4 El Traje Blanco

Ha llegado noviembre, y con él las primeras nieves. El cielo está lleno de aves acuáticas que emigran hacia el sur.

Se ha instalado en el cuarto de Pavel; en cuestión de días ha pasado a ser parte de la vida del edificio. Los niños ya no dejan de jugar para volverse a mirarlo cuando pasa, aunque todavía bajan un poco la voz. Saben quién es ¿Quién es? Es el infortunio, el padre del infortunio.

A diario se dice que tiene que regresar a la isla de Yelagin, a la tumba. Pero no lo hace.

Escribe a su mujer, a Dresde. Sus cartas son tranquilizadoras, pero están vacías de sentimiento.

Pasa las mañanas en el cuarto, mañanas completamente en blanco, que terminan por destilar su propio placer, insidioso y mortal. Por las tardes recorre las calles, aunque rehuye la zona que hay alrededor de la calle Meshchanskaya y de Voznesensky Prospekt por miedo a que alguien lo reconozca; suele hacer un alto de una hora en un salón de té, siempre en el mismo.

En Dresde acostumbraba a leer los periódicos rusos, pero ahora ha perdido todo interés por el mundo que lo rodea. Su mundo se ha contraído; su mundo le cabe ahora dentro del pecho.

Por consideración hacia Anna Sergeyevna regresa al cuarto solo cuando ha anochecido. Hasta que lo llaman a cenar, permanece sin hacer ningún ruido en ese cuarto que es y no es suyo.

Está sentado en la cama con el traje blanco sobre el regazo. No lo ve nadie. No ha cambiado nada. Siente el cordón del amor que va de su corazón al de su hijo, tan tangible como si fuera una soga. Siente que esa soga se retuerce y le aprieta el corazón. Se le escapa un fuerte gemido. «¡Sí!», susurra como bienvenida al dolor; estira las manos y da otra vuelta más a la soga.

La puerta se abre a sus espaldas. Sobresaltado, se da la vuelta, inclinado todavía sobre sus rodillas, feo, con el traje hecho un amasijo entre las manos.

– ¿Quiere cenar ya? -pregunta la niña.

– Gracias, pero hoy prefiero estar a solas.

Vuelve poco después.

– ¿Le apetece un poco de té? Se lo puedo traer yo misma.

Trae con solemnidad una tetera, un azucarero y una taza sobre una bandeja.

– ¿Es ese el traje de Pavel Alexandrovich?

Deja a un lado el traje y asiente.

Ella se planta al alcance de su mano y lo mira mientras sorbe el té. Al él vuelven a sorprenderle la finura de sus sienes y de sus pómulos, los ojos líquidos y oscuros, las cejas morenas, el cabello rubio como el maíz. Nota un atropello de emociones contradictorias, como dos olas que revientan una contra otra: el apremio de protegerla, el apremio de azotarla por el mero hecho de estar viva.

Vale más que esté encerrado, piensa. Tal como me encuentro, no soy apto para tratar con la humanidad.

Espera a que la niña diga algo; quiere que hable. Es una exigencia impensable para hacérsela a una niña, pero a pesar de todo formula su demanda. Alza la mirada hacia ella. Nada hay velado. La mira fijamente con lo que solo puede ser desnudez.

Por un instante, ella lo mira también a los ojos. Luego aparta la mirada, retrocede con perplejidad, hace una rara y torpe reverencia, y sale corriendo del cuarto.

Él se da cuenta, incluso a medida que se desarrolla, de que este es un incidente que nunca olvidará, y que incluso un buen día tal vez lo recree en sus escritos. Le embarga una vergüenza pasajera, aunque superficial y transitoria. Primero en su escritura y ahora en su vida, la vergüenza parece haber perdido poder, como si su sitio lo hubiese ocupado una pasividad ciega y amoral que no se arredra ante ningún extremo. Es como si por el rabillo del ojo viese que las nubes avanzan hacia él a una velocidad terrorífica. Son nubes de tormenta. Todo lo que se interponga en su camino será arrasado. Con temor, pero también con algo de excitación, espera a que arrecie la tormenta.

A las once en punto según su reloj, sin anunciarse, sale del cuarto. La cortina está echada a la entrada de la alcoba en que duermen Matryona y su madre, aunque Anna Sergeyevna sigue en pie, sentada ante la mesa, cosiendo a la luz de la lámpara. Cruza la habitación y se sienta frente a ella.

Tiene diestros los dedos, sus movimientos son precisos. Él aprendió a zurcir en Siberia por pura necesidad, pero nunca podría zurcir con esa gracia y esa fluidez. En sus dedos, una aguja es una curiosidad, una flecha liliputiense.

– La luz es demasiado escasa para una labor tan fina -murmura.

Ella inclina la cabeza como si fuese a decirle: lo he oído. Pero también podría haber repuesto: ¿y qué pretende que haga?

– ¿Es Matryona su única hija?

Ella lo mira directamente. A él le gusta esa mirada directa. Le gustan sus ojos, que no son ni mucho menos dulces.

– Tuvo un hermano, pero murió cuando era muy pequeño.

– De modo que entiende lo que significa…

– No, no lo entiendo.

¿Qué quiere decir? ¿Que la muerte de un niño pequeño es más fácil de soportar? Ella no se lo explica.

– Si me lo permite, le regalaré una lámpara mejor que esa. Es una pena que arruine la vista siendo aún tan joven.

Ella inclina la cabeza como si fuera a decirle: gracias por haberlo pensado, no le obligaré a cumplir la promesa.

Tan joven: ¿qué pretende decir?

Sabe desde hace algún tiempo que cuando lleguen las palabras que vienen a continuación, él no hará el menor intento por contenerlas.

– Tengo verdadera ansia por hablar de mi hijo -dice-, pero mayor es el ansia por que los otros me hablen de él.

– Era un joven espléndido -aventura ella- Lamento que lo tratásemos tan poco tiempo. Acto seguido, como si se diera cuenta de que no es suficiente, añade: A Matryona le leía cuando ella se acostaba. Ella se pasaba el día esperando el momento en que él le leyese. Los dos se tenían verdadero cariño.

– ¿Qué leían?

– Ahora me acuerdo de El gallito de oro. Cosas de Krylov. También le enseñó algunos poemillas en francés. Aún sabe recitar uno o dos.

– Es bueno que tenga usted libros en casa -Hace un gesto hacia una estantería en la que habrá veinte o treinta volúmenes-. Es bueno para una niña que está en edad de crecer, claro.

– Mi marido era impresor. Bueno, trabajaba en una imprenta. Leía mucho; la lectura era su principal recreación. Esos libros son solo unos pocos de los muchos que tenía. Cuando vivía, la casa estaba repleta de libros, ya no cabían más -titubea unos momentos-. Tenemos un libro suyo, Pobres gentes. Era uno de sus preferidos.

Se hace el silencio. La lámpara empieza a titilar. Ella baja la llama y deja en la mesa su labor. Las esquinas de la estancia se inundan de sombras.

– Tuve que pedirle a Pavel Alexandrovich que no invitase a sus amigos a su cuarto por las noches -dice ella-. Ahora lo lamento. Fue por una vez que no nos dejaron dormir; estuvieron charlando y bebiendo hasta muy altas horas de la noche. Tenían algunos amigos bastante rudos.

– Sí, era demócrata en sus amistades. Sabía cómo hablar con la gente llana de las cosas que más les importaban. La gente llana tiene hambre de ideas. Él nunca les habló con desprecio.

– Tampoco le habló a Matryosha con desprecio.

La luz es cada vez más escasa; el pabilo empieza a humear. Una salva de palabras, piensa él, restregadas allí donde más duele. Y yo ¿quiero curarme de veras?

– Era una persona muy seria a pesar de su juventud -insiste él-. Pensaba mucho en Rusia, en las condiciones en que aquí se vive. Le importaban las cosas que les importan a las gentes de a pie.

Hay una larga pausa. Un homenaje, piensa: le estoy rindiendo homenaje, por vacilante que sea, por muy tarde que llegue, y también intento que ella le rinda su homenaje. ¿Por qué no?

– Llevo algún tiempo preguntándome por lo que dijo el otro día -dice ella con aire pensativo-. ¿Por qué contó aquello de que Pavel no se despertaba a tiempo de ir a la escuela?

– ¿Por qué? Pues porque aunque no parezca ahora importante, desbarató en buena parte su vida. Debido a su incapacidad de madrugar tuve que llevarlo de escuela en escuela. Por eso no se matriculó en la universidad. Al final, se encontró aquí en Petersburgo, en los márgenes más alejados de la vida estudiantil, en donde realmente no se le había perdido nada, ya que no pertenecía por derecho propio a ese medio social. Y no era por simple pereza, no. Lo que pasaba es que era imposible que se levantara: ni a gritos, ni a sacudidas, ni con amenazas, ni con súplicas. ¡Era como proponerse despertar a un oso en plena hibernación!

– Lo entiendo. Hay niños que nunca se acostumbran a la escuela, pero no es eso. Me refería a otra cosa. Perdóneme que se lo diga, pero lo que me trastornó cuando le oí contarlo fue lo enojado que parecía estar usted con él todavía hoy.

– ¡Pues claro que estaba enojado! Su madre murió, debe de recordarlo, cuando tenía quince años. No fue fácil ocuparme yo solo de su educación. Tenía mejores cosas que hacer, antes de ponerme a convencer a un muchacho de esa edad para que se levantara a tiempo, y menos aún tratarlo con mano izquierda. Si Pavel hubiese concluido sus estudios, como todo hijo de vecino, nada de esto habría ocurrido.

– ¿De esto?

Él hace un gesto impaciente con un brazo, como si borrase de un plumazo la vivienda, la ciudad de Petersburgo, incluso la gran bóveda de la noche que se yergue sobre ellos dos.

Ella lo mira con calma y con tesón; es bajo esa mirada cuando él empieza a entender con todas sus consecuencias lo que ha dicho. Se adueña de él un temblor que empieza por la mano derecha. Se levanta y comienza a caminar por la habitación, con las manos cruzadas a la espalda. Algo viene de camino, algo cuyo nombre mismo procura rehuir. Intenta decir algo, pero le sale una voz estrangulada. Me estoy conduciendo como un personaje de libro, piensa. Pero ni siquiera le sirve de ayuda burlarse de sí mismo. Le tiemblan los hombros. Sin hacer ruido, comienza a llorar.

En un libro, la mujer reaccionaría ante su pena con una oleada de compasión. Esta mujer no actúa así. Se sienta ante la mesa, bajo la luz titilante, con la mirada huidiza y la labor en el regazo. Es tarde, no hay nadie que los vea, la niña está durmiendo.

¡Maldito sea el corazón!, se dice él. ¡Malditas emociones! ¡La piedra angular no es el corazón, ni cómo se siente el corazón, sino la muerte y cómo se siente el muchacho muerto!

En este momento accede a la más clara de las visiones, una visión en la que Pavel le sonríe, o se sonríe de su mal humor, de sus lágrimas y su histrionismo, y también de lo que se oculta bajo su histrionismo. No es una sonrisa despectiva, sino una sonrisa de amistad y de perdón. Él lo sabe, piensa: ¡lo sabe y no le importa! Le atraviesa una oleada de gratitud, de alborozo y de amor. ¡Ahora es seguro que tendré un ataque! También lo piensa, pero es a él a quien no le importa. Renuncia a contener las lágrimas; a tientas vuelve junto a la mesa, esconde la cabeza entre los brazos y suelta un alarido de pesar tras otro.

Nadie le acaricia el cabello, nadie le murmura al oído una palabra de consuelo. Pero cuando al fin alza la cabeza, a la vez que con torpeza rebusca el pañuelo en el bolsillo, es la niña, Matryona, la que se halla ante él y la que lo observa con atención. Lleva un camisón blanco; el pelo bien cepillado le cae sobre los hombros. No puede por menos que notar los pechos que despuntan tras la tela. Él intenta sonreírle, pero la expresión de la cara con que ella lo mira no cambia lo más mínimo. Ella también lo sabe, piensa. Ella sabe qué es falso y qué es verdadero; si no, con esa mirada honda se propone averiguarlo.

Se recupera. Mientras derrama las últimas lágrimas, su mirada se entrelaza con la de la niña. En ese instante pasa algo entre ellos dos, algo ante lo cual él se encoge como si le hubiera atravesado un hierro al rojo vivo. Luego, los brazos de su madre la envuelven, se oye una palabra en un suspiro, la niña se retira a la cama.

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