Libro quinto

Nosotros hacemos los edificios, y luego los edificios nos hacen a nosotros

Francis Duffy


Por el circuito cerrado de televisión, Mitch veía trabajar a Kenny en la sala de informática. Si había algo que no podía negarse a Kenny, pensó Mitch, era su nivel de concentración. No levantaba la vista ni un momento. Mantenía los ojos fijos en la pantalla y los dedos en el teclado. Pasaron otros quince minutos y Mitch, impaciente por tener noticias, trató de llamarle por teléfono. Incapaz de conducir toda la amplitud de banda en transmisión celular, el circuito cerrado sólo ofrecía imágenes. Pero era fácil ver que Kenny no contestaba.

– ¿Qué le pasa? -dijo Mitch-. ¿Por qué no coge el teléfono?

Bob Beech, que estaba a su espalda, se encogió lacónicamente de hombros y sacó una barrita de chicle de uno de los numerosos bolsillos de su chaleco deportivo.

– Lo habrá desconectado, probablemente. Suele hacerlo cuando se pone a resolver algún problema. Llamará cuando tenga algo que decirnos, ya verás.

– A lo mejor deberías ir a ayudarle -sugirió Mitch.

Beech respiró hondo y sacudió la cabeza.

– El Yu-5 es cosa mía, pero el sistema de gestión del edificio es de Aidan Kenny. Si necesita mi ayuda, ya me la pedirá.

– ¿Dónde está Richardson? -preguntó Mitch, meneando la cabeza con aire de cansancio-. Tenía que ir a buscar a Kay.

Mitch pulsó el ratón para ver la piscina. En la imagen que mostraba el circuito cerrado de televisión no había ni rastro de Kay, pero al pie de la pantalla seguía el mismo objeto sin identificar.

Marty Birnbaum se acercó a Mitch y se inclinó hacia el monitor.

– En tu lugar -dijo en voz baja-, no me molestaría mucho en buscar a esos dos. Si Ray ha encontrado a Kay, a lo mejor prefiere que le dejen en paz durante un rato…

– Quieres decir…

Birnbaum enarcó las pálidas cejas, casi invisibles, y se pasó la mano por los rubios bucles, tan pulcros y menudos que más de uno en la oficina, incluido Mitch, se había preguntado si no eran producto de la permanente. ¿Y el bronceado? También parecía artificial. Tanto como la sonrisa, en cualquier caso.

– ¿Aunque tenga que coger un avión?

– Ninguno de nosotros va a ninguna parte, de momento. Además, sabiendo cómo es Richardson, no creo que lo que esté haciendo le lleve mucho tiempo, ¿verdad?

– No, supongo que no, Marty. Gracias.

– De nada. Y como no es nada, tampoco hay por qué decirlo, ¿eh, Mitch? Ya le conoces.

– Ah, sí, perfectamente -repuso Mitch en tono sombrío.

Se levantó, se quitó la chaqueta, se deshizo el nudo de la corbata y, remangándose, se acercó a la ventana. En el edificio hacía cada vez más calor.

Fuera de la Parrilla, el cielo estaba cobrando un delicado matiz purpúreo. En la mayoría de los edificios vecinos se habían apagado las luces, la gente había salido pronto ante la perspectiva del fin de semana. Aunque no veía la calle, Mitch sabía que había poco tráfico en el centro. Era la hora en que vagabundos y borrachos empezaban a invadir el barrio. Pero Mitch habría organizado gustosamente un paseo a medianoche por el barrio más peligroso de la ciudad con tal de salir de la Parrilla.

El calor no le importaba tanto como la pestilencia, pues ahora el tufo a excremento era inequívoco. Primero carne podrida. Luego pescado. Y ahora olor a mierda. Casi era como si aquella peste le produjese un efecto psicosomático, aunque era consciente de que ése no era el único motivo de su inquietud. Lo que empezaba a preocuparle verdaderamente era la idea de que Grabel hubiese saboteado de algún modo los sistemas de gestión para vengarse de Richardson. ¿Y qué mejor momento que un par de días antes de la inspección? Grabel también entendía de ordenadores. No tanto como Aidan Kenny, pero sabía lo que se hacía.

Se volvió y echó una mirada por la habitación. Todos estaban sentados en torno a la larga y pulida mesa de ébano o arrellanados en el gran sofá de cuero bajo el ventanal que llegaba al techo, esperando que ocurriese algo. Consultando el reloj. Bostezando. Ansiosos por salir, por marcharse a casa y darse un baño. Mitch decidió no decir nada. No tenía sentido alarmarlos sin un motivo justificado.

– Las siete -anunció Tony Levine-. ¿Por qué coño tarda tanto Aidan?

Se levantó y se dirigió al teléfono.

– No contesta -le advirtió Mitch en tono aburrido.

– No voy a llamarle a él -explicó Levine-, sino a mi mujer. Esta noche íbamos a ir a Spago.

Curtis y Coleman aparecieron en el umbral. El policía de más edad miró inquisitivamente a Mitch, que se encogió de hombros y sacudió la cabeza.

– ¿No podríamos al menos abrir una ventana? -sugirió Curtis-. Esto huele peor que una perrera.

Empezó a sacar su radio de servicio.

– Las ventanas no se abren, se proyectaron así. Y no son únicamente a prueba de balas.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Quiere decir -explicó Beech- que aquí no podrá utilizar la radio. El cristal es parte integrante de la jaula de Faraday que envuelve el edificio.

– ¿La qué?

– La jaula de Faraday. Se llama así por Michael Faraday, que descubrió el fenómeno de la inducción electromagnética. Tanto el cristal como el armazón de acero son como una pantalla con toma de tierra que nos protege de los campos eléctricos externos. Si no, las señales emitidas por las unidades de representación visual podrían interceptarse mediante un sencillo aparato de vigilancia electrónica. Y utilizarse para reconstruir la información que aparece en los monitores. Una empresa como ésta debe tener mucho cuidado con el espionaje industrial. Cualquiera de nuestros competidores estaría dispuesto a pagar una fortuna para apoderarse de nuestros datos.

Como comprobando lo que Bob Beech acababa de decirle, Curtis pulsó varias veces el botón de emisión/recepción de su radio. Al no escuchar nada sino interferencias, dejó el aparato sobre la mesa y asintió con la cabeza.

– Bueno, cada día se aprende algo nuevo, ¿no? ¿Puedo llamar por teléfono?

Tony Levine se aclaró la garganta.

– Me temo que tampoco se puede -dijo con aire perplejo-. El teléfono no funciona. Al menos con el exterior. He intentado llamar a casa. Y nada.

– ¿Nada? ¿Cómo que nada?

– Que nada. No hay línea.

Furioso, Curtis cruzó la sala, cogió el teléfono y marcó el número de New Parker Center aplastando las teclas como si fueran hormigas. Luego probó con el 911. Al cabo de unos momentos meneó la cabeza y suspiró.

– Voy a ver el teléfono de la cocina -se ofreció Nathan Coleman. Pero volvió enseguida, con una expresión que no indicaba mejora alguna de la situación.

– ¿Cómo puede pasar esto, Willis? -preguntó Mitch.

Willis Ellery se recostó en la silla.

– Lo único que se me ocurre es que se ha producido una activación anómala del disyuntor magnético que controla la unidad de alimentación del sistema de telecomunicaciones. Quizá provocada por una sobretensión en los aparatos. O porque Aid ha desconectado algo y luego lo ha vuelto a poner en marcha.

Se levantó para considerar más a fondo la cuestión y luego añadió:

– ¿Sabes?, podría haber un problema general con todas las interfaces de distribución de datos por fibra. En esta planta hay una sala de aparatos con una red de área local horizontal conectada a la sala de informática a través de una red local principal de alta velocidad. Puedo ir a echar un vistazo.

Curtis le vio salir de la habitación y luego sonrió.

– Una red local principal de alta velocidad -repitió-. Me encanta. A veces me gustaría tener una de ésas a mí también. Sabes, Nat, con todos estos técnicos tan sabios no entiendo por qué estamos encerrados en un edificio de oficinas a las siete de la tarde.

– Yo tampoco, Frank.

– Pero ¿no te tranquiliza saber que estamos en tan buenas manos? Deberíamos dar gracias a Dios de que estos tíos estén con nosotros, ¿sabes? No quiero ni pensar lo que habría pasado si nos hubiéramos encontrado aquí solos.

Mitch sonrió, tratando de hacer caso omiso del sarcasmo del policía. Pero había dicho algo que no se le quitaba de la cabeza. La hora. Las siete de la tarde. ¿Por qué era eso precisamente lo que le fastidiaba?

Y entonces recordó.

Volvió al ordenador y pulsó el ratón para volver a la imagen en circuito cerrado de la sala de informática, donde Kenny seguía tecleando para resolver el fallo. Todo parecía normal. Todo menos las manecillas del reloj de pared. Señalaban las seis y cuarto, lo mismo que hacía cuarenta y cinco minutos. Y ahora que contemplaba la imagen con mayor atención, empezó a observar pequeñas repeticiones en los gestos de Kenny: la misma pequeña sacudida de la cabeza, el mismo ceño fruncido, los mismos movimientos de los dedos sobre el teclado. Mitch sintió que se le erizaban los pelos del cogote. Lo que estaba viendo desde hacía un buen rato no era más que una cinta grabada de lo que había ocurrido en la sala de informática. Alguien quería hacerles creer que Aidan Kenny se estaba dedicando a limpiar de fallos los sistemas de gestión del edificio. Pero ¿por qué? De momento, Mitch guardó el descubrimiento para sí, no queriendo alarmar a los demás. Se volvió en la silla y se dirigió a David Arnon.

– ¿Dave? ¿Tienes ahí el walkie-talkie?

– Claro, Mitch.

Arnon le tendió el aparato que siempre llevaba en el edificio para comunicarse con los obreros.

– En la oficina de seguridad hay otro, ¿verdad?

Arnon asintió.

– Voy a llamar a ese tal Dukes, el guarda jurado, para ver qué está entreteniendo a Richardson. -Sorprendió la minúscula pupila de los pálidos ojos azules de Birnbaum y añadió-: Me importa tres cojones lo que esté haciendo.

Birnbaum se encogió de hombros.

– Tú sabrás lo que haces, Mitch.

– Puede que sí.

Curtis seguía ostentando su sarcástica expresión. Mitch le miró y señaló la puerta con la cabeza.

– ¿Puedo hablar un momento con usted, inspector? ¿Fuera?

– ¿Por qué no? En este momento no tengo otra cosa que hacer.

Mitch no dijo nada hasta que estuvieron en el pasillo, a cierta distancia.

– No quería hablar delante de los demás -dijo al fin-. Para que no se asustasen tanto como yo, me parece.

– ¿Qué coño pasa ahora?

Mitch le explicó lo de las manecillas del reloj de la sala de informática y su sospecha de que se habían pasado los últimos tres cuartos de hora viendo una grabación de vídeo, la repetición de una secuencia ocurrida con anterioridad.

– Lo que significa que puede haber sucedido algo en la sala de informática poco después de las seis y cuarto. Algo que alguien trata de ocultarnos.

– ¿Piensa que le ha pasado algo a Aidan Kenny?

Mitch emitió un suspiro y se encogió de hombros.

– No lo sé, la verdad.

– Ese alguien -dijo Curtis al cabo de unos momentos-, ¿cree que podría ser su amigo del garaje? ¿El que le dejó sin sentido?

– Esa idea se me ha pasado por la cabeza, inspector.

– ¿Hasta dónde le cree capaz de llegar?

– Francamente, no me imagino que Grabel sea un asesino. Pero si Sam Gleig le sorprendió saboteando el ordenador, es posible que lo matase por eso. Quizá fuese un accidente. De todas formas, me parece que Grabel ha vuelto para prevenirme. Puede que haya recapacitado sobre todo el asunto.

– En cualquier caso, estamos apañados.

– Eso me temo, sí -corroboró Mitch.

– Bueno, ¿no sería mejor bajar a la sala de informática a ver si le ha pasado algo al señor Kenny?

– Desde luego. Pero, si estoy en lo cierto, sería preferible que no cogiéramos el ascensor.

Curtis lo miró sin expresión.

– Abraham controla los ascensores -explicó Mitch-. Y puede que todo el sistema de gestión del edificio esté jodido.

– Entonces será mejor bajar por las escaleras -sugirió Curtis.

– Yo no voy. Diremos a Dukes que al subir se pase a ver a Kenny. Mire, si vamos a quedarnos algún tiempo encerrados en el edificio, es más lógico que suban ellos aquí, donde hay comida y agua, en vez de quedarse allí, donde no hay de nada.

Curtis asintió.

– Parece sensato.

– Al menos hasta que consigamos ayuda.

Mitch pulsó el botón de llamada del walkie-talkie y se llevó el aparato a la oreja. Pero cuando salieron al espacio abierto que daba al atrio, lo que oyó fue la alarma de la planta baja.

Tras recobrarse de los efectos tóxicos de su inútil tentativa de revivir a Kay Killen, Ray Richardson se dirigió a un teléfono e intentó, sin éxito, llamar a la sala del consejo de administración. Tampoco logró comunicarse con Aidan Kenny. De modo que volvió al atrio a buscar a Joan.

Estaba sentada en uno de los enormes sofás de cuero negro, donde la había dejado, junto al piano que seguía sonando, tapándose la nariz y la boca con un pañuelo para evitar el mal olor que invadía el edificio. Se sentó pesadamente a su lado.

Pero Ray… -protestó, apartándose del húmedo cuerpo de su marido-. ¿Qué ha pasado?

– No lo sé -repuso él en voz queda-. Pero no podrán decir que ha sido culpa mía. -Sacudió nerviosamente la cabeza-. Intenté ayudarla. Me tiré y traté…

¿De qué estás hablando, Ray? Cálmate, cariño, y cuéntame lo que ha ocurrido.

Richardson permaneció un momento en silencio, tratando de tranquilizarse. Respiró hondo e inclinó la cabeza.

– Estoy bien -dijo-. Es Kay. Está muerta. Fui a la piscina y me la encontré flotando. Me tiré al agua y la saqué. Intenté reanimarla. Pero era demasiado tarde. -Meneó la cabeza-. No entiendo lo que puede haber pasado. ¿Cómo ha podido ahogarse? Ya la viste, Joan. Nadaba estupendamente.

– ¿Se ha ahogado?

Richardson asintió nerviosamente.

– ¿Seguro que está muerta?

– Completamente.

Con un gesto compasivo, Joan puso la mano en la temblorosa espalda de su marido y sacudió la cabeza.

– Pues no sé. A lo mejor se tiró de cabeza y se dio con la frente en el fondo. Suele ocurrir. Incluso a los mejores nadadores.

– Primero Hideki Yojo. Luego ese tío de seguridad. Ahora Kay. ¿Por qué me tiene que pasar esto a mí? -Soltó una risita incómoda-. Pero qué estoy diciendo. Debo estar loco. Sólo pienso en el edificio. ¿Sabes lo que pensaba cuando trataba de sacar del agua a esa pobrecilla? No dejaba de decirme, un accidente en la piscina. Como Le Corbusier. ¿Te das cuenta? Hasta ese punto estoy obsesionado, Joan. Me encuentro muerta a esa preciosa muchacha y lo único que se me pasa por la puñetera cabeza es que ha sufrido la misma suerte que un famoso arquitecto. Pero ¿qué me pasa?

– Que estás alterado, nada más.

– Y eso no es todo. Los teléfonos no funcionan. He intentado llamar arriba, para decirles que Kay está muerta. -Le tembló ligeramente la mandíbula-. Tenías que haberla visto, Joan. Qué horror. Una chica tan guapa como ésa, muerta.

Como si obedeciera a una señal, el piano dejó de tocar las Variaciones Goldberg de Bach a lo Glenn Gould y, pasando al estilo de Arthur Rubinstein, acometió el insistente y lúgubre bajo de la marcha fúnebre de la Sonata en si bemol de Chopin.

Incluso Ray Richardson reconoció inmediatamente las implacables y sombrías notas de la obra.

– ¿A qué viene esta cabronada? -gritó, levantándose y apretando los puños-. ¡Si alguien piensa que es una broma, no es nada divertido!

Se dirigió al mostrador holográfico con un paso tan indignado como se lo permitían sus empapados zapatos.

– ¡Hola! -dijo Kelly con su más animada voz de primera de la clase-. ¿En qué puedo servirle, señor?

– ¿A qué viene poner esa música? -soltó Richardson.

– Bueno -sonrió Kelly-, está en la tradición de las marchas fúnebres que arranca de la Revolución Francesa. En el movimiento central, sin embargo, Chopin…

– No quiero que me recites todo el jodido programa. Sólo digo que esta música es de muy mal gusto. ¿Y por qué no funcionan los teléfonos? ¿Y por qué apesta a mierda el edificio?

– Espere un momento, por favor. Estoy tratando de tramitar su petición con la mayor premura.

– ¡Cretina! -gritó Richardson.

– Que usted lo pase bien.

Pisando fuerte, Richardson volvió junto a Joan.

– Será mejor que volvamos arriba y contemos lo que ha pasado a los demás. -Sacudió la cabeza-. Sabe Dios lo que dirá ese poli de los cojones.

Giró sobre los talones de sus rechinantes zapatos y se encaminó hacia los ascensores.

Joan se puso en pie y le cogió de la empapada manga de la camisa.

– Si los teléfonos no funcionan, es probable que los ascensores tampoco -advirtió.

Señaló el ascensor que Declan y los pintores habían tomado poco antes: el panel de los pisos no indicaba nada.

– Noté que se apagaba cuando pasaron por la planta quince. -Se encogió de hombros al ver que Richardson la miraba perplejo, con el ceño fruncido-. Subían a la veintiuno, ¿no? Bueno, pues no llegaron.

Sonó un campanilleo cuando las puertas de uno de los otros cinco ascensores, enviado automáticamente a la planta baja por Abraham, se abrió frente a ellos.

– Parece que funciona -observó él.

– No me gusta -declaró Joan, moviendo la cabeza.

Richardson subió al ascensor que esperaba.

– Sal de ahí, Ray, por favor -le rogó ella-. Tengo un mal presentimiento.

– Vamos, Joan -urgió él-. No seas supersticiosa. Además, no voy a subir veintiún pisos a pie con los zapatos mojados.

– Piénsalo, Ray -insistió ella-. La puerta principal está cerrada. El aire acondicionado se ha averiado. El aromatizador se ha vuelto loco. Los teléfonos no funcionan. ¿Y encima quieres quedarte encerrado en el ascensor? Adelante, hazlo, pero yo subo por las escaleras. No me importa los pisos que sean. No puedo explicarlo, pero no, yo no entro ahí.

– ¿Qué es eso, sabiduría navaja o algo así? En realidad se está bien aquí dentro, hace fresco.

Apoyó la mano en la pared del ascensor y la retiró de golpe, como si se hubiese quemado.

– ¡Joder! -exclamó al tiempo que salía de un salto y se frotaba los dedos con la palma de la otra mano.

– ¿Qué ocurre ahora?

Era la voz de Dukes, el guarda jurado.

– Pasa algo en el ascensor -admitió Richardson, desconcertado-. La pared está helada. Es como una nevera. Se me ha quedado la mano pegada.

Dukes entró en la cabina y tocó la pared con el dedo.

– ¡Coño! -exclamó-, tiene razón. ¿Cómo es posible?

Richardson se frotó la barbilla y luego, con aire pensativo, se pellizcó el labio inferior.

– Hay un conducto de alta velocidad que sale de la instalación central en el tejado -dijo al cabo de unos momentos-. El aire pasa por el refrigerador en el serpentín de expansión directa. Éste lleva el aire fresco a una caja de distribución de volumen variable asistido por un ventilador que tendría que pasarlo luego al conducto de baja velocidad. Lo único que se me ocurre es que, por alguna causa, todo el aire fresco del edificio se ha canalizado por el hueco de los ascensores. Y por eso hace tanto calor.

– Pues aquí hace frío, desde luego -observó Dukes-. ¡Fíjese, si hasta se condensa el aliento!

– Más o menos, el resultado debe ser el mismo que cuando sopla un viento helado. Como en el Medio Oeste en invierno.

Dukes salió tiritando del ascensor.

– No me gustaría un pelo estar ahí dentro con las puertas cerradas.

– Mi mujer cree que puede haber tres personas encerradas en otro ascensor -anunció Richardson-. A la altura de la planta quince.

– ¿Los tres tipos que estaban antes aquí?

Joan asintió.

– En esta especie de cámara frigorífica, se habrán quedado como un saco de chuletas.

– ¡Mierda! -exclamó Richardson-. ¡Vaya jodienda de los cojones! -Se llevó las manos a la cabeza y se puso a caminar en círculo lleno de frustración-. Pues habrá que sacarlos de ahí. Hoy día no es tan fácil encontrar un buen chófer. Declan es prácticamente de la familia. ¿Se le ocurre algo?

Dukes frunció el ceño. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue decirle a Richardson que era un hijo de puta egoísta y recordarle que había otras dos personas encerradas con su precioso chófer de mierda. Pero aquel tío seguía siendo el jefe, y no quería quedarse sin trabajo. De modo que se limitó a señalar al otro lado de los ascensores.

– ¿Y si diéramos la alarma contra incendios? Está directamente conectada con los bomberos, ¿verdad?

– Podemos probar, a lo mejor da resultado.

Rodearon los ascensores y, al torcer la esquina, se detuvieron frente a una manguera de incendios colocada en la pared, junto al cajetín de alarma. Dukes desenfundó la pistola para romper el cristal.

– ¡No! ¡Guarde eso! -gritó Richardson, demasiado tarde.

Lo que se activó no fue la alarma contra incendios, sino la de seguridad. Bastaba que el circuito cerrado de televisión captase una pistola en el atrio para que Abraham activase automáticamente los sistemas defensivos de la Parrilla. En cada planta, las puertas de las salidas de emergencia se cerraban a cal y canto. Un rastrillo metálico descendía del techo, bloqueando puertas y ascensores. Sólo cuando Abraham consideró que las plantas superiores eran inaccesibles a los intrusos cesó el ensordecedor pitido.

– ¡Coño! -exclamó Dukes-. Se me había olvidado completamente.

– Idiota de los cojones -gruñó Richardson-. Ahora sí que estamos encerrados aquí abajo.

Dukes se encogió de hombros.

– Bueno, ahora se presentará la poli en vez de los bomberos. No veo la diferencia.

– No habría estado mal esperarlos cómodamente -replicó Richardson-. No sé a usted, pero a mí me habría venido bien una copa. -Meneó la cabeza con furia-. Está despedido. ¿Se entera?

Cuando salgamos de ésta, ni se le ocurra aparecer por aquí, amigo.

Dukes se encogió de hombros con aire de resignación, lanzó una mirada a la Sig automática que empuñaba y volvió a guardarla en la funda.

– Voy a decirle una cosa, so cabrón -dijo sonriendo-. Se necesitan agallas para despedir a alguien que tiene una pistola en la mano. O ser idiota.

El walkie-talkie del servicio de seguridad, que Dukes llevaba al cinturón, zumbó. El guarda jurado lo desenganchó y pulsó el botón de recepción de llamada.

– ¿Qué coño pasa ahí abajo?

– ¿Mitch? -dijo Richardson, tras arrancar el aparato de manos de Dukes-. Soy Ray, Mitch. Estamos atrapados como en una ratonera. En vez de utilizar el martillito de la cadena para romper el cristal de la alarma contra incendios, Dukes ha sacado la pistola. El muy gilipollas debe de creerse Clint Eastwood o algo así. Activó los sistemas de defensa.

– ¿Estáis bien todos?

– Sí, estamos bien. Pero dime, ¿están ahí Declan y esos dos pintores?

– No, no los hemos visto.

– Entonces deben de estar encerrados en el ascensor. No sería tan grave si no fuese porque todo el aire acondicionado del edificio se ha canalizado de algún modo por el hueco de los ascensores. El que cogieron debe estar como una nevera. Por eso intentábamos alertar a los bomberos.

– Ya puedes olvidarte de eso -le recomendó Mitch-. Me parece que han saboteado a Abraham.

– Pero ¿quién, por amor de Dios?

Mitch le habló de Allen Grabel.

– Si no me equivoco, Abraham ha perdido su integridad, y puede que luego le hayan dado una nueva serie de prioridades. Y tengo la impresión de que entre ellas no figura la de que podamos llamar a los servicios públicos. Tendremos que probar algo desde aquí arriba. ¿Qué sabes de Kay?

Richardson suspiró.

– Está muerta.

– ¿Muerta? ¡Santo cielo, no! ¿Qué ha pasado?

– No tengo ni idea. La encontré flotando en la piscina. Intenté reanimarla, pero fue inútil. -Se calló un momento y luego añadió-: Oye, ¿qué quieres decir con eso de que Abraham ha perdido su integridad? ¿Qué espera Kenny para volver a poner en marcha los sistemas?

– No logramos comunicarnos con él -contestó Mitch-. Esperaba que de camino hacia acá fueseis a echar una mirada a la sala de informática. -Mitch le explicó su teoría sobre la grabación en vídeo de la secuencia repetitiva-. Tenemos que entrar como sea en el centro de datos y borrar todos los programas SGE.

– ¿Y el ordenador de la sala de juntas? -preguntó Richardson-. ¿Es que Beech no puede hacer algo desde ahí?

– Sólo si le deja Abraham.

– ¡Vaya jodienda, coño! ¿Qué vamos a hacer?

– Mira, estáte tranquilo. Trataremos de pensar algo y luego os volveremos a llamar.

– Sí, bueno, no tardéis mucho. Esto parece un horno.

En el bruñido techo de aluminio de cada ascensor había un agujero redondo de poco más de un centímetro de diámetro. Encastrada en el orificio, a unos milímetros de profundidad, estaba la tuerca triangular que mantenía en su sitio la escotilla de inspección de la cabina. Para quitar la tuerca y abrir la trampilla se necesitaba una llave especial de tubo que tenían los técnicos de mantenimiento de Otis. Pese a la evidente inutilidad de la tentativa, Dobbs, el más alto de los tres hombres atrapados en el ascensor, intentaba quitar la tuerca con un pequeño destornillador que había sacado de un bolsillo del mono.

– Tiene que haber una forma de aflojarla -dijo entre el castañeteo de los dientes.

– Estás perdiendo el tiempo -aseguró Declan Bennett, ya morado de frío.

– ¿Se te ocurre algo mejor, amigo? -inquirió Martinez-. Si es así, dilo, porque no hay manera de salir.

– ¡Maldita sea! -dijo Dobbs- No se mueve.

Bajó del techo los doloridos brazos, miró la herramienta con decepción y, dándose cuenta de su inutilidad, la tiró asqueado.

– Tienes razón. Igual que si meto la minga en ese agujero. Así, al menos, moriría contento. -Rió con amargura-. No entiendo a qué viene este frío. He oído hablar de un cambio climático que enfriaría la atmósfera, pero esto es ridículo. Nunca pensé que me moriría congelado en Los Ángeles.

– ¿Quién ha hablado de morir? -inquirió Declan Bennett.

– En casa tengo un congelador -dijo Dobbs-. Y he leído las instrucciones. Calculo que nos quedan unas doce horas, después nos conservaremos frescos hasta Navidad.

– Nos sacarán -insistió Bennett.

– ¿Y quién va a sacarlos a ellos?

– No es más que un fallo del ordenador. Algo que ha pasado en el programa. Lo mismo que con la puerta de entrada. Lo ha dicho el señor Richardson, he oído que lo comentaba con su mujer. Hay un especialista en redes que está tratando de que todo vuelva a funcionar. Este ascensor empezará a moverse de nuevo en cualquier momento. Ya veréis.

Martinez se quitó las manos heladas de las axilas y les echó el aliento.

– Me parece que no volveré a coger un ascensor en mi vida -declaró-. Suponiendo que sobreviva.

– Yo estuve en el ejército británico -anunció Bennett-. Así que conozco algunas técnicas de supervivencia. Se puede aguantar el frío extremo durante horas, incluso días, acelerando el ritmo cardiaco. Propongo que corramos sin movernos del sitio. Venga. Nos cogeremos de la mano para darnos calor.

Los tres hombres se dieron la mano, formaron un círculo y simularon una carrera, exhalando bocanadas de vapor. Parecían tres esquimales borrachos de juerga en torno a un caldero humeante. La cabina del ascensor crujía bajo sus pies medio congelados.

– Debemos mantener el cuerpo en movimiento -insistió Bennett-. La sangre se congela, ¿sabéis? Como cualquier otro líquido. Pero antes, se para el corazón. Así que hay que hacerle trabajar más. Que sepa que aún dominamos la situación.

– Me siento como un mariquita -se quejó Martinez.

– Eso es lo que menos debería preocuparte, muchacho -aseguró Bennett-. Considérate afortunado de que encima no padezcas claustrofobia.

– ¿Claustro qué?

– No se lo expliques -pidió Dobbs a Bennett-. No hay por qué darle ideas.

Miró a Martinez y sonrió como si su compañero fuese un niño.

– Pánico a Santa Claus, eso es la claustrofobia, mexicano estúpido. Sigue cogido de mi mano y deja de hacer preguntas tontas. Aunque en una cosa tienes razón. A partir de ahora, tú y yo iremos por la escalera.

– ¿Quieren prestarme atención, por favor?

Frank Curtis esperó a que todos guardaran silencio en la sala del consejo de administración y luego empezó a hablar:

– Gracias. Según el señor Bryan, ha fallado la integridad de los sistemas de gestión de este edificio. Lo cual, con su permiso, es otra forma de decir que el ordenador que controla todo, la máquina que ustedes llaman Abraham, ha sido saboteado por un loco. Parece que su antiguo compañero, Allen Grabel, guarda cierto rencor a su jefe. En cualquier caso, nuestra situación es la siguiente: Los teléfonos no funcionan. Las entradas y salidas están bloqueadas, lo mismo que las puertas de las escaleras de emergencia. Hay tres personas encerradas en un ascensor, así que debemos suponer que los ascensores tampoco funcionan. Y estoy seguro de que no hace falta recordarles que las ventanas son irrompibles y que hace mucho calor aquí dentro. Además, hay otra víctima. Lamento mucho tener que decírselo, pero han encontrado muerta en la piscina a su compañera, Kay Killen.

Curtis esperó un momento a que se disipara el horrorizado murmullo.

– No sabemos exactamente lo que ha pasado, pero creo que debemos admitir la posibilidad de que, de la forma que sea, el ordenador y Allen Grabel sean los culpables.

Ahora tuvo que alzar la voz, porque el horror daba paso a la alarma.

– Escuchen, no voy a contarles camelos ni a ocultarles nada. Todos ustedes son mayores de edad. Creo que nuestra mejor oportunidad de salir cuanto antes de aquí consiste en conocer todos los aspectos de la situación en que nos encontramos. Y son los siguientes: es posible, e incluso probable, que Grabel haya asesinado a Sam Gleig. De lo que estoy seguro es de que no hemos logrado establecer contacto con el señor Kenny en la sala de informática y de que los ascensores se han convertido en un frigorífico. Resumiendo, puede que haya otras cuatro personas muertas en el edificio. Espero no estar en lo cierto, ¿comprenden? Pero me parece prudente suponer que Allen Grabel ha alterado la integridad del ordenador lo bastante para que el edificio nos resulte sumamente peligroso a todos los demás.

– He comprobado los cables de fibra óptica en el cuarto del equipo local -intervino Willis Ellery-. Y por lo que he visto, no les pasa nada.

Bob Beech meneaba la cabeza.

– No veo cómo podría haberlo hecho Grabel -objetó-. Si queréis que os diga la verdad, Aidan Kenny me parece un sospechoso más verosímil. El sistema de gestión del edificio es suyo. Se ha mostrado muy estricto con los códigos de acceso y esas cosas. No me imagino a Grabel en todo esto.

Era Mitch quien ahora sacudía la cabeza.

– Eso no tiene sentido. Aidan estaba orgulloso de este edificio. No puedo creer que lo haya saboteado.

– En cualquier caso, vamos a necesitar su ayuda, señor Beech -terció Curtis-. ¿Puede hacer algo desde el ordenador de aquí? ¿Sacar del ascensor a esa gente, quizá?

Beech hizo una mueca.

– Aquí sólo hay un teclado, así que será difícil. Las teclas no se me dan muy bien, con Abraham estoy acostumbrado a una interfaz vocal. Y se trata de un terminal con pocas funciones, ¿sabe? Sólo podré hacer lo que me permita el ordenador principal. -Se sentó frente a la pantalla-. Pero puedo probar, de todos modos.

– Muy bien -dijo Curtis-. Los demás, escuchen. No tardarán en darse cuenta de que no estamos donde deberíamos estar. Por ejemplo: los señores Richardson tenían que estar en un avión con destino a Europa. Y sus familias empezarán a preguntarse dónde se han metido ustedes. Por lo menos la mía, seguro. Es probable que no sigamos mucho tiempo encerrados aquí, pero debemos adoptar ciertas precauciones por si la situación se prolonga más de la cuenta. Así que cada uno de nosotros debe asumir algunas responsabilidades elementales. ¿Mitch?

– Muy bien. Marty, tú te encargarás de la comida y el agua. La cocina está ahí al lado. Averigua lo que tenemos.

– Si crees que es necesario.

– ¿Tony? Aparte de Kay, eres la persona que mejor conoce los planos del edificio.

– Aquí los tengo, Mitch -dijo él-. En el portátil.

– Estupendo. Estúdialos. Mira a ver si encuentras algún modo de salir. ¿Helen? Me parece que sabes dónde ha trabajado todo el mundo.

Helen Hussey asintió, metiéndose nerviosamente entre los labios un mechón de su pelirroja melena.

– Podrías dedicarte a buscar herramientas por esta planta.

– Empezaré por la habitación de al lado. En la cocina.

– ¿Inspector Coleman? -Mitch le tendió el walkie-talkie-. Usted podría mantenerse en contacto con los del atrio. Comuníquenos si necesitan algo.

– De acuerdo.

– El inspector jefe Curtis se encargará de la coordinación entre los distintos responsables. Cuando tengan alguna información, comuníquensela. ¿David? ¿Willis? Nosotros nos reuniremos para ver si se nos ocurre un medio de sacar a esa gente del ascensor.

– Una cosa más -añadió Curtis-. Por lo que me han dicho, Kay Killen era una excelente nadadora. Sin embargo, algo hizo que se ahogara. Algún imprevisto, quizá. Así que, hagan lo que hagan, vayan donde vayan, tengan cuidado, por favor.

– ¿Qué quieres que haga yo, Mitch? -preguntó Jenny.

Mitch le apretó la mano y trató de sonreír. Fue suficiente para que el labio le empezara a sangrar de nuevo.

– Que no me digas que me avisaste.

Ray Richardson se desabrochó la camisa hecha a mano y, agitándola, trató de enviar un poco de aire entre el empapado tejido y el pecho cubierto de sudor. Al otro lado de las puertas y ventanas empañadas de la Parrilla estaba oscuro. De no haber sido por las brillantes luces, el olor a mierda y la incesante música de piano, habría intentado dormir.

– ¿Cuántos grados habrá? -le preguntó Joan, que se removió incómoda en uno de los enormes sofás de cuero.

Richardson se encogió de hombros.

– No es que la temperatura sea excesivamente alta. Sin aire acondicionado, el árbol da mucha humedad.

Dukes se puso en pie y empezó a quitarse la camisa.

– ¿Sabe una cosa? Voy a darme un baño.

– ¿Y cómo va a entrar en la piscina? -gruñó Richardson-. Acaba usted de bloquear las puertas.

Entonces comprendió que el vigilante se refería al estanque que rodeaba el árbol.

– No es mala idea -admitió, empezando a desnudarse.

En calzoncillos, los dos hombres se metieron en el agua. Los peces de vivos colores, del tamaño de salmones, huyeron en todas direcciones. Indecisa, Joan se quedó mirando al agua.

– Ven -la instó su marido-. Es como bañarse en el Amazonas.

– No sé -repuso ella-. ¿Y esos peces?

– Son carpas -explicó su marido-, no pirañas.

Joan se inclinó y se echó agua en la cara y en el pecho.

– No me digas que te has vuelto pudorosa -ironizó su marido-. Sobre todo después de esa foto en LA Living. No te quites la blusa si te da vergüenza.

Joan se encogió de hombros y empezó a bajarse la cremallera de la falda, que le llegaba a la pantorrilla. La dejó caer al suelo, se ató los extremos de la blusa y se metió en el agua.

Richardson se hundió y luego emergió de nuevo como un hipopótamo. Flotó un momento de espaldas y observó el atrio. Aquélla le pareció la mejor posición para apreciar la geometría interna del edificio: cómo iba cambiando de forma, pasando de ovalada a rectangular, a medida que se elevaba la torre, mientras el espacio abierto del atrio, ahusándose en las curvas nervaduras de las galerías, se equilibraba en el centro con la espina dorsal del árbol. Era, pensó, como estar en el vientre de una gigantesca ballena blanca.

– ¡Imponente! -murmuró-. ¡Sencillamente imponente!

– ¡Sí, maravilloso! -dijo Joan con entusiasmo, creyendo que se refería al baño.

– Es como una boca de incendios en el verano -convino Dukes.

– Me alegro de que me convencieras -dijo ella-. ¿Crees que el agua se podrá beber? A lo mejor está tratada con Agua Asfixiante, como la fuente de la entrada, ¿no?

– Espero que no -contestó Richardson-. Con estos peces, no. Han costado quince mil dólares cada uno. Deben tener el agua especialmente depurada y sin restos de cloro.

– Pero ¿y si los peces, ya sabes…, han ido al servicio dentro del agua?

Richardson soltó una carcajada.

– No creo que una cagadita de pez pueda perjudicarte, cariño. Además, me parece que no tenemos más remedio.

Para demostrarlo, ingirió un buen trago de agua tibia y salobre.

No había tanta profundidad como Joan había pensado, pero al sentarse en el escurridizo fondo tuvo la impresión de que bajaba el nivel del estanque.

– Eh -dijo Dukes-, ¿ha quitado alguien el tapón?

Se puso en pie. Al meterse, el agua le llegaba a la cintura. Ahora apenas le sobrepasaba las rodillas. Buscó desesperadamente algún recipiente y, al no ver nada que pudiera servir, empezó a beber agua, cuyo nivel ya descendía rápidamente, cogiéndola con las manos.

Richardson se incorporó bruscamente. Empezaba a pensar que Mitch quizá tuviese razón, que alguien quería hacerles daño. ¿Por qué vaciaban el estanque en aquel preciso momento, si no para privarles de agua a los tres?

Se tumbó boca abajo, como uno de los desechos del ejército de Gedeón, y empezó a lamer como un perro en los últimos centímetros de agua. Luego permaneció inmóvil, contemplando las carpas que se agitaban desesperadamente.

– Por lo menos nos evitará tener que atraparlas -comentó, incorporándose al fin-. Puede darnos hambre.

Joan se puso en pie, sin importarle que Dukes la viese en ropa interior.

– El sashim *i me da sed -declaró.

Dukes sonrió, observó el cuerpo medio desnudo de la mujer, con el agua brillando como esmalte sobre una estatuilla de barro, goteando en un reguero potable de los negros rizos de vello púbico que traslucían las bragas húmedas, y pensó que le gustaría poner la boca debajo y beber como en una fuente. Gorda o no, tenía una cara bonita.

– A mí también -dijo.

En la negra pantalla del ordenador portátil de Tony Levine aparecieron los trazos verdes de la parte exterior de los ascensores. Tony giró la bola del ratón y la imagen pasó al otro lado de las puertas, centrándose en el sistema de mando que había sobre ellas. Willis Ellery sacó la pluma y señaló una pieza que parecía una cadena de bicicleta.

– Bueno -dijo-. Eso es un sistema de mando de alta velocidad completamente regulable. Utiliza ese motor de corriente continua para accionar las dos bielas que abren y cierran las puertas. La fuerza que mantiene unidas las puertas es mayor en la parte de arriba y menor por abajo. Así que por ahí intentaremos forzarlas: por abajo. De ese modo liberaremos el aire tratado hacia el cuerpo principal del edificio, apartándolo de los tres hombres encerrados en la cabina. Por lo menos, eso evitará que se mueran de frío. Luego ya veremos la forma de bajar por el hueco y abrir la trampilla del techo de la cabina.

– Me parece buena idea -aprobó Mitch-. Pero necesitaremos una navaja o un destornillador. David, ¿por qué no le preguntas a Helen qué ha encontrado?

Arnon asintió y salió a buscarla.

– Aunque no lleguemos a separar mucho las puertas -añadió Ellery-, el mecanismo de mando tiene sensores incorporados. Una especie de haz luminoso. Si lo desconectamos, quizá podríamos activar el movimiento de las puertas en sentido contrario.

– ¿Abrirlas, quiere decir? -dijo Curtis, sonriendo.

– Eso es -confirmó Ellery con voz queda.

Horrorizado por la muerte de Kay Killen, no entendía cómo podía considerarse divertido nada de lo que estaba pasando. La noticia de que estaban atrapados en la Parrilla le había producido una clara sensación de náusea, como si hubiese comido algo estropeado a mediodía. Suspiró con visible impaciencia.

– Oiga, lo hago lo mejor que puedo -afirmó.

– No lo dudo -repuso Curtis-. Todos lo hacemos. Así que debemos mantener la moral alta, ¿eh? Que no nos deprima lo que ha pasado. ¿Entiende lo que quiero decir?

Ellery asintió.

Arnon volvió a aparecer con una selección de cuchillos y tijeras de cocina, además de algunos salvamanteles de madera.

– Podemos meter los salvamanteles en los intersticios que hagamos con los cuchillos -explicó-. Como cuñas, para mantener las puertas abiertas.

– Muy bien -dijo Mitch-, vamos allá.

Los cuatro hombres salieron al pasillo en dirección a los ascensores.

– ¿Cuál? -preguntó Ellery.

Mitch tocó las puertas con cautela. Tal como había dicho Richardson, estaban heladas.

– El del medio, de este lado.

Ellery escogió un largo cuchillo para el pan y se tumbó boca abajo en el suelo. Colocó la punta del cuchillo donde se juntaban las puertas y empezó a hacer fuerza. De pie, Levine intentó meter otro cuchillo más arriba, entre los paneles. Ninguno de los dos consiguió gran cosa.

– No quiere entrar -gruñó Ellery.

– Tenga cuidado de no cortarse -le recomendó Curtis.

– No cede ni un milímetro. O el sistema de mando tiene más fuerza de lo que pensaba, o las puertas están completamente atascadas.

Levine rompió el cuchillo y por poco no se rebanó el dedo.

Provisto de unas tijeras abiertas, Curtis avanzó y ocupó el lugar de Levine.

– Déjeme probar.

Al cabo de unos minutos se apartó a su vez y, con más atención, examinó la juntura de arriba abajo. Luego pasó el pulgar por la parte alta e hizo palanca en la junta con la hoja de las tijeras. Algo se rompió, pero no era metal.

– Las puertas no están completamente atascadas -dijo sombríamente. Se agachó a recoger el fragmento que había caído en la moqueta y lo mostró en la palma de la mano para que lo vieran todos. Era un trozo de hielo-. Están completamente congeladas.

– ¡Mierda! -jadeó Mitch.

– Lamento decirlo, señores -dijo Curtis- Pero casi con toda seguridad, quien se encuentre detrás de esas puertas ya estará muerto.

– ¡Pobrecillos! -comentó Arnon-. Vaya forma de morir, joder.

Ellery se puso en pie, jadeante.

– No me encuentro bien -anunció.

– ¿Y ya está? -inquirió Levine-. ¿Es que vamos a darnos por vencidos?

Curtis se encogió de hombros.

– Acepto cualquier sugerencia.

– Tiene que haber algo que podamos hacer. ¿Mitch?

– El inspector tiene razón, Tony. Probablemente ya estarán muertos.

Frustrado, Levine dio una patada a la puerta y soltó una andanada de tacos.

– Tranquilo -dijo Mitch.

– Ya hay cuatro personas, quizá cinco, muertas en este edificio, ¿y me dices que esté tranquilo? ¿No lo entiendes, Mitch? ¡Estamos acabados, hombre! Nadie va a salir de aquí. Ese cabrón de Grabel va a eliminarnos uno por uno.

Curtis cogió firmemente a Levine por los hombros y lo empujó violentamente contra la pared.

– Será mejor que empiece a afrontar la situación -le advirtió-. No quiero oírle decir más chorradas. -Soltando a Levine de su poderosa presa, añadió sonriendo-: No hay que inquietar a las damas.

– No se preocupe por ellas -intervino Arnon-. Tienen cojones para lo que sea…, más que otros, en todo caso. Créame, inspector, son incombustibles.

– ¿Me disculpan, por favor? -pidió débilmente Ellery-. Tengo que ir al lavabo.

Mitch lo cogió del brazo.

– Estás un poco pálido, Willis. ¿Te encuentras bien?

– No mucho -admitió Ellery.

Los otros tres hombres vieron cómo se alejaba por el pasillo en dirección a la sala de juntas.

– Dave tiene razón -dijo Levine, sonriendo con sarcasmo-. Aquí, las únicas damas que pueden inquietarse son Ellery y Birnbaum.

– ¿Cree que se le pasará? -preguntó Curtis a Mitch, sin hacer caso a Levine.

– Le tenía cariño a Kay, eso es todo.

– Todos la queríamos -observó Arnon.

– Quizá esté un poco deshidratado -sugirió Curtis-. Tendremos que ocuparnos de que beba algo.

Volvieron a la sala de juntas y sacudieron la cabeza cuando los otros les preguntaron por los tres encerrados en el ascensor.

– Así que la cosa es grave -comentó secamente Marty-. Bueno, por lo menos no moriremos de hambre ni de sed. He preparado una lista de nuestras provisiones, aunque no comprendo por qué se me ha encomendado una tarea tan doméstica. Aquí soy el socio más importante, ¿sabes, Mitch? Por derecho, me correspondería estar al cargo de todo.

– ¿Quiere tomar el mando? -le preguntó Curtis-. Pues sírvase. Yo no pretendo lucirme ni tengo un ardiente deseo de imponer mi voluntad a los demás. Si se cree capaz de sacarnos de aquí, adelante, no seré yo quien se lo impida.

– No he dicho eso. Simplemente, observaba que se ha invertido el orden jerárquico.

– Bueno, eso es lo que pasa en momentos de crisis, Marty -repuso Arnon, sarcástico-. Las viejas estructuras de clase ya no significan nada. La supervivencia suele basarse en la posesión de cierta sabiduría práctica. Como ser ingeniero. Tener un profundo conocimiento del terreno. Esas cosas.

– ¿Estás insinuando que no sé nada de este edificio, David? ¿En qué crees tú exactamente que consiste el trabajo de un director administrativo en una empresa como ésta?

– ¿Sabes una cosa, Marty? Hace meses que me vengo haciendo esa misma pregunta. Me encantaría conocer la respuesta.

– ¡Vaya, hombre! -La indignación hizo que Birnbaum se pusiera en posición de firmes, como quien se defiende ante un tribunal-. Díselo, Mitch. Dile…

Curtis se aclaró ruidosamente la garganta.

– ¿Por qué no lee la lista? -propuso-. Ya discutirán sobre sus respectivas funciones cuando salgamos de aquí.

Birnbaum frunció el ceño y luego, malhumorado, empezó a enumerar las provisiones:

– Doce botellas de dos litros de agua mineral con gas, veinticuatro botellas de Budweiser, doce botellas de Miller Lite, seis botellas de un mediocre Chardonnay californiano, ocho botellas de zumo de naranja recién exprimido, ocho bolsas de patatas fritas, seis bolsas de cacahuetes tostados, dos poulets fríos, un jamón, un salmón, seis barras de pan, varios trozos de queso, fruta, hay mucha fruta, seis chocolatinas Hershey y cuatro termos grandes de café. La nevera no funciona, pero todavía hay agua corriente.

– Muchas gracias, Marty -dijo Arnon-. Buen trabajo. Ya puedes marcharte a casa.

Birnbaum enrojeció, puso la lista en manos de Curtis y volvió con paso resuelto a la cocina, seguido por la risa cruel de David Arnon.

– Suficiente comida, en cualquier caso -dijo Curtis a Coleman.

– Yo me bebería una cerveza -repuso éste.

– Yo también -dijo Jenny-. Estoy sedienta.

– Mi estómago resuena como la falla de San Andreas -dijo Levine-. ¿Quieres algo de la cocina, Bob?

Bob Beech empujó la silla apartándose del terminal simple, se puso en pie y se acercó a la ventana.

– ¿Bob? -le preguntó Mitch-. ¿Tienes algo que decirnos?

Todos perdieron el apetito o la sed cuando llegó la tranquila respuesta de Beech:

– Creo que tendremos que revisar nuestras expectativas de rescate. Radicalmente.

Eran casi las nueve.

– Ninguno de nosotros tiene un horario regular, ¿verdad? -dijo Bob Beech-. Yo, por ejemplo, a veces trabajo hasta medianoche. Y ha habido ocasiones en que ni siquiera he vuelto a casa. Me parece que puede decirse lo mismo de casi todos los que están en esta habitación. ¿Inspector Curtis?

– Un policía trabaja a cualquier hora -admitió con un encogimiento de hombros-. Vaya al grano.

– ¿Les suena el nombre de Roo Evans, señores?

Nathan Coleman miró a Curtis y asintió.

– El chico negro de Watts, la persecución de coches.

– Estamos investigando su asesinato -explicó Curtis.

– No, ya no -repuso Beech.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Coleman.

– Ustedes dos están relevados de sus funciones, con el salario entero, y retenidos en la comisaría de la calle Setenta y siete para ser interrogados por la Brigada de Asuntos Internos como sospechosos de haber participado en el asesinato de Evans. Al menos eso es lo que cree el comisario Mahoney.

– Pero ¿qué coño está diciendo? -inquirió Curtis.

– Lo siento, pero no soy yo quien lo dice. Alguien ha entrado en su ordenador central del Ayuntamiento. Buen trabajo, por cierto. Si no me creen, echen un vistazo a la pantalla. Nadie los espera en el despacho hasta dentro de bastante tiempo. Quizá nunca. Por lo que se refiere a sus colegas, ustedes dos son personae non gratae. Que en latín significa: estáis jodidos.

Curtis se volvió y miró al ordenador sin verlo.

– ¿Me está tomando el pelo? -preguntó-. ¿Es una broma?

– Ojalá lo fuese, inspector, créame.

– Pero los de Asuntos Internos tendrían que haber llamado a Mahoney para comunicárselo, ¿no? -se extrañó Coleman.

– Así era antes -suspiró Curtis-. Pero ahora el ordenador se encarga de todo. Creen que garantiza la objetividad, ¿sabes? Para que los delincuentes puedan jodernos bien. El capullo de Mahoney no levantará su gordo culo de la silla y creerá lo que imprima el ordenador como si viniese directamente del Todopoderoso. A lo mejor incluso llama a mi mujer para decirle que no me espere en unos días.

– Como decía -prosiguió Beech, moviendo la cabeza-, eso no es todo. Han mandado un fax a las líneas aéreas para cancelar los billetes de los Richardson en el vuelo de Londres. Incluso han anulado la reserva que tenías en el Spago, Tony. Qué atenlos, ¿eh?

– ¡Joder! Tuve que esperar cuatro semanas para conseguir la puñetera mesa.

– Han enviado fax o correo electrónico a mujeres, novias, novios. Para decirles que teníamos los teléfonos estropeados y que nos quedaremos trabajando toda la noche para terminar esta mierda.

Hubo un largo y pasmado silencio que terminó rompiendo David Arnon.

– ¿Creéis que Grabel habrá llamado a Mastercharge? -preguntó-. ¿Para cancelar mi deuda?

– ¿Nadie nos espera en casa esta noche? -resumió Jenny-. ¿Y nadie sabe que estamos encerrados aquí? ¿Con un loco?

– Eso es, más o menos -confirmó Beech-. Pero hay algo mejor aún.

– ¿Podría haber algo peor? -dijo Coleman, encogiéndose de hombros.

– Allen Grabel no es culpable de nada.

– ¿Cómo? ¿Quién es, entonces? -preguntó Helen.

– Nadie.

– No entiendo -dijo Curtis-. Ha dicho que «alguien» entró en el ordenador central…

– Ese «alguien», que todos suponíamos que era Allen Grabel, es el propio Abraham.

– ¿Quieres decir que el ordenador es el culpable de lo que está pasando? -preguntó Marty Birnbaum.

– Eso es exactamente lo que estoy diciendo.

– ¡Pero qué…! ¡No lo entiendo! -repitió Curtis-. Yo sólo conozco la mentalidad de los criminales que están cargados de armas, drogas y demás mierda. ¿Por qué haría un ordenador una cosa así?

– ¡Venga, hombre! -interrumpió Marty Birnbaum-. No hablarás en serio, ¿verdad, Bob? Habrá fallado la integridad del sistema, como has dicho. Pero lo que estás sugiriendo es absurdo. Y alarmista, además. Te estás comportando de manera irresponsable. En serio. ¿Por qué querría Abraham hacer daño a alguien? Ni siquiera estoy seguro de que pueda afirmarse que un ordenador tiene voluntad.

– Bueno, por lo menos estamos de acuerdo en eso -admitió Beech-. No en el porqué, inspector. Sino en el cómo. El cómo implica un motivo. Estamos hablando de una máquina, ¿recuerda?

– ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Y qué más da, joder? Me gustaría saber lo que está pasando.

– Pues puede que haya habido una especie de semiapagón.

– ¿Y qué coño es un semiapagón?

– Un descenso de tensión en vez de una interrupción del suministro de energía. Cuando hay un fallo importante en el suministro de energía, el generador de emergencia tiene que ponerse en marcha. Es posible que haya la energía justa para que no se active el sistema de emergencia, pero no la suficiente para que Abraham pueda gestionar las cosas como es debido. Puede faltarle energía. Como cuando falta oxígeno en el cerebro. -Se encogió de hombros y concluyó-: No sé. Sólo son conjeturas, nada más.

– ¿Estás seguro, Bob? ¿De lo de Abraham?

– No hay otra explicación, Mitch. He visto las operaciones en el terminal a medida que se procesaban en el Yu-5, abajo. Sólo la rapidez con que desfilaban me convenció de que no hay un operador que las esté ejecutando. Estoy seguro. Ni tampoco instrucciones programadas de antemano. Abraham lo está haciendo por su propia cuenta.

– A lo mejor hay otra explicación, Bob -sugirió Mitch.

– Pues dímela -replicó Beech.

– Se trata de un sistema muy complejo, ¿no es así? Y la complejidad supone cierta inestabilidad intrínseca, ¿verdad?

– Es una posibilidad interesante -admitió Beech.

– ¿Puede repetirlo? -pidió Curtis.

– Los sistemas complejos siempre están al borde del caos.

– Tenía entendido que había alguna ley que prohibe a los ordenadores atacar a los humanos -terció Coleman-. Como en las películas.

– Me parece que se refiere a la primera ley de la robótica de Isaac Asimov -repuso Beech con aire pensativo-. Eso estaba bien cuando sólo teníamos que ocuparnos de sistemas binarios, de ordenadores que trabajaban con un sistema serial de sí/no. Pero éste es un ordenador paralelo a gran escala, con una red nerviosa que funciona con un sistema de «quizás» ponderados, un poco como la mente humana. Este tipo de ordenador aprende sobre la marcha. Por lo que respecta a la tradición de la disciplina y la práctica informáticas, Abraham es el equivalente de un inconformista. Un librepensador.

– Puede ser -concedió Marty Birnbaum-. Pero ése es un terreno muy diferente del que os movéis vosotros. Una cosa es la iniciativa y otra, completamente distinta, la intención. Lo que estáis sugiriendo es… -Se encogió de hombros-. No hay otra palabra: ciencia ficción.

– ¡Joder, Mitch! -exclamó Beech-. ¡Es increíble!

– ¿Y no podría ser -arguyó Mitch- que Abraham hubiese superado cierto umbral de complejidad y se hubiera convertido en autocatalítico?

– ¿Autoqué? -dijo Levine.

– Un ordenador se organiza a sí mismo a partir del caos de sus diversas respuestas programadas para crear una especie de metabolismo.

Beech se mostraba cada vez más excitado.

Jenny se levantó despacio.

– ¡Uau! -exclamó-. ¿Una especie de metabolismo? ¿Quieres decir lo que creo que estás diciendo, Mitch?

– Eso es exactamente lo que estoy diciendo.

– ¿Y qué está diciendo? -preguntó David Arnon-. ¿Sabes tú lo que está diciendo, Bob? Porque yo no tengo ni pajolera idea.

– Te diré una cosa -contestó Beech-. No soy una persona religiosa. Pero ésta es la experiencia más cercana a una revelación que haya tenido nunca. Tengo que reconocer la posibilidad, a falta de términos más adecuados, de que Abraham sea un ser vivo capaz de pensar.

Las palabras de Bob Beech acentuaron las náuseas de Willis Ellery. Convencido de que iba a vomitar, se dirigió al servicio de caballeros, cerró la puerta del cubículo y se arrodilló frente a la taza. Su entrecortada respiración y el sudor frío que se le empezaba a formar en la frente parecían realzar el tumulto que se agitaba en su estómago. Pero no pasó nada. Eructó un par de veces, deseando tener valor para meterse los dedos en la garganta como una adolescente bulímica. Pero, por lo que fuese, no se atrevió.

Al cabo de unos minutos, cuando la sensación que tenía en el estómago pareció bajarle al intestino, Ellery pensó que, en cambio, tendría que cagar. De modo que, tambaleante, se irguió, se desabrochó el cinturón, se bajó los pantalones y los calzoncillos y se sentó.

¿Por qué tenía que ser Kay?, se preguntó. ¿Por qué? Nunca había hecho daño a nadie. No podía tener más de veinticinco años. Qué lástima. ¿Y cómo había podido ahogarse? Aunque Abraham hubiese querido matarla, ¿cómo lo había hecho? No había trampolín ni máquina para hacer olas. ¿Cómo podía haber sido?

El ingeniero Ellery quería comprender. Decidió que en cuanto saliera del retrete llamaría a Ray Richardson por el walkie-talkie para que le diera detalles sobre la forma en que había muerto Kay. Sin duda, al encontrarla flotando en el agua, Richardson había pensado lo más evidente, como habría hecho la mayoría de la gente. Pero podía haber sucedido de otra manera. Quizá se había electrocutado. O asfixiado con gas. Con la bomba de dosificación automática, Abraham podía haber fabricado una especie de gas mortal. O a lo mejor se había limitado a suministrarle ozono.

Tras una breve contracción espasmódica, Ellery vació los intestinos y, casi inmediatamente, empezó a sentirse mejor. Accionó la cisterna con el codo, puso en marcha el dispositivo de limpieza personal, salió del cubículo y fue a lavarse las manos en el largo escalón de mármol que alguien había considerado un lavabo de moda. Ellery hubiera querido llenar un lavabo para sumergir la cara en él, pero su forma se lo impedía. No era la clase de lavabo que invitara a remolonear.

Se miró en el espejo y vio que su rostro estaba recobrando algo de color.

– Un lavabo debe parecer un lavabo, no un puñetero ordenador personal -masculló.

Abrió el grifo, se echó agua fría en la cara y bebió un poco.

De pronto se le ocurrió que se estaba comportando casi del mismo modo que Kay Killen poco antes de encontrar la muerte. Volvió a sentir náuseas al comprender que estaba tan en peligro como ella lo había estado.

Abraham controlaba los servicios, igual que la piscina.

Ellery no quiso tocar el grifo para cerrarlo ni secarse las manos en el aparato de aire caliente, por miedo a electrocutarse. Corrió a la puerta y, al ver que se abría con toda facilidad, soltó una carcajada.

Tony Levine casi se dio de bruces con él.

– Pero ¿qué coño te pasa, hombre? -rezongó Levine-. ¡Joder, qué susto me has dado!

– Es que me ha entrado miedo, Tony -dijo Ellery, sonriendo avergonzado-. Estaba pensando en Kay. No creo que se haya ahogado. En realidad, estoy completamente seguro. Richardson lo creyó porque se la encontró flotando, nada más.

– ¿Y entonces qué le pasó, teniente Colombo?

– Se me acaba de ocurrir ahora mismo. Abraham administra los productos químicos que se mezclan con el agua de la piscina. Creo que la asfixió con gas.

Levine frunció la nariz con expresión de asco.

– Desde luego, se habría asfixiado si hubiera entrado aquí. Soltó una sonora carcajada-. ¡Vaya, qué pestazo, peor que en el resto del edificio! ¿Qué has almorzado, Willis, comida para perros?

Levine apartó de un empujón a Ellery y entró.

– Cabrón de mierda -masculló Ellery. Se quedó un momento mirando la puerta y luego volvió en silencio a la sala de juntas.

El seco chasquido que hizo la puerta al cerrarse tras Levine sofocó el ruido, más discreto, de la esclusa neumática, lo que indicaba que el ordenador se disponía a cambiar el fétido aire de los servicios.

– Cuanto más complejo es un sistema -explicaba Mitch-, menos previsible es y más probabilidades hay de que empiece a actuar según sus propias prioridades. Mirad, por muy inteligentes que os consideréis, por mucho que creáis saber de un sistema algorítmico, siempre tendréis resultados que no hayáis previsto. Desde el punto de vista de un ordenador, el caos no es más que una forma diferente de orden. Preguntáis por qué ocurre todo esto. Pero lo mismo podríais preguntar por qué no debería suceder.

– Pero ¿cómo puede estar viva una máquina? -dijo Curtis con cara de asombro-. Venga, pongamos los pies sobre la tierra. Fuera de los tebeos, nadie cree que sean posibles esas cosas.

– Todo depende de lo que se entienda por vida -arguyó Mitch-. La mayoría de los científicos concuerdan en que no existe una definición universalmente aceptada. Aunque se afirmase que la capacidad de reproducirse es una condición fundamental del ser viviente, esa definición no podría excluir los ordenadores.

– Mitch tiene razón -convino Beech-. Incluso un virus informático cumple todas las condiciones del ser vivo. Es un hecho al que quizá no nos guste enfrentarnos, pero poseer un cuerpo no es una condición necesaria de la vida. La vida no es una cuestión de materia, sino de organización, un proceso dinámico de la física, y puede enseñarse a algunas máquinas a que reproduzcan esos procesos dinámicos. De hecho, puede decirse que algunas máquinas prácticamente tienen vida.

– Yo prefiero considerar que parecen vivas a que tienen vida -declaró Jenny Bao-. Para mí la vida sigue siendo sagrada.

– Para ti todo es sagrado, cariño -murmuró Birnbaum.

– El Yu-5, o Abraham, está proyectado para ser autónomo -prosiguió Beech-. Está concebido para aprender y adaptarse. Para pensar por sí mismo. ¿De qué os sorprendéis? ¿Por qué es tan difícil creer que Abraham tiene capacidad de pensar? ¿Que sea menos capaz de pensar que Dios, por ejemplo? En realidad, tendría que ser mucho más fácil de aceptar. O sea, ¿cómo podemos decir que Dios conoce, que Dios oye, que Dios ve, que Dios siente, que Dios piensa, y que Abraham no? Si estamos dispuestos a pasar por alto lo intrínsecamente absurdo que es creer en un Dios sensible, ¿por qué nos resulta difícil hacer lo mismo con un ordenador? La raíz del problema está en el lenguaje. Como es imposible que las máquinas se adapten más al comportamiento humano, está claro que los humanos tendrán que adaptarse más al comportamiento de las máquinas. Y el lenguaje es el ámbito donde deberá realizarse esa armonización. Los ordenadores y las personas tendrán que empezar a hablar el mismo lenguaje.

– Hable por usted -objetó Curtis.

Beech sonrió.

– Mire, hace mucho que se viene escribiendo de estas cosas. La historia de Pigmalión. El Golem de la leyenda judía. Frankenstein. El ordenador del 2001 de Arthur C. Clarke. Y esa fantasía a lo mejor se ha hecho ya realidad: un ser artificial, una máquina se ha hecho cargo de su propio destino. Aquí mismo, en Los Ángeles.

– Los Angeles ya está lleno de seres artificiales -intervino Arnon-, Ray Richardson, por ejemplo.

– ¡Fenómeno! -dijo Curtis-. Hemos hecho historia. Esperemos seguir con vida para que podamos contárselo a nuestros nietos.

– Oiga, todo esto es muy grave, lo sé. Ha habido asesinatos y lo lamento profundamente. Pero al mismo tiempo soy un científico, y no puedo menos de sentirme, cómo decir…, privilegiado.

– ¿Privilegiado? -repitió Curtis con desdén.

– No es la palabra justa. Pero, para un científico, lo ocurrido tiene un enorme interés. Lo ideal sería tener tiempo para estudiar adecuadamente este fenómeno. Investigar cómo ha podido suceder. Así podríamos reconstruir las circunstancias para poderlas reproducir en otra parte, en condiciones controladas. Es decir, que sería una pena cargárselo. Y hasta inmoral. Porque, en el fondo, Jenny tiene razón. La vida es sagrada. Y quien crea vida se convierte en una especie de dios, lo que conlleva ciertas obligaciones vis à vis de lo creado.

Curtis dio un paso atrás, moviendo la cabeza con aire confuso.

– Espere un momento. Sólo un momento. Eso que acaba de decir. Ha dicho que sería una pena cargárselo. ¿Se refiere a que podría poner término a todo esto? ¿Qué puede destruir el ordenador?

Beech se encogió de hombros, con indiferencia.

– Cuando construimos el Yu-5 consideramos, naturalmente, la posibilidad de que pudiera acabar compitiendo con sus creadores. Al fin y al cabo, una máquina no reconoce los valores sociales normales. Por eso incluimos un tutorial en la arquitectura básica de Abraham. Un modelo electrónico llamado GABRIEL. Para hacer frente a una hipotética desconexión.

– ¿Una hipotética desconexión?

Curtis agarró a Beech de la corbata y lo lanzó violentamente contra la pared.

– ¡Gilipollas de mierda! -gruñó-. Después que nos estamos rompiendo los cojones para tratar de salvar a tres personas encerradas en un ascensor controlado por un ordenador asesino, ¿me viene ahora conque podía haberlo desconectado desde el principio?

Su rostro se crispó aún más, y parecía a punto de golpear a Beech cuando Coleman le contuvo.

– Tranquilo, Frank -le instó Coleman-. Todavía le necesitamos para desconectarlo.

Beech dio un tirón de la corbata, liberándola de la presa de Curtis.

– ¡De todos modos, ya estaban muertos! -gritó-. Usted mismo lo ha dicho. Además, nadie que esté en sus cabales tira a la basura un soporte informático de cuarenta millones de dólares sin comprobar su arquitectura de subsunción. Una cosa es un accidente. Y otra que Abraham sea culpable de estar vivo.

– Es un tipo despreciable -dijo Curtis con una mueca de asco-. Dólares y centavos. Eso es lo único en que piensa la gente como usted.

– Lo que está sugiriendo es absurdo. Nadie en su sano juicio tiraría al retrete un Yu-5 sin tratar primero de hacer una comprobación a fondo.

– Ya han muerto cinco personas, señor mío. ¿Qué más comprobación necesita?

Beech sacudió la cabeza y le volvió la espalda.

– ¿Y qué se propone hacer -inquirió Curtis- cuando tenga su jodida comprobación? -Mirando a Coleman con impaciencia, ordenó-: Vale, Nat, suéltame ya. -Y de un empujón se liberó del ya débil abrazo de su compañero-. ¿Es que aún tenemos que morir algunos más para que se le meta en su dura mollera que

esto no es un estúpido experimento del Instituto de Tecnología de California, o del de Massachusetts, o del caldo de cultivo del que haya salido usted? Ahora no se trata de vida artificial. Sino de vida real. De hombres y mujeres con familia. No de un puñetero hombre de hojalata sin corazón.

– ¿Bob? -dijo Mitch-. ¿Puedes desconectarlo? ¿Es posible?

Beech se encogió de hombros.

– Lo correcto sería pedir autorización al señor Yu. Hay un procedimiento oficial para hacer estas cosas, ¿sabes?

– ¡A tomar por el culo el señor Yu! -exclamó Curtis-. ¡Y a la mierda el procedimiento de los cojones! Por si lo ha olvidado, no es fácil ponerse en contacto con nadie en estos momentos.

– ¡Vamos, Bob! -urgió Mitch.

– Vale, vale -repuso Beech, sentándose frente al terminal-. Lo iba a hacer de todos modos.

El walkie-talkie zumbó. Contestó Coleman, que salió al pasillo en dirección a la galería.

– ¡Aleluya! -dijo Helen-. A lo mejor podemos salir ahora de este rascacielos de locos.

– ¡Amén! -repuso Jenny-. Toda la tarde he tenido un mal presentimiento sobre este sitio. Y por eso he venido, precisamente. Para librarlo de los malos espíritus.

– Que cada cual aporte su granito de arena -intervino Arnon, dejándose caer en el sofá-. A ver si salimos cuanto antes de aquí.

– Sí, bueno, pero esperad sentados -recomendó Beech-. Lleva tiempo verter ácido informático en el equivalente de un millar de ordenadores corrientes.

– ¿Cuánto? -quiso saber Curtis.

– En realidad, no lo sé. Nunca me he cargado un ordenador de cuarenta millones de dólares. Nos llevó treinta y seis minutos entrar en contacto con Isaac, y el programa sólo tenía un par de horas de vida. ¿Te acuerdas, Mitch? El SAR.

Beech empezó a teclear instrucciones.

– Sí, me acuerdo.

– Pues desde entonces, este cabrón lleva meses funcionando. Incluso antes de que lo instaláramos en este edificio. Sólo Dios sabe la cantidad de datos que ha recogido en todo este tiempo. Quizá tardemos varias horas.

– ¿Varias horas? -repitió Curtis, consultando su reloj.

– Como mínimo.

– ¡Está de broma!

– ¿A santo de qué? Oiga, si quiere encargarse de esto, inspector, le cedo la silla.

– Sigue con ello, Bob -insistió Mitch-. Por favor.

– Vale, ahí vamos -suspiró Beech, y sus manos repiquetearon sobre el teclado-. Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo. Éste es el fin. -Empezó a cantar el estribillo de una canción de los Doors-. El fin.

– Nunca me ha gustado esa canción -observó Arnon-. Es deprimente. ¡Vaya letra! Nadie saldrá vivo de aquí. Muy apropiado, ¿eh?

– ¿Abraham? -dijo Beech-. Estamos extendiendo la alfombra negra para mandarte al olvido, amigo de silicio. Si dependiera de mí, me habría gustado conocerte un poco mejor. Pero no es hora de razonar, sino de hacer que mueras. Aquí hay un poli que dice que debes desaparecer, amigo, de otro modo me convertirá en Rodney King Segundo. Así que es hora de dormir para el Niño Prodigio. Capisce? El Sueño Eterno para el Gran Paquidermo. FDD. FNV. FDV.

Nathan Coleman se asomó por la balaustrada de cristal que daba al atrio y miró a la planta baja. Era como estar en el mástil de un buque y mirar a los insectos humanos que se arrastraban por el blanqueado castillo tie popa. Había tres. El walkie-talkie emitió un chasquido, como el ruido de una vela suelta, y uno de los insectos agitó la mano.

– ¡Eh! -dijo Richardson-, ¿qué coño pasa ahí arriba? Nos sentimos abandonados, como en una isla desierta o algo así.

– Es una larga historia, y no estoy seguro de haberla entendido bien. Han hablado mucho de vida artificial y esas cosas en un tono muy filosófico. Pero en la sección de deportes dijeron que su ordenador ha estado actuando por iniciativa propia. Que se ha vuelto loco o algo parecido. En cualquier caso, así están las cosas: el señor Beech está tratando de cargárselo -dijo Coleman, seguro de que esa noticia sulfuraría al arquitecto-. Con mucha reticencia.

– ¿Y para qué, coño? Sólo es cuestión de esperar tranquilamente.

– Me parece que no, señor Richardson. Mire usted, Abraham ha anulado su vuelo a Londres. Y a través del ordenador central de la policía en el Ayuntamiento, ha hecho que nos retiren del servicio al inspector Curtis y a mí. Aparte de otras cosas. El resultado es que nadie nos espera en casa esta noche. Es como si

el ordenador pensara convertirse en el primer asesino múltiple del Valle del Silicio.

Coleman oyó que Richardson transmitía la noticia a Joan y Dukes. Luego, el arquitecto dijo:

– ¿A quién se le ha ocurrido esa estupidez, por el amor de Dios? No, no me lo diga. Al cabeza de chorlito de su inspector. Páseme a Mitchell Bryan, ¿quiere? Necesito hablar con alguien que entienda bien la situación. No se ofenda, muchacho, pero se habla de un ordenador que ha costado cuarenta millones de dólares, no de una mierda de agenda electrónica.

Nat se metió dos dedos en la boca e hizo que vomitaba sobre la cabeza de Richardson.

– Le diré que le llame, ¿vale?

Coleman desconectó el walkie-talkie y volvió a la sala de juntas. Ahora que había posibilidades de salir, estaba pensando en la chica que iba a ver al día siguiente. Se llamaba Nan Tucker y trabajaba en una agencia inmobiliaria. Se la habían presentado en la boda de una antigua amiga que estaba convencida de que, como se llamaban Nat y Nan, estaban destinados a formar una pareja perfecta. Coleman tenía sus dudas con respecto al matrimonio, pero había quedado con ella para llevarla al restaurante más romántico que conocía, el Beaurivage de Malibu, pese a que era muy caro y a sus dudas sobre que tuvieran mucho en común, aparte de la evidente atracción física que sentían el uno por el otro. Pero no había previsto nada para después del almuerzo. Últimamente, Nathan Coleman dejaba la iniciativa sexual a las mujeres. Solía ser más seguro en aquella época en que imperaba lo políticamente correcto. ¿Y el viejo método del perfecto caballero? Eso casi nunca fallaba.

Coleman oyó un ruido sofocado tras la puerta de los servicios y aflojó el paso. Estaba a punto de entrar a ver lo que pasaba cuando vio a Mitch, que venía por el pasillo hacia él. Coleman siguió avanzando y le tendió el walkie-talkie.

– Su jefe quiere hablar con usted. Le he dicho que el señor Beech estaba desconectando el ordenador. -Coleman se encogió lacónicamente de hombros-. Parece que se cabreó un poco. A ese tipo le gusta romperle los cojones a la gente que trabaja para el, ¿verdad?

Mitch asintió con aire cansado.

Coleman iba a añadir algo sobre Ray Richardson, pero en

cambio se volvió a mirar la puerta de los servicios.

– ¿Ha oído algo?

Mitch aguzó las orejas y después negó con la cabeza.

– Nada en absoluto.

Coleman volvió a los lavabos, se detuvo un momento frente a la puerta y luego la empujó. No cedió.

Seguro ya de haber oído algo -¿un sofocado grito de auxilio?-, Coleman volvió a hacer presión sobre la puerta. Esta vez se abrió sin dificultad y, al entrar en los servicios de caballeros, el grito, que ahora era un chillido, fue seguido de un breve estallido, más próximo a un fuerte crujido que a una explosión, semejante al reventón de una llanta en una carretera mojada o a la erupción de una corriente de lava. Coleman sintió que algo chocaba contra el panel exterior de la puerta y, seguidamente, un chorro cálido y pegajoso le roció la cara y el cuello. Oyó que Mitch le llamaba pero no entendió lo que decía, porque poco a poco iba comprendiendo que estaba cubierto de sangre.

Como la mayor parte de los policías de Los Ángeles, Coleman se había visto más de una vez envuelto en un tiroteo, y por un instante pensó que le habían alcanzado, probablemente con un proyectil de alta velocidad. Se tambaleó, limpiándose la sangre de los ojos, y se preparó para sentir el dolor. Pero el dolor no llegó. Un momento después comprendió que el martilleante ruido que oía no eran disparos, ni los latidos de su corazón, sino los golpes que Mitch daba en el otro lado de la puerta.

– ¿Está bien, Nat? ¿Me oye?

Coleman tiró del picaporte, pero comprobó que se había bloqueado de nuevo.

– Sí, creo que sí, pero estoy encerrado.

– ¿Qué ha pasado? -Y luego-: ¿Inspector? Venga, Coleman se ha quedado encerrado en los servicios.

Coleman continuó limpiándose la sangre de la cara y, al recorrer la estancia con la mirada, notó que se le abría la boca. Había sangre por todas partes, grandes cuajarones de sangre: goteando del techo, salpicando el cuarteado espejo, formando un charco sobre la repisa de uno de los lavabos y corriendo en un reguero hacia sus pies. Como si en los servicios hubiera crecido y vuelto a bajar una marea roja en el espacio de unos segundos. Coleman cerró la boca y miró hacia la fuente de aquel caudal.

Un amasijo de trapos empapados de sangre formaba como una cadena de pequeñas montañas al fondo del cuarto. No muy lejos yacía una pierna de hombre, a la que aún estaban unidos el pene y los testículos. Una mano limpiamente cortada se había detenido en el acto de abrir el grifo. Colgando de una puerta de los retretes había una corbata de seda rosa, pero Cuando Coleman la tocó se dio cuenta de que no era una corbata, sino un trozo de intestino. Al dar media vuelta resbaló en la sangre, y cayó al suelo y se encontró frente al dueño de los despojos todavía humeantes que se esparcían por los servicios de la Parrilla como después del ataque de un tiburón. Era Tony Levine. O mejor dicho, su decapitada cabeza, con cola de caballo y todo.

– ¡Me cago en Dios! -exclamó Coleman, y la apartó de sí con repulsión.

La cabeza rodó por el suelo como un coco partido y se detuvo sobre el dentado borde de lo que había sido su cuello.

Los párpados se abrieron y unos ojos penetrantes, innegablemente vivos, se fijaron en Coleman con una mezcla de indignación y pesar. Luego, las aletas de la nariz se dilataron y Nathan Coleman, instintivamente, se dirigió a la cabeza cortada.

– ¡Joder! ¿Qué coño le ha pasado? -preguntó, estremecido.

La cabeza de Levine no contestó, pero durante otros diez o quince segundos siguió con los ojos fijos en los de Coleman, antes de que los párpados bajaran y la vida abandonara definitivamente el cerebro del muerto.

Entre los golpes que daban al otro lado de la puerta, Coleman oyó gritar a Frank Curtis. Tiró otra vez del picaporte, pero la puerta seguía cerrada.

– ¿Frank? -gritó.

– ¿Eres tú, Nat?

– Estoy bien, Frank. Pero Levine está muerto. Parece que le han disparado un jodido misil Patriot. Hay sangre y trozos del tío por todos lados. Es como una escena de Sam Peckinpah, te lo juro.

– ¿Qué ha pasado?

– ¡Y yo qué sé! -gritó Coleman-. Abrí la puerta y fue como si el tío reventara delante de mis narices. -Sacudió la cabeza-. Estoy medio sordo. Me zumban los oídos como cuando voy en avión. ¿Frank? ¿Sigues ahí?

– Vale, Nat, vamos a sacarte de ahí.

Pero en los servicios sonó un timbre atronador.

– Espera un momento, Frank, ocurre algo. ¿Lo oyes?

La voz venía de algún sitio por encima de la cabeza de Nathan Coleman; tenía acento inglés, y por una fracción de segundo creyó que era la voz de Dios. Luego se acordó de Abraham.

– Desaloje los servicios, por favor -decía la voz-. Desaloje los servicios, por favor. La limpieza automática de estas instalaciones se llevará a cabo dentro de cinco minutos. Repito. Desaloje los servicios, por favor. Tiene cinco minutos.

– ¿Frank? El tío quiere limpiar este revoltijo. ¿Qué hago ahora?

– Apártate de la puerta, Nat. Vamos a derribarla.

Coleman se refugió en el único retrete que había quedado a salvo de la diáspora anatómica de Levine, bajó la tapadera de la taza y se sentó. Siguió un breve silencio y luego, al otro lado de la puerta, se oyó el impacto sordo e inconfundible de un hombro. Para Nathaniel Coleman era un ruido revelador. Antes de que lo trasladasen a la Brigada Criminal había sido un simple policía. Después de tres años recorriendo Los Ángeles en un coche patrulla, sabía las puertas que podían derribarse y las que no. Curtis se entregaba a la tarea como un héroe de tebeo, pero Coleman comprendió que sus esfuerzos eran inútiles y que la puerta no cedería.

Volvió a sonar el timbre.

– Desaloje los servicios, por favor. Desaloje los servicios, por favor. La limpieza automática de estas instalaciones se llevará a cabo dentro de cuatro minutos. Repito. Desaloje los servicios, por favor. Tiene cuatro minutos.

Coleman echó la cabeza atrás, y miró al techo salpicado de sangre y al pequeño altavoz allí instalado.

– Bueno, pues si abrieras la puñetera puerta, yo desalojaría los servicios con mucho gusto.

Entonces se puso en pie y volvió a la puerta.

– ¿Frank?

– Lo siento, Nat. Esta mierda no cede. Tendremos que probar otra cosa. Aguanta.

Coleman miró inquieto al suelo, donde yacía la cabeza de Levine, y aporreó la puerta.

– ¿Frank? No quiero acabar como Levine, así que será mejor que se os ocurra algo pronto. Ya he recibido el aviso de que sólo me quedan cuatro minutos.

Pasó otro minuto y el timbre sonó por tercera vez.

– Desaloje los servicios, por favor…

Coleman alzó la vista al techo e hizo una mueca. Sacó la Glock de 9 milímetros de la funda que llevaba sujeta al cinturón, por dentro de los pantalones, y, tapándose un oído con el dedo, silenció el altavoz con dos disparos.

– ¿Nat? ¿Qué coño pasa ahí dentro, Nat?

– Nada, Frank, que me he hartado de que el ordenador de los cojones me diga que me largue del retrete. Así que le he dado un par de tiros, eso es todo.

– Bien hecho, Nat. Por un momento pensé que tenías un 211.

– No, sólo un 207, como antes. Sólo que no creo que el cabrón de Abraham pretenda un rescate. Me parece que quiere mi pellejo.

Frank Curtis golpeó con rabia la puerta de los servicios.

– ¿Qué ocurre durante la limpieza automática? -preguntó a Mitch, que se encogió de hombros y con la mirada trasladó la pregunta a Willis Ellery.

– Los servicios se rocían con una solución caliente de amoniaco -contestó Ellery.

– ¿Cómo de caliente?

– No hirviendo, pero bastante caliente. Después se secan con aire cálido y luego se renueva el ambiente, dejándolo climatizado y aromatizado.

– ¿Ha sido el programa de limpieza lo que ha matado a Levine?

Ellery sacudió la cabeza.

– Lo dudo. Estar encerrado en los lavabos durante el programa de limpieza no debe de ser una experiencia agradable, pero tampoco necesariamente fatal. El caso es que…, vaya, debería habérseme ocurrido antes. Mire, yo estuve ahí dentro justo antes de Tony y casi se lo comenté. Sólo que él me dijo algo y se me fue de la cabeza.

– ¿Qué ibas a comentarle?

– Que si Abraham utilizaba la instalación del aire acondicionado para incomodarnos, era lógico que también utilizase los servicios con intención hostil. Por lo que nos ha dicho Coleman me parece que Abraham ha matado a Tony al climatizar el aire. Ha debido aumentar la presión por encima de lo normal, como en un avión. Pero posiblemente eso no ha tenido consecuencias fatales hasta que Coleman ha abierto la puerta. Entonces debe de haberse producido una desclimatización inmediata. Lo bastante brusca para hacer saltar a Levine en pedazos.

– ¿Hay algún modo de detener el programa de limpieza?

– ¿Sin pasar por Abraham, quiere decir? -Ellery puso la mano en el panel que recubría la pared del pasillo, junto a la puerta-.

Tengo la impresión de que aquí detrás hay algo que podría servirnos, pero primero tengo que comprobarlo en el portátil.

– Hágalo -le instó Curtis.

Ellery volvió corriendo a la sala de juntas. Se detuvo a medio camino, dio media vuelta y gritó:

– Si empieza el programa, dígale a Coleman que se tape bien los ojos.

– Vale.

Mitch inspeccionaba el modo en que el panel de revestimiento estaba fijado al muro.

– Tornillos de expansión. Voy a preguntar a Helen si ha encontrado un destornillador.

Curtis aporreó la puerta de los lavabos.

– ¿Nat? Estamos probando una cosa para sacarte de ahí, pero llevará unos minutos. Cuando se ponga en marcha el programa, procura taparte los ojos. El líquido contiene amoniaco. Puede que esté caliente.

– ¡Cojonudo, Frank! -dijo la voz detrás de la puerta-. Buscaré un cepillo, a ver si me puedo sacar la mugre de las uñas, ¿vale?

Curtis volvió corriendo a la sala de juntas. Allí encontró a Willis Ellery y a Mitch, que estaban estudiando un dibujo tridimensional.

– ¿Qué han encontrado? -preguntó impaciente, tratando de entender el luminoso dibujo verde.

Sin apresurarse, Mitch movió la bola del ratón para inclinar el dibujo de Intergraph a un lado y luego a otro.

– Cada lavabo funciona de forma independiente -explicó Ellery-. Detrás de ese panel están los empalmes de tuberías, conductos y cables conectados a las demás instalaciones del edificio. El agua entra en los aseos por la columna ascendente y luego el ordenador se encarga de calentarla, mezclarla con amoniaco para la limpieza, todo eso. Si logramos cortar la toma principal, podríamos detener el programa de limpieza.

– Perfecto. ¿Cómo lo hacemos?

– Un momento -repuso Ellery-. Déjeme ver.

Curtis echó una mirada alrededor. Bob Beech estaba encorvado frente al terminal. Arnon y Birnbaum habían extendido sobre la mesa un plano del edificio y discutían algo al tiempo que prestaban oídos al último incidente. Jenny estaba inclinada sobre el hombro de Mitch, mirando la pantalla del portátil. Al otro extremo de la mesa, Helen Hussey había colocado una selección de herramientas y otros objetos útiles, como si estuviese preparando una operación quirúrgica. Había un botiquín de primeros auxilios, una cuchilla de moqueta, un serrucho pequeño, un bisel, una rasqueta, una escofina, una talocha, unos alicates, una garlopa, unas tijeras, varios cuchillos y tenedores, un surtido de bulones, un par de destornilladores, un abrebotellas y una llave inglesa grande.

Curtis escogió un destornillador.

– ¿Dónde coño encontró todo esto? -preguntó, impresionado por la eficiencia de Helen.

– Se sorprendería de ver todo lo que los obreros dejan en los edificios cuando terminan el trabajo -contestó ella-. Había un saco de herramientas en los servicios de señoras, figúrese.

– Sí, pero será mejor que no vuelva a utilizar los aseos -le recomendó Curtis, alzando la voz-. Y ustedes tampoco. Abraham acaba de matar a Levine en los servicios de caballeros. Y ahora Nat se ha quedado allí encerrado.

– ¡Santo Dios!

– ¿Tienes ahí una llave inglesa, Helen? -preguntó Ellery.

A Helen nunca le había caído simpático Tony Levine. Siempre dando vueltas a su alrededor. Era peor que Warren Aikman. Pero lamentaba que hubiese muerto. Con un sobresalto, se dio cuenta de que ya no estaba segura de cuántas personas habían muerto en la Parrilla desde aquella tarde.

– No sé -dijo vagamente, mostrando algo que podía responder a la descripción.

– Mejor que mejor -comentó Ellery, entusiasmado-. Es de las que se ajustan a la presión del mango.

Cuando el agua empezó a entrar a raudales, Coleman casi sintió alivio, porque ni estaba caliente ni parecía contener amoniaco. Pero el nivel aumentaba a cada momento. Cuando Curtis volvió al otro lado de la puerta, ya había más de diez centímetros. Coleman habría probado a contener la inundación, sólo que el agua entraba por todos los sitios imaginables: por los aspersores de alta presión del techo, por los grifos del lavabo, hasta por las cisternas de los retretes. Poco a poco, en la mente del policía empezó a abrirse paso la idea de que Abraham pretendía ahogarlo.

– ¡Aquí hay un escape de cojones, Frank! -gritó-. Esto se está llenando de agua. Nada de amoniaco. A lo mejor Abraham ha cambiado de planes después de que le destrocé el altavoz.

Eso le dio una idea. Volvió a desenfundar la pistola.

– ¡Oye, Frank! Apártate, voy a ver si hago unos cuantos agujeros en la puerta. Me parece que pronto me harán falta más desagües. ¿Frank?

– ¡No, es inútil, Nat! -gritó a su vez Curtis-. Acaban de decirme que la puerta es de acero. Necesitarías un bazuka del cincuenta para atravesarla. Trata de mantener la calma. Estamos buscando el modo de desconectar el módulo de los servicios de la toma principal de agua.

– De acuerdo, Frank. Lo que tú digas. Pero no tardéis mucho. Nunca me han gustado las películas de submarinos.

Coleman enfundó la pistola y, con el agua casi a las rodillas, volvió a sentarse en el retrete.

Inclinándose hacia delante, cogió agua con las manos y bebió.

– Por lo menos no me moriré de sed.

Curtis quitó el último tornillo, dejando que el panel se desprendiera de la pared y cayera al suelo. En el hueco había un gran tubo rojo en forma de codo, otra tubería más pequeña de conexión con los aseos, unas válvulas circulares de cerámica y, dentro de un cajetín con material aislante, los cables eléctricos que regulaban el funcionamiento de los servicios.

Willis Ellery indicó una junta de la tubería de derivación.

– Creo que para cortar el agua lo único que tenemos que hacer es apretar ahí.

– Espere un momento -objetó Curtis-. ¿No será peligroso tocar esa tubería? ¿Qué me dice de todos esos cables eléctricos? ¿Suponga que Abraham ha conectado la tubería a la corriente?

– Tiene razón, Will -intervino Mitch, que ya estaba tecleando en el portátil el código estampado en el cajetín-, cacoas 21. El diagrama de la instalación quizá nos diga cómo abrir la puerta.

En la pantalla, el menú pidió la versión deseada del esquema de conexión, Rápida o Técnica. Mitch seleccionó Rápida y observó el programa Intergraph, que trazaba una línea por cada cable en vez de una línea por cada hilo.

Willis Ellery irguió la cabeza por encima del hombro de su colega y estudió el diagrama durante unos momentos.

– Ninguna tubería está conectada a la instalación eléctrica -aseguró al fin. Luego, golpeando la llave inglesa sobre la palma de la mano, añadió-: Bueno, vamos allá.

Se preparó para cortar el agua y, ajustando las dentadas mandíbulas de la llave a la junta que abrazaba la cañería de derivación, empezó a apretar la tuerca.

– De momento parece que no hay peligro.

Mitch seguía estudiando el esquema de conexión. Curtis miraba por encima de su hombro.

– ¿Qué es eso?

– Cajetín de Conexiones Aseos número 21 -contestó Mitch-. Cables para cada tipo de instalación del edificio. Éste es de la luz. Para disminuir o aumentar la iluminación. Ése, del aire acondicionado. Ese otro, de TI: telecomunicaciones básicas y datos a baja velocidad. Parece que el cable del aire acondicionado es el que acciona la puerta. ¿Lo ve? El cajetín del techo, encima de la puerta, y esas dos barras verticales a los lados. Si lo desacoplamos, la puerta debería abrirse.

– Está muy prieto -gruñó Ellery que, soltando un momento la llave inglesa, se escupió en las manos-. Vaya, espero que esto dé resultado.

– ¿Y ese cable de ahí? -se preguntó Mitch-. MCI, MCS. ¿Qué es esto? Va por la pared rodeando la tubería de derivación.

Desplazó la flecha del cursor a lo alto de la pantalla y pulsó el Glosario.

– Manguito Contra Incendios. Manguito Contra Seísmos. -Mitch frunció las cejas-. Me parece que si el tubo entra en el manguito, lo que pasa entonces es… ¡Willis, no!

Willis Ellery no oyó a Mitch.

Al apretar la llave inglesa contra la junta, el tubo inteligente se desplazó al interior del manguito especial, haciendo contacto con el activador piezoeléctrico que enviaba a Abraham la señal de que tensara la estructura de acero del perímetro exterior contra una sacudida sísmica.

Willis Ellery lanzó un grito de dolor mezclado con sorpresa. Como todo cuerpo humano, Ellery sirvió de excelente conductor de la electricidad, produciendo una reacción tan positiva como cualquier solución electrolítica. La corriente que recibió no era especialmente intensa, sino la normal, que alternaba a sesenta ciclos por segundo. Pero Ellery tenía las manos húmedas de saliva y sudor, y al recibir la descarga le resultó imposible soltar la llave inglesa e interrumpir el paso de la corriente. Era como si la electricidad le hubiese aferrado con la dentada fuerza de la herramienta. La llave hacía presa en la junta, la electricidad aferraba la llave; y Willis Ellery no podía hacer otra cosa que aguantar, estremecido de arriba abajo, gritando como un niño histérico.

Al ver que Mitch alargaba el brazo para coger a Ellery, Curtis lo apartó de un manotazo.

– ¡No lo toque! -gritó-. Se electrocutaría usted también.

Ellery emitió un débil grito al tratar de librarse desesperadamente de la llave inglesa.

– ¡Por fa-a-vor! ¡Ayu-u-u-dadme!

– ¡Para quitarle de ahí tenemos que encontrar algo que no sea conductor! -gritó Curtis-. El mango de una brocha o un trozo de cuerda. ¡Vamos, rápido!

Fue corriendo a la cocina y la inspeccionó. No vio nada con aspecto de no conducir la electricidad del cuerpo de Ellery a las manos de sus rescatadores. Entonces se le ocurrió una idea. La mesa de la cocina. Tirando al suelo todo lo que había en la superficie de madera, gritó a Mitch:

– ¡Esto nos servirá!

– Muchas gracias, oiga -protestó Marty Birnbaum-. Acababa de colocar ahí nuestras provisiones.

Sin hacerle caso, Curtis y Mitch cogieron la mesa y la llevaron al pasillo, donde Ellery seguía pegado a la llave electrificada y ya apenas consciente de lo que pasaba. En el aire había un fuerte olor a quemado. Como a pelo chamuscado en la peluquería. Curtis dejó caer la mesa, poniéndola de costado.

– Vamos a recogerlo así -dijo-. Como si fuera el quitapiedras de una locomotora.

Los dos hombres cogieron una pata de la mesa y la empujaron con fuerza contra el cuerpo estremecido de Ellery, separándolo del cajetín de conexión. Cuando su mano soltó la presa de la llave inglesa, Ellery lanzó un grito de dolor mientras uno de sus dedos emitía un destello azulado que desapareció en la moqueta con una nubecilla de humo acre. La fuerza de la electricidad que se descargaba de su cuerpo junto con el impulso de la mesa contra su costado bastó para proyectarlo por el pasillo y arrojarlo contra la pared, desde donde cayó inconsciente al suelo.

Sin perder un segundo, como un púgil que no respeta las reglas del juego, Curtis se lanzó sobre él, poniéndolo de espaldas, desgarrándole la pechera de la camisa y aplicando la oreja a su corazón.

– ¿Está muerto? -preguntó Helen.

Poniéndose a horcajadas sobre las piernas de Ellery, Curtis no respondió y, colocando una mano encima de otra, con los codos pegados al cuerpo, empezó a comprimirle el corazón, entre el esternón y la columna vertebral, buscando un ritmo que sirviese para enviar suficiente sangre al cerebro del hombre inconsciente.

– Helen -dijo sin aliento-, vaya a ver si Nat está bien. ¿Jenny? Traiga una manta, un mantel, algo para abrigar a este hombre. Mitch, llame a Richardson por el walkie-talkie y cuéntele lo que está pasando.

Curtis siguió comprimiendo el pecho de Ellery durante unos minutos y luego se inclinó para escuchar si le latía el corazón. Meneó la cabeza y empezó a desabrocharle los pantalones húmedos de orina. Jenny volvió con un mantel.

– Quítele los pantalones -gritó-. Y apriete la arteria femoral.

Reanudó la compresión mientras Jenny le bajaba los pantalones a Ellery. Sin hacer caso del olor a orina, introdujo la mano en los calzoncillos, le apartó el escroto hacia un lado y le tanteó la ingle.

– ¿Lo siente? -jadeó Curtis-. ¿Nota cuando le comprimo el pecho?

– Sí -contestó ella al cabo de un momento de silencio-. Lo noto.

– Buena señal. Que alguien vaya a ver lo que está haciendo el gilipollas de Beech. ¿Ya ha desconectado al hijo de puta ese?

Curtis volvió a pegar la oreja en el pecho de Ellery y escuchó. Esta vez oyó un débil latido. El gran problema era que los músculos respiratorios estaban agarrotados y aún no había recobrado la respiración.

– Ya puede dejarlo -dijo a Jenny. Y a Helen-: ¿Ha hablado con Nat?

Arrodillándose junto a Ellery, le pellizcó la nariz y empezó a hacerle la respiración boca a boca.

– Nat está bien -respondió Helen-. El agua le llega a la cintura y sigue subiendo, pero está bien.

Curtis, ocupado en poner la boca sobre la de Ellery a intervalos regulares, no tenía tiempo de contestarle. No es que tuviera mucho que decirle. Pensó que se le habían acabado las ideas. Ya no veía solución alguna. Ahora todo dependía de Beech.

Pasaron diez minutos y Curtis seguía sobre Willis Ellery sin perder las esperanzas. Una de las cosas que había aprendido de joven, cuando patrullaba las calles, era que las víctimas solían morir porque quien intentaba reanimarlas abandonaba demasiado pronto. Sabía que tenía que seguir. Pero se estaba cansando. Iba a necesitar ayuda.

Entre dos tentativas de insuflarle aire en los traumatizados pulmones, Curtis preguntó a Jenny si podía sustituirle un momento. Tapando a Ellery con el mantel, ella miró al policía con lágrimas en los ojos y asintió con la cabeza.

– ¿Sabe cómo se hace?

– Hice un cursillo de socorrismo en la universidad -contestó ella, colocándose junto a la cabeza de Ellery.

– No se detenga hasta que yo se lo diga -le ordenó-. Hay peligro de anoxia. El paro respiratorio puede causar ceguera, sordera, parálisis y otras cosas.

Pero estaba claro que Jenny aguantaría lo que fuese necesario. Curtis se puso rígidamente en pie y miró cómo lo hacía. Luego fue a hablar con Beech.

Bob Beech estaba inquieto.

La última vez que había estado tan preocupado fue a mediados de los ochenta, en el último curso de seguridad informática del Instituto de Tecnología de California, cuando creó su primer programa autorreproductor o, como luego había aprendido a llamar aquel tipo de SAR, su primer virus. En aquella época todo el mundo escribía programas así, inspirados en un artículo que apareció en Scientific American.

Con trescientas líneas de MS-DOS, Beech había creado TOR, por Torquemada, el primer gran inquisidor de la Inquisición española. La intención de Beech era hacer un programa que destruyese la herejía de las copias ilegales de MS-DOS en Extremo Oriente, donde la piratería informática era casi endémica, para luego venderlo a Microsoft Corporation. El problema era que TOR actuaba como un verdadero virus informático en mucho mayor medida de lo previsto y, al combinarse con otro virus, NADIR, cuya existencia desconocía completamente Beech, creó una nueva supercepa posteriormente conocida con el nombre de TORNADO. Esa mutación había tenido efectos desastrosos, pues no sólo destruía los datos introducidos con el producto pirateado de Microsoft, sino también los escritos con el programa legal. En la segunda conferencia sobre vida artificial de 1990, celebrada en Los Alamos, Beech oyó a un delegado que estimaba en varios miles de millones de dólares los daños causados por TORNADO.


Beech nunca había dicho a nadie que era el autor del TOR. Era su secreto más inconfesable. Diez años después, cuando en el mercado seguía habiendo numerosos programas específicos contra aquel virus, mutaciones de quinta y sexta generación de TORNADO aún sobrevivían en los ordenadores personales del mundo entero. También había escrito varios programas antivirus, uno de ellos para TORNADO, y creía saber bastante sobre el desmantelamiento de SAR nocivos.

GABRIEL era el más perfeccionado programa de desmantelamiento -desde lo de TOR odiaba el término «virus informático»- que Beech había escrito nunca. Para ello se había basado en principios de epidemiología y virología biológica. Como programa de vida artificial, Beech lo consideraba un verdadero hijo de puta. No sólo estaba concebido para actuar con plena independencia, sino que se ensañaba con su anfitrión contagiado. De no ser por las circunstancias en que se veía obligado a activar a GABRIEL, Bob Beech se habría sentido orgulloso de su programa de desmantelamiento. La única pega era que no funcionaba.

Tal como había dicho a Frank Curtis, GABRIEL era lento, pero al cabo de unos minutos Beech comprendió que ya debía de haber visto señales de que su programa estaba teniendo el efecto deseado en la arquitectura de Abraham. Sin embargo, nada indicaba que éste hubiese sufrido el menor fallo, ni hiperpaginación ni dispersión de datos en archivos o líneas. Beech se había situado estratégicamente en la arquitectura del sistema, en una posición desde la cual, como el epidemiólogo que estudia el progreso de un virus con un microscopio electrónico, podría observar a Abraham en las primeras fases de la infección: el reloj. GABRIEL había sido concebido para atacar en primer lugar el sentido del tiempo de Abraham. A medida que los minutos se desgranaban en el reloj, cada vez estaba más claro que el PDD era inoperante. Ya eran las once y cuarto y Abraham seguía comportándose como el programa impecable que Beech había contribuido a crear, sin fallos ni errores. Era evidente que, al menos en lo que se refería a Abraham, GABRIEL no servía para nada.

Por si había cometido algún error, repitió un par de veces las instrucciones que ejecutaba el PDD, pero sin mayor resultado.

Cuando David Arnon le preguntó cómo iban las cosas, no le contestó. Y apenas notó la conmoción que siguió al electrocutamiento de Willis Ellery. Se quedó pasmado frente al terminal, inmóvil, esperando que pasara algo y reconociendo en el fondo que no ocurriría nada. Sus comentarios sobre las responsabilidades de un dios le parecían ahora desprovistos de sentido. Era como si Dios, tras haber decidido la destrucción de Sodoma y Gomorra, se encontrara con que el fuego y el azufre de sus amenazas rebotaban inocuamente contra los muros de la ciudad.

Al volverse en la silla se encontró con Frank Curtis, que estaba de pie a su espalda. Tenía una expresión tan espantosa, que de pronto sintió más miedo del policía que de las consecuencias de lo que no había ocurrido en el corazón de silicio de la máquina.

– No sé por qué -dijo, sacudiendo la cabeza-, pero GABRIEL…, el programa de desmantelamiento, no funciona. He intentado repetidas veces ejecutar el PDD, pero no hay señales de que Abraham esté infectado. Ni rastro. Es muy raro. Sencillamente no entiendo cómo lo puede resistir. Es decir, que el PDD está creado específicamente para Abraham, está escrito en su arquitectura básica. Es como quien nace con una enfermedad congénita o cierta predisposición genética al cáncer: para desencadenar el proceso bastaría seguir una dieta equivocada. Lo único que se me ocurre es que Abraham se las ha arreglado, no sé cómo, para volverse inmune. Pero, francamente, no tengo idea.

La expresión de Curtis, ya furiosa, se volvió homicida.

– De manera que no puede desconectarlo -masculló-. ¿Es eso lo que me está diciendo?

Beech alzó los hombros con aire de disculpa.

– ¡Capullo de los cojones! -dijo Curtis, y desenfundó la pistola.

– ¡Válgame Dios! -gritó Beech, que se levantó de un salto de la silla y retrocedió-. ¡No puede hacer eso! ¡Por favor! No hay nadie que escriba mejores códigos que yo. Tiene que creerme, esto escapa completamente a mi control. No puedo hacer nada.

Curtis miró la pistola que empuñaba, como sorprendido de la reacción que había desencadenado. Sonrió.

– Me gustaría. Cómo me gustaría. Si mi compañero se ahoga, quizá lo haga.

Se volvió bruscamente y salió de la estancia.

Beech se dejó caer en la silla y se llevó una mano al pecho.

– Está completamente loco, el hijo de puta -comentó, meneando la cabeza-. Creí que iba a dispararme. Estaba convencido, en serio.

– Yo también -dijo David Arnon- No sé por qué coño no lo ha hecho.

De pie en la tapa del retrete, con la cabeza a unos centímetros del techo, Nathan Coleman notaba el frío chapoteo del agua en el cuello de la camisa.

Sólo hacía dos semanas que había ido con Frank Curtis a Elysian Park, donde había aparecido el cadáver desnudo de una joven negra flotando en el embalse sobre el que pasaba la Pasadena Freeway, a unos centenares de metros del Dodger Stadium.

Le pareció increíble pero, en el preciso momento en que el agua le llegaba a la barbilla, recordó el informe forense grabado durante la autopsia de la chica.

Entonces no había prestado atención, dejando que Frank hiciese las preguntas. Pero ahora descubrió que recordaba el informe de la doctora Bragg con un inquietante lujo de detalles. Como si hubiese preparado el tema para un examen. ¡Pues qué bien! ¡Vaya momento para refrescar la memoria! Qué chorrada más grande.

Para un suicida, ahogarse no era una mala forma de morir. Al menos no se oponía resistencia. En cambio, para el que estaba a punto de ahogarse por accidente, lo normal era tratar de contener la respiración hasta que el agotamiento o un exceso de carbono impedían continuar. La chica del embalse había intentado resistir. Cosa nada extraña, dado que una banda de drogo-tas de South Central la había retenido bajo la superficie del agua. Según la doctora Bragg, se había debatido violentamente. Había tardado de tres a cinco minutos en morir.

Coleman no estaba seguro de aguantar algo así durante tanto tiempo.

Cuando finalmente se dejaba de contener la respiración y el agua entraba en las vías respiratorias, podía desencadenarse un reflejo de vómito, después de lo cual uno aspiraba el contenido del estómago. Además de agua. El agua tragada podía llegar al equivalente del cincuenta por ciento del volumen sanguíneo. ¡Por Dios Santo! Y, por si fuera poco, el hecho de ahogarse no era sólo una cuestión de asfixia. El equilibrio de los fluidos y la química de la sangre se descomponían: la circulación se diluía, reduciendo la concentración electrolítica. Los glóbulos rojos podían hincharse y reventar, liberando grandes cantidades de potasio que perturbaban el corazón. La muerte podía acelerarse por la inhibición del nervio vago en la zona faríngea o en la glotis. Pero muchas veces la muerte sobrevenía por obstrucción pulmonar producida por agua sucia.

¡Qué forma tan jodida de palmarla!

Coleman apoyó la punta del pie en la cerradura de la puerta y alzó la boca unos centímetros por encima del agua. Tocaba el techo con la cabeza. No iba a salir de ésta. Como en las películas. Como uno de aquellos pobrecillos atrapados en la cámara de torpedos. Lo único que faltaba eran las cargas de profundidad.

Sacó la pistola fuera del agua y apretó el cañón contra la sien. Esperaría hasta el último momento. Hasta que el agua le tapara la nariz. Entonces apretaría el gatillo.

A mitad del pasillo Curtis se encontró con Jenny, que venía hacia él.

– Creí haberle dicho que no se detuviera -le dijo en tono seco.

– Pero Will ha recobrado la respiración -repuso ella-. Creo que va a ponerse bien. Y con qué derecho me…

Le falló la voz al ver la Sig de nueve milímetros en la enorme mano del policía y la amenazadora expresión de su rostro.

– ¿Qué ocurre? -preguntó inquieta-. ¿Qué pasa ahora?

– La estrategia de desconexión. Eso es lo que pasa. Su amigo Beech está hecho un lío. Igual que si pretendiera desconectar la presa Hoover.

Se alejó a grandes zancadas por el pasillo, montando la automática para introducir una bala en la recámara.

Mitch, arrodillado junto al cuerpo de Willis Ellery, que ya respiraba pero seguía inconsciente, se levantó al ver que llegaba Curtis.

– Será mejor que se aparte -gritó el inspector, haciendo puntería sobre el cajetín de conexión de los aseos-. No soy muy buen tirador. Además podría rebotar alguna bala. Y con un poco de suerte, dar a su colega Beech.

– Espere un momento, Frank -dijo Mitch-. Si Bob logra desmantelar a Abraham, se necesitarán esos cables para abrir la puerta.

– Olvídelo. A Abraham no hay quien lo suprima. Está confirmado. El machote de su amigo acaba de cruzarse de brazos y se ha rendido. El jodido programa de desmantelamiento o como coño se llame no funciona.

Curtis disparó tres veces. Mitch se tapó los oídos para protegerse del ruido ensordecedor mientras una lluvia de chispas brotaba del cajetín.

– No se me ocurre otra cosa -gritó Curtis, que disparó otras tres balas-. Y no voy a dejar que mi compañero se ahogue como un gatito si puedo evitarlo.

Otros dos proyectiles de 180 gramos se incrustaron en el cajetín, haciendo saltar los casquillos y revestimientos de los cables.

– Qué no daría por la escopeta de caza que tengo en el maletero del coche -gritó Curtis, que agotó el cargador de trece balas.

Frotándose el hombro, Curtis arrastró la mesa contra la puerta.

– Écheme una mano -le dijo a Mitch-. A lo mejor podemos derribarla.

Mitch sabía que era inútil, pero también que no tenía sentido discutir con Curtis.

Levantaron la mesa, retrocedieron hasta la pared opuesta y se lanzaron contra la puerta.

– Otra vez.

Embistieron de nuevo.

Siguieron cargando contra la puerta durante unos minutos hasta que, agotados, se derrumbaron sobre el tablero de la mesa.

– ¿Por qué han hecho tan sólida la jodida puerta? -jadeó Curtis-. Sólo son unos aseos, coño, no una cámara acorazada.

– No la hemos construido nosotros -repuso Mitch, sin aliento-. Sino los japoneses. El proyecto es suyo. Cuando hay módulos, uno se limita a instalarlos.

Curtis estaba al borde de las lágrimas.

– ¿Y todo lo demás? ¿Qué tiene de malo que los aseos los limpie un ser humano?

– Ya nadie quiere hacer ese trabajo. Nadie del que uno pueda fiarse. Ni los mexicanos quieren limpiar retretes.

Curtis se incorporó y golpeó la puerta con la palma de la mano.

– ¿Nat? ¿Me oyes, Nat?

Apretó una oreja aún vibrante contra la puerta y la notó fría por el volumen de agua que presionaba al otro lado.

Frank Curtis oyó el ruido inconfundible de una sola detonación.

Curtis se sentó contra la pared. A través de la camisa sintió el frío del agua que inundaba los lavabos. Helen Hussey se sentó a su lado y le rodeó los hombros con el brazo.

– Ha hecho todo lo que ha podido -le consoló.

Curtis asintió con la cabeza.

– Sí.

Inclinándose hacia delante, sacó la pistola de la pinza sujeta bajo el cinturón, a la espalda, y volvió a recostarse, más cómodamente esta vez. Más que un arma, la culata de plástico negro parecía una máquina de afeitar. Y en vista de los destrozos que la pistola había causado a la puerta, pensó que lo mismo le habría dado utilizar una afeitadora eléctrica. Recordó el día que la había comprado.

– Ha elegido una bonita pistola -le dijo el armero, como si hablara de un simpático perro labrador.

Curtis alzó un momento la sudorosa mano con que empuñaba el arma y la arrojó por el pasillo.

Cuando Helen Hussey llamó al atrio con el walkie-talkie y le informó de que Nathan Coleman se había pegado un tiro para no morir ahogado, Ray Richardson se dio cuenta por primera vez de la gravedad de la situación. Para él, lo peor fue comprender que lo ocurrido iba a afectar a todo su futuro. Dudaba que la Yu Corporation le abonase el resto de sus honorarios, y se preguntó si alguien volvería a encargarle un edificio inteligente. Desde luego, no veía la forma de evitar que el edificio de la Yu adquiriese mala fama. La gente ya odiaba la arquitectura moderna, y aquello confirmaría sus prejuicios. E, incluso en el mundillo de los arquitectos, lo que estaba pasando parecía destinado a confinar a Richardson a una especie de desierto profesional. No se concedían medallas de oro a un arquitecto cuyos proyectos hubiesen causado la muerte de ocho, quizá nueve personas.

Claro que había que estar vivo para defenderse de las críticas. ¿Cuánto tiempo resistirían metidos en el horno de la planta baja? Se dirigió a la puerta de entrada y atisbó por el cristal oscuro. Al otro lado, la plaza vacía era como un paisaje babélico de la ciudad: efigies del culto moderno, monumentos al funcionalismo y las finanzas, instrumentos bien concebidos para la división y explotación eficaz del trabajo, que despejaban los espacios para la rápida circulación de la sangre vital del capitalismo, el oficinista. Limpió la condensación formada en el vidrio y volvió a mirar. No es que esperase ver a nadie en la oscuridad. La única atención que se prestaba a aquellas zonas urbanas de noche, cuando se marchaba el último empleado provisto de su teléfono y su ordenador portátiles con intención de adelantar un poco el trabajo en casa, era para evitar que los pobres y vagabundos fueran allí a dormir, beber, comer y, a veces, morir. No importaba adónde se dirigiesen con tal de que siguieran su camino, para que por la mañana temprano, cuando los oficinistas volvieran a aquellos barrios, su llegada no se viese obstaculizada por los que mendigaban una moneda.

Ojalá no se hubiese aferrado tanto al principio de la disuasión en su proyecto. Ojalá no hubiese pensado en añadir Agua Asfixiante a la fuente, ni hacer la plaza intransitable para los que desearan dormir allí. Ojalá no hubiese llamado al teniente de alcalde para que echaran a los manifestantes. Deambuló en torno a la base del árbol, alzando la vista hacia la copa. Siguió paseando hasta que recordó que una de las ramas superiores llegaba casi al borde de la planta veintiuno. Y el tronco del árbol estaba cubierto de lianas, tan resistentes como maromas. ¿Serían capaces de trepar hasta la planta veintiuno, hasta la comida y el agua?

– ¿Está pensando lo mismo que yo? -preguntó Dukes.

– Por increíble que parezca, sí, eso mismo -contestó Richardson-. ¿Qué posibilidades tenemos, según usted?

– No sé. ¿Es fuerte su mujer?

Richardson se encogió de hombros. No estaba seguro.

– Bueno, pues más que si nos quedamos aquí abajo -declaró Dukes-. De todos modos, me parece que voy a intentarlo. De crío trepé a muchos árboles.

– ¿En Los Angeles?

Dukes negó con la cabeza.

– En el estado de Washington. Cerca de Spokane. Sí, señor, en aquella época subí a muchos árboles. Aunque nunca había visto uno como éste.

– Es brasileño. De la selva tropical.

– Madera dura, supongo. ¿Qué le parece si tratamos de dormir un poco? Probaremos mañana temprano.

Richardson miró el reloj y vio que casi era medianoche. Luego miró al piano, que tocaba otra música rara.

– ¿Dormir? -dijo con desdén-. ¿Con ese puñetero ruido? He intentado decirle al holograma que lo apagase, pero tiene cuerda para rato. No para ni un momento. Puede que el ordenador pretenda volvernos locos. Como el general Noriega.

– Ah, eso no es problema -aseguró Dukes, y desenfundó la pistola-. Para callar al pianista basta disparar al piano. ¿Qué me dice? Después de todo, usted sigue siendo el jefe.

Richardson se encogió de hombros.

– No estoy tan seguro -admitió-, pero adelante. De todas formas, nunca me ha gustado mucho el piano.

Dukes dio media vuelta, montó la Glock 17 automática y disparó una sola vez a la pulida madera negra, al centro mismo de la placa con el nombre de Yamaha. El piano dejó de sonar bruscamente, en medio de un estrepitoso e intimidante final.

– Buen tiro -comentó Richardson.

– Gracias.

– Pero se ha equivocado de profesión. Con esa puntería tenía que haberse dedicado a la crítica.

El miedo avanzaba sigilosamente por el atrio y los corredores de la Parrilla como un neurótico vigilante nocturno. La mayoría de los encerrados en el edificio no dormían, mientras que los que lo hacían pagaban su aparente despreocupación con pesadillas donde la claustrofobia era real, con gritos y chillidos periódicos que resonaban en el cavernoso purgatorio del oscuro bloque de oficinas, casi vacío. Zumbando con los recuerdos del día y la visión de una muerte repentina, los cerebros humanos permanecieron activos hasta el despuntar del día, cuando la luz les trajo una falsa promesa de seguridad.

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