RAFE estuvo a punto de gemir. Se acababa de meter en un buen problema.
Proteger a la realeza no era algo nuevo para él; desde hacía tres años estaba encargado de la seguridad del príncipe Kardal. Pero proteger a la nueva hija del rey, a quien sin duda se convertiría pronto en su preferida, era asunto bien distinto. Sobre todo, porque el concepto proteger, aplicado a aquel caso, significaba sin lugar a dudas que el rey quería que se asegurara de que no mantuviera relaciones complicadas con nadie. Por ejemplo, relaciones sexuales.
Aquello significaba una complicación doble porque desde el principio se había sentido atraído por ella. Y ahora, no tendría más remedio que controlar sus emociones e impedir que la libido se impusiera a su sentido común.
Intentó protestar de nuevo, pero el rey insistió.
– Solamente será algo temporal -dijo otra vez-. Soy consciente de tus responsabilidades con mi yerno.
Cleo se echó hacia atrás su rubia melena y dijo:
– Lo que está diciendo tu padre es que Rafe tendrá que cuidar de ti a toda costa. En cambio, yo podría ser secuestrada por terroristas y torturada y a nadie le importaría en absoluto.
Hassan sonrió.
– No, te equivocas. Rafe también se encargará de ti -dijo-. Mientras estés bajo mi techo, tu seguridad es tan importante para mí como la de Zara. Además, eres la hermana de mi querida hija.
Zara parecía tan vulnerable que el rey se acercó a ella y la abrazó una vez más.
– Te dejo en manos de tu guardaespaldas. Rafe se encargará de hacer los preparativos para que vengáis a vivir a palacio. Estoy deseando que vengas.
Cuando Hassan se marchó, Cleo negó con la cabeza.
– Esto es sorprendente. Es como si estuviéramos en una película…
Rafe deseó que Cleo tuviera razón y que estuvieran en una película, pero era la maldita realidad. Consideró la posibilidad de hablar con su jefe y presentarle una queja; sin embargo, sabía que eso disgustaría al rey.
Zara se cruzó de brazos.
– No puede estar hablando en serio. ¿De verdad pretende que seas mi guardaespaldas?
– Bueno, te aseguro que estoy más que cualificado.
– No se trata de tu valía profesional, Rafe, sino de un simple asunto de sentido común. ¿Quién querría hacerme daño a mí? Nadie sabe quién soy.
– Puede que seas la hija del rey. Y de ser así, me temo que tu mundo va a cambiar bastante. Sin embargo, sólo será una solución temporal…
– ¿Es que no tienes nada mejor que hacer?
Se suponía que Rafe estaba encargado de la coordinación de las nuevas fuerzas aéreas de Bahania, El Bahar y la Ciudad de los Ladrones, además de la seguridad del príncipe Kardal, pero las cosas habían cambiado.
– Ya has oído al rey, Zara.
Rafe sabía que el príncipe Kardal, su jefe, lo entendería. Las negociaciones entre los tres países habían llegado a un punto importante y nadie quería molestar al rey Hassan, así que él no tenía más opción que pasar las siguientes semanas asegurándose de que Zara no se metía en ningún lío. La situación no podía ser más irónica, porque se iba a ver obligado a pasar muchas horas con la primera mujer que le había interesado en varios años y ni siquiera podría tocarla.
– Míralo desde otro punto de vista -dijo Cleo-. Al menos, el rey no te ha echado a patadas. Parece muy feliz contigo.
Zara asintió.
– No sé qué pensar, pero supongo que deberíamos volver al hotel y hacer el equipaje.
– Increíble. Voy a vivir en un palacio. Y pensar que querías ir a Yellowstone en lugar de venir a Bahania…
Su hermana la miró y se dirigió hacia la salida.
– Empiezo a pensar que no habría sido tan mala idea.
– No entiendo qué significa eso de que seas mi guardaespaldas -dijo Zara, de camino al hotel -. ¿Piensas ir conmigo a todas partes?
– Sí.
– ¿Llevarás las bolsas cuando vayamos de compras al supermercado? -preguntó Cleo.
– No iréis de compras al supermercado.
– Pues debo advertirte que mi vida no es muy interesante -comentó Zara-. Te vas a aburrir mucho.
– Me las arreglaré.
Minutos más tarde llegaron a la entrada del hotel. Zara empezaba a sentirse incómoda con la perspectiva de estar todo el tiempo con un hombre tan alto y atractivo, así que dijo:
– ¿Por qué no vuelves al palacio? Nosotras podríamos tomar un taxi.
Rafe ni se molestó en contestar. La propuesta era absurda.
En cuanto entraron en el establecimiento, Rafe las acompañó a la habitación. Al llegar, él entró en primer lugar y echó un vistazo para asegurarse de que todo estaba en orden. Cleo pasó entonces y ellos se quedaron en la puerta.
– ¿Es que crees que algún comando terrorista pretende secuestrarme? -preguntó Zara, ligeramente divertida.
– Nunca se sabe. Pero en cualquier caso, no dudes que estás ante todo un profesional -declaró, mirándola con sus intensos ojos azules-. Ahora, mientras hacéis el equipaje, voy a hacer unas cuantas llamadas telefónicas. No dejéis entrar a nadie que no sea yo.
– ¿Quieres que establezcamos un santo y seña o algo así? -preguntó con ironía.
– Buscapleitos -respondió él, bromeando.
– Eso me gusta. Siempre he sido una buena chica…
– Pues mi trabajo consiste en que sigas siéndolo.
– No se lo digas a Cleo. Ella siempre se mete en problemas.
– Cleo no me preocupa tanto.
– Ya. Y dime una cosa: ¿qué pasará si no quiero vivir en palacio?
– Si eres hija de Hassan, eso es lo que debes hacer.
Zara se lo había preguntado porque no podía confiar en ninguna otra persona, así que decidió confesarle sus temores.
– Y si soy su hija, mi vida cambiará por completo… ¿verdad?
Rafe no respondió. Durante unos segundos no hicieron otra cosa que mirarse el uno al otro. Zara era muy consciente de la atracción que sentía por él, pero se sentía segura a su lado a pesar de que llevaba una pistola y de que aquella misma mañana la había encañonado con ella.
Sintió la necesidad de arrojarse a sus brazos, de apretarse contra su cuerpo y sentir los latidos de su corazón. Sin embargo, no lo hizo.
– Será mejor que hagas el equipaje -dijo él-. Habrá un coche esperando en la puerta dentro de veinte minutos.
Zara entró en la habitación y pensó que se estaba dejando llevar por sus fantasías. Los hombres nunca se habían mostrado especialmente interesados por ella, e incluso había llegado a pensar que tal vez se debía a que llevaba gafas.
– ¿No te parece increíble? -preguntó Cleo, que salía del cuarto de baño con sus cosméticos-. Vamos a vivir en un palacio… Seguro que las habitaciones son maravillosas. Lo que vimos en la visita guiada fue simplemente impresionante, y sospecho que las estancias privadas serán aún mejores. Pero, ¿qué te ocurre, Zara? No pareces muy contenta.
– Porque no lo estoy. Las cosas van demasiado deprisa.
– Sí, pero es genial.
Zara sabía que discutir con su hermana no tenía sentido. Para ella, la situación era muy sencilla: el rey de Bahania podía ser su padre y debían aprovechar la oportunidad que se abría ante ellas. En cambio, para Zara era algo bien distinto. Era un cambio de vida radical.
– Bueno, pensaré en ello más tarde -se dijo.
Comenzó a guardar sus cosas. Y cuando Rafe llamó a la puerta, diez minutos más tarde, ya estaban preparadas.
– Podemos bajar las maletas nosotras mismas – dijo Zara.
Rafe no hizo ningún caso. Abrió la puerta de par en par y enseguida aparecieron dos hombres que tomaron las maletas y las alzaron como si fueran tan ligeras como una pluma. Cleo miró a su hermana y se encogió de hombros.
– Sospecho que me acostumbraré rápidamente a la vida de los ricos -dijo la joven.
Entraron en el ascensor y Zara no se sorprendió en absoluto al ver que las esperaba otra limusina.
– Un simple coche habría sido suficiente.
– Tal vez, pero no sabía cuánto equipaje tendríais -observó Rafe.
Los dos hombres que se habían hecho cargo de las maletas, las guardaron en el portaequipajes. Después, abrieron las portezuelas de la parte delantera del vehículo. Uno de ellos se quitó la chaqueta y Zara vio que llevaba cartuchera y pistola.
– ¿Van armados?
– Es una precaución normal.
Zara pensó que tal vez fuera normal en el mundo de Rafe, pero no en el suyo. Ella sólo era una profesora de universidad de una pequeña localidad estadounidense.
– Intenta no pensar en ello -le recomendó él-. Cuando estés en palacio, no tendrás que preocuparte por esas cosas. Estarás a salvo y yo me mantendré cerca.
Zara estuvo a punto de dejarse llevar por la última frase de Rafe. Era un comentario inocente que sin embargo había adquirido significados mucho más cálidos.
Desesperada, miró el reloj. Sólo habían pasado ocho horas desde que Cleo y ella habían desayunado en el desvencijado hotel. Y sin embargo, su vida había dado un vuelco.
– Háblame de la familia real -dijo, para pensar en otra cosa-. ¿Qué pensarán de mí?
– Dudo que se sorprendan demasiado. Hassan ha tenido muchas mujeres.
– ¿Tuvo más hijos fuera de sus matrimonios?
– No, que yo sepa.
– Y tú, ¿también vas armado?
– No pienses en eso. Tienes otras cosas por las que preocuparte.
– ¿Y cuántos príncipes hay? -preguntó Cleo-. ¿Cuatro?
– Sí.
– ¿Están casados?
– ¡Cleo! -protestó su hermana-. No estamos aquí para crear problemas.
– No tengo intención de complicarle la vida a nadie. Además, ya sabes que no quiero saber nada de los hombres por el momento. Pero ésta es mi oportunidad para conocer a un príncipe de verdad, a uno de esos tipos que antes veía en las revistas -observó, antes de volver a mirar a Rafe-. ¿Son jóvenes y atractivos?
– Todos son jóvenes, entre veinticinco y treinta y cinco años. Pero no puedo hablarte de su aspecto.
– Supongo que el aspecto es poco importante cuando se es un rico heredero.
– Sospecho que les vas a encantar -dijo Zara, mirando a su hermana-. Pero procura no complicar la situación.
– Lo prometo -dijo Cleo.
Zara sabía que las promesas de su hermana no valían nada en lo relativo a los hombres. Cuando no era ella la que se buscaba los problemas, los problemas la buscaban a ella. Atraía a los hombres como si fuera un imán. Siempre estaba con alguno, y sólo recientemente, tras algunos desengaños, había decidido tomarse un descanso. Pero se preguntó si su voluntad aguantaría aquella tentación.
Avanzaron por las calles de la ciudad. El tráfico se hizo más denso a medida que se aproximaban a palacio y Zara deseó salir del coche y perderse entre la multitud.
– El rey Hassan no está casado en la actualidad, ¿verdad?
– No -respondió Rafe.
– Eso había leído en Internet. También leí que hay cinco princesas, incluida Sabrina.
– ¿Qué más leíste?
– Un poco de todo -los interrumpió Cleo -. Zara es la reina de la investigación. Podría soltarte una conferencia sobre las exportaciones de Bahania, su Producto Nacional Bruto y un montón de datos parecidos que dormirían a cualquiera.
Zara hizo caso omiso del comentario de su hermana.
– Soy profesora de universidad e investigar forma parte de mi trabajo.
– ¿Y en qué campo estás especializada?
– En estudios de la mujer -respondió Cleo-. Nuestra Zara es una especie de feminista intelectual.
– En efecto. Pero cambiando de tema, hay un asunto importante en el que debo insistir: quiero que persuadas al rey para que acepte que nos hagamos un análisis de ADN -declaró Zara-. Tenemos que asegurarnos de que soy realmente su hija.
– Ya es tarde para volverse atrás, Zara.
Cleo suspiró.
– Has deseado esto toda tu vida. Es increíble que te niegues a confiar en tu buena suerte -dijo.
– Ya. Pero pensar en encontrar a mi padre y encontrarlo son dos cosas distintas -explicó.
La limusina giró entonces para tomar un camino privado y segundos después pasó entre dos grandes puertas abiertas. Al fondo, entre los árboles, Zara pudo distinguir la silueta del palacio real de Bahania.
– Desde luego, son cosas muy distintas -añadió.
En palacio había criados, guardias y tesoros de inestimable valor. Zara seguramente lo había oído durante la visita guiada, pero no le había prestado atención. Sin embargo, ahora tenía plena conciencia de ello: avanzaba por un corredor, detrás de unos criados y ante los guardias que se apartaban a su paso.
Hasta la espontánea y despreocupada Cleo parecía cada vez más asombrada a medida que se internaban en el edificio, entre todo tipo de lujos y docenas de gatos.
Zara ya había oído hablar del amor del rey por los felinos, pero no imaginaba hasta qué punto era cierto. Sin embargo, y por suerte para todos, estaban limpios y se comportaban bien.
Al final, llegaron ante una gran puerta. La mujer que dirigía el grupo, de unos cuarenta años, la abrió y los invitó a entrar. Zara se volvió hacia Rafe y lo tomó, impulsivamente, del brazo.
– ¿Estarás cerca?
Rafe clavó en ella sus ojos azules.
– Eres mi responsabilidad. Estaré cerca y tú estarás bien, descuida.
– ¿Y si no estoy tan bien?
Él sonrió de forma amistosa y ella se estremeció.
– Vamos, entra. Seguro que te gusta tu nuevo domicilio.
– Mentiroso…
Ciertamente, ya no podía echarse atrás. Así que entró.
No se trataba de una simple habitación, sino de todo un grupo de habitaciones para ellas solas, con un inmenso salón maravillosamente decorado y balcones con vistas al mar.
– Cada una tiene su propia habitación -dijo la mujer que parecía ser la encargada del grupo de criados-. Su Alteza pensó que les gustaría compartir las mismas estancias, pero si prefieren tener suites distintas, se puede arreglar.
Zara miró a Cleo, que se encogió de hombros.
– Está muy bien así -comentó Zara.
– Y ahora, si puede indicarme dónde debo dejar sus maletas…
Zara le señaló sus dos maletas, de las que se hizo cargo un criado que las llevó a una habitación situada a la izquierda. Las de Cleo las llevaron a la derecha.
Segundos después, Zara se encontró en un gigantesco dormitorio con una cama con dosel, un gran balcón, y un mueble con televisión y DVD que estaba lleno de películas. En cuanto al cuarto de baño, parecía de otro mundo: tenía una bañera que parecía una piscina y una ducha tan grande para dar cabida a cinco o seis personas.
– Es precioso -dijo, volviéndose hacia la mujer-. Todo es precioso.
La mujer sonrió.
– Le diré al rey que le ha gustado. ¿Desea que deshagamos su equipaje?
– No, gracias, ya me las arreglaré.
La mujer hizo una pequeña reverencia y se marchó con el resto de los criados. Sólo entonces, cayó en la cuenta de que Rafe no la había seguido al dormitorio. Pero su hermana no tardó en aparecer.
– ¿Puedes creerlo? -preguntó.
– No sé qué decir -dijo Zara, mientras volvían al salón-. ¿Cómo es tu habitación?
– Ven a verla, es maravillosa… Parece salida de un sueño.
En realidad, la habitación de Cleo resultó ser muy parecida a la de Zara.
– No pienso volver nunca a casa. Esto es fabuloso. Cuando sea mayor, también quiero ser hija de un rey.
Zara rió.
– ¿Mayor? Ya eres bastante mayor. Pero espera a ver el harén…
– ¿El harén? ¿El rey tiene un harén?
– No lo sé, era una broma. No he leído nada al respecto, pero ahora que lo pienso, no me extrañaría.
– Se lo preguntaré la próxima vez que lo vea – dijo Cleo, que se había arrojado sobre la cama-. No puedo creer lo que acabo de decir… La próxima vez que vea al rey. ¿Cómo es posible que tengas tanta suerte?
Zara no respondió. Ella también estaba asombrada por el lujo, pero se encontraba muy incómoda en aquella situación.
Justo entonces, llamaron a la puerta. Pensó que sería Rafe y se sintió súbitamente animada. Pero un segundo después apareció una mujer de su edad, de su altura, casi de su constitución física y con unos rasgos que la dejaron sin habla: sus ojos, su oscuro cabello, su boca y sus pómulos eran idénticos a los de ella, aunque la recién llegada le pareció mucho más atractiva.
– Tú debes de ser Zara. Ahora sé lo que ha querido decir mi padre al afirmar que podríamos ser gemelas. Pero al menos, es evidente que somos hermanas…
– Y tú debes de ser la princesa Sabra…
La mujer asintió.
– Llámame Sabrina -dijo, mirando a su alrededor-. He oído que tienes una hermanastra… ¿Es cierto?
– Por supuesto que sí. Hola, soy Cleo.
Sabrina se volvió hacia Cleo y sonrió.
– Vaya, no os parecéis demasiado… ¿Es tuyo ese cabello o es teñido? Si es tuyo, es maravilloso…
Cleo se llevó una mano al cabello.
– Es mío. Lo llevé teñido de rojo durante una temporada, pero me gusta más así.
Las tres mujeres permanecieron unos segundos en mitad de la habitación, mirándose, sin saber qué añadir. Como siempre, fue Cleo quien rompió el hielo.
– ¿Y cómo debo llamarte? ¿Alteza?
– No, no, sólo Sabrina.
– ¿Eres realmente una princesa?
– Desde el día en que nací.
– Sin embargo, tienes acento estadounidense – observó.
– Porque pasé muchos años en California.
– ¿Y ahora vives aquí?
– Vivo bastante cerca.
Cleo se fijó en uno de sus anillos de diamantes y dijo:
– Es un anillo precioso.
– Gracias.
– ¿Va acompañado de un marido?
– Desde luego. Me lo regaló el príncipe Kardal. Llevamos un año casados -explicó Sabrina.
– Un príncipe y una princesa, como en los cuentos de hadas -comentó Cleo-. No puedo creer que estemos aquí. Estas cosas no pasan en nuestro mundo.
– ¿Y de dónde sois vosotras? -preguntó Sabrina a Zara.
– Del Estado de Washington, en la costa oeste. No de la capital.
– Zara es profesora en la universidad -intervino Cleo-. Yo vivo a unos diez kilómetros, en Spokane, donde dirijo una tienda de fotocopias.
– Y ahora, estáis en Bahania…
Sabrina lo dijo de forma amistosa, pero Zara notó un fondo extraño en su voz que no le gustó demasiado. Cabía la posibilidad de que estuviera molesta con ella. No en vano, era una completa desconocida que se había presentado en palacio diciendo que era hija del rey.
– Sé que todo esto es muy inesperado -dijo Zara-. Lo es para todas. No sé qué te ha contado el rey de nuestra presencia aquí…
– Me ha dicho que hace poco tiempo descubriste unas cartas que él escribió a tu madre y que la suya fue toda una historia de amor -explicó.
Sabrina habló con una sonrisa en sus labios, pero el brillo de sus ojos no acompañaba sus palabras. Zara se cruzó de brazos, molesta. Aquella actitud le desagradaba tanto como el hecho de que su nueva hermanastra fuera más bella y elegante y estuviera mejor vestida que ella.
– Pero todavía no entiendo cómo es posible que seáis hermanas -continuó la princesa.
Cleo se encogió de hombros.
– Fue una de esas cosas que pasan.
Cleo comenzó a contarle la historia. Un par de minutos después, Zara aprovechó la ocasión para dirigirse al balcón con intención de respirar un poco y aclarar sus ideas.
La vista, sin embargo, la dejó sin aliento. El palacio estaba rodeado de enormes y densos jardines sobre los que se cerraba, a su vez, la ciudad y el mar al fondo. Era sencillamente encantador.
Y sin embargo, estaba deseando volver a casa.
Cerró los ojos, agotada. El sol estaba descendiendo y no faltaba mucho para la puesta. Se sentía como si hubiera recorrido mil kilómetros en un solo día.
Entonces, oyó un sonido y una voz que la estremeció.
– ¿Quieres que hablemos de ello?