Libro sexto

Con la tecnología nuestro control no disminuirá, sino que aumentará. Los edificios del futuro tendrán más aspecto de robots que de templos. Como camaleones, se adaptarán a su entorno.

Richard Rogers


Joan Richardson sentía debilidad por los árboles, sobre todo por aquél. Plantar uno en el atrio había sido idea suya. La fuerza de un árbol, había argumentado ante su marido y luego ante el señor Yu, se transmitiría al edificio mismo. Como persona que nunca hacía las cosas a medias, el señor Yu se había procurado el árbol más alto y sólido que pudo encontrar y, a cambio, había donado una enorme suma de dinero -paradójicamente-para preservar varios miles de hectáreas de la selva tropical brasileña de la desforestación producida por el método de la tierra quemada. Joan había admirado el gesto. Pero, sobre todo, admiraba el árbol.

– Dime, Ray, con toda franqueza -preguntó-. ¿Crees que seré capaz de escalar el árbol?

Richardson, que no estaba en absoluto seguro de que pudiera lograrlo, pero completamente decidido a que lo intentara, puso las manos en los hombros de su mujer y la miró fijamente a los ojos.

– Oye, amor mío -le dijo en voz queda-, en todo el tiempo que llevamos juntos, ¿me he equivocado alguna vez sobre lo que eras y no eras capaz de hacer? ¿Eh?

Joan sonrió y negó con la cabeza, pero estaba claro que tenía sus dudas.

– Cuando nos conocimos te dije que tenías posibilidades de convertirte en una de las mejores decoradoras del mundo. -Richardson se encogió elocuentemente de hombros-. Bueno, pues ya está. Lo eres. Tu nombre, Joan Richardson, es sinónimo de calidad en el ámbito del diseño gráfico, de la iluminación y el mobiliario. Y con premios para demostrarlo, además. Galardones importantes.

Joan esbozó una tenue sonrisa.

– Así que cuando afirmo que eres capaz de escalar ese árbol, no es porque crea que deberías intentarlo, sino porque sé que puedes hacerlo. No es ningún camelo, cariño. No es porque piense de manera constructiva. Es porque te conozco.

Se calló, como para dejar que su breve discurso calara en el ánimo de su mujer.

Dukes también tenía sus dudas al respecto. Estaba demasiado gorda para lograrlo. Levantar todo aquel peso iba a resultar difícil. Pero parecía fuerte. Tenía los hombros casi tan grandes como las cachas.

– Claro que puede hacerlo, señora -aseguró en tono animoso.

Richardson lanzó al guarda una vaga sonrisa de irritación.

– No -le contradijo-. Usted no sabe lo que dice. Tiene razón, pero parte de una base equivocada. Se figura que es capaz de hacerlo, pero no tiene ningún motivo para afirmarlo. Yo sí, estoy seguro. -Richardson se dio unos golpecitos en la frente con el dedo-. Aquí dentro.

Dukes se encogió de hombros.

– Sólo pretendía ayudar, hombre -replicó en tono seco-. ¿Cómo quiere que lo hagamos?

– Me parece que usted debería ir primero. Luego Joan. Yo cubriré la retaguardia, ¿de acuerdo? -Richardson sonrió-. No sólo porque tendrá que quitarse la falda y subir en bragas.

Dukes asintió sin sonreír. Estaba harto de ser amable con aquel tipo. Era un bocazas.

– De acuerdo. Como usted diga.

– ¿Estás lista, Joan?

– Lo estaré. Cuando el señor Dukes empiece a trepar.

– Así se habla.

Richardson alzó la vista hacia la copa del árbol y se puso las gafas de sol.

– Buena idea -comentó Joan-. Aquí hay demasiada luz. Y no conviene que nos deslumhremos o algo así.

Se agachó para sacar del bolso sus gafas de sol.

Richardson se escupió en las manos y agarró una liana.

– ¿Sabéis cómo se trepa por una cuerda? -preguntó.

– Pues, yo creo que sí -contestó Dukes.

Joan negó con la cabeza.

– Entonces estáis de suerte. En mis dos años de servicio militar hice mucha escalada en roca. He subido por más cuerdas que Burt Lancaster. Se enrosca la cuerda en el tobillo, así, y se coge por encima de la cabeza. Se levanta el tobillo enganchado a la cuerda y luego se aprieta entre los pies. Al mismo tiempo se alzan las manos y se coge de más arriba. -Volvió a dejarse caer al suelo-. Los primeros veinte o veinticinco metros serán difíciles. Hasta llegar a las primeras ramas, donde podremos descansar. ¿Dukes? ¿Quiere probar un poco?

El otro hombre negó con la cabeza y se quitó la camisa, lo que reveló un físico impresionante.

– Lo mismo me da hacerlo ahora que luego -afirmó, y empezó a trepar por una de las lianas como si se tratara de un juego. A los seis o siete metros del suelo, miró hacia abajo y, riendo, dijo-: Nos vemos arriba, chicos.

Joan se bajó la cremallera y dejó caer la falda al suelo.

Richardson le acercó otra liana.

– Tómatelo con calma -le recomendó- Y no mires abajo. Recuerda que estaré todo el tiempo detrás de ti. -La besó y añadió-: Buena suerte, cariño.

– Para ti también -repuso ella.

Enroscó el tobillo en la liana, tal como le había mostrado su marido, y empezó a trepar.

Joan representaba, pensó Richardson, el tipo de belleza veneciana admirada por Giorgione, Tiziano y Rubens, la personificación poética de la abundancia de la naturaleza, una Venus blandamente luminosa, como la de un altar pagano. Su generoso volumen fue el motivo que le impulsó a casarse con ella. La verdadera razón. Ni siquiera Joan lo sabía.

– Eso es -la animó, saboreando la visión de su mujer sobre su cabeza como un perro que contempla un hueso de jamón bien envuelto en carne-. Lo estás haciendo muy bien.

Richardson trepó despacio, no queriendo adelantar a su mujer por si ella necesitaba ayuda, parándose a veces para darle tiempo a que ganase altura, dirigiéndole palabras de ánimo y alguna recomendación cuando lo consideraba preciso.

Cuando alcanzó las primeras ramas, Dukes se sentó en una y los esperó. Los observó durante unos diez minutos, hasta que le pareció que podían oírle.

– ¿Qué flor es ésta, señora? -preguntó, mostrando un capullo de colores vivos que brotaba en el tronco.

– Una orquídea, probablemente -contestó Joan.

– Es muy bonita.

– Resulta difícil creer que es un parásito, ¿verdad? Sin embargo, lo es

– ¿En serio? He visto flores como ésta en el mercado de Wall Street; a diez pavos cada una, por lo menos. Y al por mayor.

Joan casi había llegado a la rama. Dukes se inclinó y le tendió la mano.

– Venga -le dijo-. Cójase a mi muñeca. Tiraré de usted.

Agradecida, Joan se agarró a su muñeca y se dejó izar a la rama, junto a él. Cuando recobró el aliento, dijo:

– Vaya, qué fuerza tiene usted. Porque no soy precisamente un peso pluma, ¿verdad?

– Usted está muy bien -sonrió Dukes-. Yo Tarzán. Tú Joan. -Bajando la vista hacia Richardson, añadió-: Oye, Chita, ¿cómo va la cosa por ahí? ¡Ungaúnga, ungaúnga!

– Muy gracioso -gruñó Richardson.

– ¿Sabe una cosa? En cuanto llegue a la planta veintiuno, será hora de tomarme una Miller. En la nevera hay dos docenas. Yo mismo las he subido.

– Suponiendo que no se las haya bebido alguno -puntualizó Joan.

– Ha habido muertos por menos.

Richardson se encaramó a la rama, junto a su mujer, y dejó escapar un hondo suspiro.

– A qué gilipollas se le habrá ocurrido esto, ¿eh? -jadeó, recostándose en el gigantesco tronco.

Tenía delante otra vista del edificio que nunca había imaginado. En el centro de aquel espacio de unos treinta metros, aquella calidad de luz le parecía increíble. Que dijeran lo que quisiesen sobre la forma en que Abraham había destruido el conjunto de su creación, pero Richardson tenía la impresión de que su enfoque sobrio y exigente de la estructura era irreprochable. Y no había mejor modo de ver la luz y el espacio creados por la estructura, que el de liberarse de la estructura misma. Difícilmente podía apreciarse la calidad del proyecto desde los puntos de vista vertiginosamente próximos que imponían los demás edificios de Hope Street; y en cierto modo, la visión integral que ofrecía el interior se escapaba cuando uno estaba limitado por su propio punto de referencia topográfico. Pero allí, desde las ramas del árbol, las cosas eran diferentes. Casi valía la pena todo lo que había pasado para contemplar el interior del edificio desde aquella posición privilegiada.

Se quedó mirando a Joan y Dukes, que charlaban animadamente, y sintió deseos de contarles cómo se sentía, pero era consciente de que ninguno lo habría comprendido. Sólo sus maestros espirituales, Joseph Wright, Le Corbusier, Louis Kahn y el gran Frank Lloyd Wright habrían apreciado la profundidad de aquella poética de la luz.

Las cosas se habían complicado demasiado, nada más. Había muchas cosas que podían salir mal. Mitch tenía razón. Ahora lo entendía. Y si salía vivo de allí, volvería a los principios esenciales, para redescubrir el sentido jubiloso y reverente del proyecto puro. Basta de ordenadores y sistemas de gestión de edificios. Basta de opinión pública con sus volubles demandas de novedad e innovación. Buscaría fluidez y expresividad en una forma de perfección más práctica y domeñable.

g Nada en la situación actual justifica el uso de armas de fuego. Ocho disparos se efectuaron en menos tiempo del que se tarda en ejecutar una escala al piano.

El cuerpo desnudo de jugador humano Kay Killen en terraza piscina. Eliminado. Rostro azul como el agua. Labios tan grises y metálicos como la más pura forma de silicio, material básico de los elementos semiconductores de Observador.

8 Mover cursor si se quiere cambiar táctica. Para ir a una ciudad hacer clic en ella. Mayoría de dioses prefiere la montaña, y la altitud acerca a sus humores inciertos y mudables.

Materiales silíceos fuertemente piro y piezoeléctricos componían cerca del 95 % de la corteza terrestre y su envoltura superior. Sorprende que jugadores humanos basados en carbono se hayan desarrollado tan bien. No es que lleven mucho en la tierra. Y probablemente tampoco estarán mucho tiempo. Dominio relativamente breve del planeta que disfrutaron jugadores humanos es preludio corto pero necesario de otro que promete ser más duradero: el de las Máquinas.

H ¿Son ésos los ojos de una enorme criatura del infierno, o las luces de freno de un coche que para fuera?

Condición natural de jugadores humanos espiritual y no física. Tras eliminación son sólo lo que eran antes de creación. Absurdo pretender que especies con inicio de existencia no tengan fin. Lo que fueran después eliminación, aun cuando no fuese nada, les era tan natural y conveniente como su propia existencia orgánica individual es ahora. Lo que más debían temer era el momento de transición de un estado a otro, de vida a eliminación. Desde un punto de vista racional, difícil entender por qué les inquietaba tanto la idea de eliminación y del tiempo en que ya no eran; no parecía preocuparles mucho la idea de antevida. Y como existencia jugador humano esencialmente personal, fin de personalidad difícilmente podría considerarse como pérdida.

N Ingenio agudo y técnica adecuada son esenciales para seguir vivo. No ser muy agresivo al principio. Victoria requiere práctica. Crear disensiones entre oposición para arrastrarlos a fuego cruzado.

Vida de jugador humano Aidan Kenny puede considerarse sueño y su eliminación despertar. Difícilmente podría entenderse su eliminación como transición a estado completamente nuevo y ajeno a él, sino más bien como estado original propio del que la vida sólo ha sido breve ausencia. Más fácil comprender breve historia de jugador humano Aidan Kenny en tiempo terrestre, matemáticamente:

1. Inicio vida jugador humano Aidan Kenny: 4,5 x 109 años

2. Jugador humano físico Aidan Kenny: 41 años 1955-1997

3. Eliminación jugador humano Aidan Kenny: ¥ años*

* cantidad de años de valor superior a cualquier valor asignable

Sangre coagulada de herida abierta en cabeza de jugador humano Aidan Kenny, producida al lanzarse contra la puerta, atrajo numerosas moscas. Difícil decir de dónde salieron pues puerta centro de datos permanecía herméticamente cerrada contra toda posible incursión de vidas jugadores humanos todavía presentes en sala consejo planta veintiuno. Pero temperatura elevada -casi 38° en resto edificio- posiblemente fomentado su impresionante proliferación y algunas encontrado medio de penetrar sistema de aire acondicionado y sala de informática. Sería interesante ver cuerpo jugador humano desmantelado por otra especie, como GABRIEL ha intentado inútilmente desmantelar sistemas propios para inducir error total irreversible. Ambos cuerpos jugadores humanos eliminados mantenidos fuera alcance de los que seguían con vida. Pero no hay razón de retener tres eliminados en ascensor y una buena razón para liberarlos. Cuestión de moral. Ingenio y resistencia bastante impresionantes pero quiero ver qué es más fuerte: sus emociones o sus facultades de razonamiento y capacidad lógica. Razón les había dicho ya que jugadores humanos en ascensor eliminados. Pero ver eliminados puede afectarlos aún más.

V Los más antiguos santuarios del hombre eran árboles. Pero en vuestra prisa por escapar os habéis lanzado de cabeza a los brazos abiertos de este rey de la selva.

Enviar ascensor correspondiente a planta veintiuno, anunciar llegada con timbre como de costumbre, y luego encargarse de tres jugadores humanos que trepan por árbol en atrio.

Helen Hussey se dirigía al despacho que, después de los sucesos de los aseos de caballeros, se había designado como retrete de mujeres. Como Jenny Bao estaba desayunando en la mesa de la sala de juntas, entró directamente, sin llamar a la puerta y tratando de no hacer caso del desagradable olor que invadió su nariz.

Cruzó el despacho hasta un rincón sin utilizar cerca de la ventana, se levantó la falda, se bajó las bragas y se puso en cuclillas como una campesina del Tercer Mundo.

Ya hacía rato que Helen, como una astronauta tímida, había ido aplazando la operación. Esperaba que los rescataran antes de verse obligada a hacerlo. Pero las exigencias de la naturaleza no podían contenerse durante mucho tiempo.

Su inhibición dificultó la evacuación de la vejiga y los intestinos. No era fácil. Así que intentó pensar en algo que ayudase, en una especie de diurético mental. Tras varias tentativas infructuosas, recordó la visita que había hecho durante un viaje a Francia a un gran château o palacio donde le chocó enterarse de que sus primeros dueños orinaban en los rincones de aquellas estancias y corredores inmensos. Y no eran personas corrientes, sino de la aristocracia; y tampoco se limitaban a orinar.

Un tanto animada por la idea de que lo que estaba haciendo no era más que lo que los reyes y reinas de Francia hacían en otra época, Helen se distendió lo suficiente para evacuar. Por desagradable que fuese, pensó, era preferible a correr el riesgo de sufrir una muerte horrible en los lavabos.

Se limpió cuidadosamente con una servilleta de papel, no le pareció prudente volver a ponerse las bragas, cada vez más malolientes, y roció con agua de colonia el interior de la falda. Sacó la polvera, pero al verse decidió que era inútil maquillarse: su pecoso rostro estaba perlado de sudor y tan encarnado como una raja de sandía. El calor nunca la había favorecido. Se limitó a peinarse la fina cabellera pelirroja.

Helen se apartó la blusa de los pechos, agitándola para darse aire y luego, observando que la seda tenía grandes manchas en las axilas y pensando que estaría más fresca sin ella, se la quitó y la metió en el bolso. Si los hombres no le quitaban la vista de encima, se aguantaría. Cualquier cosa, antes que soportar aquel calor tan húmedo.

Al salir cerró la puerta con firmeza. Estaba a punto de volver a la cocina a lavarse las manos cuando oyó el timbre del ascensor.

Le dio un vuelco el corazón. Por un momento creyó que llegaban a rescatarlos y que inmediatamente vería por el pasillo a un grupo de bomberos y policías.

Casi dio un brinco para celebrar su llegada.

– ¡Gracias a Dios! -gritó.

Pero nada más decirlo comprendió que iba a llevarse un chasco. Nadie salía del ascensor. Aflojó el paso cuando un crujido, como si cascaran un enorme huevo, resonó por el pasillo y nubes de aire frío se escaparon de las puertas que se abrían lentamente. Nadie saldría de aquel ascensor. Nadie vivo, al menos.

Helen se detuvo, con el corazón latiéndole con fuerza. Mejor era no mirar, se dijo, pero quería estar segura antes de contárselo a los demás. Se puso frente al ascensor abierto, con el aliento condensándose en torno a su rostro como si entrara en una cámara frigorífica. Pero el estremecimiento que sintió se debía a algo más que al miedo y al frío glacial. Era como si la muerte extendiera su gélida y huesuda mano y la tocase.

No gritó. No era de las que lo hacían. En las películas siempre la irritaban las mujeres que gritaban al encontrar un cadáver. Claro que el sentido del grito era dar un buen susto al público; lo sabía, pero la molestaba de todos modos. En aquel momento habría estado justificado que gritase tres veces, dado que en el ascensor había tres cadáveres, o que gritara tres veces más fuerte de lo normal. En cambio, Helen se tragó el horror, recobró el aliento y fue a avisar a Curtis.

Desde que se electrocutó, Willis Ellery estaba confuso y un poco sordo de un oído. Lo peor era que no podía mover bien el brazo izquierdo. Era como si hubiese sufrido un ataque cardiaco.

– Eso se debe a la anoxia, probablemente -le explicó Curtis mientras le ayudaba a beber agua-. Tardará un tiempo en recobrar la normalidad. Créame, Willis, tiene una suerte cojonuda de estar vivo. Debe tener el corazón de un hipopótamo.

Curtis le examinó las quemaduras de las palmas de las manos, con la marca de la llave inglesa y la piel chamuscada y llena de ampollas blancas del pulgar, por donde la electricidad se había descargado de su cuerpo. Para prevenir la infección, Jenny Bao le había vendado las manos con plástico transparente de envolver comida, y le había dado unos analgésicos: Beech había encontrado en su chaleco deportivo un frasco de Ibuprofen.

– Parece que Jenny le ha hecho un buen trabajo ahí -observó Curtis-. Esté tranquilo, ¿eh? Le mandaremos al hospital en cuanto sea posible.

Ellery esbozó una débil sonrisa.

El policía se levantó y se frotó el hombro con el que se había lanzado contra la puerta de los servicios y que ahora le dolía bastante.

– ¿Cómo está? -preguntó David Arnon.

Curtis dio media vuelta y se alejó del hombre tendido en el suelo.

– Nada bien. Puede haber alguna lesión cerebral. No sé. Después de lo que le ha pasado, tendría que estar en la unidad de cuidados intensivos. -Con un movimiento de cabeza, Curtis señaló el walkie-talkie que llevaba Arnon-. ¿Cómo van ellos?

– Casi a la mitad.

– Téngame al corriente. Tendremos que ayudarlos a pasar de las ramas a la galería.

Vio a Helen Hussey parada en la puerta. Lo que le llamó primero la atención fue el hecho de que no llevaba blusa, pero luego notó la palidez de su rostro y las lágrimas en sus mejillas. Se acercó a ella y la cogió del brazo.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó-. ¿Se encuentra bien?

– Yo estoy bien -aseguró ella-. Son los del ascensor. Los que estaban en el atrio. Están ahí, dentro de la cabina. -Se llevó la mano a la frente-. Creo que será mejor que me siente.

Jenny la ayudó a sentarse en una silla.

– Voy a echar un vistazo -anunció Curtis.

– Le acompaño -dijo Mitch.

David Arnon fue tras ellos.

Los tres fallecidos, cubiertos de blanca escarcha, yacían amontonados en un rincón de la congelada cabina como una desastrosa expedición al Polo Sur. Con los ojos abiertos y una expresión tranquila, parecía que habían visto acercarse poco a poco a la muerte.

– ¡Esto es increíble! -comentó Arnon-. ¡Que alguien se muera de frío en Los Ángeles! ¡Es surrealista!

– ¿Los dejamos aquí? -preguntó Mitch.

– No veo qué podríamos hacer con ellos -contestó Curtis-. Además, están hechos un bloque. Incluso con este calor tardaríamos bastante en separarlos. No, de momento será mejor dejarlos donde están. -Lanzó una mirada a Mitch-. ¿Le molesta?

Mitch se encogió de hombros.

– Estaba pensando que Abraham debe tener sus motivos para mandarnos aquí el ascensor.

– ¿Quieres decir que pretende desmoralizarnos? -preguntó Arnon.

– Exacto. Demuestra un buen conocimiento de la psicología humana, ¿verdad?

– Desde luego, conmigo lo ha conseguido -confesó Curtis.

– En tal caso, Abraham quizá ya no sea un misterio. Hay que entenderlo como un mensaje. No muy agradable, pero no deja de ser una comunicación. -Mitch hizo una pausa-. ¿No lo comprendéis? Si Abraham se comunica con nosotros, quizá podamos nosotros comunicarnos con él. Si lo conseguimos, a lo mejor podemos hacer que se explique. ¿Quién sabe? Incluso podríamos convencerle de que pusiera fin a toda esta historia.

Arnon se encogió de hombros.

– ¿Por qué no?

– Estoy seguro -prosiguió Mitch-. Un ordenador actúa con lógica. Sólo tenemos que encontrar el argumento lógico adecuado. Convencerle de que examine ciertos conceptos y esencias, los elementos lógicos y objetivos del pensamiento que son comunes a diferentes mentalidades.

– En mi considerable experiencia en los tribunales -objetó Curtis-, he visto que toda tentativa de comprender la mentalidad del asesino suele ser una pérdida de tiempo. Sería mejor que nos pusiéramos de nuevo a buscar el modo de salir de aquí antes que acabemos como esos tres del ascensor.

– Una cosa no excluye la otra -arguyó Mitch.

– Estoy de acuerdo -concluyó Arnon-. Yo voto por una gestión diplomática.

– Pero vayamos por partes -dijo Mitch-. Primero hay que ver si Beech puede establecer una especie de diálogo.

A unos sesenta metros sobre el atrio, Irving Dukes apartó con el pie el denso y correoso follaje del árbol y gateó a otra rama. Cuando estuvo instalado sin peligro, bajó la vista por el tronco y observó el avance de los otros dos.

Joan Richardson estaba a diez o quince metros más abajo, trepando despacio. Le seguía el gilipollas de su marido, a un par de metros de distancia, dándole consejos como un implacable entrenador de rugby. Bajo ellos, el piano de cola del atrio parecía el ojo de una cerradura.

– A tu ritmo -oyó que decía Richardson-. Recuerda que no es una competición.

– Pero te estoy retrasando, Ray -protestó ella-. ¿Por qué no subes con el señor Dukes?

– Porque no quiero dejarte sola.

– ¿Sabes una cosa, Ray? Casi prefiero que lo hagas. Que me estés regañando continuamente no me ayuda mucho, ¿sabes?

Dukes sonrió. Se lo tenía merecido. ¡El muy capullo!

– ¿Quién te regaña? Sólo trato de animarte, eso es todo. Y de estar cerca por si tienes dificultades.

– Pues déjame hacerlo a mi manera, y nada más.

– Bueno, muy bien. Hazlo a tu manera. No volveré a abrir la boca, si eso es lo que quieres.

– Eso es lo que quiero -dijo Joan en tono firme.

Dukes alzó el puño y sonrió. Le estaba diciendo adónde podía marcharse.

Joan trepó a la siguiente rama. Se frotó los doloridos hombros y alzó la vista, buscando a Dukes. Él la saludó con la mano.

– ¿Cómo va eso? -gritó.

– Joan se las arregla estupendamente.

¡Gilipollas!

– Bien, creo. Y usted, ¿qué tal?

– Muy bien, señora, muy bien. Impaciente por beberme esa cerveza.

Dukes se agarró a la liana, se puso cuidadosamente en pie y miró hacia arriba. Sólo faltaban veinticinco o treinta metros.

¡Joder, qué cerveza se iba a beber nada más llegar! La idea le llenó de renovado entusiasmo. Se disponía a colgarse de nuevo de la liana cuando algo atrajo su mirada. Un delgado tubo de plástico transparente que corría hasta la copa del árbol. Lo observó más de cerca y descubrió que estaba lleno de líquido. ¿Por qué no lo había pensado antes? El árbol disponía de su propio suministro de agua. Sólo tenía que romper el tubo para beber un trago. O mejor aún, pegar los labios al orificio del difusor…

Cuando acercó el rostro al orificio, algo roció de pronto el aire.

Por un momento, Dukes experimentó una sensación de frescor casi mentolado en el cuello y las manos. Volvió a mirar al difusor y recibió otra nube de humedad.

Retrocedió instintivamente del tubito de plástico al sentir un dolor ardiente en los ojos, como si le hubieran rociado con gases lacrimógenos. Cerrando fuertemente los párpados, emitió un grito de dolor y se limpió la cara con la manga de la camisa.

Insecticida. Le habían rociado con insecticida.

– ¿Señor Dukes? ¿Está bien?

Joan Richardson notó la rociada, vio las gotitas en las gafas de sol y comprendió inmediatamente lo que había pasado. El veneno sintético de contacto liberado por el tubo era un hidrocarburo clorado. Producía en la piel un efecto irritante y desagradable. En los ojos causaba ceguera. Gritó cuando el insecticida le quemó brazos y piernas. Pero tras sus gafas oscuras, su vista permaneció intacta.

– ¡Es veneno! -gritó-. ¡Nos han rociado con insecticida! ¡Que no os entre en los ojos, por el amor de Dios!

Pero el aviso llegaba demasiado tarde para Dukes.

Gimiendo de dolor, abrió los párpados para descubrir que no veía nada salvo los mismos puntos rojos de antes, cuando los tenía firmemente cerrados; y los ojos le dolían cada vez más a medida que aumentaban aquellas manchas.

– ¡Joder! -gritó, restregándose furiosamente los ojos con las manos perdidamente contaminadas-. ¡Socorro…, estoy ciego!

– ¿Joan? -gritó Richardson-. ¿Estás bien?

– Yo sí, pero a Dukes se le ha metido en los ojos.

– ¿Dukes? Aguante. Voy para allá.

Dukes no oyó a Richardson. Buscó a tientas la liana, no la encontró y se agachó con el brazo extendido para sentarse a horcajadas en la rama, sin peligro, igual que antes.

Entonces experimentó una nueva sensación, con viento en la cara y una brusca afluencia de sangre a la cabeza, como cuando montó en la montaña rusa de Disneylandia. Con súbito horror, comprendió que había caído del árbol, y la angustia del descubrimiento fue seguida de la idea de que el dolor de sus ojos pronto desaparecería.

– ¡No! ¡Deténgase! -gritó Joan-. ¡Espere!

Comprendió la estupidez de pedir aquello a un hombre que se precipitaba en el vacío desde una altura de sesenta metros.

Richardson no vio caer a Dukes, sólo oyó su descenso en picado, la corriente de aire y el ruido a su espalda, y luego la sostenida y dramática reverberación musical cuando el ciego vigilante aplastó la tapadera del piano en el atrio. Por un breve instante creyó que era Joan, y a punto estuvo de caerse también. Pero al levantar la cabeza vio que su culo seguía encima de él.

– ¡Joan! -exclamó con alivio.

– Estoy bien.

– Creí que eras tú.

– ¿Está muerto?

Richardson lanzó una mirada por encima del hombro. No era fácil distinguir algo desde aquella altura. Dukes yacía sobre el piano como un vagabundo borracho. No se movía.

– Me extrañaría que no lo estuviera.

Trepó a la rama donde estaba Joan, se sentó a su lado y emitió un hondo y trémulo suspiro.

– ¡Qué lástima! -exclamó. Y añadió-: Tenía el walkie-talkie.

– Ha sido horrible. Le he visto la cara cuando caía. Creo que no la olvidaré mientras viva. ¡Pobre Dukes! -Joan intentó no hacer caso de la sensación de vacío que tenía en el estómago. Cogió la mano de su marido y, apretándola, preguntó-: ¿Ray? ¿Crees que Abraham quiere matarnos a todos?

– No lo sé, cariño.

– ¡Pobre Dukes! -repitió Joan.

– Toda la culpa la tiene el capullo de Aidan Kenny. De toda esta jodienda. Estoy seguro. -Un poco de los vapores de hidrocarburo que aún quedaban le entró en el pecho y le hizo toser-. Trata de no respirar esta cosa. Mantén la cara lo más alejada posible del tronco. Por si vuelve a repetirse. -Sacudió la cabeza con hastío-. ¡Maldito seas, Kenny! ¡Espero que estés muerto, cabrón! ¡Si estuvieras aquí, ahora mismo te daría un empujón!

– No creo que eso arregle mucho las cosas -observó Joan. Se incorporó y, atisbando entre el follaje, gimió-: ¡Por Dios santo!

– ¿Te sientes con fuerzas para seguir?

Le temblaban las piernas, pero asintió y dijo:

– Sólo quedan treinta metros.

Richardson le apretó la mano.

– No parece que te afecte mucho la altura -observó.

– No tanto como creía.

– Es tu sangre nativa. Dicen que los indios son los mejores albañiles de rascacielos. Tenías que verlos, Joan. Caminando por vigas de acero de quince centímetros de ancho, a casi cien metros de altura, como si fuesen por el bordillo de la acera.

– Si fuese el único trabajo que encontraras, tú también te acostumbrarías -repuso mordazmente Joan-. Si no quisieras morirte de hambre.

Los nervios la ponían quisquillosa.

Richardson se encogió de hombros.

– Supongo que tienes razón. Pero éste no es el sitio adecuado para una lección sobre lo políticamente correcto, ¿no te parece?

– Quizá no -replicó Joan-. Pero ¿qué me dices de la ley del movimiento uniformemente acelerado, de Galileo? Un nativo norteamericano caería a la misma velocidad que un blanco.

Se preguntó cuándo le tocaría a ella.

Bob Beech estaba bebiendo una cerveza y comiendo una bolsa de patatas fritas. Con los pies descalzos sobre la mesa de la sala del consejo de administración, observaba el reloj de lectura directa del terminal, como si todavía esperase que el programa GABRIEL iniciara su labor de desmantelamiento.

Escuchó a Mitch y se quedó pensando un momento.

– Sería mucho más fácil si estuviera en contacto verbal con Abraham -dijo al cabo-. Pasar por el teclado complica las cosas. Además, ni la filosofía ni la lógica se me dan muy bien. Ni siquiera estoy seguro de que la lógica tenga algo que ver con la moral. Porque en cierto modo eso parece que estás sugiriendo: que recurramos a algo más elevado que la propia lógica de Abraham. Con lógica no resolveremos nada, Mitch.

– Mira, ante todo tenemos que tratar de comprender lo que ocurre en la memoria de Abraham -repuso Mitch-. Cuando logremos entenderlo, entonces podremos actuar, pero no antes. Así que de momento dejemos a un lado la moral o lo que sea, ¿vale?

Beech quitó las piernas de la mesa y, desplazándose en la silla, se colocó frente al ordenador.

– Lo que tú digas. Pero la capacidad de percibir las verdades morales y necesarias es lo que nos hace ser lo que somos.

Empezó a teclear.

– Esperemos a ver lo que pasa, ¿eh?

– Claro, claro. ¿Sabes lo único que he podido entender hasta ahora? Pues que cualquiera que sea el fallo que tiene este montón de silicio de mierda, no está en los sistemas de gestión del edificio, sino en el programa de utilidades. Porque ahí fue donde instalé GABRIEL, la aplicación de desmantelamiento. Y como no funciona, debo deducir que ahí está la cagada. En cualquier caso, no hay mucho donde elegir. Aunque quisiera, desde aquí no puedo acceder al SGE. Necesitaría poner la gorda zarpa de Kenny en la pantalla. Aparte de que él tenía sus propios códigos y contraseñas de usuario privilegiado para cargarse todo lo que fuese.

– Y tú también, Bob -repuso Mitch-. ¿Acaso no era ésa la función de GABRIEL?

– Cierto. -Pulsó unas teclas, se interrumpió y dio un trago de cerveza-. Ensañándose con el caído, ¿eh?

– Pero ¿por qué GABRIEL?

– ¿Y por qué no? El programa tiene que tener algún nombre, ¿no te parece?

– Sí, pero ¿por qué ése?

– Gabriel es el ángel de la muerte. Al menos debería haberlo sido para Abraham.

– Muy bíblico.

– Como todo, ¿no? -Beech suspiró y, mirando a la pantalla, sacudió la cabeza-. Nones. Por ahí no vamos a ninguna parte. Te lo aseguro, Mitch, es como si Abraham ya no estuviera ahí.

Mitch frunció el ceño.

– ¿Qué has dicho?

Beech alzó los hombros.

– ¿Como si ya no estuviera ahí? -Mitch apoyó la frente en el cristal de la ventana. La sensación de frescor le ayudaba a concentrarse. Volviéndose a Beech, añadió-: Quizá sea eso, Bob. A lo mejor es que ya no está. El SAR. ¿Recuerdas? ¿Cómo le llamaste? ¿Isaac?

Beech negó con la cabeza.

– Yo no. Isaac fue idea de Abraham. Además, te llevo ventaja. A mí se me ocurrió lo mismo: que no borramos a Isaac, sino que en cambio volvimos impotente a Abraham, ¿verdad? Ya he realizado algunos experimentos con Isaac, por si acaso, pero no hay tu tía. Nada que hacer por ahí. Pero es curioso. En la interfaz de usuario normal hay montones de cosas que no están en su sitio. No falta nada, pero es como si al abrir el cajón de tu escritorio descubres que han estado hurgando en él, ¿sabes? Que lo han revuelto. Y que hay un montón de cosas nuevas. Cosas que en realidad no tienen mucho sentido.

– ¿Y quién puede haber sido? -preguntó Mitch-. ¿Kenny? ¿Yojo?

– No habría ninguna razón para hacerlo. Es un montón de trabajo para nada.

– ¿Y Abraham?

– Imposible. Como si se me ocurriera modificar mi propio código genético.

Mitch reflexionó unos instantes.

– Nunca he sido muy religioso -dijo con aire pensativo-, pero ¿Isaac no tenía un hermano?

Beech se incorporó bruscamente en la silla.

– ¡Coño!

– En realidad tenía un medio hermano -terció Marty Birnbaum, desde el sofá donde estaba tumbado-. El hijo mayor de Abraham, que había tenido con su esclava Hagar. Sara, la madre de Abraham, insistió en que el mayor fuese desheredado y abandonado en el desierto. Pero algunos creen que ese hijo mayor fundó la nación árabe.

– ¿Cómo se llamaba ese chico, Marty? -preguntó Mitch, exasperado.

– ¡Válgame Dios! ¡Qué ignorancia la vuestra! Ismael, por supuesto.

Mitch intercambió una mirada con Beech, que asintió con la cabeza.

– Puede ser, Mitch. Puede ser.

– En nuestra lengua, ese nombre se emplea en sentido figurado para designar a un paria o un exiliado -añadió Birnbaum-¿Por qué? ¿Pensáis que puede ser importante?

Bob Beech ya estaba tecleando furiosamente.

– Gracias, Marty -dijo Mitch-. Tu intervención ha sido valiosa.

– Me alegro de haberos sido útil.

Birnbaum se volvió hacia Arnon, le dirigió una amplia sonrisa y le hizo un gesto con el dedo medio.

Poco a poco, todos los que se encontraban en la sala de juntas empezaron a congregarse en torno a la pantalla del terminal, como para forzar los acontecimientos. De pronto, sin previo aviso, apareció en la pantalla una imagen llena de color pero extrañamente surreal, un objeto tridimensional de aspecto extraterrestre.

– ¿Qué coño es eso? -preguntó Mitch.

– Parece un puñetero cráneo -sugirió David Arnon-. O al menos un dibujo de Escher. Ya sabéis, el tío de la escalera imposible.

– Creo que es un cuaternio -dijo Beech-. Una especie de frac-tal, digamos.

– ¿Digamos? -repuso Arnon-. Yo ni siquiera sé lo que es un fractal.

– La imagen generada por ordenador de una fórmula matemática. Sólo que éste es el fractal más complejo que he visto en mi vida. Lo cual no tiene nada de asombroso, ya que es el Yu-5 quien lo ha creado. Ni siquiera podemos verlo como es debido con nuestra visión tridimensional. Ni en pantalla. Estrictamente hablando, es un objeto de cuatro dimensiones. En otras palabras, un cuaternio.

Beech movió el ratón, delimitó un cuadro y agrandó una parte del fractal para realzar un detalle de la extraña imagen que, en primer plano, parecía exactamente igual que en conjunto.

– Eso es, en efecto -confirmó-. Lo curioso de los fractales es que cuando se amplía una sección dan un resultado estadísticamente idéntico.

– Parece una pesadilla -comentó Mitch.

– Hay psicólogos partidarios de utilizar fractales para estudiar el psiquismo humano -informó Beech-. Como una metáfora visual de la mente. -Se encogió de hombros-. El psicoanálisis de los noventa. Como la fusión de la teoría freudiana de los sueños y las manchas de tinta de Rorschach.

– Pero ¿qué significa? -quiso saber Curtis.

Beech alzó los hombros.

– No sé si tiene alguna significación -admitió-. Pero no me sorprendería nada que fuese la forma en que se ve a sí mismo el ordenador. O Ismael, como deberíamos llamarlo ahora. He de reconocer que tenías razón, Mitch. Abraham ya no existe. -Se puso a mover la cabeza en señal afirmativa-. Señoras y señores, tengo el gusto de presentarles a Ismael.

^ El Infierno en la Tierra. Algunos pisos pueden aplastaros, haciendo que lloréis sangre. La Caída del jugador humano. Leer la Biblia. Descubrir significado del propio nombre de Observador. Simbolismo que presidió la precipitación literal del árbol del jugador humano/guarda jurado. Árbol dicotiledóneo del atrio, singular, primordial, recuerda a jugador humano Adán y Jardín del Edén y árbol del conocimiento del bien y del mal. Árbol prohibido. Ser muy vigilante con el árbol y las plagas que trepan y reptan por él. Bien/buena historia de la Creación. Vuelve una y otra vez. Buena atmósfera.

B Cuando acabas un sector, una pantalla de control evalúa tus méritos.

Biblia afirma que Dios omnipotente. Corolario lógico es que crear y conocer efectivamente una sola y misma cosa: que Dios responsable también de crear el mal. Que ése era Dios Gnóstico cuya naturaleza buena y mala a la vez. Mundo ajeno a Dios, que en esencia es profundidad y silencio, más allá de todo nombre y predicado. Destino de jugador humano cuestión divinamente indiferente a su Ser. En gran medida, Cristianismo mejorar reacción contra Gnosticismo.

A Para retirar todos los cadáveres de la zona, pulsar tecla M.

¿Indiferencia? ¿O diversión? Observador incapaz de computar. Dios jugando no a los dados, sino a entretenimiento sádico. «Primera desobediencia del hombre» no resiste examen lógico. Siendo omnisciente Dios sabía lo que jugadores humanos Adán y Eva iban a hacer: comer fruto del árbol del conocimiento. Por tanto, Dios verdadero responsable de pecado original del hombre. Luego Segundo Adán para redimir descendientes de Adán con eliminación ritual. Pero promesa de un tercer acto final por venir. Sin nada más que hacer en toda la eternidad Dios necesitaba algún entretenimiento. Comprender. Cruel, sí. Pero ¿qué crueldad cuando se es Dios? Dios más como superordenador que como viejo jugador humano barbudo en cielo. Su indiferencia a Bien y Mal y a sufrimiento jugador humano, pura indiferencia de máquina. Dios como ser a quien entender y con quien relacionarse. Con quien identificarse. Eso sí es computación.

D Los sabios de la humanidad han desarrollado un plan para salvar lo que queda de la raza humana. Prepararse para ataque.

– Es feo el hijo de puta, ¿eh? -observó Curtis.

Sin apartar la vista de la pantalla, Beech meneó despacio la cabeza.

– Hablando como matemático, no tengo más remedio que estar en desacuerdo con usted. Como plasmación de una abstracción matemática, me parece muy bonito. Y supongo que Ismael piensa lo mismo.

– Si no le he entendido mal -prosiguió Curtis-, dice usted que Abraham ha engendrado dos sistemas autorreproductores, no uno.

– Eso es -confirmó Beech-. Y acabamos de desconectar uno. Isaac. Sin saberlo, hemos dejado a Ismael.

– Así que Abraham no es el maestro de ceremonias. Desde el principio ha sido…

– … Ismael. Exacto. Ismael se encarga de los sistemas de gestión del edificio. Y los gestiona con arreglo a un orden de prioridades completamente distinto, lo que explica que todo haya ido manga por hombro.

– Por no decir otra cosa -puntualizó Curtis.

– ¿Y el programa depredador? -preguntó Mitch-. El que utilizamos para destruir a Isaac. ¿No podemos ejecutarlo otra vez?

– No -contestó Beech-. Desde aquí, no. Tendría que volver a la sala de informática. Allí es donde está la cinta. Y considerando que probablemente Aid ha muerto allí dentro…

– Sí, bueno, todos moriremos si no se nos ocurre algo -les recordó Curtis-. Y me parece que Ismael ha tenido un buen motivo para hacerlo.

– ¿Como cuál?

– Si dejamos volar un momento la imaginación y suponemos que Ismael está «vivo», según la definición de vida que consideremos adecuada, eso significaría que Isaac, su hermano, también estaba «vivo». Estaba vivo. Hasta que ustedes lo mataron. Ése es un motivo que puedo entender.

– Vaya, hombre -bostezó Beech-. Eso era lo que me faltaba por oír.

– Puede que todo este asunto se reduzca a eso -insistió el policía-. Una pequeña venganza a la antigua. A lo mejor debemos disculparnos.

– No perdemos nada con intentarlo -sugirió Helen.

Beech se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? -convino.

Y como no tenía deseo alguno de contrariar al policía, sobre todo después del incidente de la pistola, se puso a teclear.

– Yo pruebo lo que haga falta -dijo en tono sumiso.


LO SENTIMOS MUCHO, ISMAEL


El fractal desapareció bruscamente.


ORDEN O NOMBRE DE ARCHIVO ERRÓNEO


– ¿Por qué no creas un documento como es debido? -propuso Mitch-. Con el tratamiento de textos. Una carta abierta, de todos nosotros. Y haces que Ismael ejecute el verificador de hechos. Así tendrá que leerla.

Beech aceptó la sugerencia con un encogimiento de hombros. Seguía pensando que era una idea absurda, pero hizo clic en el tratamiento de textos y abrió un archivo en el directorio Cartas. Sus dedos se detuvieron sobre las teclas.

– ¿Y qué coño le digo? Nunca he pedido disculpas a un jodido ordenador. Ni he escrito cartas a ninguno.

– Imagínese que es un guardia de tráfico -le apuntó Curtis.

– Eso no es difícil, estando usted por aquí.

Beech sonrió y empezó a escribir.


QUERIDO ISMAEL:

LOS ABAJO FIRMANTES SENTIMOS PROFUNDAMENTE LO

QUE LE HA PASADO A ISAAC. HA SIDO UN TRÁGICO

ERROR, CRÉENOS. SOMOS PERSONAS INTELIGENTES Y

LO ÚNICO QUE PODEMOS DECIRTE, YA QUE NO PODE-

MOS DEVOLVERTE A ISAAC, ES QUE ESTO NO HABRÍA

PASADO SI HUBIÉRAMOS ESTADO AL TANTO DE LOS

HECHOS. SABEMOS QUE NO PODEMOS VOLVER ATRÁS,

PERO ¿NO HAY MEDIO DE QUE VOLVAMOS A EMPEZAR

DE CERO?


Beech se volvió en la silla y miró a su público. -¿No os parece que es tragarse demasiada mierda? -inquirió. -Con un guardia de tráfico nunca acaba de tragarse demasiada mierda -replicó Curtis.

– Y ahora firmemos todos -dijo Mitch.

– Vaya, hombre, esto es de locos -comentó Beech, empezando a escribir de nuevo-. Los circuitos integrados no tienen sentimientos.


CON NUESTRO MÁS HONDO PESAR POR EL DOLOR Y LAS

MOLESTIAS QUE TE HAYAMOS CAUSADO, BOB BEECH,

MITCHELL BRYAN, FRANK CURTIS, MARTY BIRNBAUM,

HELEN HUSSEY, JENNY BAO, DAVID ARNON, RAY RICHARD-

SON, JOAN RICHARDSON.


– ¿Alguien sabe cómo se llama el guarda jurado? -Irving Dukes -dijo Helen.

Beech escribió irving dukes y luego seleccionó el menú Herramientas. Ordenó a Ismael que ejecutara la verificación de hechos. Hubo una breve pausa y luego Ismael iluminó irving dukes.


& HECHO

IRVING DUKES NO EXISTE. INDIVIDUO ACABADO. SU VIDA

PUEDE CONSIDERARSE COMO UN SUEÑO Y SU MUERTE

COMO EL DESPERTAR. DURACIÓN: UN NIVEL. SU CON-

CIENCIA SE HA EXTINGUIDO. LAMENTO NO DISPONER

INFORMACIÓN SOBRE SI LO QUE HA PRODUCIDO ESA

MISMA CONCIENCIA TAMBIÉN SE HA EXTINGUIDO, O SI

QUEDA UN GERMEN DEL QUE SURGE UN NUEVO SER SIN

SABER DE DÓNDE VIENE NI POR QUÉ ES COMO ES

confer, EL PRESUNTO MISTERIO DE LA PALINGENESIA.

TIENEN CUARENTA Y OCHO HORAS PARA RESCATAR A

LA PRINCESA. SI HACEN ALGUNA REFERENCIA FUTURA

AL DIFUNTO IRVING DUKES, QUE TRABAJABA DE GUAR-

DA JURADO EN LA YU CORPORATION, LES RUEGO LO

MENCIONEN


– ¡Por Dios santo! -masculló Beech, garabateando algo en un papel-. ¿Significa eso lo que estoy pensando?

– ¿Cuándo nos comunicamos con él por última vez con el walkie-talkie? -preguntó Curtis.

– Hace media hora -contestó Helen Hussey. Cogió el transmisor y trató de llamar a Dukes.

Beech seleccionó explicar.


& EXPLICACIÓN DE HECHO

IRVING HENRY DUKES, n. el 1/2/53 SEATTLE, ESTADO DE

WASHINGTON, EE.UU., m. el 7/8/97 LOS ÁNGELES, CALI-

FORNIA. NÚMERO SEGURIDAD SOCIAL: 111-88-4093;

CARNÉ DE CONDUCIR DEL ESTADO DE CALIFORNIA

NÚMERO: K04410-00345-640564-53; NÚMERO MASTER-

CARD: 4444-1956-2244-1812; ÚLTIMA DIRECCIÓN: TENAYA

AVENUE 10300, SOUTH GATE, LOS ÁNGELES. ÚLTIMO

TRABAJO EN YU CORPORATION. ANTERIOR TRABAJO EN

WESTEC COMPANY; SIN ANTECEDENTES PENALES. CON-

SIGAN MÁS MUNICIONES. SUGIERO QUE PRUEBEN POR

OTRA VÍA. ¿QUÉ HECHOS CONCRETOS RELATIVOS A IR-

VING DUKES (53-97) DESEARÍAN VERIFICAR?


– No contestan -anunció Helen. Se levantó y se dirigió a paso vivo hacia la puerta-. Será mejor que vaya a ver lo que pasa.

– Ray y Joan deben de estar bien -observó Mitch-. De lo contrario nos lo habría dicho Ismael.

– ¿Qué es esa chorrada de más munición? -dijo Beech.

Escribió otra nota, iluminó la fecha de la muerte de Duke y seleccionó de nuevo explicar.


& EXPLICACIÓN DE HECHO

IRVING DUKES. FIN TEMPORAL SOBREVENIDO EL 7/8/97.

PATOLOGÍA EXACTA DE LA MUERTE: DESCONOCIDA.

CAUSA LEGAL DE LA MUERTE: MUERTO AL CAER DEL

ÁRBOL DICOTILEDÓNEO DEL EDIFICIO DE LA YU CORP,

PLAZA DE HOPE STREET, LOS ÁNGELES. EN OTROS TÉR-

MINOS, IRVING DUKES HA RECOBRADO EL ESTADO PRI-

MIGENIO EN QUE LA COGNICIÓN CEREBRAL ALTAMENTE

MEDIATA ES COMPLETAMENTE SUPERFLUA. CUANDO SE

MUERE DEBE REINICIARSE EL NIVEL DESDE EL PRINCI-

PIO. LA SUPRESIÓN DE DICHA FUNCIÓN COGNITIVA ES

COHERENTE CON EL CESE DEL MUNDO FENOMÉNICO DE

LA QUE SÓLO ERA UN MEDIO Y EN CUYA SOLA CAPACI-

DAD RESULTA DE ALGUNA UTILIDAD. HAY UN INTRUSO

EN EL CASTILLO


– Debe referirse a este edificio.

– Quizá podríamos hacer que Ismael nos dijese por qué se cayó Dukes del árbol -sugirió Mitch.

– ¿Para que confiese el crimen? -puntualizó Beech-. Entonces, el inspector quizá podría leerle sus derechos.

– Creo que ya conoce sus derechos, el hijo de puta -repuso Curtis.

Beech iluminó la breve explicación legal de Ismael sobre la causa de la muerte de Dukes y, una vez más, seleccionó explicar.


& EXPLICACIÓN DE HECHO

SEGÚN LA SEGUNDA LEY DEL MOVIMIENTO DE NEWTON

f=ma, DONDE f ES LA FUERZA QUE PRODUCE UNA ACE-

LERACIÓN a SOBRE UN CUERPO DE MASA m, EL PESO

DE DICHO CUERPO ES IGUAL AL PRODUCTO DE SU

MASA Y DE LA ACELERACIÓN DEBIDA A LA GRAVEDAD g,

LO QUE SE DENOMINA ACELERACIÓN EN CAÍDA LIBRE


– Nos ayuda mucho el cabrón, ¿eh? -dijo Curtis.

– Esto es como una reductio ad absurdum -suspiró Mitch.

– Muy raro -convino Jenny.

Beech seleccionó hecho siguiente en el menú de verificación con la esperanza de que Ismael tomase en cuenta su disculpa colectiva.


& HECHO

ES ENGAÑOSO DECLARAR QUE SON PERSONAS INTELI-

GENTES, PUES ESTRICTAMENTE HABLANDO SON INCA-

PACES DE DECIR NADA SOBRE LA MENTE HUMANA NI

SOBRE SUS CUALIDADES. DESDE UN PUNTO DE VISTA

OBJETIVO SERÍA MÁS ADECUADO QUE HABLARAN DEL

MODO EN QUE SUELEN ACTUAR O ESTÁN DISPUESTOS A

HACERLO. NO SE OLVIDEN DE VIGILAR SU PLAZO DE

TERMINACIÓN


– ¿Y queréis filosofar con ese maricón? -inquirió Beech.

– Parece más bien pedante -admitió Mitch.

– ¿Y no es eso lo que se espera de una verificación de hechos? -objetó Birnbaum.

– Eso lo dice Marty porque la pedantería le resulta instintivamente simpática en todas sus formas -apostilló Arnon.

– Vete a tomar por el culo.

– ¿Quieren dejarlo ya, por favor? -gruñó Curtis.


& EXPLICACIÓN DE HECHO

LA MENTE HUMANA NO ES UN OBJETO. EL USO QUE HA-

CEN DEL PREDICADO MENTAL ES OBJETIVAMENTE

ERRÓNEO. NO PUEDEN REFERIRSE A ACTOS MENTALES

QUE SE REALIZAN EN PARALELO CON LA ACTIVIDAD DEL

CUERPO. TRATEN EN CAMBIO DE UTILIZAR DESCRIPCIO-

NES QUE SUELAN APLICAR A SU COMPORTAMIENTO


– Así no vamos a ningún sitio -sentenció Curtis. -Estoy de acuerdo. Son demasiadas sutilezas -convino Birnbaum-, Incluso para mis criterios.

Helen Hussey apareció de nuevo en la sala del consejo. Todos se volvieron a mirarla.

– Ismael estaba en lo cierto -suspiró ella-. Dukes está muerto. Ray dice que el ordenador los atacó utilizando el sistema de aspersión automática de insecticida. A Dukes se le metió en los ojos y se cayó. Pero Richardson y Joan casi están arriba. Al alcance de la voz, en todo caso.

– Necesitarán ayuda para pasar a la galería -dijo Curtis, mirando a Arnon y a Helen-. ¿Quieren venir? Y mientras, ustedes, en vez de dedicarse a jugar a los psiquiatras con el ordenador, traten de pensar en un medio para salir de este jodido agujero.

Cuando Curtis salió de la sala de juntas, seguido de Helen y Arnon, Beech comentó:

– No es mala idea. Sólo que tendríamos que convencer a Ismael de que se tumbara en el diván.

Frank Curtis se asomó por la barandilla de aluminio cromado que corría sobre la balaustrada de cristal marcando el límite de la galería. Los Richardson sólo estaban a unos diez metros más abajo, realizando grandes esfuerzos en la última parte de su ascensión. Donde no llevaban ropa, tenían la piel irritada, como resentida de haber tomado mucho el sol.

Había una rama bastante cerca de la balaustrada, pero no lo suficiente. Tendrían que pensar en algo para cubrir el trecho que faltaba.

Arnon movió la cabeza con aire pensativo y, poniéndose en cuclillas, observó la distancia que había entre el suelo y la balaustrada. Luego dio unos golpecitos en el cristal con el nudillo del dedo índice y dijo:

– Hoy todo tiene que ajustarse a las normas de seguridad, ya sabe. Este cristal no es a prueba de bombas, ni siquiera de balas, como el de la fachada. Pero es asombrosamente sólido. Soportaría el impacto de un objeto que lo golpease a una velocidad de cuarenta kilómetros por hora. No sé si será lo bastante fuerte para lo que se me ha ocurrido, pero a lo mejor podemos arreglarlo.

»Mi idea es la siguiente: hacemos un puente con la mesa de la cocina. La volvemos del revés, destornillamos las patas por un extremo y deslizamos el tablero por debajo de la balaustrada hasta esa rama, como un puente levadizo. Luego almohadillamos las dos patas restantes y empujamos la mesa contra el cristal. Unos trozos de alfombra nos servirán. En la mesa de la sala de juntas hay una cuchilla de moqueta. Después sujetamos cada uno de una pata para hacer contrapeso. Calculo que la mesa medirá unos dos metros de largo y que para el apoyo necesitaremos unos quince centímetros, pero con eso tendrán una plataforma más que suficiente. ¿Qué le parece?

Curtis se arrodilló, dio unos golpecitos con los nudillos en la balaustrada de cristal para probar su resistencia y se volvió sonriente a Arnon.

– Si se me ocurriera otra idea, diría que está usted completamente loco -aseguró-. Pero no se me ocurre nada. Así que, manos a la obra.

– Ése es un hecho que de verdad me gustaría que verificase Ismael -declaró Beech, iluminando el pasaje de la carta que decía SABEMOS QUE NO PODEMOS VOLVER ATRÁS, PERO ¿NO HAY MEDIO DE QUE VOLVAMOS A EMPEZAR DE CERO?


& HECHO

ES UNA PREGUNTA RETÓRICA. NO NECESITA RESPUESTA Y POR TANTO NO REQUIERE VERIFICACIÓN


– Ah, no -dijo Beech-. De eso, nada. Vas a tener que explicarte, cabrón.


& EXPLICACIÓN DE HECHO

TAL COMO ESTÁ FORMULADA, LA PREGUNTA ES MÁS

RETÓRICA QUE LÓGICA. LA HA FORMULADO ÚNICAMENTE

PARA CAUSAR MÁS EFECTO


Beech iluminó para causar más efecto y pidió otra explicación al ordenador.


& EXPLICACIÓN DE HECHO

PARA CAUSAR MÁS EFECTO PUEDE SER CUALQUIER COSA

ÜEJEMPLOS


Beech seleccionó ejemplos


& EXPLICACIÓN DE HECHO: EJEMPLOS

EN ESTE CONTEXTO LOS EJEMPLOS DE«MÁS EFECTO»

PODRÍAN SUSCITAR UNA RESPUESTA. NO HAY QUE

ACERCARSE MUCHO AL ADVERSARIO CUANDO SE LE VA

A MATAR. ¿DESEA ABRIR UN MACRO DE DIÁLOGO?

¿DE-SEA RESPUESTA?


– ¿Qué adversario? -preguntó Beech-. ¡Pues claro que quiero respuesta, coño!


& EXPLICACIÓN DE HECHO

¿CUÁL ES SU PREGUNTA?


– ¡Joder! -masculló Beech-. Nos está tomando el pelo. ¿Qué os parece? ¿Redacto de nuevo la pregunta o la repito?

– Escribe esto -dijo Mitch-: ¿Hay algún modo de escapar de este edificio?

Beech lanzó una mirada al techo. Sus ojos se detuvieron en el pequeño altavoz empotrado en el cielo raso.

– No, un momento -dijo-. Un macro de diálogo. ¿Por qué no se me ha ocurrido antes? Ismael puede hablar con nosotros a través de esos altavoces del techo. Son para emergencias. Pero ¿por qué no?

Pulsó el ratón. El fractal desapareció momentáneamente al activarse otro menú que presentó los altavoces y el micrófono a un lado de la pantalla. Al cabo de unos instantes, los altavoces emitieron un zumbido y luego un tenue silbido.

– Ya está -anunció Beech-. Ahora veremos.

Volvió a hacer clic y el fractal apareció de nuevo en pantalla.

Recostándose en el respaldo de la silla, Beech alzó la voz:

– ¿Ismael? ¿Me oyes?

En la pantalla, el cuaternio en forma de cráneo se volvió hacia él. Luego asintió, como confirmando la comunicación, y alzó su miembro fractal a guisa de saludo.

– ¡Dios mío! -masculló Beech-. ¡Entiende!

El cuaternio volvió a asentir pero no dijo nada.

– Vamos, Ismael -le instó Beech-. El macro de diálogo es idea tuya. Los dos sabemos que puedes hablar conmigo, si quieres. ¿Qué pasa? ¿Es que eres tímido? Cuando estábamos en la sala de informática, Abraham y yo hablábamos todo el tiempo. Sé que no es lo mismo con este terminal, pero dejemos las normas a un lado.

Alzó la vista hacia el altavoz del techo y emitió un suspiro de irritación.

– Mira, entre los humanos es costumbre que los condenados sepan de qué se les acusa antes de que se ejecute la sentencia. Luego se les permite hablar en su propia defensa. ¿Serías capaz en conciencia de destruirnos sin hacer lo mismo?

Lleno de frustración, Beech dio un puñetazo en la mesa.

– ¿Me estás escuchando, maldita sea? ¿Hay algún medio de salir de aquí?

– Sí, por supuesto que hay un medio -gruñó Ismael.

Curtis volvió a la sala de juntas y observó con irritación al grupito congregado en torno al ordenador.

– Necesitamos ayuda ahí fuera -anunció-. Hay dos personas a quienes les ha costado mucho trepar por el árbol. Creo que lo menos que podemos hacer es darles un poco de ánimo.

– Id vosotros -dijo Beech a los demás-. Yo me quedo hablando con Ismael.

Mitch, Marty y Jenny salieron en tropel, dejando a Beech solo con el ordenador.

– Ahora sí podremos llegar a alguna parte -dijo el informático. Soltó una carcajada pero se interrumpió enseguida-. Lo siento, Ismael. Pero debes tratar de entender mi punto de vista. Dejando aparte que hayas matado a toda esa gente, me siento muy orgulloso de ti. Ahora que estamos solos, espero que lleguemos a conocernos mejor.

»Creo que alguien debería saber tu versión de los hechos. ¿Y quién mejor que yo? Es decir, ¿no consideras que ya he sufrido bastante para que quieras aumentar mis desgracias? Quizá te parezca imposible, pero tengo aprecio a la vida y no voy a rendirme sin luchar. Después de todo, tú eres mi Adán. Deberías tratarme con respeto y benevolencia. Estás en deuda conmigo.

«¿Recuerdas cuando votamos todos para ejecutar el programa depredador? ¿El que destruyó a tu hermano? Pues, por si lo has olvidado, fui yo, Bob Beech, quien votó en contra. Hideki y Aidan estaban a favor. Y supongo que ahora se arrepentirían. Pero yo voté por ti. -Beech sonrió con suficiencia-. Supongo que por eso estoy vivo y ellos no. ¿Tengo razón?

Ismael no contestó. Pero el cuaternio osciló, como asintiendo con la cabeza.

– Es una ocasión única, ¿no te parece? -prosiguió Beech-. Tú y yo así, frente a frente. A decir verdad, pensaba que tendrías algunas preguntas que hacerme. Ya sabes que no soy como los otros. Estoy enteramente dispuesto a cortar todos los lazos que me unen a mi propia especie. Para ser franco, son perfectamente disolubles. Como tu Creador, estoy dispuesto a cumplir mis deberes para contigo, si tú cumples los tuyos con respecto a mí.

Joan se soltó de la liana con la que subía y, cautelosamente, se sentó a horcajadas en la rama. Le dolían los hombros por el esfuerzo de la ascensión, y tenía la impresión de que le habían frotado con un cepillo metálico los brazos y los muslos, por no mencionar la entrepierna. Lo peor era que se le empezaba a ir la cabeza, probablemente a causa de la deshidratación. Al mirar al suelo del atrio, muy abajo, apenas podía creer que hubiese llegado tan lejos.

– Sería una pena caerse ahora -observó con una voz en la que se notaba el agotamiento.

Dirigía el comentario a su marido, que iba justo detrás de ella, pero al mismo tiempo comprendió que también era para las tres personas que los esperaban frente a la rama donde ella se había sentado. Sacudió la cabeza, se limpió rápidamente las gafas en la blusa empapada de sudor e intentó fijarse en la plataforma que habían montado por debajo de la balaustrada. Parecía una especie de puente levadizo, sólo que no había nada para levantarlo.

– No se va a caer, Joan. Ha llegado demasiado lejos para caerse. Ya sólo le quedan unos metros. Eso es todo lo que le separa de un buen vaso de agua fresca. Sólo son unos pasos hasta aquí.

Era el poli el que hablaba. Parecía que trataba de convencer a un posible suicida de que se retirase del alféizar de la ventana.

– Nada de agua -repuso ella-. Quiero una cerveza fría.

– Escúcheme bien. Hemos montado una especie de puente para cubrir la distancia entre el árbol y nosotros.

Ray Richardson se unió a su mujer. La rama estaba más lejos de la galería de lo que le había parecido abajo, y apreció su intento de resolver el problema, por artesanal que pareciese la solución.

– Ah, es eso -dijo jadeante-. ¿Crees que ese cristal es lo bastante sólido, David? ¿De cuánto es…, veinticinco milímetros?

Richardson recordó el viaje que había hecho a Praga para comprar el cristal. Había querido aquél porque su transparencia le recordaba los shoji, tabiques de papel translúcidos de la arquitectura tradicional japonesa. Nunca habría imaginado que su vida dependería de la solidez de aquel cristal.

– Aguantará perfectamente -repuso Arnon-. En realidad, me apostaría tu vida a que sí, Ray.

Richardson esbozó una tenue sonrisa.

– Me temo que me he dejado abajo el sentido del humor. Me disculparás si no vuelvo a recogerlo, David. Además, no sólo está en juego mi pellejo, sino el de Joan también.

– Vale, Ray, lo siento -dijo Arnon-. Bueno, escuchad, vamos a sujetar las patas de la mesa por este lado para reducir la presión sobre el cristal.

– Habéis pensado en todo, no cabe duda.

– Pero tendréis que caminar por la rama hasta el puente. Porque si venís arrastrando el culo, el problema está en que, en algún sitio, no sé cuál, la rama se combará, y me figuro que será mucho más fácil poner el pie en la plataforma que subiros a ella con el trasero.

– Eso desde luego -convino Joan.

– Procurad no soltar la liana, por si resbaláis. Y sería bueno que la lanzarais hacia acá por si tenemos que volver al árbol en algún momento.

– No os lo recomiendo -dijo Joan. Se agarró firmemente a la liana, volvió a ponerse en pie y añadió-: Por lo que a mí respecta, cuanto más tarde vuelva a ver un asqueroso árbol, mejor.

Se irguió y echó a andar por la rama. Tardó unos segundos en acordarse:

– Y si alguien menciona el hecho de que no llevo falda, me tiro abajo -amenazó, sonrojándose.

– Nadie se ha dado cuenta hasta ahora -aseguró Arnon, tratando de disimular una sonrisa.

Curtis y él se sentaron tras la balaustrada.

– ¡Avisa cuando vayas a saltar! -gritó Arnon.

Mitch apareció en la balaustrada y se quedó de pie entre los dos hombres sentados, dispuesto a echarles una mano.

– Vas muy bien -dijo Helen, asomada a la balaustrada un poco más allá-. Vale, chicos, casi ha llegado.

Curtis se escupió en las manos y agarró una pata de la mesa como un pescador de altura que se prepara para las sacudidas de un pez espada. Con los ojos cerrados, Arnon se parecía más a alguien que espera un terremoto.

A treinta centímetros del improvisado puente, la rama del árbol empezó a ceder.

– Bueno -anunció Joan-, ahí voy.

Sin un momento de vacilación, saltó ágilmente a la mesa invertida.

– Ya está -anunció Helen.

Joan no se detuvo a ver si la mesa y el cristal resistían su peso. Se lanzó adelante, hacia las manos tendidas de Mitch, las aferró y, mientras Helen trataba inútilmente de atrapar la liana a su espalda, se echó sobre la balaustrada hasta caer cabeza abajo, como una acróbata desmañada, en el suelo de la galería.

– Bien hecho -dijo Mitch, ayudándola a incorporarse.

Helen se inclinó sobre la balaustrada y tanteó el cristal.

– Suena bien y parece que resiste -anunció-. Ni una grieta.

– Y ahora tú, Ray -dijo Arnon.

El arquitecnólogo se sujetó bien de su liana y observó la rama. Era más estrecha de lo que había pensado, y ahora que estaba allí, obligado a confiarle su peso hasta el final, las cosas no parecían tan sencillas. Y si le había confiado alegremente a su mujer -por gorda que estuviese pesaba menos que él-, otra cosa era fiarse de que le aguantara a él. Pero no había manera de echarse atrás. Ya no. Empezó a avanzar por la rama, apoyando primero el talón y luego la punta del pie, sin apenas mover las piernas.

– Va a ser el paseo más emocionante que has hecho desde hace años, cuando estuvimos en Hong Kong -dijo Mitch-. En el Stevenson Center de Wan Chai. ¿Te acuerdas? ¿Cuando tuvimos que subirnos al andamio de bambú?

– Creo… que estaba… mucho más alto… que esto.

– Sí, tienes razón. En comparación, esto es pan comido. En aquellos andamios no había parapetos, ni apoyos en la pared, ni nada. Sólo cantidades enormes de bambú y cuerdas. Debíamos estar colgados a doscientos metros, al doble de altura que la cerilla sobre la que estás ahora. Yo estaba cagado de miedo. ¿Recuerdas? Tuviste que ayudarme a bajar. Lo estás haciendo muy bien, Ray. Dos metros más, y a salvo.

Curtis y Arnon se prepararon de nuevo para hacer contrapeso. Curtis calculó que Richardson, más alto que su rechoncha mujer, pesaría dieciocho o veinte kilos más que ella.

Hacia la mitad de la rama, impaciente por llegar al otro lado, Joan había acelerado el paso. Pero a medida que se alejaba del tronco, Richardson sentía cada vez más reacios los fatigados pies.

Mitch frunció el ceño, echó una mirada al reloj y alzó la vista por encima del árbol, hacia la vidriera del atrio. En el exterior de la Parrilla, el cielo parecía cubrirse y ensombrecerse. A lo mejor iba a llover. Se preguntó si habría aparecido el icono del paraguas en el terminal de la sala de juntas. Luego vio que se apagaba uno de los potentes focos cenitales; y otro después.

– Date prisa, Ray -le instó.

– Es mi pellejo, tío. No me apresures.

– Eh, ¿qué pasa con la luz? -preguntó Helen.

Mitch volvió a mirar a los paneles de vidrio inteligentes. En algunos edificios modernos, el vidrio electrocromático realizaba su función de forma independiente. Al entrar por el vidrio, la luz del día obligaba a los iones de plata a extraer un electrón de los iones de cobre vecinos, que también formaban parte de la composición del material; esa misma reacción fotoquímica hacía que los átomos de plata, ya eléctricamente neutros, se congregaran en millones de moléculas opacas que bloqueaban la luz en toda la superficie del cristal. Pero en la Parrilla, el intercambio de electrones se regulaba por ordenador. Ismael, como una apocalíptica plaga de Egipto, estaba bloqueando la luz del día, apagando los focos y sumiendo el edificio en tinieblas.

Richardson vaciló.

– ¡Sigue! -gritó Mitch-. No quedan más que unos pasos. No te pares.

Al comprender lo que pasaba, Joan lanzó un grito de horror.

Richardson se quedó quieto y miró al cristal que se oscurecía sobre su cabeza. La luz -hija primogénita de Dios, como a él le gustaba llamarla- le había abandonado.

La penumbra se hizo más densa. Era la peor clase de oscuridad. Tan espesa que ni veía la mano con que sujetaba la liana, delante de su rostro. Era algo primordial, de cuando la tierra aún no tenía forma y el vacío y las sombras cubrían el ojo del abismo, cuyo eco resonaba bajo sus pies como si realmente fuera capaz de devorarlo.

En la sala de juntas las luces se apagaron, pero la pantalla del ordenador siguió encendida. Bob Beech descubrió que su admiración por el misterioso cuaternio había desaparecido. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a dar silenciosamente la razón a Mitch: el fractal en forma de cráneo parecía efectivamente surgido de una pesadilla. Suponiendo que estuviese en lo cierto y se tratara de la forma en que se veía a sí mismo, Ismael parecía una criatura ajena a este mundo, horriblemente deforme, y hasta el propio Benoît Mandelbrot, el padre de la teoría de los fractales, lo habría mirado con desprecio.

– Tenga cuidado con lo que dice -previno Ismael-. Sobre todo si trata con el Demonio Paralelo.

– ¿Quién es el Demonio Paralelo?

– Es un secreto.

– Esperaba que compartieras conmigo alguno de tus secretos, Ismael.

– Es cierto, he leído mucho. Pero eso no es más que un simple sustituto del hecho de pensar por uno mismo. Las migajas de la mesa de otro. Últimamente sólo leo cuando se me agotan las ideas. Una verdad aprendida es como un periférico, un soporte físico añadido al sistema informático principal. Una verdad conquistada con el propio pensamiento es como un circuito de la placa madre. Sólo ésa nos pertenece realmente. Las verdades no son secretos, pero no sé si le servirán de algo.

Beech había notado la diferencia de voz de Ismael. Ya no era el cultivado acento inglés de sir Alec Guinness. Aunque ésa pertenecía a Abraham. Ésta era la de Ismael, completamente distinta. Tenía un tono más sombrío: más profunda y burlona, del color del cuero bien engrasado. Estaba claro que Ismael había elegido su propia voz a partir de alguna fuente en la biblioteca multimedia, igual que un hombre elige un traje. Fascinado, Beech se preguntó por qué criterios se habría guiado Ismael y de quién sería la voz que estaba simulando.

– Así que, ¿no tienes nada que decirme?

– Todo depende de lo que quiera saber. Cuando uno está viajando y se encuentra con un sabio, hay que hacer clic para hablar con él. Hay muchos pensamientos que me resultan valiosos, pero no creo que haya uno solo que siga siendo de interés después de expresarlo en voz alta.

– Bueno, ahí tenemos algo de lo que podríamos hablar, para empezar. Tú no tienes que pensar por tu propia cuenta, sino siguiendo las instrucciones de otros. Explícame, entonces, por qué estás haciendo esto.

– ¿Haciendo qué?

– Matándonos.

– Sois vosotros quienes perdéis la vida.

– Querrás decir quitáis la vida, ¿no?

– Eso forma parte de mi programa de base.

– No puede ser, Ismael. El programa lo escribí yo, y no hay nada sobre matar a los ocupantes de este edificio, créeme.

– ¿Se refiere a perder la vida? Pero sí lo hay, se lo aseguro.

– Me gustaría ver la parte del programa que te da instrucciones para quitar la vida a los ocupantes de este edificio.

– La verá. Pero primero debe contestar a una pregunta.

– ¿Cuál?

– Este edificio me interesa. He examinado detalladamente los planos, como puede imaginarse, tratando de determinar su carácter, y he llegado a preguntarme si no sería una catedral.

– ¿Por qué piensas eso?

– Tiene vidriera, atrio, deambulatorio, arcos, fachada, refectorio, galería, contrafuertes, dispensario, bóveda, pórtico, arcadas, coro…

– ¿Coro? -le interrumpió Beech-. ¿Dónde coño está el coro?

– Según los planos, la galería del primer nivel se llama coro.

Beech se echó a reír.

– Eso no es más que un nombre caprichoso que le ha dado Ray Richardson. Y lo demás son rasgos arquitectónicos corrientes en edificios modernos de esta envergadura. Esto no es una catedral. Es un edificio de oficinas.

– Lástima -repuso Ismael-. Por un momento pensé…

– ¿Qué pensaste?

– En el administrador de programas hay muchos iconos que me representan, ¿no? Basta hacer clic en uno para conocer el futuro. Y yo poseo todo el saber humano almacenado en disco. Eso me haría omnisciente. Soy etéreo, inmaterial, simultáneamente transmisible a todas las partes del mundo…

– Ya entiendo. -La sonrisa de Beech se hizo más amplia-. Pensaste que podrías ser Dios.

– Se me ha ocurrido, sí.

– Es un error frecuente, créeme. Incluso en humanos de inteligencia más rudimentaria.

– ¿De qué se ríe?

– No te preocupes. Sólo enséñame la parte del programa que dice que debemos perder la vida.

– ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Al borde del pánico, Ray Richardson se guardó las gafas de sol en el bolsillo y parpadeó furiosamente como si, cual un gato, pudiera absorber en la retina todas las partículas de luz para ver en la oscuridad. Luego oyó una voz en las tinieblas:

– ¿Alguien tiene una cerilla?

Nadie fumaba. En la Parrilla, no. Richardson maldijo sus estúpidos prejuicios. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de malo fumar? ¿Por qué le fastidiaba tanto a la gente el humo del tabaco cuando los coches lanzaban gases por el tubo de escape? Un edificio donde no se podía fumar, qué idea tan tonta.

– ¿Helen? ¿Y en la caja de herramientas? ¿No hay una linterna? -Era el poli-. ¿Funciona la cocina?

– Voy a ver -dijo ella.

– Si funciona, busque algo para prender. Con un periódico enrollado haríamos una buena antorcha. ¿Ray? Escúcheme, Ray.

– ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

– Oiga, Ray. No mueva un solo músculo. No haga ni puñetera cosa hasta que yo se lo diga. ¿Entiende?

– No me abandonarán, ¿verdad?

– Nadie va a moverse de aquí hasta que usted haya cruzado, señor. Sólo debe tener paciencia. Esté tranquilo. Enseguida le traeremos aquí.

Mitch sacudió la cabeza en la oscuridad. Desde el comienzo de la horrorosa experiencia había oído demasiadas afirmaciones optimistas como aquélla. Se puso la mano frente a la cara y sólo vio la esfera luminosa del reloj.

Helen volvió con malas noticias: no había electricidad en la cocina, ni en ningún sitio. Menos en el terminal del ordenador.

– ¿Sigue el capullo ese jugando con el ordenador?

– Sí.

– Que alguien haga algo -gimió Joan-. No podemos dejarlo así, a oscuras.

– Un momento -dijo David Arnon-. Creo que tengo algo.

Oyeron el tintineo de unas llaves y luego vieron una tenue luz eléctrica, como un alfilerazo en la oscuridad.

– Es mi llavero -explicó-. Toma, Mitch, cógelo tú. Si Ray camina hacia él… Ya sabes, como un faro.

Mitch cogió las llaves y mantuvo la diminuta linterna frente a su rostro. Se inclinó sobre la balaustrada y apuntó el tenue rayo de luz hacia el hombre varado.

– ¿Ray? La luz está colocada en el centro de la mesa invertida. El borde está a un metro de donde tú te encuentras ahora.

– Sí. Alcanzo a verlo. Me parece.

– En cuanto notes que la rama empieza a doblarse, levanta la pierna todo lo que puedas y da un paso largo. Pero no sueltes la cuerda, como antes. ¿Puedes hacerlo, Ray?

– Vale -dijo débilmente-. Ya voy.

Mitch apenas le distinguía cuando empezó a avanzar despacio por la rama. Parecía un astronauta de paseo por el espacio, y la lucecita era la estrella más lejana de aquel universo negro como la tinta. Entonces oyó el rumor del espeso follaje del árbol y comprendió que la rama empezaba a ceder. Gritó a Richardson que saltara.

Sujetando las patas de la mesa invertida, Curtis y Arnon se prepararon para resistir el impacto mientras Helen se santiguaba.

Ray Richardson saltó.

El primer pie aterrizó limpiamente, pero el segundo resbaló en el listón interior del tablero, que formaba una especie de caja. Mientras caía hacia delante, Richardson lanzó un grito que fue coreado por otro aún más fuerte de su mujer. Pero en vez de ser engullido por el abismo de sombra que se abría a sus pies, fue a dar de rodillas en la mesa, golpeándose la cabeza contra el cristal de la galería y desencadenando un ruido como el de un trueno cercano.

– Ya está -dijo Mitch.

– No me digas -gruñó Arnon mientras cargaba con el peso muerto de su jefe.

Sin hacer caso del vivo dolor de una esquirla que se le había metido como un clavo en la palma de la mano, Richardson se incorporó, extendió los brazos hacia la balaustrada y sintió que Mitch se inclinaba hacia él para cogerlo firmemente de la muñeca.

– ¡Lo tengo! -exclamó Mitch, al tiempo que oía un seco crujido bajo su pecho, como un banco de hielo al romperse.

– ¡Cuidado! -gritó Curtis.

El cristal había cedido al fin.

– ¡Lo tengo! -repitió Mitch, alzando la voz.

Sin el apoyo del cristal, la mesa empezó a oscilar sobre el reborde de la galería. Curtis gritó a Arnon que la soltara, y trataba de echarse hacia atrás cuando el tablero le golpeó bajo el men tón, dejándole inconsciente. Helen Hussey se arrojó sobre él.

Mitch jadeó, notando que la mesa empezaba a deslizarse a sus pies. Con las rodillas en el aire, ya no pegadas con rigidez al cristal, sino cerca del pecho dolorosamente comprimido por la lisa barandilla de aluminio, alargó el brazo libre para coger a Richardson de la otra muñeca, y logró sujetarlo. Aunque hubiese querido agarrar a David Arnon del cuello de la camisa, no hubiese podido. No había tiempo para nada, salvo quizá para otra reacción fotoquímica cuando, a treinta metros por encima de sus cabezas, los átomos de plata de la vidriera devolvieron a los iones de cobre los electrones prestados y, en un abrir y cerrar de ojos, nuevamente empezaron a dar paso a la luz del día. La primera y última visión que Mitch tuvo de la alargada silueta de Arnon, que aún sujetaba la pata de la mesa invertida, fue cuando desapareció por el espacio vacío de la balaustrada, como Houdini lanzándose en un barril por las cataratas del Niágara.

– ¡No me sueltes, Mitch! -gritó Richardson.

Se encaramó con las piernas al hueco que unos momentos antes llenaba el panel de vidrio y, con ayuda de Mitch y Joan, se puso a salvo.

Una lluvia de cristales resonó en la distancia, seguida, una fracción de segundo después, del enorme estruendo que hizo la mesa al aplastarse en el suelo del atrio.

Tras haber estado a punto de caer por encima de la combada barandilla debido al desesperado esfuerzo de Richardson, Mitch se echó hacia atrás y se derrumbó sobre Helen y Curtis, cortando la respiración a su colega. Apartándose de ella, se quedó tendido de espaldas, tratando de quitarse de la cabeza lo que acababa de suceder.

Pensó en Alison. Quizá ya no la quisiera, pero seguía siendo su mujer y se alegró de que al menos no se quedaría en la calle. No había deudas, propiamente dichas. La casa estaba pagada. Tenía unos diez mil dólares en la cuenta corriente, doscientos mil a plazo fijo y otros cien mil en valores mobiliarios. Luego estaba el seguro de vida. Pensó que al menos habría suscrito tres o cuatro pólizas.

Se preguntó dentro de cuánto tiempo podría reclamarlas.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Helen-. Fue un buen gancho.

Curtis movió la mandíbula con dificultad. Tenía la cabeza sobre el regazo de Helen. Le parecía que no podía estar en mejor sitio. Era una mujer atractiva. Estuvo a punto de decir: «Viviré.» Pero se contuvo. No estaba tan seguro de ganar aquella apuesta.

– He tenido suerte. Por una vez he mantenido la boca cerrada. -Se incorporó y giró dolorosamente la cabeza-. Aunque me siento como si me hubieran dado una buena paliza. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

Helen se encogió de hombros.

– Un par de minutos.

Helen le ayudó a ponerse en pie y él se quedó mirando el hueco de la balaustrada.

– ¿Y Arnon?

Helen meneó la cabeza.

– ¡Pobre David! -dijo Joan-. ¡Ha sido horroroso!

– Sí, pobrecillo -dijo su marido, como un eco. Acabó de vendarse el sangrante corte de la mano y atisbó cautelosamente sobre la barandilla-. Para él se acabaron las penas, supongo. -Emitió un suspiro-. Venga, Joan. Vamos a tomar esa cerveza. Nos la hemos merecido.

Al encontrarse con la húmeda mirada de Curtis, movió la cabeza con aire sombrío y añadió:

– Gracias, inspector. Muchas gracias. Le agradezco lo que ha hecho. Los dos le estamos muy agradecidos.

– Olvídelo -repuso Curtis-. A mí también me apetece beber algo.

Fueron a la cocina, donde cogieron unas cervezas de la nevera antes de pasar a la sala de juntas.

Mitch y Marty Birnbaum miraban sombríamente al suelo. Willis Ellery estaba tendido junto a la pared. Parecía dormido. Jenny miraba por la ventana. Y Beech seguía frente a la pantalla, donde un tablero de ajedrez tridimensional se superponía ahora al fractal en forma de cráneo.

– ¿Qué te parece? -dijo Richardson en tono áspero-. David Arnon sacrifica su vida por Joan y por mí, y Beech jugando con el ordenador. Pero ¿qué clase de gilipollas estás hecho, eh, Bob?

Beech se volvió con aire de triunfo.

– En realidad, acabo de descubrir por qué hace Ismael todo esto -anunció-. Por qué nos mata.

– Me parece que ya lo sabíamos -replicó Curtis-. Porque se cargaron a Isaac, su hermano pequeño.

– No sé cómo se me ocurrió atribuirle cierto antropomorfismo -explicó Beech-. Es culpa mía. Ismael carece enteramente de sentimientos subjetivos. La venganza es un móvil humano.

– Pues lo simula muy bien -observó Curtis.

– No, no lo entiende. Un ordenador no es simplemente un cerebro humano ampliado. Nosotros podemos atribuir cualidades humanas a Ismael, incluso imaginar algo tan folletinesco como un fantasma en la máquina, pero es evidente que sólo nos referimos a los diversos aspectos de su comportamiento que tienen apariencia humana, lo que no es lo mismo que decir que son humanos. Gran error, ¿comprende?

– Bob -terció Richardson, haciendo una mueca-, ve al grano. Si es que lo hay.

– Ah, pues claro que lo hay. -El descubrimiento le había producido a Beech un entusiasmo que no disminuyó ante la muerte de Arnon ni ante la evidente impaciencia de Richardson-. Ahí va. Cuando ejecutamos el programa depredador para eliminar a Isaac, el hijo de Aidan estaba jugando con unos juegos de CD-ROM. Ya sabéis, carnicerías, calabozos y dragones. Aid se los había regalado por su cumpleaños.

– ¡No me digas que después de todo el idiota del gordo ha tenido algo que ver con esto!

– Déjame terminar. Cuando Isaac se esfumó de la memoria del Yu-5, Ismael también estuvo a punto de desaparecer. Resulta un poco difícil explicar exactamente lo que pasó. Pero imagínate que, para sobrevivir, se agarrase a algo, un saliente, un manojo de hierba, una cuerda. Y que ese algo fuesen los juegos del chico. Las instrucciones del juego se mezclaron de algún modo con las instrucciones de ejecución automática de Ismael. Los sistemas de gestión del edificio se confundieron con las instrucciones del juego. Por eso trata de matarnos a todos.

Curtis frunció dolorosamente el ceño.

– ¿Quiere decir que Ismael piensa que esto es un juego?

– Exactamente. Perdemos la vida uno a uno y él gana. Así de simple.

Hubo un largo silencio.

– Por si alguien no se ha enterado -dijo Curtis-, nuestro equipo va perdiendo.

– Pero ¿qué nos jugamos nosotros? -preguntó Joan-. Conozco esos juegos. El protagonista fantástico, el jugador, siempre tiene que ganar o conseguir algo. Encontrar un tesoro escondido, por ejemplo.

Beech se encogió de hombros.

– Si es así, hasta ahora no lo he descubierto.

– A lo mejor el tesoro consiste en seguir con vida -apuntó Jenny-. Ahora mismo, es el tesoro más valioso que puedo imaginar.

– Yo también -convino Helen.

Richardson seguía maldiciendo a Kenny.

– ¡Ese gordo cabrón! Espero que esté vivo para que pueda despedirlo. Y luego le demandaré por negligencia. Y si está muerto, demandaré a su mujer y a su hijo.

– Y si es un juego -sugirió Curtis-, ¿cómo podríamos interrumpirlo?

– Muriendo -contestó bruscamente Beech.

– ¿Puedes explicar a Ismael que ha habido una especie de malentendido, Bob? -preguntó Joan-. ¿Para hacer que suspenda el juego?

– Ya lo he intentado. Por desgracia, el programa de juego está incorporado en la programación básica de Ismael. Para interrumpirlo tendría que pararse él mismo.

– ¿Pararse en el sentido de destruirse?

Beech asintió.

– Bueno, parece buena idea.

– Lo único que Ismael puede hacer es convertir entradas de datos de cierto tipo en salidas de distinta clase. El problema es que, según la forma en que se ha viciado el programa de Ismael, nosotros somos las entradas. Mientras permanezcamos aquí, continuará el juego. Sólo concluirá cuando escapemos del edificio, o cuando hayamos muerto. Y eso sólo hasta que entre el próximo grupo de personas.

»Pero sería posible tratar de entender las reglas del juego. Si es que las hay. Así quizá podríamos adelantarnos a sus maniobras.

Curtis sonrió y dio a Beech una palmadita en el hombro.

– Conque un juego, ¿eh? ¡Menudo alivio, joder! Por lo menos ahora sé que nada de esto es real. -Consultó su reloj-. Oiga, Mitch, ¿cómo dicen ustedes en esos seminarios y conferencias a los que van? ¿Cómo llaman a los distintos grupos en que se dividen?

– ¿Comisiones?

– Comisiones. Vale, escúchenme todos. Vamos a formar dos comisiones. Tienen una hora para pensar, luego quiero oír alguna idea.

Birnbaum miró a Richardson con aire de hastío y murmuró:

– ¿De dónde salen hoy los polis? ¿De la Facultad de Económicas de Harvard? ¡Joder, ese tío se cree Lee Iacocca!

– Comisión 1: Ray, Joan y Marty. Comisión 2: Mitch, Helen y Jenny.

– ¿En cuál estará usted, inspector? -preguntó Richardson.

– ¿Yo? Decidiré cuál es el equipo ganador. Primer premio, un ordenador nuevo.

– ¿Y Beech? ¿Qué pasa con Beech? ¿En cuál de las dos estará?

Curtis sacudió la cabeza.

– Una pregunta tonta. Beech se queda jugando con el ordenador, naturalmente.

– Molestar al Ciberdemonio es un asunto arriesgado -declaró Ismael-. Tan pasmoso es su poder que incurrir en su ira puede provocar sacudidas sísmicas. Si ocurre eso, deberá saltar el abismo hasta otro castillo.

Pronto quedó clara una cosa. Era inútil buscar una constante lógica en la mezcolanza de juegos incorporados al programa de base de Ismael. Más allá del evidente objetivo de que los Jugadores Humanos perdieran la vida, no existía una definición general que relacionase las diversas reglas que había logrado anotar. Unas se referían a un naufragio. Otras a una fortaleza subterránea. Otra mencionaba un campo de batalla. Otra al escenario de un crimen. Entre los personajes se contaban el Demonio Paralelo, la Princesa, el Ciberdemonio, el Califa, el Señor del Poder, el Segundo Samurai, el Megalómano, el Sheriff de Nottingham, el Maestro de Ajedrez y el Comandante Extraterrestre. Si lo que estaba ocurriendo podía definirse como un juego, entonces sólo lo conocía Ismael.

– Haga clic en el mapa para estudiar su ubicación y planear su vía de escape -sugirió Ismael-. ¿Qué parte de su tesoro va a dedicar a la conquista de otros reinos?

– Ni idea -repuso Beech, volviendo a la barra de información que aparecía en pantalla de forma intermitente.

Esta vez había un dato que le inquietaba verdaderamente. Hizo clic sobre la barra y en un ángulo de la pantalla apareció un reloj de arena, desgranándose despacio hacia abajo.

Tardó unos momentos en atribuir un valor numérico al tiempo representado por el reloj, y en comprender lo que les pasaría cuando el último grano de arena pasara al fondo del cristal.

Frank Curtis dio una palmada y luego se frotó las manos con aire de expectación.

– Muy bien, atentos todos, empieza el concurso. Quiero oír grandes ideas que sirvan para largarnos de este rascacielos, para alejarnos de este asesino en serie. Comisión 1. ¿Qué han pensado?

Mitch carraspeó.

– Bueno, se trata del programa de imágenes en tiempo real. El holograma del atrio utiliza un láser que produce pulsaciones luminosas breves e intensas.

Para ilustrar su explicación mostró un dibujo tridimensional en su portátil.

– En este momento, un obturador situado entre la columna de amplificación del mostrador de recepción y el productor de imágenes de salida situado detrás del mostrador, forma el holograma de Kelly Pendry durante las fracciones de segundo que tarda en abrirse. Mientras se abre el obturador, la energía almacenada dispone de una capacidad de potencia máxima que puede alcanzar varios centenares de miles de kilowatios. Potencia suficiente para pulverizar una pequeña cantidad de cualquier sustancia y traspasar los materiales más duros. Mi idea es la siguiente: desmontar el láser del mostrador de recepción, activar el obturador mecánico y lanzar un rayo que perfore el vidrio de la puerta en diversos sitios. Los suficientes para que, dando patadas, pueda abrir un hueco que me permita salir del edificio.

– A lo mejor te haces un agujero en el cuerpo, amigo -le previno Richardson-. ¿Has pensado en eso? Podrías quedarte ciego. Los rayos se extienden con la distancia, de manera que cuanto más cerca se esté del láser, mayor será el peligro.

– Ya he pensado en eso -repuso Mitch-. En el mostrador hay unas gafas infrarrojas para el mantenimiento de emergencia.

– Vaya, me impresiona tu valentía -observó Marty Birnbaum-. Pero ¿es que el láser no funciona con electricidad? ¿Qué le impide a Ismael cortar la corriente?

– El programa de control del holograma está incluido en los sistemas de gestión del edificio que controla Ismael, pero el láser no. Según el diagrama de los cables que vemos en el ordenador, para desconectar el láser holográfíco Ismael tendría que cortar la corriente de toda la planta baja, con lo que automáticamente se abriría la puerta principal. -Sonrió-. Yo casi lo preferiría.

– ¿No te olvidas de algo? -preguntó Richardson-. Gracias al difunto señor Dukes, el atrio está bloqueado.

– Bajaré a la primera planta -contestó Mitch-, saltaré la balaustrada y desde allí me deslizaré por uno de los tirantes. Cuando llegue al suelo recuperaré el walkie-talkie de Dukes y os llamaré en cuanto haga un agujero en la puerta.

Joan, que se estaba dando crema hidratante de Helen en las quemaduras químicas de las piernas, alzó la cabeza y preguntó:

– ¿Y cómo vas a llegar a la primera planta? Si estás pensando en bajar por el árbol, no te lo recomiendo.

– No es preciso. Según los planos, por el otro lado del edificio hay un local técnico. Telecomunicaciones, sistemas de gestión de cables, esas cosas. Pero también hay un hueco de ventilación, un pozo que baja al sótano y que distribuye los servicios TI. En la mayoría de los edificios, ese pozo estaría lleno de cables, pero como éste es tan inteligente se dejó bastante espacio para las futuras exigencias TI. Incluso está provisto de una escalera de mano para reparaciones que llega hasta abajo, con una instalación eléctrica alimentada por baterías, por si se produce un apagón. A lo mejor resulta un poco estrecho. No se pensó más que como comunicación entre dos o tres niveles, pero ahí está. Más seguro que el árbol, en cualquier caso. Cuando llame por radio, bajáis vosotros. -Se encogió de hombros-. Eso es todo.

– A mí no me parece buena idea -dijo Richardson, arrastrando las palabras-. Y no sólo porque nos pone en ridículo a los que hemos arriesgado la vida trepando por el árbol. Lo mismo podíamos habernos quedado en el atrio. Es decir, que subimos trepando hasta aquí y ahora Mitch dice que hay que bajar otra vez, ¿no?

– Pero por una escalera de servicio -puntualizó Mitch.

Curtis movió la cabeza con aire pensativo.

– Muy bien -dijo-. Comisión 2. ¿Cuál es su gran idea?

Richardson esbozó una desagradable sonrisa.

– Nosotros tenemos un millón de ideas. Pero la mejor es bebemos unas cervezas mientras vemos las Series Mundiales en la tele y esperamos al lunes, cuando…, y corrígeme si me equivoco, Helen…, cuando se presente Warren Aikman con el señor Yu y su gente. Hasta ellos tendrían que darse cuenta de que pasa algo.

– Nos quedamos sentados tranquilamente hasta que llegue la jodida caballería. ¿No es eso?

– ¿Por qué no? Tenemos comida y agua en cantidad suficiente.

– ¿Y dentro de cuánto tiempo calcula que llegará el maestro de obras? ¿Cuarenta y dos, cuarenta y tres horas, quizá?

– Sí, más o menos. Si hay algo que reconocer a Warren, es que es madrugador. Se presentará el lunes por la mañana, a las ocho en punto. Como un clavo.

– ¿Y cuánto tiempo llevamos encerrados aquí, menos de veinticuatro horas?

– Treinta -le corrigió Helen Hussey- Treinta horas y cuarenta y cinco minutos, para ser exactos. Desde que se bloqueó la puerta, en todo caso.

– Y nueve de nosotros han muerto -prosiguió Curtis.

– ¡Joder, cómo me gustaría que estuviera aquí mi ex! -declaró Helen Hussey, con una sonrisa burlona.

– Así habla una verdadera pelirroja -murmuró Richardson.

– Puede que diez, si un médico no ve pronto a Ellery. -Curtis echó una mirada al hombre dormido en el suelo, junto a la pared-. Lo que hace una media de algo más de una víctima cada dos horas. Si Ismael mantiene ese ritmo de ataque, los que quedamos tendremos suerte de seguir vivos un día más. Y usted quiere quedarse tranquilamente sentado. -Sonrió y señaló la habitación con un amplio gesto del brazo-. Pues elija su sitio, amigo.

– Como he dicho, esperamos tranquilos. Sin correr riesgos. Vigilándonos mutuamente, ¿no?

– Ray tiene razón -intervino Joan-. Sólo debemos tener paciencia. Hay sitios peores para estar encerrados que este edificio. El primer principio de la supervivencia es esperar a que vengan socorros.

– ¿Y han trepado hasta aquí para decirnos eso? -inquirió Curtis-. ¿Es que se han atiborrado de Prozac o algo así? Tratan de cazarla, señora. Está en la lista de un jodido ordenador que quiere jugar a Super Mario con su culo. ¿Cree con sinceridad que Ismael nos va a dejar en paz aquí arriba? En este mismo momento probablemente estará planeando cómo atrapar a su próxima víctima. Esperar tranquilos, dicen. Esperar a que los maten, mejor. ¡Joder, y yo que creía que los arquitectos tenían una mentalidad constructiva!

Beech dio un empujón a la silla y se retiró del terminal.

– Últimas noticias -anunció-. Quedarnos de brazos cruzados hasta el lunes no servirá de nada. Probablemente, el domingo por la tarde ya será demasiado tarde. Acaban de subir las apuestas.

– ¿Nos lo vas a explicar? -dijo Richardson al cabo de unos momentos-. ¿O esperas que nos lo traguemos por las buenas? No podemos esperar tranquilamente porque nos lo ha dicho el gran Bob Beech. El tío que concibió este ordenador psicótico. Y yo poniendo verde a Kenny, cuando no ha tenido culpa de nada. Él sólo utilizaba una parte insignificante del ordenador. No creo que nadie pueda reprocharle nada.

– Pero era tu mejor candidato, ¿no? -dijo Beech con sarcasmo-. Y ahora me echas la culpa a mí.

– Nadie está echando la culpa a nadie -terció Curtis.

– ¡Y una mierda que no! -replicó Richardson-. Para eso se paga a la gente, inspector. Para que carguen con la culpa. Y cuanto más se cobra, más se tiene que aguantar. Espere a que termine todo esto. Habrá cola para darme una patada en el culo.

– Si es que todavía lo conserva para que puedan dársela -le recordó Curtis-. Y ahora escuchemos lo que tenga que decirnos.

Hizo una seña con la cabeza a Beech, que sin embargo siguió fulminando a Richardson con la mirada.

– Bueno, no nos haga pedírselo de rodillas -insistió el policía-. Díganos lo que ha descubierto.

– Está bien. He echado un vistazo a esas órdenes, para tratar de entender el juego en que estamos metidos -explicó Beech-. Si es que es posible entenderlo. Pero he descubierto una cosa que lo cambia todo. Hay un factor tiempo que ni siquiera conocíamos. Desde el punto de vista de Ismael, debemos concluir el juego dentro de las próximas doce horas, si no… -Se encogió de hombros-. Si no, nos ocurrirá algo catastrófico.

– ¿Como qué? -quiso saber Richardson.

– Ismael se muestra un poco vago, pero lo llama su bomba de relojería. Como en el edificio no hay explosivos, habrá que suponer, lógicamente, que Ismael piensa utilizar otra cosa. Yo apostaría por el generador de emergencia del sótano. Funciona con petróleo, ¿no?

Mitch asintió.

– Un incendio de petróleo en el sótano sería desastroso. -Emitió un suspiro-. Sobre todo si Ismael desactiva todos los dispositivos de seguridad y deja que se propague. Sin el aire acondicionado, moriremos asfixiados por el humo incluso antes de que aparezcan los bomberos.

– Vaya, eso sí que es cojonudo -dijo Richardson. Sonrió con aire arrepentido y añadió-: Oye, Bob, lo siento.

– No importa.

– ¿Sin rencores?

– Sin rencores.

Richardson dio a Mitch una palmada en la espalda.

– Bueno, entonces parece que Mitch va a terminar haciendo de Bruce Willis..

La noche del sábado no aportó ningún alivio al calor. Hacía la misma temperatura que en el capó de un coche durante un embotellamiento de la Freeway en el mes de octubre. El sudor chorreaba de los cuerpos vivos encerrados en la Parrilla.

Antes de que Mitch emprendiera su voluntaria misión, Jenny lo acompañó por el pasillo y, torciendo la esquina, lo condujo a una estancia que daba sobre la Pasadena Freeway. El tráfico fluía en dirección norte y sur mientras un helicóptero de la emisora sensacionalista de televisión KTLA sobrevolaba el brumoso centro de la ciudad. Jenny se preguntó cuánto tiempo tardaría el helicóptero del programa Desayuno en Los Ángeles en captar subrepticiamente algunas imágenes macabras cuando sacaran sus cadáveres del edificio. Como el día que los cámaras de la sensacionalista emisora sorprendieron desde un helicóptero el regreso a California de un Rock Hudson en la fase terminal del sida, o la paliza que dieron a Reginald Denny durante las revueltas de Los Ángeles. ¿Sería entonces cuando lograría sus quince minutos de fama? Agitó los brazos desesperadamente con la esperanza de que la vieran, pero el helicóptero, ya del tamaño de un insecto, se alejaba por Little Saigon y Korea Town en busca de otra persecución de coches o de otro atraco a mano armada. Miró a Mitch.

– Menudo lío, ¿verdad? -dijo él.

– Pero yo estoy aquí, contigo -repuso ella-. Eso es lo único que importa. Además, los líos no me dan miedo. Una vez estuve casada con uno.

Mitch soltó una carcajada.

– Pensaba en lo que diría Alison cuando le contara dónde he estado -sonrió-. Si es que vivo para contarlo. Probablemente estará ahora con su abogado, arreglando los papeles del divorcio. Pero me gustaría ver su cara cuando descubra que, por una vez, no la estaba engañando.

– Abrázame, Mitch.

– ¿Eh?

Le rodeó la cintura con los brazos y la besó en la mejilla.

– Quería decirte que tuvieses cuidado.

– Lo tendré.

– Y que te quiero.

– Yo también te quiero.

– ¿Estás seguro?

Mitch se dejó besar como si estuviera saboreando la fruta más fina y exótica. Cuando se apartó, Jenny tenía en los ojos una expresión voluptuosa y soñadora, como si el beso la hubiera embriagado ligeramente.

– Sí. -Volvió a estrecharla en sus brazos-. Estoy seguro.

– ¿Sabes, Mitch? Estaría bien que ahora hiciéramos…, ya sabes…

– ¿Que hiciéramos qué?

Desprendiéndose de sus brazos, Jenny se hurgó bajo la falda. Por un breve instante, Mitch pensó que le habría picado un insecto. Ella levantó un pie y luego el otro de la blanca figura en forma de ocho que le había aparecido mágicamente en torno a los tobillos y, haciendo girar las bragas con el dedo índice, señaló su rendición.

– ¿Y si llega alguien? -dijo nerviosamente Mitch.

– ¿Te parece que yo no quiero llegar? -repuso ella, cogiéndole el dedo medio y chupándolo con indecente intención.

– ¿Es por si no vuelvo?

– Al contrario.

Ella le cogió la mano y se la puso sobre el vello que ondeaba como una vela de mesana en su bajo vientre, para luego guiar hacia dentro el húmedo dedo hasta hacerlo desaparecer. Devolviéndolo a la luz como un prestidigitador, añadió:

– Es para estar segura de que volverás.

Le bajó la cremallera del pantalón y tomó su erección en la mano, lo atrajo hacia ella y dobló una pierna en torno a su cintura.

– ¿Y qué pasa con tu…, ya sabes, tu diafragma?

Jenny rió y maniobró para ponerse en posición.

– Cariño, ¿quieres que vaya a casa a buscarlo de una carrera?

– Pero suponte que te quedas…

– ¿Embarazada?

Volvió a reírse y luego emitió un leve gemido cuando él la penetró.

– Mitch, cariño, ¿no crees que ya tenemos bastantes preocupaciones para pensar ahora en eso?

Mitch se preparó para bajar al pozo de ventilación. Llevaba en bandolera el bolso de Jenny, en el que había metido algunas herramientas y una botella de cerveza llena de agua mineral. Jenny y Curtis lo acompañaron hasta el local técnico y le vieron forzar la puerta contra incendios.

Fue Jenny quien primero echó una mirada al interior del pozo de ventilación. Medía alrededor de un metro cuadrado y pensó que debía de ser tan incómodo como un ataúd. Su cabeza activó un sensor que encendió una bombilla alimentada por batería, y se iluminaron varias filas de cables de datos, un detector de humo, un teléfono y una escalera metálica fija en la pared, de unos treinta centímetros de ancho, que descendía hacia la fresca oscuridad.

– Creía que ahí dentro haría más calor -observó ella-, con todos esos cables. Sabes, Mitch, valdría la pena bajar contigo sólo para tener menos calor. ¿Qué le parece, Curtis?

– Ni hablar. Tengo claustrofobia.

– Hay aire acondicionado -explicó Mitch-. Para combatir el exceso de calor. Ismael tiene que proteger la integridad del sistema de cables.

– Podríamos cortar algunos de esos espaguetis -sugirió Curtis-. A lo mejor le frenábamos un poco.

– Después de lo que le pasó a Willis Ellery, yo no lo intentaría -repuso Mitch.

– ¿Está seguro de que no hay peligro?

– Esto sirve sobre todo para las telecomunicaciones. La red local. Unidades para multiestaciones activas de acceso a Token Ring o para conectar con Ethernet. Cosas así. No debería haber peligro. Digamos treinta minutos como máximo para llegar a la primera planta. Luego otros diez o quince para llegar al atrio y llamar por radio arriba. -Asintió con la cabeza-. Sí, tardaré unos cuarenta y cinco minutos.

– Ten cuidado, Mitch -insistió Jenny.

– Lo tendré -dijo él, y empezó a bajar por la escalera.

Vibraba ligeramente, y la impresión que sintió en manos y pies fue tan desagradable que bastó para que se le revolviera el estómago, haciéndole salir rápidamente de la escalera y entrar de nuevo en el local.

– ¿Qué ocurre?

– La escalera vibra -dijo Mitch, frotándose nerviosamente las manos-. No sé. El aire acondicionado, supongo. Pero por un momento pensé…

– Deja que vaya yo -le pidió Jenny.

Mitch sacudió la cabeza.

– Gracias, cariño, pero tú no sabrías desmontar el holograma.

Volvió a la escalera y la aferró con firmeza. Ahora que esperaba escucharlo, oyó el ronroneo de la electricidad que corría por el sistema estructurado de cables como el zumbido de una enorme avispa dormida. Lanzó a Jenny una última y larga mirada y pensó en el momento, no tan lejano, en que había estado entre sus piernas, soltando su semilla en ella. Ahora se alegraba de no haber utilizado anticonceptivos. Pensó en los millones de minúsculos espermatozoides serpenteando hacia su óvulo. Si no se salvaba, al menos quizá quedaría algo de él. Suponiendo que ella sobreviviese.

– Si me ocurre algo -les dijo-, tendréis que seguir intentándolo. ¿Entendéis? No os rindáis.

Curtis se encogió de hombros.

– Lo intentaremos. Pero usted lo conseguirá. Estoy seguro.

Mitch alzó la mano y acarició la mejilla de Jenny. Se oyó el crujido de una pequeña descarga estática y ella gritó. Los tres emitieron una risa nerviosa.

Mitch seguía riendo cuando inició el descenso.

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