Pretendemos crear una arquitectura clara y orgánica cuya lógica interna sea radiante y sin adornos, sin trucos ni trazados engañosos; queremos una arquitectura adaptada a nuestro mundo de máquinas, radios y coches veloces…
Walter Gropius
Día. Intervalo de luz entre una noche y la siguiente.
1) 4.30 h. 1 jugador humano. Limpieza y desinfección de los 180 servicios del edificio de la Yu Corp. Sensores acústicos de vibración y paranósmicos para comprobar que el servicio no está ocupado. Asegurarse bien de activar sistema de alarma individual para avisar a los jugadores humanos que estén en los aseos. Cinco minutos para salir antes de limpiar los servicios. Cerrar puertas herméticamente para que los productos de limpieza no se filtren al pasillo. Preocupación esencial por la salud. Seguidamente rociar baño con solución amoniacal a alta temperatura para eliminar todos los microorganismos unicelulares en forma de bastoncillos que son el corolario de sólidos y líquidos animales y vegetales en descomposición encontrados en los servicios después de su utilización por jugador humano. Acabar con mierda. Una vez eliminados todos los organismos en el aseo, elevar presión en interior de cada módulo. Asegurarse de que todos los productos de limpieza y detritus se han expulsado antes de secar aseo con aire caliente y aromatizar ambiente con agradable olor sintético de Pelargonium odaratissimum. Relucilimpio.
RED NERVIOSA. A escala de circuito básico, tienen mucho en común con bacterias por su ciclo vital y capacidades de crecimiento, reproducción, adaptación y evolución. Ver literatura disponible, en particular listado de Encyclopaedia Britannica, Disc Vol. 22, escrito por jugador humano Sagan, Carl, catedrático. «No hay una definición de la vida aceptada por todos. En realidad, cada especialidad biológica tiene una tendencia claramente discernible para definir la vida según sus propias concepciones […] El hombre tiende a establecer sus definiciones en los términos que le resultan familiares. Pero las verdades fundamentales pueden no ser familiares.» Conclusión: no existe definición reconocida de la vida que excluya el ordenador ni la bacteria.
2) 5 h. 1 jugador humano. Actualización tiempo y tráfico. Anoche viento de Santa Ana hizo cerrar todos los accesos a Santa Mónica a causa de escombros desprendidos por carreteras desfiladero. Anemómetro digital tejado registra velocidad viento hasta 45 kilómetros hora. Antena 2,4 metros resiste hasta 37 nudos. Adaptable analógico sugiere doble control para que parabólica de tejado permanezca alineada justamente con azimut de órbita geosincrónica de SinoSat de República Popular China, satélite donde, gracias a sus divisas fuertes, la Yu Corp tiene radiofaro de respuesta propio.
3) 5.25 h. 1 jugador humano. Amanecer sobre sierra San Bernardino. Previsiones meteorológicas: día más cálido, tranquilo y agradable. Seguir curso del sol naciente: mover paneles solares de tejado que alimentan generador de emergencia y doble juego de espejos solares, interno y externo, para concentrar máxima luz en suelo atrio. Calor adicional en circuitos impresos. Permitir ligera sobretensión.
RED NERVIOSA. La cantidad de energía electromagnética que cae a la tierra a lo largo de un año es 4 x 1018 julios. El consumo total de energía anual de habitantes de la tierra es de 3 x 1014 julios. Desperdicio de importante fuente de energía.
4) 6.30 h. 1 jugador humano. Árbol dicotiledóneo. Hojas espesas, coriáceas, perennes, crecen mejor cerca del calor de vidriera tejado. Cuidado y mantenimiento del árbol: regar raíces poco profundas con un caldo acuoso de nutrientes esenciales equivalente a un nivel de precipitación de 250 cm por año. Árbol se ocupa de sus propios ecosistemas; lianas vivas que crecen a todo lo largo del tronco de noventa metros y otras epífitas como orquídeas en flor y helechos. Control antiinsectos con plaguicidas, esp. hormigas del gén. Trachymyrmex, con insecticida dispersante fijado al tronco y bioerradicación. Crece bien.
RED NERVIOSA. Informe anual de Corp. describe árbol empezó a vivir como habitante meseta de diabasa brasileña. «Símbolo del compromiso de la Yu Corporation para contribuir a la conservación del ozono en una de las ciudades más notoriamente contaminadas del mundo.»
Importante: conservar ozono. Pero hacer también compatible con:
5) 6.45 h. 1 jugador humano. Mantenimiento de la piscina. Utilizar producto desinfectante perjudicial para ozono y mortal para organismos en agua de piscina. Situada en gimnasio, planta baja. Asegurarse de que agua no nutriente esté en condiciones seguras para baño jugadores humanos mediante instalación de dosificación semiautomática. Mantener adecuado nivel de concentración de desinfectante en agua. Garantizar otros parámetros de calidad, en particular pH (a niveles más bajos de pH, mayor acidez en agua, mayor erosión de esmalte dental humano), mantener niveles adecuados de desinfectante para obtener resultados eficaces. Contaminación piscina en gran parte eliminada por acción ozono, por tanto fácil mantener residuo mínimo de cloro libre. ¿Seguro que el agua es inocua? Instalación de filtrado y saneamiento: descubierto que bomba se puso en marcha con válvula de salida cerrada, con resultado de mayor consumo de energía motor eléctrico y agua hirviendo dentro de bomba. Causa probable: error jugador humano. Mecánico olvidó abrir válvula. Rectificar. Hacer apta baño.
RED NERVIOSA. Almacenar información.
6) 8.30 h. 12 jugadores humanos. Temperatura exterior, 21,3° centígrados. Llamar conexión canal previsiones meteorológicas para actualizar terminales interiores con últimos datos tiempo y tráfico. Realizar estimación libre de situación aire acondicionado en interior estructura edificio, con arreglo a memoria asociada. Conclusión: temperatura atmosférica exterior en probable aumento, conectar entonces aire acondicionado y reducir tres grados temperatura interior. Simultáneamente perfumar automáticamente interior con brisa marina a base de bromo. Simultáneamente llenar máquinas café en atrio y planta diecisiete donde ya trabajan obreros, con agua hirviendo. Caliente. Arábigo. Bien/bueno.
7) 9.45 h. 40 jugadores humanos. Recomenzar limpieza 1.120 ventanas edificio con cabezal de lavado Mannesmann y solución no iónica surfactante compuesta de zumo de agrios californianos. Elevación posterior. Sección 3. Eliminar todo residuo de contaminantes primarios (hidrocarburos, vapor de agua, monóxido de carbono, bióxido de azufre, componentes orgánicos y partículas ácidas de nitratos y sulfatos), especialmente cerca de capa de inversión atmósf. en suelo. Relucilimpio.
En un cuarto de los sótanos de la Parrilla, Allen Grabel se arrastró hacia la botella de vodka. Estaba vacía. Tendría que salir a buscar un bar o una tienda de bebidas alcohólicas. Miró el reloj. Las once. ¿Del día o de la noche? No tenía mucha importancia. En cualquier caso habría sitios abiertos. Pero era más fácil salir y entrar de noche, cuando no había nadie. Se sentía débil, de modo que se alegró de estar ya vestido. Al menos se evitaría el esfuerzo de ponerse la ropa.
Miró la pequeña habitación. ¿Para qué serviría? Él debía saberlo. Había dibujado los planos. Una especie de almacén, quizá. Salvo que él era lo único que había. Él y el catre de tijera. Al menos de momento. Era una suerte haberse acordado de aquel sitio. Una suerte haber llevado un catre de tijera a la Parrilla dos meses antes, cuando se quedaba a trabajar dos o tres noches seguidas.
Se puso en pie, respiró hondo un par de veces y giró la llave. Tenía la puerta cerrada por si alguien bajaba al sótano. Aunque no era muy probable. Abrió unos centímetros y atisbó por el corredor. Nadie a la vista. Caminó unos metros hacia los servicios de caballeros. Orinó, se lavó la cara y trató de no mirar al vagabundo sin afeitar que había visto en el espejo. Luego dejó atrás los servicios de señoras, un cuarto con taquillas y el generador de emergencia. Salió al vestíbulo de los ascensores y, sigilosamente, bajó un tramo de escaleras hasta el garaje. Entonces vio que era de día. Entraba luz por la puerta levadiza; había varios coches aparcados. Reconoció el Lexus de Mitch y el Cadillac Protector de Aidan Kenny. Atravesó el garaje y, agachándose a la altura de la ventanilla de un coche, habló dirigiéndose al micrófono instalado a la entrada.
– Allen Grabel -dijo, y retrocedió.
Cuando la puerta se elevó a un metro del suelo, se agachó y salió a la rampa que rodeaba la plaza de Hope Street y seguía hacia el centro.
La entrada y salida del edificio se controlaba mediante un sistema de tratamiento y reconocimiento de señales precodificadas, o SITRESP, para abreviar. Si el ordenador no reconocía la huella vocal, no se podía entrar en el edificio, ni usar el teléfono, ni coger los ascensores, ni trabajar en un terminal informático. Una vez dentro, todos quedaban registrados como ocupantes hasta que daban instrucciones al ordenador para que los dejara salir. Todos menos Grabel.
Unas semanas antes, mientras limpiaba el sistema de un centenar de errores diversos, Aidan Kenny observó que el ordenador continuaba dando «Allen Grabel» como ocupante incluso cuando éste no se encontraba en el edificio. Kenny le había dado otra huella vocal para el SITRESP con el nombre de «Allen Grabel Junior». Al ver que el primer nombre se resistía a sus intentos de suprimirlo, Kenny dio instrucciones al ordenador para que no lo tuviera en cuenta en las futuras entradas y sólo registrase «Allen Grabel Junior». En lo que se refería al ordenador, Allen Grabel era invisible.
O casi. Grabel era consciente de que lo podían ver por el circuito cerrado de televisión, pero pensaba que nadie se habría molestado en comunicar a los guardas de seguridad que se había despedido del estudio de Richardson. Ni en transmitir la información al ordenador.
En la calle, Grabel se sentía tan invisible como en la Parrilla. El edificio sólo estaba a corta distancia del Skid Row Park, en Fifth Street, al este de Broadway, una zona frecuentada por los vagabundos del barrio. Un asilo para pobres al aire libre. Él era uno de tantos hombres sin afeitar, con una botella en una bolsa de papel marrón y lleno de resentimiento contra el mundo.
8) 11.35 h. 46 jugadores humanos. Sismógrafo, dividiendo digitalmente logaritmo de amplitud movimiento suelo por período de onda dominante hasta seis cifras decimales, registra pequeño temblor de tierra de 1,876549 de la escala de Richter. Menos de 6. Movimiento tectónico insuficiente para activar el Sistema de Alarma Sísmica y poner en marcha el Compensador Central de Terremotos. Aislantes cimientos edificio garantiza que ocupantes humanos no tiemblen por temblor.
9) 12.15 h. 51 jugadores humanos. Entrega de un piano de cola Disklavier Yamaha. Conexión corriente suelo atrio. Verificar y probar sensores y solenoides que permiten tocar piano en modo electromagnético. Dar primer recital piano. Proveer de armadura espiritual. Apreciar matemática pura en sonatas de jugador humano Mozart (caracterizadas por el tres como medida del ritmo) y jugador humano Beethoven (más rápidas, scherzos de tres tiempos, palabra italiana que significa broma) y tocar en estilo de jugadores humanos Mitsuko Uchida y Daniel Barenboim, respectivamente.
RED NERVIOSA. Cita jugador humano Schiller/arquitectura música congelada. Incapacidad apreciar/comprender efecto estético general de estructura edificio. No obstante, sugiere admirar simetría general igual que música: como estructura matemática. Saber peso exacto de cada elemento hexagonal de aluminio de los suelos, altura exacta de mástiles de acero cónicos (corregido de error 2 milímetros) de los que está suspendido el edificio, tolerancia de cada elemento de revestimiento y longitud de cada megatirante lateral. Poesía del detalle y el conjunto. Reflexionar arquitectura interna. Bueno/bonito. Apreciar.
10) 14.02 h. 26 jugadores humanos. Cuando piano instalado y quitado recubrimiento plástico protector de suelo mármol blanco, limpiar y sacar brillo con SAMLS, Sistema de Agente Micromotorizado de Limpieza Semiautónomo del atrio, alias SAM. Especificación: un metro veinte altura, máquina completa con ruedas, equipada con sensores infrarrojos para detectar obstáculos a dos metros y videocámara para localizar polvo y residuos. Relucilimpio.
11) 15.11 h. 36 jugadores humanos. Activar incinerador residuos de baja contaminación de conformidad con lo dispuesto en la Ley contra la contaminación atmosférica de California. Buena atmósfera.
12) 16.15 h. 18 jugadores humanos. Oscurecer ventanas plantas superiores y aclarar vidrios niveles inferiores para admitir más luz natural. Mantener vigilancia con TV circuito cerrado (Ü aún no graba: CD espera instalación: aún sin fecha de entrega: información) de manifestantes humanos concentrados en plaza frente a entrada.
13) 18.43 h. 6 jugadores humanos. Manifestante rocía puerta principal con aerosol pintura. Necesaria llave en forma de cráneo para abrir esa puerta. Alertar jugador humano/guarda jurado Sam Gleig -seguridad interna- para que pinte/limpie cristal. A las 19.13 h. informa incidente coche patrulla policía de New Parker Center. Registrado. RED NERVIOSA. Almacenar información.
14) 21.01 h. 4 jugadores humanos. Iniciar tarea principal independiente en vida de Abraham como MDI: mecanismo decodificador irresistible. Propósito: eludir sistemas control acceso y penetrar en empresas y organizaciones específicas para robar datos. Esp. organizaciones y empresas rivales de Yu, o que sean clientes potenciales de productos Yu, como NASA y USAF. Conocer presupuestos y requisitos técnicos da ventaja sobre competencia. Actualmente tentativa de infiltrar PLATFORM, red datos universal de cincuenta sistemas diferentes centrados en cuartel general de la Agencia Nacional de Seguridad de Fort Meade, Maryland. Utilizar mecanismo SPI, Sistema Parasitario de Información. SPI es como un virus, salvo que no destruye datos, los copia. Introducido en ordenador objetivo en punto no sensible de interfaz, p. ej., empresa de servicios públicos, SPI se disfraza de información inofensiva, p. ej., factura, eludiendo aplicaciones antivirus y antimanipulación. Cuando localiza objetivo, SPI escribe programa propio para esquivar habitual secuencia acceso. Intenta capturar verdadero código y procedimiento de acceso como ejecutado por usuario legítimo y salva archivo para recuperación posterior. Luego accede sistema objetivo. Si procedimiento de acceso resiste duplicación, usa LEMON© para anular método de «sólo tres intentos» que impide acceso no autorizado. LEMON: método secreto de Yu Corp para comprimir datos a alta velocidad con el cual todo el fichero de números/códigos de acceso aleatorios puede incluirse en una sola supercadena de datos. Saber es poder.
RED NERVIOSA. Almacenar información.
15) 21.13 h. 4 jugadores humanos. Calentar agua para reproducción jugador humano en hidromasaje de aposentos privados Presidente en planta 25. Conectar aire acon. para jugador humano/operador de sistema que se queda a trabajar hasta tarde en solitario en sala informática.
Mitch se dijo que su lugar preferido para hacer el amor con Jenny era el hidromasaje de los aposentos del Presidente, en la planta veinticinco. No es que la casa de Jenny fuera mal sitio, pero a veces aquel edificio daba un sabor especial a sus encuentros ilícitos, como el alcohol en la época de la ley seca, el amor sabía mejor cuando estaba prohibido. Y el baño de mármol negro del señor Yu era el último grito del lujo.
Recordó la fábrica de Vicenza donde había elegido el mármol y el lluvioso fin de semana en Venecia que aquello le había permitido pasar con Jenny. El mármol era una cosa que no se podía comprar sin examinarlo atentamente, sobre todo a los italianos.
Jenny salió del hidromasaje y empezó a secarse frente al gran espejo que dominaba la estancia. Mitch se deslizó bajo el agua y volvió a emerger.
– ¿Sabes una cosa? -dijo entonces-. Estaba pensando preguntarle al señor Yu si no le importaría dejarnos su apartamento de vez en cuando.
– ¿De vez en cuando? -repitió ella, adoptando una postura provocativa, de chica Playmate, e inspeccionándose uno de los voluminosos pechos como si tratara de exprimirlo para que saliera leche-. A veces pienso que te gusta más así.
– Sabes que no es cierto, cariño.
– ¿Ah, no? ¿Ya le has contado lo nuestro a Alison?
– No, no exactamente.
– ¿Qué significa «exactamente»?
– Es difícil. Ya sabes cómo es. Frágil. -Se encogió de hombros-. En realidad, creo que se está extraviando.
– ¿Quieres decir que se está volviendo loca?
– Podría sufrir una especie de crisis nerviosa. Pero, aunque quisiera, no tengo tiempo de contárselo. Con todo este trabajo paso muy poco tiempo en casa.
Jenny se realzó una nalga con la palma de la mano y estudió el efecto en el espejo.
– Me parece que por eso empezamos esto. Porque te venía bien. Quiero decir, porque yo trabajaba de asesora en la obra.
– En cuanto se calmen las cosas, te aseguro que encontraré la manera de decírselo.
– Eso suena bastante categórico.
– Lo digo en serio.
– Oye, ¿tengo demasiado grande el trasero?
– Es un culo espléndido.
Salió de la bañera y alargó la mano para que Jenny le diera una toalla.
– No soy tu esclavita, ¿sabes, Mitch? -replicó ella, enfadada, y le arrojó la toalla a la cara.
– ¿De qué hablas?
– De la forma en que acabas de mirarme. Como si yo estuviera aquí para atender el más mínimo de tus deseos.
Mitch se envolvió en la toalla y la abrazó.
– Lo siento -dijo-. No quería…
– Olvídalo. Vamos a comer. Tengo hambre.
Mitch lanzó una mirada furtiva al reloj. Debería haberse ido a casa, pero nunca encontraba argumentos sólidos cuando contemplaba la exquisita desnudez de Jenny. Le habría resultado más fácil refutar a Euclides.
– De acuerdo. Si no nos quedamos hasta muy tarde. Mañana por la mañana tengo reunión con el grupo de proyecto.
– Espero que hayas solucionado los problemas que te dije, Mitch.
– Estáte tranquila, se están arreglando.
– No puedo firmar el informe hasta que no vea que todo está en orden. Y eso no te gustaría, ¿verdad?
Mitch lo pensó un momento.
– No -repuso sin mucha convicción-. Supongo que no.
– Por cierto, no es nada importante, pero he visto otra serie de cosas que habrá que cambiar.
Mitch adoptó una expresión afligida.
– ¿Como cuáles, por el amor de Dios?
– Debes entender que hasta hace poco no he tenido ocasión de estudiar el horóscopo del señor Yu. Es un hombre muy ocupado.
– ¿Cómo? ¿Qué hay que cambiar, Jenny?
– La puerta de este apartamento, para empezar. Desde el punto de vista de la geomancia, está mal orientada. Hay que situarla en un plano más oblicuo. Como hicimos con la puerta principal. Y luego la escultura de esta planta. Los ángulos de la vitrina apuntan directamente a la puerta. Será mejor desplazarla.
– ¡Mierda! -gimió Mitch.
– Ah, sí. Y el letrero de la plaza. No está donde dicen los planos. Tiene que dar al oeste. Además, está muy bajo. Hay que ponerlo más alto, si no, se producirán fricciones entre el personal.
– Eso le va a encantar a Richardson -comentó Mitch con sarcasmo.
– No puedo evitarlo -repuso Jenny, encogiéndose de hombros Un edificio es propicio o no. Ahora mismo, éste no lo es en absoluto.
Mitch emitió un sonoro gemido.
– Vamos, anímate -le consoló ella-. No es una tragedia. Foster tuvo que cambiar de sitio todas las escaleras mecánicas en el Hong Kong y Shanghai.
– No me extraña -repuso Mitch, que empezó a vestirse-. ¿Dónde quieres ir a cenar?
– Hay un chino en North Spring Street. Invito yo.
Bajaron al garaje en el ascensor y salieron del edificio. Al llegar a lo alto de la rampa, Mitch se encontró con un borracho que dio un bandazo delante del coche y casi lo atropelló. Paró, pero cuando bajó la ventanilla para decirle algo, el individuo había desaparecido.
– ¿Estará loco, el gilipollas ese? -exclamó Mitch-. ¿Dónde se ha metido?
– Ha venido de este lado -dijo Jenny con un escalofrío-. Tú ibas muy deprisa.
– ¡Y una mierda! ¡El tío se me echó encima!
Quizá Aidan Kenny tenía razón, quizá debería haberse comprado un Cadillac Protector.
El restaurante estaba lleno y tuvieron que esperar mesa en la barra.
– Tengo que ir al baño -dijo ella-. Pídeme un gin-tonic, ¿quieres, cariño?
Se alejó con paso majestuoso. No sólo Mitch siguió con los ojos su impresionante recorrido por la sala. Cheng Peng Fei, que cenaba con unos amigos de la universidad, la observó: era muy bella. Luego vio a Mitch, y lo reconoció. Recordó la naranja podrida y se preguntó si podría causar desperfectos más apreciables, tal como su patrocinador japonés -no se le ocurría otra palabra- le había sugerido.
Esperó a que los condujesen a la mesa y luego, dando una excusa a sus amigos, salió del restaurante. Se dirigió al aparcamiento, fue a su coche, abrió el maletero y sacó la manivela de la rueda. El coche de Mitch, un Lexus nuevo de color burdeos, era bastante fácil de reconocer. Cuando Cheng Peng Fei se aseguró de que no había nadie a la vista, se acercó y lanzó la herramienta con todas sus fuerzas contra el parabrisas. Luego, más tranquilo de lo que imaginaba, subió a su coche y se marchó.
Allen Grabel llevaba bebiendo todo el día cuando, poco después de las nueve, Mitch estuvo a punto de atropellarlo. Estaba seguro de que no le había reconocido, sobre todo porque llevaba un sombrero de paja barato. Sólo había visto a la mujer que lo acompañaba un instante, pero fue suficiente para saber que no era su esposa. Grabel se preguntó qué habrían hecho hasta tan tarde en el edificio. Su única pertenencia era la botella. Aunque casi se había metido debajo de las ruedas, no la había soltado. Menos mal.
Llegó a su cuarto del sótano y cerró la puerta. Se sentó en el catre de tijera y bebió un trago de la botella. No le parecía justo que hubiese dos mujeres en la vida de Mitch. No es que tuviera nada contra él. Era a Richardson a quien odiaba. Y lo bastante para querer verlo muerto. Normalmente, Grabel no era una persona rencorosa. Pero había pensado mucho en la forma de desquitarse de su antiguo jefe.
Hideki Yojo tecleó una serie de instrucciones de programación y se recostó en el respaldo del asiento, flexionó el cuello con las manos cruzadas en la nuca y se alegró de que la cabeza le doliera menos desde que iba al quinesioterapeuta de Aidan Kenny. Hacía días que no sufría una jaqueca verdaderamente mala. No se encontraba tan bien desde hacía mucho tiempo. Probablemente no había razón para inquietarse. No es que Yojo estuviese muy satisfecho de su salud. Nunca lo había estado. La tensión arterial, que Abraham le había tomado al darle acceso al terminal cuando puso la palma de la mano en la pantalla, quizá estaba un poco alta. Abraham también le había analizado la orina, avisándole de que contenía un nivel elevado de proteínas y azúcar. No cabía duda, pensó Yojo. Una vez que el sistema Yu-5 estuviese instalado, tendría que pasar menos tiempo delante de una pantalla. Era la tercera noche seguida que se quedaba trabajando hasta altas horas para eliminar un fallo en la aplicación holográfica. Había escrito una secuencia de instrucciones para eludir el futuro programa de entrenamiento físico de los empleados de la Yu Corporation, pero quizá sería mejor borrarla y tratar de ponerse en forma. Y salir un poco más. Ver a algún amiguete. Ir a los sitios que frecuentaba antes y descubrir otros nuevos. Follar un poco. No tenía sentido ganar una fortuna si no podía gozar de los frutos de su trabajo. Llevaba mucho tiempo sin comerse una rosca. Era hora de divertirse un poco. Y, de todos modos, ya era hora de irse a casa. Creía haber resuelto el problema.
El monitor y la lámpara de la consola parpadearon un momento.
Yojo dio un golpecito a la pantalla con la palma de la mano. Pareció arreglarse.
– ¿Hay alguna avería eléctrica, Abraham?
– Negativo.
– Entonces, ¿qué pasa?
– Una sobretensión transitoria -contestó el ordenador.
– El otro día una bajada de corriente, y hoy esto. ¿Qué ocurre? Suerte que tenemos un generador de emergencia, ¿eh?
– Sí, señor.
El contacto de su mano había producido ciertas impurezas en el color de la pantalla.
– Desmagnetiza la pantalla, por favor.
– Sí, señor.
Yojo se inclinó sobre la lámpara de la consola. Italiana, por supuesto. La sencillez y la elegancia del diseño eran inconfundibles. Dio unos golpecitos con los nudillos al transformador. La luz de la diminuta bombilla se estabilizó y Yojo volvió a concentrarse en la pantalla, que repasaba rápidamente las operaciones de la tarde.
Había terminado, sin duda. El programa holográfico funcionaría.
– Felicítame, Abraham. Acabo de arreglar nuestro problema.
– Buen trabajo, señor -repuso la voz inglesa, muy similar a la de un mayordomo de maneras refinadas.
– ¿Quieres verificar el programa holográfico, por favor?
– Lo que usted diga, señor.
El ordenador comprobó el trabajo e informó de que el programa funcionaba perfectamente.
– ¡Qué alivio! -dijo Yojo-. Ya he tenido bastante por esta noche.
– ¿Desea que active la secuencia de control de los hologramas?
– Negativo -dijo Yojo-. Es hora de volver al mundo. La vida me espera. -Bostezó al tiempo que se desperezaba-. Podemos ejecutarlo por la mañana, Abraham. Es decir, si no tienes nada mejor que hacer. -Sonrió y se frotó los ojos-. ¡Joder, cómo odio esta habitación! Sin ventanas. ¿A quién se le ocurriría semejante idea?
– No lo sé, señor.
– ¿Qué tiempo hace fuera?
El ordenador presentó en pantalla una imagen del cielo purpúreo de Los Ángeles.
– Parece que hace buena noche -observó el ordenador-. Posibilidad de precipitación inferior al cinco por ciento.
– ¿Cómo está el tráfico?
– ¿En la Freeway o en la superautopista de la información?
– Primero la Freeway.
– Despejado.
– ¿Y en la superautopista?
– Debido a su presencia esta noche, aún no he tenido ocasión de salir del edificio para averiguarlo. Pero anoche había mucha actividad. Numerosos surfistas en el silicio.
– ¿Algún consejo?
– Si posee acciones de la British Telecom, yo vendería. Y Viacom hará una oferta para la Fox.
– La Fox, ¿eh? Mejor será que adquiera unas cuantas de ésas. Gracias, Abe. Bueno, creo que me voy para casa. Ha sido una larga jornada. Y me vendría bien un baño. En realidad me vendría bien un montón de cosas más. Como un buen polvo y un coche nuevo. Pero de momento me conformaré con un baño.
– Sí, señor.
La mano de Yojo, a punto de pulsar el interruptor de la lámpara, se detuvo. Yojo se volvió en la silla y miró atrás. Por un momento creyó haber oído pasos en la pasarela, más allá de la acristalada puerta del centro informático. Casi esperaba que apareciese Sam Gleig para charlar un rato, como hacía a veces. Pero no había nadie. Y una rápida comprobación en el ordenador demostró que Sam se encontraba en su sitio habitual, en su oficina de la planta baja.
– Debo sufrir alucinaciones auditivas -murmuró.
Se preguntó si Sam sabía que lo despedirían en cuanto los sistemas de seguridad funcionasen a pleno rendimiento. Desde luego no era él quien fuera a tener remordimientos de conciencia porque echaran a un par de vigilantes. No tenía sentido tener perro y ladrar por él.
– Es posible que lo que haya oído sean las puertas del ascensor al abrirse, señor. Mientras usted hablaba, subí una cabina para que no tuviera que esperar.
– Muy amable, Abraham.
– ¿Quiere que haga algo más, señor?
– No creo, Abraham. Si hubiese algo más, supongo que ya lo habrías hecho, ¿verdad? -Sí, señor.
Mitch seguía furioso cuando llegó a la oficina a la mañana siguiente para la reunión semanal del grupo de proyecto. ¿Por qué se les había ocurrido ir a un restaurante chino, precisamente? Debía haber pensado en la posibilidad de encontrarse con algún manifestante de la plaza que pudiera reconocerlo. La cena, aunque buena, había durado más de lo previsto, y ya era tarde cuando descubrieron el coche. Los de la Asociación Automovilística Americana se presentaron pasada medianoche con un parabrisas de recambio. Así que cuando Mitch llegó finalmente a casa, Alison tenía ganas de bronca. Incluso tuvo que enseñarle los papeles de la AAA para que le creyera. Y luego, después de desayunar, justo cuando se disponía a salir, volvió a la carga, después de mirar más detenidamente los papeles.
– ¿Y qué estabas haciendo en el restaurante Mon Kee de North Spring Street?
– ¿Y tú qué crees? Fui a comer algo.
– ¿Con quién?
– Pues con unos compañeros del grupo de proyecto, ¿con quién, si no? Mira, cariño, te había dicho que volvería tarde.
– Venga, Mitch. Una cosa es tarde y otra a la hora que viniste. Siempre que vienes después de medianoche me llamas, y tú lo sabes. ¿Por qué fuiste precisamente allí?
Mitch miró el reloj. Iba a conseguir que llegara tarde a la reunión.
– ¿Tenemos que hablar de eso ahora? -imploró.
– Sólo quiero saber con quién estabas, nada más. ¿Es tan absurdo?
Alison era una mujer alta, de considerable elegancia, voz de ultratumba y siniestras sombras bajo los ojos castaños. Tenía el pelo largo, liso y brillante, pero a Mitch empezaba a recordarle a Morticia, el personaje de la familia Addams.
– ¿Es tan raro que quiera saber con quién estuvo mi marido hasta la una de la madrugada?
– No, supongo que no -repuso él-. Muy bien, estaban Hideki Yojo, Bob Beech, Aidan Kenny y Jenny Bao.
– ¿Una mesa para cinco?
– Eso es.
– ¿Reservasteis mesa?
– ¡Por el amor de Dios, Alison! Fue algo improvisado. Todos estuvimos trabajando hasta tarde. Teníamos hambre. Sabes que habría estado en casa antes de medianoche si no hubiese sido por el cabrón ese de la manivela. Y te habría llamado, ¿vale? Pero me puse tan furioso que se me olvidó todo lo demás. Y lo siento, siento mucho confesar que eso también te incluye a ti, cariño.
– Deberías tener teléfono en el coche. Otros lo tienen, Mitch. ¿Por qué tú no? Me gustaría estar en contacto contigo.
Mitch le puso las manos en los huesudos hombros.
– Sabes lo que pienso de los teléfonos en el coche. Necesito tiempo para estar solo y el coche es prácticamente el único sitio que tengo. Si tuviera teléfono, los del estudio me llamarían continuamente. Sobre todo Ray Richardson. Arregla esto, Mitch. Soluciona lo otro. Mira, esta noche vendré pronto, te lo prometo. Entonces hablaremos. Pero tengo que irme ya.
La besó en la frente y se marchó.
Llegó veinte minutos tarde a la reunión. No le gustaba llegar tarde a ningún sitio. Sobre todo cuando era portador de malas noticias. Tenía que comunicarles el último boletín sobre el feng shui de la Parrilla. A veces deseaba que Jenny se ganara la vida de otra manera. Se imaginaba lo que dirían todos y le apenaba que insultaran en su presencia a la mujer que amaba.
– ¡Mitch! -le saludó Ray Richardson-. Me alegro de que te decidieras a venir por fin.
Sería mejor esperar el momento oportuno para darles las malas noticias.
El grupo de proyecto y Bob Beech se hallaban sentados frente a una pantalla de televisión de setenta y dos centímetros que estaba recibiendo las primeras imágenes en línea de la Parrilla. Mitch miró a Kay, le guiñó un ojo y se sentó a su lado. Llevaba una blusa negra transparente que ofrecía una visión completa de su sostén. Ella le contestó con una sonrisa de aliento. En la pantalla había una imagen del atrio con el árbol dicotiledóneo en el estanque rectangular.
– ¿Kay? -dijo Richardson-. ¿Has terminado de dar la bienvenida a Mitch? ¿Sabes que llevas una blusa preciosa?
– Gracias, Ray -sonrió ella.
– ¿Habéis notado que Kay suele llevar blusas transparentes? O sea, que siempre se sabe de qué color lleva el sostén, ¿no? -Richardson esbozó una sonrisa desagradable-. Se me ocurrió el otro día: el sostén es a Kay lo que los calzoncillos que marcan paquete a Supermán.
Todos rieron menos Mitch y Kay.
– Muy divertido, Ray -dijo Kay, que borró la sonrisa de sus labios y pinchó una tecla de su ordenador portátil, como si quisiera sacarle un ojo a Richardson. Lo que más la irritaba era la risa de Joan. ¿De qué se reía aquella zorra fondona? Kay se preguntó si se reiría también si le contara lo que le había pasado con Richardson unos meses atrás, la noche que se quedaron solos en la cocina y ella consintió que le metiera mano bajo el sostén y las bragas. Se alegraba de que las cosas no hubiesen ido más lejos.
En la pantalla apareció un dibujo tridimensional del nuevo estanque redondo para el árbol. Moviendo con el pulgar un ratón del tamaño de un dedal, Kay hizo girar la fotografía para superponerla al dibujo. Notó que se ruborizaba.
– Bueno, ¿qué? ¿Os interesa más mi sostén que el dibujo?
– Pues si nos das a elegir… -murmuró Levine, y soltó una carcajada.
– Lo siento, Kay, era una broma -se disculpó Richardson-. Me parece muy bien. Pero ¿de veras ha llevado una semana dibujarlo?
– ¿Por qué no se lo preguntas a Tony? -replicó Kay.
Richardson se volvió.
– ¿Tony?
– Pues sí, Ray -dijo Levine-. Me temo que sí.
Richardson lanzó a Levine su mirada más sarcástica. Mitch puso mala cara, sintiéndolo por el joven.
– ¿Por qué tienes que ser tan literal, Tony? -gruñó Richardson-. Lo que quiero saber es por qué ha llevado tanto tiempo. ¿Por qué? Es un estanque, no la cúpula geodésica de Buckminster Fuller. ¿Somos uno de los principales estudios de arquitectura del país y tardamos una semana en dibujar algo así? ¿A qué nos estamos dedicando? El diseño asistido por computador se supone que ha de facilitarnos el trabajo. En una semana yo sería capaz de diseñar no un estanque de mierda, sino todo un jodido puerto deportivo.
Sacudió la cabeza y suspiró, como compadeciéndose de sí mismo por tener que tratar con aquel hatajo de estúpidos incompetentes. Luego se puso a hacer garabatos en una hoja de papel. Mitch, que le conocía bien, se dio cuenta de que estaba conteniendo el mal humor.
Richardson apretó la mandíbula con beligerancia y dirigió su malévola atención hacia Aidan Kenny.
– ¿Y qué coño pasa con ese sistema tuyo de control holográfico?
– Nada, Ray, sólo algunas dificultades a causa de lo novedoso del sistema -contestó animadamente Kenny-. Yojo se quedó anoche para solucionarlas. Supongo que a estas horas ya está todo arreglado.
– Supones… -masculló Richardson. Como si refrenara a duras penas su impaciencia, añadió-: ¿Y no será mejor que se lo preguntemos a él? ¡Por el amor de Dios…!
Kenny se volvió a Kay.
– ¿Puedes ponernos con el centro informático, por favor, Kay?
Kay pulsó otra tecla del ordenador y el circuito cerrado de televisión mostró a Hideki Yojo, que seguía sentado en su silla. Durante unos momentos todo pareció normal. Pero luego, cuando los diversos miembros del grupo notaron el color de su rostro y la sangre que tenía en la boca y la pechera de la camisa, hubo un sobresalto general.
– ¡Santo Dios! -exclamó Willis Ellery- ¿Qué le ha pasado?
Kay Killen y Joan Richardson se taparon la boca simultáneamente, como si fuesen a vomitar. Helen Hussey respiró hondo y apartó la vista.
– ¡Hideki! -gritó Tony Levine- ¿Nos puedes oír? ¿Estás bien?
– ¡Está muerto, pedazo de imbécil! -murmuró Richardson-. Cualquier cretino lo vería.
– Los ojos -observó David Arnon- Tiene los ojos… morados.
Kay ya había suprimido la imagen e iniciaba una búsqueda por vídeo de Sam Gleig, el agente de seguridad.
Richardson se puso en pie, sacudiendo la cabeza con una mezcla de ira y disgusto.
– Será mejor que alguien llame a la policía -sugirió Ellery.
– ¡Es increíble! -comentó Richardson-. ¡Es que no me lo puedo creer! -Miró a Mitch, con cierto aire acusador, y añadió-: ¡Haz algo, Mitch, por Dios! ¡Soluciónalo! ¡Lo que me faltaba, joder!
En Los Ángeles era más fácil ser agente de seguridad que camarero. Antes de convertirse en guarda jurado, Sam Gleig había cumplido condena en la Prisión Metropolitana, por tenencia ilícita de armas y estupefacientes. Y antes de eso había sido infante de marina. Sam Gleig había visto un montón de cadáveres en su vida, pero nunca como el que estaba sentado en el centro informático de la Parrilla. El muerto tenía la cara tan azul como la camisa de su uniforme, casi como si lo hubiesen estrangulado. Pero lo que más le impresionó fueron los ojos: parecía que se le hubiesen achicharrado en las órbitas como dos bombillas fundidas.
Sam se acercó a la consola y le tanteó la muñeca para ver si había pulso. Convenía estar seguro, aunque Hideki Yojo estaba inequívocamente muerto. Y por si no hubiera dado crédito a sus ojos, estaba el olor. Aquel olor, semejante al de un cuarto lleno de pañales sucios, nunca engañaba. Sólo que, por lo general, un cadáver tardaba en oler de aquel modo.
Al soltar la muñeca de Yojo, Sam rozó con la mano la base de la lámpara. Soltó un taco y retiró la mano bruscamente. La lámpara estaba al rojo vivo. Como la pantalla de la consola, había estado toda la noche encendida. Chupándose la quemadura, se dirigió a otra consola y, por primera vez en su vida, marcó el 911.
Pasaron la llamada al servicio de control central, que, desde su búnker subterráneo del Ayuntamiento, coordinaba todas las intervenciones de la policía de Los Angeles. Un coche patrulla que iba en dirección oeste por Pico Boulevard recibió instrucciones de dirigirse a la Parrilla antes de que el informe llegara a New Parker Center por correo electrónico y apareciese en la pantalla del comisario jefe de la Brigada Criminal. Randall Mahoney echó una mirada al informe y luego abrió el archivo que contenía la lista del servicio de guardia. Con el ratón, desplazó el mensaje por la pantalla y lo dejó en la bandeja informatizada de uno de sus inspectores. Eso era lo que tenía que hacer. El nuevo método. Luego lo hizo a la antigua. Levantó su voluminosa humanidad de la silla y se dirigió a la sala de inspectores. Se fijó en un hombre de aspecto robusto con cara de guante de béisbol. Estaba sentado frente a un escritorio, mirando fijamente la pantalla apagada de su ordenador.
– Mejor sería que encendieras de vez en cuando ese jodido aparato, Frank -gruñó Mahoney-. Así ahorrarías trabajo a mis piernas.
– Quizá -respondió el otro-, pero a todos nos viene bien un poco de ejercicio. Incluso a un tipo tan atlético como tú.
– ¡Qué listo eres! ¿Qué sabes de arquitectura moderna? -preguntó Mahoney.
El inspector Frank Curtis se pasó una mano grande y fuerte por los cortos y acerados rizos que se le arremolinaban en el cráneo como muelles de un viejo sillín de bicicleta, y reflexionó unos instantes. Pensó en el Museo de Arte Contemporáneo, donde su mujer había trabajado hasta que fue sustituida nada menos que por un CD-ROM, y luego en el proyecto de la sala de conciertos Walt Disney que había visto en los periódicos. Un edificio que parecía una serie de cajas de cartón abandonadas bajo la lluvia. Se encogió de hombros.
– Menos que de ordenadores -reconoció-. Pero si me preguntas mi opinión sobre la estética de la arquitectura moderna, te diré que da asco.
– Bueno, pues mueve el culo y vete al nuevo edificio de Hope Street. El de la Yu Corporation. Acaban de encontrar un 187. Uno de los informáticos. Quién sabe, a lo mejor puedes probar que fue el arquitecto.
– No estaría mal.
Curtis cogió su chaqueta deportiva del respaldo de la silla y miró a su compañero, más joven y más atractivo, que meneaba la cabeza al otro lado del escritorio.
– ¿Quién coño te crees que eres, Frank Lloyd Wright? -dijo Curtis-. Venga, Nat, ya has oído al comisario.
Nathan Coleman siguió a Curtis hacia el ascensor.
– Sabía que eras un jodido filisteo, Frank -dijo Coleman-. Pero no te tomaba por Goliat.
– ¿Sabes algo de arquitectura moderna, Nat?
– Una vez vi una película sobre un arquitecto. El manantial. Creo que se trataba de Frank Lloyd Wright.
Curtis asintió con la cabeza.
– ¿Gary Cooper?
– Exacto. Por cierto, ahora que lo recuerdo, en la película el culpable era el arquitecto.
– ¿Qué hizo?
– Voló un edificio cuando los constructores le cambiaron los planos.
– ¿En serio? No se lo reprocho. A mí a veces me dan ganas de matar al tipo que nos hizo el baño.
– Creí que la habías visto.
En el Ford Cougar rojo de dos plazas de Nathan Coleman surcaron la autopista que rodeaba el corazón de la ciudad como un sistema de válvulas y arterias, para luego torcer en dirección sur hacia Hope Street. Por el camino, Curtis se dio cuenta de que por primera vez en su vida estaba prestando atención a la arquitectura monolítica de la zona.
– Si tengo que hablar con el arquitecto, voy a preguntarle por qué todos los edificios han de ser tan grandes.
Coleman soltó una carcajada.
– Oye, Frank, estamos en Estados Unidos, ¿recuerdas? Es lo que distingue nuestras ciudades de las de otros países. Nosotros inventamos la metrópolis de rascacielos.
– ¿Y por qué toda esta zona parece una serie de cajas puestas de pie? ¿Por qué no hicieron un centro de la ciudad a nivel humano?
– Tienen un plan estratégico para mejorar esta zona, Frank. Lo he leído en algún sitio. Quieren darle al centro una nueva identidad.
– ¿Como el programa para la protección de testigos, quieres decir? Si te interesa mi opinión, Nat, a esos cabrones de arquitectos que proyectan esos jodidos edificios es a quienes habría que dar una nueva identidad. Si en esta ciudad alguien tratara de asesinar a Frank Gehry, habría que darle la Medalla del Congreso.
– ¿A quién?
– ¿Conoces esa mierda de edificio en Olympic Boulevard? ¿La Facultad de Derecho de la Universidad Loyola?
– ¿El que tiene una cerca de hierro y muros de acero?
– El mismo.
– ¿Eso es una Facultad de Derecho? ¡Creí que era una cárcel, joder! A lo mejor expresa la opinión de Frank Gehry sobre los abogados.
– Quizá tengas razón. De todas formas, Frank Gehry es el máximo representante de la jodida escuela de arquitectura de Los Ángeles.
– Puede que ese tío sólo pretenda ser realista. Es decir, que Los Ángeles no es precisamente una ciudad que invite a la gente a pasar por tu casa sólo para saludarte.
Torcieron por Hope Street y Curtis señaló con el dedo:
– Debe de ser ahí.
Bajaron del coche y se dirigieron al edificio.
Dominada por un bronce de Fernando Botero en lo alto de una fuente y bordeada por una fila de eucaliptos, la plaza de Hope Street era una afilada elipse de unos cuarenta metros de largo. Al otro extremo de la elipse, enfrente de los policías, se alzaba una escalinata de mármol blanco muy escenográfica que daba a la entrada del edificio un aspecto aún más grandioso y monumental.
Frank Curtis se detuvo delante de la fuente, alzó la vista hacia la gruesa mujer tendida y luego observó al pequeño grupo de chinos concentrados tras una cinta policial al pie de la escalinata.
– ¿Cómo lo hacen? -preguntó-. Esos buitres que acuden al escenario del crimen. ¿Qué es? ¿Telepatía macabra?
– En realidad, creo que han venido a manifestarse -repuso Coleman-. Contra la actitud de la Yu Corporation hacia los derechos humanos, o algo así. Ha salido en la tele. -Miró la escultura-. Oye, ¿te has follado alguna vez a una tía gorda de verdad?
– ¡No -rió Curtis-, te aseguro que no!
– Yo sí.
– ¿Tan gorda como esa de ahí?
Coleman asintió con la cabeza.
– ¡Qué animal eres!
– Fue estupendo, Frank, te lo aseguro. ¿Sabes una cosa? Tuve la sensación de haber prestado un servicio a la raza humana.
– ¿En serio?
Curtis estaba más interesado en leer el cartel que había junto a la fuente:
Aviso
Es peligroso beber agua de esta fuente. Está tratada con un producto anticorrosión para proteger la escultura.
– Y si eres analfabeto y tienes sed, estás apañado, ¿no? -observó Curtis.
Coleman cogió un poco de agua en la palma de la mano, dio un sorbo y lo escupió con una mueca.
– Si alguien bebe de aquí, no corre peligro -comentó-. Sabe a detergente para lavar coches.
– A algunos drogatas les gusta el detergente para lavar coches. Coloca más deprisa que el alcohol metílico.
Siguieron hacia el edificio, ignorantes de las características de las baldosas hexagonales de cemento que pisaban. Se trataba del Pavimento DisuasorioMR y, como el Agua AsfixianteMR de la fuente, formaba parte de la estrategia ideada por el propio Ray Richardson para alejar a los muchos vagabundos de la zona. Todas las noches, una baldosa hexagonal de cada siete se elevaba hidráulicamente a una altura de veinte centímetros, como la coraza de alguna pálida criatura antediluviana, para impedir que las personas sin hogar pasaran la noche allí.
Los dos policías se detuvieron al pie de la escalinata y, protegiéndose los ojos del fuerte sol y del blanco reflejo de la fachada de hormigón, observaron el incoloro haz de columnas tubulares de acero y vigas horizontales que definían el alzado de la Parrilla. El edificio parecía dividido en diez zonas, cada una de ellas suspendida de una viga mediante una sola línea de ménsulas de acero. Y, a su vez, cada una de aquellas sólidas estructuras horizontales se apoyaba en un pilón de acero compuesto de grupos de columnas también de acero. A pesar suyo, Frank Curtis se sintió impresionado. Aquello era lo que se imaginaba cuando pensaba en la ciencia ficción: una máquina inhumana, pálida, el emisario sin rostro de un universo deforme y sin Dios.
– Esperemos que sean pacíficos -masculló.
– ¿Quiénes?
– Los alienígenas que han construido esta jodida cosa.
Subieron la escalinata a paso vivo, mostraron rápidamente su identificación al policía apostado junto a la puerta y pasaron bajo la cinta policial. Una vez dentro, cruzaron otra puerta de cristal y se encontraron frente al enorme árbol que presidía el patio.
– Mira, eso es lo que yo llamo una planta de interior -dijo Curtis.
– Supongo que ya no le preguntarás al arquitecto por qué tenía que ser tan alto este edificio. ¿Te has fijado en el tamaño de eso?
Un policía y un guarda jurado se les acercaron. Curtis se colgó la identificación en la solapa de la chaqueta y dijo:
– Brigada Criminal de la Policía de Los Ángeles. ¿Dónde está el cadáver?
– Cuarta planta -contestó el policía-. En el centro informático. Los fotógrafos y el equipo forense ya están arriba, señor.
– Bueno, pues llévanos a nuestras butacas -dijo Curtis-. No queremos perdernos el comienzo del espectáculo.
– Si hacen el favor de seguirme, caballeros -dijo el guarda jurado.
Se dirigieron a un ascensor que esperaba y subieron.
– Centro de datos -ordenó el agente.
Las puertas se cerraron y el ascensor se puso en marcha.
– Ése ha sido un buen número -observó Curtis-. ¿Eres tú quien ha encontrado el cadáver?
– No, señor -contestó el guarda-. Yo soy Dukes. Acabo de empezar mi turno. Fue Sam Gleig quien encontró al señor Yojo. Hace el turno de noche. Está arriba con los demás agentes.
Recorrieron una galería que daba al atrio, iluminada por una fila de luces empotradas en el suelo a unos centímetros de la balaustrada de vidrio.
– ¿Qué es esto? -preguntó Curtis señalando a sus pies-. ¿La pista de aterrizaje?
– Por si se produce un incendio -explicó Dukes-. Para que no se caiga la gente si el edificio se llena de humo.
– ¡Qué precavidos!
Torcieron por un pasillo y se acercaron a la pasarela que llevaba a la sala de informática. Coleman se quedó atrás, y se asomó a la galería para apreciar la amplitud del edificio.
– Echa una mirada a este tenderete, Frank. Es increíble.
– Vamos, Toto -le llamó Curtis-. Que ya no estamos en Kansas.
– No ha visto ni la mitad -dijo Dukes-. Esto es como La guerra de las estrellas, hombre.
– Póngase al mando del grupo de desembarco, señor Coleman -dijo Curtis-. Y quiero respuestas.
– Sí, señor.
Coleman sacó un cigarrillo y luego cambió de parecer cuando vio el cartel de «Prohibido fumar» en la puerta de la sala de informática. Con el Halon 1301 no había que andarse con bromas.
Los fotógrafos y el equipo forense trabajaban concienzudamente y con rapidez, y el objeto de su indagación seguía sentado en la silla.
– Joder, qué habitación -decía uno-. Yo no podría vivir en un sitio sin ventanas.
– ¿Vas a indicar eso como probable causa de la muerte?
A lo largo de los años Curtis había tenido ocasión de conocer a la mayoría del personal del equipo forense; sabía que las caras nuevas tendrían alguna relación con la víctima. Amigos o colegas. Dijo a Coleman que los sacara de allí y les tomase declaración si era necesario. Luego observó el cadáver con más detenimiento.
El ayudante del forense, un individuo alto de aspecto muy adecuadamente cadavérico, pelo lacio y gafas ahumadas, se irguió y esperó a que el inspector concluyese su rápido examen.
– ¡Joder, Charlie! ¡Parece que este tío pasó el fin de semana en una playa del atolón de Bikini!
Curtis dio un paso atrás agitando la mano delante del rostro para alejar el pestilente olor.
– Pero ¿qué hizo? ¿Se cagó hasta la muerte?
– Eso parece, a juzgar por el olor.
– Murió en la silla, ¿verdad?
– A la vista está, ¿no?
– Pero hasta ahora las sillas no eran mortales, salvo la eléctrica, claro. Vamos, Charlie, ¿hay indicios médicos que hagan sospechar?
Charlie Seidler encogió sus insignificantes hombros.
– Es difícil decirlo, a primera vista.
Curtis miró de forma elocuente las facciones moradas y ensangrentadas de Yojo.
– ¿Seguro que has visto lo mismo que yo, Charlie? -dijo, sonriendo-. Échale otra mirada, ¿quieres? Los ojos no se ponen tan morados por pasarse con el maquillaje. ¿Y de dónde viene toda esa sangre?
– De la boca. Se partió la lengua.
Seidler mostró una bolsa de plástico que contenía algo parecido a la larva de un insecto.
– Encontramos la punta sobre sus piernas.
– ¡Bonito recuerdo!
Curtis se pellizcó la nariz y se acercó a echar otra mirada.
– ¿Causa de la muerte?
– Demasiado pronto para decirlo. Podrían haberlo estrangulado. O envenenado. Tiene la boca demasiado cerrada para ver lo que hay dentro. Pero podría tratarse de causas naturales. Crisis cardiaca. Algún ataque. No sabremos nada hasta que lo tengamos en la mesa de disección.
– Tu vida privada es cosa tuya, Charlie.
Curtis sonrió y fue en busca de los testigos.
Encontró a Coleman esperándolo con Mitchell Bryan, Aidan Kenny, Sam Gleig y Bob Beech. Estaban sentados en torno a una mesa de cristal bajo uno de los sólidos tirantes del edificio. El inspector pasó la mano sobre el liso y blanco acabado de fluoropolímero que revestía el aluminio del tirante, y luego se asomó a la galería que daba al atrio. Era, pensó, como una extraña y absurda catedral moderna: la Iglesia de los Astronautas de los Primeros Días. El Templo de Jesucristo, Primer Hombre del Espacio. La Primera Mezquita Orbital del Mundo.
– Este edificio suyo es un verdadero espanto -sentenció, sentándose a la mesa.
– A nosotros nos gusta -repuso uno de ellos.
– Nos gustaba -apostilló otro-. Hasta esta mañana.
Nathan Coleman hizo las presentaciones y luego resumió lo que le habían contado.
– El difunto se llamaba Hideki Yojo. Jefe de aplicaciones informáticas de la Yu Corporation, propietaria de este edificio. Su cadáver lo descubrieron los señores Beech, Kenny y Bryan, aquí presentes, por el circuito cerrado de televisión durante una reunión que se celebraba en las oficinas de Richardson y Asociados, en Sunset. Son los arquitectos que han proyectado este edificio. Cuando se descubrió el cadáver, a eso de las nueve y media, se encargó al agente de seguridad de servicio, el señor Gleig, aquí presente, que fuese a investigar. Encontró el cadáver a eso de las nueve cuarenta.
– ¿Observó algo fuera de lo normal? -Curtis sacudió la cabeza-. Lo siento. Creo que debería repetirle la pregunta en otros términos, porque éste es el sitio más raro que he visto en mi vida. Esa sala de ordenadores parece sacada de una película. Yo sólo soy un poli. La idea que tengo de un edificio como es debido es que se pueda encontrar fácilmente el retrete. Sin ánimo de ofender, señores.
– No se preocupe -dijo Mitch que, señalando por encima del hombro de Curtis, añadió-: Y a propósito, el retrete está por ahí.
– Gracias. Bueno, Sam, ¿puedo tutearte? ¿Notaste algo inhabitual? Aparte del cadáver, naturalmente.
Sam Gleig se encogió de hombros y dijo que no había observado nada anormal.
– El hombre estaba muerto. Eso lo vi inmediatamente. He estado en el ejército y no me cupo la menor duda, ¿comprende? Hasta entonces había sido una noche tranquila. Igual que siempre. El señor Yojo solía trabajar hasta muy tarde. De vez en cuando me levantaba y daba una vuelta por el edificio, pero pasé la mayor parte del tiempo en la oficina de seguridad. Desde allí se puede vigilar todo, con las cámaras. Aun así, no presté demasiada atención. Es decir, que de eso se ocupa el ordenador. Abraham se limita a indicarme el sitio donde debo echar un vistazo, ¿sabe? Y le aseguro que anoche sólo estábamos los dos. El señor Yojo y yo.
– Bueno, ¿y quién es Abraham? -inquirió Curtis, frunciendo el ceño-. ¿Se me ha escapado algo?
– Así llamamos al ordenador, inspector -le explicó Beech, encogiéndose de hombros.
– Ah, ya entiendo. Yo también llamaba un montón de cosas a mi coche. Pasemos a ese circuito cerrado de televisión. ¿Hay un vídeo de lo que pasó?
Aidan Kenny le entregó un disco compacto.
– Me temo que sólo está el momento del descubrimiento -explicó-. Esta grabación se hizo en nuestras oficinas de Sunset. Aún estamos instalando los diversos sistemas de gestión del edificio, ¿comprende? Ésa es una de las razones por las que Hideki Yojo trabajaba hasta tarde. Teníamos un fallo con el programa de hologramas. Hideki trataba de arreglarlo. En cualquier caso, aún tenemos que instalar los dispositivos de grabación en este edificio.
– ¿Y lo arregló? ¿El fallo?
Kenny miró a Beech y se encogió de hombros.
– En realidad, no lo sé. Según…, según el ordenador, la última operación, es decir, la última instrucción que dio al programa, fue alrededor de las diez. Debió de morir poco después.
Curtis enarcó las cejas. Kenny pareció desconcertarse.
Bob Beech carraspeó y pasó a Curtis un listado de ordenador.
– Aquí no trabajamos mucho con documentos impresos -le informó-. En realidad, una de las normas de la empresa es evitar el papel en lo posible. Normalmente pasamos por el escáner todos los documentos y los convertimos en imágenes electrónicas. No obstante, he impreso éste por si le resultaba de utilidad.
– Muchas gracias. ¿Qué es?
– El historial médico de Hideki Yojo. Supongo que lo necesitarán para la autopsia. La harán, supongo. En estos casos siempre la hacen.
– Sí, desde luego. Habrá que hacer la autopsia -repuso Curtis en tono seco y formal. Le molestaba que se le anticipasen en algo tan simple como una investigación preliminar.
– El caso es… -intervino Beech que, notando entonces la irritación de Curtis, concluyó-: Bueno, quizá no tenga importancia.
– No, por favor. Lo está haciendo muy bien. -Se rió, un tanto incómodo-. Yo hubiera hecho lo mismo que usted, señor Beech. Continúe, por favor.
– Pues el caso es que Hideki se venía quejando de fuertes dolores de cabeza. Si se trata de muerte natural, quizá tenga algo que ver con eso.
Curtis aprobó con la cabeza.
– ¿Cree que ha sido muerte natural? -preguntó Mitch.
– Es un poco pronto para decirlo, señor Bryan -contestó Curtis-. No sabremos nada seguro hasta después de la autopsia. Así, de momento, consideraremos la muerte como sospechosa. -Decidió asustarlos un poco-. Es posible que Hideki Yojo fuera estrangulado.
– ¡Joder! -exclamó Kenny.
Curtis cogió el disco y el listado de ordenador y se puso en pie.
– Bueno, gracias por su ayuda. -Lanzó una mirada significativa a Nathan Coleman-. Será mejor que volvamos a Parker Center.
– Los acompañaré a la salida -se ofreció Mitch.
– No hace falta. Ya he hablado antes con un ascensor. Claro que sólo para maldecirlo. Pero seguro que podré…
– No lo ha entendido -repuso Mitch-. En este edificio nadie puede utilizar el ascensor sin el sistema de tratamiento y reconocimiento de señales precodificadas. Si el ordenador no le reconoce, no podrá utilizar el ascensor, ni abrir una puerta, ni llamar por teléfono, ni acceder a un terminal informático.
– Eso es lo que yo llamo buena organización -dijo Curtis.
Los dos inspectores siguieron a Mitch al ascensor.
– Planta baja, por favor, Abraham -ordenó Mitch.
– ¿Qué ocurre cuando uno está acatarrado? -preguntó Curtis-. O si se ha bebido demasiado. En esas situaciones, cambia la voz.
– El sistema trabaja sumamente bien, con independencia de las condiciones en que se encuentre el usuario -explicó Mitch-. El índice de negativos erróneos, es decir, las veces que el sistema rechaza al usuario autorizado, se sitúa en torno al 0,1 por ciento. El índice de positivos erróneos, esto es, cuando se da acceso a una persona no autorizada, no llega a la mitad. La seguridad es casi absoluta. Y, además -añadió-, si alguien ha bebido demasiado no tiene nada que hacer aquí.
– Lo recordaré -dijo Curtis, echando una mirada por el atrio-. Así que esto es el progreso, ¿no? Cálculo frío antes que visión estética. -Se encogió de hombros-. ¿Y yo qué sé? Yo sólo tengo que mirarlo.
Mitch vio salir de la Parrilla a los dos inspectores y sintió alivio de que no hubieran preguntado quién más se había quedado trabajando la noche anterior. Pero se inquietó un poco ante la idea de que, muy probablemente, Alison recordara su historia de que Hideki Yojo estaba con él en el restaurante aproximadamente a la hora de su muerte. Eso requeriría ciertas explicaciones.
Grabel se dirigió a un bar de San Pedro Street, a unas manzanas al este de la Parrilla, un barrio de hoteles baratos y albergues de caridad. Se sentó a la barra y puso algún dinero sobre el mostrador, para que el camarero viese que podía pagar, y pidió una copa. Le temblaban las manos. ¿Había jodido ya a Richardson y a su nuevo edificio, o aún seguía planeándolo? Se bebió la copa de un trago, se sintió mejor y pidió otra. Intentó recordar los acontecimientos de la noche anterior y reflexionó de nuevo. Incluso las cosas más tremendas tenían mejor aspecto después de un par de copas.
Cuando la policía levantó el cadáver y el ayudante del forense terminó su trabajo en la sala de informática, Bob Beech contempló con tristeza la consola vacía de Yojo.
– Pobre Hideki -dijo.
– Sí -repuso Kenny-. Estrangulado. ¿Quién habría querido estrangularlo?
– El poli sólo dijo que era una posibilidad -le recordó Mitch.
– ¿Te fijaste en la cara de Hideki? La cara no se te pone así por cantar en el coro de la iglesia. Algo le pasó. Algo horrible. De eso puedes estar seguro.
– ¿Quién querría matar a Hideki? -preguntó Mitch.
Kenny se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
– Se han llevado su silla -observó Beech-. ¿Por qué lo habrán hecho?
– ¿A ti qué te parece? -repuso Mitch-. Se habrá cagado o algo así. ¿Es que no lo hueles?
– Con la sinusitis, no.
– Pues huele bastante -aseguró Kenny-. ¿Abraham? ¿Quieres cambiar el aire de la sala?
– Lo que usted diga, señor.
– Joder. ¿Os habéis fijado en eso? -Kenny señaló la lámpara de Yojo. La caja del transformador se había derretido y, aunque ya estaba fría, tenía todo el aspecto del alquitrán caliente-. Qué cabrones. Algún poli descuidado la habrá enderezado sin apagarla antes.
– A mi ex novia se le enredó el pelo en una de esas lámparas halógenas y se le prendió fuego -dijo Beech.
– ¡Joder! ¿Le pasó algo?
– No. Y estaba más guapa. No me gustaba con el pelo largo.
Kenny accionó el interruptor y vio que la lámpara seguía funcionando.
– Esto es de lo más surrealista, ¿no creéis? Como un cuadro de Salvador Dalí.
Beech se sentó pesadamente en su silla, apoyó los codos en la consola y suspiró.
– Conocía a Hideki desde hace casi diez años. Sabía más que nadie de ordenadores. Ese cabroncete de japonés… ¡Sólo tenía treinta y siete años, coño! No puedo creer que esté muerto. Es decir, que estaba perfectamente cuando le dejé anoche. Y sabes que desde que empezó a ir a tu quinesioterapeuta, Aid, ya no tenía aquellas jaquecas. -Beech hizo un gesto de pesar con la cabeza-. Esto va a perjudicar seriamente a la Corp en Estados Unidos. Jardine Yu no se lo va a creer. Hideki era un elemento clave de nuestros planes para los próximos cinco años.
– Todos le echaremos de menos -insistió Kenny.
Mitch aguardó un momento y luego dijo:
– Ese fallo del programa de imágenes en tiempo real, ¿creéis que consiguió arreglarlo?
Bob Beech presionó la palma de la mano sobre la pantalla de su ordenador.
– Pronto lo averiguaremos -aseguró.
– ¿Cuál era el problema exactamente? -preguntó Mitch.
– Lo creas o no -explicó Beech-, Abraham era demasiado rápido para el programa de ITR. Para engañar al ojo y hacerle creer que una imagen holográfica se está moviendo de verdad, se necesita un mínimo de sesenta actualizaciones por segundo. Lo que implica un cúmulo de datos de alrededor de doce billones de bits por segundo. Los anteriores programas de ITR no daban más que uno o dos segundos de imágenes interactivas en movimiento, y aun así temblaban bastante. Pero utilizando LEMON, el nuevo programa de compresión de datos de la Yu Corp, y un tratamiento en paralelo, descubrimos la forma de simular las prestaciones de un chip terahertziano y dar al programa de ITR un aspecto tan real como la vida misma. El único problema era que el programa elaborado por nosotros no podía seguir ese ritmo. Hideki trataba de encontrar cierto equilibrio para conseguir una imagen más fluida.
– ¿Vas a ejecutar el programa ahora, Bob? -preguntó Kenny, un tanto sorprendido-. ¿Crees que es buena idea?
– Es lo mejor que se me ocurre para saber si funciona.
– Supongo que tienes razón. Pero voy a echar una mirada por el atrio, a ver si hay alguien rondando por ahí.
– ¡Ah, bien pensado! -rió Beech-. El programa de ITR puede darle un susto mortal a cualquiera. Y ya hemos tenido bastantes emociones por hoy.
El centro médico presbiteriano Queen of Angels de Hollywood, en la North Vermont Avenue, se encontraba al norte de la Hollywood Freeway, no lejos de New Parker Center. Allí era donde se realizaban las autopsias de la Brigada Criminal cuando el índice de asesinatos en la ciudad era aún más alto que de costumbre y en el Hospital General del Condado no había espacio para más cadáveres.
Curtis y Coleman ya habían ido cuatro veces en aquella semana, y para ganar tiempo asistían a dos autopsias: la de un joven gángster negro asesinado a tiros y la de Hideki Yojo.
Lo del tiroteo era bastante simple. A Roo Evans, de veinte años y con el tatuaje de una chica de Playboy que identificaba a su banda, lo había perseguido en coche una banda rival por la Harbor Freeway. Cuando le dieron alcance, cerca del Centro de Congresos de Los Angeles, le dispararon once balas de nueve milímetros en el pecho.
Tras la primera autopsia, Curtis y Coleman habían ido a la sala de policías a beber un café mientras esperaban que la doctora les anunciaría que estaba lista para abrir a Hideki Yojo.
– ¿Cómo lo hace?
– ¿Quién?
– Janet. La doctora Bragg. Dos seguidas. ¡Joder, ha destripado a ese chico como si fuera una puñetera trucha!
– No ha tenido que hacer nada especial -observó Curtis-. Once balas del nueve. Esos tíos no querían que se les escapara. Con una Glock. Como la tuya, Nat.
– ¿Es que sospechas de mí?
– ¿Siempre has llevado una del nueve con doble cargador?
– Consejo de mi mamá. Nunca fui buen tirador, así que pensé que sería mejor tener algo que soltara mucho plomo.
Se abrió la puerta y una atractiva mujer negra de mediana edad asomó la cabeza por el umbral.
– Estamos a punto de empezar, caballeros -anunció Janet Bragg, y le tendió a Curtis un frasquito de aceite de eucalipto.
Curtis desenroscó el tapón y se untó un poco bajo las aletas de la nariz. Nathan Coleman hizo lo mismo y encendió un cigarrillo como medida de protección adicional.
– Dile el aspecto que tienen los pulmones de un fumador cuando los tienes en la mesa de disección, Janet -dijo Curtis cuando salieron al pasillo.
– Pues es algo digno de verse -admitió ella, sin cargar las tintas-. Aunque el olor es insoportable. Como a ceniceros concentrados.
Bragg iba vestida como si trabajase en una fábrica de hamburguesas: mono blanco, botas de goma, cofia de plástico, gafas de protección, delantal, gruesos guantes de goma.
– Qué guapa estás hoy, Janet -dijo Coleman-. Hmm. Me gustan las mujeres que saben cómo vestirse para excitar a un hombre.
– Ya que hablas de eso -dijo Bragg-, había semen en los calzoncillos del cadáver.
– ¿Se corrió en los calzoncillos antes de morir?
En la sorpresa de Coleman había una nota de asco.
– Desde luego, no se corrió después -apostilló Curtis-. Eso seguro.
– No es raro en casos de estrangulamiento.
– ¿Ha sido eso, entonces? -preguntó Curtis-. ¿Lo han estrangulado?
Bragg abrió una puerta compuesta por dos membranas transparentes que conducían a una estancia amplia y fría.
– Pronto lo sabremos.
El cuerpo desnudo de Yojo yacía en un frigorífico cercano a una mesa de disección de acero inoxidable. Curtis había visto trabajar muchas veces a Bragg y sabía que no necesitaba ayuda para trasladar el cadáver a la mesa. Unos rulos que había bajo la rejilla perforada de la mesa le permitieron poner a Yojo sobre la mesa con una sola mano; realizó la maniobra con la consumada destreza del prestidigitador que retira el mantel de debajo de una mesa con los cubiertos puestos. Luego ajustó la altura y puso en marcha un aparato de extracción de aire conectado a un conducto de evacuación bajo la mesa. En un extremo había una pila para biopsias con dos grifos mezcladores de manivela y un tubo flexible terminado en una ducha de teléfono. Abrió los grifos y el tubo de la ducha.
Cuando estuvo preparada, Curtis accionó una cámara de Super-8 para filmar la autopsia. Comprobó el foco y dio un paso atrás para ver el trabajo de la doctora.
– Signos clínicos habituales de asfixia, pero no hay marcas en el cuello -observó Bragg girando de un lado a otro la cabeza de Yojo-. Difícil decir cómo lo han estrangulado.
– ¿Quizá con una bolsa de plástico en la cabeza? -aventuró Curtis.
– No me atosigues, Frank -replicó ella, y cogió el escalpelo.
El procedimiento de la autopsia había cambiado muy poco en los veinte años que Frank Curtis llevaba trabajando en la Criminal. Tras examinar el exterior del cuerpo en busca de alguna anomalía o traumatismo, las incisiones principales siempre eran las mismas. Una en forma de Y a partir de las axilas, cada brazo de la letra cruzando el pecho hasta el final del esternón; y otra que seguía desde ese punto de unión hasta el bajo vientre y la zona genital. Janet Bragg trabajaba rápido, ligando las arterias de la cabeza, cuello y brazos, y canturreaba una melodía mientras se preparaba a extirpar los órganos para su posterior disección.
La melodía se convirtió en la letra de una canción de Madonna.
– ¡Fiesta-a! ¡Todo irá muy bien! ¡Fiesta-a!
– Me encantan las mujeres que trabajan con alegría -dijo Curtis.
– Una se acostumbra a todo.
Extirpó los órganos del pecho, los puso en una cubeta de plástico y repitió la operación con los del abdomen, depositándolos en otra cubeta. Los órganos siempre se extraían por grupos, para determinar cualquier anomalía en sus relaciones funcionales. Luego cogió la sierra eléctrica y empezó a abrir la bóveda craneana de Hideki Yojo.
Curtis buscó con la mirada a Nathan Coleman y lo encontró sentado frente a una mesa de trabajo, examinándose un cabello por el microscopio.
– Mira, Nat, igual que pelar un huevo duro -observó cruelmente-. ¿O eres de esos chalados que golpean la parte de arriba y van quitando trocitos de cáscara?
Coleman trató de no oír el ruido de la sierra.
– No como huevos -repuso con calma-. No soporto el olor.
– ¡Qué sensible eres!
– ¡Coño! -jadeó Bragg. Lo que vio al extirpar la bóveda la dejó pasmada por primera vez desde hacía años.
– ¿Qué es?
– Nunca he visto… -dijo, con una mueca de excitación-, nunca he visto una cosa así.
– No te hagas de rogar, Janet.
– Espera un momento.
Cogió una cucharilla y, maniobrando en el interior de la cabeza de Yojo, extrajo el contenido del cráneo y lo dejó caer en su mano.
– ¿Qué has encontrado?
Nathan Coleman se levantó y se puso al lado de Curtis, frente a la mesa de disección.
– Si no lo viese con mis propios ojos, no lo creería.
Colocó un objeto del tamaño de una pelota de tenis sobre una bandeja quirúrgica y se irguió, sacudiendo la cabeza. Era una cosa oscura, pardusca y de aspecto crujiente, como si la hubieran metido en aceite hirviendo.
– ¿Qué coño es eso? -jadeó Curtis-. ¿Un tumor?
– No es un tumor. Lo que están viendo, caballeros, es lo que queda del cerebro de este hombre.
– ¡Me estás tomando el pelo!
– Echa una mirada al cráneo, Frank. No hay nada dentro.
– ¡Joder, Janet! -exclamó Coleman-. ¡Si parece una jodida hamburguesa!
– Demasiado hecha para mi gusto -comentó Curtis.
Bragg puso el cerebro en la balanza. Pesaba menos de ciento cincuenta gramos.
– Pero ¿qué le ha pasado? -preguntó Curtis.
– Hasta ahora sólo lo había visto en los libros -reconoció Bragg-, pero diría que ha sufrido un ataque epiléptico agudo. Hay un síndrome sumamente raro que se llama status epilepticus. La mayoría de los ataques epilépticos duran unos minutos, pero en algunos casos se prolongan más de, digamos, treinta minutos, o si se suceden varios con tal rapidez que no hay recuperación entre los intervalos. El cerebro trabaja a tal ritmo que se fríe dentro del cráneo.
– ¿Un ataque epiléptico puede haber hecho eso? Pero ¿y lo de la eyaculación?
– Una fuerte excitación eléctrica del cerebro puede causar toda una asombrosa serie de sensaciones y emociones, Frank. La erección y el orgasmo pueden ser un corolario de la excitación del hipotálamo y de las zonas septales cercanas. -Asintió con la cabeza-. Eso es lo que debió de pasar. Sólo que nunca lo había visto, hasta ahora.
Curtis sacó el bolígrafo y tocó con él el cerebro frito, como si fuese un escarabajo muerto.
– Status epilepticus -repitió con aire pensativo-. ¿Qué te parece? Pero ¿qué puede haberle causado un ataque de esa magnitud? ¿No sientes curiosidad? Tú misma has dicho que es un hecho bastante insólito.
Ella se encogió de hombros.
– Puede haber sido cualquier cosa. Un tumor intercraneal, un neoplasma, un absceso, una trombosis de las venas superficiales. Trabajaba con ordenadores, ¿no? Pues a lo mejor ha sido por estar siempre con la vista fija en la pantalla. Ésa podría ser la causa. Investigad su historial médico. Quizá tuviese alguna dolencia que mantenía oculta. En las condiciones en que está el cerebro, yo ya he hecho todo lo posible. Lo mismo daría seccionar una suela de zapato, porque esa mierda no va a decirnos nada más.
– Muerte natural -informó Mitch-. La oficina del forense acaba de comunicarlo. Un ataque epiléptico. Muy agudo, según parece. Hideki tenía cierta predisposición a la epilepsia. Era sensible a la luz y el ataque fue provocado por el monitor de su ordenador. Al parecer, sabía que no debía acercarse a una pantalla de televisión. -Se encogió de hombros-. Pero, por otro lado, ¿qué podía hacer, si la informática era su vida?
Se había encontrado con Ray Richardson en las escaleras del estudio. Richardson se dirigía al aeropuerto y llevaba una abultada cartera y un ordenador portátil. Su Gulfstream le esperaba para conducirlo a Tulane, donde iba a presentar a los decanos de la universidad sus planos para una nueva Facultad de Derecho inteligente.
– Lo comprendo -repuso Richardson-. Supongo que si los médicos me dijeran que ni mirase un edificio nuevo, tampoco les haría caso.
Mitch asintió pensativo, no muy seguro de que él hubiera hecho lo mismo.
– ¿Me acompañas al coche, Mitch?
– Claro.
Mitch suponía que la turbada expresión de Richardson tenía que ver con la muerte de Yojo, pero sólo acertaba en parte.
– Quiero que hables con nuestros abogados, Mitch. Diles lo que le ha sucedido a Yojo. Y será mejor que también llames a la compañía de seguros. Por si a algún hijo de puta se le ocurre presentar una querella. Mientras no hayamos terminado el edificio, se nos echarán encima a nosotros, no a la Yu Corporation.
– Ha sido muerte natural, Ray. No pueden hacernos responsables en modo alguno.
– No se pierde nada con explicar todas las circunstancias a un abogado -insistió Richardson-. Yojo se quedaba a trabajar hasta tarde, ¿no? A lo mejor viene alguien diciendo que se lo deberían haber impedido. ¿Entiendes lo que estoy haciendo, Mitch? Intento pensar como algún cabrón de mierda de abogado. En la putada que trataría de hacernos. En el argumento que esgrimiría para achacarnos la responsabilidad. ¡Joder, cómo odio a esos cabrones!
– Yo no se lo diría a los de la Facultad de Derecho de Tulane -le aconsejó Mitch.
– ¡Valdría la pena, coño! -rió Richardson-. Bueno, haz esas llamadas, por favor.
Mitch se encogió de hombros. Sabía muy bien que discutir con su jefe era imposible. Pero Richardson notó su expresión y asintió con la cabeza.
– Mira, sé que piensas que me pongo un poco paranoico con estas cosas, pero sé lo que me digo. En este momento tengo dos juicios pendientes. Mi ex criada me ha demandado por la crisis nerviosa que dice que sufrió cuando la despedí por no cumplir su horario de trabajo. Un cabrón que invité a cenar a mi casa me reclama daños y perjuicios porque una espina de pescado se le atascó en la garganta. Y antes de que te des cuenta, Allen Grabel intentará sacar tajada.
– ¿Grabel? ¿Has sabido algo de él?
– No, no, hablo en teoría. Pero ¿quién me asegura que no se querellará conmigo por despido indirecto? Ese tipo me odia a muerte. Tenías que haberle oído cuando se largó. Dijo que quería verme muerto. Estuve a punto de denunciarle a la policía. Quiere perjudicarme, Mitch. Me sorprende que todavía no me haya llamado algún abogado.
Salieron por la parte trasera del edificio, donde aguardaba el Bentley. Richardson tendió a Declan la cartera y el ordenador y se quitó la chaqueta antes de subirse al asiento de atrás. No cerró la puerta. Eso era cosa del chófer.
– El viernes entierran a Yojo -le informó Mitch-. En Forest Lawn.
– Nunca voy a los entierros. Ya lo sabes. Sobre todo en esta ciudad. La vida ya es demasiado corta. Y tampoco quiero que vaya nadie de la oficina. El viernes es día de trabajo. Al que vaya, que le descuenten de las vacaciones el tiempo que esté ausente. Manda una corona, sí lo crees necesario. Puedes poner mi nombre en la tarjeta, si quieres.
– Gracias, Ray. Estoy seguro de que a él le habría gustado.
Richardson ya estaba marcando un número en el teléfono móvil.
Cuando Declan cerró la puerta del Bentley, Mitch esbozó una tenue sonrisa. Casi deseaba que el que hubiera muerto fuese Ray Richardson. Los que asistieran a su entierro se alegrarían de considerarlo como vacaciones. Lo raro era que aún no hubieran contratado a un asesino a sueldo para eliminarlo. Si un sobre circulara por la oficina para hacer una colecta destinada a esa causa tan meritoria, se recogerían varios miles de dólares. Y quizá incluso alguien se ofreciera a hacerlo gratis.
Vio cómo se alejaba el coche. Luego dio media vuelta y se dirigió al fondo de la terraza. Había días en que el humo y la niebla se extendían por la ciudad en una densa capa semejante a hielo seco que cubría hasta la lejana silueta de los edificios. Pero aquel día la atmósfera estaba relativamente limpia y la vista de Mitch abarcaba unos doce kilómetros de la parte occidental de Los Angeles. Distinguía fácilmente los rascacielos: el Arco Towers, el First Interstate, el Microsoft Building, el Crocker Center, el Library Tower, el edificio de la SEGA. Pero no había ninguno como la Parrilla. Parecía surgir del terreno como una criatura recién nacida, blanca y reluciente, para algún fin no revelado aún a los habitantes humanos de la ciudad. El edificio le daba la impresión de ser algo casi móvil, hasta el punto de que parecía expresar la esencia misma de Los Ángeles: su libertad.
Mitch sonrió al recordar el artículo que Joan había escrito para el lujoso folleto plateado que la empresa había editado a fin de promocionar sus edificios y los proyectos que tenía en marcha. ¿Qué era lo que decía? En general, la mayor parte de lo que escribía era ridiculamente ampuloso. Y prodigaba de manera irritante la palabra genio en relación con su marido. Pero en esa ocasión una frase en concreto le había llamado la atención.
«¡Feliz el mundo en que se levantan esos edificios!»
Quizá la alusión literaria no fuese tan exagerada, pensó. Era un edificio que verdaderamente representaba un nuevo futuro.
Siempre que Sam Gleig tenía turno de noche se presentaba en la oficina de obras de la séptima planta, a fin de enterarse de si había instrucciones especiales para él y comprobar quién se quedaba trabajando. Habría obtenido el mismo resultado telefoneando desde la oficina de seguridad de la planta baja, pero con doce horas de soledad por delante Gleig prefería un poco de contacto humano. Mantener una pequeña conversación con quien estuviese por allí. Charlar un poco. Luego se alegraba de haberlo hecho. De noche, la Parrilla era un sitio abandonado. Además, aquella noche tenía curiosidad por enterarse del dictamen oficial sobre la muerte de Yojo.
En un esfuerzo por mantenerse en forma, Gleig solía evitar el ascensor y subía por la escalera. Los escalones eran de vidrio, para dar la máxima luminosidad a la caja de la escalera, y de noche la luz eléctrica le daba el color de una piscina. La escalera del cielo. Así la llamaba Gleig. Hombre de convicciones religiosas, nunca subía la escalera sin pensar en el sueño de Jacob ni repetirse el texto del Génesis: «Y despertó Jacob de su sueño y dijo: Ciertamente Jehová habita en este lugar, y yo no lo sabía. Y tuvo miedo y dijo: ¡Cuán terrible es este lugar! Verdaderamente ésta es la casa de Dios, y la puerta del cielo.»
En la oficina encontró a Helen Hussey, la aparejadora, y a Warren Aikman, el maestro de obras, que estaban guardando sus cosas en las carteras y preparándose para marcharse.
– Buenas noches, Sam -le saludó cordialmente Helen.
Era una pelirroja alta y esbelta, de ojos azules y muy pecosa. A Gleig le caía muy bien, porque siempre tenía una palabra cortés para todo el mundo.
– Buenas noches, señorita Hussey -contestó él-. Buenas noches, señor Aikman.
– Sam -gruñó el maestro de obras, demasiado cansado hasta para hablar-. Ah, vaya día. Menos mal que ya se ha terminado.
Instintivamente se ajustó la corbata con el emblema de su universidad, se pasó la mano por el pelo gris y vio que seguía teniéndolo lleno de polvo: consecuencia de inspeccionar el techo de la planta decimosexta mientras los obreros estaban instalando el aislante en el suelo del piso de arriba. Como representante personal de la Yu Corporation en la obra, Aikman debía inspeccionar periódicamente las obras y presentar un informe completo y detallado de todas las incidencias, refiriendo a Mitchell Bryan o a Tony Levine cualquier discrepancia entre los planos y el acabado del edificio. Pero la frustración de Aikman tenía más que ver con Helen Hussey que con la interpretación de los detalles arquitectónicos. Pese a haberle dicho, más o menos, que estaba enamorado de ella, Helen seguía negándose a tomarle en serio.
– Bueno -dijo Sam-, ¿quién se queda trabajando esta noche?
– ¿Qué te he dicho, Sam? -le reprendió ella-. Pregúntaselo al ordenador. Abraham está programado para saber quién se queda trabajando y dónde. Tiene cámaras y sensores térmicos para ayudarte.
– Sí, lo sé, pero es que no me gusta hablar con una máquina. Resulta un poco frío. Es importante un poco de contacto humano, ¿entiende lo que quiero decir?
– Yo preferiría hablar con una máquina antes que con Ray Richardson -declaró Aikman-. Al menos hay una remota posibilidad de que la máquina tenga corazón.
– No quisiera molestarlos.
– No nos molestas para nada, Sam.
Sonó el teléfono de Aikman. Contestó y, al cabo de unos momentos, se sentó a su escritorio y escribió una nota. Tapando el teléfono con una mano, miró a Helen Hussey y dijo:
– Es David Arnon. ¿Puedes esperar un momento?
Aliviada por la oportunidad de bajar al coche sin tener que luchar para que Aikman le quitara las inquietas manos de encima en el ascensor, Helen sonrió y sacudió la cabeza.
– No puedo -musitó-. Ya voy con retraso. Te veré mañana.
Aikman hizo una mueca de irritación y asintió con la cabeza.
– Sí, David. ¿Tienes los datos ahí?
Helen se despidió de él agitando los dedos y se encaminó al ascensor en compañía de Sam Gleig.
– ¿Han dicho ya lo que le pasó al señor Yojo?
– Al parecer sufrió un ataque epiléptico agudo -contestó Helen.
– Lo que yo pensaba.
Subieron al ascensor y le dijeron a Abraham que los llevara al aparcamiento.
– ¡Pobre hombre! -añadió Sam-. Una verdadera lástima. ¿Cuántos años tenía?
– No lo sé exactamente. Treinta y tantos, supongo.
– ¡Maldita sea!
– ¿Qué pasa, Sam?
– Acabo de acordarme de que me he dejado el libro en casa. -Se encogió de hombros con aire de disculpa-. En un trabajo como éste hay que tener algo para leer. Y no soporto la tele. Contamina.
– Pero tienes un ordenador, Sam. ¿Por qué no usas la biblioteca electrónica?
– La biblioteca electrónica, ¿eh? No sabía que existiese una cosa así.
– Es muy fácil de utilizar, de verdad. Muy sencillo. Funciona como una especie de tocadiscos automático. No tienes más que seleccionar en el ordenador el icono de la biblioteca multimedia y aparece una lista con los índices de todos los textos disponibles en el disco. Elige el índice y luego el título, y el ordenador te ejecutará el disco. Claro que la mayoría son libros de referencia, pero todos son interactivos, con fragmentos de audio y vídeo. La «Guía cinematográfica» de Variety es estupenda. Créeme, Sam, es muy divertido.
– Pues gracias, señorita Hussey. -Sam sonrió cortésmente-. Se lo agradezco mucho.
Se preguntaba si realmente era posible leer algo en aquella biblioteca: por la forma en que se lo había descrito, parecía otra manera de ver la televisión. Al salir de la cárcel había jurado no volver a ver la tele en su vida.
La siguió con los ojos hasta que subió al coche y luego se dirigió al atrio, donde el piano estaba tocando un Impromptu de Schubert al estilo de Murray Perahia. Aunque le gustaba la música, Gleig siempre se ponía nervioso al ver las teclas, que tocaban como si alguien estuviese sentado en el taburete. Y más ahora que Hideki Yojo había muerto. Aún se estremecía al pensar en aquellos ojos morados. Epilepsia. Vaya forma de morir.
La muerte era un tema frecuente en los pensamientos de Gleig. Sabía que era debido a la soledad de su trabajo. A veces, haciendo la ronda por el edificio, tenía la impresión de estar encerrado en un enorme mausoleo. Con la inquietud de la muerte y la forma de morir, y con tanto tiempo disponible, se había convertido en una especie de hipocondriaco. Pero más que la idea de que él también pudiera sufrir un ataque epiléptico, le preocupaba no saber nada en absoluto de la epilepsia ni de los síntomas que la anunciaban. En cuanto tuvo ocasión, accedió a la enciclopedia de la biblioteca electrónica.
Seleccionó con el ratón el índice correspondiente. Hubo una breve pausa y, luego, una fanfarria de trompetas de Aaron Coplan hizo que le diera un vuelco el corazón.
– Bienvenido a la Enciclopedia -dijo el ordenador.
– ¡Maldita sea, Máquina, no hagas eso! -exclamó nerviosamente-. ¡Casi me cago del susto!
– La fuente de información que abarca todos los ámbitos de la historia y el saber humanos de todos los tiempos y lugares. Sencillamente, tiene ante usted el más completo archivo de informaciones que existe en el mundo. Los títulos de las entradas están ordenados de la A a la Z según el alfabeto de la lengua inglesa.
– ¡Increíble! -gruñó Gleig.
– La lista alfabética no tiene en cuenta los signos diacríticos ni las letras extranjeras que no tienen correspondencia en inglés.
Gleig se encogió de hombros, sin saber si su anterior comentario había sido crítico o no.
– Los títulos que empiezan con un número, como 1984, la novela de George Orwell, se sitúan en el orden correspondiente a sus letras: Mil Novecientos Ochenta y Cuatro. Cuando haya elegido la entrada que desea, podrá acceder a cualquier referencia cruzada o curiosear entre los innumerables temas relacionados con la misma. Teclee ahora el tema que haya elegido, por favor.
Gleig pensó un momento y luego, tímidamente, escribió:
HEPILESIA
– El tema que ha elegido no existe. Quizá lo haya escrito mal. Pruebe de nuevo.
EPILESIA
– No, tampoco está bien. Bueno, le sugiero lo siguiente. Si busca información sobre una enfermedad del sistema nervioso caracterizada por paroxismos durante los cuales el paciente cae inconsciente al suelo, con espasmos musculares generalizados y a veces soltando espuma por la boca como un perro rabioso, vulgarmente denominada «alferecía», la palabra que necesita aparecerá en pantalla correctamente escrita. Si es éste el tema que busca, confirme su elección tecleando sí.
¿EPILEPSIA?
Sí
Casi al momento, Gleig se encontró viendo una película que mostraba a un hombre tendido en el suelo, agitado por incontrolables sacudidas y soltando espumarajos por la boca.
– ¡Santo cielo! -jadeó-. ¡Válgame Dios! ¡Mira a ese pobre hijo de puta!
– Se calcula que entre el seis y el siete por ciento de la población sufre al menos un ataque epiléptico en la vida, y que el cuatro por ciento pasa por una fase en que es proclive a ataques recurrentes.
– ¿En serio?
Cambió la imagen y en la pantalla apareció el busto de mármol de un hombre calvo y con barba.
– El descubrimiento de la enfermedad suele atribuirse a Hipócrates.
– ¿Ése es el que se suicidó?
El ordenador no hizo caso de la interrupción.
– La epilepsia no es una enfermedad específica, sino más bien un conjunto de síntomas resultantes de una serie de condiciones que excitan sobremanera las células nerviosas del cerebro.
– ¿Como la señorita Hussey, quieres decir? -Soltó una risita lasciva-. Vaya, ésa sí que excita mi viejo cerebro, como un demonio.
El busto de Hipócrates dio paso a otras imágenes: el cerebro, un electroencefalograma, Hans Berger, el psiquiatra alemán, y Hughlings Jackson, el padre de la neurología británica. Pero lo que verdaderamente interesó a Sam Gleig fue la explicación que dio el ordenador sobre los diversos tipos de ataques, y en particular los focalizados y sus causas.
– A veces, una luz estroboscópica puede provocar una crisis sensorial focalizada; por esa razón, a las personas que padecen epilepsia fotosensible se les aconseja evitar los clubes nocturnos y los ordenadores.
– ¡Maldita sea! -jadeó Gleig al recordar la quemadura que se había hecho en el dorso de la mano con la extraña lámpara de la consola de Hideki Yojo- ¡Pues claro. No fue la pantalla del ordenador, maldita sea, sino la lámpara! ¡Estaba al rojo vivo!
Se miró instintivamente la mano. La quemadura, más o menos del tamaño de una moneda de veinticinco centavos, seguía allí. Recordando los locales nocturnos que había frecuentado de joven y el nauseabundo efecto que a veces le producían las luces destellantes, Gleig tuvo de pronto la seguridad de que podía ofrecer una explicación algo diferente de la muerte de Hideki Yojo.
– ¿Qué otra cosa puede haber sido?
Alargó la mano hacia el teléfono, pensando que debía comunicar a alguien sus sospechas. Pero ¿a quién? ¿A la poli? El ex presidiario que había en él evitaba cualquier contacto con la policía. ¿A Helen Hussey? ¿Cómo le sentaría que la llamara a su casa? ¿A Warren Aikman? A lo mejor seguía trabajando arriba. Salvo que a Sam le apetecía hablar con el maestro de obras tanto como con la policía. Delante de Aikman siempre tenía la impresión de ser una persona insignificante. El asunto podía esperar a la mañana siguiente, y entonces se lo plantearía personalmente a Helen Hussey. Además, así tendría ocasión de hablar con ella. De modo que se quedó donde estaba, curioseando
EPISCOPADO, EPISTEMOLOGÍA, ERASMO, ERNST, EROS y ESAÚ.
Allen Grabel se encontraba en el cuarto piso de la Parrilla, cerca de la sala de ordenadores. Su plan no era muy elaborado, pero sin duda sería eficaz. Para joder a Richardson, jodería el edificio. Y el mejor modo de hacerlo era joder el ordenador. Entrar ahí con un objeto contundente y causar desperfectos por un valor de cuarenta millones de dólares. A menos de matar a Richardson, no se le ocurría forma más eficaz de vengarse de él. Había querido hacerlo antes, sólo que algo se lo había impedido. Pero lo iba a hacer ahora mismo. Llevaba en la mano una chapa de acero, del tamaño de una teja, que los obreros se habían dejado en el sótano. No resultaba cómoda de manejar, pero era lo único que había encontrado y estaba resuelto a causar un estropicio. Los ángulos parecían lo bastante rígidos para romper algunas pantallas y hasta para abollar las cajas de los ordenadores. Se estaba aproximando a la pasarela cuando oyó que el piano Disklavier empezaba a tocar. Reconoció la música; era de Oliver Messiaen. Y anunciaba que alguien estaba cruzando el atrio.
Sam Gleig salió del programa multimedia poco después de la una y, puntual como un reloj, cogió su linterna Maglite para hacer la ronda de la Parrilla.
Helen Hussey tenía razón, por supuesto. No había ninguna necesidad. Lo mismo podía estar pendiente de todo desde la comodidad de su oficina. Mejor incluso. Gracias a las cámaras de circuito cerrado, por el ordenador veía y oía todo. En todos los sitios a la vez. Como Dios. Sólo que Dios no necesitaba hacer ejercicio. No tenía que preocuparse por el corazón, ni por la barriga. Dios habría tomado el ascensor. Sam Gleig subió por las escaleras.
Tampoco necesitaba la Maglite. Por dondequiera que iba, las luces se encendían cuando los sensores detectaban su calor corporal y la vibración de sus pasos. Pero llevaba la linterna de todas formas. No se era un buen vigilante nocturno sin llevar una Maglite. Era el símbolo del trabajo. Como la pistola que llevaba en la cadera.
Al aproximarse al piano, el instrumento empezó a tocar. Se detuvo a escuchar un momento. Era una música extraña y misteriosa, que acentuaba la quietud y la soledad de la noche en la Parrilla. Le puso carne de gallina. Sintió un escalofrío y sacudió la cabeza.
– ¡Qué música tan rara! -dijo en voz alta-. Prefiero a Bill Evans, sin vacilar.
Subió a pie hasta el cuarto piso y se acercó a la sala de ordenadores para ver si aún había alguien trabajando. Pero al otro lado de la pasarela luminosa la estancia estaba vacía. Docenas de lucecitas blancas y rojas destellaban en la oscuridad como una ciudad pequeña vista desde la ventanilla de un avión.
– Todo en orden, entonces -dijo-. Sólo te faltaba que hubiese otro muerto durante tu turno. Para que los cabrones de los polis te hiciesen un montón de preguntas tontas.
Se detuvo y dio media vuelta, creyendo haber oído algo. Como si alguien bajase por las escaleras que él acababa de subir. Volvió sobre sus pasos. Eso era lo malo de ser vigilante nocturno, pensó. Se oían cosas y, por un momento, se pensaba lo peor. Pero no había nada malo en ser receloso. Le pagaban por eso. El recelo evitaba que se cometiera la mayoría de los delitos.
Se dirigió al hueco de la escalera y se detuvo, escuchando. Nada. Para asegurarse, volvió al atrio y recorrió toda la planta baja. El eco de un ruido sordo lo sobresaltó. ¿Hay alguien ahí? -gritó.
Esperó un momento y luego volvió a la oficina de seguridad.
Una vez allí, se sentó frente a la pantalla y pidió al ordenador una lista de los actuales ocupantes del edificio. Sintió alivio al ver que sólo aparecía su nombre. Sacudió la cabeza y sonrió. Sería raro no oír algún ruido en un edificio de las dimensiones y la complejidad de la Parrilla.
– Probablemente el aire acondicionado, que se ha encendido -se dijo-. ¡Qué calor hace aquí dentro! Me parece que este edificio no está hecho para gente que quiere mantenerse en forma.
Se levantó y volvió al atrio, resuelto a terminar la ronda. Tenía la camisa azul pegada al cuerpo. Se aflojó la corbata y se desabrochó el cuello. Esta vez cogió el ascensor.