– ¡Nooooo!

El grito de furia de Keller resonó por todo el bosque. El viejo librero salió de entre las sombras, arrastrando con él a Julian, aún con la pistola apuntando a su cráneo. Pero al aproximarse a Paul la desvió y apuntó a su pecho.

– ¡Maldito hijo de puta!

Acércate un poco más, pensó Paul, preparándose para saltar.

– ¡No tenías derecho!

Keller se detuvo, aún lejos del alcance de Paul.

¡Más cerca!

Comenzó a apretar el gatillo. Paul tensó los músculos de las piernas, dispuesto a que, si la bala tenía que alcanzarle, al menos lo hiciese en pleno salto.

– ¡Esos diamantes eran míos!

La última palabra de la frase se convirtió en un chillido agudo e informe. La bala salió de la pistola, pero el brazo se había desviado hacia arriba. Keller soltó a Julian e hizo un giro extraño sobre sus pies, como si quisiera alcanzar algo que había tras él. Al darse la vuelta, la luz incidió sobre un extraño apéndice de mango rojo que le había surgido en la espalda.

El cuchillo de caza que veinticuatro horas atrás había caído de la mano de Jürgen von Schroeder.

Julian, que había guardado el cuchillo en el cinturón todo aquel tiempo, había esperado una ocasión en la que la pistola dejase de apuntarle para clavar la hoja con todas sus fuerzas. Lo había hecho en un ángulo extraño y demasiado débil, sin embargo, y la herida no había hecho más que enfurecer a Keller. El librero, aullando de dolor, apuntó a la cabeza del niño.

En ese momento Paul completó su salto y su hombro golpeó de lleno en la cintura de Keller. El librero cayó al suelo e intentó revolverse, pero Paul ya estaba sentado encima de él, golpeándole una y otra vez con los puños en el rostro, sin darle la más mínima tregua, empujándole los brazos hacia atrás con las rodillas.

Golpeó más de dos docenas de veces, sin notar el dolor en las manos -que al día siguiente tendría completamente hinchadas-, sin notar los nudillos despellejados, sin notar cómo su conciencia desaparecía y en su lugar quedaba un animal salvaje.

Tan sólo le importaba el dolor que estaba causando, y no paró hasta que no pudo causar más.

– Paul. Ya basta -le dijo Manfred, poniéndole la mano en el hombro-. Está muerto.

Paul se dio la vuelta. Julian estaba en brazos de su madre, con la cabeza enterrada en el pecho de ella. Rogó al cielo que no hubiera visto lo que acababa de hacer. Se quitó la guerrera de Jürgen, empapada hasta los codos en la sangre de Keller, y se acercó a abrazar a Julian.

– ¿Estás bien?

– Siento no haberos obedecido con lo del cuchillo -dijo el niño, echándose a llorar.

– Fuiste muy valiente, Julian. Y nos has salvado la vida a todos.

– ¿De verdad?

– De verdad. Y ahora tenemos que irnos -dijo encaminándose al coche-. Alguien podría haber oído los disparos.

Alys y Julian subieron en la parte de atrás, y Paul se acomodó en el asiento del copiloto. El joven ingeniero puso el coche en marcha y volvieron a la carretera.


– Quisiera saber una cosa, Paul -dijo Manfred, rompiendo con un susurro el silencio del interior del vehículo media hora después, cuando ya Alys y Julian dormían abrazados en el asiento trasero.

– Dime.

– ¿Ese papelito conducía de verdad a un baúl lleno de diamantes?

– Eso creo. Enterrado en África del Suroeste.

– Ya veo -dijo Manfred decepcionado.

– ¿Te hubiera gustado ir a buscarlo?

– Tenemos que irnos de Alemania. Ir a buscar un tesoro no sería un mal destino. Una pena que te lo tragaras.

– En realidad -dijo Paul, sacando con gran dificultad el mapa del bolsillo- lo que me tragué fue una nota en la que le concedían una medalla a mi hermano. Aunque a estas alturas no creo que le importe.

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