9 Nechaev

Al día siguiente va por los alrededores del mercado, cuando delante de sí atisba la figura rechoncha, casi esférica, de la muchacha finesa. No va sola. A su lado se encuentra una mujer alta y flaca, que camina tan deprisa que la finesa tiene que ir a saltos para no quedarse atrás.

Acelera el paso. Aunque por momentos las pierde de vista entre el gentío, no le han tomado demasiada ventaja cuando entran en una tienda. Al entrar, la mujer más alta echa un vistazo a la calle en derredor. A él le llama la atención el azul de sus ojos, la palidez de su piel. Su mirada pasa por encima de él sin detenerse.

Cruza la calle y se entretiene a la espera de que salgan de la tienda. Pasan cinco, diez minutos. Tiene frío.

La placa de latón anuncia el Taller La Fay, o La Fée, sombrerería de señoras. Abre la puerta; tintinea una campanilla. En una sala estrecha y bien iluminada, unas jóvenes de vestido gris, todas iguales, están sentadas ante dos largas mesas de costura. Una mujer de mediana edad se adelanta a recibirle.

– ¿Monsieur?

– Una conocida mía ha entrado aquí hace unos minutos; es una joven damisela. Pensé que… mira a su alrededor, recorre el establecimiento con los ojos, no hay ni rastro de la finesa ni de la otra mujer-. Lo lamento, creo que me he equivocado.

Las dos costureras más cercanas se ríen por lo bajo de su azoramiento. En cuanto a Madame La Fay, ha perdido su interés por él.

– Deben de ser las estudiantes dice con cierto desdén-. Nosotras no tenemos nada que ver con las estudiantes.

Vuelve a pedir disculpas y se dispone a marcharse.

– ¡Por ahí! -dice una voz a sus espaldas.

Se da la vuelta. Una de las muchachas señala una portezuela situada a su izquierda.

– ¡Por ahí!

Pasa a un callejón tapiado, al que no se podría acceder desde la calle. Una escalera de hierro sube a la planta superior. Titubea, pero por fin asciende.

Se encuentra en un oscuro corredor que huele a cocina. De una planta superior llega el sonido de un violín carrasposo, una melodía gitana. Sigue la música, sube dos plantas más y llega a la puerta entreabierta de una buhardilla. Llama con los nudillos. La finesa sale a recibirle. Su cara impasible no da muestras de sorpresa.

– ¿Puedo hablar con usted? dice.

Ella se hace a un lado.

El violín lo toca un joven vestido de negro. Al ver al desconocido, se detiene a mitad de una frase, mira rápidamente a la mujer más alta, recoge su gorra y, sin mediar palabra, se marcha.

Él se dirige a la finesa.

– La vi por la calle y la he seguido. ¿Podemos hablar en privado?

Ella se sienta en un sofá, pero no le invita a sentarse. Los pies apenas le llegan al suelo.

– Hable -dice.

– Ayer hizo usted un comentario sobre la muerte de mi hijo. Me gustaría saber algo más, aunque no por espíritu de venganza. Si lo pregunto, es solo por mi propio consuelo. Es decir, para mayor alivio mío.

Ella lo mira con gesto burlón.

– ¿Para mayor alivio suyo?

– Quiero decir que no he venido a Petersburgo para implicarme en ninguna clase de investigación -continúa empecinadamente-, pero una vez dicho lo que dijo usted sobre el modo en que aconteció su muerte, ya no puedo ignorarlo. No puedo quitármelo de la cabeza.

Hace una pausa. La cabeza le da vueltas, de repente se encuentra exhausto. Cierra los ojos y ve a Pavel caminando hacia él. Hay una joven a su lado, la joven con la que ha decidido casarse. Pavel está a punto de decir algo, a punto de presentarle a la joven, él está a punto de pensar: ¡bien, por fin tocan a su fin todos estos años de paternidad, por fin tiene otras manos en las que caer! A punto está de sonreír a Pavel, y en su sonrisa hay alegría, pero también alivio. Ahora bien: ¿quién puede ser la novia? ¿Puede ser esa mujer tan alta (casi tan alta como el propio Pavel), la de los ojos azules y penetrantes?

Se desembaraza de la ensoñación. La siguiente frase que va a pronunciar ya aflora en lo que le parece un monótono zumbido.

– Tengo con él un deber que no puedo ni quiero rehuir -dice.

Eso es todo. Las palabras llegan a su fin, se secan. Se hace un silencio que se alarga y se alarga más. Hace un esfuerzo por revivir la visión de Pavel con su novia, pero es nada menos que Ivanov quien acude a su mente, o al menos las manos de Ivanov, esas manos pálidas, fofas, de dedos amorcillados, que emergen como lombrices de los mitones de lana verde. En cuanto a la cara, flota empañada por una neblina azufrada, sin llegar a estabilizarse lo suficiente para que su mirada se pose en ella. La impresión que tiene, no obstante, es de una sonrisa taimada e insistente, como si el hombre supiese algo perjudicial para él, como si sobre todo quisiera hacerle saber que lo sabe.

Menea la cabeza e intenta recuperar la compostura. Pero diríase que las palabras le rehuyen. Se encuentra de pie delante de la finesa, igual que un actor que ha olvidado su papel. El silencio pende con todo su peso sobre la habitación. Es un peso o es una paz, piensa: qué paz, desde luego, si todo quedase inmóvil, si las aves del aire quedaran suspensas en su vuelo, si este gran planeta se suspendiera en un punto de su órbita. No le cabe duda: un nuevo acceso viene de camino; nada puede hacer para contenerlo. Saborea los últimos instantes de esa calma. ¡Qué pena que la calma no pueda durar para siempre! Desde muy lejos le llega un chillido que debe de ser suyo: habrá llanto y crujir de dientes, las palabras centellean delante de él, y después es el fin.

Cuando vuelve en sí es como si hubiese estado en un país lejano, como si allá lejos hubiera envejecido y encanecido. Pero lo cierto es que se encuentra en la misma habitación de antes, con una mano a medio levantar. Y las dos mujeres siguen estando con él, en las posturas que recuerda de antes, aunque la finesa tiene ahora un aire precavido.

– ¿Puedo sentarme? – murmura como si la lengua no le cupiera en la boca.

La finesa le hace sitio y se sienta junto a ella en el sofá, mareado, con la cabeza gacha.

– ¿Sucede algo? -pregunta la finesa.

Él no contesta. ¿Qué quiere decir? ¿Por qué está tan cansado en todo momento? Es como si una espesa bruma se le hubiera asentado en el cerebro. Si fuera un personaje de un libro, ¿qué diría en un momento como este, cuando está claro que es el corazón el que habla, si es que la página no queda en blanco?

– No puedo decirle -habla con lentitud, que triste y qué ajeno a todo me siento a su lado. El juego a que usted se dedica es un juego en el que yo no puedo participar. Lo que a usted la atrae, lo que tuvo que haber atraído también a Pavel, a mí no me atrae. Si he de ser sincero, me repugna.

Sin mediar palabra, la joven más alta sale de la habitación. El crujido de su vestido y el rastro de un olor a lavanda cuando pasa despiertan en él un inesperado vuelco del deseo. ¿Deseo de qué? ¿De esa muchacha? Seguro que no. Al menos no solo de ella. Si acaso, de la juventud, de lo que ha perdido para siempre, de la libertad de las ropas sueltas, de los cuerpos desnudos. Aun así, su propia reacción le turba. ¿Por qué aquí, por qué ahora? Será algo debido en parte al agotamiento, pero quizá también debido a Pavel, debido a que se encuentra en el mundo de Pavel, en el entorno erótico de Pavel.

– Me han mostrado las listas de las personas señaladas para ser ejecutadas -dice.

La finesa lo observa con los ojos entornados.

– Esas listas están en poder de la policía… Espero que se dé cuenta. Se las llevaron del cuarto de Pavel. Lo que deseo preguntar es si cada uno de ustedes tiene simplemente un determinado número de personas que asesinar, o si hay en esas listas personas en concreto que están asignadas a cada uno de ustedes, solamente a cada uno. Y, de ser este el caso, quiero saber si se cuenta con que estudien a esas personas antes de proceder, y que se familiaricen con ellas, con su vida cotidiana. ¿Las espían ustedes en sus casas?

La finesa intenta decir algo, pero él empieza a recobrar la vida, y su voz se alza sobre la de la joven.

– De ser así, ¿no se familiarizan forzosamente con su víctima más incluso de lo que sería deseable? ¿No pasan a ser como alguien que ha sido llamado de la calle, un mendigo, por ejemplo, al que se le ofrecen cincuenta kopeks a cambio de que liquide a un pobre viejo y ciego, un mendigo que toma la soga y hace el nudo corredizo y acaricia al perro para que se calme, que murmura dos o tres palabras, y que al hacerlo nota cómo fluye una corriente de sentimientos, de modo que desde ese instante y en lo sucesivo el perro y él ya no son desconocidos, y lo que tendría que haber sido un simple trabajo rápido se ha vuelto la más negra de las traiciones, una traición tal, de hecho, que el ruido que hace el perro cuando es ahorcado, cuando él lo ahorca, lo obsesiona después durante días enteros, sin que pueda olvidar ese gañido de sorpresa, que se traduce por un ¿Por qué tú? ¿No les disuadiría semejante idea?

Mientras ha estado hablando, la mujer alta ha regresado. Se ha arrodillado en la esquina más alejada de la habitación, doblando sábanas, enrollando un colchón. La finesa, por otra parte, ha recobrado plenamente la vida. Sus ojos despiden chispas, se muere de ganas de hablar. Pero él prosigue.

– Y si un simple perro es capaz de eso, ¿qué poder de obsesionarles no tendrán los hombres y las mujeres que ustedes se propongan liquidar? Me da la impresión de que por muy científicamente que se seleccionen esos enemigos del pueblo, carecen ustedes de un medio de matarlos que sea realmente eficaz, un medio que no ponga en peligro sus propias almas. Por ejemplo: ¿quién era el propuesto para ser la primera víctima de Pavel? ¿A quién tenía el deber de matar?

– ¿Por qué lo pregunta? ¿Por qué lo quiere saber?

– Porque me propongo ir a casa de esa persona y arrodillarme ante la puerta, para dar gracias de que Pavel nunca llegara hasta allí.

– Entonces, ¿se alegra de que Pavel fuera asesinado?

– Pavel no está muerto. Habría muerto, pero gracias a una inmensa fortuna huyó con vida.

Por vez primera habla la otra mujer.

– ¿No quiere venir a sentarse aquí, Fiodor Mijailovich? -le dice a la vez que señala la mesa situada junto a la ventana, en la cual hay dos sillas.

– Es mi hermana -explica la finesa.

– Hermanas, sí, pero no de los mismos padres- dice la otra. Sus risas son cómodas, naturales.

Tiene acento de Petersburgo, tiene la voz grave. Una voz adiestrada. Le invade la sensación de que la ha conocido antes. ¿Será una cantante? ¿No la conocería entonces de los tiempos en que iba a la Ópera? No, no cabe duda de que es demasiado joven para eso.

Ocupa una de las sillas; ella se sienta frente a él. La mesa es estrecha; sus pies se tocan un instante, y él cambia de postura.

Aunque ella está de espaldas a la ventana, ahora comprende por qué lleva tantísimo maquillaje. Tiene la piel totalmente picada de viruela. Qué pena, se dice, no es una belleza, pero pese a todo sigue siendo bien parecida.

El pie de ella de nuevo toca el suyo y descansa en el suelo rozándole el interior del suyo.

Una turbadora excitación le recorre el cuerpo. Igual que el ajedrez, piensa: dos jugadores frente a frente, en una pequeña mesa, ejecutan sus movimientos con toda deliberación. ¿Es esa intencionalidad lo que le excita, el pie contrario levantado como si fuera un peón y colocado frente al suyo? Y la tercera persona, el vigilante que no ve, la inocente que mira a donde no debe: ¿también desempeña su papel? Intencionalidad y relumbrón, un relumbrón que tiene visos de resultar a su manera apasionante. ¿Dónde habrán aprendido tanto de él, de sus deseos?

Una cantante, una contralto: una reina contralto.

– Usted conocía a mi hijo -dice.

– Era un mero seguidor, una mascota.

Está familiarizado con este término y le duele. Una mascota: un advenedizo en los círculos estudiantiles, útil para hacer los recados y poco más.

– Pero ¿era amigo suyo?

Ella se encoge de hombros.

– La amistad es algo afeminado. No nos hace ninguna falta la amistad.

Afeminado: ¡extraña palabra en labios de una mujer! Ya empieza a tener la sensación de que sabe más de lo que desea saber. El pie sigue apoyado contra el suyo, pero ahora hay algo inerte en su presión, inerte y pesado, amenazador incluso. Deja de ser un pie para ser una bota. Pavel no se prestaría a estos juegos. La visión de Pavel vuelve en toda su intensidad: Pavel caminando hacia él, con la joven al lado, su novia, que queda sin embargo ocluida. Pavel sonríe, y su sonrisa dimana una especie de gloria. ¡Mi amigo!, piensa. Un feroz amor le retuerce el corazón. Y esto, piensa, ¿es esto lo que he de aceptar en vez de ti, y encima conformarme?

– Si no les hace ninguna falta la amistad, Dios les asista -murmura.

Se levanta de la mesa y da la espalda a las dos mujeres. ¿Qué aspecto tendré?, se pregunta. No hay espejos a su alcance. Cuando vuelve a sentarse, las lágrimas que lo amenazaban han desaparecido.

– ¿Qué hicieron con mi hijo? -pregunta con voz apagada.

La mujer se apoya con los codos sobre la mesa y lo traspasa con su mirada azul. A través de la capa de maquillaje, en los cráteres del mentón, descubre cañones que la cuchilla no ha llegado a afeitar. Y la espesura de las cejas unidas sobre el puente de la nariz es excesiva. Cualquier mujer habría optado por depilárselas, cualquier mujer le habría dicho que lo hiciera. ¿Será la finesa también un muchacho, un chaval regordete? De golpe se siente asqueado por los dos.

Ella, o él, le habla. Es Nechaev en persona, de eso no le cabe la menor duda. El disfraz se le hace de improviso transparente. El recuerdo le llega con súbita claridad: en el vestíbulo del salón en que se celebraba el Congreso por la Paz, durante un intermedio entre dos sesiones, Nechaev a solas en una esquina, comiéndose como un lobo los bocadillos, fulminando a todos con la mirada, retador en aquella sala llena de adultos: Si, reíros si os atrevéis, reíros del pequeño colegial. Su cara tenía el aire de un colegial sorprendido en el retrete con los pantalones bajados, vulnerable, pero desafiante. Reíros, que un buen día me devolveréis lo que me pertenece.

Recuerda un comentario hecho por la princesa Obolenskaya, la amante de Mrockowski: «Puede que sea el enfant terrible del anarquismo, pero la verdad es que más le valdría hacer algo para arreglarse la viruela».

– Teniendo en cuenta lo que la policía hizo a su hijo-dice ahora Nechaev, me sorprende que no esté usted encolerizado. Ya lo dice el Evangelio: ojo por ojo, diente por diente.

– Maldito embustero, ¡eso no está en el Evangelio! ¿Qué me está diciendo de Pavel? ¿Por qué va vestido con ese ridículo atuendo?

– Espero que no haya creído usted la historia del suicido. Isaev no se quitó la vida, eso no es más que una patraña que la policía ha puesto en circulación. No pueden aplicar la ley en contra de nosotros, y por eso perpetran esta clase de repugnante asesinato. Claro está que usted debe de tener sus dudas. Si no, ¿por qué está aquí?

Toda la afectada suavidad del hombre ha desaparecido: la voz es la suya. Mientras va de un lado a otro de la habitación, el vestido azul susurra. ¿Lleva pantalones debajo, o va con las piernas desnudas? ¿Qué se sentirá al caminar con las piernas desnudas y sin embargo ocultas, rozándose una con otra?

– ¿Cree usted que no estamos todos nosotros en peligro? ¿Cree usted que lo que más me apetece es tener que esconderme por ahí, circular disfrazado por mi propia ciudad, la que me vio nacer? ¿Sabe qué se siente al ser mujer y estar sola por las calles de Petersburgo? -Levanta la voz, la cólera se adueña de él-. ¿Sabe qué cosas hay que oír? Los hombres no te dejan a sol ni a sombra, te susurran porquerías como no se podría imaginar, y nada puede hacer uno para defenderse. -Se domina. ¡Quién sabe, tal vez lo imagine usted perfectamente! Tal vez lo que le describo le resulte perfectamente familiar.

La finesa ha tomado un cuenco de patatas que apoya en el regazo a la vez que las monda. Tiene la cara en paz; más que nunca parece una abuelita.

– Empieza a hacer frío-dice.

¡Locos, están locos los dos! ¿Qué estoy haciendo aquí?, se dice. ¡He de encontrar el camino que me lleve de vuelta a Pavel!

– Por favor, repita… Repita, si es tan amable, lo que estaba diciendo sobre mi hijo -dice.

– Como quiera; permítame que le hable de su hijo. El veredicto oficial es que se suicidó. Si usted se lo cree, es verdaderamente un alma cándida, por no decir que es un alma criminalmente cándida. ¿No fue usted un revolucionario en los viejos tiempos, o me equivoco? No me cabe duda de que sabe usted perfectamente que la lucha nunca ha terminado. ¿O es que ha firmado usted la paz por su cuenta y riesgo? Los que estamos en el frente somos acosados, apresados, torturados y asesinados. Siempre hubiese dicho que usted lo sabría, y que habría escrito algo al respecto, especialmente si se piensa que la gente nunca sabrá la verdad sobre su hijo y sobre tantos otros que han sido asesinados como él, menos aún por nuestros vergonzosos periódicos rusos.

La voz de Nechaev se torna más baja, más intensa.

– Lo que le ocurrió a su hijo puede ocurrirnos cualquier día a mí o a cualquiera de nuestros camaradas. Usted dice no saber nada de esto. Pero le bastará con ir a las calles, ir a los mercados y tabernas en donde se reúne el pueblo, para descubrir que el pueblo sí lo sabe. ¡No sé cómo, pero lo sabe! Y cuando llegue el día del juicio, aquí nadie olvidará quién sufrió y quién murió por ellos, y quién no movió ni un dedo.

Cristo encolerizado, piensa: ése es el modelo en que quiere verse. El Cristo del Antiguo Testamento, el Cristo que expulsó a correazos a los usureros del templo. Hasta el disfraz resulta adecuado: no es un vestido, sino una túnica. Es un imitador, un impostor, un blasfemo.

– ¡A mí no me venga con amenazas! -le replica-. ¿Con qué derecho habla usted en nombre del pueblo? El pueblo no es vengativo. El pueblo no pasa su tiempo tramando conjuras.

– El pueblo sabe quiénes son sus enemigos, el pueblo no gasta las lágrimas en llorar a sus enemigos cada vez que estos terminan como se merecen. En cuanto a nosotros, ¡al menos sabemos qué hay que hacer! ¡Al menos lo estamos haciendo! Es posible que usted también lo supiera, pero de eso hace ya tiempo, y ahora no puede más que balbucear, menear la cabeza, llorar. Eso es una blandura. Nosotros no somos blandos, no lloramos, no perdemos el tiempo en conversaciones inteligentes. Hay cosas de las que se puede hablar y cosas de las que no se puede hablar, cosas que solo pueden hacerse cuanto antes. Nosotros no hablamos, no lloramos, no pensamos sin cesar en que por una parte tal, por otra parte cual. ¡Nosotros lo hacemos, y punto!

– ¡Excelente! Ustedes lo hacen, y punto. ¿Y de dónde obtienen sus instrucciones, me pregunto yo? ¿Obedecen acaso a la voz del pueblo, u obedecen a su propia voz, tenuemente disfrazada, eso sí, para que no sea obligatorio reconocerla?

– ¡Otra pregunta inteligente! ¡Otra pérdida de tiempo! Estamos hartos, asqueados de la inteligencia. Están contados los días que le restan a la inteligencia. La inteligencia es una de las cosas de las que hay que deshacerse. Llega el día de la gente de a pie, y la gente de a pie no se distingue por ser inteligente. La gente de a pie lo que quiere es que se hagan las cosas. Y en cuanto estén hechas las cosas, será la gente de a pie la que decida qué será cada cosa, y también decidirá si va a estar permitida esa inteligencia.

– ¡Y decidiremos si los libros inteligentes y todas esas cosas van a estar permitidas! -La finesa se suma a la conversación bastante enardecida, excitada incluso.

¿Será posible, piensa con profundo disgusto, que Pavel haya sido amigo de personas como estas, capaces de darse esas ínfulas, siempre ansiosas de azotarse hasta alcanzar ese frenesí de superioridad moral? Ese lugar es como un convento en España en tiempos de Loyola: muchachas de buena familia que se autoflagelan, que se echan a rodar por el suelo presas del éxtasis, que babean sin contenerse, o que ayunan, que rezan durante un sinfín de horas, que aspiran a ser llevadas a los brazos del Salvador. Extremistas todos ellos, sensualistas hambrientos del éxtasis de la muerte, matar o morir, lo mismo da una cosa que otra. ¡Y Pavel entre ellos!

Le estalla de pronto en las manos la idea del último momento de Pavel, del cuerpo de un joven de sangre caliente, de un ser en lo mejor de la vida, al chocar contra la tierra; la idea del aliento contenido en los pulmones, del quebrarse de los huesos, la sorpresa, sobre todo la sorpresa ante el hecho de que el final fuese real, de que no hubiese una segunda oportunidad. Por debajo de la mesa se retuerce las manos presa de esa agonía. Un cuerpo que golpea la tierra: ¡la muerte, la medida de todas las cosas!

– Demuéstreme… -dice-. Demuéstreme lo que dice sobre Pavel.

Nechaev se acerca más a él.

– Lo llevaré si quiere al lugar de los hechos. Le ofrece, y separa cada palabra con nitidez-. Le llevaré al lugar de los hechos y allí le abriré los ojos.

En silencio, se pone en pie y se tambalea camino de la puerta. Encuentra la escalera y desciende, pero se pierde al llegar al callejón. Llama al azar a la primera puerta que ve. No hay respuesta. Llama a otra puerta. Le abre una mujer de aspecto cansino, en zapatillas, y se hace a un lado para dejarlo entrar.

– No -dice-. Solo quiero saber por dónde se sale.

Sin añadir palabra, ella cierra la puerta.

Desde el final del corredor llega el zumbido de las voces. Hay una puerta abierta; entra en una estancia de techos tan bajos que parece una jaula. Se encuentra a tres jóvenes sentados en sendos sillones; uno de ellos lee en voz alta un periódico. Se hace el silencio.

– Estoy buscando la salida -dice.

– Tout droit -contesta el que está leyendo, con un gesto para que desaparezca, antes de volver a su periódico. Lee la relación de una escaramuza entre estudiantes y gendarmes delante de la Facultad de Filosofía. Levanta la mirada y comprueba que el intruso no se ha movido-. ¡Tout droit, tout droit! -le ordena. Sus compañeros se ríen.

Entonces aparece a su lado la finesa.

– Cielos, mete usted las narices en los sitios más raros -le comenta al parecer de muy buen humor. Lo toma del brazo y lo guía como si él fuese ciego, primero bajando otras escaleras, luego por un corredor sin iluminar, atestado de cajas de todos los tamaños, hasta llegar a un portón de barras que abre con facilidad. Están en la calle. Ella le tiende la mano-. Así pues, tenemos una cita -le dice.

– No. ¿Qué cita tenemos?

– Espere en la esquina de Gorojovaya con la Fontanka esta noche a las diez en punto.

– No pienso estar allí, se lo aseguro.

– Muy bien, pues no vaya. Quién sabe, a lo mejor sí que va. ¿No tiene usted sentimientos de familia? No pensará traicionarnos, ¿verdad que no?

Ella le ha hecho la pregunta en broma, como si él no tuviese realmente el poder de perjudicarles en modo alguno.

– Se lo digo, ya sabe usted, porque hay quien dice que usted nos traicionará pase lo que pase -prosigue-. Hay quien dice que usted es traicionero por naturaleza. ¿Qué piensa al respecto?

Si tuviese un bastón, la golpearía. Pero solo con las manos, piensa, ¿en qué parte se golpea un cuerpo tan redondo, tan obtuso?

– De nada sirve tener conciencia de la propia naturaleza, ¿no? -sigue ella en tono de reflexión-. Quiero decir que la naturaleza siempre nos lleva adelante, sin que importe gran cosa que nosotros lo sepamos o que lo desconozcamos. ¿De qué sirve colgar a una persona si su delito está en su naturaleza? Sería como colgar al lobo por haber devorado al cordero. Eso no cambiará la naturaleza de los lobos, ¿verdad que no? Y colgar al hombre que traicionó a Jesús tampoco sirvió de nada, ¿a que no?

– A ese no le colgó nadie -replica él con irritación-. Se ahorcó él solo.

– Lo mismo da. No sirve de nada, ¿se da cuenta? Quiero decir que es igual que lo cuelguen o que se ahorque él solo.

Algo terrible empieza a asomar al fondo de esta cháchara.

– ¿Quién es Jesús? -pregunta con dulzura.

– ¿Jesús? Cae la noche; son las dos únicas personas que hay en esa bocacalle fría y desangelada. Ella lo mira con incredulidad-. ¿No sabe usted quién es Jesús?

– Cuando dice que yo soy Judas, ¿quién es Jesús?

Ella sonríe.

– No es más que una manera de hablar -dice. Y luego, como si hablase para sus adentros, añade-: No entienden nada. -Vuelve a tenderle la mano-. A las diez en punto en la Fontanka. Si no va nadie a reunirse con usted, es que algo ha ocurrido.

Él rechaza la mano que ella le tiende y echa a andar. A sus espaldas, oye una palabra medio susurrada ¿Qué palabra es? ¿Judío? ¿Judas? Sospecha que es Judío. Extraordinario: ¿piensan entonces que esa palabra viene de ahí? ¿Y por qué ese fastidioso prurito que le conmina a no tocarla? ¿Será porque ella puede haber conocido a Pavel, porque de hecho lo ha conocido muy bien, carnalmente incluso? ¿Son las mujeres compartidas en común por Nechaev y los demás? Le cuesta trabajo imaginar a esa mujer como propiedad del común. Es más probable que sea ella la que tiene a los hombres en común. Incluso a Pavel. Se resiste a esa idea, pero luego cede. Ve a la finesa desnuda, entronizada en un lecho de cojines color escarlata, sus gruesas piernas separadas, sus brazos abiertos para que se vean bien los pechos y un vientre rotundo, sin vello, a duras penas maduro. Y ve a Pavel de rodillas, listo para ser cubierto y consumido.

Se sacude para librarse de la idea. ¡Envidiosas imaginaciones! Un padre igual que una vieja rata gris se arrastra en pos de la escena amorosa, solo por ver qué queda para él. Sentado sobre el cadáver, a oscuras, aguza el oído, royendo, atento, royendo. ¿Será esa la razón de que las escuadrillas de la policía persigan tan vengativamente a la juventud libre de Petersburgo, con Maximov, el buen padre, la gran rata, al frente de todas ellas?

Recuerda el comportamiento de Pavel después de su matrimonio con Anya. Pavel tenía diecinueve años y se obstino sin embargo en no aceptar que ella, Anna Grigoryevna, se acostara en lo sucesivo en el lecho de su padre. Durante el año en que vivieron todos juntos, Pavel sostuvo la ficción de que Anya no era más que la compañera de su padre, tal como una mujer ya vieja puede tener a una compañera, una persona que se ocupa de la casa, hace la compra, se encarga de la colada. Cuando el anunciaba, quizá después de una partida de cartas, que se iba a dormir, Pavel no permitía que Anya lo siguiera de inmediato, la retaba a otras ondas («¡Solo los dos!») e incluso se negaba a entender cuando ella, sonrojada intentaba retirarse («¡Esto no es el campo, no tienes que madrugar para ordenar a las vacas!»)

¿Son siempre iguales entre padres e hijos esas bromas que enmascaran la rivalidad más intensa que se pueda imaginar? ¿Y es esa la verdadera causa de su desolación a saber, que como han desaparecido los cimientos sobre los que estaba edificada su vida, la competición continúa con su hijo, y sus días han quedado vacíos de toda emoción? No, no es la Venganza del Pueblo Sino la Venganza de los Hijos, he ahí lo que de veras subyace a revolución, los padres que envidian a sus hijos y a sus mujeres, los hijos que urden la trama para robar los ahorros de sus padres. ¿Es eso? Menea la cabeza con fatiga.

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