Prólogo

Perseguimos una idea nueva, un lenguaje nuevo, algo que corresponda a las cápsulas espaciales, los ordenadores y los envases desechables de una era atómica y electrónica…

Warren Chalk


El americano miró al sol que declinaba sobre el nuevo estadio de fútbol de Shenzen y rezó por que la ejecución terminase antes de que el centro del campo quedara en la sombra. Impaciente por sacar fotos, enfocó la cámara a un grupo de hombres de aspecto arrogante, unos con chaquetas a lo Mao y otros con trajes oscuros, que estaban sentándose una docena de filas más abajo.

– ¿Quiénes son esos tíos? -preguntó.

Su asistente e intérprete se puso de puntillas sobre sus zapatos de tacón alto y siguió la línea de su teleobjetivo entre las cabezas de la multitud.

– Del partido, creo -contestó ella-. Pero también hay hombres de negocios.

– ¿Estás segura de que tenemos permiso para esto? -murmuró él.

– ¡Claro que estoy segura! -afirmó la muchacha-. He sobornado al jefe de la DSP de Shenzen. Hoy no nos molestarán, Nick, créeme.

LA DSP era la Dirección de Seguridad Pública de la República Popular China.

– Eres un portento, cariño.

La muchacha china sonrió, inclinando la cabeza.

El estadio casi se había llenado ya. Los miles de espectadores parecían alegremente impacientes, como si de verdad hubiesen ido a ver un partido. Cuando entraron los cuatro condenados, cada uno de ellos firmemente sujeto por dos guardias de la DSP, se elevó un murmullo de excitación. Como de costumbre, los condenados a muerte iban con la cabeza rapada y los brazos atados por encima del codo. Del cuello les colgaba un cartel de cartón que enumeraba los delitos que habían cometido.

Obligaron a los cuatro a arrodillarse en el centro del campo. El rostro de uno de ellos ocupaba el visor de la cámara y el americano se sorprendió de su apagada expresión, como si al condenado le importara poco su propia muerte. Supuso que los habían drogado. Pulsó el obturador y encuadró el rostro del siguiente hombre. Tenía la misma expresión.

Cuando el agente de la DSP apuntó su fusil de asalto AK47 a la nuca de su primera víctima, el americano comprobó la posición de la sombra en el campo. Procuró no sonreír, pero era un impulso irresistible. Iban a ser unas fotos magníficas.

Al DPLA, el Departamento de Policía de Los Ángeles, nunca le habían gustado mucho las manifestaciones de las diversas comunidades de la ciudad: latinoamericanos, indios, negros, trabajadores temporeros, hippies, maricas, estudiantes y huelguistas, todos habían probado en alguna ocasión las porras y armas antidisturbios de sus agentes más celosos. Pero aquélla era la primera vez que alguno de los veinticinco policías con cascos apostados frente al edificio de oficinas en construcción en lo que sería la nueva plaza de Hope Street veía a chinos concentrados para protestar por algo.

No es que en Los Angeles hubiese una gran masa de chinos, comparada con la de San Francisco. En el Barrio Chino, situado en la zona de North Broadway, en la misma puerta de la Academia de Policía, no vivían más de veinte mil personas. La mayor parte de la comunidad china, que crecía rápidamente, habitaba los barrios de las afueras, como Monterey Park y Alhambra.

Tampoco era una manifestación impresionante: sólo un centenar de estudiantes, más o menos, que protestaban contra la Yu Corporation y su supuesta complicidad con la política represiva de la República Popular China. Poco tiempo atrás se habían publicado en el Los Angeles Times unas fotos de la ejecución en Shenzen de varios estudiantes disidentes, en las cuales aparecía Yue-Kong Yu, presidente y director general de la empresa que llevaba su nombre. Pero como, al fin y al cabo, estaban en Los Angeles, donde hasta las más pequeñas concentraciones de manifestantes podían desmandarse rápidamente, helicópteros de la policía vigilaban la manifestación con discretos medios electrónicos y periódicamente enviaban informes digitalizados a su ordenador central, instalado en un búnker a prueba de misiles en el quinto sótano del Ayuntamiento.

Los manifestantes se mostraban bastante pacíficos. Incluso cuando la caravana de alargadas limusinas de Yue-Kong Yu y su séquito llegó a la obra, apenas hicieron otra cosa que gritar y agitar las pancartas. Protegido por la policía y media docena de guardaespaldas privados, el señor Yu subió tranquilamente un tramo de escaleras y, sin dirigir siquiera una mirada hacia los coléricos jóvenes, entró en su nuevo edificio por la puerta principal, un dolmen neolítico traído de las Islas Británicas.

En el vestíbulo, casi acabado, el señor Yu se volvió para examinar la puerta, montada en sentido oblicuo a fin de conseguir un mejor feng shui. Había comprado las tres antiguas piedras -una de ellas colocada horizontalmente sobre las otras dos para formar el dintel- por su semejanza con el logotipo de la Yu Corporation, basado en el carácter chino que simboliza la buena suerte. Movió la cabeza con aire de aprobación. Sabía que al arquitecto no le había gustado incluir aquellas piedras en un edificio tan moderno. Pero cuando el señor Yu tomaba una decisión, no era fácil disuadirle. El señor Yu pensó que había hecho bien, a pesar de la resistencia del arquitecto. El aspecto de la puerta era de lo más propicio. Y el atrio resultaba muy elegante. El más bonito que había visto. Más que el del Edificio Yoshimoto de Osaka. Y que el del Shinn Nikko de Tokio. Más bonito aún que el del Marriott Marquis de Atlanta.

Cuando hubo entrado el último invitado del señor Yu, el sargento encargado de vigilar la concentración hizo señas a un manifestante para que se acercara, pues había decidido que el hecho de que llevara el megáfono le señalaba como cabecilla del grupo.

Cheng Peng Fei, en posesión de un visado para estudiar ciencias empresariales en la Universidad de California, se acercó rápidamente. Hijo único de dos abogados de Hong Kong, no era de los que se hacían repetir dos veces las indicaciones de un policía. Tenía un rostro tan liso y esférico que parecía cóncavo.

– Tendrá que llevarse a su gente al otro lado de la obra -dijo el sargento, arrastrando las palabras-. Creo que van a tirar una rama de árbol desde la última planta, y no queremos que nadie resulte herido, ¿verdad?

El sargento sonrió. Como veterano del Vietnam, miraba a los orientales con profundo recelo y hostilidad.

– ¿Por qué? -preguntó Cheng Peng Fei.

– Porque lo digo yo -replicó el sargento-. Por eso.

– No me ha entendido. Preguntaba por qué van a tirar una rama desde arriba.

– Pero ¿qué se cree que soy, un jodido antropólogo? ¿Cómo coño voy a saberlo? Venga, señor, retírese al otro lado o le detengo por obstrucción a la policía.

Tradicionalmente, la colocación del último ladrillo de un edificio se celebraba lanzando a la calle una rama de pino, que luego se quemaba antes de brindar por la finalización de la estructura. Pero, como sabían los que esperaban en el terrado, la verdadera ceremonia de terminación se había realizado unos diez meses antes, ocasión en que el señor Yu no pudo estar presente. El edificio ya estaba casi acabado por dentro, pero el señor Yu, que hacía una de sus raras visitas a Los Angeles para firmar con el Ejército del Aire de los Estados Unidos un contrato para el suministro a la Base Aérea de Edwards de seis superordenadores Yu-5 (cada uno de ellos capaz de realizar 1012 operaciones por segundo), estaba deseoso de comprobar la marcha de las obras de su nuevo edificio inteligente. El hijo del señor Yu, Jardine, director de la Yu Corporation en Estados Unidos, había querido señalar la visita de su padre, de manera que en el terrado de aquel alto edificio se organizó una segunda ceremonia de terminación en la que una «última» y superflua loseta sería colocada por Arlene Sheridan, actriz hollywoodense y de edad un tanto avanzada a la que el presidente, de setenta y dos años, admiraba desde mucho tiempo atrás.

El acontecimiento del tejado se había organizado con un esmero y una etiqueta fuera de lo común: un almuerzo consistente en frutas de la estación, gallinas chinas rellenas de papelitos rojos de la suerte, cochinillo asado y cerveza Tsingtao. Entre los cincuenta invitados se contaban un senador federal, un diputado federal, el primer teniente de alcalde de Los Angeles, un juez federal, un general del Ejército del Aire, el dueño de unos estudios cinematográficos, representantes del comité consultivo para el plan estratégico del centro de la ciudad, miembros selectos de la prensa (con la notable excepción del Los Angeles Times), el arquitecto, Ray Richardson, y el ingeniero jefe, David Arnon. No se había invitado a ningún obrero, a menos que se considerase como tales a Helen Hussey, aparejadora, y a Warren Aikman, maestro de obras. Un sacerdote taoísta había llegado en avión de Hong Kong llamado por Jenny Bao, la asesora de feng shui de la Yu Corporation en Los Ángeles, que también estaba presente.

De corta estatura, cortés y efusivo, el señor Yu saludaba a sus invitados estrechándoles la mano con la izquierda, pues tenía el brazo derecho atrofiado de nacimiento. A quienes le veían por primera vez, les resultaba difícil asociar su enorme fortuna (la revista Forbes la estimaba en cinco mil millones de dólares) con el hecho de que estuviese en excelentes relaciones con los dirigentes comunistas de Pekín. Pero, por encima de todo, el señor Yu era un pragmático.

Tras las presentaciones, correspondió a Ray Richardson acercarse al micrófono para decir unas palabras sobre el edificio y la ceremonia. El «arquitecnólogo», como le gustaba definirse, aparentaba diez o quince años menos de los cincuenta y cinco que tenía. Llevaba un traje de lino color crema, una camisa azul claro y una corbata discreta que parecía pintada a mano, todo lo cual le daba aspecto de europeo, muy probablemente italiano. En realidad, era escocés, pero su acento indicaba que había pasado mucho tiempo al sol de California. Sus conocidos afirmaban que su acento era lo único en él que irradiaba algo de calor.

Desdobló unas hojas mecanografiadas, esbozó una sonrisa vacilante y, como si el sol de mediodía fuera demasiado fuerte para sus fríos ojos grises, sacó unas Ray-Ban de concha y bajó las persianas para ocultar la mezquindad de su alma.

– Y. K., senador Schwarz, diputado Kelly, señor teniente de alcalde, señoras y caballeros: la historia de la arquitectura no es, como cabría pensar, una cuestión de estética, sino de técnica.

Mitchell Bryan, sentado con los integrantes del equipo de proyecto y construcción, gimió para sus adentros al pensar que debería soportar otro de los farisaicos discursos de su socio mayoritario. Miró a David Arnon y le dirigió un guiño significativo tras comprobar que Joan, la mujer de Richardson, de raza india, no observaba aquel pequeño acto de resistencia. Pero Mitch no tenía por qué preocuparse. Joan contemplaba a Richardson con el recogimiento y atención que suele dedicarse a un sacerdote. David Arnon contuvo un bostezo y se retrepó en el asiento mientras trataba de imaginarse desnuda a Arlene Sheridan, sentada a la mesa de al lado.

– La historia de toda la arquitectura conocida hasta hoy es la historia del progreso técnico. Por ejemplo: la invención romana del cemento hizo posible la construcción de la cúpula del Panteón, la mayor del mundo hasta el siglo XIX. En la época de Joseph Paxton, las nuevas posibilidades estructurales del hierro y los avances realizados en la elaboración de placas de vidrio permitió la construcción del Palacio de Cristal de Londres, en 1851. Treinta años después, la invención por Siemens del ascensor eléctrico hizo posible la construcción de la primera estructura multipisos en el Chicago de fines de siglo. Exactamente un siglo después, la arquitectura aprovechaba las innovaciones realizadas en la industria aeronáutica: edificios que sacaban el mayor partido de los nuevos materiales para reducir los volúmenes, como el Banco de Hong Kong y Shanghai de Norman Foster.

«Señoras y caballeros, he de decirles que el actual panorama arquitectónico nos ofrece la mayor aventura posible: la arquitectura que utiliza la tecnología avanzada de la exploración espacial y la era informática. El edificio como una máquina donde la micro y la nanotecnología sustituyen a los sistemas de la industria mecánica. Un edificio que tiene más de robot que de refugio. Una estructura con su propio sistema nervioso electrónico, tan sensible como los músculos que se flexionan en el cuerpo de un atleta olímpico.

»Algunos de ustedes ya habrán oído hablar, sin duda, de los llamados edificios inteligentes. Ese concepto se maneja desde hace tiempo, pero no hay demasiado acuerdo acerca de lo que hace inteligente a un edificio. En mi opinión, el rasgo distintivo de un edificio inteligente verdaderamente integrado es que todos sus sistemas informáticos, tanto los relacionados con el funcionamiento del propio edificio como los relativos a la actividad de sus ocupantes, están fundidos en una sola red que utiliza un autobús de datos, un cable blindado que contiene dos conductores entrelazados. Como esos microbuses de circunvalación que recorren el centro de la ciudad. A través del autobús de datos, el ordenador central envía señales a diversos subsistemas electrónicos, de seguridad, de datos, de energía; en forma de órdenes digitales multiplexadas de alta frecuencia, a 24 voltios.

»Así por ejemplo, el ordenador central detectará un incendio consultando diversos sensores lineales, puntuales y volumétricos situados en el interior del edificio. Y si no es capaz de extinguirlo por sí solo, telefoneará a los bomberos para pedir ayuda humana.

Richardson apartó un momento los ojos de su texto cuando una ráfaga de viento trajo la voz de Cheng Peng Fei desde la calle:

– ¡La Yu Corporation apoya al gobierno fascista de China!

– Antes de venir aquí -prosiguió Richardson, sonriendo-, hablaba de este edificio con una señora. Me preguntó si este edificio era capaz de hacerlo todo. Y le respondí que no. -Extendió la mano hacia donde venía el rumor de los manifestantes-. Y miren ustedes por dónde, aquí tenemos algo que lo demuestra. Ahí abajo parece que hay una manifestación. Y lo cierto es que resulta imposible zanjar el asunto apretando un botón.

El auditorio de Richardson rió cortésmente.

– Da la casualidad de que la faceta más importante de la inteligencia de este edificio no puede demostrarse tan fácilmente. Porque lo que lo hace verdaderamente inteligente no es su capacidad de prever las necesidades habituales para gastar energía con la mayor parsimonia posible. Ni tampoco que los aislantes de los cimientos, controlados informáticamente, permitan que la estructura resista terremotos de hasta 8,5 de la escala de Richter.

»No, lo que lo convierte en el edificio más inteligente de Los Ángeles, y posiblemente de los Estados Unidos, señoras y caballeros, es su capacidad de ajustarse no sólo a la tecnología informática actual, sino también a la del futuro.

»Cuando muchas empresas americanas se esfuerzan por seguir siendo competitivas con Europa y los países asiáticos ribereños del Pacífico, es lamentable que en este país existan tantos edificios, algunos de ellos construidos en fecha tan reciente como 1970, que se hayan quedado prematuramente obsoletos: adaptarlos a las exigencias de la tecnología de la información costaría más que derribarlos y construirlos de nuevo.

«Estoy convencido de que este edificio representa una nueva generación de centros administrativos, una generación que facilitará a nuestro país los medios para que sigamos siendo competitivos en el futuro; la clase de edificio que garantizará a este gran país una posición inmejorable para aprovechar plenamente lo que el presidente Dole ha denominado "infraestructura global de la información". Porque, no lo dudemos, ésa es la clave del crecimiento económico. En los próximos diez años, la infraestructura informática será a la economía de los Estados Unidos lo que la infraestructura del transporte fue a la economía de mediados del siglo xx. Por eso creo que pronto verán muchos otros edificios como éste.

»Naturalmente, sólo el tiempo dirá si tengo razón y si la Yu Corporation seguirá ocupando este edificio, a su entera satisfacción, en el próximo siglo. Lo cierto es que el mundo de hoy se enfrenta al mismo tipo de desafío que Chicago hace cien años, cuando las necesidades de almacenamiento, comercialización y gestión creadas por la expansión del comercio gracias a la aplicación del vapor al ferrocarril y otros medios de comunicación requirieron la utilización de nuevas técnicas de oficina, como teléfonos y máquinas de escribir, y un nuevo tipo de edificios, pues el precio de los terrenos se disparaba. Los edificios con estructura de "esqueleto" de Chicago, los rascacielos, como los llamamos hoy, produjeron un nuevo tipo de ciudad. Igual que Manhattan se transformó entre 1900 y 1920 en ese paisaje de mesetas y zigurats que hoy nos resulta tan familiar, creo que ahora nos encontramos en el umbral de una metamorfosis urbana por la que nuestras ciudades se convertirán en participantes inteligentes en el proceso económico universal.

»Y ahora volvamos a la ceremonia de hoy. Tradicionalmente, señalamos esta ocasión con el lanzamiento de una rama de pino desde el último piso. Muchas veces me preguntan por el origen de esta costumbre, pero la verdad es que nadie lo sabe a ciencia cierta. Un profesor de historia antigua me dijo una vez que probablemente data de la época de los egipcios, cuando la terminación de un edificio se acompañaba de sacrificios humanos; la rama de pino sería, pues, el recuerdo de una época en que los servicios del arquitecto eran recompensados emparedándolo vivo en su propia construcción o arrojándolo desde el tejado. Supongo que habrá algunos clientes que desearían poder hacer eso con sus arquitectos, pero creo no equivocarme al decir que Y. K. no es uno de ellos.

Richardson miró al anciano multimillonario, y vio que le sonreía cortésmente.

– Al menos, eso espero. Quizá sea mejor, señoras y caballeros, que tire la rama antes de que el señor Yu cambie de parecer.

El auditorio volvió a reír educadamente.

– Y a propósito: creo que hay algo que dice mucho en favor de Jardine, el hijo del señor Yu. Le preocupaba tanto la seguridad de esos manifestantes de ahí abajo, que ha mandado que les hagan alejarse de la entrada del edificio hasta que concluya la ceremonia. Muchas gracias.

Los invitados volvieron a reír y, mientras Richardson se dirigía al borde del tejado con la rama de pino, empezaron a aplaudir. Muchos lo siguieron para ver cómo arrojaba la rama a la plaza, ciento cincuenta metros más abajo.

Mitch se aseguró de que Joan estaba entre ellos y, dirigiendo una mirada a David Arnon, se introdujo dos dedos en la boca, como si quisiera vomitar.

David Arnon sonrió y se inclinó hacia él.

– ¿Sabes una cosa, Mitch? -le dijo-. Como judío, lamento decirlo, pero quizá los egipcios no eran tan malos, después de todo.

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