Capítulo 12

ZARA se despertó en una habitación al borde del mundo. La luz del sol brillaba sobre los suelos de madera, las puertas estaban abiertas y dejaban entrar la brisa del mar. Se levantó, salió al patio y se apoyó sobre la barandilla de hierro. Desde allí podía ver el océano que rodeaba la isla y las olas golpeando contra las rocas del acantilado.

Salvo por el canto de algunos pájaros y el sonido del mar, el lugar estaba en silencio. No había sirvientes, ni miembros de la prensa, ni nada relacionado con la familia real de Bahania.

Regresó a su habitación, se duchó y después de vestirse salió a recorrer la casa a la que Rafe la había llevado la noche anterior. Como cuando el helicóptero aterrizó, ella no dejaba de llorar, no había tenido oportunidad de ver casi nada. Jamás había creído que podría tener un ataque de histeria semejante, pero eso era lo que le había sucedido.

Su dormitorio conducía a un corredor; la habitación de Rafe estaba al lado, la puerta estaba abierta y con un rápido vistazo supo que se había levantado antes que ella. Al bajar las escaleras descubrió un amplio salón con vistas al océano. A la izquierda había una cocina con un comedor y a la derecha una terraza enorme. Vio que Rafe estaba sentado a una mesa en la sombra, leyendo el periódico y tomando café. Descalza, salió a su encuentro.

– Buenos días -dijo él -. ¿Cómo te sientes?

Zara se sentó junto a él y suspiró.

– No te preocupes. No tengo la intención de repetir una escena como la de ayer.

– No estoy preocupado.

– Estás mintiendo, pero te lo agradezco -afirmó-. No puedo explicarte lo que me ocurrió en el zoco.

– Estaba ahí y sé que nadie disfrutaría de ser asaltado por una multitud enfervorizada.

– Gracias por rescatarme.

– Lamento que la situación se me haya ido de las manos. Tendría que haber prestado más atención o, sencillamente, no debería haberte llevado al mercado. No creí que la gente te reconocería tan pronto.

– Yo tampoco.

En aquel momento, apareció una mujer con una bandeja con una cafetera, dos tazones de frutas y un plato con tartas y bocadillos.

Zara se sirvió una taza de café y bebió un sorbo.

– ¿Dónde estamos exactamente?

– En una isla del Océano índico. Es la finca privada del rey de El Bahar.

– El Bahar queda cerca de Bahania, ¿verdad? – preguntó ella, frunciendo el ceño.

– Sí. Conozco al rey Givon por mis frecuentes visitas a la Ciudad de los Ladrones. Cuando ayer dijiste que necesitabas marcharte lejos, lo llamé y le pregunté si podíamos quedarnos aquí. De hecho, estamos en una de las casas pequeñas. Hay un par de residencias enormes al otro lado de la isla.

– Es lógico. Has sido muy inteligente al llamar al rey de El Bahar. Estoy segura de que si no hubiera estado tan alterada, habría hecho lo mismo.

Rafe la miró con desconcierto.

– ¿Qué?

Zara suspiró resignada y explicó:

– Mi vida ha cambiado tanto que tengo un guardaespaldas que es lo bastante amigo de un monarca como para pedirle favores personales. Creo que prefiero no saber cómo conseguiste el helicóptero.

– Eh, tú eres la princesa, así que no creo que tengas derecho a retarme.

– Tienes razón.

Acto seguido, Zara tomó un bocado de bizcocho y ronroneó complacida. Mientras Rafe daba cuenta de su desayuno, ella aprovechó para contemplar el agua. Le costaba hacerse a la idea de que estaba en una isla en medio del Océano índico. Seis semanas atrás había estado calificando los exámenes finales en su pequeña casa de Washington. Hasta entonces, el mejor plan que tenía era ir a ver una película al centro o viajar cada quince días a Spokane para pasar un fin de semana con su hermana.

– Creo que no puedo hacerlo.

– ¿Podrías ser más específica? -reclamó Rafe.

– Me refiero a todo esto. Adaptarme, ser feliz, vivir en Bahania.

– Perderías mucho si te marcharas.

– ¿Por qué mi padre no puede ser un tipo normal? -preguntó, angustiada-. Un banquero o un electricista. No sé, alguien común y corriente.

– Lo siento, pero tu padre es un rey.

El pánico se apoderó de ella.

– ¿Cuándo tenemos que regresar?

– Cuando tú lo decidas -declaró él-. He hablado con Hassan esta mañana. Le gustaría que lo llamaras cuando te sientas mejor. Sólo para asegurarse de que estás bien. He logrado convencerlo de que necesitas un par de días para acostumbrarte a todo lo que está pasando y está dispuesto a darte tiempo para que te adaptes a la situación.

– Gracias.

Zara tenía ganas de tomarlo de la mano. No sólo como una muestra de gratitud, también porque Rafe se había convertido en el sostén de su nueva y vertiginosa vida. Mientras lo tuviera cerca, sabía que estaría a salvo.

– ¿Entonces podemos quedarnos un tiempo aquí?

– Creo que necesitarás al menos dos semanas para relajarte y arreglar las cosas -afirmó él.

A Zara le parecía una idea maravillosa, sólo le preocupaba una cosa.

– ¿Y qué pasará con tu otro trabajo? ¿No deberías regresar a la Ciudad de los Ladrones?

– Kardal puede hacerlo sin mí. Nos quedaremos aquí hasta que sepas qué es lo que quieres hacer.


Zara se acomodó en la tumbona y bebió un sorbo de té helado. Mientras miraba al hombre que nadaba en la piscina pensó que podría acostumbrarse a esa vida.

Como siempre, Rafe era un experto en todo lo que hacía y un nadador notable. La visión de su cuerpo semidesnudo moviéndose con gracia en el agua era una provocación brutal para las hormonas de la princesa.

Se suponía que ella también necesitaba hacer ejercicio, pero se cansaba de sólo pensar que tendría que levantarse de su asiento. En la última semana no había hecho mucho más que comer, dormir, tomar el sol y dar largas caminatas con Rafe. Salvo por un pequeño grupo de sirvientes, estaban solos en la isla. Hablaba diariamente con su padre y había llamado un par de veces a Cleo. Además de eso, no había tenido ningún contacto con el mundo exterior.

– Estás muy seria, ¿en qué piensas? -dijo Rafe mientras salía de la piscina.

El jeque no llevaba nada más que un bañador. Tenía un cuerpo adorable y Zara pensó que se moría de ganas de hacer el amor con él aunque suponía que su traje de baño de una pieza no era la prenda ideal para avivar el deseo de un hombre.

– Sólo disfruto de mi vida lejos de la locura – contestó-. En cambio, tú te debes estar aburriendo.

– No. Ésta es mi idea de unas vacaciones perfectas.

Acto seguido, Rafe se sentó cerca de ella. Zara se enderezó y se volvió para mirarlo de frente.

– ¿No estás listo para volver a trabajar con el príncipe Kardal?

– No estoy en un apuro -aseguró él -. ¿Te preocupa lo que Kardal pueda pensar?

– No, para nada. Sólo me preguntaba si solías tener tiempo libre. Da la impresión de que eres alguien que disfruta de estar ocupado.

– No me tomo muchas vacaciones, pero cuando lo hago, suelo pasar un mes en lugares como éste -dijo y echó un vistazo a su alrededor-. Bueno, no exactamente como éste.

– Sé a qué te refieres.

– Cuando me mude, buscaré alguna isla apartada y descansaré un tiempo.

Zara frunció el ceño.

– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Por qué te mudarías?

– Siempre lo hago. Me gusta cambiar.

Ella no podía imaginarse en una situación semejante porque la rutina le resultaba muy cómoda.

– ¿Estás buscando un trabajo lejos de la Ciudad de los Ladrones?

– Tal vez -afirmó Rafe y bebió un sorbo de té-. Llevo un par de años allí y debería empezar a pensar en encontrar algo nuevo.

– Pero te gusta ese lugar.

– No soy de los que buscan raíces.

– De ningún tipo -replicó ella, con cierta ironía-. No lo entiendo. ¿Nunca has querido ninguna de las cosas normales? ¿Una esposa, hijos, estabilidad? ¿Por qué no te has casado?

– No creo en los finales felices -declaró.

– ¿Qué?

Él se encogió de hombros.

– No puedes crecer como yo lo hice y pensar que todo va a estar bien.

Zara recordó lo que le había contado de su pasado. Había quedado huérfano siendo demasiado pequeño como para seguir necesitando a sus padres, pero demasiado grande como para que lo adoptaran. Nadie le había dado un hogar y, probablemente, no se había sentido amado desde que sus padres habían muerto.

– ¿No ha habido ninguna chica que te haya hecho desear quedarte?

– No.

Zara se estremeció. Para ella, Rafe era una fuerza estable en su vida. Sin embargo, por lo que decía estaba ansioso por irse de allí, y eso no parecía exactamente la fórmula de la felicidad.

Acto seguido, se puso las gafas, se incorporó y fue hasta el borde de la piscina. Se sentó sobre la piedra caliente y metió los pies en el agua. Estaba dolida y no podía explicar por qué. Sabía que su pena tenía que ver con Rafe y con la soledad que había conocido, pero había algo más. Se entristeció al darse cuenta de que él no sólo se resistía a tener una aventura con ella por el trabajo, sino porque el amor atentaba contra su forma de vida. Rechazaba la única cosa con la que Zara había soñado toda su vida: echar raíces. No quería amor ni proyectos compartidos.

En aquel momento, Zara comprendió que se había estado engañando al pensar que Rafe estaba interesado en ella. Se había sentido reconfortada, seducida y a salvo con él y para ella, esas acciones habían tenido un significado especial aunque, al parecer, para él no había sido nada importante. La idea resultaba tan desconsoladora que prefería no pensar en ello.

Rafe vio el temblor en los hombros de Zara y supo que la había herido, aunque no podía decir por qué. Por un segundo, fantaseó con la idea de decirle que ella era la única persona que lo había hecho pensar en la posibilidad de romper sus reglas; que su autenticidad, su dulzura y su habilidad para hacerlo reír lo habían hecho flaquear. No obstante, sabía que dejarse llevar por ese impulso sería desastroso para ambos.

Zara se metió en la piscina y maldijo al sentir el contraste entre el agua fría y el calor del sol de la tarde.

– Podrías haberme advertido que la piscina era un iceberg -protestó.

– No sabía que fueras tan delicada.

Ella trató de salpicarlo pero la silla de Rafe estaba demasiado lejos. De todas maneras, la broma había servido para hacerla sonreír y alejar el brillo de preocupación de sus ojos. Rafe le recorrió el cuerpo con la mirada. El bañador de una pieza no dejaba lugar a la imaginación. Podía ver cada curva, cada línea exquisita y sensual. Los pequeños senos de Zara se apretaban contra la tela y lo hacían desear arrancarle el traje para acariciarla. Podía verle la silueta de los pezones, y le ardían los labios por la necesidad de lamer y mordisquear aquellos preciosos círculos rosados.

La última semana había sido un infierno para él. Estaban solos y la deseaba con desesperación, pero no podía tenerla. No podía dormir porque sabía que ella estaba cerca. Los sirvientes se iban todas las tardes, así que se quedaban completamente solos. Lo único que lo mantenía lejos de la cama de Zara era la certeza de que ella se merecía a alguien capaz de darle lo que quería y él sólo podía prometerle una noche de pasión. Para muchas, habría sido suficiente, pero Zara merecía mucho más.


Rafe sabía que no debía beber si quería evitar caer en la tentación. Sin embargo, cuando Zara le ofreció vino en la mesa, levantó la copa y aceptó gustoso.

Estaba preciosa. Se había recogido el pelo y llevaba las gafas puestas. Las lentillas le quedaban muy bien, pero Rafe adoraba ver cómo se acomodaba las gafas cuando se le deslizaban por la nariz. Llevaba puesto un vestido sin mangas y los dos botones que tenía desabrochados en el escote permitían ver la sombra que se le dibujaba entre los senos. Tenía la piel bronceada, estaba descalza y sonreía con naturalidad. Parecía una diosa sensual, escapada del paraíso de las tentaciones. Rafe sentía que el deseo lo estaba llevando al borde de la locura.

Le habría gustado convencerse de que tanta tensión se debía a que llevaba mucho tiempo sin estar con una mujer; que su necesidad era circunstancial y que no había nada por qué preocuparse. Pero sabía que estaba mintiendo. Quería a Zara en su cama; otro cuerpo no habría servido para calmar su sed. Necesitaba saborearla y respirar el suave perfume de su feminidad. Se moría por tenerla cerca y por entrar en ella una y otra vez.

Zara se recostó contra el respaldo de la silla y sonrió.

– Se te ve muy concentrado, ¿en qué piensas?

– En ti. ¿hasta qué punto eres virgen?

La pregunta la tomó por sorpresa.

– ¿Me estás pidiendo detalles?

– Sí, quiero saber hasta dónde has llegado, cuántas veces. Ese tipo de detalles.

A ella se le aceleró el corazón.

– De acuerdo. Empecemos por aquella vez en el coche de Billy, cuando tenía diecinueve años. Llevábamos saliendo algún tiempo y él tenía una mano sobre mi blusa -relató Zara y bebió un poco de vino para armarse de coraje-. Quise sentarme sobre él y, sin querer, apoyé un pie en el volante. El claxon empezó a sonar sin parar y Billy tuvo que desconectar la batería.

– ¿Estás bromeando?

– No. Es total y absolutamente cierto. Te he dicho que tengo muy mala suerte con los hombres. Al menos, sexualmente. Aquélla fue la última vez que salí con Billy. Supongo que estaba enfadado porque le había dañado el coche y algo avergonzado. Antes de que ocurriera el accidente, él me había desabrochado los pantalones y me había tocado ahí durante unos segundos.

– ¿Ahí?

– Sabes bien a qué me refiero.

– Sí. ¿Con quién más saliste?

– Con Steve. Salimos durante un tiempo y, de hecho, él solía tocarme ahí, pero era muy bruto y no me gustaba -confesó-. No obstante, quería saber de qué se trataba así que seguimos adelante. Eso fue un par de años después de lo de Billy. Steve vivía en un apartamento diminuto, aunque por lo menos era suyo. Estábamos en la cama, a punto de desnudarnos cuando, de pronto, llegaron sus padres.

Zara hizo una pausa y cerró los ojos mientras recordaba la humillación que había sentido.

– Él les había dado la llave y le estaban trayendo la ropa limpia -continuó y miró a Rafe con indignación-. ¿Puedes creer que llevaba la ropa sucia a casa de sus padres y ellos se la traían cuando estaba limpia? En fin, el tema es que sus padres nos interrumpieron y su madre me llamó a un aparte para decirme que Steve había roto hacía muy poco con su novia, después de cinco años de noviazgo, y que yo no era más que una aventura pasajera. Después de eso, no lo vi más. El problema no era que siguiera enamorado de su ex novia, sino que sus padres se entrometían demasiado en su vida.

Rafe la miraba con atención.

– La verdad es que no sé qué decirte.

– Lo sé -dijo ella y suspiró-. Es muy triste. Hubo un par de hombres más y todos con resultados igualmente desastrosos. Después, apareció Jon, pero ya te he hablado de él. Además de eso, he tenido algunas relaciones cortas que se terminaban cuando los tipos se enteraban de que era virgen.

Zara respiró hondo y lo miró ilusionada.

– Supongo que no estás preguntando porque has cambiado de opinión, ¿o sí?

Rafe vaciló un momento antes de contestar.

– Debes saber que eres una tentación irresistible -afirmó, casi gruñendo-. Estamos en esta maldita isla solos; te pasas el día prácticamente desnuda y te paseas ante mí como si nada.

Zara jadeó por lo injusto de la acusación y porque la excitaba ver la pasión encendida en los ojos de Rafe.

– Yo no me paseo ante ti semidesnuda. Mi bañador de una pieza es muy conservador. Distinto sería si tuviera pechos enormes y no llevara sostén.

Rafe se puso de pie abruptamente y salió al balcón. Se aferró a la barandilla con fuerza y contempló el mar.

– No puedo echarle la culpa al vino porque ni siquiera he terminado la primera copa.

Zara estaba confundida e ilusionada.

– ¿La culpa de qué?

Él se volvió para mirarla y Zara pudo ver que estaba muy excitado y que el pantalón comenzaba a convertirse en una cárcel para su sexo erecto.

– No me mires así -dijo Rafe, en voz baja.

– ¿Así? ¿cómo?

– Como si pudiera salvar al mundo.

– Ah. No estaba pensando en nada de eso -aseguró ella-. Estaba pensando en que tal vez podríamos jugar al jeque peligroso y la chica del harén. Salvo por mis parientes, eres el único jeque al que conozco…

A él le temblaba la mandíbula. Zara no podía creer que aquel hombre maravilloso, guapo y poderoso, la deseara de verdad.

– Esto no puede significar nada -declaró él, mientras se acercaba a la princesa.

– Por supuesto que no.

– Zara, necesito que entiendas que no quiero mantener una relación sentimental.

Rafe siguió avanzando. Estaba tenso y excitado y Zara lo deseaba con una intensidad que jamás había sentido.

– No habrá sentimientos -prometió-. Sólo sexo, sin complicaciones.

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