No había estado antes en la tienda. Es más pequeña de lo que había imaginado, oscura y de techos bajos, en parte por debajo del nivel de la calle. YAKOVLEV COMESTIBLES Y VERDURAS, reza el rótulo. Tintinea una campanilla cuando abre la puerta. Le cuesta un rato adaptar su mirada a la penumbra.
Es el único cliente. Tras el mostrador ve a un anciano con un delantal blanco y sucio. Finge examinar las existencias: sacos abiertos de alforfones, harina, alubias pintas, alfalfa para caballos. Luego se aproxima al mostrador.
– Un poco de azúcar, por favor -dice.
– ¿Eh? -dice el anciano carraspeando. Por las lentes que lleva, sus ojos parecen pequeños como dos botones.
– Querría un poco de azúcar.
Ella sale de una puerta acortinada que hay al fondo de la tienda. Si le sorprende encontrarlo allí, no lo demuestra.
– Yo atenderé al cliente, Avram Davidovich dice con calma, y el anciano se aparta a un lado.
– ¿Azúcar? -esboza una remotísima sonrisa en los labios.
– Sí, cinco kopeks.
Con destreza, dobla una hoja de papel y le da forma de cucurucho, cierra el fondo de un pellizco y vierte el azúcar a cucharadas; lo pesa y cierra el cucurucho. Tiene manos ágiles.
– Acabo de estar en la comisaría. Intenté que me devolviesen los papeles de Pavel.
– ¿Sí?
– Han surgido complicaciones que no había previsto.
– Ya los recuperará a su debido tiempo. Todo lleva su tiempo.
Aunque no hay causa que lo explique, lee en este comentario un doble sentido. Si el anciano no estuviese remoloneando detrás de ella, se acercaría más al mostrador para tomarla de la mano.
– ¿Cuánto es…?
Son cinco kopeks.
Al tomar el cucurucho, deja que sus dedos rocen los de ella.
– Me ha alegrado el día le susurra tan quedo que quizá ella no lo oye. Hace una inclinación, y otra hacia Avram Davidovich.
¿Son imaginaciones suyas, o ha visto antes en algún lugar al hombre de la pelliza de piel de cordero, al hombre de la gorra calada que, después de haberse detenido al otro lado de la calle a ver cómo unos obreros descargaban ladrillos de una carreta, se vuelve ahora igual que él en dirección hacia la calle Svechnoi?
Y el azúcar. ¿Por qué pidió azúcar, entre todas las cosas que podía haber pedido?
Escribe una nota dirigida a Apollon Maykov.
«Me encuentro en Petersburgo y he visitado la tumba», escribe. «Gracias por haberse hecho cargo de todo. Gracias también por la gran amabilidad que tuvo con P. a lo largo de los años. Estoy eternamente en deuda con usted.» Firma la nota con una D.
Sería fácil acordar un encuentro discreto, pero no desea poner en un compromiso a su viejo amigo. Maykov, generoso siempre, lo entenderá de sobra, se dice: estoy de luto, y las personas de luto rehúsan la compañía de los demás.
Es una buena disculpa, pero es mentira. No está de luto. Ni siquiera se ha despedido de su hijo, pues aún no ha renunciado a su hijo. Muy al contrario, quiere que su hijo regrese a la vida.
Escribe a su esposa: «Aún está en su habitación. Tiene miedo. Ha perdido su derecho a estar en el mundo, pero el otro mundo es frío, es tan frío como los espacios que separan las estrellas, y allí no se es bien recibido». Tan pronto concluye la carta, la rompe. Carece de sentido; es además una traición hacia lo que queda entre su hijo y él.
Su hijo está dentro de él, un niño muerto en una caja de hierro, en la tierra helada. No sabe cómo resucitar a ese niño, o bien -al final, da lo mismo- carece de voluntad para hacerlo. Está paralizado. Incluso cuando camina por la calle se considera paralizado. Todos los gestos que hace con las manos tienen la lentitud de un hombre congelado. No tiene voluntad; mejor dicho, su voluntad se ha solidificado, como una piedra que ejerce todo su peso sordo para arrastrarlo a la inmovilidad y al silencio.
Sabe qué es la pena. Esto no es pena. Esto es la muerte, una muerte que llega antes de estar en sazón, que llega no para abrumarlo y devorarlo, sino que llega simplemente para estar con él. Es como un perro que hubiese venido para quedarse a vivir con él, un perro grande y gris, ciego y sordo, y estúpido, inconmovible. Cuando duerme, el perro duerme; cuando despierta, el perro despierta; cuando sale de la casa, el perro se arrastra tras él.
Sigue pensando con pereza, pero también con insistencia, en Anna Sergeyevna. Cuando piensa en ella, piensa en ágiles dedos que cuentan monedas. Las monedas, las puntadas con que cose, ¿qué representan?
Se acuerda de una joven campesina que vio una vez a la puerta del convento de Santa Ana, en Tver. Estaba sentada con un bebé muerto en brazos, apartando de sí a las personas que intentaban arrebatarle el minúsculo cadáver, sonriendo beatíficamente, sonriendo de hecho igual que santa Ana.
Son recuerdos como hilachas de humo. Una valla de juncos en mitad de ninguna parte, gris y quebradiza, y la hilacha de una figura que se cuela entre los juncos, plana, ingrávida, la figura de un muchacho de blanco. Una aldea en la estepa, un arroyo y dos o tres árboles, una vaca con la esquila al cuello, el humo que asciende al cielo. La espalda del más allá, el fin del mundo. Un muchacho que va y viene entre los juncos, de un lado a otro, en una metamorfosis suspendida, una figura expiatoria.
Son visiones que vienen y van, veloces, efímeras. No tiene dominio de sí mismo. Con cuidado, aparta el papel y la pluma al extremo más alejado de la mesa y se sujeta la cabeza entre las manos. Si voy a desmayarme, piensa, que sea por lo menos estando en mi puesto.
Otra visión. Junto a un pozo, una figura que le acerca a los labios un cuenco de agua; él es un viajero a punto de partir; sobre el brocal, los ojos ya están abstraídos, ya están en otra parte. El roce de una mano contra una mano. El cariño de ese tacto. «¡Adiós, viejo amigo!» Y se va.
¿Por qué esta persecución lenta y pesada, campo a traviesa, en pos del rumor de un fantasma, del fantasma de un rumor?
Porque yo soy él. Porque él es yo. Hay ahí algo que pretendo aferrar: el momento previo a la extinción, cuando la sangre aún fluye, el corazón todavía late. El corazón, ese buey fiel que da vueltas a la piedra del molino, que levanta no tanto una mirada a hurtadillas, una mirada de desconcierto cuando el hacha está alzada en el punto más alto, pero acepta el golpe y se dobla sobre las patas y expira. No es el olvido final, sino el momento anterior, el momento en que llego jadeando a ti, ante el brocal del pozo, y nos miramos el uno al otro por última vez, a sabiendas de que estamos vivos, compartiendo esta vida, nuestra única vida. Todo lo que me queda por aprehender es el momento de esa mirada, una mirada de saludo y despedida al mismo tiempo, más allá de las discusiones y las súplicas «Hola, viejo amigo. Adiós, viejo amigo.» Los ojos secos. Las lágrimas hechas cristal.
Te sostengo la cabeza entre mis manos. Te beso la frente. Te beso los labios.
La regla: una mirada, solamente una; no vale mirar de nuevo. Pero yo vuelvo a mirar.
Estás junto al pozo, el viento te alborota el cabello, no un alma, sino un cuerpo rarificado, elevado a su primera, segunda, tercera, cuarta, quinta esencia, mirándome con los ojos de cristal, sonriendo con labios dorados.
Siempre vuelvo a mirar. Quedo absorto para siempre en tu mirada. Un campo de puntos de cristal que bailan y parpadean, y yo soy uno de ellos. Las estrellas del cielo, las hogueras que les responden desde la llanura. Dos dominios que se hacen señales uno al otro.
Se duerme sobre la mesa, y pasa durmiendo el resto de la tarde. A la hora de cenar, Matryona llama a la puerta, pero él no despierta. Las dos cenan sin él.
Mucho más tarde, después de que la niña se haya acostado, aparece vestido para salir a la calle. Anna Sergeyevna, sentada de espaldas a él, se vuelve ligeramente.
– Entonces, ¿va a salir? -dice ¿no tomará un poco de té antes de irse?
Hay en ella cierto nerviosismo, pero la mano que le ofrece la taza es firme.
No lo invita a sentarse. Se toma el té en silencio, de pie ante ella.
Hay algo que él desea decir, pero le da miedo no ser capaz de sacárselo de dentro, e incluso le da miedo venirse abajo otra vez delante de ella. No tiene ningún dominio de sí mismo.
Deja la taza vacía sobre la mesa y le apoya una mano sobre el hombro.
– No -dice ella sacudiendo la cabeza, apartándose de su mano- Yo no hago así las cosas.
Lleva el cabello recogido en la nuca con un pesado pasador de esmalte. Él suelta el pasador y lo deja sobre la mesa. Ahora ella ya no se resiste; menea el cabello hasta que le cae suelto sobre los hombros.
– Todo lo demás vendrá después, lo prometo dice él. Es consciente de su edad; en su voz ni siquiera nota esa mordiente de tono erótico ante la cual las mujeres en otros tiempos respondían en el acto. En cambio, hay algo a lo cual no se preocupa de dar nombre. Un instrumento resquebrajado, una voz que ha vuelto a cambiar por segunda vez-. Todo -repite.
Ella lo mira a la cara con una atención y una honradez que no dejan margen al error. Luego pone su labor a un lado. Escurriéndose entre las manos de él, desaparece tras la cortina de la alcoba.
El espera, sin saber qué hacer. No ocurre nada. Decide seguirla atravesando las cortinas.
Matryona está profundamente dormida, con los labios entreabiertos y el cabello rubio extendido sobre la almohada como un nimbo. Anna Sergeyevna tiene el vestido a medio desabrochar. Con un gesto y una mirada atravesada, en la que sin embargo hay un toque de picardía, le ordena que salga.
Él se sienta a esperar. Ella sale con la combinación, descalza. Se le marcan las venas azuladas de los pies. No es una mujer joven; no es una inocente en el acto de entregarse. Pese a todo, cuando él le toma las manos, las siente frías y temblorosas. No está dispuesta a mirarle a los ojos.
– Fiodor Mijailovich -susurra-, quiero que sepa que esto es algo que no había hecho nunca.
Lleva una cadena de plata al cuello. Con el dedo, él sigue el trazo de la cadena hasta llegar al pequeño crucifijo. Lo toma y se lo acerca a ella a los labios; cálidamente y sin titubear ella lo besa. Pero cuando él intenta besarla, ella aparta la cabeza.
– No, ahora no -susurra.
Pasan la noche juntos en el cuarto de su hijo. Lo que sucede entre ellos sucede a oscuras de principio a fin. Cuando hacen el amor, a él le asombra sobre todo el calor que desprende el cuerpo de ella. No es en modo alguno como lo había imaginado. Es como si tuviera las entrañas en llamas. A él le excita intensamente, y le excita también estar haciendo con ella algo tan férvido y tan arriesgado con la niña dormida en la habitación contigua.
Se queda dormido. En mitad de la noche, despierta junto a ella, en la estrecha cama de su hijo. Aunque está exhausto, intenta despertar en ella el deseo. Ella no le responde. Cuando se le impone, se ha convertido en algo inerte entre sus brazos.
En el acto no hay nada que él pueda llamar placer, sensación siquiera. Es como si estuvieran haciendo el amor a través de una sábana, a través de la sábana grisácea y desgarrada de su pena. En el momento del clímax, él se arroja de vuelta al sueño como si se hubiese arrojado a un lago. Al hundirse, Pavel asciende para encontrarse con él. La cara de su hijo está deformada de pura desesperación: le estallan los pulmones, sabe que se está muriendo, sabe que ya no hay ninguna esperanza, llama a su padre porque eso es lo último que puede hacer, lo último que le queda en este mundo. Esa es la visión que en su fealdad extrema se abalanza sobre él, que sale desde el vórtice de las tinieblas hacia el cual desciende desde dentro del cuerpo de la mujer. Le estalla en la cara, le posee, se acelera.
Cuando despierta ya es de día. La vivienda está desierta.
Pasa el día sumido en una febril impaciencia. Al pensar en ella se estremece de deseo igual que un joven. Pero lo que le posee no es esa douceur que sentía como un nudo en la garganta veinte años atrás. Se siente más bien como una hoja o una semilla a merced de una fuerza brutal, como una semilla alada y arrastrada por un vendaval desacordado, zarandeada hasta la náusea por encima del océano.
A la hora de la cena, Anna Sergeyevna está serena, muy dueña de sí misma, distante; limita sus atenciones a la niña, escucha con todos los sentidos la dispersa narración del día en la escuela. Cuando tiene que dirigirse a él, es cortés, pero reservada y fría. Esa frialdad no hace más que inflamarlo. ¿Cómo puede ser que las ávidas miradas que hurta al cuello de su madre, a sus labios y a sus brazos, pasen del todo inadvertidas para la niña?
Aguarda el silencio que le indique que Matryona se ha ido a la cama. En cambio, a las nueve en punto se apaga la luz de al lado. Espera otra media hora, y luego media hora más. Luego, con la vela protegida por la mano, descalzo, sale sigilosamente. La vela proyecta enormes sombras oscilantes. La deposita en el suelo y cruza hacia la alcoba.
En la penumbra adivina a Anna Sergeyevna en el lado más lejano de la cama, de espaldas a él, con los brazos graciosamente por encima de la cabeza, como los de una bailarina, con el negro cabello suelto. En el lado más próximo, acurrucada y con el pulgar en la boca, con un brazo abandonado sobre su madre, está Matryona. Tiene la inmediata impresión de que está despierta, de que lo observa a la vez que custodia a su madre, pero cuando se inclina sobre ella descubre que respira profunda y regularmente.
Susurra su nombre:
– ¡Anna!
Ella no se mueve.
Vuelve a su cuarto intentando calmarse. Existen razones muy sólidas, se dice, por las cuales esta noche tal vez prefiera dormir sola. Pero él se encuentra más allá de donde alcanza su propio poder de persuasión.
Por segunda vez llega de puntillas hasta la alcoba. Ninguna de las dos se ha desperezado. Tiene de nuevo la curiosa sensación de que Matryona lo está observando. Se acerca más.
No se equivocaba: fija la vista en dos ojos abiertos, que no parpadean. Le recorre un escalofrío. Duerme con los ojos abiertos, se dice. Pero no es verdad. Está despierta, y lo ha estado en todo momento, con el pulgar en la boca, ha estado observando cada uno de sus movimientos vigilante, sin tregua. Mientras él la mira conteniendo la respiración, a ella parecen doblársele levemente hacia arriba las comisuras de los labios en una sonrisa victoriosa, una sonrisa de murciélago. Además, tiene el brazo extendido, no abandonado, sobre la cadera de su madre. También le recuerda un ala.
Pasan juntos una noche más, después de la cual se cierra el portón. Es ella la que se acerca a su cuarto cuando ya es tarde y sin previo aviso. Una vez más, a través de ella, ingresa en las tinieblas y se adentra en las aguas donde flota a la deriva su hijo entre otros ahogados. «No tengas miedo», eso desea murmurarle. «Yo estaré contigo, yo hendiré contigo la amargura.»
Despierta abierto de piernas y de brazos sobre ella, con los labios cerca de su oído.
– ¿Sabes dónde he estado? susurra. Ella se sale de debajo de él-. ¿Sabes adonde me has llevado?
En él existe el apremio incontenible de mostrarle al muchacho, de enseñárselo en plena primavera de su poderío, con sus ojos centelleantes y su mentón preciso, con su boca deliciosa. Desea vestirlo de nuevo con el traje blanco, desea que la voz profunda y clara se oiga de nuevo saliendo de su pecho. «¡Mira qué tesoro se pierde el mundo!», desea exclamar. «¡Mira sin qué nos quedamos!»
Ella le da la espalda. Él acaricia su larguísimo muslo con apremio, de arriba abajo. Ella lo detiene.
– Debo irme -dice, y se levanta.
A la noche siguiente no regresa, permanece con su hija. Él le escribe una carta y la deja sobre la mesa. Cuando se levanta por la mañana, la vivienda está desierta y la carta sigue en su sitio, sin que nadie la haya abierto.
Visita la tienda. La encuentra en el mostrador, pero nada más verlo se desliza en la trastienda y deja que sea el viejo Yakovlev quien le despache.
A última hora de la tarde él la espera a la salida, y la sigue hasta su casa como si fuera un salteador de caminos. La alcanza a la entrada.
– ¿Por qué me rehuyes?
– No le estoy rehuyendo.
La toma del brazo. Está a oscuras, ella lleva una cesta, no se puede soltar. Se aprieta contra ella y aspira el aroma a castaño de su cabello. Intenta besarla, pero ella aparta los labios, y le roza la oreja. En la presión de su cuerpo no hay nada que le responda. La desgracia, piensa: es así como se cae en la desgracia.
Se hace a un lado, pero por la escalera de nuevo la alcanza.
– Una palabra más -dice-. ¿Por qué?
Ella se vuelve hacia él.
– ¿Es que no salta a la vista? ¿Tengo que decirlo con todas las letras?
– ¿Qué salta a la vista? Nada salta a la vista.
– Estaba sufriendo. Estaba usted suplicando.
Él se retrae.
– Eso no es verdad.
– Estaba necesitado de cariño. No hay por qué avergonzarse. Pero ahora está hecho. No le haría ningún bien seguir así, y a mí tampoco me hará bien ser utilizada de este modo.
– ¿Utilizada? ¡Yo no te estoy utilizando! ¡Nada más lejos de mi intención!
– Me está utilizando para llegar a otra persona. No se altere. Solo pretendo explicarme, no acusarlo de nada. No quiero dejarme arrastrar más lejos. Usted tiene su propia esposa. Debería esperar hasta que esté de nuevo con ella.
Su propia esposa. ¿Por qué mete a su esposa en esto? ¡Mi mujer es demasiado joven! Eso es lo que quiere decir. ¡Es demasiado joven para mi! Pero ¿cómo va a decir tal cosa?
Sin embargo, lo que ella le dice es verdad, es más verdad de lo que ella misma imagina. Cuando regrese a Dresde, la esposa que lo reciba con un cálido abrazo habrá cambiado, quedará teñida por la huella que él se lleve de esta viuda sutil y dotada del don de la sensualidad. Mediante su esposa estará intentando llegar a esta mujer, igual que a través de esta mujer intenta alcanzar… ¿a quién?
¿Le delata lo que está pensando? Con un súbito y enojado sonrojo, ella se suelta a tirones de la mano con que él la sujeta de la manga y sube las escaleras dejándolo plantado.
El la sigue, se encierra en su cuarto e intenta apaciguarse. Los latidos de su corazón van más despacio. ¡Pavel!, susurra una y otra vez, usando la palabra como un hechizo. Pero lo que llega no es la forma de Pavel, sino la de ese otro: la de Sergei Nechaev.
Ya no puede seguir negándolo: empieza a abrirse un abismo entre el muchacho muerto y él. Está furioso con Pavel, furioso por sentirse traicionado. No le sorprende que Pavel se dejara arrastrar hacia los círculos radicales, ni tampoco le extraña que no dijera ni palabra en sus cartas. Pero Nechaev es otra cuestión. Nechaev no es un estudiante exaltado, no es un joven nihilista. Es el mongol que ha quedado inscrito en el alma de Rusia, después de que el más grande nihilista de todos los nihilistas se retirase a los desiertos de Asia. ¡Y Pavel, precisamente Pavel, un simple soldado raso en su ejército!
Recuerda un panfleto que se titulaba «Catecismo de un revolucionario», que circuló por Ginebra y fue atribuido a Bakunin, aunque su inspiración e incluso su expresión fuesen claramente de Nechaev. «El revolucionario es un hombre condenado», así empezaba. «No se interesa por nada, no tiene sentimientos, no tiene lazos que le unan a nada, ni siquiera tiene nombre. En él, todo está absorbido por una pasión única y total la revolución. En las profundidades de su ser ha roto amarras con el orden civil, con la ley y la moralidad. Si sigue viviendo en sociedad, es solo con la idea de destruirla» Y más adelante decía: «No espera misericordia alguna. Todos los días está dispuesto a morir».
Está dispuesto a morir, no espera misericordia, qué fácil es decir esas palabras. ¿Qué niño podría comprender plenamente su significado? Pavel no, desde luego; puede que tampoco Nechaev, ese joven que no ama ni es amado.
Regresa ahora un recuerdo del propio Nechaev, de pie y a solas en un rincón del salón donde se celebró la recepción en Ginebra, fulminando a todos con la mirada, engullendo la comida como un lobo. Menea la cabeza, intenta suprimirlo, «¡Pavel, Pavel!», susurra llamando al ausente.
Un golpe en la puerta. La voz de Matryona,
– ¡La hora de cenar!
En la mesa hace un esfuerzo por ser agradable. Mañana es domingo: sugiere una excursión a la isla de Petrovski, donde por la tarde habrá una banda de música y atracciones de feria, Matryona está deseosa de ir. Para su sorpresa, Anna Sergeyevna consiente.
Dispone encontrarse con ellas a la salida de la iglesia. Por la mañana, cuando sale de la vivienda, tropieza con un bulto que hay en el portal, un mendigo que duerme tapado por una manta raída y mohosa. Suelta un improperio; el hombre gime y se incorpora.
Llega a San Gregorio antes de que termine la misa. Mientras las espera en el pórtico, aparece ese mismo mendigo con los ojos enrojecidos, maloliente. Se vuelve hacia él.
– ¿Es que me está siguiendo? -le interpela. Aunque no están ni a dos palmos uno del otro, el mendigo hace como que no lo oye, como que no lo ve. Molesto, le repite la pregunta. Los fieles van saliendo y los miran con curiosidad.
El hombre se aleja renqueando. A media manzana de distancia se detiene, se apoya contra una pared, finge un bostezo. No lleva guantes; hace uso de la manta bien enrollada para protegerse las manos.
Aparecen por la puerta Anna Sergeyevna y su hija. Hay una larga caminata hasta el parque, primero por Voznesenskv Prospekt y luego por la orilla de la isla de Vasilevski. Antes incluso de llegar al parque sabe que ha cometido un error, un estúpido error. El quiosco de la banda está desierto, el campo que circunda el estanque de los patinadores solo está ocupado por las gaviotas que se pasean de un lado a otro. Pide disculpas a Anna Sergeyevna -Tenemos muchísimo tiempo, ni siquiera es mediodía -responde ella con buen animo- ¿Damos un paseo?
Su buen humor le sorprende, más le sorprende que ella le tome del brazo. Con Matryona al otro lado de Anna Sergeyevna echan a caminar a paso largo por los campos. Una familia, piensa bastaría con un cuarto miembro para estar al completo. Como si le hubiese leído el pensamiento, Anna Sergeyevna le aprieta el brazo.
Pasan junto a un rebaño de ovejas apiñadas cerca de un juncal. Matryona se aproxima a ellas con un puñado de hierba, el rebaño se dispersa al verla llegar. Del juncal sale un pastor, un chiquillo, que la regaña. Por un instante es como si sus palabras fuesen demasiado duras. Luego, el chiquillo lo piensa mejor, Matryona vuelve adonde están las ovejas.
El ejercicio le da un gracioso rubor en las mejillas. Todavía llegara a ser una gran belleza, piensa él, romperá mil corazones.
Se pregunta qué pensaría su mujer. Hasta la fecha, las indiscreciones que él ha cometido han venido seguidas por el remordimiento, pisándole los talones al remordimiento, por una voluptuosa necesidad de confesar. Esas confesiones a su esposa, de expresión torturada aunque vagas en lo que se refiere a los detalles, la han confundido primero y la han enfurecido después, endemoniando su matrimonio mas aun que las infidelidades mismas.
Pero en este caso en concreto no siente ni atisbo de culpa. Por el contrario, tiene la invencible sensación de estar en su pleno derecho. Se pregunta qué es lo que oculta esa sensación de estar en su derecho, pero la verdad es que no lo quiere saber. Por el momento, basta con que haya algo parecido a la alegría en su corazón. Perdóname, Pavel, susurra para sus adentros. Pero de nuevo nota que no va en serio.
Si dispusiera de mi vida de nuevo, piensa, si fuese joven otra vez. Y quizá también se dice: ¡dispusiera de la posibilidad de usar la vida, de la juventud que Pavel desperdició…!
¿Y la mujer que camina a su lado? ¿Lamenta ella ese impulso por el cual se entregó a él? Si eso nunca hubiera ocurrido, la excursión de hoy podría señalar el inicio de un cortejo como es debido, ya que eso es lo que sin duda desea la mujer ser cortejada, halagada, persuadida, conquistada. Incluso cuando se rinde, lo que desea es rendirse no con franqueza, sino en una deliciosa bruma de confusión, resistiendo sin resistirse, cayendo, si, pero sin que sea la suya una caída irrevocable. No caer y volver después entre los caídos, rehecha, virginal, lista para ser halagada y para volver a caer. Un juego con la muerte, un juego de resurrección.
¿Que haría ella si supiera lo que él está pensando? ¿Encerrarse en si misma, rechazar el ultraje? ¿Sería ese gesto parte del juego?
La mira a hurtadillas, y en ese instante lo entiende con todas las de la ley yo podría amar a esta mujer. Más que el tirón del cuerpo, siente lo que solo sabe calificar de afinidad con ella. Los dos comparten una misma clase, una misma generación. Y de repente caen en su debido lugar todas las generaciones Pavel y Matryona y su esposa Anna a un lado, él y Anna Sergeyevna al otro. Los niños frente a los que no son niños, los que tienen edad suficiente para reconocer en los juegos del amor el primer paladeo de la muerte. De ahí la urgencia de aquella noche, de ahí el calor. Ella fue en sus brazos como Juana de Arco presa de las llamas el espíritu que lucha contra sus ataduras mientras el cuerpo arde y se consume. Una lucha contra el tiempo. Algo que un niño o una niña jamás podrían comprender.
– Pavel dijo que estuvo usted en Siberia.
Sus palabras lo sobresaltan y ponen punto final a su ensoñación.
Diez años. Allí conocí a la madre de Pavel, en Semipalatinsk. Su marido era aduanero, murió cuando Pavel tenía siete años. Ella también murió, hace ya unos cuantos años. Supongo que se lo habrá dicho Pavel.
– Y entonces se volvió a casar.
– Sí. ¿Qué dijo Pavel al respecto?
– Solamente dijo que su esposa es joven.
– Mi esposa y Pavel son más o menos de la misma edad. Vivimos los tres juntos durante un tiempo, en una vivienda de la calle Meshchanskaya. No fue una época feliz para Pavel; sentía cierta rivalidad con mi esposa. De hecho, cuando le dije que íbamos a casarnos, se le acercó y le advirtió con bastante seriedad, le dijo que yo era demasiado viejo para ella. Después, muchas veces se refería a sí mismo en tercera persona; se refería a sí mismo y decía el huérfano: «Al huérfano le apetece otra tostada», «El huérfano no tiene dinero», etcétera. Fingimos que se trataba de un chiste, pero no lo era. Era buena muestra de un hogar sobre todo perturbado.
– Me lo puedo imaginar, pero es fácil sentir simpatía por él, desde luego que sí. Tuvo que haber sentido que lo estaba perdiendo a usted.
– ¿Cómo iba a haberme perdido? Desde el día en que me convertí en su padre, no le fallé ni una sola vez ¿Es que le estoy tallando ahora?
– Por supuesto que no, Fiodor Mijailovich, pero los niños, ya se sabe, son muy posesivos. Pasan por fases de celos, como todos los demás. Y cuando estamos celosos, inventarnos historias en contra de nosotros. Estimulamos nuestros sentimientos, nos asustamos casi sin darnos cuenta.
Basta con girar muy levemente sus palabras, como si fueran un prisma, para darles otro ángulo y para que reflejen un sentido muy distinto. ¿Es eso lo que pretende?
Él lanza una mirada a Matryona. Lleva unas botas nuevas, con forro de borrego que le sobresale por los bordes. Al apisonar la hierba húmeda, al clavar los tacones, deja tras de sí un rastro de huellas dentadas. Tiene fruncido el ceño a tuerza de concentración.
– Dijo que lo utilizaba para llevar mensajes.
Lo atraviesa una puñalada de dolor. ¡Así que Pavel se acordaba!
– Sí, es cierto. El año antes de que nos casáramos, el día de su onomástico, le pedí a Pavel que llevase un regalo mío a mi prometida. Fue un error del que me arrepentí después. Lo lamenté profundamente, y fue inexcusable. Lo hice sin pensar ¿Fue lo peor?
– ¿Lo peor?
– ¿Le habló Pavel de alguna cosa peor que esa? Me gustaría saberlo, al menos para que cuando pida perdón sepa de qué soy culpable.
Ella lo mira con extrañeza.
– Esa no es una pregunta justa, Fiodor Mijailovich. Pavel atravesaba por episodios de gran soledad. El se ponía a hablar, yo lo escuchaba. Iban saliendo las historias, no siempre historias agradables. Una vez abierto su pasado, tal vez podría entonces dejar de dolerse por todo ello.
– ¡Matryona! -él se vuelve hacia la niña-. ¿Te dijo Pavel alguna cosa …?
Pero Anna Sergeyevna le interrumpe.
– Estoy segura de que no -dice, y se vuelve hacia él con delicadeza, pero con furia. ¡A una niña no puede hacerle preguntas como esa!
Se detienen y se miran uno al otro en medio del campo. Matryona aparta la mirada con el ceño fruncido, los labios muy apretados. Anna Sergeyevna lo fulmina con la mirada.
– Empieza a hacer frío -dice-. ¿Volvemos?