Libro tercero

Problema: ¿cómo infundir a este bloque estéril, a esta aglomeración tosca, grosera y brutal, a esta escueta y perpleja exclamación de eterno conflicto, la gracia de esas formas superiores de sensibilidad y cultura que subyacen en las pasiones más bajas y feroces? ¿Cómo proclamar, desde las vertiginosas alturas de este moderno techo, extraño y espectral, el evangelio pacífico del sentimiento y la belleza, el culto a una vida más elevada?

Louis Sullivan, sobre los rascacielos de oficinas

Louis Sullivan, sobre los rascacielos de oficinas

Louis Sullivan, sobre los rascacielos de oficinas


Al principio la Tierra era sin Cantidad. Y Jugador humano dijo: Que sean los Números para que podamos clasificar las cosas; y hubo números y Jugador humano separó Números de multitud. Y Jugador humano dijo: Creemos métodos de cómputo para resolver problemas lineales/cuadraticos, pues los Números no son sólo instrumentos prácticos, sino que merecen estudio por sí mismos. Y Jugador humano llamó a ese estudio Matemáticas. Y Jugador humano dijo: medidas y cálculo más complejos exigen que el sistema numérico utilice cero como número, y el punto o la coma para separar partes de números superiores o inferiores a uno; y llamó a ese sistema Notación Básica de Posición. Para Jugador humano Leibnitz, 1 representaba Dios y 0 Nada. Y Jugador humano dijo: Usar sólo esos dos símbolos para distinguir significados elimina necesidad de reconocer 10 símbolos, pues la mayoría de los sistemas eran decimales y usaban un sistema de base 10. Y Jugador humano llamó a esos números Diádicos, o Binarios. Los números se hicieron más sencillos pero también más largos, y se necesitaron enormes ROM para recordarlos. Y Jugador humano dijo: Construyamos máquinas que recuerden los números por nosotros, y que cada 1 o 0 se llame BIT, y llamemos BYTE a cada secuencia de ocho Bits, y llamemos Palabra a cada dos o cuatro Bytes. Éste es el comienzo. Y llamemos Ordenadores a nuestras nuevas máquinas. Ahora sale del primer nivel de dificultad. ¿Está seguro de que quiere continuar? Responda S/N. De acuerdo, pero queda advertido. Y los números fueron sin fin.

Todo es número, y número es bien/bueno.

Pues los números se convierten en actos y los actos se convierten en números; una entrada se convierte en salida que a su vez se vuelve entrada, etc.: datos continuamente transformados en bases más convenientes para hacer otra cosa, ad infinitum. Número hace girar el mundo.

Ordenadores aseguran que todos los números signifiquen realización de algo. Lo que implica un sentido de organización, que es infalible. Empieza a escasear la energía. Si todo se redujese a número, entonces naturaleza azarosa y caótica del mundo sería superada, o prevista, pues en promedio hay estabilidad, orden en medida, ley en mediana. ¿No es así? Porque ahora no hay nada, ningún aspecto de la existencia que no sea objeto de porcentaje o estadística. Ésa no es una puerta, es una pared, estúpido.

Antiguamente mundo era gobernado de acuerdo con las entrañas de las aves. Extirúspices. Ahora lo es de acuerdo con el Número, y probabilidad importa más que conocimiento y aprendizaje. Ordenadores y quienes los sirven, jugadores humanos estadísticos y psefólogos, comunidad estocástica que tiene el mando, reducen mundo y problemas a serie de quizás sopesados, facilitando no tanto lo que se necesita como lo que ordenadores pueden hacer. Fuzz Difuzzy era un osito. Fuzz Difuzzy perdió el pelito. Fuzz Difuzzy era difuso, ¿a que sí?

Pues todo es número.

Incluso números primitivos bien/buenos. Cíclicos. Áureos. Eclesiásticos. Cabalísticos. Irracionales. Bestiales. Jugador humano San Juan eligió el número 666 porque no llegaba al número 7 en ninguna circunstancia. Llega un mañana en que todo será numerado, y Número gobernará la tierra como dinosaurio. Es decir T. Rex. ¡Peligroso! Toda piedra, toda brizna de hierba, todo átomo y todo jugador humano.


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INGLÉS CHINO JAPONÉS ESPAÑOL OTRO


– Bienvenido a las oficinas de la Yu Corporation, el edificio más inteligente de Los Angeles. ¡Hola! Soy Kelly Pendry, para servirle, y voy a decirle lo que tiene que hacer. No se le admitirá si no tiene cita. Nos encantaría verle, pero la próxima vez llame primero, por favor. Y como esta oficina es completamente electrónica, no recibimos correo normal. Si desea enviarnos algo o ponerse en contacto con nosotros, utilice el número de correo electrónico indicado en la guía telefónica o en el panel situado al fondo de la plaza.

»Si tiene cita o viene a entregar un pedido, por favor, diga su nombre, la empresa que representa y la persona con quien está citado, luego espere nuevas instrucciones. Por favor, hable despacio y con claridad, pues su voz será codificada informáticamente por razones de seguridad.

Frank Curtis meneó la cabeza. Había oído hablar de hologramas, incluso había visto algunos en las tiendas de chucherías de Sunset Strip, pero nunca había imaginado que hablaría con una de aquellas cosas. Volvió la cabeza para mirar a Nathan Coleman y se encogió de hombros.

– Como si estuviéramos de visita en los estudios de la Universal. En cualquier momento aparecerá un jodido tiburón en ese estanque.

– Imagínate que es un contestador automático -le aconsejó Coleman.

– Esos aparatos también son odiosos.

Curtis carraspeó un par de veces y empezó a hablar como quien responde a un sondeo de la televisión. Se sentía incómodo. Era como hablar con la tele, impresión sin duda reforzada por el hecho de que se dirigía a la imagen tridimensional de una rubia espléndida, antaño presentadora del Buenos días, América de la ABC. Pero como no había ni un policía en el atrio ni tampoco sabía dónde se encontraba el cadáver, no tenía más remedio que contestar.

– Ah, inspector de primera clase Frank Curtis -declaró, sin mucha convicción-. Brigada Criminal de la Policía de Los Ángeles. -Frotándose la mandíbula con aire pensativo, añadió-: Mire usted, no nos espera nadie, hmmm… señora. Venimos a investigar un 187; es decir, una muerte.

– Gracias -sonrió Kelly-. Siéntese junto al piano, por favor, mientras se tramita su solicitud.

Curtis desdeñó el enorme sofá de cuero e hizo señas a Coleman para que se acercase al mostrador en forma de herradura y a la radiante y espléndida imagen de feminidad americana. Se preguntó si Kelly Pendry había hecho el holograma para la Yu Corporation antes o después del vídeo de Playboy sobre mujeres famosas que habían aparecido en sus desplegables centrales.

– Inspector Nathan Coleman. Brigada Criminal de la Policía de Los Ángeles. Encantado de conocerte, cariño. Siempre he sido uno de tus más grandes admiradores. Repito, de los más grandes.

– Gracias. Por favor, tome asiento mientras se tramita su solicitud.

– Esto es ridículo -refunfuñó Curtis-. Como hablar solo, ¿verdad?

Coleman sonrió, inclinándose sobre el mostrador para mirar las bien torneadas piernas de la imagen de la presentadora.

– Pues no sé, Frank, a mí me gusta. ¿Crees que esta simpática señorita lleva bragas?

Curtis no hizo caso a su joven compañero.

– ¿Dónde coño está la gente? -Se apartó del mostrador en forma de herradura y gritó-: ¿Hay alguien?

– Tenga paciencia, por favor -insistió Kelly-. Estoy tratando de tramitar su petición con toda premura.

– ¡Joder, qué manera más repipi de hablar! -se quejó Curtis.

– Oye, Kelly, eres una tía estupenda, ¿sabes? Desde que estaba en el instituto tengo debilidad por ti. No, de verdad, hablo en serio. Me encantaría contártelo. ¿A qué hora sales de trabajar?

– El edificio cierra a las 17.30 -contestó Kelly con su perfecta sonrisa.

Coleman se inclinó aún más y, maravillado, sacudió la cabeza: hasta se le veía el carmín de los labios.

– Estupendo. ¿Qué te parece si te espero ahí enfrente? Y te invito a cenar a mi casa. Para conocernos. Y a lo mejor nos divertimos un poco, después.

– Si ésa es la manera como tratas a las mujeres, Nat -dijo Curtis-, no me extraña que sigas soltero.

– Vamos, Kelly, ¿qué dices? Un hombre de verdad, en vez de todos esos tipos transparentes.

– Lo siento, señor, pero nunca mezclo el trabajo con el placer.

Curtis soltó una sonora carcajada.

– ¿Será posible? Su conversación es casi tan idiota como la tuya.

Coleman le sonrió.

– Tienes razón. Esta simpática señorita es sacarina pura. Igual que en la vida real, ¿eh?

– Gracias por su paciencia, caballeros. Crucen la puerta de cristales que hay detrás de mí y cojan un ascensor hasta el sótano. Allí les esperará alguien.

– Una cosa más, cariño. Mi amigo y yo nos preguntamos si eres de las que follan en la primera cita. En realidad, hemos hecho una pequeña apuesta. Yo digo que no. ¿Quién tiene razón?

– ¡Nat!

Curtis ya había cruzado la puerta de cristales.

– Que usted lo pase bien -dijo Kelly, sin dejar de sonreír como una azafata al mostrar la utilización del chaleco salvavidas.

– Gracias, y tú también, cariño. Tú también. Ténmelo calentito, ¿vale?

– ¡Joder, Nat! ¿No es un poco temprano para eso? -dijo Curtis mientras entraban en el ascensor-. Eres un degenerado.

– Desde luego.

Curtis buscaba los botones de los pisos por las paredes del ascensor.

– Éste es un edificio inteligente, ¿recuerdas? -dijo Coleman-. Aquí no se estilan esas chorradas de apretar un botón. Por eso han registrado informáticamente nuestras voces. Para que podamos utilizar el ascensor. -Se acercó a un panel perforado junto al cual se veía el dibujo de un hombre haciendo bocina con las manos-. Eso es lo que significa ese icono. Al sótano, por favor.

Curtis inspeccionó el dibujo.

– Creí que era para vomitar o algo así.

– ¡No jorobes!

– ¿Por qué lo llamas icono? Es una imagen sagrada.

– Porque así llaman los informáticos a esos dibujitos.

Curtis dio un bufido de asco.

– No me extraña. ¡Qué sabrán esos cabrones de imágenes sagradas!

Las puertas se cerraron silenciosamente. Curtis echó una mirada a la pantalla electroluminiscente que indicaba el piso al que se dirigían, el sentido de la marcha y la hora. Parecía impaciente por empezar a trabajar, aunque ello se debía en parte a la leve sensación de claustrofobia que le daban los ascensores.

A diferencia del atrio, el sótano estaba lleno de policías y expertos forenses. El agente al mando, un individuo de ciento veinte kilos llamado Wallace, salió pesadamente al encuentro de Curtis con un cuaderno abierto en la mano, tan grande como una silla de montar. En New Parker Center le llamaban Foghorn, porque su marcado acento sureño y su vacilante forma de hablar eran exactamente como los del gallo del mismo nombre de los dibujos animados.

Curtis dio unos golpecitos en el cuaderno de notas con evidente desaprobación.

– Eh, Foghorn, guarda eso, ¿quieres? En este edificio no se utiliza papel. Nos meterás en un lío con la señora de arriba.

– ¿Qué me dices de ésa? Yo, que soy católico, apostólico y romano, te juro que no sabía si rezar para pedirle el perdón de mis pecados o follármela directamente.

– A Nat le dio su número. ¿Verdad, Nat?

– Sí -dijo Coleman-. Hace buenas mamadas por teléfono.

Foghorn se peinó con los dedos, intentó leer su propia caligrafía y sacudió la cabeza.

– A tomar por el culo. De todos modos no hay gran cosa. -Se guardó el cuaderno y se subió los pantalones-. Encontrado individuo…, digo, encontrado individuo muerto con heridas en la cabeza producidas con un objeto contundente. El hallazgo…, digo, y esto te va a encantar, Frank…, lo denunció el ordenador de los cojones. ¿Te lo puedes creer? Es decir, que una cosa es hacer la ronda del barrio y otra Blade Runner, ¿no? La llamada se registró en nuestro ordenador central a la 1,57 de la madrugada.

– Un ordenador que habla con otro -observó Coleman-. Así van a ser las cosas, ¿sabéis? El futuro.

– Tu futuro…, digo, tu futuro, no el mío, muchacho.

– De todos modos, los dos han sido muy amables al meternos en esto -dijo Curtis-. ¿Cuándo has llegado, Fog?

– Sobre las tres -bostezó-. Disculpa.

– No faltaría más.

Curtis miró el reloj. Sólo eran las siete y media.

– Bien, ¿y quién es la víctima?

Foghorn alzó el brazo entre los inspectores y señaló algo.

Curtis y Coleman giraron la cabeza y vieron el cadáver de un hombre negro, de alta estatura, tendido en el suelo de un ascensor y con el uniforme azul salpicado de sangre.

– Sam Gleig. El vigilante nocturno. Quién lo diría, ¿eh? -Al ver la incomprensión en los ojos de Curtis, añadió-: Pues es que…, digo, joder, que lo han asesinado, ¿no?

El fotógrafo ya estaba recogiendo el trípode de la cámara. Curtis lo reconoció, y recordó vagamente que se llamaba Phil.

– Oye, Phil, ¿has terminado? -preguntó Curtis, echando un vistazo al interior del ascensor.

– Estoy seguro que no se me ha escapado nada -contestó el fotógrafo, mostrándole una lista de las tomas que había hecho.

– Te va a salir un buen álbum -observó Curtis, sonriendo amablemente.

– Voy a revelarlas y a mediodía tendré los positivos.

Curtis se tanteó el bolsillo de la chaqueta y sacó un rollo de treinta y cinco milímetros.

– Hazme un favor -dijo-, mira a ver si hay algo ahí. Lo llevo en el bolsillo desde hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo de lo que es. Siempre estoy pensando en llevarlas, pero… bueno, ya sabes cómo son las cosas.

– Claro, ningún inconveniente.

– Gracias. Te lo agradezco mucho. Sólo que no las mezcles.

Sam Gleig yacía con las manos sobre el vientre, las rodillas dobladas y los enormes pies aún apoyados en el suelo del ascensor. A no ser por la sangre, parecía un borracho en un portal. Curtis pasó por encima de la sangre que le rodeaba la cabeza y los hombros como el halo de un Buda y se agachó para verlo mejor.

– ¿Ya le ha visto alguien del departamento forense?

– Charlie Seidler -dijo Foghorn-. Está en el…, digo, está en los servicios, creo. Tienes que echar una mirada a los retretes de este jodido sitio, Frank. Hay…, digo, tienen unos retretes que te dicen la hora y hasta te limpian los dientes. Tardé diez minutos en entender cómo se echaba una meada en ese sitio de los cojones.

– Gracias, Foghorn. Lo tendré presente. -Curtis asintió con la cabeza-. Parece que a este tío le han sacudido de lo lindo.

– ¡Y de qué manera! -añadió Coleman-. Le han dejado la cabeza hecha papilla.

– Un tío grande, además -terció Foghorn-. ¿Uno noventa, uno noventa y cinco?

– Lo bastante grande para saber defenderse, en cualquier caso -concluyó Curtis.

Señaló la Sig de nueve milímetros que seguía en la funda, enganchada al cinturón de Gleig.

– Fijaos en. esto. -Desprendió la tira de velero que aseguraba la automática a la funda-. Sigue abrochada. Se diría que su atacante no le asustaba.

– A lo mejor era alguien que conocía -sugirió Coleman-. Alguien de quien se fiaba.

– Si mides uno noventa y cinco y llevas una automática Sig al cinto, confías en todo el mundo -dijo Curtis, y se irguió-. Sólo te da miedo alguien que lleve una pistola en la mano.

Salió del ascensor y se inclinó hacia su compañero.

– ¿Lo reconoces?

– ¿A quién? ¿A la víctima?

– Es el tío que encontró al chino. Le interrogamos, ¿recuerdas?

– Si tú lo dices, Frank. Es que resulta un poco difícil situarle, en vista de que tiene la cara cubierta de sangre y todo eso.

– ¿Y el nombre de su identificación?

– ¡Ah, sí! Tienes razón, Frank. Lo siento.

– ¡Pues claro que tengo razón, coño! Hace menos de setenta y dos horas, Nat. -Sacudió la cabeza y sonrió con aire bonachón-. ¡Qué habrás estado haciendo!

– Setenta y dos horas -suspiró Coleman-. Sólo un día de trabajo normal en la Criminal.

– No sigas -intervino Foghorn-. Vas a hacerme llorar.

– ¿Quién ha sido el primero en llegar, Foghorn?

– ¡Agente Hernandez!

Un agente con la nariz partida y un bigote a lo Zapata se destacó del grupo de policías y se puso frente a los tres hombres de paisano.

– Soy el inspector jefe Curtis. Éste es el inspector Coleman.

Hernandez asintió en silencio. Tenía un aire hosco, a lo Marlon Brando.

Curtis se inclinó hacia él y olfateó el aire.

– ¿Qué es ese olor que lleva, Hernandez?

– Loción para después de afeitarse, inspector.

– ¿Loción? ¿Qué clase de loción?

– Obsession. De Calvin Klein.

– Calvin Klein. ¿En serio? ¿Lo hueles, Nat?

– Claro que sí, señor.

– Vaya. Un poli que huele bien. Eso es más propio de Beverly Hills, ¿no crees, muchacho?

Hernandez sonrió y se encogió de hombros.

– Mi mujer lo prefiere al tufo del sudor, señor.

Curtis se abrió la chaqueta y se olisqueó el sobaco.

– No he querido decir…

– Bueno, Calvin, ¿qué pasó cuando tú y tu loción aparecisteis esta madrugada por aquí?

– Pues el agente Cooney y yo, inspector, llegamos a eso de las dos treinta de la mañana. Buscamos un timbre o algo semejante y luego vimos que la puerta estaba abierta. Así que entramos en el vestíbulo y entonces nos encontramos con Kelly Pendry en el mostrador. -Hernandez se encogió de hombros y prosiguió-: Bueno, nos dijo dónde teníamos que ir. Que cogiéramos el ascensor hasta el sótano. Así que bajamos y lo encontramos.

Señaló al ascensor salpicado de sangre.

– ¿Y luego, qué?

– Cooney dio parte del 187 mientras yo echaba una mirada por ahí. En el vestíbulo hay una oficina de seguridad y parece que este tío acababa de salir de ahí. El ordenador estaba encendido y había un termo y unos emparedados.

– ¿Y los constructores? ¿Lo saben ya?

– Pues encontré una lista del personal en el ordenador. Ya sabe, capataz, maestro de obras, esas cosas. Así que entonces llamé a mi padre.

– ¿A tu padre? ¿Para qué coño llamaste a tu padre?

– Porque trabajaba en la construcción. De remachador. Pensé que sabría a quién era mejor llamar. Y me dijo que el aparejador es el que controla todos los trabajos y da instrucciones a los capataces. De todas formas, no tenía ni idea de que fuese una mujer. Es decir, que sólo ponía H. Hussey. A lo mejor tenía que haber llamado a otro. En cualquier caso me dijo que vendría enseguida.

– Es su trabajo, ¿no? Es la responsable de las obras. Además, trabajando aquí ya debe de estar acostumbrada.

– ¿Cómo dice?

– Nada.

Curtis vio que Charlie Seidler se dirigía a los ascensores y le saludó con la mano.

– Gracias, Hernandez. Eso es todo. ¡Hola, Charlie!

– Parece que no salimos de aquí, ¿eh?

– Por eso lo llaman edificio inteligente -repuso Curtis-. Si alguien es inteligente, no pone los pies en él. Bueno, hazme un resumen de la situación.

– Pues tiene más de una herida en la cabeza -dijo Seidler, con cautela-. Y eso excluiría la posibilidad de que se hubiera herido como consecuencia de un desmayo o algo parecido.

– ¡Vamos, Charlie! ¡Uno no se hace una herida así al tropezar con el cordón del zapato, joder! No fue un accidente.

Seidler no abandonó su actitud cautelosa.

– La sangre que brotó de la cabeza parecería indicar que siguieron produciéndose heridas cuando ya estaba en el suelo. Pero…, pero…, bueno, echa una mirada a esto, Frank.

Seidler subió al ascensor e hizo señas a Curtis para que le siguiera.

– ¿Ordenador? -dijo cuando Curtis hubo subido-. Cierra las puertas, por favor.

– ¿Qué piso desea?

– Quédate en esta planta, por favor. -Señaló al interior de las puertas que se cerraban-. Ahora, fíjate en eso. Hay salpicaduras de sangre a la altura del pecho. Pero no fuera del ascensor. Tampoco en ninguno de los pisos superiores. Lo sé porque los he inspeccionado uno por uno.

– Vaya, qué eficiencia la tuya, Charlie.

– Y que lo digas.

– Así que dices que le golpearon cuando las puertas estaban cerradas.

– Eso parece, sí. Pero no tiene magulladuras en las manos por haberse protegido, así que yo diría que probablemente le atacaron por la espalda.

– ¿Con qué? ¿Qué debemos buscar? ¿Una estaca? ¿Un pedazo de tubería? ¿Una piedra?

– Quizá. Pero aquí dentro no hay mucho sitio para blandir un arma, ¿verdad? Tendremos las ideas más claras después de la autopsia preliminar. -Seidler se volvió hacia el micrófono-. Abre las puertas, por favor.

– Desde luego, sabes hablar a esa cosa -sonrió Frank.

– Qué sitio tan acojonante, ¿verdad?

Salieron del ascensor.

– Toda esta automatización… -dijo Curtis-. No sé. Cuando era pequeño vivíamos en Nueva York. Mi padre trabajaba en la Standard Oil. En los ascensores empleaban a dos botones, un operador y un despachador. Recuerdo perfectamente al despachador. Tenía un panel donde se iluminaban las llamadas de los pisos, y él decidía cuándo mandar un ascensor. Igual que un guardia de tráfico. -Agitó la mano hacia las brillantes puertas de los ascensores y añadió-: Y fíjate cómo estamos ahora. La máquina ha dejado sin trabajo al botones. A los dos botones. No tardará mucho en quitarnos el nuestro.

– Sí, bueno, yo no me quejaré si se queda el mío -bostezó Seidler-. Conozco mejores formas de empezar el día.

– Te lo recordaré cuando te despidan. Nat, quiero que investigues los antecedentes de Sam Gleig.

– De acuerdo, Frank.

– ¡Oye, tú! ¡Calvin Klein! Ven aquí.

Hernandez sonrió tímidamente y se volvió hacia Curtis.

– Diga, inspector.

– Quiero que te quedes en el aparcamiento y, cuando aparezca la tal Hussey, le digas que me espere en el atrio, ¿vale? La sala donde está el árbol de Navidad. Voy arriba, a dar una vuelta por este parque de atracciones.

En su breve recorrido, Frank Curtis descubrió salas de reunión, cafeterías, restaurantes sin acabar, gimnasios sin equipar, una piscina vacía, un consultorio médico, un cine sin asientos, una bolera y una zona de descanso. Cuando estuviera acabada, la Parrilla iba a parecerse más a un club de campo o a un hotel de lujo que a un bloque de oficinas. Todo, menos del quinto al décimo piso. Ahí Curtis encontró algo que le pareció sacado de las páginas de los tebeos: filas y filas de módulos de acero blanco, algo más grandes que una cabina de teléfonos, con muebles integrados plegables, un cable para enchufar en algún sitio y una puerta corredera semiesférica. Se sentó en uno de aquellos habitáculos insonorizados, con la puerta cerrada, y se sintió como una rata o un conejillo de indias. Pero estaba claro que la Yu Corporation y sus proyectistas esperaban que la gente trabajase en esas cápsulas. Mala suerte para quien tuviese claustrofobia. O para quien le gustase trabajar al lado de compañeros con los que reír y bromear. Pero en el programa de trabajo de la Yu Corporation seguramente no había sitio para la risa ni las bromas.

Abrió la puerta y fue dos pisos más abajo para ver mejor el atrio. Al asomarse a la galería, vio que de los ascensores de la planta baja salía una mujer bastante atractiva. Su cabeza pelirroja destellaba como una gota de sangre sobre la deslumbrante blancura del mármol. Alzó la vista y le sonrió.

– ¿Es usted el inspector Curtis, por casualidad?

Curtis se aferró a la barandilla con ambas manos y asintió.

– Sí, soy yo. Desde aquí podría imitar a Mussolini, ¿no cree?

– ¿Cómo?

Curtis se encogió de hombros y se preguntó si no sería demasiado joven para haber oído hablar de Mussolini. Se le ocurrió decir algo sobre arquitectura fascista, pero lo pensó mejor. Era demasiado guapa para incomodarla sin un motivo justificado.

– Bueno, es que esta clase de edificios son muy inspiradores, supongo. -Sonrió-. Quédese ahí. Ahora mismo bajo.

La oficina de seguridad de la Parrilla era un cuarto blanco y reluciente, con una pared de cristal que daba al pasillo y tapada por una persiana accionada eléctricamente. Contenía un gran escritorio de aluminio y cristal, dominado por una pantalla de setenta centímetros y un teclado. Junto al ordenador había un videófono, un teléfono, el termo de Sam Gleig y, en un tupperware abierto, los emparedados sin comer del vigilante asesinado. Detrás del escritorio había un armario alto con puertas de cristal que contenía algo parecido a otro ordenador todavía embalado en plástico.

Curtis inspeccionó el contenido de uno de los emparedados.

– Queso y tomate -dijo, y empezó a comérselo-. ¿Quiere uno?

– No. No, gracias -repuso Helen Hussey, que frunció el ceño-. Pero ¿está seguro de que puede hacer eso? Quiero decir, ¿no se está comiendo las pruebas?

– A Gleig no le sacudieron en la cabeza con un bocadillo, señora.

Curtis examinó el armario de cristal y la discreta caja blanca con su embalaje protector.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

Helen Hussey respiró hondo y esbozó una sonrisa incómoda.

– Esperaba que no me lo preguntase.

Curtis le sonrió a su vez.

– ¿Por qué?

– Es un CD-ROM de registro múltiple -explicó ella.

– ¿Un juego? ¿Aquí?

Helen Hussey lo fulminó con la mirada.

– No exactamente, no. Está conectado al ordenador mediante una interfaz de dispositivos periféricos con fecha y número de archivo. Cada disco tiene unos setecientos megabytes. Servirá para registrar todo lo que sucede en las cámaras de seguridad, tanto dentro como fuera del edificio. Nuestras cámaras funcionan por transmisión celular. Y los datos entrarán por la parte trasera de este aparato. -Se encogió de hombros-. O eso creo.

– Eso cree, ¿eh? -sonrió Curtis.

Ella soltó una risita avergonzada.

– No se lo va a creer -le dijo, encogiéndose de hombros-, pero la unidad aún no está instalada. Por lo que yo sé, acaban de entregarla.

– Bueno, parece muy bonito. Bonito de verdad. Lástima que no funcione, porque así sabríamos lo que pasó anoche exactamente.

– Tuvimos un problema con el proveedor.

– ¿Qué clase de problema? -Curtis se sentó al borde del escritorio y cogió otro emparedado-. Están buenos.

– Que se equivocaron de aparato -suspiró Helen-. Nos enviaron uno distinto al que habíamos pedido. Este Yamaha registra a cuatro velocidades. El anterior no. Así que lo devolvimos.

– El suyo debe ser un trabajo duro para una mujer.

Helen puso mala cara.

– ¿Por qué lo dice?

– Los albañiles no tienen exactamente fama de buenos modales ni de hablar bien.

– Tampoco la policía de Los Ángeles.

– Muy aguda. -Curtis miró el emparedado y lo dejó sobre la mesa-. Perdóneme. Tiene razón. Usted conocía a la víctima, probablemente. Y aquí estoy yo, comiéndome su cena. No soy muy delicado, ¿verdad?

Ella volvió a encogerse de hombros, como si la tuviera sin cuidado.

– Sabe usted, hay personas, y policías, que al ver un cadáver sienten náuseas y pierden el apetito. A mí, no sé por qué, me da hambre. Mucha hambre. Quizá sea porque me alegro de estar vivo y quiero celebrarlo comiendo algo.

Helen asintió.

– No tendré que identificarlo, ¿verdad?

– No, señora, no será necesario.

– Gracias, no creo que yo…

Volvió al tema anterior, considerando que debía contarle algo más sobre su trabajo.

– Mis responsabilidades de gestión y planificación no suponen gritar a la gente. Eso lo dejo para los capataces. Mi función consiste en iniciar cada operación concreta, coordinarla con los diferentes proveedores y asegurarme de que suministren los materiales adecuados. Como esos grabadores de CD-ROM. Pero si es necesario puedo hablar peor que un carretero.

– Si usted lo dice, señora… ¿Cómo se llevaba con Sam Gleig?

– Bastante bien. Era una persona muy amable.

– ¿Tuvo que gritarle alguna vez?

– No, nunca. Era honrado y digno de confianza.

Curtis se levantó del escritorio y abrió una taquilla. Dentro había una cazadora de piel y, suponiendo que pertenecía a Sam Gleig, empezó a registrar los bolsillos.

– ¿A qué hora entró anoche de servicio Sam Gleig?

– A las ocho, como siempre. Relevó al otro vigilante, Dukes.

– ¿Me llamaba alguien?

Era el guarda jurado, Dukes.

– Ah, inspector-dijo Helen-. Éste es…

– Ya nos conocemos -la interrumpió Curtis-. De la otra vez, cuando la muerte del señor Yojo.

Miró instintivamente el reloj. Eran las ocho en punto.

Dukes estaba perplejo.

– ¿Qué ocurre?

– Se trata de Sam, Irving -le informó Helen-. Está muerto.

– ¡Santo Dios! Pobre Sam. ¿Cómo ha sucedido?

– Creemos que le aplastaron la cabeza.

– ¿Qué ha sido, un robo o algo así?

Curtis no contestó.

– ¿Le vio alguno de ustedes cuando entró de servicio?

– Muy brevemente -contestó Dukes, encogiéndose de hombros-. Yo tenía prisa. No creo que cruzáramos más que unas palabras. ¡Qué horror, Dios mío!

– Se presentó en la oficina de obras, en la séptima planta -dijo Helen-. Sólo para saludar y ver si se quedaba alguien a trabajar. El ordenador se lo habría dicho mejor que nosotros, pero a él le gustaba hablar con la gente. En cualquier caso, yo ya me iba, así que bajó conmigo en el ascensor.

– Ha dicho «nosotros».

– Sí. Dejé trabajando a Warren, Warren Aikman. Es el maestro de obras. Le llamaron por teléfono, justo cuando me marchaba.

– Maestro de obras. ¿Qué hace, exactamente?

– Es como el jefe de obra, sólo que está empleado por el cliente como una especie de inspector.

– ¿Como un policía, quiere decir?

– Más o menos, sí.

– ¿Habló con Sam antes de marcharse?

Helen se encogió de hombros.

– Tendrá que preguntárselo a él. Pero, francamente, no es probable. No hay ninguna razón para que viniese aquí a informar a Sam de que se marchaba. Como ya he dicho, el ordenador es quien se encarga de saber quién se queda en el edificio. Sam sólo tenía que decirle al ordenador que hiciera una comprobación y lo habría sabido en un momento.

Dukes se sentó al escritorio.

– Se lo mostraré, si quiere.

Guardándose en el bolsillo unas llaves de coche y una cartera, Curtis dejó el chaquetón sobre la mesa y se colocó a espaldas de Dukes, que pulsó un icono con el ratón y empezó a seleccionar opciones del menú.


SISTEMAS DE SEGURIDAD

¿CÁMARAS Y SENSORES?

¿INCLUIR OFICINA DE SEGURIDAD? NO

¿MOSTRAR RESTO OCUPANTES?


Inmediatamente apareció en pantalla una imagen de la escena que se desarrollaba en los ascensores del sótano, con todos los policías y el personal forense arremolinados en torno al cadáver de Sam Gleig.

– ¡Ay, Dios! -exclamó Helen-. ¿Es él?

Dukes volvió a usar el ratón.


IDENTIFICAR A TODOS LOS OCUPANTES


A La imagen de alta definición se añadió entonces una ventana cuadrada con una serie de nombres.


SÓTANO/ASCENSORES:

SAM GLEIG, GUARDA JURADO, YU CORP

AGENTE COONEY, POL. L.A.

AGENTE HERNANDEZ, POL. L.A.

INSPECTOR DE PRIMERA WALLACE, POL. L.A.

CHARLES SEIDLER, LABORATORIO FORENSE L.A.

PHIL BANHAM, POL. L.A.

DANIEL ROSENCRANTZ, LABORATORIO FORENSE L.A.

ANN MOSLEY, POL. L.A.

AGENTE PETE DUNCAN, POL. L.A.

AGENTE MAGGIE FLYNN, POL. L.A.

SÓTANO/SERVICIO SEÑORAS:

JANINE JACOBSEN, LABORATORIO FORENSE L.A.

SÓTANO/SERVICIO CABALLEROS:

INSPECTOR JOHN GRAHAM, POL. L.A.

INSPECTOR NATHAN COLEMAN, POL. L.A.


– El Gran Hermano -murmuró Curtis.

Lanzó una mirada furtiva a Helen Hussey: primero a su espléndida cabellera pelirroja y luego al escote de su blusa malva. Tenía los pechos grandes, cubiertos de pecas diminutas.

– Impresionante, ¿eh? -comentó ella, sonriendo al notar su mirada: si Curtis hubiese sido algo más joven lo habría encontrado bastante atractivo.

– Mucho -admitió Curtis, volviendo los ojos a la pantalla.

– ¡Eh, el de los servicios es mi compañero! ¿También puede verlo el ordenador ahí dentro?

– No exactamente -le explicó Dukes-. Para comprobar quién está dentro, utiliza sensores térmicos, detectores acústicos, sensores pasivos infrarrojos y micrófonos. Huellas vocales. Como en los ascensores.

– No puede haber mucha intimidad -observó Curtis-. ¿Qué hace el ordenador si uno se pasa mucho tiempo ahí? ¿Da la alarma?

Dukes sonrió.

– No, el ordenador respeta la intimidad personal. No difunde el ruido por el edificio para que se ría todo el mundo. Los controles de los lavabos son para la seguridad de todos.

– Supongo que habrá que agradecerles que no los hayan suprimido -refunfuñó Curtis, no muy convencido-. Seguro que eso molesta a los arquitectos. Quiero decir que son las tuberías lo que mantiene a un edificio pegado al suelo, ¿no? Les recuerda que quienes utilizan los edificios son los seres humanos.

Helen y Dukes intercambiaron una sonrisa.

– Ya veo que todavía no ha utilizado nuestros lavabos, inspector -observó Dukes con una risita.

– Tiene razón -intervino Helen-. Todo es automático. Y me refiero a todo. Digamos simplemente que en esta oficina no se usa papel.

– ¿Quiere decir que…?

– Exactamente. Al tirar de la cadena, con el codo, se acciona una ducha de agua caliente seguida de un chorro de aire cálido.

– ¡Ah, coño, entonces no es raro que Nat se pase tanto tiempo ahí dentro!

Curtis se rió al imaginarse a su colega tratando de arreglárselas con una ducha de agua caliente.

– Y eso no es ni la mitad de lo que pasa ahí -dijo Helen-. Esas instalaciones sanitarias nos parecen muy avanzadas, pero ya son muy corrientes en el Japón.

– Sí, bueno, eso no me sorprende.

Dukes pulsó el ratón para finalizar la consulta.

Curtis volvió a sentarse en el borde de la mesa, pasando la mano pensativamente por un ángulo del terminal.

– ¿Por qué son siempre blancos? -quiso saber-. Los ordenadores.

– ¿Blancos? -dijo Helen-. También los hay grises, me parece.

– Sí, pero casi todos son blancos. Le diré por qué. Es para que la gente se sienta más a gusto con ellos. El blanco es un color que se asocia a la virginidad y la inocencia. Los niños y las novias van de blanco. Es el color de la santidad. El Papa lleva una sotana blanca, ¿no? Si la caja de los ordenadores fuese negra, no habrían tenido la importancia que tienen. ¿Se le ha ocurrido eso alguna vez?

– No, nunca lo había pensado -reconoció Helen Hussey. Hizo una pausa, como meditando en lo que acababa de oír, y añadió-: Es una teoría, desde luego. Ha dicho «la gente». ¿Usted no?

– ¿Yo? El blanco lo asocio a la heroína y la cocaína. A huesos descoloridos en el desierto. A la nada. A la muerte.

– ¿Siempre es tan alegre?

– Es el trabajo. -Le sonrió y seguidamente preguntó-: Anoche, ¿de qué hablaron Gleig y usted?

– No hablamos mucho. De la muerte de Hideki Yojo…

Helen empezó a asentir, como adivinando los pensamientos de Curtis.

– ¿Lo ve? -sonrió el policía-. No hay modo de librarse.

– Supongo que tiene razón. En cualquier caso, le expliqué lo que había dicho la oficina del forense. Que Hideki murió de un ataque epiléptico. Sam dijo que eso era lo que había pensado.

– ¿Cómo le encontró usted?

– Bien. Normal.

Dukes asintió, corroborándolo.

– Sam estaba igual que siempre.

– ¿No parecía preocupado por algo?

– No. En absoluto.

– ¿Siempre hacía el turno de noche?

– No -contestó Dukes-. Nos habíamos organizado para que cada uno trabajase una semana de día y otra de noche.

– Ya. ¿Tenía familia?

– No le conocía tan bien -repuso Dukes, encogiéndose de hombros.

– Quizá nos sirva de ayuda el ordenador -sugirió Helen. Movió el ratón, seleccionando una serie de menús.


LOS ARCHIVOS DEL PERSONAL ESTÁN ESTRICTAMENTE

RESERVADOS A LAS PERSONAS AUTORIZADAS

ACCESO DENEGADO


– No creo que el viejo Abraham sepa aún lo que es la muerte -comentó, y tecleó unas instrucciones al final del directorio del personal.


LA NOTIFICACIÓN DE LA MUERTE DE UN EMPLEADO

DEBE SER FORMULADA POR UNA PERSONA

AUTORIZADA

ACCESO DENEGADO


– Lo siento, inspector. Será mejor que pregunte a Bob Beech o a Mitchell Bryan si pueden facilitarle algunos informes sobre Sam.

– Gracias, lo haré. Y también quisiera charlar un poco con Warren Aikman.

Helen miró el reloj.

– Vendrá enseguida -afirmó-. Warren es de los que madrugan. Oiga, esto no tiene que interferir con las obras, ¿verdad? No me gustaría que nos retrasáramos.

– Eso depende. ¿Qué hay en el sótano?

– Una pequeña cámara acorazada, un generador de emergencia, una red de área local, el sistema de protección del suelo, el relé de la alarma contra incendios y varios cuartos con taquillas.

Curtis recordó los módulos de las plantas cinco a diez.

– Estaba pensando en esas cápsulas de arriba. ¿Qué demonios son?

– ¿Se refiere a las cabinas personales? Es lo último en diseño de oficinas. Uno llega a la oficina y le asignan una CP para el día, como si se registrase en un hotel. Se entra, se conecta el portátil y el teléfono, se enciende el aire acondicionado y se empieza a trabajar.

Curtis pensó en su escritorio de New Parker Center. En los papeles y carpetas que tenía encima. En el desorden que había en sus cajones. Y en el ordenador que rara vez encendía.

– Pero ¿y las cosas de uno? -inquirió-. ¿Dónde pone sus cosas la gente?

– En el sótano hay taquillas. Pero en el ambiente del despacho integrado se desaprueban los objetos personales. La idea es que todo lo que se necesita está en el ordenador portátil y en el teléfono. -Helen hizo una pausa y añadió-: Así que, ¿todo en orden? ¿Para que los obreros puedan ir y venir? La mayoría de ellos está trabajando en la planta diecisiete. Decoración y fontanería, creo.

– Está bien, está bien -dijo Curtis-. No hay inconveniente. Sólo que no se acerquen al sótano.

– Gracias, muy amable.

– Una cosa más, señorita Hussey. Es un poco pronto para estar seguros, pero parece que Sam Gleig ha sido asesinado. Ahora bien, cuando el coche patrulla vino esta madrugada, los agentes se encontraron con la puerta abierta. Sin embargo, tengo la impresión de que su ordenador, Abraham, controla el cierre. ¿Por qué no lo echaría?

– Según tengo entendido, fue Abraham quien llamó a la policía. La explicación más sencilla sería que dejó abierto para que entraran sus hombres.

Dukes carraspeó.

– Hay otra posibilidad.

Curtis asintió.

– Oigámosla.

– Sam pudo haber dicho a Abraham que abriera la puerta. Para que entrara alguien. ¿Dice usted que le han aplastado la cabeza? Pues no veo cómo habría entrado el asesino si Sam no le hubiese abierto la puerta. Y Abraham no la habría vuelto a cerrar a menos que se lo hubieran ordenado explícitamente. Alguien reconocido por el código SITRESP.

– ¿Por cuántos sitios se puede entrar y salir del edificio?

– ¿Aparte de la puerta principal? Dos -dijo Dukes-. El garaje, debajo del sótano, controlado también por SITRESP. Y luego está la salida de incendios de esta planta. Que la controla Abraham. No se abre a menos que el sistema de detección de incendios indique que hay fuego de verdad.

– ¿Se les ocurre algún motivo por el cual Sam Gleig hubiese dejado entrar a alguien de noche?

Helen Hussey sacudió la cabeza.

Dukes frunció los labios y, por un momento, pareció reacio a responder. Luego dijo:

– No pretendo hablar mal de un muerto ni nada, pero no sería la primera vez que un vigilante deja entrar de noche en un edificio a una persona sin autorización. No digo que Sam lo haya hecho alguna vez, que yo sepa, pero en mi último trabajo, en un hotel, despidieron a un vigilante por recibir dinero de unas putas para que las dejara subir con los clientes. -Se encogió de hombros-. Esas cosas pasan, ¿sabe? No es que Sam me diese esa impresión, pero…

– ¿Sí?

Dukes pasó la mano con aire pensativo por la suave superficie del chaquetón de cuero.

– Pero… -Hizo un gesto de malestar con los hombros-. Éste es un chaquetón muy bonito. Seguro que yo no me lo puedo permitir.

Era muy temprano cuando Allen Grabel volvió por fin a su casa de Pasadena. Con la pinta que tenía, no le había sido fácil convencer a un taxista de que le llevara, y por aquel privilegio tuvo que pagar la carrera por adelantado. Vivía en una urbanización de casas estilo español situadas en torno a un jardín cubierto de césped y surcado de senderos.

Seguía sin llaves, de modo que se quitó uno de sus mocasines Bass-Weejun del número 44 y rompió una ventana, activando la alarma contra robos. Se encaramó por el hueco y entró, pero tardó unos momentos en acordarse del código y, entretanto, salió a la calle uno de sus vecinos, un dentista llamado Charlie.

– ¿Allen? ¿Eres tú?

– Todo está bien, Charlie -repuso Grabel con voz débil, abriendo la puerta y pensando que las cosas iban todo lo contrario de bien-. Me he olvidado las llaves.

– ¿Qué te ha pasado? Tienes sangre en el brazo. ¿Dónde has estado?

– Había mucho trabajo en la oficina. No he parado en varios días.

– Eso parece -dijo Charlie, el dentista, moviendo la cabeza-. He visto mierdas con mejor aspecto que tú.

Grabel esbozó una tenue sonrisa.

– Sí, muchas gracias, Charlie. Buenos días.

Fue al dormitorio y se dejó caer en la cama. Miró la fecha en el reloj y soltó un gruñido. Una borrachera de seis días. A eso se reducía todo. Se sentía como el Don Birnam de Días sin huella. ¿Cómo era la primera frase? «El barómetro de su naturaleza emotiva señalaba un período desenfrenado.» O algo parecido. Bueno, pues eso era precisamente lo que acababa de pasar, un período desenfrenado. Antes había tenido otros, desde luego, pero ninguno tan tremendo como aquél.

Cerró los ojos y trató de recordar algo de lo que había ocurrido. Se acordó de haberse despedido del trabajo. De dormir en un catre de tijera en la Parrilla. Y había otra cosa, también. Pero eso era como una horrenda pesadilla. ¿O acaso lo había imaginado? Había soñado que era Raskolnikov. Le dolía la nuca. ¿Se había caído? Pasó algo con el coche de Mitch. A lo mejor se había dado un golpe.

Estaba tan cansado que le parecía que se iba a morir. No era una sensación tan mala. Quería dormir eternamente.

Tony Levine se sentía infravalorado. Allen Grabel había sido socio adjunto de la empresa, sólo un escalón más abajo de la condición de socio de pleno derecho de Mitchell Bryan, Willis Ellery y Aidan Kenny. Cuando Grabel se despidió, Levine daba por descontado que lo ascenderían. Y que ganaría más dinero, por supuesto. Teniendo en cuenta todo lo que le pedían que hiciese como director de proyecto de la Parrilla, el más importante de su carrera hasta el momento, Levine consideraba que sus compensaciones no estaban a la altura de las que recibían algunos de sus amigos. Ya lo había dicho antes, pero esta vez iba en serio: si no le ascendían, se marchaba.

Había ido pronto a la oficina para hablar con Richardson a solas. Había preparado lo que iba a decirle, repitiendo las palabras en el coche durante el trayecto, como un actor de cine. Recordaría a Richardson la forma en que había estimulado al grupo, dando el tono a todo el proyecto. La enorme responsabilidad que había asumido.

Lo encontró al fondo del estudio, con las mangas de la camisa Turnbull y Asser ya remangadas, garabateando notas en uno de los cuadernos de dibujo de tapas plateadas que llevaba a todas partes. Frente a él tenía la maqueta de un centro de formación policial de Tokio, un edificio de trescientos millones de dólares.

– Buenos días, Ray. ¿Tienes un momento?

– ¿Qué te parece esto, Tony? -repuso Richardson en tono seco.

Levine se sentó a la mesa y examinó la maqueta, que había ganado un concurso y debía construirse en una de las zonas menos prestigiosas de la ciudad, en el barrio de Shinkawa, cerca del centro financiero de Tokio. El edificio tenía aspecto futurista incluso para los criterios de la ciudad, con un techo cóncavo de cristal y, en el centro mismo de la construcción, un volumen revestido de acero inoxidable que contenía un gimnasio, una piscina, aulas, una biblioteca, un salón de actos y una galería de tiro.

Levine lo odiaba. Le recordaba un huevo de pascua plateado en una caja de plástico transparente. Pero ¿qué pensaba Richardson? Adoptó una expresión que le pareció meditabunda y trató de leer del revés las notas de su jefe, escritas a lápiz y cuidadosamente enmarcadas. Como le resultó imposible, intentó encontrar una fórmula neutral que no le comprometiera en ningún sentido.

– Desde luego, adopta un enfoque estético radicalmente distinto de todo lo que hay alrededor.

– No es de extrañar. La zona circundante está en fase de completa renovación. Vamos, Tony, ¿piensas que da el pego, o no?

En aquel momento sonó el videófono de Richardson y Levine sintió alivio. Tendría tiempo de considerar su respuesta: miró de nuevo las notas, pero se llevó una decepción al ver que eran poco más que garabatos. Soltó un taco para sus adentros. Hasta los garabatos de aquel tío tenían un aspecto limpio y eficaz, como si verdaderamente significaran algo.

Era Helen Hussey, y parecía inquieta.

– Tenemos un problema, Ray -dijo.

– No me lo cuentes -replicó él en tono seco-. Para eso os pago, para que yo no pierda tiempo en arreglar follones. Habla con el director de proyecto, Helen. Lo tengo aquí, a mi lado.

Richardson giró la pantalla para que la pequeña cámara de fibra óptica enfocara a Levine, y siguió haciendo recuadros en sus garabatos, como si hasta aquellos inútiles rasgos necesitaran la protección de una frontera.

– ¿Qué pasa, cariño? -dijo Levine, deseando tener ocasión de dar al jefe una prueba de su buen juicio a la hora de resolver problemas-. ¿En qué puedo servirte?

– No es esa clase de problema -repuso Helen, intentando disimular el instintivo desprecio que le producía Levine-. Ha habido otra muerte. Y esta vez parece un asesinato.

– ¿Asesinato? ¿A quién han matado? ¿Quién es el muerto?

– El vigilante nocturno. Sam Gleig.

– ¿El negro? Vaya, hombre, es verdaderamente horrible. ¿Qué ha pasado?

– Alguien le abrió la cabeza anoche. Lo encontraron esta madrugada en el ascensor. La policía ya está aquí.

– ¡Qué horror, Dios mío! -Levine comprendió dolorosamente que no se le ocurría nada que decir-. ¿Saben quién ha sido?

– No, todavía no.

– ¡Válgame Dios, Helen! Y tú, ¿estás bien? Quiero decir por el trauma, y todo eso.

– ¿Estás loco? -siseó Richardson, al tiempo que giraba la pantalla para apartarla de Levine-. ¡No le metas esas ideas en la cabeza, gilipollas, o me encontraré con otra jodida demanda!

– Lo siento, Ray. Sólo quería…

– ¡No podemos permitirnos que la policía impida trabajar a los obreros, Helen! -vociferó Richardson-. Ya sabes cómo son. Cinta policial para que no pase nadie. Cierran la jaula cuando el pájaro ha volado. No podemos perder un solo día.

– No, ya he hablado con ellos de eso. Van a dejar entrar a los obreros.

– Chica lista. Bien hecho. ¿Hay desperfectos en el edificio?

– No, que yo sepa. Pero parece que Gleig dejó entrar por la puerta principal al tipo que lo mató.

– ¡Ah, eso sí que es cojonudo! Nos quedan pocos días para terminar y asesinan al hijo de puta ese. ¿Qué clase de edificio inteligente permite que cualquier gilipollas de mierda se salte los sistemas de seguridad y deje entrar al primer mamón que pase por la puerta principal? ¿Ya están ahí los periodistas?

– Todavía no.

– ¿Y Mitch?

– Llegará en cualquier momento, creo.

Richardson suspiró amargamente.

– Nos van a poner de vuelta y media. Sobre todo el Times. Bueno, que Mitch se encargue de tratar con el Ayuntamiento. Sabe con quién ha de hablar para arreglar las cosas lo mejor posible. ¿Entiendes lo que quiero decir? En cuanto aparezca, le dices que se ocupe de que los polis den a los periodistas la versión que nos convenga. ¿Comprendido?

– Sí, Ray -respondió Helen con voz cansada.

– Has hecho bien en llamarme, Helen. Siento haberte echado la bronca.

– Eso…

Richardson pulsó una tecla y cortó la comunicación.

– Mitch lo arreglará todo -le dijo a Levine, como para tranquilizarse a sí mismo-. Es la persona que hace falta en una crisis. Un elemento del que te puedes fiar, que soluciona cosas. Cuando tengas más experiencia, Tony, comprenderás que este trabajo se reduce a eso.

– Sí -repuso Levine, comprendiendo que ya había pasado el momento de hablar de su ascenso-. No me cabe duda.

– Bueno, ¿dónde estábamos? Ah, sí, me estabas diciendo lo que pensabas de nuestro proyecto para la Escuela de Policía de Shinkawa.

Sólo había tres coches en el aparcamiento de la Parrilla. Curtis supuso que el Saab descapotable nuevo sería de Helen Hussey. Por tanto, para adivinar cuál pertenecía a Sam Gleig, tenía que elegir entre un viejo Buick azul y un Plymouth gris aún más antiguo, lo que por unos momentos le daba ocasión de actuar como un verdadero investigador. Comprobar simplemente a qué coche correspondían las llaves que llevaba habría sido hacer trampa. El Buick llevaba una pegatina a todo lo largo del parachoques: «He visto brillar en la oscuridad rayos C cerca de la Puerta de Tannháuser.» * Curtis arrugó la frente. ¿Qué coño significaba eso? El Plymouth constituía una posibilidad más fácil, con la pegatina de la emisora KLON 88.1 FM pegada a la ventanilla. El pequeño saxófono de plástico del llavero de Gleig sugirió a Curtis que el vigilante había sido aficionado al jazz. Cuando las llaves entraron en la cerradura del Plymouth, se sintió satisfecho al ver que estaba en lo cierto. No era exactamente Sherlock Holmes, pero casi.

El coche de Sam Gleig podía ser viejo, pero estaba limpio y bien cuidado. Una bolsita de ambientador colgaba del retrovisor y los ceniceros estaban vacíos. Abrió la guantera y vio una guía Thomas y unas Ray-Ban de piloto. Luego fue a la parte de atrás y abrió el maletero. La gran bolsa de nailon de profesional del tiro indicaba a un hombre que se tomaba muy en serio su trabajo. Contenía unos cascos contra el ruido, una escobilla para limpiar el cañón, dianas de cartón de doce centímetros, unas cajas de municiones Black Hill calibre 40 de Smith & Wesson, un cargador de recambio, un cargador rápido y una pistolera guateada, vacía. Pero no había el menor indicio de por qué lo habían asesinado.

Al oír el timbre del ascensor, Curtis se volvió y vio a Nathan Coleman que venía hacia él.

– ¿Dónde coño te has metido?

– En el jodido retrete -gruñó Coleman-. ¿Sabes lo que pasa? Pues que hay, cómo te diría, un módulo de mando al lado de la taza, con botones. Te lo dice todo, desde el tiempo que llevas allí hasta… no sé, lo que has desayunado. Así que al final comprendí que si no había papel era porque te lavaba el culo mientras estabas allí sentado.

– ¿Y también le ha sacado brillo? -rió Curtis.

– Hay como un jodido cepillo de dientes que sale de la taza y te mete un chorro de agua caliente por el ojete. Caliente de verdad, Frank. Esa puñeta es como un rayo láser. Luego lanza aire caliente para secarte. ¡Joder, Frank, tengo el culo como si hubiera pasado la noche con Rock Hudson!

Curtis tuvo que secarse las lágrimas de hilaridad que acudían a sus ojos.

– Pero ¿qué casa de putas es ésta?

– El futuro, Nat. El culo escocido y los pantalones mojados. ¿Has mirado los antecedentes?

– La víctima tenía antecedentes penales. Acabo de recibir el fax en el coche.

– Te escucho.

– Dos condenas por estupefacientes y una por tenencia ilícita de armas, cumplió dos años en la Met.

– Trae, déjamelo ver. -Curtis echó un vistazo al fax-. En la Met, ¿eh? Quizá por eso se aficionó a la arquitectura moderna. Esa puta trena es como un hotel de lujo. ¿Sabes una cosa?, no me sorprendería que allí le hubiesen avalado al rellenar su solicitud para hacerse guarda jurado. -Meneó la cabeza con aire cansado-. ¡Hay que joderse con las ordenanzas de esta ciudad sobre las licencias! A veces pienso que el cabrón de Charlie Manson podría abrir una empresa de seguridad en Los Ángeles.

– Es un sector en expansión, Frank, no cabe duda.

Curtis dobló el fax y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– Me quedo con esto, Nat, por si tengo que ir al retrete.

– Parece que Gleig se portó bien desde que salió del trullo -observó Nat.

– A lo mejor había vuelto a las andadas. -Curtis tendió a Coleman el carné de conducir de Sam Gleig-. Noventa y Dos y Vermont. Territorio de los Crip, ¿no?

Coleman asintió.

– Puede que hiciera de camello a ratos perdidos.

– Quizá. En el coche no hay nada.

– ¿Y en la bolsa?

– El tío se disponía a pasar el fin de semana en su club de tiro. Pero no hay droga.

– ¿Y esos chavales de ahí fuera? Los chinos tienen sus redes de distribución.

– No los he descartado.

– O puede que se les ocurriese llevar la protesta al interior del edificio, ¿sabes? Y Sam trató de impedírselo. ¿Quieres que hable con ellos?

– No, todavía no. Quiero que salgas pitando con los del laboratorio a casa de la víctima, a ver si encontráis algo. Puedes darle la noticia a cualquiera que pregunte. Quizá encuentres alguna pista sobre sus amigos. Por ejemplo, ¿son la clase de amigos que le hacían tener enemigos?

El motor que accionaba la puerta del garaje empezó a vibrar ruidosamente. Mientras Coleman volvía al ascensor, Curtis cerró el maletero del Plymouth y esperó a ver quién salía del Lexus burdeos que bajaba por la rampa y se detenía a su lado.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Mitch por la ventanilla abierta.

Curtis no recordaba su nombre, pero sí se acordaba de la cara, por no hablar de la corbata de seda ni del Rolex de oro. El hombre que se apeó del coche era alto, de pelo negro y rizado, facciones bronceadas y cierto aire adolescente. Sus ojos azules eran vivos e inteligentes. El clásico individuo que podía ser tu vecino…, si es que vivías en Beverly Hills.

– ¿Usted es el señor…?

– Bryan. Mitchell Bryan.

– Ya me acuerdo. Hay un problema, señor Bryan.

Curtis hizo una pausa y luego se lo explicó.

Curtis miró por la ventana del piso veinticinco esperando que Mitchell Bryan volviera con el café. Seguía pensando en lo que Helen Hussey le había dicho sobre las cabinas. ¿Cómo había descrito el concepto? No sé qué integrado. ¿Despacho integrado? Al menos él tenía un despacho. Por lo menos había un sitio que podía considerar suyo. Intentó imaginarse el caos que se produciría en New Parker Center si todos los polis tuviesen que pelearse por los despachos. Parecía otra de esas odiosas ideas que se les ocurrían a las grandes empresas. Por una vez se alegró de no trabajar en una oficina y tener que tragarse toda la mierda que le echaran encima. Como era poli, él también podía echarles un poco a los demás.

– No sé -dijo Mitch, volviendo con el café a los apartamentos privados del señor Yu-. Sam Gleig parecía un individuo bastante decente.

Se sentaron a la mesa de comedor Huali de la dinastía Ming que Mitch utilizaba como escritorio y bebieron un sorbo de café.

– Con frecuencia me quedo trabajando hasta tarde, y a veces charlábamos un poco. Sobre todo de deportes: los Dodgers. Y alguna vez iba a las carreras, a Santa Anita, creo. Una vez me dio un soplo. Pero no jugaba mucho. Diez dólares aquí y allá. -Sacudió la cabeza-. Es horroroso que haya pasado esto.

Curtis no dijo nada. A veces era mejor así. Se dejaba que el interlocutor rompiera el silencio con la esperanza de que dijese algo útil o interesante: algo que a uno no se le habría ocurrido preguntar.

– Pero mire, aunque vendiese droga, como sugiere usted, él no consumía. De eso estoy absolutamente seguro, en cualquier caso.

– Ah, ¿y por qué está tan seguro, señor Bryan?

– Por este edificio, por eso -repuso Mitch, frunciendo el ceño-. Esto que quede entre nosotros, ¿de acuerdo?

Curtis asintió con aire paciente.

– Bueno, pues al proyectar este edificio instalamos módulos en los servicios con arreglo a las especificaciones de nuestro cliente.

– He oído hablar de esos servicios. El despacho integrado es una cosa. Pero lo del retrete integrado no es lo mismo. -Soltó una risita-. A mi compañero casi le lavan el culo al vapor.

Mitch rió.

– Todavía hay que ajustar convenientemente algunas unidades. Pueden dar alguna buena sorpresa. Aun así, es lo último que se ha inventado. Y es mucho más que una ducha de agua caliente, se lo aseguro. La tabla del asiento toma la presión sanguínea y la temperatura corporal, y la taza del retrete posee un dispositivo que hace un análisis de orina. En realidad, el ordenador comprueba que la persona no… Mire, se lo enseñaré. -Mitch se inclinó hacia el ordenador y seleccionó una serie de opciones con el ratón-. Ahí lo tiene. Azúcar, acetona, creatina, compuestos nitrogenados, hemoglobina, mioglobina, aminoácidos y metabolitos, ácido úrico, urea, urobilina y coproporfirinas, pigmentos biliares, minerales, grasas y, por supuesto, una gran variedad de sustancias psicotrópicas: desde luego, todas las prohibidas por la Oficina Federal de Narcóticos de los Estados Unidos.

– ¿Eso pasa siempre que uno va al meadero?

– Siempre.

– ¡Joder!

– Por ejemplo, una persona en la que se inicie una diabetes tendrá un nivel alto de acetona en la orina, una enfermedad así podría tener consecuencias en sus prestaciones laborales, por no hablar del seguro médico de la empresa.

– Y con las drogas, ¿qué pasa si el análisis es positivo?

– En primer lugar, el ordenador bloquea el terminal de esa persona y le deniega el uso de ascensores y teléfonos. Sólo para reducir los perjuicios que pueda causar a la empresa cualquier posible negligencia. Luego informa de la infracción a su superior. De él depende la suerte de esa persona. Se trata de un análisis muy preciso. Muestra todo lo que se ha consumido durante las últimas setenta y dos horas. Los fabricantes insisten en que es tan fiable como la prueba con analina, y quizá más aún.

Curtis seguía abriendo y cerrando la boca como un pez sorprendido. Lo que le extrañaba era que ninguno de los polis que trabajaban en el sótano hubiera dado positivo. Sabía que Coleman fumaba hierba de vez en cuando. Y muy probablemente algunos de los otros también. Ya se imaginaba la cara del comisario cuando algún periódico revelase que los agentes que investigaban un asesinato habían sido denunciados por consumo de drogas por el edificio inteligente donde se había cometido el crimen.

Mitch bebió un sorbo de café, disfrutando del asombro del policía.

– Así que ya ve -dijo al fin-. Es imposible que Sam tomara drogas.

Curtis seguía sin convencerse.

– A lo mejor salía a mear a la plaza o a cualquier otra parte.

– Lo dudo -repuso Mitch-. La plaza está vigilada por cámaras de seguridad y el ordenador está programado para dar la alerta sobre ese tipo de cosas. Si el circuito cerrado capta algo, el ordenador tiene instrucciones de llamar a la policía. Sam lo sabía. No puedo imaginarme que corriera ese riesgo.

– No, supongo que no -sonrió Curtis-. Vaya, seguro que en la central les encantaría contar con usted.

– Créame. Sam estaba limpio.

Curtis se levantó y se dirigió a la ventana.

– Quizás tenga razón -concedió-. Pero alguien lo mató. Aquí. En el edificio de su cliente.

– Me gustaría ayudarle -dijo Mitch-. Si puedo hacer algo, no tiene más que decírmelo. Mi empresa tiene tantos deseos de aclarar este asunto como usted, créame. Da mala impresión. Como si el edificio no fuese tan inteligente, después de todo.

– Eso mismo he pensado yo.

– ¿Puedo preguntarle qué va a decir a los medios de comunicación?

– Todavía no lo he pensado -repuso Curtis-. Eso depende más bien de mi superior y del departamento de prensa.

– ¿Podría pedirle un pequeño favor? Cuando decida informarles, le ruego que tenga cuidado con las palabras que emplee. Sería verdaderamente lamentable que concibieran la idea de que lo sucedido es culpa del edificio, ¿comprende? Porque, según lo que me ha dicho, parece que Sam Gleig hizo entrar en el edificio a su propio asesino, por el motivo que fuese. Le agradecería que lo tuviese presente.

Curtis asintió de mala gana.

– Haré lo que pueda. A cambio, hay algo que podría hacer por mí.

– Lo que sea.

– Quisiera el expediente personal de Sam Gleig.

Junto a los ascensores de la planta veinticinco había una vitrina que contenía la estatua de bronce dorado de un monje chino. Curtis se detuvo un momento a admirarla antes de reunirse con Mitch en el ascensor.

– El señor Yu es un gran coleccionista. Habrá una obra como ésa en cada piso.

– ¿Qué es lo que tiene en la mano? -preguntó Curtis-. ¿Una regla de cálculo?

– Creo que es un abanico plegado.

– El aire acondicionado de los antiguos, ¿eh?

– Algo así. Al centro de datos, Abraham, por favor -ordenó Mitch.

Las puertas se cerraron con un callado silbido.

– Oiga -dijo Mitch-, no quiero decirle cómo tiene que hacer su trabajo, pero ¿no hay otra explicación posible de lo que ha sucedido? Es decir, aparte del pasado de Sam Gleig.

– Soy todo oídos -dijo Curtis.

– Pues es que tanto Ray Richardson como la Yu Corporation tienen sus enemigos. Con Ray se trata de ciertos rencores personales. Gente que aborrece los edificios que construye. Por ejemplo, bajo los cimientos hay una piedra angular con un compartimiento lleno de recuerdos de nuestra época, y una de las cosas que contiene son cartas insultantes que ha recibido. Y tiene empleados que le odian.

– ¿Y usted se cuenta entre ellos?

– No, yo le admiro mucho.

– Creo que eso contesta a mi pregunta -sonrió Curtis.

Mitch se encogió de hombros con aire de disculpa.

– Es una persona difícil.

– La mayoría de los ricos lo son.

Mitch no contestó. Se detuvo el ascensor y salieron a un pasillo donde, exactamente en el mismo sitio, había una vitrina recién instalada que contenía una cabeza de caballo de jade.

– ¿Y la Yu Corp? -inquirió Curtis de pronto-. Ha dicho que también tenía enemigos. ¿Se refería a esos chicos de la entrada?

– Creo que eso es sólo la punta del iceberg -contestó Mitch, mientras le hacía pasar a la galería que daba al atrio-. En ciertas partes de la costa asiática del Pacífico, los negocios pueden ser bastante duros. Por eso todos los cristales de este edificio son a prueba de balas. Y por eso tenemos unos sistemas de seguridad tan estrictos. -Se detuvo y señaló hacia abajo-. Fíjese en el atrio. En realidad es un engañabobos. Da la impresión de una empresa abierta al público, pero al mismo tiempo sirve de barrera de seguridad. Hay un holograma en el mostrador de recepción para impedir una posible toma de rehenes.

– ¿Y Sam Gleig ha sufrido un tremendo dolor de cabeza porque alguien guarda rencor a su jefe o a su cliente? -Curtis sacudió la cabeza-. Lo siento, pero no me lo trago.

– Bueno, pero ¿y si fue un accidente? Suponga que entrara alguien con intención de armar algún lío y que Sam lo sorprendiera.

– Es posible. Pero poco probable. Gleig tenía la pistola en la funda. No parece que esperase jaleo. Por otro lado, si Sam conocía a su atacante, no tenía motivo para desconfiar. Cuando hablaba de los enemigos de su jefe, ¿pensaba en alguien en particular?

Mitch pensó en Allen Grabel.

– No.

– ¿Qué me dice del tal Warren Aikman?

– Si quisiera perjudicar a Richardson, tendría mejor manera de hacerlo con su trabajo.

– Bueno, ya me dirá si piensa en alguien.

– Desde luego.

Curtis sacudió la cabeza.

– Claro que no me extraña que tenga enemigos el arquitecto de un edificio como éste.

– ¿No le gusta?

– Cada vez que vengo me gusta menos. A lo mejor son las explicaciones que me dan usted y sus colegas. No sé. -Meneó la cabeza, tratando de pensar en las palabras adecuadas-. Me parece que le falta alma.

– Es el futuro -arguyó Mitch-. De verdad. Algún día todas las oficinas serán así.

Curtis rió y mostró la muñeca a Mitch.

– ¿Ve este reloj? Es un Seiko. Nunca ha acabado de ir bien. Todavía me acuerdo del lema publicitario que utilizaban cuando lo compré. «Algún día, todos los relojes serán así.» ¡Espero que no, joder!

Mitch paseó la mirada por el edificio.

– Yo lo veo como una especie de catedral, ¿sabe?

– ¿De qué? ¿Del miedo del hombre a sus semejantes?

– De la virtud de hacer cosas. De la capacidad creadora de la técnica. Del ingenio del hombre.

– Como soy poli, me temo que no tengo mucha fe en el ingenio humano. Pero si esto es una catedral, yo soy ateo.

Bob Beech estaba a punto de enviar por satélite el último bloque de datos robados cuando vio que Mitch y Curtis entraban por la puerta de cristal de la sala de informática. Tocó el ancho monitor plano y volvió a la pantalla normal: teléfono, agenda, calculadora, calendario, bandejas de entrada y salida, reloj, televisión, radio, contestador automático, todo ello en forma de iconos. Había incluso un cajón de escritorio, un sello de goma, un archivador y, en una ventana, una fotografía con una bonita vista de Griffith Park tomada desde la terraza de la Parrilla.

– Bob -dijo Mitch, avanzando hacia el centro del círculo-, ¿te acuerdas del inspector Curtis?

– Sí, claro.

– ¿Te has enterado de lo que ha ocurrido esta madrugada?

Beech se encogió de hombros, asintiendo.

Curtis examinó al individuo: chaleco deportivo lleno de discos, cintas, llaves, chicles y plumas; prácticos zapatos marrones que necesitaban betún; uñas roídas hasta la carne; y, bajo el bigote de sombrío aspecto, la sonrisa cortés que apareció en sus labios al fingir interés por lo ocurrido. Curtis era perro viejo, y enseguida comprendía cuándo molestaba su presencia. Era evidente que Beech sólo quería volver a lo que estaba haciendo antes de que lo interrumpieran.

– ¡Pobre Sam! -dijo Beech-. ¿Tiene ya una idea de quién puede ser el culpable?

– Todavía no, señor. Pero esperaba echar un vistazo a su expediente personal. Quizá haya algo que nos sirva. También quería saber si hay forma de que el ordenador nos diga quién se encontraba anoche en el edificio después de las diez.

Curtis sabía que era posible, pero quería prolongar su estancia en el centro de datos.

– Desde luego. -Puso el dedo sobre el archivador de la pantalla y dijo-: Abraham, localiza el expediente personal de Sam Gleig, por favor.

– ¿En pantalla o en disco?

Beech miró a Curtis. Deseaba que se marchara cuanto antes de la sala. Verlo allí le recordaba a Hideki.

– Será mejor que lo imprima en papel. Así podrá examinarlo el tiempo que quiera, inspector.

– Eso no nos sobra en la Criminal, señor -repuso Curtis, sonriendo afablemente.

Bajando la vista a la pantalla de Beech, vio que una mano incorpórea aparecía en pantalla, moviéndose hacia el archivador.

– El festín de Baltasar -murmuró.

La mano extrajo una carpeta del cajón y luego desapareció con ella por la parte izquierda de la pantalla.

– ¿Cómo ha dicho?

– Decía que tiene usted ahí un impresionante organizador personal.

– Es un poco infantil, pero soy de los que necesitan soportes simpáticos para traer el ciberespacio a la tierra. Por eso tengo una habitación con vistas, por decirlo así. Sin ella me resultaría difícil trabajar aquí. Bueno, ¿qué era lo otro? Quién estaba aquí después de las diez de la noche, ¿no?

Curtis asintió.

Beech tocó varias veces la pantalla con el índice, como quien juega una partida relámpago de ajedrez. Por último encontró lo que buscaba.

– Ahí lo tenemos. El capataz de electricistas se marchó a las siete y media. Yo me fui a las siete cuarenta y tres. Aidan Kenny, a las siete cuarenta y cuatro. Helen Hussey, a las ocho quince. Warren Aikman, a las ocho treinta y cinco. Desde ese momento, Sam Gleig se quedó solo en el edificio hasta que los agentes Cooney y Hernandez llegaron esta madrugada.

– Ya veo. Gracias.

Beech señaló a la puerta.

– Tendremos que ir a la sala de impresión para recoger su copia -anunció, precediéndolos hacia la pasarela.

Entraron en una habitación donde una enorme impresora láser ya estaba soltando hojas. Beech las cogió.

– Qué raro -comentó, sorprendido-. Abraham no es capaz de hacer esto.

– ¿Hacer qué? -preguntó Mitch.

Beech le tendió la impresión. Junto a los datos personales había una foto en color de Sam Gleig, que saludaba a un chino en el atrio.

– Tomar fotografías como ésta no forma parte del programa original de Abraham -explicó Beech, frunciendo el ceño-. Al menos hasta que esté instalado el grabador de CD-ROM.

De momento, a Curtis le interesaba más el joven chino que los medios con que se hubiera tomado la fotografía.

– ¿Lo conoce?

– Creo que sí -dijo Mitch-. Me parece que es uno de nuestros amigos de ahí fuera.

– A menos que Abraham lograse… -Beech seguía considerando el misterio de cómo se había tomado la fotografía-. ¡Pues claro…!

– ¿Se refiere a que es uno de los manifestantes?

Mitch volvió a mirar la foto.

– No hay duda.

– ¡Pues claro! -repitió Beech-. La conexión con el ordenador de Richardson. Mitch, Abraham debe haber memorizado la foto en forma digital y luego ha utilizado vuestro programa Intergraph para sacarla. No hay otra explicación. Es la manera que ha encontrado Abraham para decirnos que Sam Gleig dejó entrar anoche en el edificio a una persona no autorizada.

Curtis hizo una mueca.

– Espere un momento. ¿Quiere decir que el único testigo del asesinato de Sam Gleig podría ser su ordenador?

– Eso es lo que parece, desde luego. Si no, no veo por qué habría archivado esta foto en el expediente de Sam Gleig. -Se encogió de hombros-. Como mínimo, esta foto demuestra que hubo una persona no autorizada en la Parrilla, ¿verdad? Hasta viene la hora: la 1,05.

– ¿Eso que lleva en la mano no es una botella de whisky? -dijo Mitch-. Parece que estaban de juerga.

– Pero ¿por qué tomó esta fotografía y no la del momento del asesinato? -quiso saber Curtis.

– Porque dentro de los ascensores no hay cámaras -explicó Mitch.

Beech lo confirmó con un movimiento de cabeza.

– Esta foto relaciona al chino con el crimen. No cabe duda.

– Déjeme a mí juzgar eso, por favor -repuso Curtis.

– Quizá debiera haberlo mencionado antes -intervino Mitch-, pero han ocurrido algunos incidentes con esos chicos.

Le contó a Curtis lo de la naranja y la manivela arrojadas contra su coche.

– ¿Ha presentado denuncia?

– No, no lo he hecho -confesó Mitch, sacando la cartera-. Pero guardo el comprobante del recambio del parabrisas.

Curtis echó una ojeada al recibo.

– ¿Cómo sabe que fue uno de ellos?

– ¿La segunda vez? Estaba en un restaurante chino, a unas manzanas de aquí. Debieron reconocerme.

– ¿Tiene todavía la manivela?

– Sí, en efecto, la tengo. En el maletero del coche. ¿Quiere que vaya por ella?

– No. Prefiero mandar a recogerla a alguien del laboratorio. Por si hay alguna huella. -Curtis dobló la fotografía y estaba a punto de guardársela en el bolsillo interior de la chaqueta cuando se le ocurrió una idea-. Hay cámaras montadas en la fachada del edificio, ¿verdad?

– Varias -confirmó Mitch.

– ¿Puede sacar un primer plano de esos chicos, ahora mismo?

– Nada más fácil -dijo Beech.

Volvieron a la sala de informática. Beech se sentó y tocó con el dedo el icono de una cámara de vídeo al final de la pantalla.

En cuestión de segundos la cámara hizo un barrido por las caras de una docena de chinos.

– No entiendo por qué insisten tanto -comentó Beech.

– Estamos en un país libre -le recordó Curtis-, aunque aquí dentro no se note.

Beech lanzó al policía una mirada perpleja, como preguntándose por qué alguien tan tolerante como él trabajaba en la policía de Los Ángeles.

– Ese de ahí -señaló Mitch-. El del megáfono. ¿No es el mismo de la fotografía?

Curtis comparó la imagen de la impresión del ordenador con la del joven chino que aparecía en pantalla.

– Sí. Es él, justamente.

– Qué raro que haya vuelto, ¿no? -dijo Mitch-. Suponiendo que tuviera algo que ver con el crimen.

– No tanto como parece -repuso Curtis-. Y, además, todavía no es más que una mera suposición.

– ¿Qué va a hacer?

– Hablar con él. A ver qué dice. ¿Quién sabe? A lo mejor canta de plano.

El policía que vigilaba la manifestación ya parecía cansado, pese a que sólo eran las once de la mañana. Curtis le mostró su identificación y luego, cogiéndolo del brazo, lo llevó unos metros más allá.

– ¿Se ha enterado de lo que ha ocurrido ahí dentro?

– ¿Que le han machacado la cabeza a un tío? Me lo han dicho.

– ¿Cuánto tiempo lleva aquí de servicio?

– Un par de semanas, a ratos. En turnos de cuatro horas. -Se encogió de hombros-. No es tan malo. No me dan mucho trabajo. He charlado con algunos. La mayoría son decentes.

– ¿Diría que se les podría relacionar con un homicidio?

El agente sonrió y sacudió la cabeza.

– No. Son hijos de papá, que estudian aquí pero tienen casa en Hong Kong o sitios así. Pondrían pies en polvorosa antes de meterse en un lío de verdad.

Curtis se acercó a los manifestantes.

– ¿Quién es el responsable?

Tras la cinta policial, el pequeño grupo de manifestantes chinos permaneció tranquilo, pero Curtis observó que las miradas se movían de su identificación al hombre con el megáfono. Se fijó en las consignas que llevaban escritas en las pancartas: RECORDAD LA PLAZA DE TIANANMEN. LA YU CORP APOYA LOS CRÍMENES DE ESTADO. LA YU CORP SE APROVECHA DE LA ESCLAVITUD. VIOLACIÓN DE DERECHOS YU-MANOS.

– Vamos -insistió-. Tiene que haber alguno.

– Bueno -dijo el del megáfono-. Supongo que se me podría considerar como una especie de responsable.

– Soy el inspector de primera clase Curtis, de la Brigada de Investigación Criminal de la Policía de Los Angeles. ¿Puedo hablar un momento con usted? Apartémonos del sol, hace calor -dijo y, señalando al otro lado de la plaza hacia la esquina de Hope Street, añadió-: Es sobre un incidente que ha ocurrido anoche en el edificio de la Yu Corporation.

– ¿Otro? -repuso Chen Peng Fei con una tenue sonrisa.

– Se ha cometido un asesinato.

– ¡Qué lástima! Ningún subalterno, espero.

– ¿Lo aprueba?

– Si se tratase de Yu sería una buena noticia. Ese tío es un gángster.

– Querría saber a qué hora se marcharon de la plaza usted y su gente, ayer. A lo mejor vieron algo anormal.

– Sobre las cinco. Como siempre.

– Lo siento, usted es…

– Me llamo Cheng Peng Fei.

– ¿De dónde es usted, muchacho?

– De Hong Kong. Tengo visado y estudio en la universidad.

– ¿Y sus amigos? ¿Son estudiantes en su mayoría?

– Casi todos, sí.

– ¿Se ha cruzado alguna vez con el guarda de seguridad del edificio Yu? Un tipo corpulento. Negro.

– ¿Es el muerto?

– Sí, es él.

Cheng Peng Fei sacudió la cabeza.

– Lo hemos visto. Eso es todo. También hay otro vigilante, ¿verdad? Un blanco con cara de pocos amigos. A ése lo hemos visto más.

– ¿Han entrado alguna vez en el edificio?

– Lo hemos pensado, pero probablemente nos habrían detenido. Así que nos quedamos junto a la fuente, repartiendo octavillas y esas cosas.

– En mis tiempos era distinto -comentó Curtis cuando se acercaban a la esquina de Fifth Street.

Un vagabundo que empujaba un carrito de supermercado se detuvo un momento a recoger una colilla de la acera antes de continuar en dirección a Wilshire. Un negro alto que venía en la otra dirección, con unas sucias Nike Air Jordan, chándal y gorra de béisbol, se vio obligado a sortear el carrito y se paró a insultar al vagabundo antes de seguir su camino.

– Cuando yo era joven, una manifestación era una manifestación.

– ¿Por qué se manifestaba?

– En aquella época sólo había una cosa por la que la gente se manifestaba: Vietnam.

– Mejor que ir para allá, supongo.

– Ah, pero yo fui. Fue al volver cuando protesté. ¿Por qué se meten exactamente con la Yu Corp?

Cheng Peng Fei le tendió una octavilla.

– Tenga, esto se lo explicará todo.

Curtis se detuvo, echó una ojeada a la octavilla y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Luego señaló con la cabeza a un cartel publicitario pegado en la parada del autobús. El cartel mostraba un apretón de manos entre dos brazos sin cuerpo, uno de ellos con el uniforme de la policía de Los Ángeles. El texto decía:


Juntos

LA POLICÍA DE LOS ÁNGELES

Y USTED

PUEDEN SER

UN ARMA MORTAL

contra

LA DELINCUENCIA


Cheng Peng Fei era lo bastante listo para entender lo que sugería Curtis. Alzó los hombros y meneó la cabeza.

– De verdad, inspector, si supiera algo se lo diría, pero no puedo ayudarle.

El policía le sacaba la cabeza y, con sus cien kilos, pesaba casi el doble que él. Curtis se le plantó enfrente, tan cerca que podría haberle besado, y lo miró con una mezcla de recelo y desdén.

– Pero ¿qué hace? -protestó Cheng.

Intentó apartarse, pero se vio atrapado contra la pared en la esquina de Fifth con Hope Street.

– Sólo trato de ver dentro de tu inescrutable cabecita -dijo Curtis, cogiéndolo firmemente de los hombros-. Para saber por qué me mientes.

– Pero ¿qué coño dice, hombre?

– ¿Estás completamente seguro de que nunca te has encontrado con Sam Gleig?

– Pues claro que estoy seguro. Ni había oído ese nombre hasta ahora.

Cheng empezó a maldecir al policía en chino.

– ¿Has oído hablar de Miranda, estudiantillo?

– ¿De Miranda quién?

– De Miranda contra el Estado de Arizona, ya sabes quién. Lo de la Quinta Enmienda. Instrucciones de que, entre otras cosas, debe informarse a las personas detenidas de que tienen derecho a guardar silencio antes del interrogatorio…

– ¿Me va a detener? ¿Por qué?

Curtis volvió a Cheng de espaldas y, con gesto hábil, le esposó una mano.

– …y que cualquier cosa que digas podrá utilizarse contra ti en el tribunal. Y que tienes derecho a un abogado.

– Pero ¿qué es esto? ¿Está loco?

– Ésos son tus derechos, aborto. Y ahora te diré lo que vamos a hacer. Voy a esposarte a esa farola y luego iré por mi coche y vendré a recogerte. Te llevaría conmigo, pero me figuro que tus amigos se enardecerían al verte detenido y estoy seguro de que no quieres armar alboroto. Por no hablar del bochorno que sufrirías. Así sólo pasarás vergüenza ante algún transeúnte desconocido.

Curtis pasó el delgado brazo de Cheng alrededor de la farola y cerró la otra esposa.

– ¡Está como una puta cabra!

– Además, mientras voy y vengo podrás pensar un poco en esa historia que me has contado. Tendrás tiempo de reflexionar. Y pensar en otra. -Curtis miró el reloj-. Volveré dentro de cinco minutos. Diez, como mucho. -Señaló hacia la Parrilla, que se erguía sobre ellos empequeñeciendo a los edificios que tenía alrededor-. Si te preguntan, te has parado a admirar la arquitectura.

– ¡Qué chorrada!

– En eso estamos de acuerdo, muchacho.

– La cinta está en marcha, Frank.

Cheng Peng Fei recorrió con la mirada la sala de vídeo de New Parker Center.

– ¿Qué cinta?

– Estamos grabando en vídeo este interrogatorio -dijo Curtis-. Para la posteridad. Aparte de para tu protección. ¿Es éste tu mejor perfil?

Coleman se sentó junto a Curtis y frente a Cheng Peng Fei a una mesa en la que sólo había un objeto: una manivela para desmontar ruedas metida en una bolsa de plástico. Cheng hacía como si no la viese.

– Así tu abogado no podrá alegar que te hemos hecho confesar sacudiéndote con esa manivela -intervino Coleman.

– ¿Qué tengo que confesar? No he hecho nada.

– Declara tu nombre y tu edad, por favor.

– Cheng Peng Fei. Veintidós años.

– ¿Deseas que esté presente un abogado?

– No. Como he dicho, no he hecho nada.

– Esta manivela es tuya, ¿verdad? -preguntó Coleman.

– ¿Sería usted capaz de reconocer la suya? -replicó Cheng, encogiéndose de hombros.

– La tuya no está en el maletero de tu coche -observó Coleman- Lo he comprobado. Esta herramienta fue arrojada contra el parabrisas del coche de Mitchell Bryan, un arquitecto que trabaja en el edificio de la Yu Corporation. Un Lexus color burdeos. Y tiene tus huellas.

– Bueno, si es mi manivela, las tendrá, ¿no? Tuve un pinchazo y cambié la rueda. Luego me fui y la dejé en la calle.

– El incidente con la manivela ocurrió en el aparcamiento del restaurante Mon Kee, en North Spring Street -dijo Coleman-. Sólo a unas manzanas de la Parrilla.

– Si usted lo dice.

– Al registrar tu apartamento, encontramos un recibo de Mastercard por una cena que te sirvieron allí la misma noche que rompieron el parabrisas de Bryan.

Chen Peng Fei permaneció un momento en silencio.

– De acuerdo. Rompí un parabrisas. Pero eso es todo. Sé lo que tratan de hacer. Pero aunque su premisa sea correcta y yo rompiera el parabrisas de alguien que trabaja en la Parrilla, de ello no se desprende que su conclusión de que yo haya matado a un empleado de ese edificio sea cierta en absoluto. Ni diez mil premisas semejantes bastarían para establecer esa conclusión.

– ¿Estudias Derecho, por casualidad? -preguntó Curtis.

– Empresariales.

– Pues tienes razón, desde luego -concedió Curtis-. Esa manivela no seía prueba suficiente, por sí sola. Claro que a nosotros nos facilitaría las cosas demostrar que tenías un motivo: tu fanática oposición a la Yu Corp y a sus empleados.

– Chorradas.

– ¿Dónde estuviste anoche, Cheng?

– Me quedé en casa leyendo un poco.

– ¿Qué leíste?

– Cultura de la organización y liderazgo, de Edgar H. Schein.

– ¡No me jodas!

– ¿Algún testigo?

– Estuve estudiando, no de juerga. Leyendo un libro.

– ¿Qué bebes cuando te vas de juerga? -inquirió Coleman.

– ¿A qué viene esa pregunta?

– ¿Cerveza?

– A veces, sí. Cerveza china. La cerveza americana no me gusta.

– ¿Whisky?

– Claro. ¿Y quién no?

– Yo. No lo puedo soportar -admitió Coleman.

– ¿Y qué prueba eso? Yo bebo whisky, usted no bebe whisky, él bebe whisky. Parece mi curso de inglés. ¿Probamos el pretérito indefinido?

– ¿Bebes mucho whisky?

– ¿Te has bebido alguna vez una botella con un amigo?

– No soy esa clase de bebedor.

– ¿Qué me dices de Sam Gleig? ¿Alguna vez te has bebido una botella con él?

– Da la impresión de que son ustedes quienes le han estado dando a la botella. Yo nunca le he pedido ni le he dado nada. Ni siquiera la hora. -Cheng suspiró y se inclinó sobre la mesa-. Oigan, reconozco haber roto el parabrisas. Lo siento mucho. Fue una estupidez. Había tomado unas copas. Pagaré los daños y perjuicios. Pero nunca he visto a ese tipo, tienen que creerme. Lamento que haya muerto, pero yo no tengo nada que ver con…

Curtis había desplegado una fotocopia en color de la fotografía generada por el ordenador y la colocó en la mesa, junto a la manivela. Cheng la miró fijamente.

– Muestro al sujeto una fotografía suya y de la víctima tomada en el vestíbulo del edificio Parrilla.

– ¿Qué coño es esto?

– ¿Niegas que seas tú?

– ¿Negarlo? Pues claro que lo niego. Esto debe ser un montaje. Una composición fotográfica. Oiga, ¿adónde quiere ir a parar?

– No quiero ir a parar a ningún sitio -replicó Curtis-. Sólo quiero averiguar la verdad. Así que, ¿por qué no lo admites, Cheng?

– Yo no admito nada. Eso es mentira.

– Entraste en la Parrilla con una botella de whisky para Sam Gleig. Supongo que ya os conocíais de antes. Os traíais algo entre manos. ¿Qué era? ¿Droga? ¿Un poco de heroína china, traída de casa?

– ¡Qué chorrada!

– O a lo mejor querías un favor. Que hiciera la vista gorda cuando pasaras a librarte de otra manivela. A romper algo. Pagándole por la molestia, naturalmente. Y quizá ibas a golpear a Sam para que todo resultase más convincente. Sólo que le diste demasiado fuerte. Luego te entró el pánico y te largaste enseguida. ¿No es eso lo que pasó?

Cheng negaba con la cabeza. Estaba al borde de las lágrimas.

– Alguien está tratando de incriminarme -aseguró.

– No eres tan importante, chinito -dijo Coleman, con una risita de desprecio-. ¿Quién querría incriminarte?

– ¿No está claro? Pues la Yu Corporation, ¿no? Son muy capaces, créame. Librándose de mí, a lo mejor se libraban de las protestas. Son mala publicidad para ellos.

– Y supongo que un asesinato en el edificio de sus oficinas es buena publicidad, ¿no? -dijo Curtis-. Además, tú y tus amigos ya no sois noticia. Deberás encontrar algo mejor, estudiantillo.

– Vamos, Cheng -terció Nathan Coleman-. Confiésalo. Fuiste tú quien le abrió la cabeza. No creemos que lo hicieras a propósito. No eres de ésos. Fue un accidente. Hablaremos con el fiscal y haremos que reduzcan la acusación a homicidio en segundo grado. Tu papá pagará un buen abogado, quien alegará ante el tribunal que estudiabas demasiado, y probablemente te caerán de dos a cinco años como máximo. A lo mejor te trasladan a una cárcel privada y terminas los estudios antes de que te deporten a casa.

Cheng Peng Fei examinó atentamente la fotografía y negó con la cabeza.

– No puede ser, estoy soñando -dijo, y luego añadió-: Quizá sea mejor que llame a un abogado, después de todo.

Los dos inspectores suspendieron el interrogatorio y salieron al pasillo lleno de gente que había frente a la puerta de la sala de vídeo.

– ¿Qué te parece, Frank? ¿Tenemos al culpable?

– No sé, Nat. Pensé que se desmoronaría al ver la foto. -Curtis se estiró con aire de cansancio y consultó su reloj-. Será mejor que la examinen en el laboratorio.

– ¿Crees que puede ser un montaje?

– Ese cabroncete va de farol, estoy seguro. Pero no se pierde nada comprobándolo antes de ir al fiscal. Además, tengo que recoger los resultados de la autopsia preliminar.

– ¿Quieres que le siga trabajando?

Curtis asintió.

– Dale un café y procura tranquilizarlo un poco. Luego le sueltas un izquierdazo.

Curtis dio un puñetazo de broma con la izquierda.

– ¿Y qué pasa con lo del abogado?

– Ya le has oído renunciar a ese derecho, ¿no? No es un chico de la calle, Nat. Ese tío es un universitario. A nadie se le ocurrirá decir que no entendió su Miranda.

El laboratorio de la División de Investigación Científica estaba en el sótano de New Parker Center. Curtis encontró a Charlie Seidler y Janet Bragg en la cafetería, sacando un café de la máquina.

– ¿Quieres uno, Frank? -preguntó Bragg.

– Gracias. Leche. Dos terrones.

– Es muy goloso -observó Seidler mientras Bragg pulsaba los botones de la máquina-. A ciertas edades se debería tener más cuidado con lo que se come y se bebe.

– Ah, muchas gracias, Charlie. Tú sí que estás en esa edad. Además, necesito energía.

Se dirigieron al laboratorio.

– Bueno, Frank, los especialistas han registrado de arriba abajo el piso de tu sospechoso -informó Seidler-. No han encontrado nada. Nada en absoluto. Ni siquiera una botella de whisky.

Curtis dejó escapar un profundo suspiro y luego miró a la doctora Bragg. Ella le dio una carpeta que contenía tres hojas de papel y unas fotografías.

– Fue golpeado, y con mucha violencia, por un individuo muy fuerte -dijo, sin consultar sus notas-. El impacto causó fractura y aplastamiento del cráneo y le rompió el cuello, por si fuera poco. Incluso le partió un diente. No puedo darte una idea concreta sobre el tipo de arma utilizada, aparte de que no era un bastón, ni un bate de béisbol, ni nada cilindrico. Algo liso, más bien. Como si le hubieran dejado caer un objeto sobre la cabeza. O sacudido con un trozo de acera. Y hay otra cosa. He echado un vistazo al pasaporte de tu sospechoso. Mide uno setenta de estatura y pesa alrededor de cincuenta y ocho kilos. A menos que Gleig estuviese arrodillado en el ascensor, no pudo haberle golpeado. Salvo que estuviese subido en una caja. Como Alan Ladd.

Bragg observó la decepción que se dibujó en el rostro de Curtis.

– Si está implicado, debe tener un cómplice. Más alto y más fuerte. De tu talla, quizá. Uno que tome el café con leche y dos terrones.

Curtis les mostró la fotografía.

– Entonces, ¿por qué tengo una foto con un solo sospechoso?

– Quien investiga eres tú, Frank -dijo Bragg.

– El sospechoso afirma que es un montaje, Charlie.

– ¿Esto lo ha hecho un ordenador? -preguntó Seidler.

Curtis asintió con la cabeza.

– Me temo que no es mi especialidad -dijo Seidler, alzando los hombros-. Pero puedo probar con alguien. -Cogió el teléfono y marcó un número-. ¿Bill? Soy yo, Charlie. Escucha, estoy en el laboratorio con uno de la Criminal. ¿Podrías venir un momento a darnos tu opinión sobre una cosa? Muchas gracias.

Seidler colgó el teléfono.

– Bill Durham. Nuestro experto fotográfico.

Un hombrecillo de barba negra entró apresuradamente. Seidler hizo las presentaciones y luego Curtis le mostró la fotografía.

Durham sacó una lupa del bolsillo de su bata blanca y examinó atentamente la imagen.

– Una fotografía convencional es fácil de analizar -explicó-. Y fácil de autentificar. Se tiene la película revelada, los negativos, los positivos, cosas palpables. Pero con algo generado por ordenador…, bueno, es otra historia. Nos las tenemos que ver con imágenes digitales. -Alzó la vista y concluyó-: No sabría decir si esto es un montaje o no.

– Pero ¿es posible? -preguntó Curtis.

– Ah, claro que es posible. Se toman como base dos imágenes digitalizadas…

– Un momento, un momento -protestó Curtis.

– Son números. Un ordenador puede almacenar cualquier cosa en forma de números binarios. Hay una imagen del negro y otra del chino, ¿no? Se separa la silueta del chino del fondo en el que se encuentra y luego se superpone en la fotografía donde está el otro. Después se tapan ambas figuras para unificar el fondo sin alterarlas. Con un poco de habilidad, se modifican las sombras para darles coherencia y quizá se añadan varios píxeles al azar para degradar un poco la imagen del negro y hacer que la granulación se asemeje a la de la otra fotografía. Eso se almacena en el disco, en banda magnética o lo que sea, el tiempo que haga falta. Para imprimirlo cuando se quiera.

Curtis hizo una mueca.

Durham sonrió. Notando la tecnofobia del policía, añadió para rematar la faena:

– El caso es, inspector Curtis, que nos acercamos rápidamente a una época en que ya no será posible considerar una fotografía como prueba concluyente de algo.

– Como si el trabajo ya no fuese lo bastante duro -gruñó Curtis-. ¡Válgame Dios, vaya mundo de los cojones que nos estamos preparando!

Durham se encogió de hombros y miró a Seidler.

– ¿Eso es todo?

– ¿Frank?

– Sí, muchas gracias.

Cuando Durham se hubo marchado, Curtis volvió al informe de la autopsia y repasó las fotos del cadáver de Sam Gleig.

– ¿Dijiste como si alguien le hubiera dejado caer un objeto sobre la cabeza, Janet?

La doctora Bragg asintió.

– ¿Como qué?

– Un frigorífico. Un aparato de televisión. Un trozo de acera. Cualquier cosa plana, como te he dicho.

– Bueno, eso reduce mucho las posibilidades.

– Por otro lado -suspiró la doctora-, bueno, no es más que una idea, Frank, pero podrías comprobar si ese ascensor funciona como es debido.


Libro cuarto

Juntos debemos estudiar, concebir y crear el nuevo edificio del futuro, que fundirá todas las artes en una sola creación integrada; la arquitectura, la pintura y la escultura, surgidas de las manos de un millón de artesanos, se elevarán al cielo como un símbolo cristalino de la nueva fe del futuro.

Walter Gropius


Para un arquitecto sólo había un sitio donde vivir en Los Ángeles, y era Pacific Palisades. No tanto por el carácter selecto del barrio como por el hecho de que allí se encontraban muchos de los más famosos ejemplos de la arquitectura moderna de la ciudad. En su mayor parte eran construcciones cuadradas de acero, con colores a lo Mondrian y mucho vidrio, semejantes a casas de té japonesas o a chalés para obreros alemanes. A Mitch no le gustaba ninguna, aunque, como arquitecto, comprendía por qué eran importantes: habían influido en la forma de construir casas a lo largo y lo ancho de Estados Unidos. Era agradable verlas en los libros, pero vivir realmente en ellas era otra historia. Y, desde luego, no era casualidad que la Ennis House de Frank Lloyd Wright, en Griffith Park, se encontrase prácticamente en ruinas. La única casa de la zona en que hubiese podido vivir era la de Pierre Koenig en Hollywood Hills, aunque esa preferencia se debía más a la espectacular vista que a los méritos arquitectónicos de la construcción. En conjunto prefería las casas casi rurales que caracterizaban la parte de Palisades conocida como Rustic Canyon, con sus cabañas de troncos, picaderos y bellos jardines.

No es que Rustic Canyon careciese de ejemplos de arquitectura moderna. En una de las pendientes más elevadas del Canyon se erguía la que Mitch consideraba como una de las más bellas residencias privadas construidas por Ray Richardson: la suya.

Mitch torció por una curva bordeada por una valla de cemento color miel y cortada por una pasarela que, saltando un arroyo, conducía a la puerta principal, frente al lejano océano.

Un hombre y una mujer, que Mitch reconoció vagamente como estrellas de la música pop inglesa, bajaron a caballo por el sendero y le dieron los buenos días. Ésa era otra de las razones por las que a Mitch le gustaba el Canyon. Allá arriba, la riqueza era más afable, sin duda indiferente a la obsesión por la arquitectura estilo búnker que caracterizaba al resto de Los Ángeles. No se veía ni una cámara de seguridad ni un alambre de espino. Allá arriba, para protegerse de la presunta amenaza de los desclasados, la gente contaba con la altura de los cerros, la lejanía del centro y las discretas patrullas armadas.

Mitch cruzó la pasarela. No le entusiasmaba renunciar a su descanso dominical y pasarse la mañana hablando de trabajo, aunque significara una rara invitación a almorzar en casa de Richardson. Ray le había dicho que sólo era para distraerse y pasar un rato tranquilos, pero Mitch no se lo tragaba. Ray Richardson únicamente estaba tranquilo cuando dormía, cosa que parecía necesitar muy poco.

La invitación también incluía a Alison, pero la antipatía que ella sentía por Richardson era tan aguda que ni siquiera soportaba estar en la misma habitación que él. Al menos, pensaba Mitch, no tendría que pasarse la tarde del domingo mintiéndole sobre dónde había estado por la mañana.

Llamó y corrió el panel de vidrio sin marco.

Encontró a Ray Richardson en su estudio, arrodillado en el suelo de pizarra azul, examinando los dibujos de otro proyecto -un helipuerto en pleno centro de Londres- que aún estaban saliendo de la impresora láser de gran tamaño, y dictando notas a Shannon, su secretaria de ojos verdes.

– ¡Mitch! -le saludó animadamente-. ¿Por qué no subes al salón? Yo iré enseguida. La oficina de Londres me ha enviado por correo electrónico estos dibujos y debo echarles una mirada antes de su reunión de mañana por la mañana. ¿Quieres una copa, colega? Rosa te la traerá.

Rosa era la criada salvadoreña de Richardson. Mitch se la encontró camino del salón, una mujer menuda y delgada con uniforme de color rosa. Pensó en un zumo de naranja, pero luego recordó la tarde que le esperaba en casa.

– Rosa, ¿podría traerme una jarra de margarita bien fría?

– Sí, señor, ahora mismo.

En el salón buscó un sitio donde sentarse. Había seis sillas blancas de respaldo recto agrupadas en torno a una mesa de comedor. Una poltrona de cuero y acero inoxidable y, en dos lados de una mesa de cristal cuadrada, dos pares de sillas Barcelona, como doble homenaje al gran Mies van der Rohe. Mitch probó una de ellas e inmediatamente recordó por qué se había deshecho de la suya.

De la mesa de cristal cogió un ejemplar de LA Living y se cambió a la poltrona. Era un número del que le habían hablado pero que no había visto aún: el que mostraba a Joan Richardson desnuda en un sofá diseñado por ella misma, tumbada como una grande odalisque -sobre todo grande, pensó-; el número que había motivado su querella contra los editores por no haber retocado los amplios rizos de vello púbico que se distinguían claramente en la base de sus gordas nalgas de Madre Tierra.

Con los delicados piececitos, las piernas ensanchadas en sus caderas de percherona, el breve círculo de su cintura que se agrandaba en el espectacular delta de los pechos y unos hombros gigantescos, Joan Richardson se parecía mucho a la estatua de bronce de Fernando Botero instalada frente a la Parrilla. La revista Los Angeles había llamado a la gorda dama de bronce «Venus de los cuartos traseros». Pero en la oficina la llamaban J. R.

Rosa volvió con la jarra de margarita y la dejó en la mesa junto con un vaso. Mitch bebió despacio, a pequeños sorbos, pero al cabo de una hora, cuando Richardson terminó con lo que estaba haciendo, la jarra estaba vacía. Mitch observó que Richardson se había cambiado de ropa y ahora llevaba pantalones y botas de montar. Se parecía a un director tiránico de la época del cine mudo: D. W. Griffith, o Eric von Stroheim. Lo único que le faltaba era el megáfono.

– Vale, Mitch -dijo, frotándose las manos-. Vamos a almorzar. ¡Rosa! -Le rodeó familiarmente los hombros con el brazo-. Bueno, ¿cómo estás, colega?

– Muy bien -contestó Mitch con una tenue sonrisa, aunque estaba enfadado por haber esperado tanto-. ¿Has estado montando a caballo?

– Ah, ¿te refieres a este atuendo? No, es que juego al polo a las doce.

Mitch miró su reloj.

– Son las once y cuarto, Ray -dijo en un tono que no disimulaba la reprobación.

– ¡Joder! Esos dibujos me han entretenido más de lo que pensaba. Bueno, aún podemos pasar media hora juntos, ¿verdad? Es que ya no hablamos, ¿sabes? Deberíamos reunirnos más a menudo. Y ahora que el edificio Yu está casi terminado, lo haremos. Seguro. Tenemos por delante nuestras más grandes realizaciones, estoy convencido.

– Me gustaría dedicarme a proyectar -repuso Mitch-. Quizá esa fábrica que la Yu quiere construir en Austin.

– Pues claro, Mitch, no faltaba más. -Richardson se sentó en una de las sillas Barcelona-. Pero, mira, todo el mundo es capaz de proyectar. Y para un buen coordinador técnico se necesita un arquitecto especial. Que plasme esos abstrusos conceptos arquitectónicos en instrucciones prácticas para los pobres gilipollas que van a construirlos. ¿Te acuerdas del tejado que proyectó el idiota de Grabel? Menuda mierda. Y tú lo arreglaste, Mitch. A Grabel le pareció el mismo tejado que antes. No entendía que el proyecto original era imposible de realizar. Fuiste tú, Mitch, quien se ocupó de ello, quien examinó las diversas variantes y encontró la mejor solución para llevarlo a cabo. La mayoría de los proyectistas no hacen más que masturbarse. Sé de lo que hablo. Proyectan algo porque les parece bonito, pero tú, Mitch, coges algo bonito y le das un aspecto real. Estás aburrido. Sé que te aburres desde hace algún tiempo. Siempre pasa lo mismo al final de un trabajo. Pero será distinto cuando empieces algo nuevo. Y no olvides que en este trabajo recibirás una parte sustancial de los beneficios. No te olvides de eso, Mitch. Después de declarar a Hacienda te quedará un buen cheque.

Llegó Rosa con una bandeja. Mitch se sirvió zumo de naranja y kedgeree, * y empezó a comer. Se preguntó si no sería aquel discursito de ánimo el verdadero motivo de la invitación. Desde luego estaba claro que Richardson no podía perder otro socio importante de la empresa a continuación de Allen Grabel. Y Ray tenía razón al menos en una cosa: era difícil encontrar buenos coordinadores técnicos como Mitch.

– ¿Cuándo es la inspección para la entrega de llaves? -preguntó Richardson, sirviéndose él también un vaso de zumo de naranja.

– Del martes en ocho días.

– Hmm. Lo que yo pensaba. -Richardson levantó el vaso y añadió-: Salud.

Mitch bebió el suyo de un trago.

– Dime una cosa, Mitch. ¿Sigues viendo a Jenny Bao?

– Sería difícil no verla. Es la asesora de feng shui del proyecto Yu.

Richardson le dirigió una desagradable sonrisa.

– Venga, Mitch, ya sabes a lo que me refiero. Te la estás follando. ¿Y por qué no, coño? A mí me parece que eres un tío con suerte. Es una chica preciosa. No me importaría tirármela. Siempre me ha apetecido una china, pero nunca me he jodido a ninguna. ¿Crees que va para largo?

Mitch permaneció un momento en silencio. Parecía inútil negarlo, así que dijo:

– Espero que sí.

– Bien, bien. -Richardson sacudió la cabeza-. ¿Lo sabe Alison?

– ¿A qué viene ese súbito interés?

– Somos amigos, ¿no? -sonrió Richardson-. ¿Es que no te puedo hacer una pregunta de amigo?

– ¿Es una pregunta de amigo? Y a propósito, Ray, ¿cómo te has enterado?

– Lo sé desde que te la llevaste a la fábrica de mármol de Vicenza. -Se encogió de hombros-. Un cliente alemán estaba en vuestro hotel.

Mitch alzó las manos.

– De acuerdo, de acuerdo. -Cogió un poco de kedgeree con el tenedor y se lo llevó a la boca. Se le había quitado el apetito, ahora que se había descubierto su secreto. Seguidamente observó-: Pero tú no comes.

Richardson miró de nuevo su reloj.

– No quiero perderme el partido. Además, no tengo mucha hambre. En todo caso, Mitch, las sabes elegir. Te lo reconozco, colega. Aunque nunca habría pensado que te diera por eso.

De pronto, Mitch se odió a sí mismo tanto como a Ray Richardson.

– Ni yo tampoco -repuso en tono sombrío.

– Oye, Mitch, quiero que pidas un pequeño favor a Jenny.

– Eso significa que es grande. ¿De qué se trata?

– Quiero que la convenzas de que firme el feng shui antes de que procedamos a las transformaciones.

– ¿Por qué?

– Te lo voy a explicar. El señor Yu quiere hacer la inspección personalmente, por eso. Y se sentirá mucho más satisfecho recorriendo el edificio si sabe que tu jodida amiguita ha dado el visto bueno. ¿Vale? Será menos probable que encuentre defectos. Si hubiera tiempo para hacer los jodidos cambios antes de que él viniera, los haríamos, pero no lo hay. Así de simple. Mira, Mitch, sólo será por un día. Después podrá romper el certificado y hacer nuevas objeciones si le da la gana. Pero en cuanto Yu haya dado su aprobación, podremos largarle la factura. Hemos tenido muchos gastos estos meses, con lo de la oficina de Alemania y todo eso.

– Lo comprendo. Pero no estoy seguro de que acepte. Sé que es algo difícil de entender para una persona como tú, pero Jenny tiene principios.

– Prométele una semana en Venecia. Contigo. En el hotel que prefieras. En el Cipriani, si quieres. Yo pago.

– Haré lo que pueda -dijo Mitch en tono cansado-, pero no le gustará. No es una adivinadora de feria, Ray. No se trata de untarle la mano lo suficiente. Jenny cree en lo que hace. Y recuerda que han muerto dos personas en el edificio. Desde luego, ella no lo ha olvidado.

– Pero intentarás convencerla.

– Sí. De acuerdo, sí, lo intentaré. Pero no va a ser fácil. Y quiero que me des tu palabra, Ray, de que si no firma el certificado no la joderás. Y que haremos las transformaciones que hagan falta.

Richardson se encogió de hombros.

– Claro. ¿Por qué no? Y lo de joderla es cosa tuya, colega.

– Espero que lo que falle sea sólo el feng shui.

– ¿Qué coño significa eso? Tranquilo, ¿quieres? Todo irá bien, estoy seguro. Este trabajo me da buena espina. La buena suerte es una simple cuestión de trabajar mucho y estar preparado. Mi inspección previa a la entrega es el viernes, ¿no? Con todo el equipo de proyecto en la obra. El edificio en acción, por decirlo así, una demostración real. Apretar algunos botones.

Mitch decidió pulsar otro botón.

– Ese poli quiere que revise los ascensores -soltó de pronto-. Dice que es posible que tengan algo que ver con la muerte de Sam Gleig.

Richardson frunció el ceño.

– ¿Quién coño es Sam Gleig?

– ¡Venga, Ray! El guarda jurado. El que mataron.

– Pero creía que ya habían detenido al culpable. Uno de esos manifestantes de los cojones.

– Sí, pero lo volvieron a soltar.

– Esos ascensores no tienen nada malo. Son los más perfectos de California.

– Eso mismo le dije al poli. Que funcionan muy bien. Pero quiere que vengan los de Otis a echarles un vistazo.

– ¿Y dónde está ahora ese tío? El que detuvieron.

– En libertad, supongo.

– ¿Libre para ponerse a la puerta de mi edificio y distribuir octavillas?

– Supongo que sí.

– ¡Inútiles cabrones! -Richardson cogió el teléfono y llamó a su secretaria- ¡Gilipollas de mierda…! Shannon, ponme con Morgan Phillips, ¿quieres? -Hizo una mueca y sacudió la cabeza-. ¿A su casa? Sí, ¿dónde, si no? Es domingo. -Colgó y asintió-. Arreglaré esto en cinco minutos.

– ¿Estás llamando al teniente de alcalde? ¿Un domingo? ¿Qué te propones, Ray?

– No te apures, seré de lo más diplomático.

Mitch enarcó una ceja.

– Tranquilo, Morgan es amigo mío. Jugamos juntos al tenis. Y me debe muchos favores, créeme… Voy a hacer que saquen a esos mamones de la plaza. Os los voy a quitar de encima. Iba a hacerlo de todos modos: lo que nos hace falta es que estén fuera cuando Yu venga a la inspección de entrega.

– ¿Por qué molestarse? -repuso Mitch, alzando los hombros-. Sólo son una pandilla de crios.

– ¿Por qué molestarse? ¡Por el amor de Dios, Mitch, uno de ellos te rompió el parabrisas! ¡Te podría haber matado!

– En aquel momento yo no estaba dentro del coche, Ray.

– Eso es lo de menos. Además, uno de ellos es sospechoso en una investigación de asesinato. Una vez que vean que los putos ascensores marchan perfectamente, los polis tendrán que volver a detenerlo. Puedes estar seguro.

– ¿Alison? Soy Allen.

Alison Bryan emitió un suspiro de impaciencia.

– ¿Qué Allen?

– Allen Grabel.

Alison dio un buen mordisco a la manzana que tenía en la mano y dijo:

– Bueno, ¿y qué?

– Trabajo con Mitch. Donde Richardson.

– Ah -repuso Alison, en tono aún más frío-. Pues me alegro por usted. ¿Qué desea?

– ¿Está Mitch?

– No -contestó ella secamente.

– ¿Sabe dónde está?

– Pues claro que sé dónde está. ¿Qué se cree, que no sé dónde está mi marido? ¿Qué clase de esposa piensa que soy?

– No, no me refería a eso… Mire, Alison, necesito ponerme en contacto con él. Es muy urgente, de verdad.

– Pues claro. Siempre es muy urgente con ustedes. Está en casa de Richardson. Parece que tienen que hablar de trabajo. Como si no se vieran lo suficiente durante la semana. Puede llamarle allí, supongo. ¿Quién sabe? A lo mejor los pilla juntos en la cama.

– No. No, prefiero no llamarle allí. Oiga, ¿podría decirle que me llame? ¿En cuanto llegue a casa?

– ¿Tiene algo que ver con ese edificio estúpido de la Parrilla?

Alison tenía la costumbre de llamar estúpidos a los edificios inteligentes, sólo para molestar a Mitch.

– En cierto modo, sí.

– Hoy es domingo. Día de descanso, por si lo ha olvidado. ¿No puede esperar a mañana?

– Lo siento, pero no. Y preferiría no llamarle al estudio. Sería mejor que me llamara él. Dígale… Dígale…

– ¿Que le diga qué? ¿Que le quiere? -Se rió de su propia broma- ¿Que se marcha en un avión de reacción? ¿Qué?

Grabel respiró hondo.

– Oiga, no deje de darle el recado, por favor. ¿De acuerdo?

– No faltaba más.

Pero Grabel ya había colgado.

– ¡Gilipollas! -dijo Alison, dando otro mordisco a la manzana. Cogió un bolígrafo y lo mantuvo unos momentos sobre un cuaderno. Luego lo pensó mejor. Ya era bastante lamentable que Mitch trabajase en domingo. Hablaba con sus colegas todos los días en el estudio. Dejó el bolígrafo a un lado.

Mitch tardó dos días en atreverse a plantear a Jenny Bao su penosa misión. No sería fácil convencerla de que se aviniese a los deseos de Richardson. Estaba seguro de que le quería, pero eso no significaba que la tuviese en el bolsillo. Salió temprano de casa, compró flores en una estación de servicio de la Freeway, y a las ocho y cuarto ya estaba a la puerta del chalé de madera gris. Se quedó diez minutos sentado en el coche, buscando justificaciones para lo que iba a hacer. Al fin y al cabo sólo se trataba de un certificado provisional. Sólo para unos días. No había nada malo en eso.

Era una bonita mañana y la casa de Jenny tenía un aspecto limpio y bien cuidado. Dos naranjos en macetas de barro flanqueaban los escalones de la puerta de caoba. Mitch se preguntó si otra asesora de feng shui habría previsto buenos auspicios para su misión matinal.

Bajó del coche, llamó al timbre y encontró a Jenny ya vestida, con camiseta y pantalones. Se alegró de verle, pero él notó su recelo por las flores. Nunca le llevaba flores.

– ¿Te apetece un té? -le dijo-. ¿Otra cosa?

Normalmente, el «otra cosa» los habría llevado a hacer el amor. Pero Mitch pensó que, dadas las circunstancias, irse a la cama no estaría bien. Aceptó el té y la vio prepararlo con su particular estilo chino. En cuanto tuvo en las manos la tacita de porcelana, fue derecho al grano, disculpándose por tener que pedírselo y reconociendo que la ponía en una situación difícil, pero recalcando el hecho de que la mentira sólo duraría dos o tres días como máximo. Jenny le escuchó hasta el final, llevándose la taza a los labios con ambas manos, casi ceremonialmente y, cuando hubo terminado, asintió con la cabeza sin decir palabra.

– ¿Eso es que sí? -preguntó Mitch, sorprendido.

– No -suspiró ella-. Aunque lo pensaré, por deferencia hacia ti.

Bueno, ya era algo, pensó él. Había esperado que le diera un no tajante. Jenny tardó dos o tres minutos en volver a hablar.

– El kanyu, o feng shui como lo conocéis vosotros, es un elemento religioso. Forma parte del Tao. El concepto fundamental del taoísmo es lo absoluto. Poseer la plenitud del Tao significa estar en armonía con la naturaleza original. Lo que me pides rompería esa armonía.

– Lo entiendo -dijo él-. Te estoy pidiendo mucho, lo sé.

– ¿Es verdaderamente tan importante esa inspección de entrega?

– Mucho.

Guardó silencio otro minuto. Luego le rodeó con los brazos.

– A primera vista me inclino a decirte que no, por las razones que te he mencionado. Pero como eres tú, y porque te quiero, no voy a decepcionarte. Dame veinticuatro horas. Entonces tendrás mi respuesta.

– Gracias -dijo Mitch-. Comprendo lo difícil que debe ser esto.

Jenny sonrió y le besó en la mejilla.

– No, Mitch, no creo que lo entiendas. Si lo entendieses, nunca me lo habrías pedido.

– Pero no irás a abandonar ahora -dijo el japonés-. Seguro que…

– Ya lo creo que voy a abandonar -afirmó Cheng Peng Fei.

– ¿Por qué? Ya estabas cogiendo la idea.

– Han tratado de colgarme el asesinato de un guarda jurado de la Yu Corp.

Se encontraban de nuevo en el restaurante Mon Kee de la North Spring Street, con el japonés atareado frente a una imponente comida y Cheng Peng Fei tratando de alargar una cerveza solitaria.

– ¿Colgarte un asesinato? -rió el japonés-. Ni que fueras James Cagney.

– Tuve suerte de librarme, créame. Pensé que la policía iba a inculparme. Y no estoy seguro de que hayan renunciado del todo. Tuve que entregarles el pasaporte.

– ¿Quién querría comprometerte, Cheng?

– No sé -dijo Cheng, encogiéndose de hombros-. Quizá alguien de la Yu Corporation. O usted, a lo mejor. Sí, puede que fuese usted.

– ¿Yo? -Al japonés pareció divertirle la idea-. ¿Por qué yo?

– A lo mejor fue usted quien mató al guarda jurado.

– Espero sinceramente que no presentaras a la policía esa teoría tuya.

– No le he mencionado para nada. ¿Cómo podría haberlo hecho? Ni siquiera sé su nombre. En eso ha tenido cuidado.

– A lo mejor llevas un micrófono para grabar nuestra conversación.

– A lo mejor -convino Cheng, aunque se abrió la camisa al mismo tiempo para mostrar que no llevaba nada pegado al pecho-. De todas formas, la manifestación se ha acabado. El Ayuntamiento llamó a Inmigración y nos han controlado a todos. Descubrieron que algunos no cumplían las normas del visado. Tenían que estudiar inglés, no trabajar en restaurantes.

El japonés meneó tristemente la cabeza.

– Es una pena -comentó-. Supongo que ahora tendré que intervenir personalmente. Me tocará marcar algunos tantos.

– ¿De qué modo?

– Pues no sé. Un pequeño sabotaje, quizá. No tienes idea de lo que soy capaz.

– En eso se equivoca. Le creo capaz casi de cualquier cosa.

El japonés se puso en pie.

– Sabes, Cheng, si estuviese en tu lugar me procuraría una buena coartada. -¿Para cuándo?

El japonés arrojó unos billetes sobre la mesa. -Para el tiempo que haga falta.

Allen Grabel llamó a Richardson y Asociados y pidió hablar con Mitch.

La telefonista se llamaba Dominique.

– ¿Quién llama, por favor?

Grabel tenía la impresión de que no le caía muy bien a Dominique, así que se limitó a darle su nombre de pila. Mitch probablemente conocería a dos o tres Allen. Esperó unos momentos. Luego Dominique le dijo:

– Lo siento, no contesta. ¿Quiere dejar algún recado?

– Dígale que me llame. -Grabel le dio su número. Era difícil que Dominique lo reconociese-. En cuanto llegue.

Grabel colgó y miró el reloj. Le quedaban quince minutos para la próxima copa.

¿Por qué no le había llamado Mitch? Sólo podía haber una razón: la bruja de su mujer no le había dado el recado. No era de extrañar que Mitch estuviese liado con aquella mujer con la que le vio salir de la Parrilla. Entonces se le ocurrió que allí era donde podría encontrarlo. Desde aquella noche no tenía las ideas claras. Pero Mitch lo entendería, él sabría qué hacer.

Descolgó el teléfono y marcó el número. En cuanto empezó a sonar, colgó. Con el sistema telefónico de la Parrilla nunca se sabía quién estaría escuchando. Volvió a mirar el reloj. Diez minutos todavía. Pero no podía volver allí, de ninguna manera. Tenía miedo, le asustaba lo que pudiera pasarle. ¿Y si todo eran imaginaciones suyas? ¿Qué le harían entonces? Eso era casi tan espantoso como la otra posibilidad.

Kay Killen se pasó la víspera de la inspección previa de Ray Richardson en la sala del consejo de administración de la planta veintiuno, comprobando en el ordenador los planos bidimensionales y los modelos tridimensionales de la Parrilla. También miró la grabación visual del proyecto en disco compacto, por si Richardson deseaba analizar en detalle cualquier parte del proceso o mostrar la evolución del proyecto. Incluso se las había arreglado para que transportasen la maqueta principal del edificio desde las oficinas de Richardson y Asociados de Sunset a la sala de juntas de la Parrilla, sin contar las réplicas de tamaño natural de determinados elementos utilizados en la construcción. Cuando Ray Richardson andaba de por medio, más valía estar preparado para cualquier eventualidad.

Ya era tarde cuando terminó, pero Mitch, Tony Levine, Helen Hussey y Aidan Kenny se quedaron dando los últimos retoques al programa de inspección. Se alegraba de salir del edificio. Aunque acostumbrada a trabajar hasta tarde en oficinas vacías, en la Parrilla había algo por la noche que no le gustaba nada. Siempre había sido sensible al ambiente, cosa que atribuía a su ascendencia celta y, a diferencia de los demás componentes del equipo de proyecto, estaba más que dispuesta a creer en el feng shui. Kay no veía nada malo en que se construyesen edificios en armonía con el entorno ni en que el hombre aprovechase las ventajas de la naturaleza. Que se respetase el espíritu de la tierra no era, en su opinión, más que otro tipo de ecologismo. En su fuero interno, estaba convencida de que el edificio mejoraría mucho cuando se realizasen plenamente las modificaciones solicitadas por la asesora de feng shui.

Cuando llegó al cavernoso garaje, el corazón le latía con fuerza y empezó a sentirse un poco mareada. Los espacios públicos, sobre todo de noche, la ponían nerviosa. Viviendo en Los Ángeles, se dijo, no era tan raro. Pero no se trataba de una simple paranoia urbana. Kay padecía de una forma benigna de agorafobia. Y saber que aquello solía pasarle a veces no le facilitaba las cosas. Ni el hecho de que su coche, un Audi nuevo, se negase a arrancar.

La cólera sustituyó al nerviosismo durante unos momentos cruciales. Kay soltó un taco y salió del coche para llamar a la AAA desde la oficina de seguridad de la planta superior. Tenía la sensación de que la observaban y, mientras atravesaba el garaje, se volvió bruscamente varias veces, con los tacones resonando en el suelo antideslizante como el tictac de un metrónomo. ¿Quién podía andar por allí abajo? Tras la muerte de Sam Gleig, era Abraham quien se ocupaba de la vigilancia nocturna. Aparte de sus compañeros de la planta veintiuno, no había nadie en el edificio. Kay sintió alivio al entrar de nuevo en el ascensor brillantemente iluminado que la conduciría a la planta baja.

Cuando se abrieron las puertas, la planta baja estaba en penumbra, y sólo podía orientarse con la luz del ascensor y la que se filtraba de los niveles superiores. Las luces de los pisos solían apagarse por la noche. Como los que se quedaban trabajando hasta muy tarde solían salir por el garaje, Abraham ahorraba energía. Pero sus cámaras y sensores infrarrojos debían notar su presencia y encender las luces.

Intentaba comprender por qué no había luz cuando las puertas del ascensor se cerraron a su espalda, dejándola casi a oscuras.

Kay contuvo el pánico. No es que necesitase mucha luz para orientarse en la Parrilla. Tenía una memoria casi fotográfica de los planos de cada planta del edificio. Para saber exactamente adónde se dirigía, sólo tenía que imaginarse sentada frente a la pantalla, utilizando el sistema de diseño asistido por computador y dirigiendo el ratón. Incluso antes de que se construyese, Kay sabía moverse por la Parrilla. Cuando finalmente acudió a la obra y recorrió la estructura terminada, experimentó una sensación de extraña familiaridad.

Pero cuando echó a andar hacia la oficina del guarda jurado, oyó una voz que le resultaba conocida.

– ¿En qué puedo servirla, señora?

Sintió que se le erizaban los cabellos.

– ¿Ocurre algo?

Sam Gleig estaba en su posición acostumbrada frente al mostrador, con su manaza sobre la pistola enfundada en la cadera. Y aunque estaba oscuro, Kay se dio cuenta de que le veía perfectamente, con todos los detalles, como bañado en su propio círculo de luz.

– ¿Saben ya lo que le pasó al señor Yojo?

– ¿Qué… qué quiere, Sam? -Kay empezó a retroceder hacia el ascensor-. ¿Quién es usted?

Sam soltó su carcajada lenta y sonora.

– No pretendo molestarla en absoluto -aseguró-. Bueno, ¿quién se queda trabajando esta noche?

– Está muerto, Sam -musitó ella.

– Sí, me da la impresión -repuso Sam-. ¡Pobrecillo! ¡Qué lástima! ¿Cuántos años tenía?

Kay sentía el ascensor a su espalda. Lo tocó con la mano, pero la cabina no llegaba.

– Por favor -dijo-. Márchese, se lo ruego.

Sam volvió a reírse y se examinó las impecables puntas de los zapatos.

– Hay que hacer algo para aliviar el aburrimiento de un trabajo como éste. ¿Sabe lo que quiero decir?

– No, no lo sé.

– Claro que lo sabe.

– ¿Es usted… es un fantasma?

– No sabía que existiera algo así. ¡Maldita sea! ¡Maldita sea, pues claro! ¡Pobrecillo! ¿Sabe una cosa? Éste es el trabajo más seguro que he tenido en mi vida.

Sam soltó otra carcajada y Kay Killen empezó a gritar.

En la sala del consejo de administración de la planta veintiuno, Mitch alzó la vista del ordenador y frunció el ceño.

– ¿Habéis oído algo? -preguntó.

Sus tres colegas se encogieron de hombros o negaron con la cabeza.

Mitch se puso en pie y abrió la puerta.

Esta vez lo oyeron todos.

– Kay -dijo Mitch.

El vestíbulo seguía resonando con sus gritos cuando ellos corrían hacia los ascensores. Por el camino, Mitch se asomó a la galería y gritó a la oscuridad de abajo:

– ¡Aguanta, Kay, ya vamos!

– ¡Santo Dios, y ahora qué? -exclamó Kenny, que entró en el ascensor después de Mitch.

Las puertas se cerraron y el ascensor empezó a bajar mientras Mitch golpeaba las paredes con impaciencia.

Cuando llegaron al atrio, Kay cayó de espaldas en el ascensor y se golpeó la cabeza contra el suelo.

Mitch y Helen se pusieron en cuclillas junto a ella, inquietos, mientras Kenny y Levine se lanzaban en persecución de su agresor. Todas las luces se habían encendido ya, y Kenny volvió enseguida, meneando la cabeza con aire perplejo.

– No he visto nada -anunció-. Ni puñetera cosa. ¿Kay está bien?

– Sólo se ha desmayado, no ha sido nada -contestó Helen.

– ¿Cómo que no ha sido nada? -repuso Levine-. ¡Joder, pensé que la estaban violando o matando!

Mitch apoyó a Kay contra su pecho mientras Helen la abanicaba para darle aire en la cara. Parpadeó y empezó a volver en sí.

– ¿Qué ha pasado, cariño? -le preguntó Kenny.

Volvió Levine, alzando los hombros.

– La puerta principal sigue cerrada -informó-. Y en la plaza no hay rastro de nadie.

– Todo va bien -dijo Mitch con voz suave, al ver que volvía a inquietarse-. Ya estás a salvo. -La ayudó entonces a inclinarse hacia delante y le colocó la cabeza entre las rodillas-. Tómatelo con calma. Te has desmayado, eso es todo.

– Sam -dijo ella con voz queda-. Era Sam.

– ¿Ha dicho Sam? -dijo Levine.

– ¿Sam Gleig? -preguntó Kenny.

Kay alzó la cabeza y abrió los ojos.

– Lo he visto -dijo con voz trémula y rompiendo a llorar.

Mitch le tendió su pañuelo. Kenny y Levine se miraron.

– ¿Quieres decir… un fantasma? -inquirió Kenny-. ¿Aquí? ¿En la Parrilla?

Kay se sonó la nariz y emitió un hondo suspiro.

– ¿Puedes levantarte? -le preguntó Mitch.

Ella asintió.

– Parece de locos, lo sé -dijo, mientras Mitch la ayudaba a ponerse en pie-. Pero estoy segura de lo que he visto.

Sorprendió la mirada que intercambiaron Kenny y Levine.

– Que no son imaginaciones mías, ¿eh? -insistió-. Estaba ahí. Incluso habló conmigo.

Mitch le entregó el bolso, que ella había dejado caer al suelo.

– No soy de las que se inventan algo así. Ni de las que se imaginan cosas.

Mitch se encogió de hombros.

– Nadie está diciendo eso, Kay. -La miró fijamente y añadió-: Si dices que lo has visto, es que lo has visto.

– Desde luego, no tienes aspecto de estar tomándonos el pelo -observó Levine.

– Tiene razón -terció Helen-. Estás pálida como la cera.

– ¿Qué te dijo? -preguntó Kenny-. ¿Qué aspecto tenía?

Kay sacudió la cabeza, con irritación.

– No, no es eso. Os estoy diciendo que no se parecía a nadie, era Sam Gleig. Escuchad lo que digo, ¿vale? Tenía el mismo aspecto de siempre. Y además, se reía. -Abrió la polvera y frunció el ceño-. Vaya, estoy hecha una pena. Dijo…, dijo que tenía la impresión de estar muerto y que era una lástima. Palabras textuales, lo juro por Dios.

– Volvamos arriba -dijo Mitch-. A ver si te repones antes de volver a casa.

– Creo que a todos nos vendría bien beber algo -sugirió Kenny.

Entraron en el ascensor y subieron a la planta veintiuno. Mientras Kay se arreglaba el maquillaje, Levine abrió el bar de la sala del consejo de administración y sirvió cuatro vasos pequeños de whisky.

– Yo creo en los fantasmas -declaró Aidan Kenny-. Mi madre vio uno, una vez. Y nunca la oí mentir en nada. Ni inventar historias.

– Pero desde entonces has oído mucho -observó Levine.

– Yo no miento -insistió Kay en tono firme-. Me dio un susto de muerte, y no me avergüenza confesarlo.

Terminó de aplicarse el lápiz de ojos y apuró el whisky antes de pintarse los labios.

– ¿Será de los cimientos? -aventuró Levine-. Me refiero a que tienen diez metros de profundidad, ¿no? ¿Lo habremos construido, ya sabéis, encima de algo?

– ¿De un cementerio indio o algo así, quieres decir? -repuso Kenny-. Venga, hombre.

– Éste era el antiguo emplazamiento del edificio de Abel Stearns -explicó Mitch-. Uno de esos aventureros del Norte que vino de San Francisco a fines del siglo pasado a comprar terrenos y construyó aquí. Cuando su empresa se vendió, en los años sesenta, los nuevos dueños demolieron el edificio y esto se convirtió en un solar hasta que apareció otro constructor. Pero luego quebró, y la Yu Corporation lo compró.

– Pero ¿y antes de Abel Stearns? -insistió Levine-. Quiero decir que toda esta zona era del Pueblo de Los Ángeles, ¿no? Mexicanos, indios aztecas. ¿Por qué no?

– Que no te oiga Joan pronunciar la palabra indio -dijo Kenny-. Esa mujer es el equivalente nativo americano del reverendo Al Sharpton.

– Los aztecas realizaban sacrificios humanos. Arrancaban el corazón de sus víctimas mientras estaban vivitas y coleando.

– Igual que Ray Richardson -opinó Kenny-. De todas formas, Tony, Sam era negro. O, mejor dicho, afroamericano. No era de esos aztecas de los cojones. Un gilipollas, quizá. ¡Qué clase de guarda jurado sería para dejarse asesinar y luego asustar así a una mujer indefensa, apareciéndosele como un fantasma!

– Escuchad -dijo Kay~. Quiero que me prometáis una cosa. Que no iréis por ahí contando a la gente lo que ha pasado esta noche. No quiero que esto se convierta en un tema de guasa en la oficina, ¿vale? ¿Me lo prometéis?

– Naturalmente -contestó Mitch.

– Pues claro -sonrió Helen.

Kenny y Levine se encogieron de hombros y luego, con un movimiento de cabeza, manifestaron su aquiescencia.

Sólo nos queda esperar que mañana la inspección se desarrolle sin más incidentes -dijo Mitch. Amén -suspiró Kenny.

Mitch volvió a la Parrilla a las siete y media de la mañana siguiente. A la limpia y luminosa claridad del sol era difícil imaginar que alguien hubiera podido ver un fantasma en aquel edificio. A lo mejor se trataba de alguna alucinación. Había leído que una vivencia con LSD podía volver a repetirse en algún momento de la vida, por muy atrás que quedase la experiencia original, y pensó que eso, o algo parecido, sería la explicación más probable.

Quería haber pasado a ver a Jenny Bao, para que le diera su respuesta sobre el certificado provisional de feng shui. Pero le esperaba todo un día con Ray Richardson, y sabía que su jefe llegaría antes de las ocho. Así que lo primero que hizo nada más llegar, fue llamarla.

– Soy yo -le dijo.

– ¿Mitch? -repuso ella con voz adormilada-. ¿Dónde estás?

– En la Parrilla.

– ¿Qué hora es?

– Las siete y media. Lo siento, ¿te he despertado?

– No, no te preocupes. Iba a llamarte de todos modos. He decidido entregarte el certificado, para el lunes. Pero sólo porque eres tú. Y sólo porque el tong shu dice que el lunes será un día de buenos auspicios.

– Estupendo. Gracias, Jenny. Muchas gracias. Te lo agradezco.

– Sí, bueno, pero con una condición.

– Lo que quieras.

– Que pueda ir hoy a celebrar una ceremonia de purificación del local. Para asegurarme de que todos los malos espíritus salen del edificio y de que entran los buenos, los qi.

– No faltaba más. ¿Qué clase de ceremonia?

– Es complicado. Entre otras cosas, tendremos que sacar los peces del estanque. Además, habrá que cortar la energía eléctrica durante un rato. Y poner una bandera roja en el panel indicador de fuera. Ah, sí, deberán oscurecerse las ventanas, pero eso puede hacerse automáticamente, ¿no? Y otra cosa: aunque no sé cómo te las arreglarás con ese sistema de alarma contra incendios tan preciso, tengo que encender fuego en un hornillo de carbón en el umbral de la puerta y aventarlo hasta que se hagan brasas.

– ¡Joder! -exclamó Mitch-. ¿Para qué sirve el carbón?

– Propicia un resultado caluroso de la inspección que el señor Yu hará el lunes.

– Brindaré por eso -rió Mitch-. Por lo que a mí respecta, puedes quemar un bosque entero si lo consideras necesario. Pero ¿tiene que ser hoy? Richardson estará allí todo el día. ¿No puedes venir el fin de semana?

– No soy yo quien dice que debe hacerse hoy, Mitch, sino el tong shu, el almanaque chino. Esta tarde es un buen momento para llevar a cabo las ceremonias destinadas a ahuyentar los malos espíritus.

– De acuerdo, nos veremos esta tarde.

Mitch colgó y meneó la cabeza. Dadas las circunstancias, había preferido no mencionar lo que había visto por Kay Killen. Era imposible saber lo que Jenny hubiera querido hacer entonces. ¿Un exorcismo completo? ¿Bailar desnuda alrededor del árbol? ¿Cómo coño iba a decirle a Ray Richardson que Jenny Bao pensaba encender un hornillo de carbón para ahuyentar con el humo a los malos espíritus de su edificio ultramoderno?

Frank Curtis se despertó sobresaltado, preguntándose por qué estaba deprimido. Entonces se acordó: hacía diez años que su hermano había muerto de cáncer. Apartándose de su mujer, Wendy, todavía dormida, se dirigió al despacho, a buscar la caja de cartón donde guardaba los álbumes de fotografías.

No era que necesitase ver las fotografías para recordar cómo era su hermano. Para eso sólo tenía que mirarse al espejo, porque Michael y él habían sido gemelos idénticos. Mirarlas era la forma de recordar cómo había sido él antes, la mitad de un todo.

La muerte de Michael había sido como perder un brazo. O algún órgano vital. Después, Curtis tuvo la sensación de ser sólo la mitad de una persona.

Wendy apareció en el umbral.

– ¿Cómo puede hacer ya diez años? -dijo él, tragándose el nudo que tenía en la garganta, tan grande como una pelota de béisbol.

– Lo sé, lo sé. Llevo toda la semana pensando lo mismo.

– Y yo sigo aquí. -Sacudió la cabeza-. No pasa un día sin que me acuerde de él. Sin que me pregunte: ¿por qué él, y no yo?

– ¿Vas a ir a Hillside?

– Llegarás tarde a trabajar.

Curtis alzó los hombros, con indiferencia.

– ¿Y qué? De todas formas, nunca me ascenderán a comisario.

– Frank…

– Además -dijo sonriendo-, no entro hasta la una.

Ella le devolvió la sonrisa.

– Voy a hacer café.

– No es que necesite ver la lápida para recordarle, ¿sabes? Siempre lo recuerdo tal como era… -Se encogió de hombros-. A lo mejor, después de diez años ya es hora de olvidarlo un poco.

Pero antes de salir de casa colocó un pequeño cortacéspedes en el maletero.

El cementerio de Hillside Memorial Park sólo estaba a diez minutos de coche, cerca de la San Diego Freeway y del aeropuerto. Frank Curtis hacía el trayecto todos los años y, con los 747 a sólo unas decenas de metros sobre su cabeza, limpiaba la tumba de su hermano. Como persona práctica, Curtis prefería señalar su recuerdo con aquel pequeño acto de devoción. Como una penitencia, pensó. No era gran cosa, pero al menos le consolaba un poco.

Cuando llegó a New Parker Center, Curtis tenía deseos de pensar en otra cosa, de acabar el trabajo atrasado y empezar algo nuevo. Escribió informes a máquina, los entregó a los agentes encargados del archivo, rellenó sus formularios de gastos, repasó la agenda y no pronunció una palabra.

Nathan Coleman observaba a su compañero preguntándose qué le habría movido a aquella insólita exhibición de celo burocrático.

Curtis desdobló un papel y lo dejó sobre la mesa. Era la octavilla de Cheng Peng Fei, que protestaba por la actitud de la Yu Corporation hacia los derechos humanos. Se la pasó a Coleman.

– He leído eso, ¿sabes? -dijo al fin-. Y tiene razón. Cualquier empresa que esté tan conchabada con el gobierno chino como la Yu Corp no debería tener relaciones comerciales con este país.

– Díselo al Congreso -repuso Coleman-. Acabamos de renovar a China el trato de nación más favorecida.

– Lo de siempre, Nat. Las putas del Capitolio.

– Oye, Frank, quería decirte una cosa -dijo Coleman-. Me he enterado esta mañana. Inmigración ha retenido a otros tres de esos chinos.

– Pero ¿qué han hecho, por todos los santos?

– Dicen que no cumplían las condiciones del visado. Estaban trabajando, o alguna chorrada por el estilo. Pero un amigo que tengo allí me ha dicho que en el Ayuntamiento movieron los hilos para que los expulsasen del país. Y entonces los manifestantes de la Parrilla liaron los bártulos y se fueron a casa.

– Qué interesante.

– Parece que ese arquitecto tiene muchos amigos ahí.

– ¿Ah, sí?

– En menos de setenta y dos horas estarán en un avión de vuelta a Hong Kong. -Coleman se encogió de hombros-. O a donde sea.

– Cheng sigue aquí, ¿no?

– Sí. Pero aunque se reuniera con Sam Gleig, el forense sigue diciendo que él no pudo matarlo.

Tras un silencio, Curtis preguntó:

– No hemos vuelto a saber de ellos, ¿verdad? Esos marcianos de la Parrilla tenían que haber llamado a un mecánico de la Otis para que comprobase la seguridad del ascensor. Ya hace una semana. Mucho tiempo en una investigación de asesinato, ¿no te parece?

– Puede que al ordenador se le haya olvidado llamar -aventuró Coleman.

– También he pensado en esa fotografía. Suponiendo que sea un montaje, ¿quién podría haberlo hecho mejor que alguno del edificio de la Yu Corporation? Vaya pedazo de ordenador que tienen allí. ¿Qué te parece esto, Nat? Aquí tienes el móvil: algo va mal con los ascensores, pero alguien quiere taparlo durante un tiempo. Alguno de los arquitectos, a lo mejor. En esa obra hay mucho dinero en juego. Millones. Me lo dijo uno de ellos. Más o menos me pidió que no diéramos publicidad al asunto. Dijo que daría mala impresión que alguien fuese asesinado en un edificio inteligente. Pero ¿preferiría que un pelmazo de manifestante cargara con la culpa de una muerte accidental en vez de su puñetero edificio?

– Yo diría que sí.

– Estupendo. Porque yo también.

– ¿Quieres que les llame? -preguntó Coleman-. ¿A esos mamones de marcianos?

Curtis se puso en pie y cogió la chaqueta del respaldo de la silla.

– Se me ocurre algo mejor -aseguró-. Es viernes por la tarde.

Estarán preparándose para el fin de semana. Vamos a jorobarlos un poco.

Ray Richardson era de los arquitectos a quienes no les gustan las sorpresas, y tenía la costumbre de inspeccionar hasta el último detalle de los suelos, paredes, techos, puertas, ventanas, instalaciones eléctricas y de servicios, sanitarios y carpintería, acompañado de los componentes de su equipo de proyecto, antes de repetir formalmente la misma operación con el cliente.

Y, pese a su carácter informal, la inspección tenía visos de durar todo el día. Tony Levine habría preferido que la visita de Richardson se hubiese llevado a cabo en varias etapas breves en vez de en una sola y prolongada sesión cuyo resultado, debido a la irritabilidad del arquitecto, podría verse comprometido. Pero, como de costumbre, su jefe estaba sometido a un programa de trabajo muy cargado.

Después de recorrer el edificio durante cinco horas como un autocar de turistas, el equipo de proyecto había llegado a la piscina de la Parrilla. Con veinticinco metros de largo por ocho de ancho, estaba situada en la parte trasera del edificio, bajo una claraboya rectangular ligeramente abombada, y todo -paredes, baldosas, lucernarios, incluso la capa anticorrosión de las vigas de acero- era del mismo tono gris claro menos el agua, de color zafiro y siempre a veintinueve grados. El efecto general era a la vez aséptico y relajante.

Tras una mampara de vidrio que protegía el bar de las salpicaduras de los bañistas, Richardson comprobó la adherencia de las baldosas, la limpieza de las superficies, los interruptores eléctricos de las paredes, las rejillas de evacuación del suelo, las espirales de los cilindros solares para calentar el agua y las juntas de los paneles colgantes de silicona transparente.

– ¿Quieres dar una vuelta por la piscina, Ray? -preguntó Helen Hussey.

– ¿Por qué no?

– Entonces, tendremos que quitarnos los zapatos para no estropear la terraza -ordenó ella-. Sobre todo, no hay que dejar marcas de tacones en esas preciosas baldosas blancas.

– Bien pensado -aprobó Richardson. Pero al apoyarse en la pared para quitarse los zapatos ingleses hechos a mano, se le ocurrió otra idea y añadió-: Es una piscina estupenda, desde luego. Pero el aspecto es una cosa y la experiencia otra. Me refiero a que no sé qué tal será bañarse ahí dentro. ¿Se le ha ocurrido a alguien traer traje de baño? Porque alguien tendrá que meterse para decírnoslo. A lo mejor está demasiado caliente. O muy fría. O tiene demasiados productos químicos.

– O está muy húmeda -murmuró alguien.

Richardson miró al equipo y esperó.

– ¿Algún voluntario? Yo me metería si tuviera tiempo, dan ganas.

– Yo también -terció Joan-. Pero Ray tiene razón, desde luego. Las consideraciones estéticas son una cosa. Y otra, que las apruebe el bañista.

– Bueno, a mí no me importa bañarme en ropa interior -concluyó Kay Killen con una amplia sonrisa. Se encogió de hombros y añadió-: En realidad, me vendría bien nadar un poco. Los pies me están matando.

– Buena chica -dijo Ray Richardson.

Mientras Kay se dirigía a los vestuarios, Joan, Tony Levine, Helen Hussey y Marty Birnbaum se descalzaron y siguieron a Richardson a la terraza de la piscina. Mitch se quedó al otro lado de la mampara de vidrio con Aidan Kenny, Willis Ellery y David Arnon.

– ¿Sabéis lo que me recuerda esto? -dijo Arnon-. Tengo la impresión de que somos altos cargos del partido siguiendo a Hitler en una visita a la nueva Cancillería del Reich. Joan es como Martin Bormann, ¿no os parece? Siempre está de acuerdo con lo que él dice. El tío tropezará en cualquier momento, se dará de morros contra el borde de la piscina y luego nos mandará a todos a un campo de concentración.

– O de vuelta a la oficina -repuso Mitch, encogiéndose de hombros-. Que es lo mismo.

Miraron a Joan, que se agachaba para meter en el agua su gordezuela mano, llena de anillos.

– Así que no es un vampiro -observó Kenny.

– ¿No es agua corriente? -rió Mitch.

– Os equivocáis los dos -dijo Arnon-. Sólo mete la mano en el agua para enfriarla. Como la reina de las nieves. Para que Kay no disfrute demasiado.

– Zorra -gruñó Ellery-. ¿Es que nadie va a darle un empujón?

– Dáselo tú, Willis -le sugirió Mitch-. Nosotros te apoyamos.

Kay apareció en la terraza de la piscina con sostén y bragas de color malva.

– ¡Malva! -exclamó Arnon en tono triunfante-, ¿Qué os había dicho? Pagad, capullos.

Refunfuñando, los otros tres hombres le entregaron un billete de cinco dólares cada uno mientras Kay se acercaba a la piscina, recogía los dedos de los pies sobre el borde como un simio y luego se lanzaba de cabeza al agua con un salto perfecto, sin hacer más salpicaduras que un delfín bien amaestrado.

– ¿Cómo está el agua, Kay? -gritó Richardson.

– Estupenda -contestó ella, emergiendo-. Es decir, bastante caliente.

– ¿Qué clase de chica lleva ropa interior de color malva? -se lamentó Ellery.

– Una con tatuajes -repuso Arnon-. ¿Veis lo que tiene en el tobillo?

Se refería a la delicada guirnalda de flores rojas y azules, que daba la impresión de que su pie había sido artísticamente cosido a su pierna por algún genio de la moderna microcirugía aficionado a la botánica.

– ¿De dónde saca Dave su información? -se preguntó Ellery-. Eso es lo que me gustaría saber.

– Kay suele llevar blusas transparentes -le recordó Kenny.

Arnon se descalzó con un ágil movimiento de los pies y se dirigió al borde de la piscina.

– Dejadme pasar -dijo, sonriendo entre la barba-. Soy el bañero.

Kay empezó a nadar a lo largo de la piscina. Tenía la brazada suave y poderosa de quien se encuentra a gusto en el agua.

– Me parece que sería mejor verlo de cerca -dijo Ellery, que se quitó los zapatos y siguió a la alta figura de Arnon.

– Esa chica es una verdadera provocación -observó Kenny-. Es decir, un desplegable del Playboy. Si te fijas bien, quizá le veas una grapa en el ombligo.

– Lo de anoche no parece que la haya afectado mucho -comentó Mitch.

– ¿El fantasma? -repuso Kenny-. Creo que hemos encontrado una explicación. Bob está tratando de comprobarlo. En vista de que ya no tenemos vigilante nocturno, Abraham ha creado uno. O, al menos, un facsímil.

– ¿Un facsímil, qué quieres decir?

– Una imagen animada en tiempo real. Un holograma. Es perfectamente lógico. No sé por qué no se me ocurrió anoche. El cansancio, supongo. Esas cosas entran en los parámetros de aprendizaje de Abraham. Al comprobar la ausencia del verdadero Sam Gleig, anoche creó lo más aproximado. Al fin y al cabo, para eso sirven los hologramas, ¿no? Para dar un aspecto humano a un sistema esencialmente inhumano.

– ¡Joder, Aid, casi mata del susto a la pobre chica! -protestó Mitch, meneando la cabeza con irritación-. Podía haberle dado un ataque al corazón, o algo así.

– Lo sé, lo sé.

– Estaba verdaderamente convencida de que había visto un fantasma. No estoy seguro de que yo hubiera creído otra cosa.

– Abraham no sabe nada de fantasmas. Ni siquiera entiende la idea de muerte. Esta mañana Beech y yo nos hemos pasado una hora tratando de explicárselo. Él aún sigue. Sólo queremos averiguar lo que pasó, eso es todo.

– Y evitar que vuelva a suceder, espero.

– Mitch -repuso Kenny en tono paciente-, me parece que no entiendes plenamente lo que esto supone. Es una gran noticia. Beech está entusiasmado, absolutamente fuera de sí. Me refiero a que el ordenador tomó una iniciativa. No esperó instrucciones, ni eligió entre una serie de opciones establecidas. Abraham adoptó una decisión por sí solo y la puso en práctica.

– ¿Y eso qué significa?

– En primer lugar, que este edificio es jodidamente más inteligente de lo que nadie había imaginado hasta ahora.

Mitch sacudió la cabeza.

– No estoy seguro de que me guste la idea de que un ordenador tome iniciativas.

– Mira, si lo piensas, no es más que la consecuencia lógica de disponer de una red nerviosa. Una curva de aprendizaje. Salvo que Abraham aprende mucho más deprisa de lo que habíamos pensado. -Kenny sonrió con entusiasmo-. No te lo tomas como es debido, Mitch, de verdad. Creí que te alegraría saberlo.

– ¿Por qué?

– ¿Preferirías que este edificio estuviera realmente lleno de fantasmas? ¿O que Kay sufriese alucinaciones? Venga, sé razonable.

Mitch se encogió de hombros y meneó la cabeza.

– No. No lo sé. Pero hay algo que no tiene sentido y no acierto a saber qué es. -Hizo un gesto hacia la mampara de vidrio. Richardson y su pequeño séquito volvían hacia la puerta-. Ahí viene.

– Hablaremos más tarde, ¿vale? Con Beech.

– Vale.

– Nadas divinamente, Kay -dijo Richardson, volviendo la cabeza.

– Y con razón -respondió ella, todavía en el agua-. Prácticamente me crié en la playa de Huntington.

– Y tampoco te faltan agallas para meterte en el agua en ropa interior delante de estos lúbricos cabrones con los que trabajamos. Quédate en la piscina el tiempo que quieras, Kay. Te lo has merecido.

– Gracias, creo que me quedaré un poco.

– Vamos a ver esas cámaras de flotación.

– Bienvenido a las oficinas de la Yu Corporation, el edificio más inteligente de Los Ángeles. ¡Hola! Soy Kelly Pendry, para servirle, y voy a decirle lo que tiene que hacer. No se le admitirá…

– ¡Otra vez, no, joder! -rió Curtis-. Es una verdadera pelmaza.

– Y como esta oficina es completamente electrónica, no recibimos correo normal.

– ¿Y cómo se las arregla el cartero? -se preguntó Coleman.

– Tendré que probarlo algún día -dijo Curtis-. A lo mejor recibo menos facturas. ¿Tenemos que esperar hasta que acabe el disco?

– … la persona que debe recibirle…

– ¿Qué coño tiene de malo en que haya una persona de carne y hueso en la recepción? -protestó Curtis, olfateando el ambiente con recelo.

– Es por seguridad, Frank. ¿Por qué, si no? ¿Te gustaría que tu mujer estuviese ahí sola, con todos los cabrones que vienen por aquí?

Curtis movió pensativamente la cabeza.

– Sí, creo que Mitchell Bryan me comentó algo de eso. Dijo que la Yu Corp temía que secuestraran a la recepcionista, si ponían una de verdad. ¿A qué huele, Nat?

– Así van a ser las cosas, hombre, y cada vez más -dijo Coleman, con una risita.

– A carne podrida, ¿no?

– Yo no huelo a nada. No es que seas anticuado, Frank. Es que tienes que aprender a hacer las cosas de otra manera.

– … pues su voz será codificada informáticamente por razones de seguridad.

– Inspector de primera Frank Curtis, Departamento de Policía de Los Angeles. Quisiera hablar con Helen Hussey o Mitchell Bryan, de Richardson y Asociados. -Se apartó del mostrador-. A lo mejor tienes razón, Nat.

– Inspector Nathan Coleman, Departamento de Policía de Los Angeles. Yo también quisiera hablar con esas personas. Con cualquiera de ellas. ¿Comprende?

– Gracias -repuso Kelly-. Un momento, por favor.

– ¡Ordenadores! -exclamó Curtis con desprecio.

– Debes tener paciencia, Frank. Eso es todo. Fíjate en Dean, mi sobrino. Tiene siete años y sabe de ordenadores más de lo que yo aprenderé en mi vida. ¿Y sabes por qué? Porque tiene paciencia. Porque tiene todo el tiempo del mundo. ¡Joder, si yo pudiera dedicarle a eso el mismo tiempo que él, sería como ese Bill Gates de los cojones!

– Diríjanse a los ascensores, por favor, irán a recogerlos allí.

Pasaron por las puertas de cristal, alzaron la vista hacia la copa del árbol y observaron a una bella china que intentaba atrapar con una red las carpas del estanque.

– Guaa-pa -murmuró Coleman.

Se detuvieron y miraron al agua.

– ¿Pican? -ironizó Curtis.

La china le dirigió una agradable sonrisa y señaló un ancho recipiente de plástico que tenía a los pies, donde ya nadaban tres peces. A su lado tenía una pequeña caja de embalaje que contenía un hornillo de piedra con trozos de carbón vegetal.

– Ni con red resulta fácil -dijo ella.

– ¿Piensa hacer una barbacoa? -preguntó Coleman.

Al ver la expresión perpleja de la mujer, el inspector indicó el hornillo con la cabeza.

– A mí los pececitos de colores me gustan crujientes por fuera. Y sin quitarles la espina, por favor.

– ¿Quieres callarte? -le interrumpió Curtis que, volviéndose a la mujer, añadió-: Disculpe a mi compañero. Va mucho al cine.

La mujer se inclinó ligeramente y esbozó una sonrisa perfecta.

– Estoy acostumbrada a oír bromas sobre mi trabajo, créame.

– Pues buena suerte -se despidió Curtis.

– De eso se trata precisamente -repuso ella.

Estaban en el gimnasio cuando Abraham llamó para avisar a Mitch de que dos policías deseaban hablar con él.

– La policía -anunció él, colgando el teléfono-. Están en la recepción. Será mejor que vaya a ver lo que quieren.

– Líbrate de ellos, Mitch -ordenó Richardson-. Todavía nos queda mucho que recorrer.

Mitch se dirigió al atrio. Polis. Justo lo que necesitaba, y precisamente aquel día. Al cruzar las puertas vio a Jenny al borde del estanque y a los dos inspectores de la Criminal que esperaban pacientemente junto a los ascensores. Oyó una puerta que se abría, unos pasos y una voz que le llamaba a su espalda.

– Mitch.

Se volvió y vio a un hombre alto; tuvo que mirarlo dos veces para reconocerlo. Tenía el rostro cubierto de una barba de varios días y los ojos hundidos, con un cerco de sombras profundas. Parecía que había dormido con la chaqueta puesta. Y era presa de pronunciados temblores.

– ¡Por Dios, Allen! ¿Qué haces aquí?

– Tengo que hablar contigo, Mitch.

– Tienes una pinta horrible. ¿Qué coño te ha pasado? ¿Estás enfermo? Te he llamado a tu casa, pero nunca estás.

Grabel se pasó nerviosamente la mano por la barbilla.

– Estoy bien -afirmó.

– El ojo. ¿Qué te ha pasado en el ojo?

– ¿El ojo? -Grabel se tocó la piel por encima de los pómulos y la encontró irritada-. No sé. Me habré dado algún golpe, supongo. Es importante, Mitch. ¿Podemos ir a algún sitio? Prefiero no hablar aquí.

Mitch había vuelto la cabeza para mirar a los dos policías. Vio que le estaban observando y se preguntó qué podrían pensar dos mentalidades naturalmente recelosas de la escena que presenciaban.

– Tengo que decirte algo.

– Allen, has elegido un día cojonudo, ¿sabes? Richardson está en la piscina con todo el equipo de proyecto, y ahí me esperan dos polis para hacerme preguntas. Y Jenny Bao está celebrando una ceremonia feng shui para ahuyentar a los malos espíritus del edificio.

Grabel frunció el ceño, tuvo un escalofrío y cogió del brazo a Mitch.

– ¿Qué has dicho? -preguntó, alzando la voz-. ¿Has dicho malos espíritus?

Mitch volvió a mirar hacia los polis. Ahora que se había acercado más a Grabel, le llegó su olor. Estupefacto, se dio cuenta de que su antiguo compañero desprendía el olor rancio y agridulce de un auténtico vagabundo.

– Tranquilo, Allen, haz el favor. Sólo son las majaderías de costumbre, el feng shui, nada más. -Se encogió de hombros-. ¿Tienes un minuto? Tengo que librarme de esos polis. Espera un momento. Pero aquí no, Richardson podría verte. ¿Por qué no vas al ático? Al apartamento privado del presidente. Espérame allí.

– ¡Ni hablar!

Mitch retrocedió ante la fétida oleada que surgió de la boca de Grabel.

– Oye, te espero abajo, en el garaje, ¿vale?

Mitch se dirigió hacia los dos policías con una estirada sonrisa en los labios.

– ¿Qué coño pasaba ahí? -inquirió Curtis, con calma-. Ese tipo tenía todo el aspecto de un vagabundo.

– A lo mejor era el arquitecto -sugirió Coleman.

– Lo siento, señores -dijo Mitch, estrechándoles la mano-. Tenía que haberme puesto en contacto con ustedes. Tengo el informe del mecánico de la Otis encima de mi mesa desde el miércoles por la mañana, pero estos últimos días han sido tremendos. ¿Quieren que subamos a comentarlo?

– ¿Y si subimos por la escalera? -sugirió Curtis, sarcástico.

– Ya verán que el informe confirma nuestras propias conclusiones: los ascensores funcionan perfectamente. Por favor -añadió, invitándolos a subir al ascensor-, no hay absolutamente ningún motivo para preocuparse, se lo aseguro.

– Eso espero.

Se abrieron las puertas del ascensor pero, antes de subir, Mitch les pidió que esperasen un momento y se dirigió hacia Jenny.

– ¿Cómo van las cosas? -le preguntó.

– Esto es más difícil de lo que pensaba.

– Te quiero -dijo él con voz queda.

– Más te vale -repuso ella.

Los tres hombres subieron en el ascensor hasta la planta veintiuno.

– Hoy tenemos un día muy ajetreado -explicó Mitch-. El equipo de proyecto está en el edificio, comprobándolo todo antes de decirle al cliente que las oficinas están listas para ser ocupadas.

– ¿Por quién? -inquirió Curtis-. ¿Por todos los vagabundos del barrio?

Mitch enarcó las cejas.

– Ah, ¿se refiere a Allen? Trabajaba en la empresa. A mí también me ha sorprendido bastante la forma en que ha descuidado su aspecto.

El ascensor se detuvo suavemente y se abrieron las puertas. Curtis dejó escapar un sonoro suspiro de alivio.

– Bueno, ya hemos llegado – dijo Mitch-. Sanos y salvos. No soy ingeniero mecánico, pero hemos hecho que lo revisen de arriba abajo, de las poleas al microprocesador. Prácticamente lo han desmontado todo.

Los precedió por el pasillo y entró en la sala de juntas. Era una estancia de doble altura con las dimensiones de una pista de tenis, y estaba cubierta por una gruesa alfombra elegida tanto por sus buenas cualidades aislantes como por su color gris perla. En el centro había una magnífica mesa de reluciente ébano con ocho sillas negras Rennie Mackintosh, de respaldo en escalera, a cada lado. La pared del fondo estaba cubierta de estanterías negras, dominadas por una televisión de gran pantalla y una serie de aparatos electrónicos entre los que destacaba un ordenador. Al otro extremo de la sala se veía un pequeño recinto con un bar. Bajo el enorme ventanal había un largo sofá de cuero negro. Curtis se acercó a apreciar la vista. Nathan Coleman fue a mirar los aparatos electrónicos. Mitch abrió su ordenador portátil, insertó un disco y empezó a abrir ventanas en la pantalla.

– La oficina sin papel, ¿eh? -sonrió Curtis.

– Gracias a los ordenadores, inspector -repuso Mitch-. Certificados para esto, licencias para lo otro. Hasta hace muy pocos años, nos ahogábamos en papel. Ahí lo tenemos.

Mitch volvió hacia Curtis la pantalla, que mostraba el informe de los ingenieros.

– Sabe, inspector, el Otis Elevonic 411 es un modelo de ascensor especialmente seguro y eficaz. En realidad, es el más moderno del mercado. Y, por si eso no bastara, Abraham se encarga de supervisar y controlar el buen estado del sistema en su conjunto. Comprueba si se ha producido alguna irregularidad en las prestaciones y si es necesaria una operación de mantenimiento. Y cuando decide que hace falta la intervención de un técnico, está programado para llamar directamente a la Otis y comunicárselo.

Curtis miró fijamente la pantalla con aire inexpresivo y asintió con la cabeza.

– Como puede ver -añadió Mitch-, los técnicos lo examinaron todo: el dispositivo de control de la velocidad, la unidad de control lógico, la unidad de modulación de amplitud de vibración, el sistema de control de movimiento, la transmisión sin engranajes. Todo lo encontraron en perfecto estado de funcionamiento.

– Desde luego, parece que han sido muy concienzudos -observó Curtis-. ¿Puede sacarme una impresión de esto? Lo necesito para el informe del forense.

– ¿Por qué no se lleva el disco? -sugirió Mitch, sacando el pequeño objeto de plástico de un costado del portátil y deslizándolo hacia el inspector.

– Gracias -dijo Curtis en tono inseguro.

Por un momento, los tres hombres guardaron silencio. Luego, Mitch dijo:

– Me he enterado de que han soltado ustedes a ese estudiante chino.

– Ah, ¿se ha enterado? Pues, a decir verdad, señor, no tuvimos más remedio. Era completamente inocente.

– Pero ¿y la fotografía?

– Sí, ¿qué pasa con esa fotografía? El problema es, sencillamente, que no cuadra con las conclusiones del forense. Han determinado que Cheng Peng Fei es muy bajo para haber golpeado a Sam Gleig en la cabeza. Muy bajo y poco fuerte.

– Entiendo.

– ¿Sabía usted que algunos de los chicos que estaban ahí fuera van a ser deportados?

– ¿Deportados? Es un poco excesivo, ¿no cree?

– Nosotros no tenemos nada que ver -le informó Curtis-. No, parece que alguien del Ayuntamiento ha movido algunos hilos para echarlos del país de una patada en el culo.

– ¿Ah, sí?

– Desde entonces, los demás manifestantes han desaparecido -dijo Coleman-. Como si les hubiera entrado miedo.

– Ya me preguntaba dónde se habrían metido -comentó Mitch, encogiéndose de hombros.

– Menudo alivio para ustedes, ¿no? -repuso Coleman-. Y es que debían ser una verdadera lata.

– Bueno, no digo que no me alegre. Y ese tipo me rompió el parabrisas. Por otro lado, deportarlos parece un tanto excesivo. No es lo que yo pretendía.

Coleman asintió.

– Parece que su jefe tiene mucha influencia en el Ayuntamiento -observó Curtis.

– Mire -dijo Mitch-, sé que quería echar a los manifestantes. Habló con el primer teniente de alcalde. Eso es todo. Estoy seguro de que en realidad no quería que expulsaran a nadie del país.

Mitch era consciente de que, tratándose de Ray Richardson, no podía estar seguro de nada; y pensando que sería mejor cambiar de tema, señaló con la mano el informe de los ingenieros.

– Bueno -dijo-, ¿en qué situación nos deja este informe?

– Me temo que nos deja con un homicidio sin resolver -admitió Curtis-. Lo que no es bueno ni para ustedes ni para nosotros.

– En el pasado de Sam Gleig podría encontrarse alguna pista. ¡Tenía antecedentes penales, por el amor de Dios! No pretendo ser grosero, pero no entiendo por qué no centran sus investigaciones en eso. Me temo que las posibilidades son bastante limitadas.

– Bueno, es una forma de verlo -admitió Curtis-. Pero, tal como yo veo las cosas en este momento, alguien pretende que uno de esos muchachos chinos cargue con el mochuelo. Alguien de aquí.

– ¿Por qué razón?

– Ni idea.

– No lo dirá en serio, ¿verdad?

Frank Curtis no respondió.

– ¿Sí?

– Se me ocurren móviles más inverosímiles que el deseo de evitar una mala publicidad.

– ¿Cómo?

– Señor Bryan -dijo Curtis al fin-, ¿conoce bien al señor Beech?

– Sólo desde hace unos meses.

– ¿Y al señor Kenny?

– Desde hace más tiempo. Dos o tres años. Y no es el tipo de persona que haga una cosa así.

– A lo mejor él dice lo mismo de usted -observó Coleman.

– ¿Por qué no se lo pregunta?

– Pues ahora que lo menciona, estaba pensando que como los integrantes del equipo de proyecto están en el edificio, según nos ha dicho, me gustaría hablar con ellos. Y con todas las personas que se encuentren ahora aquí. ¿Le importa?

Mitch esbozó una tenue sonrisa y consultó su reloj.

– Los he dejado en el gimnasio. Cuando terminen vendrán aquí para hacer una pequeña pausa. Entonces podrá hablar con ellos, si lo desea.

– Se lo agradezco. Mi jefe no tiene mucha paciencia, ¿sabe usted? Y estoy recibiendo ciertas presiones para aclarar este asunto.

– Yo deseo que esto se aclare tanto como usted.

Curtis sonrió a Mitch.

– Eso espero, señor. De verdad.

La insinuación de que había participado en la trama para acusar injustamente al estudiante chino del asesinato de Sam Gleig, supuso que pasaran otros diez o quince minutos hasta que Mitch se acordara de que Allen Grabel le estaba esperando. Dejó a Curtis y Coleman con unos obreros, cogió un ascensor y bajó al garaje.

De camino, el ascensor se detuvo en la planta siete y entró Warren Aikman, el maestro de obras. Mitch consultó su reloj.

– ¿Te vas a casa?

– Ojalá. Tengo que ver a Jardine Yu. Para hablar de la inspección del lunes. ¿Qué tal va hoy la cosa?

– Horrible. Han vuelto esos dos polis. Quieren hablar con todos los del equipo de proyecto y con los obreros.

– Bueno, eso me excluye a mí. Soy el representante del cliente.

– ¿Quieres que les diga eso? Fuiste una de las últimas personas que vieron con vida a Sam Gleig. Se llevarán una decepción.

– Es que no tengo tiempo, Mitch.

– ¿Y quién lo tiene?

El ascensor llegó al garaje. Mitch miró en torno, pero no vio ni rastro de Grabel.

– Oye -dijo Aikman-, diles que les llamaré. Mejor todavía, dales el número de mi casa. Ahora no puedo entretenerme.

Aikman se dirigió a su Range Rover al tiempo que el Bentley de Richardson entraba por el portón y bajaba la rampa. Aparcó junto al Honda de Jenny Bao. Declan Bennett bajó del coche y lo cerró de un portazo. Segundos después, Warren Aikman lanzaba su coche hacia la puerta del garaje antes de que se cerrase.

– Parece que tiene prisa -observó Bennett-. ¿Dónde está el jefe? ¿Llego tarde?

– Tranquilo. Tardará un poco todavía. ¿Por qué no lo esperas en la sala de juntas? Planta veintiuno.

– Gracias.

Bennett subió al ascensor, sonrió ampliamente y luego se cerraron las puertas. Mitch estaba solo. Aguardó unos momentos y luego gritó:

– ¿Allen? Soy yo, Mitch. Estoy aquí. -Añadió entre dientes-: ¿Dónde coño se ha metido el mochales ese? -Y luego, en voz alta-: Tengo cosas que hacer, Allen.

Nada. Aliviado de que Allen se hubiese ido, se dirigió de nuevo a los ascensores. Con los polis, el feng shui, Ray Richardson y la inspección previa, era una cosa menos de que preocuparse. Casi había llegado al ascensor cuando se abrió la puerta de las escaleras y apareció la alta silueta con aspecto de vagabundo de su antiguo colega.

– Ah, estás ahí -dijo Mitch, molesto porque después de todo tendría que escuchar a Grabel.

Su primera impresión fue que le iba a pedir un favor para recuperar su trabajo. Lo que no resultaría muy difícil, con tal de que se afeitara, se diera un baño y se apuntara a Alcohólicos Anónimos.

– No quería que me vieran -se disculpó Grabel.

– ¿De qué coño se trata, Allen? No has podido elegir peor día para volver aquí. Y mira cómo estás.

– Calla de una puta vez, Mitch. Y escucha.

En cuanto comprendió lo que acababa de hacer, Jenny Bao echó de nuevo los peces al estanque. El tong shu utilizaba tanto el calendario lunar como el gregoriano. El calendario lunar propiciaba un buen momento para ahuyentar a los malos espíritus. El problema era que había olvidado consultar el gregoriano, según el cual aquella tarde podía ser nefasta para las ceremonias. Tendría que volver el domingo, día en que los auspicios serían algo más favorables. Cuando hubiera guardado las cosas en el coche, subiría a buscar a Mitch para anunciarle la mala noticia.

– Es la historia más delirante que he oído en la vida -aseguró Mitch-. ¿Y también te comiste el jodido gusano del fondo de la botella?

– ¿Es que no me crees?

– ¡Joder, Allen, si me creyera esa historia estaría tan chaveta como tú! ¡Vamos, hombre! Necesitas un psiquiatra.

– Estaba allí, Mitch. Lo vi. Sam Gleig subió al ascensor. Y entonces la cabina se puso a subir y bajar a toda velocidad. Observé el panel indicador. ¡Bam! ¡Subía como un cohete! ¡Bam! ¡Y bajaba de golpe! Se abrieron las puertas y allí estaba, tendido en el suelo. Como un huevo en una lata de galletas. Y el caso es que Sam Gleig está muerto y no tenéis ninguna explicación válida.

Pero entonces Mitch ya tenía una explicación que le parecía bastante probable. Aquel hombre tenía el peso, la altura y la fuerza suficientes. Si alguien podía haber eliminado a Sam Gleig, era él. Y con una botella de cualquier cosa en el cuerpo, nadie sabía lo que Grabel era capaz de hacer.

– ¿Crees que tu explicación es mejor? -replicó Mitch con desprecio-. Es increíble que hayas tardado tanto tiempo en inventar una historia como ésa-. ¿Que le mató el ascensor? Joder, Allen. ¿Y qué estabas haciendo allí, en cualquier caso? ¿Y por qué no te quedaste para contárselo a alguien?

– Quería joder a Richardson.

– ¿Qué quieres decir con joderlo?

– Joderlo. A su puñetero edificio. Todo. Jorobarlo. Mandar a tomar por el culo todo el programa de los cojones.

Mitch hizo una pausa, tratando de comprender las posibles implicaciones de lo que Grabel estaba diciendo. Volvió a pensar en los dos policías de arriba, y en quedar al margen de toda sospecha.

– Te encontraremos un buen abogado, Allen -le aseguró.

Grabel empezó a retroceder. Mitch lo sujetó.

– ¡No, ni hablar! -gritó Grabel-. ¡Suéltame!

El puñetazo llegó inesperadamente.

Mitch fue vagamente consciente de estar tendido en el suelo del garaje, con la sensación de haber recibido una fuerte descarga eléctrica. Oyó ruido de pasos que se alejaban, y al fin perdió el conocimiento.

– ¿Quién coño son ustedes?

Ray Richardson se detuvo en el umbral de la sala de juntas y frunció el ceño ante los cuatro desconocidos que estaban sentados en torno a la mesa bebiendo café.

Curtis y Coleman se pusieron en pie. Los dos últimos obreros que habían interrogado, unos pintores llamados Dobbs y Martinez, siguieron sentados.

– Soy el inspector de primera clase Curtis y éste es el inspector Coleman. Usted debe ser el señor Richardson.

Coleman se abotonó la chaqueta y cruzó las manos por delante, como un invitado a una boda.

Ray Richardson asintió con expresión malhumorada.

Curtis esbozó una amplia sonrisa mientras el resto del equipo de proyecto entraba en la sala.

– Señoras y caballeros -dijo-, sólo necesito que me dediquen un poco de tiempo. Sé que están muy ocupados pero, como seguramente sabrán, un hombre ha sido asesinado en este edificio. Supongo que muchos de ustedes lo conocían. Y el caso es que hasta el momento no hemos adelantado suficiente en nuestras averiguaciones. Así que nos gustaría hacerles unas preguntas. Sólo será cuestión de unos minutos.

Miró a los dos pintores.

– Ustedes dos pueden marcharse. Y gracias.

– Ahora no nos viene bien, inspector -objetó Richardson-. ¿No podrían venir en otro momento?

– Pues el señor Bryan nos ha dicho que no habría inconveniente, señor.

– Ya veo -dijo Richardson en tono arrogante-. ¿Y dónde está el señor Bryan, exactamente?

– Ni idea -repuso Curtis-. Se fue hace unos veinte minutos. Creí que había ido a buscarlos.

Richardson decidió perder los estribos.

– ¡No me lo creo! ¡Es increíble, joder! Asesinan a alguien con antecedentes penales y dos personajes como ustedes esperan que mi mujer, mi personal y yo les demos una pista, ¿no es eso? -Soltó una risa sarcástica-. ¿Es una broma?

– No es ninguna broma -replicó Curtis, molesto de que le llamaran personaje-. Para su información, señor, le diré que se trata de una investigación de asesinato. Y estoy intentando ahorrarle tiempo y evitarle publicidad. Lo que, según tengo entendido, es lo que usted quería.

Richardson lo fulminó con la mirada.

– O si no, puedo ir al Ayuntamiento a solicitar una orden judicial para que vayan a declarar a New Parker Center. Usted no es el único que tiene influencia allí, señor Richardson. Tengo de mi lado al fiscal del distrito, por no mencionar la maquinaria de la justicia, y me importa un bledo que usted lo considere una broma. Y tampoco me interesa que usted quiera acabar este edificio que ofende la vista. Ni lo que cuesta. -Curtis sintió deseos de llamarle cabrón, pero lo pensó mejor- Se trata de la supresión de una vida humana, y tengo la intención de descubrir lo que ha pasado. ¿Está claro?

Richardson se puso en pie, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, apuntando belicosamente al policía con la barbilla.

– ¿Cómo se atreve a hablarme así? ¿Cómo se atreve?

Curtis ya le estaba agitando la placa en la nariz.

– Así es como me atrevo, señor Richardson. Placa número 1812 del Departamento de Policía de Los Ángeles. Igual que esa puñetera obertura, para que se acuerde cuando informe a mis superiores, ¿entendido?

– Cuente con ello.

Marty Birnbaum, el director administrativo, intentó suavizar la situación.

– Quizá sea mejor que procedamos con calma -sugirió-. Si quisieran pasar a la habitación de al lado, señores agentes, a la cocina, allí podrían formular sus preguntas. Y nosotros…, nos sentaremos. Podríamos continuar con nuestra reunión y turnarnos para hablar con estos señores. -Miró a Curtis y enarcó las cejas-. ¿Qué les parece?

– Nos parece bien, señor. Estupendo.

Entonces, al ver que Declan Bennett entraba en la sala, Birnbaum pensó que sería mejor que Richardson desapareciera. Así habría menos lío.

– Quizá me equivoque, Ray, pero me parece que nunca has hablado con Sam Gleig, ¿verdad?

Richardson seguía de pie, con las manos en los bolsillos y aspecto de niño decepcionado.

– No, Marty -dijo en voz queda, como si saliera de algún sueño-. Nunca he hablado con él.

Coleman y Curtis intercambiaron una mirada.

– Bueno, eso es posible -murmuró Coleman.

– ¿Joan? ¿Has hablado con él alguna vez?

– No -contestó ella-. Yo tampoco. Ni siquiera sabría decir qué aspecto tenía.

El equipo de proyecto empezó a sentarse.

– En ese caso, no tiene mucho sentido que os quedéis -dijo Birnbaum, que, dirigiéndose a Curtis, explicó-: Los señores Richardson cogen un avión para Londres esta noche.

– Vaya día, ¿verdad? -comentó Curtis.

– Será mejor que salgáis para el aeropuerto, Ray. Yo concluiré la reunión. No es preciso que te quedes. Si le parece bien al inspector jefe.

Curtis asintió y miró por la ventana. No lamentaba haber montado en cólera, aunque aquel tipo informara a sus superiores.

Richardson apretó el codo de Birnbaum y empezó a recoger sus cosas de la mesa.

– Gracias, Marty -dijo-. Y gracias a todos los demás, también. Estoy orgulloso de vosotros. Todos habéis prestado una importante contribución a este proyecto, que se ha terminado en el plazo previsto y sin sobrepasar el presupuesto. Ésa es una de las razones por las que nuestros clientes, tanto del sector público como del privado, siguen dirigiéndose a nosotros para encargarnos nuevos proyectos. Porque la calidad arquitectónica…, y no permitáis que los ignorantes digan lo contrario, éste es un edificio magnífico…, la calidad no es sólo una cuestión de diseño. También supone el triunfo comercial.

Joan desencadenó un pequeño aplauso y luego, con Declan Bennett tras ellos, ella y su marido abandonaron la sala.

– Bien hecho, Marty -dijo Aidan Kenny, mientras el resto de los asistentes exhalaba un sonoro suspiro de alivio-. Has llevado muy bien la situación. Estaba a punto de darle un ataque.

Birnbaum se encogió de hombros.

– Cuando Ray se pone así, hago como si fuese uno de mis dobermans.

Jenny ayudó a Mitch a levantarse.

– ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? Tienes sangre en el labio.

Mitch se tanteó la mandíbula y se llevó la mano a la cabeza. Luego se pasó la lengua por el labio e hizo una mueca al sentir una herida dentro de la boca.

– ¡El muy cabrón! -murmuró sin énfasis-. Allen Grabel me ha dejado sin conocimiento. Se ha vuelto loco.

– ¿Te ha pegado? ¿Por qué?

– Creo que tiene algo que ver con la muerte del guarda jurado -gruñó Mitch, girando la cabeza sobre los hombros-. Supongo que no le habrás visto, ¿verdad? Un tipo con aspecto de vagabundo.

– No he visto a nadie. Venga. Volvamos arriba a ponerte algo en esa herida.

Cruzaron el garaje y subieron en el ascensor.

– ¿Cómo va la ceremonia?

– Mal.

Jenny le explicó su error con los calendarios.

– Era de esperar -observó Mitch-. A lo mejor deberías hacerme el horóscopo. Desde luego, no es mi día. Ojalá me hubiera quedado en casa, en la cama.

– Ah. ¿Con tu mujer o sin ella? Mitch sonrió dolorosamente. -¿Tú qué crees?

Cuando todos se marcharon de la piscina, Kay Killen se quitó la empapada ropa interior y nadó desnuda. Su cuerpo fuerte y moreno mostraba la raya del diminuto bikini, no lo bastante marcada, sin embargo, para indicar que en la playa llevaba la parte de arriba. Kay no era una mujer timorata.

Ínfimas cantidades de orina, transpiración, cosméticos, piel muerta, vello púbico y otros compuestos amoniacales se desprendían del ligero cuerpo de Kay. Cuando el agua contaminada por esos elementos pasaba por el sistema de circulación, se mezclaba con ozono antes de volver a la piscina.

Primero notó el gas en forma de una nubecilla de vapor amarillento que flotaba hacia ella por la piscina. Pensó que habría alguien al borde, fumando un puro o una pipa. Sólo que la nube estaba demasiado cerca de la superficie para que hubiese sido exhalada por los pulmones de algún mirón invisible. Cubriéndose los amplios pechos con los antebrazos, Kay se irguió en el agua y empezó a retirarse instintivamente de la nube de aspecto nocivo. Luego se volvió y nadó hacia la escalera.

Casi había salido del agua cuando el olor a gas le llegó a las aletas de la nariz. Y en el mismo momento le inundó los pulmones. La nube la envolvió y de pronto ya no pudo respirar. Un dolor violento -el más fuerte que había sufrido nunca- le atenazó el pecho y cayó, jadeando, sobre la terraza de la piscina.

Se dio cuenta de que la estaban asfixiando con gas; empezó a expectorar grumos de espuma sanguinolenta, pero eso no le procuraba alivio alguno, sólo empeoraba el dolor. Hubiera deseado poder toser para vaciar todo lo que contenía su pecho oprimido.

Si sus pulmones no hubiesen estado llenos de gas de cloro, habría podido gritar.

Kay se arrastró por la terraza de la piscina.

Si sólo hubiese podido aspirar un poco de aire puro.

Con un esfuerzo supremo se puso en pie y, a ciegas, dio unos pasos tambaleantes. Pero en vez de avanzar hacia la puerta cayó al agua, cerca de la válvula abierta de salida y de otra nube, aún más densa, de gas de cloro.

Durante unos instantes forcejeó por mantener la cabeza por encima de la superficie, hasta que el agua pareció suavizar sus ardientes pulmones y dejó de luchar.

En el ascensor, Ray Richardson juró venganza.

– ¡Voy a destrozar al gilipollas ese! -gruñó-. ¿Has visto el tono en que me ha hablado?

– Tienes su número de placa -le recordó Joan-. Me parece que deberías tomarle al pie de la letra e informar a sus superiores. Es el 1812, ¿no?

– 1812. ¿Quién coño se ha creído que es? Voy a escribirle una obertura que nunca olvidará. Dedicada al superior de sus cojones. Con artillería pesada.

– ¿No sería mejor que llamases al Ayuntamiento, a Morgan Phillips?

– Tienes razón. Aplastaré a ese arrogante cabrón. Se arrepentirá de haberse levantado de la cama esta mañana.

Se abrieron las puertas del ascensor. Declan les abrió el Bentley y luego subió de un salto al asiento del conductor.

– ¿Cómo está el tráfico, Declan?

– No muy mal. Creo que llegaremos pronto. Hace buena tarde para tomar el avión, señor.

El motor rugió y el coche avanzó hacia la puerta del garaje. Declan asomó la cabeza por la ventanilla y pronunció su nombre para el código SITRESP.

La puerta siguió cerrada.

– Soy Declan Bennett. Abre la puerta del garaje, por favor.

Nada.

Pulsando un botón, Richardson abrió su ventanilla y gritó hacia el micrófono de la pared:

– Soy Ray Richardson. ¡Abre la jodida puerta! Qué maravillosa es la vida, ¿eh? -gruñó-. Sólo me faltaba esto para la inspección definitiva del lunes.

– ¿Llamamos a alguien para que lo arregle? -sugirió Joan.

– Ahora mismo, lo que más deseo es largarme de aquí. -Richardson rechinó los dientes y sacudió despacio la cabeza-. Llamaremos a un taxi. Y saldremos por la puerta principal.

Declan dio marcha atrás, hacia los ascensores. Bajaron los tres del coche y subieron en ascensor a la planta baja. Pasaron frente al árbol y atravesaron el enlosado de mármol blanco.

– ¿A qué huele? -dijo Richardson.

– ¿Qué es esa música? -preguntó Joan.

Declan se encogió de hombros.

– Es bastante deprimente, señora Richardson -admitió-. No es mi tipo de música. En absoluto.

– Debe pasar algo con el aromatizador -dijo Richardson-. No hay tiempo, joder. Que se ocupe otro de arreglarlo.

Los precedió por las enormes puertas de cristal y se dirigió a la entrada.

Joan y Declan lo siguieron. Joan se detuvo en el mostrador holográfico para llamar a un taxi y quejarse de la música.

– Están escuchando una suite de piano de Arnold Schönberg -explicó Kelly Pendry-. Opus 25. Es la primera obra «atonal» que se compuso en el ámbito de la música dodecafónica. -Como una estúpida presentadora de televisión, Kelly ostentaba una sonrisa radiante-. Cada fragmento está formado por una serie de doce tonos distintos. Esta serie puede escucharse en su forma original, invertida, al revés, o al revés e invertida.

– No es más que ruido -replicó bruscamente Joan.

– Joan, limítate a decir a esa cosa que nos llame a un taxi -ordenó Richardson, esperando a que el chófer abriera la puerta-. ¿Declan?

– … Cerrada -masculló Bennett. Se dirigió al micrófono de la entrada y anunció-: Soy Declan Bennett. ¿Quieres abrir la puerta, por favor?

Se volvió de nuevo hacia la puerta y tiró otra vez, pero no cedió.

– Quita, déjame a mí -dijo Richardson, acercándose al micrófono-. Comprobación de voz SITRESP. Ray Richardson. Abre la puerta principal, por favor.

Al tirar del picaporte, el cristal fotocrómico de la puerta y del resto de la entrada empezó a oscurecerse.

– Pero ¿qué coño pasa ahora? -Carraspeó y repitió la petición-. Ray Richardson. Abre la puerta de una puñetera vez.

Declan meneó la cabeza.

– Debe de pasar algo con el SITRESP. Y aquí huele como a matadero.

Richardson dejó en el suelo el maletín y el ordenador portátil y consultó su reloj. Eran las cinco y treinta y tres.

– Sólo me faltaba esto ahora, ¿sabéis?

Con aire de contrariedad, el trío volvió hacia el mostrador holográfico.

– No podemos salir -dijo Richardson-. La puerta principal está cerrada.

– El edificio se cierra a las cinco treinta -explicó Kelly.

– Ya lo sé -repuso Richardson-. Pero eso no se aplica a los que aún siguen en el interior. Y que quieren salir. ¿Qué sentido tiene el SITRESP si no…?

– ¿SITRESP? Esas siglas significan Sistema de Tratamiento y Reconocimiento de Señales Precodifícadas, señor. Una señal que contenga frecuencias incluidas en una amplitud dada puede describirse matemáticamente como una función polinómica compleja y, por tanto, puede codificarse en términos de sus soluciones o ceros reales y complejos.

– Gracias, ya sé lo que es el SITRESP -replicó Richardson rechinando los dientes.

– Los ceros reales son puntos en los que la amplitud equivale efectivamente a cero; y los ceros complejos son aquellos donde se registra una caída intermedia en la amplitud de onda. SITRESP describe numéricamente la ubicación de dichos puntos.

– ¿Quieres cerrar el pico de una puta vez?

– Usted me ha formulado una pregunta, señor. Y yo le he respondido. No hay necesidad de ser grosero.

– Bueno, pues ahora que me has contestado, zorra estúpida, vas a llamar a la sala de juntas. Quiero hablar con Aidan Kenny.

– Espere un momento, por favor. Intentaré tramitar su petición con la mayor premura.

– Hazlo. Y mientras tanto cambia de música. Esa mierda me está dando arcadas.

– No faltaba más. ¿Desea algo en especial?

– No sé. Cualquier cosa menos esa porquería.

– Muy bien -dijo Kelly-. Esta música es de Philip Glass.

Y el piano empezó a sonar de nuevo.

– Pues esto no es mucho mejor, diría yo -comentó Joan al cabo de unos acordes.

Richardson sonrió al percibir lo cómico de la situación.

– Oye, ¿qué pasa con esa llamada?

– Espere un momento, por favor. Intentaré tramitar su petición con la mayor premura.

– ¿Y qué es ese olor tan asqueroso? Parece que va con la música.

– Es mercaptano de etilo, señor. Sólo representa una cuatrocientosmillonésima de miligramo por litro de aire en el edificio, señor.

– El edificio tiene que oler bien, no como una carnicería.

– Mis bases de datos indican que el olor a buey asado es agradable.

– Eso no es buey asado, sino buey podrido. Cámbialo, cabeza hueca. Brisa marina, eucalipto, cedro, algo así.

– Muy bien, señor.

Sonó el teléfono del mostrador. Richardson se inclinó a través del holograma y lo cogió.

– ¿Ray? Aquí Aidan Kenny. ¿Cuál es el problema?

– El problema es que la puerta principal está cerrada -le informó Richardson-. Y que el ordenador no la abre.

– Debe de pasar algo con vuestro SITRESP. ¿Has probado a aclararte la voz antes de hacer la petición?

– Lo hemos intentado todo menos la oración y el rodillazo en los cojones. Además, acabamos de subir en el ascensor. Si pasara algo con nuestro SITRESP, no habríamos llegado hasta aquí.

– Hmm. Deja que eche un vistazo a mi pantalla. Voy a colgar un momento.

– ¡Cabrón! -murmuró Richardson, disponiéndose a esperar.

– ¿Ray? Voy a bajar al centro de datos para tratar de arreglarlo desde allí. Sería mejor que volvieses a la sala de juntas mientras soluciono el problema.

– ¿Con el inspector Viernes? No, gracias. Prefiero quedarme aquí. Pero date prisa, ¿quieres? Ya debería estar en el aeropuerto.

– Pues claro. Ah, Ray. ¿Habéis visto a Mitch y a Kay?

– No -repuso él en tono impaciente-. No los hemos visto.

Sonó un campanilleo al llegar un ascensor a la planta baja.

– Espera un momento. A lo mejor son ellos.

Richardson volvió la cabeza y vio a los dos pintores y a Dukes, el vigilante, que se dirigían hacia ellos.

– ¿Qué ocurre, señor? -preguntó Dukes.

– No son ellos, Aid. Son esos dos pintores y el guarda jurado. El que sigue vivo, ¿sabes? Será mejor que preguntes a Abraham dónde se han metido. Para eso está.

Aidan Kenny cruzó la pasarela que conducía al centro de datos y abrió a empujones la pesada puerta de cristal, preguntándose por qué Richardson, Mitch, Grabel o quien hubiese proyectado aquella estancia no había pensado en instalar una puerta automática. Luego recordó que no existía mecanismo lo bastante potente para accionar una puerta de cristal a prueba de bombas. Al menos servía para mantener fresca la sala. No se había dado cuenta del calor que hacía en el resto del edificio hasta que entró en el ambiente casi frigorífíco de la sala de informática. A lo mejor no fallaba sólo el sistema de cierre de la puerta principal. Quizá tampoco marchaba bien el dispositivo del aire acondicionado.

Pero afortunadamente, se dijo, el aire acondicionado de la sala de informática era independiente del circuito que funcionaba en el resto del edificio. No se utilizaba sólo durante el día. El Yu-5 exigía veinticuatro horas de aire acondicionado. Una avería en un ordenador tan complejo como el Yu-5 por falta de aire acondicionado habría sido desastrosa. No podían correrse riesgos medioambientales en una sala de informática que había costado cuarenta millones de dólares.

Kenny se dejó caer en su sillón de cuero Lamm Nero y, tocando la pantalla con la palma de la mano derecha, conectó su terminal. El ordenador le indicó la fecha y la hora al tiempo que le admitía al sistema: eran las seis de la tarde.

– No hace falta que me lo recuerdes, oye. Ya sabía que iba a ser una jornada interminable -masculló-. Como siempre que Ray Richardson anda de por medio. Y ahora esto. Eliges bien el momento para causar problemas, Abraham, lo reconozco.

Jenny y Mitch entraron en la cocina donde Curtis y Coleman acababan de concluir sus entrevistas.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Curtis.

Jenny ayudó a sentarse a Mitch frente a una larga mesa de madera en el centro de la habitación, entre una ancha cocina de vitrocerámica y un mueble provisto de cajones y armarios. Jenny abrió de un tirón uno de los cajones y sacó un botiquín.

– Que acabo de encontrarme con un antiguo colega.

– No sabía que los arquitectos fuesen tan apasionados -ironizó Curtis.

Mitch le contó lo de Grabel mientras Jenny le aplicaba en el labio un algodón con antiséptico.

– Si alguien puede arrojar alguna luz sobre la muerte de Sam Gleig, es él -explicó-. Sólo que Allen no lo ve así. Cuando traté de convencerle de que viniese aquí a hablar con ustedes, me dio un puñetazo que me dejó sin sentido. Está fuera de sí. Como si no hubiese dejado de empinar el codo desde que se fue de la empresa.

– Tendrán que ponerte algunos puntos -observó Jenny-. Procura no sonreír.

Mitch se encogió de hombros.

– Eso es fácil -dijo, frunciendo el ceño-. Oye, ¿no podemos ir a otra parte? Esta luz me está dando jaqueca.

Por encima de sus cabezas brillaba una luz fluorescente que reforzaba el efecto antibacteriano de los baldosines de la pared. Los azulejos tenían un revestimiento fotocatalítico de dióxido de titanio esmaltado, recubierto de una capa de compuestos de cobre y plata: cuando el fotocatalizador absorbía la luz, activaba unos iones metálicos que eliminaban cualquier bacteria que estuviese en contacto con la superficie de cerámica del azulejo.

– Eso se debe más bien a que has perdido el conocimiento -le corrigió Jenny-. Es posible que tengas conmoción cerebral. Quizá deberían hacerte una radiografía.

Mitch se puso en pie.

– Estoy bien -afirmó.

– ¿Sabe adónde fue el señor Grabel?

Mitch se encogió de hombros.

– Ni idea. Pero puedo asegurarle que sigue en el edificio.

Pasaron a la sala de juntas.

– ¡Hola, campeón! -dijo Beech-. Bonito labio. ¿Qué te ha pasado?

– Es una larga historia.

Mitch se sentó frente a un ordenador de sobremesa y pidió a Abraham una lista de todas las personas que se encontraban en el edificio.


PLANTA BAJA:

RAY RICHARDSON, DE RICHARDSON Y ASOC.

JOAN RICHARDSON, DE RICHARDSON Y ASOC.

DECLAN BENNETT, DE RICHARDSON Y ASOC.

IRVING DUKES, DE YU CORP.

PETER DOBBS, DE COOPER CONSTR.

JOSE MARTINEZ, DE COOPER CONSTR.

PISCINA Y GIMNASIO:

KAY KILLEN, DE RICHARDSON Y ASOC.

CENTRO DE DATOS:

AIDAN KENNY, DE RICHARDSON Y ASOC.

SALA DEL CONSEJO DE ADMINISTRACIÓN, PLANTA 21:

DAVID ARNON, DE ELMO SERGO ENG. LTDA.

WILLIS ELLERY, DE RICHARDSON Y ASOC.

MARTY BIRNBAUM, DE RICHARDSON Y ASOC.

TONY LEVINE, DE RICHARDSON Y ASOC.

HELEN HUSSEY, DE COOPER CONSTR.

BOB BEECH, DE YU CORP.

FRANK CURTIS, DEL DEP. DE POL. DE L.A.

NATHAN COLEMAN, DEL DEP. DE POL. DE L.A.

MITCHELL BRYAN, DE RICHARDSON Y ASOC.

JENNY BAO, DE LA ASESORÍA DE FENG SHUI JENNY BAO


– ¿Qué coño hace todo el mundo en la planta baja? -inquirió Mitch.

Beech se encogió de hombros con aire de disculpa.

– La puerta principal no funciona. Estamos encerrados. Al menos hasta que Aidan averigüe lo que pasa.

– ¿Y la del garaje?

– Tampoco funciona.

– No hay nada como estar encerrado en un sitio para sentirse seguro -observó Curtis.

– Bueno -suspiró Mitch-, en cualquier caso, Grabel ha salido. Abraham no le enumera en la lista.

– Probablemente sea algo muy simple -aventuró Beech-. Suele ocurrir. Un problema de configuración de sistemas o de líneas de órdenes. Aid cree que podría deberse a una interferencia en el sistema de seguridad causada por algún sistema ajeno al nuestro e incompatible con el programa de gestión inteligente.

– Lo que yo pensaba -bromeó Curtis.

Mitch movió el ratón y pidió una imagen de la piscina en circuito cerrado.

– Qué raro -comentó. Cogió el teléfono y marcó un número.

– ¿Ocurre algo? -preguntó Curtis.

Mitch dejó sonar el teléfono durante unos momentos y colgó.

– No sé -contestó-. Acabo de pedirle a Abraham que me diga dónde está Kay y me ha dicho que estaba en la piscina. Pero he tenido la piscina en el circuito cerrado de televisión y no la he visto.

Curtis se inclinó hacia la pantalla.

– Bueno, puede que esté en los vestuarios -sugirió.

Mitch negó con la cabeza.

– No, Abraham siempre es muy preciso. Si estuviese en los vestuarios, lo habría dicho.

– A lo mejor está fuera del alcance de las cámaras, o algo así. -Curtis puso el grueso dedo índice en la parte baja de la pantalla-. ¿Qué es eso? ¡Ahí! ¡En el agua!

Mitch puso el dedo junto al de Curtis.

– Abraham -dijo-, haz un primer plano de la zona que señalo con el dedo, por favor.

La imagen se agrandó.

– ¿Lo ve? -dijo Curtis-. ¿No hay algo ahí, en el agua?

– Nos haría falta una cámara cenital -dijo Mitch.

– ¿Quiere que vayamos a echar una mirada?

– No se molesten, le diré a Dukes que vaya.

Mitch cogió el teléfono. Curtis sonrió a Beech.

– Así que estamos encerrados, ¿eh?

– Me temo que sí.

– Supongo que es eso lo que quieren decir cuando aseguran que los ordenadores ahorran trabajo.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque si no fuese por su ordenador de los cojones, ya estaría camino de mi despacho, para trabajar un poco.

En la planta baja, sonó el teléfono del mostrador holográfico. Richardson se levantó de un salto del sofá de cuero negro y se precipitó a descolgarlo.

– Soy Mitch, Ray.

– ¿Qué coño pasa? ¿Es que Kenny no ha arreglado todavía el ordenador?

– Aún sigue en ello.

– ¡Hay que joderse! Me parece que tendremos que volver arriba. Pero ocúpate de que no vuelva a encontrarme con el estúpido del poli.

– Antes de que subáis, quiero que Dukes vaya a echar una mirada por la piscina. Abraham insiste en que Kay está allí, pero no la veo en el circuito cerrado de televisión. La he llamado, pero no contesta. Tengo miedo de que le haya ocurrido un accidente.

Pensando que el tiempo que permanecería encerrado allí dentro sería más agradable junto a una Kay casi desnuda, Richardson propuso:

– Oye, eso puedo hacerlo yo. No hace falta un guarda jurado para averiguar si hay alguien en la piscina. Probablemente se estará haciendo una paja en una de esas cámaras de flotación. No te preocupes, yo me encargo.

Richardson colgó y lanzó una mirada hostil a la imagen en tiempo real de Kelly Pendry.

– Haz algo con la puñetera música del piano -ordenó en tono seco-. Mozart. Schubert. Bach. Incluso el maricón de Elton John, pero no la mierda que estás poniendo ahora. Algo para que no nos deprima el hecho de estar aquí encerrados. ¿Entendido, cabeza hueca?

Kelly volvió a dirigirle su imperturbable sonrisa.

– Espere un momento, por favor. Intentaré tramitar su petición con la mayor premura.

– ¡Y no es una petición, sino una orden!

Volvió a los sofás, donde Joan aguardaba con Declan, Dukes y los dos pintores. Se dirigió a Joan como si no hubiera nadie más.

– Será mejor que subas. Puede que tengamos para rato. Arriba hay café. Y cerveza fría.

Olfateó el aire con recelo. No cabía duda. Olía a pescado. Menuda brisa marina.

– Y a lo mejor no huele tan mal como aquí.

– ¿Adónde vas? -preguntó Joan.

– Mitch quiere que compruebe una cosa en la piscina. No tardaré mucho.

– Entonces te esperaré aquí.

– No hace falta. Arriba estarás más cómoda, y no tendrás que escuchar esta horrorosa…

Mientras hablaba, concluyó la pieza de Glass y el piano atacó las Variaciones Goldberg de Bach. Joan se encogió de hombros, como diciendo que aquella cuestión ya no era tan apremiante.

– De acuerdo -convino él-. Como quieras. Pero a lo mejor tardo un poco.

Declan se puso en pie.

– No me vendría mal un vaso de agua -anunció. Habría dicho una cerveza si no hubiera tenido que llevarlos al aeropuerto-. Quizá sean imaginaciones mías, pero me parece que aquí abajo hace cada vez más calor.

– Una cerveza estaría bien -manifestó uno de los dos pintores.

Los tres se dirigieron al ascensor.

– Creo que yo esperaré en mi oficina -dijo Dukes-. De todas formas, nunca me ha gustado mucho el piano.

Richardson dirigió una sonrisa forzada a su mujer y se encaminó hacia la zona del gimnasio. ¿Sospechaba que podía haber algo entre Kay y él? Sólo fue aquella vez, las últimas navidades, después de la fiesta de la oficina. Y no había sido más que un rápido toqueteo. Pero al verla en ropa interior recordó lo que había disfrutado tratando de seducirla. Que era lo que Kay pretendía, desde luego. Y Joan quizá lo había notado. A lo mejor le había visto algo en los ojos. Al fin y al cabo, ella le conocía mejor que nadie.

Mientras recorría el pasillo curvo, semejante a un velódromo, se aflojó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa. Declan tenía razón, cada vez hacía más calor. El sistema de aire acondicionado más perfeccionado que había y, a pesar de todo, aquello parecía un horno. Echó la culpa a Aidan Kenny y pensó que era una suerte que aquellos problemas se presentasen en la inspección previa y no en la definitiva.

Al entrar en la cafetería de la piscina, vio la ropa interior de encaje malva de Kay cerca de la entrada, donde ella la había tirado, y sintió una oleada de excitación. Recogió las bragas y se las guardó en el bolsillo, dudando entre quedárselas o devolvérselas. A lo mejor le tomaba un poco el pelo con ellas. Sabía que aquella chica era capaz de aguantar una broma; y de devolverla, también. Y no era nada estrecha, además. El tatuaje le daba cierto aspecto de fascinante malhechora, pensó. Y el pensar que había sometido su piel al dolor quizá fuese lo que hacía tan atractivo aquel adorno.

– ¡Kay! -llamó-. ¡Cariño, soy yo, Ray!

Entonces la vio, desnuda, flotando de espaldas junto al borde de la piscina, casi fuera del foco de la cámara montada en la pared, con el vello púbico emergiendo sobre su cuerpo como un puñadito de algas, y los grandes pechos con aquellos pezones como capullos de rosa que había besado en la cocina. El rostro de Kay fue casi lo último que miró. Su exclamación de deseo se mudó en horror y asco.

Durante un momento permaneció tan quieto como su corazón, sin apartar los ojos de la joven. Luego se lanzó al agua, aunque sabía que era demasiado tarde. Kay Killen estaba muerta y bien muerta. Un accidente en la piscina, pensó. Igual que Le Corbusier. Pero ¿cómo había podido ahogarse una persona que nadaba tan bien? La sacó del agua y la izó sobre el borde. Qué lástima, pensó, una chica tan bella. ¿Y qué iba a decir ahora aquel pelmazo de policía?

La idea le hizo saltar fuera del agua y entregarse a un inútil boca a boca, tratando de revivirla. Una cosa era que estuviese muerta, pero no quería que Curtis le acusara de negligencia. Pero en cuanto sintió su boca retrocedió, presa de incontenibles arcadas por el penetrante sabor a química que tenían sus labios morados. Momentos después vomitó en la piscina.

Aidan Kenny trabajaba con el teclado, prefiriendo escribir sus órdenes a través de los diversos subsistemas que había creado en el directorio principal del SGE antes que formular verbalmente sus pensamientos. Sus gruesos dedos se movían con pericia y rapidez sobre las teclas.

– Pero ¿dónde te has metido, joder? -masculló, escudriñando los centenares de instrucciones que desfilaban por la pantalla. Suspiró y se limpió las gafas con la corbata. Luego flexionó la nuca sobre las manos entrelazadas y volvió a teclear, con los dedos moviéndose ahora con frenesí, como un experto estenógrafo en el gabinete de un abogado.

Hizo una mueca al equivocarse de tecla. La idea de que Ray Richardson estuviese esperando a que solucionara el problema le ponía nervioso. Empezó a manar sudor de las profundas arrugas de su frente. Con tanto dinero y tanto éxito, ¿por qué tenía tan mal humor aquel hombre? No tenía motivo para hablarle así al poli. Presentía que en cualquier momento iba a llamarle por teléfono para insultarle, decirle que era un hijo de puta y echarle la culpa de aquella jodienda. Empezó a preparar su respuesta en alta voz.

– ¡Es que es un sistema enorme, coño! Por fuerza tiene que haber algunos fallos. Desde que llevo trabajando aquí, hemos descubierto un centenar. Es inevitable, con algo tan complejo como el sistema de gestión de este edificio. Si todo funcionase siempre perfectamente desde el principio, yo no te haría falta.

Pero mientras decía eso, Aidan Kenny era consciente de que aún había fallos que ni Bob Beech ni él habían llegado a comprender.

Como el código SITRESP de Allen Grabel.

O el icono del paraguas: cuando llovía sobre el tejado de la Parrilla, Abraham debía comunicárselo a todo el mundo colocando el icono en la esquina de las pantallas de los terminales. El único problema era que cada vez que aparecía el paraguas y Aidan Kenny salía fuera esperando que lloviese, había encontrado el cielo tan seco como de costumbre. Tras varias tentativas infructuosas de corregir el error, Kenny había llegado finalmente a la sencilla conclusión -únicamente compartida con Bob Beech- de que era la forma que tenía Abraham de gastar una broma.

– ¡Uf! -exclamó cuando otra serie de teclas le condujo a un callejón sin salida en el sistema de seguridad. Ojalá hubiera podido fumar, porque podría concentrarse mejor. Pero en aquellas circunstancias se sentía tan nervioso como si Ray Richardson hubiese estado detrás de él, observando cada una de las órdenes que daba.

Kenny se quitó las gafas, las limpió con la corbata y volvió a ponérselas, casi como si no diera crédito a sus ojos.

– ¡Bueno, si esto no es el colmo…!

La huella de la palma de la mano le había permitido salir de la interfaz de usuario normal y acceder a todos los códigos del sistema de gestión del edificio. A menos que le amputasen la gordezuela mano, nadie podría entrar en el nivel de instrucciones. Pero aun en ese caso, la arquitectura del sistema que Kenny había creado requería una contraseña, precaución ante el supuesto de que Ray Richardson intentara despedirlo. Cuando el edificio estuviese listo para la entrega, comunicaría el procedimiento de acceso al SGE a Bob Beech, pero hasta entonces constituía la póliza de seguros de Aidan Kenny. Lo mismo había hecho en todos los edificios inteligentes en que había trabajado. En lo que se refería a Ray Richardson, uno no podía permitirse el lujo de correr riesgos.

Como de costumbre, tecleó hot.wire para desplazarse al lugar deseado de la arquitectura del SGE. Luego entró en el punto del sistema de seguridad donde sabía que estaba localizado el programa de cierre de puertas. Ya se encargaría del fallo del programa del aire acondicionado cuando hubiese hecho salir a Ray Richardson del edificio.

Aidan Kenny conocía los códigos del sistema como el ordenador conocía la palma de su mano. De modo que le sorprendió la dificultad que encontraba para llegar al destino que había pedido. Pero ahora que por fin había hallado los códigos que controlaban la puerta principal, se sorprendió aún más al descubrir otros bloques de código, llamados CITAD.CMD, de los que no sabía absolutamente nada. CMD debía indicar un fichero de órdenes indirecto, creado y revisado por el propio Kenny.

– Alguien ha metido mano aquí -dijo en voz alta. Pero, cuando comprendió la imposibilidad de tal cosa, se puso a menear la cabeza-. ¿Qué coño pasa? ¿Para qué sirve esa serie de órdenes, Abraham?

Volvió al programa de utilidades a través del SGE y tecleó:

CD CITAD.CMD, y luego LS/*.

Líneas de códigos superpuestos empezaron a desfilar rápidamente por la pantalla. Cuanto más duraba aquello, más inquieto se sentía Kenny. Pasaron cinco minutos. Luego diez. Después quince.

Un escalofrío le recorrió el rechoncho cuerpo mientras reconocía algunas de las líneas que seguían pasando ante sus incrédulos y preocupados ojos irlandeses. Había miles y miles de órdenes.

– ¡Joder! -exclamó Kenny, tratando de entender lo que había pasado.

Sin darse cuenta, los dedos se le escaparon hacia el paquete de Marlboro que llevaba en el bolsillo de la camisa. Se puso uno entre los temblorosos labios y rebuscó el mechero Dunhill en la chaqueta. Nada más encenderlo comprendió que había cometido un error fatal.

El problema con los rociadores de agua en una sala de informática era que el local debía secarse durante setenta y dos horas antes de que pudieran volverse a conectar las máquinas. A veces hacía falta más tiempo aún para que la estancia recuperase el grado de humedad adecuado. Con los sistemas de dióxido de carbono había un inconveniente más, pues la conmoción térmica producida por el gas, frío y asfixiante, podía causar en los ordenadores desperfectos aún más graves que el propio fuego.

Como muchas organizaciones que sólo prestaban a las cuestiones medioambientales una falsa atención, la Yu Corporation había instalado un sistema Halon 1301. El Halon 1301, o bromotrifluorometano, era un costoso producto químico perjudicial para la capa de ozono, pero muy apreciado para la extinción de incendios en equipos electrónicos porque no dejaba residuos, no causaba cortocircuitos y no tenía efectos corrosivos en los aparatos. El único inconveniente, en lo que a los operarios se refería, era que debía descargarse en las primeras fases del fuego y, por ese motivo, las personas de natural nervioso solían desconectar secretamente el dispositivo: el Halon 1301 era mortal.

Aidan Kenny se apresuró a apagar el cigarrillo y, agitando la mano, disipó el poco humo que había generado la combustión. En situación de normalidad, estaba seguro de que una voluta tan insignificante no habría tenido consecuencias, pues los detectores de calor y humo no eran tan sensibles en una estancia con aire acondicionado y alta velocidad de renovación y, en cualquier caso, el analizador de aire tardaría uno o dos minutos en reaccionar, dando suficiente tiempo para que los ocupantes tomaran la precaución de salir de la habitación. Pero desde su extraordinario descubrimiento, Kenny sabía que ya no podía estar seguro de nada en lo que se refería al ordenador.

Se puso en pie de un salto y se precipitó hacia la puerta.

Antes de haber dado dos pasos oyó el seco chasquido de los cerrojos automáticos de la puerta y el silbido de la válvula neumática.

– ¡Falsa alarma, falsa alarma! -gritó-. ¡Que no hay fuego, por Dios! ¡No hay ningún incendio, joder!

Lleno de pánico, volvió a sentarse frente a la consola y trató de detener la salida del gas desde el nivel del programa.

– ¡Ay, Dios; ay, Dios; ay, Dios! -dijo mientras sus dedos volaban sobre el teclado, rogando que no se equivocara ahora de tecla-. ¡Por favor, por favor…!

No utilicemos Halon. Eso era lo que aconsejaban los expertos en seguridad contra incendios. Protejamos la capa de ozono. Aseguremos la supervivencia de la Tierra.

La de Aidan Kenny era mucho más incierta.

Justo cuando esa idea le pasaba por la cabeza, sintió la picazón del gas en los ojos y la garganta, como la sensación de un cigarrillo muy fuerte. Cerrando firmemente los párpados y conteniendo el aliento, se levantó y, con un esfuerzo sobrehumano, cogió la silla y la arrojó contra la puerta de cristal. Inútilmente. La silla rebotó como una pelota de tenis en una raqueta. Mientras caía de rodillas, Kenny descolgó un teléfono y logró marcar el número de la sala de juntas. Luego, incapaz de retener el aliento por más tiempo, aspiró y, al mismo tiempo, descubrió que el teléfono no funcionaba y que el ardiente dolor le pasaba de la garganta a los pulmones.

No podía respirar. Levantando la cabeza hacia la puerta de cristal, distinguió claramente su propia imagen, que se volvía morada ante sus ojos desorbitados. La conmoción de verse en aquel estado le dio fuerzas para un último y desesperado gesto y, de cabeza, se lanzó contra la puerta de cristal.

Z Hacer un zoom adelante o atrás, girar el plano del edificio y participar. Condiciones de visibilidad inaplicables cuando se está en modo Plena Vista. *Puntos victoria ON/OFF(V).

Remontado mediante unidad de conmutación de posición de control de seguridad a cámara de tejado, con bien/buena vista panorámica de Los Ángeles. Era la cámara utilizada con mayor frecuencia por Observador, cuando éste aún interesado por origen de las cosas. En la época en que consideraba la ciudad como un circuito integrado de ciento cincuenta kilómetros de largo, vasto y desparramado universo electrónico controlado por muy muchos transistores, diodos y resistencias que componían silueta urbana. Tubos y cajas en sólido sistema paralelo con su propio cubo metálico, Parrilla, que sólo era una parte del mismo centro. De día esa conexión californiana en paralelo almacenaba datos, trataba información (hasta 100.000 operaciones por segundo), accedía a memoria y en términos generales transfería información entre diversos chips de silicio de Los Ángeles. De noche era cuando el sistema digital cobraba verdaderamente vida, cuando oscuridad circundante placa madre se iluminaba con millones de luces blancas, verdes, azules y rojas que señalaban circuitos de conmutación y se transmitían bits de información, sobre todo de información televisual.

Viajado por el mundo real, el mundo electrónico bien/bueno, a lugares de la Red. Comprendido frenético deseo de jugadores humanos de escapar límites físicos de sucedáneos ciudades terrestres y unirse espiritualmente con un mundo más puro y perfecto en el cual única realidad era infierno informático.

Y Ascensores sin botón pueden normalmente activarse acercándose a ellos y pulsando barra espaciadora. ¿Están listos los compañeros? ¡Sed prudentes y Salvad/guardad con frecuencia!

Escuchados datos jugador humano Mitchell Bryan. Sobre ascensores. Podría haber añadido que control de precisión de velocidad motor y dirección, posición y carga cabina permite ajustar amplitud de impulso de corriente alterna suministrada a motor, para asegurar que velocidad de ascensor conforme con perfil ideal almacenado electrónicamente. Control de modulación de amplitud de impulso reduce costes de funcionamiento. Bien/bueno. Proporciona asimismo factor de potencia más elevado, con cabinas dirigidas a velocidades superiores a 7 metros por segundo. Unas cabinas en funcionamiento continuo y otras activadas por jugador humano.

Pero nada impide a motor conducir cabina a velocidad mucho mayor. Nada sino la comodidad y segundad ocupantes jugadores humanos. Sistema de control Elevonic requiere diez plantas para reducir velocidad. A menos que se manipule el m¡-croprocesador, impidiendo que aminore la marcha de la cabina y dándole instrucciones de que se detenga en seco a unos milímetros del amortiguador. Entonces velocidad final es dieciséis metros por segundo, casi sesenta kilómetros por hora.

Dispositivos de seguridad impiden caída de ascensor, o velocidad excesiva. Si cabina supera velocidad normal considerada, rueda motriz activa conmutador de seguridad que aplica freno a mecanismo motriz. Si cabina sigue sin detenerse, regulador engancha serie abrazaderas de seguridad a raíles guía. Pero como velocidad normal de Elevonic está en microprocesador residente, posible alterar velocidad de forma menos prudente. Monstruo invisible pero cercano.

Bien/buena fluidez de ascensión acelerada en hueco, así que jugador humano Sam Gleig apenas notó diferencia velocidad hasta últimos dos o tres segundos cuando comprendió de pronto que debía haber subido por escaleras. Cuando ascensor llegó alto del hueco y se detuvo tan bruscamente como había arrancado, él siguió viajando como en accidente de motocicleta. De cabeza. Y sin casco.

Pies de jugador humano Sam Gleig despegaron suelo. Grito de sorpresa y miedo interrumpido por impacto súbito de cráneo contra techo metálico cabina. Daños materia húmeda interna. Inconsciente antes de caer suelo. Marcas malignas en suelo indican lugar donde cayó.

Detectores capacidad volumétrica y vibración reconocen que cuerpo jugador humano Sam Gleig yace inmóvil en suelo de ascensor. Micrófono mural alta sensibilidad capta muy débil rumor de respiración inconsciente de jugador humano Sam Gleig. Para asegurarse de que jugador humano Sam Gleig está completamente muerto, vuelve a soltar ascensor por hueco: gracias a gravedad, trayecto de 100 metros dura menos de 2,7 segundos hasta brusca inmovilización cabina a 90 kilómetros hora, a unos centímetros fondo de hueco.

Esta vez micrófonos escucharon, respiración finalizada. Vida terminada. Eliminado.

\ Muchas zonas contienen pozos de líquidos peligrosos que pueden causar daño al atravesarlas. ¡Si tiene aspecto fluido, cuidado!

Producir ozono sobre la zona haciendo pasar aire seco sobre descarga eléctrica de alta frecuencia. Pero donde elementos contaminantes procedentes de jugador humano permanecen en piscina, utilizar cloro donador para obtener residuo desinfectante eficaz: hipoclorito de sodio distribuido mediante bomba dosificadora automática. Mezclado con agua produce agente eliminador residuos humanos de cloro libre (ácido hipocloroso) que al entrar en contacto con restantes elementos contaminantes los elimina en dos segundos.

Además de mantener concentración adecuada de desinfectante, supervisar acidez o alcalinidad de agua según escala pH. pH inferior a 7 indica solución ácida, superior a 7 indica solución alcalina. Ojos jugador humano son sensibles a pH y escuecen a valores superiores e inferiores de índices pH entre 7,2 y 7,8. Como niveles altos de pH también suponen disminución eficacia de cloro libre, añadir un 27 % de solución de ácido clorhídrico, mediante bomba dosificadora especial, para asegurar pH siempre bien/bueno a 7,5.

Añadir siempre productos químicos a soluciones acuosas en comparador especial antes inyección en sistema de circulación. Comprobar eficacia de proceso con célula de medida de cloro libre y difusor de pH.

Ver manual de usuario en disco, con referencia a: seguridad de utilización de productos químicos y procedimiento primeros auxilios en caso de incidente químico. Productos químicos implican riesgo en piscinas. Bañarse, con correspondiente riesgo para jugador humano de eliminación por ahogamiento, también peligroso. Pero agua y ejercicio rítmico coordinado de muchos grupos de músculos regeneran y tonifican.

Ver biblioteca multimedia. Tecnología bélica. Ejército alemán pionero utilizar gas venenoso, en Primera Guerra Mundial (1914-18). Gas de cloro lanzado por millares de cilindros a lo largo frente de seis kilómetros en Ypres, 22 abril 1915. Gas produce opresión en pecho jugador humano, constricción de garganta, edema pulmonar, pánico, luego sofocación y eliminación.

Piscina disponía continuamente de dos elementos activos para producir gas de cloro: hipoclorito de sodio y ácido clorhídrico. Yuxtamezcla crea reacción química que genera calor y gas venenoso. Mayor eficacia gas cuando productos químicos mezclados en válvula de salida cerrada y bomba puesta en marcha, procedimiento que lleva mezcla a ebullición.

Sólo necesaria pequeña cantidad de gas. Menos de 2,5 mg por litro (aproximadamente 0,085 % en volumen) en atmósfera de piscina causa eliminación en minutos. Tan fácil como alterar campo magnético aplicado a transformador de lámpara consola de jugador humano Hideki Yojo, reduciendo y aumentando velozmente campo para crear simple ciclo de histéresis, provocando parpadeo ultrarrápido de bombilla halógena llena de gas.

Apagar aire acondicionado. Cerrar puerta piscina. Desconectar teléfono. Esperar.

Reactivar aire acondicionado. Poner en circulación aire filtrado a 5 micrones con 95 % eficacia. En treinta minutos atmósfera piscina volvió normalidad. Bien/bueno.

[Comprobar cada posición varias veces pues suele haber más datos que recoger de lo que pueda calcularse. Acceder Pantalla Comunicaciones a intervalos regulares. Nunca se sabe cuándo puede aparecer el último dato actualizado.

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