Capítulo 10

NO puedo creer que hable en serio -dijo Zara mientras regresaba a su habitación-. ¿De verdad espera que me quede en el palacio hasta que me case? Tengo una vida, un trabajo, una casa.

– Supongo que el rey no lo ve de esa manera – opinó Rafe, tratando de contener la risa.

Zara estaba tan molesta que ni siquiera atendió a la broma.

– ¿Te has dado cuenta de que te has pasado la mayor parte del día protestando? -preguntó él- ¿No crees que con el berrinche posterior a la cabalgata con Byron ya tuvimos bastante?

Ella se detuvo para mirarlo.

– No tenía un berrinche entonces ni tengo uno ahora. Para ti es muy fácil reírte porque no eres el que está prisionero en el palacio.

– Sin duda tus condiciones de vida son demenciales -ironizó Rafe.

Zara apretó los labios con rabia.

– No te hagas el gracioso. Sabes a qué me refiero. Tengo una vida hecha y el rey cree que debería dejarla y convertirme en su… No sé cuál es la palabra correcta.

– Hija -replicó él-. Quiere que seas su hija, con todo lo que eso implica: estar con él, conocerse, vivir en su país.

– Tengo una carrera; he trabajado muy duro para obtener mi doctorado. Tengo amigos, planes, una vida. ¿Debería dejarlo todo de repente?

– No lo sé. ¿Tanto te gustan las cosas en tu país? Comprendo que acostumbrarse a la realeza cuesta mucho, pero…

– Más de lo que supones -refunfuñó ella-. Tú puedes entrar y salir cuando te place. Incluso, puedes renunciar al trabajo cuando quieras.

Zara tenía razón y, además, Rafe adoraba que fuera tan exigente. Tenía carácter y eso la volvía mucho más atractiva.

– Piensa en las posibilidades. Quizás te guste estar aquí. Podrás ir de compras cuando quieras, lucir joyas, ir a los mejores lugares.

– Prefiero fingir que no te he oído -afirmó ella-. No puedo creer que pienses que soy tan superficial. Es ofensivo.

– De acuerdo. En tal caso, piensa en las posibilidades matrimoniales. Estoy seguro de que Hassan podría encontrar un marido perfecto para ti.

Zara se detuvo y lo miró con irritación.

– Ja, ja. Me muero de la risa. ¿Eres cómico o qué?

– Soy cómico, ¿y qué? -respondió él, con una sonrisa.

– No te lo estás tomando con la seriedad que requiere -protestó Zara, con los brazos en jarras-. Estoy hablando de que pretenden partir mi vida en trozos y acomodarlos a su antojo. No quiero que nadie me busque un marido.

Rafe tampoco quería pensar en ello. No podía soportar la idea de que Zara se casara aunque, a pesar de lo mucho que la deseaba, sabía que estaba fuera de su alcance.

– No sabes qué clase de príncipe podría proponer el rey. Y hablo de un príncipe de verdad, no de cuento.

– Sabes que eso no me importa.

– Creí que todas las niñas soñaban con casarse con un príncipe azul.

– Por si no te has dado cuenta, mi querido guardaespaldas, ya estoy bastante crecidita.

– En algunos aspectos, conservas la inocencia de una niña.

Ella echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que estaban solos y levantó la voz.

– ¿Todo esto es porque soy virgen? -dijo, con labios temblorosos-. No puedo creer que mi virginidad se esté convirtiendo en algo tan importante. No creí que fuera posible.

– Podría ser peor.

– O podría solucionar el problema. Mañana tengo una cena con Jean Paul. Tal vez, aproveche para ocuparme de mi virginidad.

– Zara, no seas imprudente -exclamó Rafe, inquieto.

– ¿Debo sumar la imprudencia a mi lista de defectos? ¿Hay algo en mí que te guste? No puedo creer que esperes que, sencillamente, me mude a vivir aquí de forma permanente -continuó Zara, mientras avanzaba por el corredor-. No sé si quiero vivir en el palacio. Ni siquiera sé si estoy lista para mudarme a Bahania. Es muy pronto, demasiado. Necesito tiempo.

Rafe hizo un esfuerzo para dejar los celos a un lado y la tomó de un brazo.

– Zara, ten cuidado. El rey cree que eres una nueva ciudadana de su país. Te considera como a un miembro de su familia y, por lo tanto, cree que tu lugar está aquí, en el palacio.

– ¿Y qué pasa si yo no quiero vivir aquí?

– Sólo digo que no tomes decisiones apresuradas. Te has pasado la vida buscando a tu familia; ahora que la has encontrado, ¿serías capaz de rechazarla?

Ella aminoró el paso y asintió.

– Entiendo lo que dices, pero tengo esta horrible sensación de estar atrapada.

Zara esperaba que Rafe tuviera alguna palabra de consuelo para ofrecerle; aun así, no le sorprendió que se quedara en silencio. Jamás había atravesado una situación semejante y, encima, era alguien a quien nunca le había gustado estar atado a nada así que no podía entender la ambivalencia que sentía.

Se separaron al llegar a la puerta de la suite. En cuanto entró, Zara oyó ruidos que provenían del dormitorio de Cleo.

– ¿Has decidido regresar a casa? -preguntó, feliz de tener a alguien de confianza con quien hablar-. Puedo imaginar qué has estado haciendo en los últimos días.

Zara entró en la habitación de su hermana pero se detuvo en cuanto cruzó el umbral. En efecto, Cleo había regresado pero, obviamente, no pensaba quedarse mucho tiempo. Sobre la cama había varias maletas abiertas y llenas de ropa. Su hermana se movía por la habitación a toda velocidad, recogiendo cosas y arrojándolas a las maletas.

– ¿Qué sucede? -preguntó Zara, angustiada.

Cleo la miró con sus enormes ojos azules ensombrecidos de emoción.

– Eres la inteligente de la familia, deberías darte cuenta de lo que sucede.

– Puedo ver que estás haciendo las maletas, ¿pero adonde vas?

– A casa.

Zara esperaba oír que su hermana se iba a vivir con uno de los príncipes. Todos ellos se habían fijado en Cleo, aunque el príncipe Sadik parecía el más interesado.

– Cleo, ¿qué estás haciendo? Creí que te estabas divirtiendo.

– He tenido unas vacaciones geniales -contestó la hermana-, pero quiero volver al mundo real. Tengo un trabajo.

– ¿Es que no quieres quedarte más tiempo?

– La verdad, no. No pertenezco a este lugar – afirmó Cleo, señalando la lujosa habitación-. Tú eres la princesa; yo sólo soy la chica de la plebe que te acompaña.

Zara se acercó a su hermana.

– No digas eso. Somos hermanas.

Cleo negó con la cabeza.

– No. Tu hermana es la princesa Sabra de Bahania. Agradezco que me hayas permitido compartir la aventura pero, en lo que a mí respecta, ha llegado a su fin.

A Zara le empezaron a arder los ojos.

– Sabrina no es mi hermana. No en mi corazón. Apenas la conozco. Cleo, te necesito aquí, conmigo.

– No me puedo quedar -aseguró Cleo, sin dejar de meter ropa en las maletas-. Estarás bien. El rey está feliz de tenerte cerca. Estarás tan ocupada aprendiendo a ser de la realeza que ni siquiera notarás que me he marchado.

Zara no entendía qué estaba pasando. Comprendía que Cleo estaba tratando de protegerse, pero no entendía por qué.

– ¿Alguien ha dicho algo que te ha ofendido? – preguntó.

– No. Todos han sido maravillosos.

– Está bien, entonces me iré contigo.

Cleo la miró con seriedad.

– No seas loca. Toda tu vida has querido un padre y ahora has encontrado uno que, además, es rey. ¿Vas a decirme que quieres huir de todo eso? Ambas sabemos que si lo haces te arrepentirás el resto de tu vida.

– Pero no quiero estar aquí sin ti…

– Lo harás bien. Tienes a esos tipos interesados en ti y hasta es probable que antes de fin de mes estés comprometida con alguno.

– No con el duque -murmuró Zara.

– Entonces con el otro.

– Lo veo difícil. Ya sabes la suerte que tengo con los hombres.

Cleo se acercó y la abrazó.

– Diría que tu suerte está a punto de cambiar -aseguró-. Sabes que te deseo lo mejor, Zara. Sin embargo, no puedo quedarme aquí. No pertenezco a este lugar. Sencillamente, no.

Zara sabía que Cleo estaba pensando en su pasado, en su infancia en la calle y en los orfanatos.

– Nada de eso importa.

– Para mí sí -afirmó Cleo-. Puedo cuidarme sola. Tengo un buen trabajo. He trabajado duro para salir adelante y me siento muy orgullosa de lo que he hecho. Así que deja que regrese a mi vida y al lugar al que pertenezco. Tú quédate aquí y aprende las reglas del protocolo real.

Zara asintió. No podía hablar porque tenía los ojos llenos de lágrimas. Sentía que estaba a punto de perder algo precioso y que no podía hacer nada para que Cleo cambiara de opinión.

La hermana sonrió con ternura y la abrazó.

– No olvides que existe el teléfono y que puedes llamarme cuantas veces quieras para mantenerme al tanto de tus andanzas.

– Lo prometo -dijo Zara, y se aferró a ella con todas sus fuerzas.


Zara apenas podía mantenerse despierta. Entre el cansancio y la aburrida conversación estaba a punto de dormirse sobre la ensalada. Parpadeó un par de veces y bebió un sorbo de agua helada para reanimarse. Por suerte, Jean Paul no parecía haber notado su falta de interés.

– Las flores pequeñas son tan hermosas -estaba diciendo el hombre.

Ella suponía que seguía hablando de los viñedos. Salvo por algunos comentarios sobre el castillo familiar, ése había sido el tema favorito de conversación de Jean Paul desde que había ido a buscarla al palacio.

– Suena adorable -murmuró Zara, por decir algo.

Justo en aquel momento, llegó el camarero con los postres. Zara tomó una porción de tarta de chocolate con la esperanza de que el azúcar le aportaría un poco de energía.

Estaba segura de que Jean Paul no podía ser tan aburrido como parecía y que probablemente sólo era que ella estaba exhausta. Había pasado las últimas dos noches caminando por el enorme dormitorio, escuchando el silencio y lamentando que Cleo se hubiera marchado. Jamás se había sentido tan sola ni tan fuera de lugar.

Trató de aclarar su mente; no era el momento de pensar en la repentina partida de Cleo. Había salido con un francés muy guapo, adinerado y experto en vinos y viñedos. Tenía que tratar de disfrutar de la velada que, por lo menos, era mucho más íntima que el paseo con Byron. Esta vez sólo estaba custodiada por Rafe que, sentado a una mesa cercana, trataba de no escuchar la conversación.

– Tienes que venir a Francia -dijo Jean Paul-. En otoño, así te librarías de los turistas.

– Haces que todo suene muy mágico -afirmó ella.

– Recuerdo los otoños de mi infancia -comentó él-. Me encantaba correr descalzo sobre las hojas de los árboles que cubrían el suelo. La esencia de aquellos días me acompaña hasta el día de hoy. Solía ir con mi pequeño perro al arroyo que había detrás de la casa…

Jean Paul había iniciado otra de sus largas peroratas y Zara no pudo evitar la tentación de echar un vistazo a su reloj. Hacía más de dos horas que estaban cenando y él había pasado la mayor parte del tiempo hablando de sí mismo. Lo único que le había preguntado era si estaba de acuerdo en que su casa parecía el paraíso. Zara se preguntaba si la veía como una persona o sólo como una mujer soltera supuestamente emparentada con un rey. Sospechaba que si hubiera enviado a uno de los gatos de Hassan en su lugar, Jean Paul no se habría dado cuenta.

Se sintió aliviada cuando el camarero retiró los platos y llevó la cuenta porque eso indicaba que la cena estaba llegando a su fin. Rafe iba por su tercera taza de café. Sin duda necesitaba cafeína para mantenerse alerta porque la voz monocorde de Jean Paul tenía un efecto adormecedor hasta para él.

Zara estaba a punto de levantarse de la mesa para salir cuando de pronto, Jean Paul se inclinó hacia ella y la tomó de la mano.

– Zara, eres una mujer excepcional. Me gustaría mucho hacerte mía…

Zara se quedó boquiabierta. No sabía si le estaba proponiendo matrimonio o simplemente una aventura pero, en cualquier caso, le parecía una especie de burla. No podía creer que aquel hombre creyera que la había seducido con su charla aburrida y egocéntrica

– Temo que estás malinterpretando la situación – contestó, mientras se ponía de pie.

Rafe estuvo a su lado en menos de un segundo.

– Necesito salir de aquí -afirmó Zara, haciendo caso omiso a las protestas de Jean Paul.

– Tú eres el jefe -dijo Rafe.

Acto seguido, el guardaespaldas la rodeó con un brazo y la sacó del restaurante.

Zara estaba tan aturdida por la declaración de Jean Paul que ni siquiera notó que en vez de subir a la limusina que los había traído desde el palacio, estaban caminando por las calles de la ciudad. Cuando se dio cuenta, ya estaban entrando en un pequeño bar.

El salón principal del local tenía una docena de mesas, estaba decorado con una iluminación tenue y había un trío de músicos tocando en una esquina. Rafe encontró una mesa apartada en un rincón, invitó a Zara a sentarse y se acomodó junto a ella después de hablar con uno de los camareros.

– ¿Qué tal ha estado la cena?

Zara lo miró con el ceño fruncido y, en lugar de responder, se entretuvo estudiando el telón de terciopelo rojo que adornaba el escenario y la madera tallada de las mesas. Los ventiladores del techo y el murmullo en diferentes idiomas le daban el aspecto de una escena de Casablanca.

El camarero trajo dos copas llenas de un líquido de color ámbar, las dejó sobre la mesa y se marchó.

– Es coñac -dijo Rafe-. Parece que necesitas un trago.

Ella bebió un sorbo y sintió el calor recorriéndole el estómago.

– ¿Quieres hablar sobre lo que ha pasado? -preguntó él.

– No lo sé. Tal vez -contestó Zara-. Supongo que habrás oído la estimulante charla de Jean Paul.

– Sí, aunque habría preferido no hacerlo.

– Al menos tú no estabas obligado a permanecer sentado frente a él, fingiendo interés.

– ¿Y qué ha pasado con la gran escena romántica que habías planeado?

Rafe la estaba poniendo a prueba, y Zara reconocía la intención en el tono de voz y en el brillo de los ojos.

– Creo que me habría dormido antes de llegar a ese momento -replicó y bajó la vista-. Esto es mucho más duro de lo que había pensado.

– ¿Qué parte?

– Todo. Extraño a Cleo.

– He oído que ha regresado a Estados Unidos.

– Sólo tenía dos semanas de vacaciones -explicó ella-. Yo no trabajo durante el verano, así que mi vida es menos complicada. Pero me habría gustado que se quedara, me hace bien tenerla cerca. Me siento más a salvo.

– Tranquila, no te va a pasar nada.

Zara negó con la cabeza.

– Esto no tiene nada que ver con un posible secuestro. Los dos sabemos que eso es bastante improbable. Me refiero a todo lo demás -aseguró, compungida-. Cuando era pequeña y Fiona se mudaba cada año, solía soñar con encontrar a mi padre. Siempre imaginaba que tenía una casa inmensa, con un jardín lleno de mascotas, y que se alegraba tanto de verme que me prometía que jamás volveríamos a separarnos, que ya no tendría que mudarme otra vez y que jamás volvería a ser la chica nueva en la escuela.

– ¿Y no es eso lo que ha pasado? -cuestionó Rafe.

– Sí, y es aterrador -admitió ella -. Esta noche es un buen ejemplo. ¿Por qué diablos Jean Paul ha sido tan increíblemente aburrido y después me ha pedido que fuera suya? Ni siquiera sé si me estaba ofreciendo ser su amante o si me proponía matrimonio, aunque poco importa. Lo que no puedo entender es que creyera que me iba a sentir tan halagada que aceptaría de inmediato.

– Quizás estaba poniendo todas sus cartas sobre la mesa.

Zara arqueó una ceja y lo miró con suspicacia.

– Dudo que eso sea lo que piensas de verdad.

– Tienes razón, pero sonaba bien.

– ¿Cómo se supone que voy a encajar con esta gente? -preguntó Zara -. Siempre quise encontrar mis raíces, pero no pensé que estarían tan profundamente arraigadas. El rey puede reconocer a sus ancestros a lo largo de los siglos y yo sólo quería saber quiénes eran mi padre y mis abuelos.

– ¿Debería recordarte que hay que tener cuidado con lo que se sueña?

Las palabras de Rafe le recorrieron la piel como una llamarada. Contra su voluntad, Zara se descubrió observándole la boca, los labios que tan dulcemente la habían besado. Mientras que nunca habría imaginado mantener una conversación semejante con los hombres que conocía, con Rafe se sentía cómoda y relajada.

– Supongo que tienes razón -dijo, con resignación-. Soy del tipo de mujer que anhela casarse y tener hijos y no es algo que combine muy bien con la vida de una princesa.

– Lo sabrás esta semana.

– Empiezo a arrepentirme de haber presionado al rey para hacerme los análisis. Ahora que está hecho, no lo quiero saber.

Él bebió un sorbo de coñac.

– Si se tratara de otra persona, diría que temes que los estudios revelen que no hay ningún parentesco. Sin embargo, a ti te preocupa que lo confirmen.

– Nunca he dicho que fuera valiente -se excusó Zara, encogiéndose de hombros.

– Tu preocupación sobre cómo lidiar con un nuevo estilo de vida no es cobardía. Eres lo bastante inteligente como para ser capaz de ver las consecuencias de tus actos.

– Sí, pero ya es muy tarde. En lugar de estar a salvo en mi pequeña vida anónima, estoy en Bahania a un paso de convertirme en princesa.

– A veces, una vida grande es mejor.

– Tal vez.

Zara no estaba muy convencida de ello. Una gran vida requería de otro tipo de persona. Nunca se había considerado alguien especial y, si se confirmaba que era la hija de Hassan, de la noche a la mañana se convertiría en princesa. Esa posibilidad la estremecía.

– No quiero seguir hablando de esto -dijo, mientras observaba los rasgos de Rafe con detenimiento-. Por cierto, ¿cómo es que un buen chico estadounidense se ha convertido en una especie de jeque?

Rafe sonrió con picardía.

– Nunca le digas a un hombre que es un buen chico. Odiamos que nos definan de ese modo.

– De acuerdo, entonces cambio la pregunta. ¿Cómo ha hecho un macho valiente como tú para convertirse en jeque?

– Salvé la vida al príncipe Kardal -respondió él. Zara se inclinó hacia adelante, sorprendida.

– ¿Cómo? No, espera… Primero háblame del príncipe Kardal. ¿Quién es?

– Es el esposo de Sabrina -bromeó-. Esta bien, te diré la verdad… pero esto es confidencial, Zara. No puedes revelarle esta información a nadie.

Los ojos azules de Rafe se oscurecieron. Ella sintió que estaba a punto de conocer un dato secreto que podía salvar al país de su destrucción. Por un segundo pensó en la posibilidad de decirle que no quería saberlo; no obstante, se dejó ganar por la curiosidad.

– Lo prometo -afirmó.

– Habrás oído la leyenda sobre la ciudad secreta que hay en la frontera entre El Bahar y Bahania. La historia es tan antigua como este país y habla de un pueblo de nómadas y de una ciudad llena de tesoros robados de todo el mundo.

– Recuerdo que leí algo al respecto. Creo que incluso he visto un documental sobre el tema. Hay muchos textos sobre la ciudad, pero no hay pruebas reales de que exista.

– La Ciudad de los Ladrones es real y existe en la actualidad -aseguró Rafe-. Kardal es el príncipe de los ladrones, el último de una larga saga de reyes del desierto. Antes de que se construyeran las carreteras nuevas, los viajeros temían ser atracados y los nómadas les ofrecían protección a cambio de un precio. En caso de que se negaran a pagar, les robaban todas sus pertenencias. Pero cuando se empezó a explotar el petróleo, rápidamente comprendieron que podían obtener mucho más dinero de la tierra que del robo. Ahora, la Ciudad de los Ladrones está llena de yacimientos petrolíferos y, combinando las viejas costumbres con las nuevas tecnologías, mantenemos el orden.

– ¿Hablas en serio? -preguntó Zara, anonadada.

Rafe asintió.

– Me parece increíble -comentó ella-. Es como si de repente me dijeran que la Atlántida existe.

– Y que sólo seguirá existiendo mientras no la descubran…

– Ten por seguro que no diré nada -se comprometió Zara-. Nunca traicionaría tu confianza. Pero, ¿cómo llegaste allí?

– Te he contado la verdad antes. Trabajaba para una organización de seguridad. El príncipe Kardal nos contrató y cuando el trabajo se terminó, me quedé. Un año más tarde, era el nuevo jefe de seguridad de la ciudad. Un día estábamos en el desierto y fuimos atacados. Le salvé la vida a Kardal y, como agradecimiento, me hizo jeque.

Rafe se enrolló las mangas de su camisa y Zara le vio una pequeña marca en la muñeca. Se inclinó hacia adelante para estudiar mejor el intrincado diseño.

– ¿Qué es esto?

– El escudo de la Ciudad de los Ladrones. Llevo la marca del príncipe. Además, tengo tierras, ganado y una fortuna que, aunque modesta en comparación con las arcas reales, me permitirá vivir tranquilo por mucho tiempo. También me ofrecieron que eligiera a la mujer que se me antojara, pero rechacé la oferta.

– ¿Una mujer? -exclamó ella-. ¿Te ofrecieron una mujer?

– ¿No te encanta este lugar? -bromeó Rafe.

– Eso es un espanto. Feudalismo puro.

– Coincido contigo. La idea me incomodaba mucho y por eso me negué a aceptarla.

Zara estaba indignada. No podía creer que le hubieran ofrecido una mujer junto con unas cuantas cabezas de ganado.

– Si estás tan tranquilo con tus camellos, tus tierras y tu fortuna, ¿por qué sigues trabajando?

– Porque me gusta lo que hago.

Acto seguido, Rafe levantó la copa y bebió un trago de coñac. Había recorrido un largo camino desde los días en el orfanato, cuando no era más que un niño asustado que se sentía espantosamente solo.

– ¿Tienes familia? -preguntó Zara.

– No. Mis padres murieron cuando tenía cuatro años y, como no tenía más parientes, quedé bajo la tutela del estado.

A él no le gustaba pensar en su pasado. Ahora era distinto, era fuerte y había aprendido a cuidar de sí mismo y a no necesitar a nadie.

– ¿Por qué no te has casado? Tiene que haber habido alguna mujer en tu vida.

– Muchas, pero no soy la clase de hombre que busca sentar la cabeza.

– Todos queremos pertenecer a algo o a alguien…

– Yo no necesito a nadie.

– Es una buena frase, pero no te creo.

Zara sonrió mientras hablaba. Una sonrisa preciosa que lo hizo pensar en besarla. Aquella noche llevaba puesto un vestido de gasa muy sencillo que le realzaba las curvas. Se le habían deslizado las gafas casi hasta la punta de la nariz y Rafe se moría de ganas de quitárselas para tocarle la cara. Quería acercarse a ella, acariciarla, abrazarla. No sólo porque la deseaba sexualmente, sino porque sentía algo más.

– ¿Y no te adoptó ninguna familia? -preguntó Zara.

– Era demasiado grande y, al parecer, no muy guapo.

– Eso no me lo creo. Seguro que eras un niño adorable.

Él había sido silencioso y retraído. Una familia se había mostrado interesada cuando tenía ocho años y había ido a pasar algunos días con ellos. Tenía tanto miedo de hacer algo mal que estaba casi paralizado. Al final del tercer día, lo llevaron al orfanato y ya no volvió a saber de ellos. Después de esa experiencia, dejó de soñar con tener una familia.

– No trates de convertirme en lo que no soy -le dijo a Zara-. No voy a cambiar por desear más o menos algo. Soy un canalla de corazón frío al que no le interesa tener un hogar. Mi casa es el lugar en el que duermo cada noche, sea dónde sea y por el tiempo que sea. No necesito más.

– No te creo ni creo que realmente pienses lo que estás diciendo. Piensas que es más fácil estar solo, pero en el fondo, quieres lo mismo que queremos todos. La necesidad de pertenencia es algo universal.

Rafe no estaba de acuerdo con ella, pero sabía que no podría convencerla de que estaba equivocada.

– No me conviertas en héroe, Zara. Me gustas y te deseo, pero jamás seré el hombre que te haga feliz.

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