La arquitectura es vudú.
BUCKMINSTER FULLER
Los Richardson salieron de L'Orangerie, uno de los restaurantes más selectos de Los Angeles, en su Bentley blindado con chófer y, girando hacia el oeste, dejaron La Ciénaga en dirección a Sunset.
– Esta noche nos quedamos en el apartamento, Declan -dijo Ray Richardson al chófer-. Y estaré toda la mañana en el estudio. No volveré a necesitarte hasta las dos, para ir al aeropuerto.
– ¿Irá en el Gulfstream, señor?
El acento irlandés de Declan era tan fuerte como su cuello, pues también era guardaespaldas de Richardson, como cualquiera habría adivinado al ver sus gafas Blackcat de visión nocturna o su automática Ruger P90, que descansaba en el asiento del acompañante.
– No, voy en vuelo regular. A Berlín.
– Será mejor que salgamos un poco antes que de costumbre, señor. Hoy el tráfico estaba muy mal en la autopista de San Diego.
– Gracias, Declan. A la una y media, entonces.
– Sí, señor.
Era más de medianoche, pero aún había luces encendidas en el estudio del arquitecnólogo. Declan cambió de rojo a verde el diodo de las Blackcat para adaptarse a las variaciones de la luz. En la oscuridad nunca se sabía qué podía salir de la izquierda. A menos que se llevase unas Blackcat de gran angular.
– Parece que siguen trabajando -observó Joan, la mujer de Richardson.
– Mejor será -refunfuñó Richardson-. Había mucho que hacer cuando me marché. Cada vez que mando hacer algo a uno de esos alemanes, me dan cien razones diferentes de por qué es imposible hacerlo.
Proyectada personalmente por Richardson y con un coste de veintiún millones de dólares, la estructura triangular de vidrio que albergaba su estudio, que se alzaba entre gigantescas vallas publicitarias y presuntuosos edificios hollywoodenses descoloridos por el sol, parecía la proa de un yate ultramoderno y carísimo. Encarado al este, hacia Hollywood, y con paneles de vidrio opaco que, a modo de biombo, aislaban la fachada norte de la carretera, el edificio de Richardson no se ajustaba a los cánones arquitectónicos de Los Ángeles, suponiendo, claro está, que el eclecticismo que caracterizaba a los edificios de la ciudad pudiera considerarse un estilo. Como los demás edificios de Richardson, casi parecía fuera de lugar. Más europeo que americano. O algo que acabara de aterrizar de otro mundo.
Los críticos de diseño y arquitectura decían que Richardson pertenecía a la tradición racionalista, y ciertamente en sus edificios se veían abundantes metáforas maquinistas. Incluso tenían ecos de las fantasías constructivistas de arquitectos como Gropius, Le Corbusier y Stirling. Pero al mismo tiempo su trabajo iba más allá de lo simplemente utilitario. Declaraba su lealtad a la alta tecnología y al optimismo capitalista.
– Alemanes -masculló Richardson, moviendo la cabeza con desdén.
– Sí, cariño -ronroneó Joan-. Pero en cuanto abramos la oficina de Berlín podremos librarnos de ellos.
El Bentley salió de la carretera y dio la vuelta al edificio, hacia el aparcamiento subterráneo.
Eran siete pisos, seis de ellos sobre el nivel de la calle. Las oficinas y el estudio ocupaban las dos primeras plantas, y del tercero al séptimo piso había doce apartamentos. En el ático, magníficamente amueblado, era donde dormían los Richardson cuando se quedaban trabajando hasta tarde o tenían que levantarse temprano, cosa que hacían a menudo: Ray Richardson estaba completamente entregado a su profesión. Pero normalmente vivían en su espectacular casa de Rustic Canyon. También proyectada por Richardson, con diez habitaciones, la casa gozaba del raro privilegio de haber recibido, en las páginas de Vanity Fair, alabanzas por su belleza y elegancia nada menos que de un crítico de la arquitectura moderna tan implacable como Tom Wolfe, y albergaba la amplia colección de arte contemporáneo del matrimonio.
– Será mejor que nos asomemos a ver qué están haciendo en mi nombre -dijo Richardson-. Por si están jodiendo las cosas.
Como una pareja real, subieron majestuosamente la impresionante escalinata recubierta de granito, tras saludar a los guardas jurados con secas inclinaciones de cabeza. Se detuvieron en el umbral del enorme y luminoso estudio, casi como si esperasen ser anunciados. Rompiendo la monocromía, sólo alterada por un florero de lirios en el mostrador de recepción, los Richardson dieron de repente la nota colorista en aquella Bauhaus estilo Los Angeles.
Con noventa metros de largo y diecisiete tableros de trabajo de doce metros colocados en la perpendicular de la fachada sur, toda de vidrio, que ofrecía una vista panorámica de la ciudad, Richardson y Asociados era uno de los estudios de arquitectura más modernos del mundo. Y también de los más atareados. Incluso a aquella hora había arquitectos, proyectistas, ingenieros, maquetistas, informáticos y sus correspondientes equipos trabajando en la armonía de aquel espacio sin paredes. Muchos de ellos llevaban allí treinta y seis horas seguidas, y los que eran relativamente nuevos en el estudio prestaron escasa atención a la llegada del elegante jefe y su mujer. Pero los que conocían más a Ray Richardson, al levantar la vista de las pantallas de los ordenadores y de las pizzas para llevar, comprendieron que la armonía estaba a punto de transformarse en absoluta discordancia.
Joan Richardson miró en torno y movió la cabeza con aire de admiración ante la espléndida colaboración que prestaban a su marido. Aunque no era más que lo que se merecía, decían amorosamente sus castaños ojos navajos. Estaba acostumbrada a poner a su marido por encima de todo.
– ¡Fíjate, cariño! -dijo efusivamente-. ¡Cuánta energía creadora! ¡Es, sencillamente, asombroso! ¡Las doce y media y siguen trabajando! ¡Cuánta actividad, parece una colmena!
Se quitó el chal y se lo colgó del brazo. Llevaba una especie de sarong de lino color crema, blusa a juego y un chaleco largo y de varios pliegues que disimulaba bastante bien su amplio trasero. Era una mujer atractiva, de rostro semejante a las encantadoras tahitianas de Gauguin, pero también tenía unas dimensiones considerables.
– ¡Fabuloso! ¡Simplemente fabuloso! Una se siente orgullosa de ser parte de todo… de toda esta energía.
Ray Richardson emitió un gruñido. Sus ojos recorrieron las angulosas superficies del estudio, negras, blancas y grises, en busca de Allen Grabel, que trabajaba en los dos proyectos más grandes y prestigiosos de los que se ocupaba la empresa en aquellos momentos. Con el edificio de la Yu Corporation casi terminado, el Kunstzentrum acaparaba la atención del principal proyectista del estudio, más aún cuando su jefe estaba a punto de marcharse a Alemania para presentar los planos detallados a las autoridades municipales de Berlín.
El Kunstzentrum era un centro de exposiciones, la respuesta berlinesa al Beaubourg de París, concebido para insuflar nueva vida a la Alexanderplatz, una inmensa explanada peatonal barrida por el viento que antiguamente fue una de las mecas comerciales de la capital alemana.
Ambos proyectos tenían a Grabel tan ocupado que a veces tenía que pararse a pensar en cuál de ellos estaba trabajando. Pasaba un mínimo de doce horas en la oficina, a veces hasta dieciséis, y no tenía vida privada propiamente dicha. Era consciente de que no le faltaba atractivo. Podría tener novia si dispusiese de tiempo para salir a conocer gente, pero como nadie le esperaba en casa se pasaba cada vez más tiempo en la oficina. Sabía que Richardson se aprovechaba de eso. Se daba cuenta de que tenía que haberse ido de vacaciones tras concluir el proyecto principal del edificio de la Yu Corporation. Con su sueldo podría haber ido donde le hubiese dado la gana. Sólo que nunca encontraba el hueco adecuado en su programa de trabajo, cada vez más cargado. A veces se sentía al borde del ataque de nervios. Y bebía demasiado, por decirlo de algún modo.
Richardson encontró al alto neoyorquino de pelo rizado con la vista fija en la pantalla de su terminal Intergraph, tras unas gafas tan llenas de mugre como el cuello de su camisa. Estaba corrigiendo las curvas y polígonos de unos planos.
La aplicación Intergraph para dibujo asistido por ordenador era la piedra angular de la actividad de Richardson no sólo en Los Angeles, sino en todo el mundo. Con oficinas en Hong Kong, Tokio, Londres, Nueva York y Toronto, así como las previstas en Berlín, Frankfurt, Dallas y Buenos Aires, Richardson era el mayor cliente de Intergraph aparte de la NASA. El sistema, al igual que otros similares, había revolucionado la arquitectura gracias a un programa que permitía al proyectista mover, girar, estirar y alinear rápidamente cualquier número de entidades de dos y tres dimensiones.
Richardson se quitó la chaqueta de Armani, acercó una silla donde estaba Grabel y se sentó a su lado. Sin decir palabra, alargó la mano al extremo del escritorio, desenrolló un plano de colores y lo comparó con la imagen bidimensional del monitor al tiempo que se comía el último trozo de la pizza de Grabel.
A Grabel, que ya estaba cansado, se le cayó el alma a los pies. A veces, al ver cómo el sistema convertía el boceto que él le suministraba en un auténtico proyecto arquitectónico, se preguntaba si no podría crear una obra musical con la misma facilidad. Pero tales elucubraciones filosóficas se volatilizaban en cuanto Ray Richardson aparecía en escena; y todo el placer y la satisfacción que le deparaba su trabajo le resultaban tan efímeros como los dibujos de su ordenador.
– Creo que ya casi lo tenemos, Ray -dijo con voz cansada.
Pero Richardson ya había pulsado el botón derecho del ratón sobre la barra flotante de herramientas, activando el icono «Dibujo Inteligente» para juzgar el diseño personalmente.
– ¿Lo crees? Pero no estás seguro, ¿eh? -contestó Richardson con una sonrisa poco amistosa. Levantó la mano como un niño al contestar una pregunta en clase y gritó-: ¡Que alguien me traiga una taza de café!
Demasiado cansado para discutir, Grabel suspiró y se encogió de hombros.
– Vaya, ¿qué significa eso? ¿A qué viene ese encogimiento de hombros? Venga, Allen. ¿Qué coño pasa aquí? ¿Y dónde cojones se ha metido Kris Parkes?
Parkes era el coordinador del proyecto del Kunstzentrum: aunque no era el principal responsable del equipo, su trabajo consistía en organizar las habituales reuniones internas y coordinar las opiniones de los proyectistas.
Grabel pensó que en aquel momento el equipo probablemente pensaba lo mismo que él: que les gustaría estar en casa, viendo la tele en la cama. Lo que estaría haciendo Kris Parkes, seguramente.
– Se ha ido a casa -contestó Grabel.
– ¿Que el coordinador del proyecto se ha ido a casa?
Llegó el café, llevado por Mary Sammis, una de las maquetistas. Richardson lo probó, hizo una mueca y se lo devolvió.
– Sabe a recalentado.
– No se tenía en pie -explicó Grabel-. Le dije que se marchara.
– Tráeme otro. Y esta vez con un platillo. Cuando pido un café no tengo por qué pedir también el platillo.
– Enseguida.
– Pero ¿qué clase de sitio es éste? -masculló Richardson, sacudiendo la cabeza. Y seguidamente, como si recordara algo, preguntó-: Ah, Mary, ¿cómo va la maqueta?
– Seguimos trabajando en ello, Ray.
– No me dejes en la estacada, cariño. Mañana a mediodía me voy a Alemania -dijo, moviendo de nuevo la cabeza con aire sombrío. Luego consultó su reloj, un Breitling, y añadió-: Dentro de doce horas exactamente. La maqueta tiene que estar embalada y lista para salir con todos los papeles para la aduana. ¿Entendido?
– La tendrás, Ray. Te lo prometo.
– No tienes que prometerme nada. No es para mí. Si fuese para mí, sería distinto. Pero, en mi opinión, lo menos que podemos hacer por la nueva oficina, por las treinta personas que van a pasarse los dos próximos años de su vida trabajando exclusivamente en este proyecto, es darles una maqueta para que sepan cómo va a ser. ¿No crees, Mary?
– Sí, señor, lo creo.
– Y no me llames señor, Mary. No estamos en el ejército.
Cogió el teléfono de Grabel y marcó un número. Aprovechando esos segundos de gracia, Mary se alejó rápidamente.
– ¿A quién llamas, Ray? -preguntó Grabel, torciendo un poco la boca. Ese tic nervioso sólo le venía cuando estaba rendido de cansancio o necesitaba una copa-. ¿Es que no me has oído? Acabo de decirte que he sido yo quien le ha mandado a casa.
– Te he oído.
– ¿Ray?
– ¿Dónde está mi puñetero café? -gritó Richardson, volviendo la cabeza.
– No estarás llamando a Parkes, ¿verdad?
Richardson se limitó a mirarlo, enarcando las entrecanas cejas con aire de tranquilo desprecio.
– ¡Cabrón! -masculló Grabel, con un odio súbito y tan intenso que se sobresaltó- ¡Ojalá te murieras, hijo de…!
– ¿Kris? Soy Ray. ¿Te he despertado? ¿Sí? Qué lástima. Quiero hacerte una pregunta, Kris. ¿Tienes idea de los honorarios que esta empresa va a percibir por ese edificio? No, sólo contesta a la pregunta. Eso es, casi cuatro millones de dólares. Cuatro millones de dólares. Bueno, pues aquí estamos un montón de gente trabajando en ello a estas horas de la noche. Sólo faltas tú, Kris, y se supone que eres el coordinador del proyecto. ¿No crees que das mal ejemplo? No, ¿verdad? -Escuchó un momento y luego se puso a sacudir la cabeza-. Mira, francamente, me importa un pito el tiempo que hace que no apareces por casa. Y todavía menos que tus hijos crean que eres un tío que su madre se ha ligado en el supermercado. Es aquí donde tienes que estar, con tu equipo. ¿Vas a mover el culo, o me busco otro coordinador? ¿Que vienes? Estupendo.
Richardson colgó y miró en torno buscando a su mujer. Joan estaba inclinada sobre una vitrina cerca de las escaleras, observando una maqueta de la sede de la Yu Corporation, cuya construcción real estaba a punto de terminarse en la plaza de Hope Street.
– Voy a quedarme aquí un rato, cariño -le dijo, alzando la voz-. Espérame arriba, ¿vale?
– Vale, cielo. -Joan sonrió y, recorriendo el estudio con la mirada, se despidió-: Buenas noches a todos.
Hubo alguno que le devolvió el saludo. Los otros estaban demasiado cansados, incluso para sonrisas corteses. Además, sabían que Joan era tan odiosa como su marido. O peor. Al menos, él tenía talento. Los proyectistas más antiguos recordaban cuando ella, en un arrebato de cólera, había arrojado un aparato de fax a través de un ventanal.
Ray Richardson volvió a concentrarse en el monitor y, pulsando de nuevo el ratón, transformó la imagen en un diseño de tres dimensiones. El dibujo presentaba un gigantesco semicírculo de unos doscientos metros de diámetro, suavemente redondeado como el Royal Crescent de Bath y coronado por lo que parecían las alas desplegadas de un pájaro inmenso. Algunos críticos de arquitectura, europeos la mayoría, habían sugerido que eran las alas de un águila, de un águila nazi por más señas. Por ese motivo ya habían calificado de «posnazi» el proyecto de Richardson.
El arquitecto desplazó verticalmente el ratón sobre su alfombrilla, agrandando la imagen tridimensional. Ahora se veía que el edificio no se componía de una media luna, sino de dos, con un pórtico curvo que separaba las tiendas y oficinas de las salas de exposiciones. Eran los planos contractuales, que representaban los detalles acordados por los diversos consultores que participarían en la construcción del Kunstzentrum; y Richardson debía entregarlos al aparejador en Berlín. Tras entrar en el pórtico, el arquitecto obtuvo un primer plano del techo y pulsó dos veces el ratón, lo que hizo aparecer en la pantalla un diagrama detallado de uno de los tubos de acero provistos de memoria que sostenían los paneles de vidrio foto cromáticos.
– Pero ¿qué es esto? -dijo, frunciendo el ceño-. Mira, Allen, no has hecho lo que te encargué. Creí haberte dicho que dibujaras las dos opciones.
– Pero convinimos en que ésta era la mejor solución.
– Yo quería la otra también, por si acaso.
– ¿Por si acaso qué? No lo entiendo. O ésta es la mejor solución o no lo es.
Grabel empezó a hacer muecas de nuevo.
– Por si acaso cambiaba de opinión, por eso.
Richardson realizó una cruel pero perfecta imitación del tic nervioso de su proyectista. Grabel se quitó las gafas, se llevó las temblorosas manos a la cara sin afeitar y emitió un hondo suspiro, estirándose las mejillas hacia las orejas. Por un momento miró hacia lo alto, como pidiendo consejo al Todopoderoso. Al no recibirlo, se levantó, sacudió la cabeza despacio y se puso la chaqueta.
– ¡Cómo te odio a veces, por Dios! -declaró-. No, no es cierto. Te odio constantemente. Eres como un perro callejero con cáncer en el culo, ¿sabes eso? Cualquier día alguien te matará, y hará un gran favor a la humanidad. Yo lo haría con mucho gusto, pero tengo miedo de recibir demasiadas cartas de agradecimiento. ¿Quieres ese dibujo? Pues hazlo tú mismo, egoísta de mierda. Estoy hasta el gorro de ti.
– ¿Qué has dicho?
– Ya me has oído, gilipollas.
Grabel dio media vuelta y echó a andar hacia las escaleras.
– ¿Dónde coño vas?
– A casa.
Richardson se puso en pie y asintió amargamente.
– Si te vas ahora, no vuelvas. ¿Me oyes?
– Me despido -declaró Grabel, que siguió andando-. Y no volvería ni aunque te estuvieras muriendo de soledad.
– ¡A mí nadie me hace eso! -estalló Richardson-: Soy yo quien te despide. Te pongo de patitas en la calle, contorsionista de mierda. Y todos éstos son testigos. ¿Me oyes, Muecas? ¡Estás despedido, capullo!
Sin volver la vista, Grabel hizo un corte de mangas y desapareció escaleras abajo. Se oyó una carcajada y, con los puños apretados, Richardson lanzó una mirada colérica a su alrededor, dispuesto a despedir a cualquiera que no anduviese bien derecho.
– ¿Qué coño tiene tanta gracia? -soltó-. ¿Y dónde está ese puto café?
Aún temblando de rabia, Grabel recorrió la breve distancia que le separaba del Hotel St James Club, donde solía tomarse unas copas en el pianobar art déco mientras esperaba un taxi. Vodka con Cointreau y zumo de arándanos. Era lo que había bebido seis meses atrás cuando la policía lo detuvo por conducir borracho. Aunque también se había metido dos rayas de cocaína, pero sólo para estar en condiciones de llegar hasta casa. Y no se habría emborrachado si no hubiese trabajado tanto.
Sentía menos haberse despedido que haber perdido el carné de conducir. Aunque ojalá no le hubiera llamado Muecas. Sabía que así le llamaban a veces, pero hasta ahora nadie se lo había llamado a la cara. Sólo Richardson era capaz de esa cabronada.
La camarera del hotel, una actriz en paro llamada Mary, a veces se mostraba simpática con él. Ésa era casi toda la vida social que tenía Allen Grabel.
– Acabo de despedirme del trabajo -anunció con orgullo-. Le he dicho a mi socio que se lo metiera por el culo.
– Bien hecho -comentó ella, encogiéndose de hombros.
– Hace mucho que quería hacerlo, supongo. Pero nunca me había atrevido. Y ahora acabo de mandarlo a tomar por el culo. Si no, creo que le hubiera saltado la jodida tapa de los sesos.
– Algo me dice que has hecho lo que debías.
– Pues no sé, ¿entiendes? La verdad, no lo sé. ¡Pero vaya cabreo cogió, joder!
– Parece que has hecho una verdadera escena. La montaste buena, ¿no?
– Y de qué manera. Le dejé bien cabreado.
– Ojalá pudiera yo dejar este trabajo -dijo ella, pensativa.
– Ah, ya lo harás algún día, Mary. Tenlo por seguro.
Pidió otra copa y vio que desaparecía aún con mayor rapidez que la primera. Cuando Mary le avisó de que ya había llegado su taxi, se había bebido cuatro o cinco, aunque estaba tan exaltado por lo ocurrido que el alcohol apenas parecía afectarle. Sacó un par de billetes del clip donde llevaba el dinero y dio una generosa propina a la muchacha. No hacía falta, porque se había sentado a la barra, pero le daba lástima. No todo el mundo podía permitirse el lujo de despedirse del trabajo, pensó.
Cuando se marchó, Mary soltó un suspiro de alivio. No era mala persona. Pero aquel tic le crispaba los nervios. Y no le gustaban los borrachos. Aunque fuesen simpáticos.
Fuera, Grabel dijo al taxista que le llevara a Pasadena. Pero cuando sólo estaban a unas manzanas del centro, nada más tomar la Hollywood Freeway en dirección sureste y a punto de girar al norte hacia Pasadena, de pronto se acordó de algo.
– ¡Joder! -exclamó.
– ¿Pasa algo?
– Pues sí, más bien. Me he dejado las llaves de casa en la oficina.
– ¿Quiere que volvamos a buscarlas?
– Pare aquí, ¿quiere? Tengo que pensar lo que voy a hacer.
Después de una marcha tan espectacular, no podía presentarse en el estudio. Ray Richardson supondría que volvía con el rabo entre las piernas, para suplicarle que volviese a admitirle. Le encantaría cubrirle de ridículo. A lo mejor volvía a llamarle Muecas. Y eso sería el colmo. El problema de hacer una escena era que a veces olvidabas pequeños detalles.
– ¿Dónde va a ser entonces, amigo?
Grabel miró por la ventanilla y se encontró con una silueta que le resultaba familiar. Estaban en Hope Street, cerca de la plaza y del edificio de la Yu Corporation. De pronto supo exactamente dónde pasaría la noche.
– Aquí. Déjeme aquí.
– ¿Está seguro? -dijo el taxista-. Este sitio no es muy recomendable de noche.
– Completamente -repuso Grabel, preguntándose por qué no lo había pensado antes.
Mitchell Bryan empezaba a pensar que su mujer, Alison, estaba cada vez peor. Desayunando le había informado, con un frenético brillo en los ojos, de que había leído que ciertas tribus sudafricanas creían que el producto de un aborto, aunque fuera natural, podía amenazar y hasta acabar con la vida no sólo del padre sino de todo el país, incluso del cielo mismo: bastaba para desencadenar los vientos de fuego, ahuyentaba las lluvias y secaba la tierra con su aliento.
– Bueno, entonces no hemos salido tan mal parados -respondió, lacónicamente, Mitch, y acto seguido se dirigió al coche, aunque sólo eran las siete y media de la mañana.
Pensaba que Alison no había superado del todo la pérdida del niño. Estaba más encerrada que nunca en sí misma, se comportaba como una neurótica y se alejaba de los niños como otras personas evitaban el centro de la zona sur de Los Ángeles. A veces Mitch no podía menos que hundir el endoscopio de su memoria en las entrañas de sus relaciones y preguntarse si un hijo habría salvado su matrimonio. Porque a los doce meses casi justos del aborto, Mitch dejó de buscar excusas para las rarezas de su mujer y se echó una amante. No le gustó hacerlo, pues sabía que Alison seguía necesitando mucho cariño y comprensión. Pero, al mismo tiempo, era consciente de que ya no la quería lo suficiente para dárselo. Pensaba que, probablemente, lo que más necesitaba era un psiquiatra.
En aquel momento, lo que necesitaba Mitch era acostarse con una mujer llamada Jenny Bao, la asesora de feng shui del proyecto. Mitch solía dirigirse directamente al estudio o al edificio de la Yu Corporation, pero a veces se le ocurría hacer una visita matinal a Jenny, a su casa del oeste de Los Ángeles que también le servía de oficina. Aquella mañana en particular Mitch se había decidido por la ruta ya familiar que desde la Santa Mónica Freeway seguía por La Brea Avenue y, sólo a unas manzanas de Wilshire Boulevard, acababa en el barrio tranquilo y frondoso donde vivía Jenny, con bonitas casas de estilo ranchero y español. Aparcó frente a una casa de una planta pintada de agradable color gris, con terraza y un césped inmaculado. En la casa de al lado había un cartel de «Se vende» que la anunciaba como «Casa Parlante».
Mitch apagó el motor y durante noventa segundos se entretuvo escuchando la descripción de la propiedad que recibía en una longitud de onda especial en la radio del coche, procedente de un transmisor informatizado del interior de la casa. Se sorprendió de que pidieran tanto, y de que Jenny pudiera vivir en un barrio tan caro. El feng shui debía dar más dinero de lo que él pensaba.
Con el feng shui, viejo arte chino de la magia telúrica del «viento y el agua», se localizaban solares para construir edificios que estuviesen en armonía con el entorno físico y aprovechar todas sus ventajas. Los chinos creían que ese método de adivinación les permitía atraer influencias cosmológicas favorables, asegurándoles buena suerte, buena salud, prosperidad y larga vida. En los países asiáticos ribereños del Pacífico no había edificio, grande o pequeño, que no se hubiese proyectado y construido con arreglo a los preceptos del feng shui.
Mitch ya había tenido bastantes tratos con asesores de feng shui, aparte de la especialista con que se acostaba. Al proyectar el Island Nirvana Hotel de Hong Kong, Ray Richardson había pensado revestir el edificio con vidrio reflectante, pero el maestro de feng shui de su cliente le advirtió de que el reflejo era una fuente de sha qi, el pernicioso aliento del dragón. En otra ocasión la empresa se había visto obligada a modificar su proyecto, ganador de un concurso, para la Compañía de Televisión Sumida de Tokio, porque su forma recordaba la de una mariposa, de vida efímera.
Salió del coche y subió por el sendero. Cuando abrió la puerta, Jenny estaba todavía con su camisón de seda.
– Qué agradable sorpresa, Mitch -le dijo, haciéndole pasar-. Iba a llamarte esta mañana.
Mitch ya estaba quitándole el camisón de los hombros y empujándola hacia la habitación.
– Mmm -murmuró ella-. ¿Qué has tomado esta mañana con los cereales, esteroides?
Medio china, Jenny Bao le recordaba una gata grande. Ojos verdes, pómulos altos y una nariz pequeña y delicada que él achacaba a la cirugía. Tenía unos labios en forma de arco, más de Ulises que de Cupido, enmarcados entre los paréntesis perfectos que formaba su risa. Le encantaba reír. Se movía bien, además, con el suave y largo paso de un felino. No siempre había tenido esa figura. Cuando la conoció, pesaba cinco o seis kilos de más. Sabía cuánto tiempo pasaba en el gimnasio de su barrio para tener ahora aquel cuerpo tan fabuloso.
Bajo el camisón llevaba liguero, medias y bragas.
– ¿Te ha dicho el dragón que venía? -sonrió Mitch, señalando al antiguo cuadrante de feng shui montado en la pared, sobre el cabecero de la cama. Era un disco marcado con unos treinta o cuarenta círculos concéntricos de caracteres chinos, y Mitch sabía que se llamaba luopan y servía para valorar las buenas o malas cualidades del dragón en un edificio.
– Naturalmente -dijo ella, tumbándose en la cama-. El dragón me lo dice todo.
Le pasó los trémulos pulgares por el elástico de las bragas, que deslizó sobre las doradas cúpulas de su trasero pasándolas por el tenso liguero y el borde recamado de las medias mientras ella, complaciente, alzaba las rodillas hacia el pecho. Estiró los pies y el pequeño triángulo negro de seda y encaje fue suyo.
Se quitó apresuradamente la ropa y se echó sobre ella. Apartando la mente del ansioso gnomo y de la tarea que le aguardaba, empezó a hacer el amor con ella.
Cuando terminaron, se taparon con las sábanas y miraron la televisión. Al cabo de un rato Mitch consultó su Rolex Submariner de oro.
– Tengo que marcharme -anunció.
Jenny Bao puso mala cara y le dio un beso.
– ¿Para qué ibas a llamarme? -preguntó Mitch.
– Ah, sí -repuso ella, y le explicó por qué quería hablar con él.
En cuanto se sentó a su mesa, Mitch vio venir hacia él a Tony Levine y contuvo un gruñido. Levine era demasiado ambicioso para su gusto. Daba cierta impresión de avidez, con un aire lobuno que se desprendía de la separación de los dientes, descubiertos por su sonrisa casi permanente, y de la ininterrumpida línea de las cejas. Y luego estaba su carcajada. Cuando se reía, se le oía por todo el edificio. Era como si tratase de llamar la atención, y eso incomodaba a Mitch. Pero en el rostro de Levine no había ahora ni rastro de sonrisa.
– Allen Grabel se ha despedido -anunció.
– ¿Cómo? ¡No me digas!
– Anoche.
– ¡Joder!
– Se había quedado trabajando hasta tarde en el proyecto del Kunstzentrum cuando se presentó Richardson y empezó a tratar a todo el mundo con esa arrogancia británica suya.
– Como siempre, ¿no?
– No, se comportó de una forma verdaderamente tiránica. Como si no le importara nada. Como si le estuviera dando por el culo a Frank Lloyd Wright, ¿entiendes?
Levine soltó una estúpida carcajada y se arregló su corta y morena cola de caballo. Esa forma de llevar el pelo era otro de los motivos de la antipatía que Mitch sentía por Levine, más aún cuando éste insistía en llamarlo chignon.
– Sí, bueno, la misma vanidad. Se cree un genio. Lo que significa que tiene una infinita capacidad de molestar a la gente.
– ¿Qué hacemos entonces, Mitch? ¿Contratamos a otro proyectista? Pero el trabajo está casi terminado, ¿no?
Levine era el coordinador del proyecto Yu.
– Será mejor que llame a Allen -contestó Mitch-. Quedan algunos problemas para los que necesito su opinión y me gustaría que Richardson no se metiera en lo que falta por resolver.
– Demasiado tarde -observó Levine-. Ya ha leído las notas de Grabel. Esta mañana va a venir a la reunión de proyecto.
– ¡Hay que joderse! Creí que se iba a Alemania.
– Después. ¿Qué problemas?
– ¡Lo que nos faltaba! Mira, Allen habría arreglado las cosas. Pero Richardson va a complicarlo todo.
– ¿Qué va a complicar? ¿Vas a decirme de qué se trata, por favor?
– Feng shui.
– ¿Qué? Por Dios, Mitch, creía que ya habíamos resuelto esa chorrada.
– Sí, pero sólo en los planos. Jenny Bao ha dado una vuelta por el edificio y le preocupan ciertas cosas. Sobre todo el árbol. La forma en que está plantado.
– Ese jodido árbol nos ha dado quebraderos de cabeza desde el principio.
– En eso tienes razón, Tony. También le preocupa el nivel cuatro.
– ¿Qué coño le pasa al nivel cuatro?
– Parece que trae mala suerte.
– ¿Cómo? -Levine soltó otra carcajada-. ¿Por qué el cuatro y no el trece?
– Porque para los chinos el número de la mala suerte no es el trece, sino el cuatro. Me ha dicho que cuatro también es el término que significa muerte.
– Mi cumpleaños es el cuatro de agosto. Qué mala leche, ¿verdad? -observó Levine, soltando una risita estridente-. Esa chorrada del kung fu es demasiado, joder.
Soltó una estridente carcajada.
– Bueno, Tony, yo creo que al cliente hay que darle lo que pide -repuso Mitch, encogiéndose de hombros-. Si el cliente quiere acupuntura espacial, pues la tendrá. Así podemos presentar la factura lo antes posible.
– Creía que el cliente estaba conchabado con los comunistas. ¿Es que los rojos no son ateos y no desprecian todas esas estúpidas supersticiones sobre los espíritus y la mala suerte?
– Eso me recuerda otra cosa que debemos discutir esta mañana -dijo Mitch-. ¿Te acuerdas de la manifestación? ¿Los que gritaban cuando celebrábamos la falsa ceremonia de terminación? Bueno, pues han vuelto.
Había cuatro equipos trabajando en el proyecto de la Yu Corporation -proyectistas, ingenieros del sistema de gestión del edificio (SGE)-, y la función de Mitch consistía en asegurarse de que todos construían el mismo edificio. Muchas veces el estudio de arquitectura sólo se encargaba del proyecto, y contrataba como asesores a ingenieros externos. Pero al ser tan importante, con unas cuatrocientas personas en nómina, el estudio de Richardson tenía sus propios ingenieros mecánicos y SGE. También arquitecto experimentado, Mitch estaba encargado de la coordinación técnica y, aparte de plasmar las sublimes ideas del proyectista en instrucciones prácticas, debía asegurarse de que todos comprendieran las consecuencias de cualquier modificación que se hiciese.
Mitch localizó el teléfono de Allen Grabel en la agenda de su ordenador, pero cuando llamó se encontró con el contestador automático.
– ¿Allen? Soy Mitch, son las diez de la mañana. Acabo de enterarme de lo que pasó anoche y, bueno, quería saber si lo hiciste en serio. Aunque así fuera, me gustaría ver si hay modo de que cambiases de idea. No podemos permitirnos perder a alguien tan capaz como tú. Sé que Richardson puede comportarse como un gilipollas. Pero también es un tío con mucho talento, y eso a veces le complica la vida a la gente. Así que, bueno…, a lo mejor podías llamarme cuando escuches este mensaje.
Mitch miró su reloj. Tenía el tiempo justo para asimilar lo que el ordenador contenía sobre feng shui con la esperanza de encontrar alguna solución al problema que le había planteado Jenny Bao. Entonces vio a Kay Killen, que pasaba por la galería, y la llamó con la mano. Como coordinadora de diseños, la función de Kay giraba en torno a los ordenadores y al sistema Intergraph, lo que la convertía en custodia de la base de datos de todos los proyectos y en una persona indispensable para Mitch en numerosos aspectos.
– Kay -le dijo-, ¿podrías ayudarme un momento, por favor?
– Bueno, ¿cuál es el problema esta vez? -bufó Richardson cuando Mitch sacó el tema de las preocupaciones de Jenny Bao en la reunión de proyecto-. ¿Sabes una cosa? A veces pienso que esos gilipollas del kung fu se inventan esas chorradas para justificar sus honorarios.
– Desde luego, no es la primera vez que oímos esa historia -murmuró Marty Birnbaum, el jefe de administración, ajustándose meticulosamente la pajarita.
Para Mitch, cuyo padre, periodista de un diario de una ciudad pequeña, había llevado pajarita toda la vida, esa prenda era la engañosa indumentaria de todos los farsantes y embusteros, y constituía un motivo más para tenerle antipatía al gordo y, en su opinión, arrogante Birnbaum.
Todos estaban democráticamente sentados en torno a una mesa de madera blanca: Mitchell Bryan; Ray Richardson; Joan Richardson; Tony Levine; Marty Birnbaum; Willis Ellery, el ingeniero mecánico; Aidan Kenny, el ingeniero SGE; David Arnon, de la Elmo Sergo Ltd., ingenieros técnicos; Helen Hussey, aparejadora; y Kay Killen. Mitch estaba sentado al lado de Kay, cuyas largas piernas apuntaban hacia él.
– Es el árbol -explicó Mitch-. O mejor dicho, el sitio donde está plantado.
Todos emitieron un murmullo de protesta.
– ¡Coño, Mitch! -dijo David Arnon-. ¡Éste quizá sea el edificio más inteligente que he construido, pero nunca he conocido cliente más gilipollas! Contrata a uno de los mejores arquitectos del mundo y luego consulta a una bruja china para que le busque las vueltas en todo lo que hace.
Mitch no puso objeciones. Sabía que Ray Richardson ya sospechaba de Jenny y él, y no deseaba llamar la atención defendiéndola.
– ¿Tiene esa estúpida zorra alguna idea de lo que nos costó pasar ese árbol por el tejado del edificio? No es algo que se pueda coger simplemente y llevarlo a otra parte.
– Tómatelo con calma, David -le recomendó Mitch-. Tenemos que trabajar con esa estúpida zorra, como tú la llamas.
Arnon se dio una palmada en el muslo y se puso en pie. Mitch sabía que aquello era un golpe de efecto, porque con su metro noventa y cinco de estatura era el más alto y, quizá, el más guapo de la reunión. Delgado, pero de constitución fuerte, tenía unos hombros estrechos que desafiaban la horizontal y parecían atados a su cuerpo en forma de mástil, y una cabeza cuadrada con una barba muy corta de color castaño. Parecía un ex jugador de baloncesto, cosa que realmente era. Arnon había jugado de defensa durante sus primeros años en la Universidad de Duke y, en el último curso, le habían elegido como jugador del año de la costa atlántica, hasta que una lesión en la rodilla le obligó a renunciar para siempre al deporte.
– ¿Que me lo tome con calma? -replicó Arnon-. Tú no eres… ¿A quién se le ocurrió la cagada de poner ahí un puñetero árbol de ese tamaño?
– En realidad, la cagada fue mía -contestó Joan Richardson.
Arnon se disculpó con un gesto y volvió a sentarse.
Mitch sonrió para sí, medio disfrutando del efecto que había tenido la noticia. Comprendía perfectamente la inquietud de Arnon. No todos los días quería el cliente que se le plantara un dicotiledóneo de noventa metros procedente de la selva tropical brasileña en medio del atrio de su nuevo edificio. Arnon había necesitado la mayor grúa de California para bajar por el tejado aquel descomunal árbol de hoja perenne, gigantesco hasta para Sudamérica, y la operación había paralizado el tráfico en la Hollywood Freeway y cerrado Hope Street durante todo un fin de semana.
– Cálmate, ¿quieres? -insistió Mitch-. Ella se refiere a la manera en que está plantado, no en dónde.
– ¿Y no es lo mismo? -inquirió Arnon.
– Jenny Bao…
– ¡Bau, bau, bau! -ladró Arnon-. ¡Maldita perra!
– … me ha dicho que plantar un árbol grande en una isla situada en un estanque es mal feng shui porque, enclavado en el rectángulo del perímetro, el árbol dibuja el ideograma chino que significa reclusión y dificultad.
Pasó por la mesa las fotocopias del dibujo que había hecho Jenny del ideograma chino kun:
Richardson miró el símbolo con desprecio.
– Oye -dijo-, si mal no recuerdo, me aseguró que sería buena idea hacer un estanque rectangular, porque se parecía a otro ideograma que significaba boca y simbolizaba…, ¿qué era…?, ah, sí, gente y prosperidad. Kay, quiero que lo mires en el ordenador, busca el acta de la reunión. A ver si jodemos de una vez a esa zorra.
Mitch sacudió la cabeza.
– Te refieres al ideograma kou. Pero con el signo mu, que significa árbol, en el medio, el kou se convierte en kun. ¿Entiendes lo que quiero decir? Jenny lo dejó muy claro, Ray: no firmará el certificado de feng shui a menos que lo cambiemos.
– ¿Cambiarlo? ¿Cómo? -exclamó Levine.
– Bueno, pues se me ha ocurrido una idea -contestó Mitch-. Podríamos construir otro estanque redondo dentro del cuadrado. De ese modo el círculo representaría el cielo, y el cuadrado, la tierra.
– ¡No lo puedo creer! -dijo Richardson-. El edificio más inteligente de Los Ángeles y nos ponemos a hablar de vudú. La próxima vez tendremos que sacrificar un gallo y salpicar la puerta con su sangre.
Suspiró y se pasó la mano por el corto cabello gris.
– Lo siento, Mitch. ¡Qué coño, tu idea me parece buena!
– La verdad es que ya se la he propuesto, y parece que le gusta.
– Bien hecho, amigo -comentó Richardson-. Dibújalo, ¿quieres? ¿Habéis oído, los demás? Mitch es de los que hacen falta aquí. Soluciona cosas. Próximo punto.
– Me temo que aún no hemos terminado con éste -prosiguió Mitch-. Jenny Bao también tiene un problema con la planta cuarta. En chino, la palabra cuatro significa muerte. O algo así.
– A lo mejor tiene razón -dijo Richardson-. Porque cuatro es el número de balas que le voy a meter en la jodida cabeza a esa zorra. Y luego le arrancaré todos los miembros y se los meteré hasta el fondo de su descomunal…
– ¡Cojonudo! -gritó Aidan Kenny.
Levine soltó una estrepitosa carcajada.
– ¿No se puede dejar un espacio donde estaba el cuarto piso? -sonrió Helen Hussey- Ya sabéis, suprimiéndolo del todo. Hacer que el quinto piso quede flotando por encima del tercero.
– ¿Tienes alguna solución, Mitch? -preguntó Joan.
– Esta vez me temo que no.
– A ver qué os parece ésta -terció Aidan Kenny-. La cuarta planta es donde hemos instalado el centro de informática. Allí están la sala principal de ordenadores, la estafeta del correo electrónico, la sala de tratamiento de imágenes, la sala de vídeo, la biblioteca multimedia con almacenaje de seguridad y el puente de mando, aparte de los diversos pasillos de servicio. Así que, ¿por qué no la llamamos centro de datos o algo así? Entonces tendríamos: segunda planta, tercera planta, centro de datos, quinta planta, lencería, complementos…
– No es mala idea, Aid -observó Richardson-. ¿Qué te parece, Mitch? ¿Lo aprobará Madame Blavatsky?
– Supongo que sí.
– ¿Willis? Has puesto mala cara. ¿Tienes alguna objeción?
Como ingeniero mecánico del proyecto, Willis Ellery debía planificar todo el complejo sistema de conducciones del edificio, cables, tubos y huecos de ascensores. Era un hombre corpulento, rubio y con un bigote manchado en las puntas por los muchos puros que fumaba fuera de la oficina. Se aclaró la garganta y asintió levemente con la cabeza, como tratando de entrar en la conversación a embestidas. Pese a la fuerza física que irradiaba, era un hombre de lo más apacible.
– Pues sí, creo que sí. ¿Qué vamos a hacer con los ascensores? -preguntó-. En las cabinas, todos los paneles indicadores llevan el número cuatro.
Richardson se encogió de hombros con aire impaciente.
– Habla con la Otis, Willis, que te hagan unos nuevos. No tiene que ser muy difícil hacer un panel indicador con una letra D en vez de un cuatro. -Señaló a Kay Killen, que estaba levantando acta de la reunión en su portátil-. Notifícaselo al cliente, Kay. Todas estas modificaciones vudú correrán a su cargo, no al nuestro.
– Hmm…, bueno…, organizar todo eso puede llevar cierto tiempo -intervino Ellery.
Richardson miró a Aidan Kenny con aire divertido.
– Aid, tú eres quien se va a pasar la mayor parte del tiempo en la cuarta planta de la Yu Corp. ¿Qué te parece? ¿Estás dispuesto a correr el riesgo? ¿Crees que tendrás suerte, gamberro?
– Soy irlandés, no chino -rió Kenny-. Nunca he tenido problemas con el cuatro. Mi padre decía que el afortunado poseedor de un trébol de cuatro hojas tendría suerte en el juego y no le afectaría el mal de ojo.
– De todos modos -apuntó Mitch-, será mejor que no se lo menciones ni a Cheech ni a Chong.
– ¿Quién coño son ésos? -inquirió Richardson.
– Bob Beech y Hideki Yojo -explicó Kenny-. De la Yu Corporation. Los que han instalado el superordenador y me han ayudado a poner a puntó los sistemas de gestión del edificio. En realidad, son mis damas de compañía. Están aquí para que no les joda los aparatos.
– ¿Crees que su presencia significa que hemos terminado y que el cliente puede ocupar el edificio? -bromeó David Arnon, sabiendo que, con arreglo a los pactos suscritos, eso habría permitido que su empresa, Elmo Sergo, abandonara la obra.
Mitch sonrió, consciente de lo ansioso que estaba Arnon por concluir el trabajo y, más concretamente, por perder de vista a Ray Richardson.
– Ah, Mitch -dijo Richardson-. Eso me recuerda una cosa. ¿Ya tienes fecha para la inspección previa a la entrega de llaves?
En el contrato para la construcción de un edificio, ésa era la fase en que el arquitecto reconocía que la obra estaba terminada y lista para su ocupación.
– Todavía no, Ray. Estamos haciendo las últimas comprobaciones de servicios y aparatos para la obtención del certificado provisional de habitabilidad.
– No lo dejes para muy tarde. Ya sabes cómo se me llena la agenda.
– Ah, se me olvidaba -dijo Kenny-. A propósito de fechas y agendas, hoy es el Big Bang. Nuestro ordenador se conecta a los terminales de todos nuestros proyectos en América.
– Aidan hace muy bien en recordárnoslo -comentó Ray Richardson-. Que estemos conectados es importante. Pronto haremos nuestras inspecciones de obra en circuito cerrado de televisión vía módem. Eso evitará que os manchéis esos zapatos detrescientos dólares, cabroncetes.
– A lo mejor podemos utilizar el sistema en la próxima reunión de proyecto -aventuró Kenny-. La mayor parte del SGE ya está en funcionamiento.
– Buen trabajo, Aid.
– ¿Y qué hay de la seguridad? -inquirió Tony Levine-. Mitch dice que han vuelto esos manifestantes.
– ¿Cómo es que han vuelto? -preguntó Richardson-. Hace seis meses que no los veíamos.
– No son ni la mitad que la última vez -dijo Mitch-. Sólo unos cuantos. Estudiantes en su mayoría. Supongo que es porque acaban de terminar el curso en la universidad.
– Ya sabes, Mitch, si hay problemas, da un telefonazo a Morgan Phillips, al Ayuntamiento. Que haga algo. Me debe un favor.
– No creo que los haya -repuso Mitch, encogiéndose de hombros-. Tenemos agentes de seguridad para ocuparse de esas cosas. Sin hablar del ordenador.
– Si tú lo dices… Muy bien, chicos -concluyó Richardson-. Eso es todo.
La reunión había concluido.
– Oye, Mitch -dijo Kenny-. ¿Vas al centro?
– Dentro de un momento.
– ¿Me llevas a la Parrilla? Tengo el coche en el taller.
Mitch hizo una mueca y miró a Ray Richardson.
Fue el crítico de arquitectura del Los Angeles Times, Sam Hall Kaplan, quien había denominado así al edificio de la Yu Corporation por su estructura de columnas y tirantes paralelos, que recordaba la de un campo de fútbol americano. Mitch sabía que ese apodo irritaba a Richardson.
– Aidan Kenny -dijo Richardson en tono brusco-. No quiero oír que nadie lo llame «Parrilla». Es el edificio Yu, o el edificio de la Yu Corporation, o incluso el número uno de la plaza de Hope Street, y ya está. Aquí nadie debería denigrar de ese modo una obra de Richardson. ¿Está claro?
Consciente de que ya no sólo le escuchaba Aidan Kenny, alzó la voz.
– Eso va para todos. Que nadie llame Parrilla al edificio Yu. Este estudio ha ganado noventa y ocho premios por destacados proyectos arquitectónicos, y estamos orgullosos de nuestros edificios. Mi estilo se basa en la tecnología, como todos sabéis. Sin embargo, podéis estar seguros de que creo que nuestros edificios también son bellos. La belleza y la tecnología no son tan incompatibles como algunos quisieran hacernos creer. Y el que piense otra cosa, no tiene derecho a trabajar aquí. Que quede bien claro. Si oigo a alguien pronunciar la palabra Parrilla, lo despido. Y lo mismo digo de los apodos que alguien pueda ponerles al Kunstzentrum de Berlín, al edificio Yoyogi Park de Tokio, al Museo Bunshaft de Houston, al edificio Thatcher de Londres o a cualquier otro jodido edificio con el que hayamos tenido algo que ver. Espero que haya quedado claro.
Aidan Kenny seguía comentando la reprimenda mientras Mitch conducía en dirección este por Santa Mónica Boulevard. Mitch se alegraba de que Aidan no se lo hubiera tomado demasiado a pecho. Incluso parecía divertido por el incidente.
– El edificio Yoyogi Park -decía-. ¿Cómo lo llaman? Disculpa, ¿cómo lo denigran? Vaya palabreja: denigrar. He tenido que buscarla en el diccionario. Significa hablar mal de algo.
– Vino un artículo sobre eso en Architectural Digest -explicó Mitch-. El Japan Times encargó un sondeo a Gallup para ver lo que pensaba la gente de Tokio. Al parecer, lo llaman Trampolín de Esquí.
– Trampolín de Esquí -repitió Kenny con una risita-. Me gusta. Y es verdad que se parece a un trampolín de esquí, ¿no? ¡Uf! Seguro que le encantó. ¿Y el Bunshaft?
– De ése no tengo noticia. A lo mejor Ray ha visto algo, y no me lo ha dicho.
– Me gustaría saber qué es lo que inspira a ese hijo de puta. A lo mejor es Joan. Tal vez se ata un consolador y se lo mete por el culo. Es lo bastante masculina para hacerlo; por eso la llamo la Dama de Hierro. Podría jugar de defensa en los Steelers.
– Richardson no es el peor arquitecto de Los Ángeles, hay que reconocerlo. Ni mucho menos. Ese premio sería para Morphosis, que se lo ganaría por los pelos a Frank Gehry. Ray puede comportarse como un esquizofrénico paranoico, pero al menos sus edificios son algo. ¿Es que esos tíos creen que hacer los edificios lo más feos posible es una especie de liberación?
– Venga, Mitch -rió burlonamente Kenny-. Ya sabes que en arquitectura la palabra «feo» no tiene significado alguno. Hay vanguardia, vanguardia de la vanguardia y guarda jurado. Hoy día, si quieres darle un aspecto moderno a tu edificio, debes hacer que parezca una penitenciaría del Estado.
– Es curioso que diga eso alguien que tiene un Cadillac Protector.
– ¿Sabes cuántos Protector se vendieron el año pasado en Los Ángeles? Ochenta mil. Fíjate en lo que te digo: dentro de unos años todo el mundo tendrá uno. Incluido tú. Joan Richardson ya lo tiene.
– ¿Y por qué Ray no? Seguro que hay un montón de gente que desearía verle muerto.
– ¿Crees que su Bentley no está blindado? -Kenny sacudió la cabeza-. En Los Ángeles no se vende un coche así sin blindaje. Pero, francamente, prefiero el Protector. Tiene un motor de reserva, por si el primero sufre una avería. Eso ni el Bentley lo tiene.
– ¿Por qué no lo estás utilizando, entonces? Acaban de dártelo.
– No es nada serio. Sólo el ordenador de a bordo.
– ¿Qué le pasa?
– Pues no sé. Mi hijo Michael, que tiene ocho años, no deja de manipularlo. Se imagina que maneja el sistema de armamento del vehículo, o algo así, y ametralla a los demás coches.
– Ojalá… fuese tan fácil -dijo Mitch, frenando bruscamente para evitar la colisión con un Ford marrón que tenía delante. Rechinó los dientes con furia, miró el retrovisor y giró el volante para adelantar.
– Trata de no mirarlo al pasar, Mitch -le recomendó Kenny, nervioso-. Por si acaso, ya sabes… ¿Llevas pistola en el coche?
Abrió la guantera.
– Si el Protector tuviera un sistema de armamento, hoy mismo me compraría uno.
– Ah, sería estupendo, ¿no?
Mitch adelantó al Ford y volvió la cabeza a su acompañante.
– Tranquilo, ¿eh? Aquí no hay pistolas. No tengo armas.
– ¿Que no tienes? ¿Es que eres pacifista?
Aidan Kenny era un individuo corpulento, con gafas de montura metálica, boca grande y viscosa en la que podía caber una hamburguesa entera, y aspecto de pasarse la vida en el sofá delante de la tele. Tenía un aire que a Mitch le recordaba a un príncipe menor del Renacimiento: ojos menudos, demasiado juntos; nariz larga y carnosa, que daba una impresión de sensualidad y desenfreno; y un mentón que, si no llegaba a las proporciones de los Habsburgo, era de un prognatismo acusado y estaba recubierto de una especie de barba rubia y adolescente que parecía haber crecido para dar cierta impresión de madurez. Tenía la piel tan suave y blanca como un rollo de papel higiénico, tal como cabía esperar en una persona que se pasaba la mayor parte del tiempo frente a la pantalla del ordenador.
Torcieron en dirección sur, hacia la Hollywood Freeway.
– Por eso voy a ceder y comprarle unos juegos de ordenador -dijo Kenny-. Ya sabes, esas cosas interactivas en CD-ROM.
– ¿A quién?
– A mi hijo. A ver si así deja de manipularme el ordenador del coche.
– Debe ser el único niño de Los Ángeles que todavía no tiene esos juegos.
– Sí, bueno, es porque sé que causan dependencia. Aún sigo asistiendo a las reuniones de AAJI, Adictos Anónimos de Juegos Informáticos.
Mitch lanzó otra mirada de soslayo a su colega. Era fácil imaginárselo a altas horas de la noche jugando a algún juego fantástico. Pero Aidan Kenny no era ningún retrasado mental. Antes de establecer una empresa de SGE, que Richardson acabó comprando por varios millones de dólares, Kenny había trabajado con el departamento de inteligencia artificial de la Universidad de Stanford. Había que reconocer otra cualidad de Ray Richardson: sólo contrataba a los mejores. Aunque no supiera conservarlos.
– En realidad, Mitch, hoy viene a la ciudad. Iremos a una tienda y escogerá los juegos que quiera.
– ¿Quién, Michael?
– Es su cumpleaños. Margaret lo dejará en la Parrilla. Vaya. En el edificio Yu. Oye, supongo que no habrá micrófonos ocultos en tu coche. ¿Crees que molestará a alguien que Michael se quede allí esta tarde? Esta noche vamos a ver a los Clipper y no me apetece pasar primero por casa.
Mitch pensaba en Allen Grabel. Al salir de la oficina vio que su maletín seguía bajo su tablero de dibujo. Y cuando volvió a llamarle, seguía conectado el contestador automático. Se lo mencionó a Kenny.
– ¿Crees que puede haberle pasado algo?
– ¿Como qué?
– No sé. Tú eres el que tiene imaginación y un Cadillac Protector. Es que anoche ya era muy tarde cuando se marchó de la oficina.
– Probablemente se fue a algún sitio a coger una cogorza -sugirió Kenny-. A Allen le gusta tomar una copa. Y dos o tres si tiene oportunidad.
– Sí, quizá tengas razón.
Salieron de la autopista por Temple Street y se acercaron al familiar perfil de los rascacielos del centro, dominado por los setenta y tres pisos en proyección ortogonal de la Library Tower de I. M. Pei. Mitch pensó que los edificios más altos de Los Ángeles (la mayoría bancos y centros comerciales) se parecían a las triviales construcciones que hacía con piezas cuadradas en la época en que los niños de ocho años jugaban con simples bloques de Lego. Girando al sur hacia Hope Street, sintió una oleada de orgullo a la vista del edificio Yu y, echándose sobre el volante, lanzó una rápida mirada a la familiar sucesión de muros cortina que se extendería tras la característica parrilla, compuesta de enormes ménsulas transversales y pilares blancos como el marfil: más que un «esqueleto», era una escalera de ciento cincuenta metros de alto de la que colgaban los pisos.
Pese a la susceptibilidad de Richardson, Mitch no encontraba nada ofensivo en el apodo. En realidad, casi sospechaba que llegaría un momento en que, al igual que los propietarios de la Plancha, el famoso edificio de Nueva York, la Yu Corporation cedería y daría carácter oficial a la denominación popular. Podían llamarlo como les diera la gana, pensó: comparado con la lúgubre suficiencia de las cajas de vidrio obra de imitadores de Mies van der Rohe que había a su alrededor, la Parrilla, en opinión de Mitch, era el ejemplo más asombroso de la nueva arquitectura en los Estados Unidos. Nada superaba la destellante, traslúcida y plateada máquina que era el edificio de Ray Richardson. Su palpable ausencia de colorido era el más concreto de los colores y, a ojos de Mitch, aquella estructura irradiaba la luz pura de una verdad revelada.
Mitch redujo la marcha para torcer por el carril que bordeaba la plaza en dirección al aparcamiento subterráneo. Justo entonces notó que algo chocaba contra la puerta del acompañante.
– ¡Joder! -exclamó Kenny, al tiempo que se hundía en el asiento por debajo de la ventanilla.
– ¿Qué coño ha sido eso?
– Uno de esos chinos nos ha tirado algo.
Mitch no paró. Como cualquier habitante de Los Ángeles, sólo se detenía en los semáforos o por indicación de la policía. Antes de inspeccionar el coche por si había desperfectos, esperó a estar seguro tras la puerta enrollable de aluminio del garaje.
No había muescas. Ni un rasguño. Sólo la salpicadura de una fruta podrida del tamaño de una mano. Mitch sacó de la guantera un pañuelo de papel, limpió la mancha y la olió.
– Huele a naranja podrida -anunció-. Podría haber sido peor. Una piedra, o algo así.
– La próxima vez será peor. Hazme caso, Mitch, cómprate un Cadillac Protector -insistió Kenny, encogiéndose de hombros. Y, parodiando el ya infame anuncio televisivo en el que un blanco con cara de estúpido circula por un barrio negro de mala fama, añadió-: El coche para transitar libremente por toda la ciudad.
– ¿Qué les pasa a esos chicos? Hasta ahora no habían tirado nada. ¿Es que no hay un poli ahí fuera para evitar que pasen estas cosas?
– Quién sabe. -Kenny sacudió la cabeza-. A lo mejor ha sido precisamente el poli. Coño, últimamente tengo más miedo de los polis de Los Ángeles que de los delincuentes. ¿Viste al ciego aquel en la tele, al que dispararon por agitar el bastón blanco delante de un guardia?
– Será mejor que hablemos con Sam. A ver qué dice.
Cruzaron una puerta y se dirigieron a los ascensores, donde ya los esperaba uno para llevarlos al cuerpo principal del edificio. Había sido automáticamente enviado al sótano del aparcamiento en cuanto los dos colegas pronunciaron las frases de reconocimiento de voz a la entrada del garaje.
– ¿Qué planta, por favor?
Kenny se inclinó hacia el micrófono de la pared.
– ¿Dónde está Sam Gleig, Abraham?
– ¿Abraham? -dijo Mitch, que arqueó las cejas y miró a Kenny, quien le respondió encogiéndose de hombros.
– ¿No te lo he dicho? Decidimos bautizar al ordenador.
– Sam Gleig se encuentra en el atrio -dijo el ordenador.
– Llévanos allí, Abraham. -Aidan sonrió a Mitch-. Además, es un nombre mucho mejor que el que empleaban Cheech y Chong para llamar al Yu-5: Matemático Analizador Numerador Integrador y Computador. M-A-N-I-A-C-O, ¿entiendes?
Las puertas se cerraron.
– Abraham. Le va bien ese nombre -dijo Mitch-. Siempre que oigo su voz me pregunto dónde la he oído antes, ¿sabes?
– Es Alec Guinness -le informó Kenny-. Ya sabes, el viejo actor inglés que trabajó en La guerra de las galaxias. Le tuvimos un fin de semana entero en el estudio para digitalizar su voz. Naturalmente, Abraham puede reproducir cualquier sonido que le dé la gana, pero para hablar seguido hay que facilitarle una base lingüística adecuada. Pensamos en un actor y elegimos a Guinness entre otros doce, incluidos Glenn Close, James Earl Jones, Marlon Brando, Meryl Streep y Clint Eastwood.
– ¿Clint Eastwood? -exclamó Mitch, sorprendido-. ¿En un ascensor?
– Sí, pero Guinness resultó el mejor. Tiene una voz relajante. El acento inglés, supongo. Aunque no nos limitamos al inglés. En Los Ángeles se hablan ochenta y seis idiomas, y Abraham está programado para entenderlos y hablarlos todos.
Las puertas del ascensor se abrieron a un atrio donde flotaba un agradable aroma a madera de cedro, producido por medios sintéticos. Mitch y Kenny cruzaron el piso de mármol blanco, aún cubierto con una capa de plástico protector, hacia la consola de hologramas frente a la cual estaba el guarda jurado. Al verlos venir, el agente dejó de mirar la copa del inmenso árbol que dominaba el atrio y se dirigió a su encuentro.
– Buenos días, caballeros -los saludó-. ¿Cómo están?
– Buenos días, Sam -repuso Mitch-. Oye, uno de esos manifestantes acaba de tirar algo contra mi coche. No ha sido más que una fruta podrida, pero pensé que debía decírtelo.
Caminaron los tres hacia la entrada principal y, a través del cristal blindado, miraron al pequeño grupo de manifestantes que había al pie de la escalinata, más allá de la barrera policial. El guardia que los vigilaba estaba a horcajadas en la moto, leyendo un periódico.
– Podrías decirle al agente que no les quite ojo -sugirió Mitch-. No quiero darle más importancia de la que tiene, pero no me gustaría que esto se volviese a repetir, ¿comprendes?
– Sí, señor, lo entiendo -repuso Gleig- Hablaré con él, no faltaba más.
– ¿Han causado problemas hasta ahora? -preguntó Kenny.
– ¿Problemas? No, señor -sonrió Sam Gleig. Apartando su mano del tamaño de una pizza de la automática de 9 milímetros que llevaba enfundada en la cadera, dio unos golpecitos con los nudillos en el cristal tintado y añadió-: Y, además, ¿qué podrían hacer? Esto tiene veinte centímetros de espesor. Puede parar cualquier cosa, desde cartuchos del doce hasta balas del fusil de asalto de la OTAN, sin que dejen ni una marca. ¿Sabe una cosa, señor Kenny? Éste es el trabajo más seguro que he tenido en la vida. En realidad, creo que éste es el sitio más seguro de Los Ángeles.
Soltó una carcajada grande y lenta que resonó por el piso del atrio: un Santa Claus de centro comercial.
Mitch y Kenny sonrieron y volvieron hacia los ascensores.
– Tiene razón -comentó Kenny-. Éste es el edificio más seguro de Los Ángeles. Aquí hasta podría reunirse el parlamento ruso.
– ¿Crees que debería hablarle del problema con el feng shui? -preguntó Mitch.
– ¡No, joder! -rió Kenny-. ¡Le estropearías el día!
Mitch y Kenny tenían dos visiones muy distintas de la Parrilla. Mitch la miraba desde fuera y Kenny desde dentro. Para este último, la Parrilla era lo más parecido a un cuerpo físico que cualquier ordenador hubiera tenido jamás. El Yu-5 era capaz de ver y sentir casi todo mediante una serie de sistemas de gestión y seguridad análogos a los órganos receptores que proporcionaban al ser humano su capacidad sensorial. Esa analogía había influido en Beech y en Yojo, los creadores del Yu-5, hasta el punto de programar al ordenador con lo que ellos denominaban «ilusión de observador». En líneas generales, Abraham estaba dotado de la sensación de estar distribuido en el espacio y el tiempo y de organizar el caos de sus muchas percepciones y estímulos. Era una cuestión, como Kenny explicó en broma, de Computo, ergo sum.
Se inducía al ordenador a que se considerase el cerebro del cuerpo que formaba el edificio, conectado a sus funciones físicas mediante un sistema nervioso central: el sistema de cables multiplexado. Un circuito cerrado de televisión, junto con un complejo sistema de detectores pasivos infrarrojos, situados tanto fuera como dentro del edificio, se encargaba de facilitarle el proceso visual. El proceso auditivo utilizaba detectores acústicos y ultrasónicos, así como micrófonos omnidireccionales que daban acceso a los ascensores, puertas, teléfonos y terminales informáticos a través del sistema SITRESP. El proceso olfativo, con el que el ordenador podía controlar y fabricar los olores sintéticos en el interior del edificio, se realizaba mediante sensores eléctricos estereoisométricos y paranósmicos con un radio de acción de una cuatrocientosmillonésima de miligramo por litro de aire.
El resto de la percepción sensorial del ordenador, mediante la cual el edificio estaba en condiciones de responder a las modificaciones producidas en su entorno interno o externo, podía compararse, en términos generales, a los sentidos quinestésico y vestibular del organismo humano.
Había pocos estímulos que el ordenador no fuese capaz de transformar en proceso vital a partir de variaciones de energía.
Según Kenny, el computador Yu-5 y la Parrilla representaban la fase más avanzada de la lógica cartesiana: la matemática como aglutinante de un mundo racionalizado.
A la una menos cuarto, Cheng Peng Fei dejó a sus compañeros de manifestación en la plaza frente a la Parrilla y se dirigió al norte, hacia la Freeway, mirando a los vagabundos y mendigos que encontraba por el camino con la consumada indiferencia de quien conocía la miseria aún mayor del Sudeste Asiático.
Un negro con una gorra de béisbol de los Dodgers que olía como un vertedero se le acercó y se puso a caminar a su lado. Eso me pasa por ir a pie, pensó el joven chino.
– ¿Me das algo, tío, por favor?
Cheng Peng Fei apartó la vista y siguió andando, despreciando al desecho humano que ya se había quedado atrás, y pensando que en China, por muy pobre que se fuese, uno trabajaba y se ganaba su propio sustento. Se interesaba por los pobres, pero sólo por los que carecían de lo necesario para vivir. No por los que estaban en perfectas condiciones para trabajar.
Torció al este por Sunset Boulevard y, en la esquina de North Spring Street, entró en el restaurante Mon Kee Seafood.
El local estaba atestado, pero el hombre a quien buscaba, un japonés de aspecto rufianesco pero no mal parecido, era fácilmente reconocible por su traje Comme des Garçons azul marino. Cheng se sentó frente a él y cogió la carta.
– Es un buen sitio -dijo el japonés en un inglés con sólo un leve acento americano-. Gracias por recomendármelo. Vendré más veces.
Cheng Peng Fei se encogió de hombros, indiferente a que al japonés le gustara o no el restaurante. Su abuelo era de Nankín, y él sabía lo suficiente de lo que había pasado allí en los años treinta como para que los japoneses no le gustaran en absoluto. Decidió entrar en el tema.
– Hemos reanudado las manifestaciones, como sugirió usted -le informó.
– Ya lo he visto. Aunque no sois tantos como había esperado.
– La gente se ha ido a casa a pasar las vacaciones.
– Pues busca otros. -El japonés echó una ojeada por el restaurante-. Algunos de esos camareros quizá quieran ganar un poco de dinero sin molestarse mucho. ¡Ni siquiera es ilegal, coño! Eso no es muy corriente en estos tiempos, ¿verdad?
Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó un sobre marrón y se lo pasó al joven por encima de la mesa.
– Sigo sin entenderlo -comentó Cheng, que se guardó el sobre sin abrirlo-. ¿Qué saca con esto?
– ¿Qué hay que entender? -repuso el japonés, encogiéndose de hombros-. Ya te lo dije cuando nos vimos la primera vez. Vosotros queréis protestar contra el apoyo que la Yu Corporation presta a los comunistas chinos. Y yo quiero patrocinaros.
Cheng Peng Fei recordó su único encuentro anterior: el japonés -seguía sin conocer su nombre- había localizado a Cheng cuando su nombre apareció en la prensa después de la primera manifestación en la nueva plaza de Hope Street.
– Pero creo que deberíais ser menos corteses. ¿Comprendes lo que quiero decir? Armad un poco más de jaleo, joder. Tirad unas cuantas piedras, o algo así. Poneos duros. Al fin y al cabo, se trata de una buena causa.
Cheng quiso decirle que había tirado una fruta podrida a un coche que entraba en el aparcamiento de la Parrilla, pero pensó que al japonés le parecería ridículo. ¿Qué era una fruta comparada con una piedra? En cambio, dijo:
– ¿Lo cree de verdad? ¿Que es una buena causa?
El japonés adoptó una expresión perpleja.
– ¿Por qué haría esto, si no?
– Eso, ¿por qué lo haría?
Llegó el camarero y Cheng pidió:
– Una Tsingtao.
– ¿No vas a comer? -preguntó el japonés.
Cheng sacudió la cabeza.
– Lástima. Todo está muy bueno.
Cuando se marchó el camarero, Cheng dijo:
– ¿Quiere que le diga lo que pienso?
El japonés se llevó a la boca un trozo de pescado con el tenedor y miró a Cheng a los ojos.
– Di lo que quieras. A diferencia de la República Popular China, éste es un país libre.
– Me parece que usted y sus jefes son competidores de la Yu Corporation y quieren fastidiarlos como sea. Apuesto a que también se dedican a la electrónica y los ordenadores.
– Competidores, ¿eh?
– Ustedes, los japoneses, tienen un dicho, ¿verdad? Los negocios son como una guerra. ¿Por eso quieren que haya manifestaciones frente a su nuevo edificio? Aunque no veo cómo va a afectar eso al gran mundo empresarial.
– Es una teoría interesante -rió el japonés, limpiándose los labios con la servilleta-. Tienes imaginación. Y eso es bueno. Así que utilízala. Piensa en el modo de hacer que vuestra protesta llame un poco más la atención. -Se puso en pie sin dejar de sonreír y, soltando un puñado de dólares sobre la mesa, añadió-: Ah, una cosa más. Si te detienen por algo, tú no me has visto nunca. Ni que decir tiene que me disgustaría mucho que hablaras de esto con alguien. ¿Está claro?
Cheng asintió con aire de indiferencia. Pero cuando el japonés se marchó, se dio cuenta de que tenía miedo.
Mitch se había instalado un despacho provisional en la planta veinticinco, en una parte casi terminada del edificio que pronto se convertiría en los lujosos aposentos privados y semiprivados de los directivos de la Yu Corporation.
La mayoría de las habitaciones tenían altas puertas de madera negra lacada con marcos de aluminio plateado que recordaban el logotipo de la empresa. Algunas habitaciones ya tenían moqueta -gris claro, en contraste con la de los pasillos, de un gris más oscuro-, donde se notaban las pisadas de los descuidados electricistas, enyesadores y carpinteros que seguían trabajando por allí.
Ahora que la obra estaba casi concluida, en el edificio reinaba un ambiente de abandono. Mitch lo encontraba inquietante, sobre todo de noche, cuando no había nadie por la calle y las dimensiones de la Parrilla, como un moderno barco fantasma, parecían resaltar la ausencia de ocupantes humanos. Era extraño, pensaba, que en los libros y las películas se recurriese al miedo de la gente a estar sola en un edificio viejo, cuando los nuevos también podían dar escalofríos. La Parrilla no era una excepción. Incluso a pleno día, un súbito rumor del aire acondicionado, un murmullo en alguna tubería o un crujido al dilatarse o contraerse la madera nueva, le ponía a Mitch los pelos de punta. Se sentía como el único tripulante de una inmensa nave espacial destinada a cumplir una misión de cinco años por el espacio sideral. Como Keir Dullea en 2001, una odisea del espacio o Bruce Dern en Naves misteriosas. De vez en cuando se sentía inclinado a tomarse en serio el feng shui de Jenny Bao, tal como fingía cuando estaba con ella; a lo mejor era verdad que, para bien o para mal, los edificios poseían cierta energía espiritual. De manera más racional, se preguntaba si su estado de ánimo no tendría algo que ver con los medios para observar de qué estaba dotado el ordenador: quizá sólo fuera la impresión de sentirse vigilado por la máquina.
Pese a todo, a Mitch le gustaba estar solo en la Parrilla. La paz y tranquilidad le daban ocasión de pensar en su futuro. Un futuro que incluía a Jenny Bao, pero no a Ray Richardson y Asociados. Estaba harto de ser el coordinador técnico de Ray Richardson. Quería volver a ser, pura y simplemente, un arquitecto. Deseaba proyectar una casa, un colegio, o quizá una biblioteca. Nada espectacular, nada complicado, sólo edificios bonitos que a la gente le gustase contemplar y habitar. Una cosa estaba clara. Ya tenía bastante de edificios inteligentes. Había demasiadas cosas que organizar.
Mientras recorría los pisos con el portátil enfundado en una ergonómica bolsa de transporte, vio pocas muestras de actividad: un fontanero solitario que hacía conexiones en uno de los módulos automáticos de un baño de los directivos, prefabricados como la mayoría de los componentes y sistemas de la Parrilla por la Toto Company del Japón; un técnico de telecomunicaciones que instalaba el último videófono, un sistema de paquetes integrados con identificación de llamada y detector de mentiras.
Mitch se sentía medianamente satisfecho de los avances realizados, aun cuando no veía cómo podía el cliente tomar posesión en un plazo inferior a seis semanas. Faltaban bastantes cosas que acabar en muchos pisos, y otros que ya tenían que estar terminados mostraban el deterioro que inevitablemente resulta de los trabajos prolongados. Aunque en conjunto estaba contento de la calidad general del trabajo, sabía que, por mucho que se esforzaran todos, Ray Richardson se las arreglaría para sacar faltas a cualquier cosa. Siempre lo hacía.
Para Mitch, aquélla era una de las fundamentales diferencias entre Richardson y él, lo que probablemente explicaba por qué Richardson había llegado a donde estaba: era de los que aspiraban a la perfección, mientras él pensaba que la arquitectura y los edificios ofrecían un perfecto microcosmos de un universo donde el orden siempre existía, en precarias condiciones, al borde del caos.
En aquel momento lo que más le interesaba era el caos y la complejidad: cuanto más complejo fuese el sistema, más se acercaba uno al caos. Ése era uno de los aspectos que más le inquietaban del concepto mismo de edificio inteligente. Trató de hablar de eso con Ray Richardson relacionándolo con la Parrilla, pero Ray no le entendió bien.
– Pues claro que el edificio es complejo, Mitch -le había dicho-. ¿De qué cojones se trata, si no?
– No me refiero a eso. Quiero decir que cuanto más complejo es un sistema, más posibilidades hay de que algo salga mal.
– Pero ¿qué dices, Mitch? ¿Que te preocupa este grado de tecnología? ¿Es eso? Vamos, colega, despierta y tómate un café. Estamos hablando de un edificio de oficinas, no del sistema de alerta del Pentágono. Sigue con el programa, ¿vale?
Fin de la conversación.
Cuando Aidan Kenny le telefoneó al acabar la jornada para decirle que bajara enseguida a la cuarta planta, no esperaba que sus preocupaciones de unas horas antes se vieran en cierto modo justificadas.
El centro informático del cuarto piso no se parecía a ningún otro que Mitch hubiese visto antes. Se llegaba a él por una pasarela de cristal verduzco iluminada desde abajo y suavemente arqueada, como si cruzara un arroyuelo en vez de los innumerables cables eléctricos que tan celosamente ocultaba. La puerta de doble altura era de cristal de Bohemia, sólo maculado por un cartel que advertía de que la sala estaba protegida con un sistema contra incendios Halon 1301.
Tras ella se veía una enorme sala sin ventanas, con una moqueta especial antiestática y una iluminación en el suelo que recordaba las luces de salida de un avión de líneas aéreas. Dominando la estancia, en un círculo cerrado que a Mitch le hacía pensar en Stonehenge, estaban los cinco monolitos de pulido aluminio que constituían el superordenador Yu-5. Cada una de las consolas plateadas medía dos metros y medio de altura, un metro veinte de ancho y setenta centímetros de fondo. En realidad, el superordenador Yu-5 se componía de varios centenares de ordenadores que trabajaban conjuntamente dentro de un Sistema de Tratamiento Paralelo Masivo. Mientras la mayoría de los ordenadores trabajaban en serie, ejecutando los necesarios pasos de una secuencia sobre una sola unidad central, la ventaja de un STPM consistía en que la misma secuencia podía dividirse y llevarse a cabo de forma simultánea, en menos tiempo que con un solo procesador rápido.
Pero las operaciones de gestión del complejo edificio sólo consumían una pequeña parte de la inmensa capacidad del ordenador. La mayoría de sus funciones se empleaba para el trabajo del Grupo de Informática Técnica de la Yu Corporation, dedicado a un tratamiento de datos numéricos a gran escala con objeto de encontrar un lenguaje informático universal; un lenguaje que no sólo sería capaz de entender programas escritos en otros lenguajes informáticos, sino que al mismo tiempo estaría en condiciones de ocuparse de manipulaciones matemáticas y tratamiento de datos comerciales. Ese proyecto, el NOAM, así como otros aún más secretos -Aidan Kenny sospechaba que la Yu Corporation también llevaba a cabo complejas investigaciones sobre programas de vida artificial-, había requerido la presencia de dos empleados de la Yu que supervisaban el trabajo de Kenny en la instalación de los sistemas de gestión del edificio.
En el primer círculo se inscribía otro más pequeño que incluía cinco terminales con pantallas planas de 28 pulgadas. Frente a tres de ellas se sentaban Bob Beech, Hideki Yojo y Aidan Kenny, mientras un niño, seguramente el hijo de Aidan, estaba delante de otro, absorto en un juego informático que se reflejaba en los gruesos cristales de sus gafas sin montura.
– ¿Qué tal, Mitch? -sonrió Beech-. ¿Dónde te has metido?
– ¿Por qué será -preguntó Mitch- que siempre que veo trabajar a los programadores parece que están en la pausa del café?
– ¿Ah, sí? -repuso Yojo-. Pues hay que tener muchas cosas en la cabeza, hombre. Como en el rugby, ¿sabes? Tenemos que pasar buena parte del tiempo haciendo una melée para comentar todas las jugadas posibles.
– Me siento halagado de que queráis incluirme en vuestras deliberaciones sobre la línea de banda, entrenador.
– Todavía no sabes lo que queremos preguntarte -dijo alegremente Beech.
– Me parece que hay un problema -dijo Mitch, sonriendo con recelo.
– Sí, eso es -confirmó Beech-. A lo mejor puedes ayudarnos a resolverlo. Necesitamos un poco de coordinación técnica.
– Es mi trabajo.
– Pero primero tienes que tomar una especie de decisión administrativa, Mitch. Es algo referente a Abraham.
– Abraham, sí -repitió Yojo- ¿A quién se le ocurrió la estupidez de ponerle ese nombre?
Cheech y Chong: como los protagonistas de aquella película sobre la marihuana de los primeros setenta, tenían un aire indolente, gruesos bigotes a lo Wyatt Earp y una mirada enfermiza, levemente vidriosa. Pero, como en el caso de Aidan Kenny, esa impresión provenía de su continuo trabajo frente a la pantalla y no de la afición a fumar droga. Mitch estaba seguro de eso. Cada vez que uno iba al lavabo en la Parrilla, el ordenador le analizaba la orina por si contenía rastros de droga. La Yu Corporation se tomaba muy en serio la medicina preventiva.
– Gracias por bajar, Mitch, te lo agradezco -dijo Aidan Kenny, carraspeando y frotándose nerviosamente los labios-. ¡Ojalá tuviera un cigarrillo, joder!
– En la sala de informática está prohibido fumar -dijo la educada voz inglesa del ordenador.
– ¡Cierra el pico, gilipollas! -soltó Yojo.
– Sí, gracias, Abraham -dijo Kenny-. Dime algo que no sepa. Siéntate aquí, Mitch, te voy a poner al corriente. Eh, Hideki, ¿podrías hablar mejor delante de mi hijo, colega?
– ¡No faltaba más, joder! ¡Vaya, lo siento!
Mitch se sentó frente al terminal libre y miró la imagen que se movía en la pantalla: parecía un enorme copo de nieve coloreado, y crecía continuamente.
– ¿Qué es eso? -preguntó, momentáneamente fascinado.
– Ah -dijo Yojo-, eso no es más que un salvapantallas. Hace que no se queme el tubo del monitor.
– Es bonito.
– ¿Verdad que sí? Un autómata celular. Damos al ordenador una figura de base y unas normas de desarrollo y del resto se encarga él. Venga, tócalo.
Mitch tocó la pantalla con el dedo y, como un verdadero copo de nieve, el autómata celular se fundió rápidamente. Cíentos de líneas de datos empezaron a evolucionar frente a sus ojos.
– Ahí tienes el problema -anunció Beech.
– Y es gordo -añadió Yojo.
Una apagada explosión emanó de la pantalla de Michael y, furioso, el niño dio un manotazo al brazo de la silla.
– ¡Cojones! -gritó, y luego-: ¡Joder, joder, joder!
Hideki Yojo lanzó una mirada a Kenny y dijo:
– No creo que tenga muchos tacos que enseñarle a tu hijo, Aid.
– No digas palabrotas, hijo. Si te vuelvo a oír un taco, puedes ir preparándote, con cumpleaños o sin él. ¿Está claro?
– Sí, papá.
– Y ponte los cascos, por favor.
– Bueno -añadió Kenny, dirigiéndose a Mitch-. Es un sistema autorreproductor, ¿vale?
Mitch asintió, indeciso.
– Un programa autorreproductor, multifuncional, que prevé con plena independencia las necesidades del edificio y la futura gestión comercial. Un sistema basado en la lógica difusa que utiliza una red nerviosa para mejorar sus prestaciones mediante el aprendizaje. Después de que la Yu Corporation ocupe el edificio durante cierto tiempo, el viejo Abraham habrá aprendido todo lo que haya que saber sobre la forma de trabajar de la empresa. Absolutamente todo, desde el plan de utilización de las oficinas hasta el modo en que la empresa piensa desarrollarse. Por ejemplo, utilizando la red electrónica de abonados, podrá estudiar el mercado inmobiliario local para comunicarles las oportunidades que existan en un sector determinado.
– ¿Ah, sí? -dijo Mitch-. A lo mejor me puede encontrar casa.
Aidan Kenny esbozó una leve sonrisa. Mitch se disculpó y, recostándose en el respaldo de la silla, adoptó una expresión más seria.
– Al cabo de un tiempo, la versión 3.0 escribe la versión 3.1. O, si lo prefieres, Abraham engendra la siguiente generación del programa: Isaac. ¿Quién podría hacerlo mejor? Esa versión mejorada de Abraham, Isaac, es aún más capaz de gestionar las futuras necesidades de expansión de la Yu Corporation. A partir de entonces, ya con Isaac funcionando a un nivel superior de capacidad, y una vez cumplidos sus deberes paternos, Abraham se queda estéril y primero reduce su actividad a un simple servicio de mantenimiento para luego desactivarse totalmente cuando Isaac engendre la siguiente generación del programa, o cuando la versión 3.1 escriba la versión 3.2, si lo prefieres.
Mitch cruzó las manos y asintió con aire paciente.
– Todo eso ya lo sé -repuso Mitch-. ¿Quieres ir al grano, por favor?
– Muy bien. Entonces, el caso es que parece…
– ¿Parece? -terció Beech-. Nada de parece, tío. La puñetera realidad.
– Resulta que Abraham ya ha iniciado su propio programa de autorreproducción. Lo que significa…
– Lo que significa -le interrumpió Mitch- que tiene en cuenta un nivel de ocupación absolutamente insignificante. Es decir, nosotros. No la Yu Corporation, como debería ser.
– Te dije que Mitch lo entendería -le dijo Beech a Yojo.
– Eso es, exactamente -confirmó Kenny-. O sea que, si únicamente nos tiene en cuenta a nosotros y a un puñetero grupo de obreros, no tiene sentido que Abraham evolucione a un nivel superior de capacidad y engendre a Isaac.
– Pero ¿eso es lo que ha pasado? -inquirió Mitch-. ¿Que ya existe Isaac?
Aidan asintió con aire afligido.
– ¿Y qué dice Abraham de todo esto? -preguntó Mitch.
– No lo preguntarás en serio, ¿verdad? -dijo Beech.
– No sé. -Mitch se encogió de hombros-. Tú dirás.
Bob Beech sonrió y, extendiendo el pulgar y el índice, se atusó las guías del impresionante bigote.
– Mira, somos los mejores, pero aún estamos en el siglo XX, Mitch. Para explicar algo primero hay que entenderlo.
– No si la pregunta se formula del modo adecuado -arguyó Mitch.
– Sí, buena idea -observó Hideki Yojo-. Si hubiésemos llegado a un nivel tan alto de perfección. A pesar de nuestros progresos, sólo hemos conseguido superar la vieja lógica binaria de «verdadero o falso», ¿comprendes? La lógica difusa abarca la lógica binaria, pero permite la hipótesis de que algo forme parte de dos conjuntos diferentes.
– De modo que algo puede ser en parte verdadero o en parte falso.
– Eso es. O del todo verdadero, en determinadas condiciones.
– He leído algo sobre eso -dijo Mitch-. ¿No se habló acerca de la forma en que un ordenador debería definir a los pingüinos?
– Ah, eso. -Beech asintió, con aire de fastidio-. Sí, un ordenador convencional sabe que los pájaros vuelan. Pero si se le dice que los pingüinos no vuelan, insiste en que un pingüino no es un ave. Los ordenadores programados con lógica difusa soslayan esa dificultad reconociendo que no todos los pájaros vuelan, aunque sí la mayoría.
– Y, de modo semejante -terció Aidan-, en lo que se refiere al control de los sistemas de gestión, el controlador difuso, Abraham, en este caso, permite cierta interpolación entre los tipos de datos suministrados por los sensores.
– Escuchad un momento -intervino Yojo-. ¿Podemos dejar de utilizar la palabra «difuso» y emplear el término adecuado, por favor? Me pone enfermo. Estamos hablando de un ordenador adaptable analógico, Mitch, algo que funciona como un cerebro humano. Es decir, tiende a la adaptación antes que a la precisión y utiliza valores relativos en vez de absolutos. ¿Vale?
– Mirad, chicos -intervino Kenny-, lo que tenemos que discutir…
– Tiene que haber pasado algo con la «desdifusificación» -continuó Beech, que, al ver la mueca de fastidio e irritación de Yojo, le hizo un gesto obsceno con el dedo-. Una especie de fallo en la salida de la información difusa, que se ha transmitido como valor único…
– ¡Pero qué capullo…!
– … y… y ese valor debe de haber distorsionado la interpretación que ha hecho Abraham de la salida de información difusa.
– Lo que tenemos que discutir realmente -insistió Kenny, alzando la voz- es qué coño vamos a hacer ahora.
– Amén, hermano -apostilló Yojo.
Parecían esperar que Mitch sugiriese algo.
– No sé -dijo, encogiéndose de hombros-. Vosotros sois los ingenieros. Yo sólo soy el arquitecto. ¿Qué proponéis?
– Bueno, es que, hagamos lo que hagamos, siempre habrá riesgos -advirtió Kenny.
– ¿A qué clase de riesgos te refieres?
– Riesgos caros -aclaró Yojo con una risita.
– Nunca hemos desconectado un sistema autorreproductor -explicó Beech-. No sabemos qué puede pasar exactamente.
– El caso es, Mitch -intervino Kenny-, que todavía no hemos confiado el control total del edificio a Abraham. De manera que, en cierto modo, no podemos comprobar adecuadamente todos los sistemas de gestión hasta que desconectemos a su progenie; es decir, a Isaac.
– Si dependiera de mí -dijo Beech-, dejaría las cosas tal como están durante un tiempo para ver lo que pasa. Sería interesante. Es decir, que sería importante no sólo para los sistemas de gestión de vuestro edificio, sino también para el futuro del Yu-5.
– El problema que plantea esa posibilidad -objetó Yojo- es que corremos el riesgo de que Abraham se quede estéril. Y cuanto más tiempo tardemos en desconectarlo, más peligro habrá.
– Por otro lado -arguyó Beech-, si desconectamos a Isaac correremos el riesgo de que Abraham no pueda engendrar otro programa. A menos que se reconstruya todo el sistema desde el principio.
– ¿Y pretendéis que decida yo? -dijo Mitch.
– Sí, supongo que sí.
– ¡Vamos, chicos, que no soy el rey Salomón!
– ¡Partir la criatura en dos! -rió Yojo-. ¡Qué buena idea!
– Pues esperábamos que nos ayudaras a decidir -corroboró Kenny.
– Pero ¿y si tomo una decisión equivocada?
Kenny se encogió de hombros.
– Lo que quisiera saber es cuánto. Cuál sería el coste de tomar una decisión equivocada.
– Cuarenta millones de dólares -dijo Yojo.
– Sí, piénsalo despacio, tío -le aconsejó Beech.
– ¡Venga -protestó Mitch-, no lo diréis en serio! No puedo decidir una cosa así.
– Coordinación técnica, Mitch -le recordó Aidan Kenny-. Eso es lo que nos hace falta. Un poco de coordinación. Directrices de los que mandan.
Mitch se puso en pie y se situó a espaldas del hijo de Kenny. El niño seguía con el juego, indiferente a la discusión que se desarrollaba en torno a él, con los ojos miopes pegados a la enorme pantalla y moviendo de un lado para otro el joystick analógico. Mitch contempló un momento el juego, tratando de adivinar su sentido. Era difícil entender bien lo que pasaba. Parecía consistir en que Michael dirigiese a un comando espacial armado hasta los dientes a través de una ciudad subterránea. De cuando en cuando una interminable variedad de criaturas de horrible aspecto aparecían por una puerta, salían del ascensor o caían por un agujero del techo con intención de matar al protagonista. En ese momento estallaba un feroz tiroteo. Mitch miraba el pulgar de Michael, que pulsaba furiosamente un botón en la parte superior del joystick, para activar un lanzallamas de flujo continuo en forma de sierra mecánica que despanzurraba a las criaturas a medida que iban apareciendo y esparcía sus restos por todos los rincones de la pantalla. Los dibujos eran soberbios, pensó Mitch. Las heridas causadas a las criaturas eran de un realismo extremo. Incluso demasiado realistas para su gusto: grandes fragmentos de intestinos se proyectaban contra la pantalla y luego desaparecían lentamente dejando anchos rastros de sangre. Cogió la caja que contenía el CD-ROM y leyó el título. El juego se llamaba Fuga de la fortaleza. Había otros juegos igualmente violentos en una bolsa que el chico tenía a los pies. Juicio final II. En el último momento. Intruso. En total, valdrían doscientos o trescientos dólares. Mitch se preguntó si serían adecuados para un niño de la edad de Michael. Se volvió. Probablemente, no era asunto suyo.
Sacudió la cabeza, pensando si el juego que se traía entre manos con sus colegas era en realidad tan diferente. Desde luego, Alison no lo habría creído así: pensaba que los edificios inteligentes eran intrínsecamente absurdos. ¿Qué era lo que decía? Cuanto mayores son los chicos, más grandes son sus juguetes. En aquel momento, al mirar a los tres expertos informáticos, pensó que quizá tuviera razón.
– Muy bien, escuchad -dijo al fin-. Mi decisión es la siguiente. Sois los puñeteros especialistas, ¿no? Pues decidid vosotros. Sometedlo a votación, o algo así. No dispongo de suficiente información sobre el tema. -Subrayó estas palabras asintiendo vigorosamente con la cabeza-. Ésa es mi decisión. Votad. ¿Qué os parece?
– ¿Votamos sobre si lo sometemos a votación? -preguntó Yojo-. A mí me parece muy bien.
– ¿Aid?
– A votos. -Kenny se encogió de hombros-. Vale.
– ¿Bob?
– Supongo que sí.
– Entonces, arreglado -concluyó Mitch-. Vamos a ver. La moción es que se desconecte el SAR.
– Yo digo que hay que desconectar a Isaac -dijo Kenny-. Es la única forma. Si no, tendríamos un SGE absolutamente ridículo.
– Y yo voto no -se opuso Beech-. El SGE sólo supone una pequeña parte de las funciones de Abraham. Y hasta ahora nunca liemos desconectado un sistema autorreproductor. No sabemos cómo reaccionarán los sensores de observación de Abraham. Me parece que lo que propones va contra las leyes del universo.
– ¿Las leyes del universo? -rió Yojo-. ¡Joder! Eso es un poco fuerte, ¿no te parece? ¿Quién te crees que eres? ¿Arthur C. Clarke o alguien así? Pero ¿qué coño te pasa, Beech? Siempre con la mierda esa de Dios jugando a los dados. -Sacudió la cabeza-. Yo voto que matemos al hijo de puta. La evolución debe satisfacer al creador, no a la máquina. -Miró a Beech y añadió-: ¿Lo ves? No eres el único que sabe decir cosas importantes.
– Se desconecta el SAR -sentenció Mitch-. Moción aprobada.
Aidan Kenny suspiró hondo.
– ¡Es un error, hombre! -dijo Beech meneando la cabeza.
– Hemos votado -replicó Yojo en tono despectivo.
– Vale -dijo Mitch, sin dirigirse a nadie en particular-. Manos a la obra.
– Eh, escuchad al Gary Gilmore ese -dijo Beech-. En todo caso, no contéis conmigo para el raspado. Soy antiabortista.
– Deja ya de decir chorradas -refunfuñó Yojo-. Me estás dando dolor de cabeza.
– Es sólo TPH -repuso Beech-. Tensión Pre-Homicida. Y, además, siempre tienes dolor de cabeza. ¿Es que ya no me quieres? No debería haberme casado contigo. -Lanzó a su colega una casete informática-. ¿Es esto lo que estás buscando, criminal asqueroso, pedazo de cabrón?
– Aid, este tío se lo está tomando a pecho. Muy a pecho.
– Vamos, Bob -terció Kenny-. Hemos votado. Es una decisión democrática.
– Debo someterme a la decisión de la mayoría. Pero no tengo por qué alegrarme. Eso es la democracia, ¿no?
Yojo se dirigió a uno de los monolitos metálicos del círculo exterior e introdujo la casete en uno de los lectores.
– ¿Democracia? -replicó-. ¿Qué sabes tú de eso? Eres republicano. Crees que libertad de expresión significa libertad para no decir ni hacer nada.
– ¿Qué hay en esa cinta? -preguntó apresuradamente Mitch.
– PEPE -contestó Yojo con toda naturalidad-. Programa Específico Predatorio de la Especie. Para desmantelar la progenie ilegítima. -Se pasó el índice por la garganta-. Corta el cuello del pequeño hijo de puta. -Dirigiéndose a Beech con una sonrisa lobuna, añadió-: Tranquilo, Beech. Es muy suave. Isaac no se enterará de nada.
Volviendo a su asiento, dio una palmada al monitor para disolver el salvapantallas.
– A lo mejor se me quita el puñetero dolor de cabeza con un pequeño infanticidio.
Mitch dio un respingo al recordar el aborto de su mujer.
– Esas jaquecas son gajes del oficio -opinó Kenny-. A mí también me daban. Mirando a la pantalla todo el día. La tensión en el cuello, ésa es la causa. Deberías ir al quinesioterapeuta.
– Lo que tiene no es dolor de cabeza -soltó Beech-. Es su mala conciencia, que le está jodiendo.
– Abraham, ejecuta el programa PEPE -ordenó Yojo-. ¿Crees que con eso se quita, Aid?
– A mí se me quitó. Podría enumerarte una serie…
– Qué raro -dijo Yojo-. Un RENEG. Abraham, reconoce, por favor.
– ¿Qué es un RENEG? -preguntó Mitch.
– Reconocimiento negativo -explicó Kenny-. El programa no funciona.
– A lo mejor tenías que haberle preguntado a Abraham si quería votar -rezongó Beech.
– ¡Vaya, qué cosa tan cabreante! -se quejó Kenny-. Prueba otra vez, Hideki.
– Abraham, ¿quieres hacer el favor de ejecutar el programa PEPE? -repitió Yojo.
De pronto, los cuatro dieron un salto ante el aterrador alarido que invadió la sala de informática. Resonó durante unos momentos como el grito de un animal feroz en el estertor de la agonía. Aidan Kenny se puso pálido. Beech y Yojo intercambiaron miradas de espanto. Mitch sintió un escalofrío al notar que el sonido procedía de una de las estructuras metálicas del Yu-5.
– ¿Qué coño ha sido eso? -preguntó.
– ¡Joder! -jadeó Yojo-. ¡Parecía el cabrón de Godzilla!
– ¡Uau! -la exclamación de Michael Kenny sorprendió a todos-. ¡Ha sido verdaderamente espantoso!
– ¡Michael! -gritó su padre-. ¡Creí haberte dicho que te pusieras los cascos!
– Me los puse. Los tengo. Pero -el niño se encogió de hombros- no sé lo que ha pasado, papá. Bueno, a lo mejor sí. Cuando maté al Demonio Paralelo supongo… creo que me dejé llevar por el entusiasmo y desenchufé el cable de los cascos. Y a lo mejor tenía el volumen un poco alto.
– El juego del niño -dijo Beech-. El sonido salió por los altavoces principales.
– ¡Mike! ¡Nos has dado un susto de muerte!
– Vaya, papá, lo siento.
Hideki Yojo vio el lado cómico del incidente y se echó a reír.
– Este hijo tuyo, Aidan, es todo un carácter.
– Ejecutando el programa predatorio -anunció la agradable voz inglesa del ordenador-. Tiempo estimado de ejecución, 36 minutos y 42 segundos.
– Eso ya está mejor -dijo Yojo-. Creíamos que te habíamos perdido, Abraham. Comprueba todos los sistemas, por favor.
– Comprobando todos los sistemas -dijo la voz.
– Ya que estás en eso, comprueba también mi puñetero corazón -dijo Beech-. Creo que se me ha atascado en la garganta. Me daba saltos como una jodida rana.
Yojo, Beech y Kenny volvieron a sentarse y observaron atentamente sus pantallas.
– Y por hoy basta de juegos con el ordenador, Mike -masculló Kenny.
– ¡Venga, papá!
– Ni venga ni nada. Te he dicho que lo dejes, ¿vale, hijo?
El niño se levantó y, con los dientes apretados, empezó a dar vueltas por la sala dando puñetazos a algún culpable imaginario.
– Mirad esto -dijo Yojo-. Poca energía… Alimentación de reserva. ¿Qué os parece, eh? El generador de seguridad se ha puesto un momento en línea.
– ¡Ya lo creo, coño! -repuso Kenny que, mirando a su hijo con el ceño fruncido, añadió-: Y ahí tenemos la razón. Siéntate, hijo, me pones nervioso.
El niño siguió deambulando.
Mitch se inclinó sobre el hombro de Kenny y leyó lo que estaba escrito en la pantalla:
: INFORME SISTEMAS GESTIÓN EDIFICIO#
POCA ENERGÍA – SUMINISTRO TOTAL#
»17.08.35 – 17.08.41. 6 SEGUNDOS AUSENCIA DE
VOLTAJE EN ZONA CENTRO DE LOS ÁNGELES
RAZÓN DESCONOCIDA
SUMINISTRO ELÉCTRICO DE RESERVA CONECTADO
SATISFACTORIAMENTE
VOLTAJE ESTABLE RESTABLECIDO
GENERADOR DE EMERGENCIA LISTO PARA ENTRAR EN
LÍNEA EN MENOS DE 9 MINUTOS
– Por eso hubo un retraso en la ejecución de vuestro asqueroso programa predatorio -dijo Beech.
– Quizá deberíamos desconectar todo el sistema, por si acaso sugirió Kenny. Alzó la vista de nuevo. Y esta vez gritó-: ¡Siéntate, Mike, maldita ser»!
El niño frunció el ceño y se sentó de golpe en su silla.
– ¿Para qué? -dijo Yojo- Abraham ha compensado la falta de suministro, exactamente como debía hacer. No podría dar mejor prueba de su eficiencia. El sistema funciona perfectamente, hombre.
– Supongo que tienes razón -convino Kenny-. A Abraham no le pasa nada. Mira esto, ¿quieres?
Mitch miró la pantalla de Kenny y vio aparecer la imagen de un pequeño paraguas en el extremo superior derecho. Poco a poco, el paraguas se fue abriendo.
– ¿Qué significa eso? -preguntó.
– ¿Qué quieres que signifique? -repuso Kenny-. Que fuera está lloviendo. Eso es lo que significa.