10 La chimenea de la fundición

Al llegar a casa, le sale al paso Matryona, presa de una gran agitación.

– ¡Ha venido aquí la policía, Fiodor Mijailovich! ¡Están buscando a un asesino!

Se detiene el tiempo: él se queda helado.

– ¿Por qué iban a venir aquí?

Las palabras han brotado de su boca, pero él las oye como si vinieran de lejos, como si fueran las palabras de otro.

– ¡Están buscando por todas partes, por todo el edificio!

De Anna Sergeyevna consigue una versión más ajustada de los hechos.

– Están interrogando a todos acerca de un mendigo que rondaba por la vecindad. Yo supongo que lo habré visto, pero la verdad es que no me acuerdo. Dicen que se cobijaba en este edificio.

En ese preciso instante podría revelar que Ivanov ha pasado la noche en su vivienda, pero calla.

– ¿De qué se le acusa? -prefiere preguntar.

– La policía no suelta prenda. Matryona dice que mató a alguien, pero eso es puro rumor.

– No es posible. Yo conozco a ese hombre, he hablado con él largo y tendido, y no es un asesino.

Pero luego resulta que no es un rumor. Es cierto que se ha producido un crimen: el cuerpo de la víctima, que no es otra que el mendigo, ha sido encontrado en un callejón que da a la calle. Eso lo sabe gracias al portero, y se conmueve.

Ivanov: uno de esos individuos que son como la falsa moneda, de los que se encuentran hasta en la sopa, en el lecho de muerte, en la tumba, pero no de los que suelen morir primero.

– ¿Están seguros de que no se ha muerto de frío, sin más ni más? -pregunta-. ¿Por qué tiene que haber sido un asesinato?

– Ah, está clarísimo que ha sido un asesinato -contesta el viejo con cara de sabérselo todo-. Lo que me sorprende es que se tomen tantas molestias por un don nadie.

A la hora de la cena, Matryona no habla más que del asesinato. Está exaltada: le brillan los ojos, las palabras le salen a borbotones. Por lo que a él respecta, también tiene que contar su propia historia, pero habrá de esperar hasta que su madre la apacigüe y se la lleve a dormir.

Cuando cree que la niña está dormida, comienza a contarle a Anna Sergeyevna su encuentro con Nechaev. Habla con dulzura, consciente de que el susurro de los adultos -traicionero, fascinante- puede desgarrar el sueño más profundo de los niños.

Anna Sergeyevna reconoce el nombre de Nechaev, pero parece que solo tiene una vaguísima idea de quién es. No obstante, está dispuesta a darle un consejo, y su consejo no puede ser más firme.

– Tiene que asistir a la cita. No podrá descansar tranquilo hasta que no sepa qué ocurrió realmente.

– Pero es que ya sé qué ocurrió. No necesito saber nada más.

Ella hace un gesto de impaciencia. Esa falta de nervio tan propia de él, para ella no tiene ni pies ni cabeza: ella no ve más que apatía. ¿Cómo va a conseguir él que lo entienda? Para hacerla entender, tendría que hablar con una voz que surgiera desde el fondo del agua, una voz clara y campanuda, de muchacho, que le suplicara algo desde la más profunda oscuridad «¡Cántame algo, querido padre!», tendría que decir esa voz, y ella tendría que prestar toda su atención. En algún rincón, dentro de sí, tendría que encontrar no ya la voz, sino también las palabras, las palabras verdaderas. Aquí y ahora carece de las palabras. Quizá -tiene un presentimiento- le están esperando en alguna de las antiguas baladas. Pero la balada no está en ningún libro: está en algún lugar, en el corazón del pueblo ruso, que él no alcanza. O quizá se encuentre en el corazón de un niño.

– Pavel no es vengativo -dice por fin para zanjar la disputa-. Sea quien sea el que lo mató, eso ya es agua pasada. Se ha cortado la cuerda, está libre de esa persona. Quiero que él me lo enseñe. No quiero que me emponzoñe el deseo de venganza.

Hay mucho más que decir, pero ahora no puede. Como, por ejemplo, que Pavel no tiene ganas de relatar cómo cayó al vacío. Que Pavel por encima de todo está solo, y que en su soledad necesita arrullos y consuelo, que necesita garantías de que no será abandonado al fondo de las aguas.

Se hace el silencio entre la mujer y él. Desde el domingo, es la primera vez en que están solos los dos. Ella parece fatigada. Tiene alicaídos los hombros, las manos fláccidas, arrugas en el cuello. Es más vieja que su esposa, vuelve a recapacitar: no es de una generación anterior, pero por poco. Ojalá no hubiese tenido que verlo. Es demasiado reciente su regreso tras el encuentro con Nechaev, joven y demoníaco, pictórico de energía, tal como son todos los demonios inferiores. Impulsivamente, le toma de la mano. Ella levanta la mirada sorprendida.

– Yo no le apremio a la venganza -dice ella con lentitud-. Tiene toda la razón, Pavel no era de natural vengativo, pero sí tenía muy claro qué es lo correcto, qué es justo. No falte a su cita. Descubra todo lo que pueda. Si no, nunca quedará en paz consigo mismo.

Él aún le sostiene la mano. En ella nota una leve presión que responde a la suya, y que solo puede ser amabilidad.

Justicia reflexiona. Una gran palabra, tal vez demasiado grande. ¿Puede trazar alguien una línea precisa entre la justicia y el ánimo de venganza? -como ella parece atónita, añade-: ¿No es esa la originalidad de Nechaev, hacerse llamar la Venganza del Pueblo, y no la Justicia del Pueblo? Al menos es sincero.

– ¿De veras? ¿Es eso lo que el pueblo quiere oír, que es la venganza lo que persigue con tanto ahínco, y no la justicia? Yo no lo creo. ¿Por qué iba a tomarse en serio el pueblo a Nechaev? ¿Por qué iba a tomárselo nadie en serio, si no es más que un estudiante, un joven excitable? Después de todo, ¿qué poderes tiene?

– No es el poder de la vida, desde luego, sino el poder de la muerte. Si lleva dentro el ánimo necesario para hacerlo, el niño puede matar igual que mata el hombre. Es posible que esa sea la originalidad de Nechaev: que dice con todas las letras lo que nosotros ni siquiera osamos imaginar acerca de nuestros hijos, aparte de ser portavoz de algo insensato y brutal que ahora arrasa en la joven Rusia. Nosotros no queremos saberlo, y hacemos oídos sordos. Luego viene él con el hacha y verá si lo oímos, ya verá.

La mano de ella, que ha tenido vida propia, de pronto se vuelve inerte. Es una mujer de sentimiento, piensa él cuando la suelta. Como su hija. Y puede que se sienta herida con la misma facilidad.

Desea abrazarla, estrecharla, reparar lo que se haya fracturado. Tendría que poner fin a esta conversación, que a ella solo le repele, la lleva a perder afecto. Pero no lo hace.

– Al fin y al cabo, nunca será posible reclutar a nadie para la causa si se invoca un espíritu que a la gente le resulte ajeno, que nada signifique. Nechaev tiene discípulos y seguidores entre los jóvenes porque hay en ellos un espíritu que responde al espíritu que él encarna. Él no lo explica de esta manera, por supuesto. Él dice ser un materialista. Pero eso no es más que la jerga que se lleva ahora. La verdad, para mí, es que tienen lo que los griegos llamaban daimon. Ese daimon le habla directamente, y es la fuente de su energía.

Vuelve a decirse: ahora he de callar, solo que esas palabras secas y mortales siguen viniéndole a los labios. Sabe que ha perdido el contacto que le unía a ella.

Ese mismo daimon tuvo que estar en Pavel. Si no, ¿por qué habría respondido Pavel a su llamamiento? Es grato pensar que Pavel no era de talante vengativo. Es grato pensar bien de los muertos. Pero eso a él solo le adula. No nos pongamos sentimentales; en la vida de cada día fue tan vengativo como cualquier otro joven.

Ella se ha puesto en pie. Él cree saber qué palabra va a decir ella; aunque solo sea por las formas, está listo para defenderse. Se hace pasar por el padre de Pavel, pero yo no creo que le quisiera… Es lo que se está esperando. Pero se equivoca.

– Yo no sé nada de ese anarquista, de ese Nechaev dice ella-, pero a medida que le escucho hablar, se me hace difícil saber cuál de los dos, Nechaev o usted, desea más que Pavel perteneciese a ese partido de la venganza. Yo no soy nada de Pavel, no soy su madre, ni mucho menos, pero a él y a su memoria les debo mi protesta. Nechaev y usted deberían librar sus pugnas sin arrastrarlo a él a la pelea.

– Nechaev no es un anarquista. Ese es el error que comete todo el mundo. Es otra cosa muy distinta.

– Anarquista, nihilista o lo que sea, ¡no quiero oír ni una palabra más! ¡No quiero que las luchas intestinas y el odio se adentren en mi casa! ¡Bastante alterada está ya Matryona; no quiero que se contagie más de todo esto!

– No es anarquista ni tampoco nihilista -prosigue él con terquedad. Al ponerle etiquetas, se le escapa lo que tiene de único. Él no actúa en nombre de las ideas; actúa cuando siente que la acción se le agita en el cuerpo. Es un sensualista, un extremista de los sentidos. Aspira a vivir en un cuerpo al límite de la sensación, al límite del conocimiento corporal. Por eso puede decir que todo está permitido. ¿Por qué iba a decir tal cosa si no fuera tan indiferente a la hora de explicarse a sí mismo?

Hace una pausa; de nuevo cree saber qué quiere decirle ella. Mejor dicho, sabe qué quiere decirle, aunque ella no lo sepa: ¿ Y usted? ¿ Tan distinto se cree?

– ¿Por qué cree que escoge el hacha? -sigue diciendo-. Si se para a pensar en el hacha, en lo que significa…

Alza las manos en un gesto de desesperación. No acierta a encontrar con decencia las palabras adecuadas. El hacha, el instrumento de la venganza del pueblo, el arma del pueblo, tosca, pesada, incontestable… oscila gracias al peso del cuerpo que la empuña, un cuerpo y un peso vital de odio y de resentimiento, almacenados en ese cuerpo, balanceados con siniestro placer.

Se hace el silencio entre ellos.

– Hay personas a quienes las sensaciones no les llegan por medios naturales -dice por fin, más ponderado-. Así se me presenta Sergei Nechaev desde el principio un hombre que, por ejemplo, no podría mantener una relación natural con su mujer. Me pregunté incluso si no sería eso lo que está detrás de sus múltiples resentimientos. Pero tal vez así haya de ser en el futuro: ya no se tendrán sensaciones por los medios de antaño. Esos medios se habrán agotado del todo. Me refiero al amor. Habrá quedado gastado, agotado. Y habrá que encontrar nuevos medios.

– Ya basta -dice ella-. No quiero hablar más. Son más de las nueve. Si tiene la amabilidad de irse… Él se pone en pie, inclina la cabeza, se marcha.


A las diez en punto acude a la cita en la Fontanka. Sopla un viento huracanado, llueve a ráfagas y se erizan las negras aguas del canal. Las farolas del muelle desierto crujen en un nervioso concierto de aldabeos discordantes. De los tejados y de las alcantarillas llega el gorgoteo del agua.

Se refugia en un portal; se siente cada vez más irritado. Si se resfría, piensa, será la gota que colme el vaso. Y se resfría con facilidad. Igual que Pavel desde que era niño. ¿Llegó a resfriarse Pavel alguna vez mientras vivió con ella? ¿Le cuidó ella misma, o dejó sus cuidados en manos de Matryona? Se imagina a Matryona entrando en el cuarto con un vaso humeante de té con limón, paso a paso, para que no se derrame ni una gota; se imagina a Pavel sonriendo, su cabello negro revuelto sobre la blanca almohada. «Gracias, hermanita», dice Pavel con ronca voz de adolescente. ¡Una vida de adolescente, del todo normal! Como no hay nadie que le oiga, agacha la cabeza y gime como un buey enfermo.

Entonces se la encuentra delante, lo inspecciona con curiosidad… no Matryona, sino la finesa.

– ¿No se encuentra usted bien, Fiodor Mijailovich?

Avergonzado, niega con un gesto.

– Pues venga -le dice.

Lo guía hacia el oeste, tal como él se temía, siguiendo el canal hacia el Muelle Stolyarny y hacia la vieja chimenea de la fundición. Subiendo el tono de voz para hacerse oír a pesar del viento, ella charla amistosamente.

– ¿Sabe usted, Fiodor Mijailovich? -dice-. No se ha hecho usted justicia al hablar hoy del pueblo tal como le oímos hablar. Nos ha decepcionado usted, teniendo en cuenta su formación, su pasado… A fin de cuentas, usted tuvo que ir desterrado a Siberia por sus convicciones. Lo respetarnos por eso. Hasta Pavel Alexandrovich lo respetaba. No debería permitirse estas recaídas…

– ¿Pavel también?

– Sí, también Pavel. Usted sufrió en sus tiempos, y ahora también Pavel se ha sacrificado. Tiene todo el derecho del mundo a llevar la cabeza bien alta; puede estar orgulloso de él.

Parece muy capaz de charlar animada y despreocupadamente a la vez que camina muy deprisa. Él en cambio nota enseguida un dolor agudo en el costado; le cuesta trabajo respirar.

– Más despacio -jadea.

– ¿Y usted? -dice por fin-. ¿Qué me dice de usted?

– ¿Sobre qué?

– ¿Qué me dice de usted? ¿Podrá llevar la cabeza bien alta en el futuro?

Ella se acaba de parar bajo una farola que se balancea enloquecidamente. La luz y la sombra juegan sobre su cara. Estaba muy equivocado al quitarle entidad, al pensar que no era más que una niña jugando a los disfraces. A pesar de su cuerpo sin contornos precisos, descubre ahora en ella una distante feminidad.

– Yo no cuento con estar aquí demasiado tiempo, Fiodor Mijailovich -dice-. Y tampoco cuenta con durar mucho Sergei Gennadevich. Ni ninguno de nosotros. Lo que le pasó a Pavel nos puede pasar a todos en cualquier momento. Yo que usted no haría bromas. Si se ríe de nosotros, no lo olvide, también se está riendo de Pavel.

Por segunda vez en lo que va de día tiene ganas de golpearla. Y salta a la vista que ella percibe esa ira; lo cierto es que estira el mentón y lo mira como si le retase a intentarlo. ¿Por qué está tan irascible? ¿Qué le está ocurriendo? ¿Está empezando a ser uno de esos viejos incapaces de controlar su temperamento? ¿O es algo aún peor, es decir, que ahora que su sucesión se ha extinguido se ha convertido no solo en un viejo, sino también en un fantasma, en un espíritu iracundo y desenfrenado?

La chimenea del Muelle Stolyarny está en pie desde que fue construida la ciudad de Petersburgo, pero hace mucho tiempo que no se utiliza. Aunque hay un letrero que prohíbe el paso, se ha convertido en uno de los sitios preferidos por los chavales más osados de la vecindad, que trepan por una espiral de asideros de hierro clavados por fuera, primero hasta el horno de la fundición, a unos treinta o cuarenta metros sobre el suelo, y luego mucho más arriba, hasta lo alto de la chimenea de ladrillo.

Las grandes puertas claveteadas están cerradas a cal y canto, pero la portezuela de atrás ha sido derribada a patadas, hace mucho tiempo, por estos vándalos. A la sombra de esta entrada les espera un hombre. Saluda a la finesa en un murmullo; ella le sigue dentro.

El aire huele a excrementos y a argamasa enmohecida. De lo oscuro les llega un apagado chorro de obscenidades. El hombre enciende un fósforo con el que prende un farol. Casi bajo sus pies hay tres personas apiñadas en un jergón. Él aparta la mirada.

El hombre del farol es Nechaev; lleva un capote negro de oficial de granaderos. Tiene una palidez innatural. ¿Se le ha olvidado lavarse el maquillaje?

– Las alturas me dan vértigo, así que yo espero aquí abajo -dice la finesa-. Él le enseñará el lugar.

Una escalera de caracol asciende por el interior de la torre. Sujetando el farol bien alto, Nechaev comienza a subir. En ese espacio cerrado, las pisadas de los dos hacen un ruido tremendo.

– Llevaron a su hijastro por aquí -dice Nechaev-. Lo más probable es que antes lo emborrachasen, para que les fuese más fácil la tarea.

Pavel. Aquí.

Suben y suben. El pozo de la chimenea, allá abajo, es engullido por las tinieblas. Cuenta hacia atrás los días que han pasado desde la muerte de Pavel, llega a veinte, pierde la cuenta, empieza de nuevo, la vuelve a perder. ¿Es posible que hace tantos días Pavel subiera por esos mismos peldaños? ¿A qué se debe que no logre contarlos? Los peldaños, los días… algo tienen que ver unos con otros. Cada peldaño sustrae un día más de la suma de Pavel. Una suma y una resta paulatinas y simultáneas ¿Será eso lo que le confunde?

Alcanzan la cima de las escaleras y salen a una ancha grada de acero. Su guía columpia el farol alrededor.

– Por aquí -dice.

Vislumbra la maquinaria oxidada.

Salen luego muy por encima del muelle, a una plataforma que corona el exterior de la torre y que circunda una balaustrada que le llega a la cintura. A uno de los lados se ve encastrado en la pared el mecanismo de una polea y el gancho de una gruesa cadena.

El viento los zarandea nada más salir. Se quita el sombrero y se agarra a la balaustrada, procurando no mirar abajo. Es una metáfora, se dice, eso es todo: otra palabra que designa la pérdida de la conciencia, el no estar aquí, una ausencia. Nada nuevo. El epiléptico lo sabe todo: la aproximación al borde, la mirada hacia abajo, el empujón del alma, el pensar que piensa que enloquece una y otra vez, como si una campana tocase a rebato dentro de su cabeza. El tiempo tocará a su fin, y no habrá muerte.

Se aferra con todas sus fuerzas a la balaustrada, mueve la cabeza para despejar el vértigo. Metáforas… ¡qué tontería! No hay más que la muerte, solo la muerte. La muerte no es metáfora de nada. La muerte es la muerte. Nunca debería haber accedido a venir. Ahora, durante el resto de mi vida veré todo esto, una visión fantasmal: los tejados de San Petersburgo lustrados por la lluvia, la hilera de minúsculas farolas que jalonan el muelle.

Con los dientes apretados, se repite esas palabras no tendría que haber venido. Pero todos los noes empiezan a hacerse añicos, igual que pasó con Ivanov. No debería estar aquí, luego aquí debería estar. No veré nada más, luego lo veré todo. ¿Qué mareo es este, qué enfermedad del raciocinio?

Su guía ha dejado dentro el farol. Tiene una intensa conciencia del joven cuerpo que está junto al suyo, sin duda recio, nervudo, dotado de una fuerza infatigable. En cualquier momento podría sujetarlo por la cintura, levantarlo en vilo, dejarlo caer al vacío. Pero ¿quién es el que está en la plataforma? ¿Quién es él?

Despacio, se vuelve a mirar al joven.

– Si es verdad que Pavel fue conducido aquí para ser asesinado -dice-, le perdono que me haya traído. Pero si esto no es más que una monstruosa treta, si fue usted quien lo empujó, le advierto que no habrá perdón.

Están a poco más de un palmo de distancia. La luna está velada, les azotan las ráfagas de lluvia, y él sigue sin embargo convencido de que Nechaev no se le resiste. Con toda probabilidad, su adversario ya ha pasado por ese juego de principio a fin y lo conoce en todas sus variantes: de todo lo que pueda decir, nada le sorprenderá. Si no, es un demonio al que las maldiciones le resbalan como si fuesen agua.

– Debería darle vergüenza hablar así -dice Nechaev-. Pavel Isaev fue uno de nuestros camaradas. Nosotros fuimos su familia cuando no tenía familia. Usted se marchó al extranjero y lo abandonó aquí. Usted perdió todo contacto con él, se convirtió en un extraño para él. Ahora aparece como caído del cielo y no hace más que lanzar acusaciones infundadas contra las únicas personas realmente cercanas a él que encontró en este mundo. -Se ciñe mejor el capote-. ¿Sabe a qué me recuerda usted? Al típico pariente lejano que aparece en el entierro con el bolso al hombro, venido a saber de dónde, para reclamar una herencia de una persona a la que no vio en toda su vida. Para Pavel Alexandrovich, usted no es más que un primo segundo, un primo tercero, y no su padre. Ni siquiera su padrastro.

Es un golpe bajo, doloroso. A duras penas intenta dejar a un lado a Nechaev, pero su antagonista le impide el paso.

– ¡No haga caso omiso a lo que le estoy diciendo, Fiodor Mijailovich! Usted perdió a Isaev y nosotros lo salvamos. ¿Cómo se atreve a sospechar siquiera que nosotros pudimos haber causado su muerte?

– ¡Júremelo por la inmortalidad de su alma!

Mientras lo dice, se da cuenta del retintín melodramático que ha dado a sus palabras. De hecho, toda esta escena -dos hombres subidos a una plataforma que solo ilumina a ratos la luna, a gran altura y desafiando a los elementos, gritando para entenderse por encima del viento, denunciándose el uno al otro- es falsa y melodramática. Ahora bien, ¿dónde han de encontrarse palabras más verdaderas, palabras a las que Pavel asintiera con un gesto, con su lento sonreír?

– No pienso jurar por algo en lo que no creo -dice Nechaev sin espontaneidad-. Pero la razón misma debería persuadirle de que le estoy diciendo la verdad.

– ¿Y qué me dice de Ivanov? ¿También debería indicarme la razón que es usted inocente, que no tuvo nada que ver en la muerte de Ivanov?

– ¿Quién es ese Ivanov?

– Ivanov era el nombre que utilizaba el desgraciado cuya misión era vigilar el edificio en que vivo, en el que vivía Pavel, en donde me visitó su amiga.

– ¡Ah, el chivato de la policía! ¡El que hizo buenas migas con usted! ¿Qué le ha pasado?

– Ayer lo encontraron muerto.

– ¿Y qué? Nosotros perdemos a uno, ellos pierden a otro.

– ¿Que pierden a otro? ¿Está equiparando a Pavel con Ivanov? ¿Es así como llevan las cuentas?

Nechaev menea la cabeza.

– Deje a un lado las personalidades; solo sirven para añadir confusión. Los colaboracionistas tienen infinidad de enemigos. El pueblo los detesta. La muerte de ese Ivanov no me sorprende en modo alguno.

– Yo tampoco era amigo de Ivanov, ni me agradaba el trabajo que hacía. Pero eso no es motivo suficiente para asesinarlo. Y lo que dice del pueblo, ¡qué estupidez! El pueblo no lo ha hecho. El pueblo no trama asesinatos. Ni tampoco disimula sus huellas.

– El pueblo sabe bien quiénes son sus enemigos, y el pueblo no vierte lágrimas cuando mueren sus enemigos.

– Ivanov no era un enemigo del pueblo; era un hombre sin blanca, con una familia que mantener, igual que decenas de miles de ciudadanos. Si él no era parte del pueblo, ¿quiénes lo son?

– Sabe usted de sobra que, en el fondo, Ivanov no estaba con el pueblo. Decir que era parte del pueblo no es más que hablar por hablar. El pueblo lo forman los campesinos y los obreros. Ivanov no tenía ningún lazo que lo uniera al pueblo; ni siquiera fue reclutado entre las filas del pueblo. Era una persona absolutamente desarraigada, un borracho, presa fácil, que fácilmente se volvería contra el pueblo. Me sorprende que usted, con lo inteligente que es, caiga en una trampa tan simple como esa.

– Tanto si soy inteligente como si no lo soy, no puedo aceptar ese monstruoso razonamiento. ¿Por qué me ha traído a este lugar? Dijo usted que me iba a dar pruebas de que Pavel fue asesinado. ¿Dónde están esas pruebas? Estar aquí no constituye prueba alguna.

– Por supuesto que eso no prueba nada. Pero este es el lugar donde se cometió el asesinato, un asesinato que fue de hecho una ejecución planeada y perpetrada por el Estado. Lo he traído aquí para que lo vea con sus propios ojos. Ahora ya ha tenido ocasión de comprobarlo; si todavía se niega a creerlo, tanto peor para usted.

Se aferra a la balaustrada y mira ahí abajo, la oscuridad que cae en picado. Entre aquí y ahí, una eternidad, un tiempo tan inmenso que la mente no lo aprehende. Entre aquí y ahí Pavel estuvo vivo, más vivo que nunca. Vivimos más intensamente mientras nos precipitamos al vacío; es una verdad que le atenaza el corazón.

– Si no quiere creerlo, no lo creerá nunca -repite Nechaev.

Creer otra palabra más. ¿Qué significa eso de creer? Creo en el cuerpo sobre el suelo, allá abajo. Creo en la sangre y en los huesos. Alzar el cuerpo destrozado y abrazarlo: eso significa creer. Creer y amar: es una y la misma cosa.

– Creo en la resurrección-dice. Son palabras que le salen de dentro sin premeditación. El tono de locura y las ganas de echar pestes han desaparecido de su voz. Al decir esas palabras, al oírlas, siente una pronta alegría, no tanto por las palabras en sí mismas cuanto por el modo en que han llegado a él, por el modo en que las ha dicho como si las dijera otro. ¡Pavel!, piensa.

– ¿Qué? -Nechaev se acerca más a él.

– Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna.

– No es eso lo que le he preguntado.

El viento arrecia con tal potencia que el joven ha de gritar. Su capote le azota los flancos; se agarra con más fuerza para enderezarse.

– ¡Da igual, es lo que yo digo!


Aunque pasa de la media noche cuando llega a casa, Anna Sergeyevna le ha esperado. Sorprendido por su preocupación, le habla del encuentro en el muelle, le refiere las palabras de Nechaev en la chimenea. Le pide entonces que le repita una vez más qué pasó la noche en que murió Pavel. ¿Está del todo segura, por ejemplo, de que Pavel murió en el muelle?

– Eso es lo que me dijeron -responde ella-. ¿Qué otra cosa iba a creer? Pavel salió a primera hora de la noche sin decir adonde iba. A la mañana siguiente llegó un mensaje: había sufrido un accidente, me esperaban en el hospital.

– Pero ¿cómo supieron que debían informarle a usted?

– Por los papeles que encontraron en sus bolsillos.

¿Y entonces?

– Fui al hospital y lo identifiqué. Luego se lo hice saber al señor Maykov.

– Pero ¿qué explicación le dieron?

– No me dieron explicación alguna; fui yo la que tuve que darles explicaciones. Tuve que ir a la comisaría de policía y responder a sus preguntas: quién era, dónde vivía su familia, cuándo lo vi por última vez, cuánto tiempo vivió con nosotras, quiénes eran sus amigos, etcétera, etcétera. Todo lo que accedieron a decirme fue que ya estaba muerto cuando lo encontraron, y que había ocurrido en el Muelle Stolyarny. Ese fue el mensaje que yo envié al señor Maykov. No sé qué es lo que él le dijo.

– Él utilizó la palabra desventura. No cabe duda de que había hablado con la policía. Desventura es la palabra que emplean para designar el suicidio. Fue un telegrama, así que no pudo explayarse.

– Eso es lo que yo entendí. Quiero decir que eso entendí que había ocurrido. En cambio, nunca pude entender por qué lo hizo, si es que realmente lo hizo. A nosotras no nos advirtió de nada. No hubo el menor atisbo de lo que iba a ocurrir.

– Una última pregunta. ¿Qué ropa llevaba aquella noche? ¿Llevaba algo que le hubiese llamado la atención?

– ¿Cuando salió de la casa?

– No, cuando lo vio usted… después.

– No lo sé, no recuerdo. Había una sábana. Y no quiero hablar de eso. Pero parecía en paz, eso sí quiero que lo sepa.

Él le da las gracias de todo corazón, y ahí termina el intercambio de pareceres. Sin embargo, cuando se encuentra en su cuarto no consigue dormir. Recuerda el retrasado telegrama de Maykov (¿por qué le costó tanto remitirlo?). Fue Anya quien lo abrió; fue Anya quien acudió a su estudio y quien pronunció las palabras que incluso esta misma noche le resuenan en la cabeza como mortecinas campanas, cada una de las cuales repica con todo su peso inapelable: «Fedya, Pavel ha muerto».

Él tomó el telegrama con sus propias manos, lo leyó una y otra vez, se quedó mirando la ridícula hoja azulada, procurando que aquellas palabras en francés dijeran algo distinto de lo que decían. Muerto, ido para siempre de un mundo de luz a la cárcel del pasado, sin posibilidad de regreso. Y el funeral ya se había llevado a cabo. Las cuentas estaban zanjadas, ajustadas las cuentas con la vida, cerrado el libro. La versión definitiva, como suelen decir los impresores.

Mésaventure: la palabra cifrada de Maykov. Suicidio. ¡Y ahora Nechaev pretende decirle lo contrario! Se siente inclinado de todo corazón a no creer en Nechaev, a dejar que la versión oficial siga en pie. ¿Y por qué? ¿Porque detesta a Nechaev, tanto su persona como su doctrina? ¿Porque quiere guardar a Pavel, siquiera sea retrospectivamente, lejos de sus garras? ¿O tiene acaso un motivo más mezquino, como el de esquivar mientras sea posible el imperativo de que haga justicia a su hijo?

No en vano reconoce en sí una inercia de la cual la muerte de Pavel no es más que la causa inmediata. Está haciéndose viejo; cada día que pasa se va convirtiendo en lo que sin duda será definitivamente: un anciano en un rincón, sin otra cosa que hacer aparte de repasar las páginas en que estén anotadas sus pérdidas.

Soy yo quien ha muerto y quien fue enterrado, piensa. Es Pavel el que vive y el que siempre ha de vivir. Lo que ahora me esfuerzo por hacer es solo comprender qué forma es esta en la que he regresado de la tumba.

Recuerda a un convicto al que conoció en Siberia, un hombre alto, encorvado y gris, que había violado y estrangulado a su hija, una niña de doce años. Lo habían encontrado después de cometer el crimen, sentado a la orilla del estanque de los patos, con el cuerpo inerte en sus brazos. Se había entregado sin resistencia, insistiendo únicamente en llevarse a la niña muerta en brazos, para dejarla tendida sobre una mesa, en su casa; todo esto lo hizo, según se contaba, con infinita ternura. Despreciado por los demás prisioneros, no hablaba con nadie. Por las noches se sentaba en su litera con una apacible sonrisa en sus labios, que movía a la vez que leía los Evangelios. Con el tiempo, cualquiera hubiese supuesto que el ostracismo remitiría, que su contrición sería aceptada. Pero siguió siendo despreciado y rechazado, no tanto por un crimen cometido veinte años antes, cuanto por aquella sonrisa, en la que había algo tan taimado y tan demente que helaba la sangre del que la veía. Esa misma sonrisa, se decían unos a otros, de cuando hizo lo que hizo: en su corazón no ha cambiado nada.

¿Por qué se le presenta ahora esa imagen de un hombre a la orilla del agua, con la niña muerta en brazos, una niña amada hasta el exceso, una niña que fue objeto de tal intimidad que ya no le estuvo permitido vivir? Una ternura homicida, un tierno instinto homicida. El amor es vuelto del revés como un guante, y quedan a la vista las feas costuras de su interior. ¿De qué están hechas las costuras del amor? Invoca una vez más la imagen del hombre, lo mira con atención a la cara concentrándose no en los ojos, que tiene cerrados como si estuviera en trance, sino en la boca, que se mueve de modo inapreciable. No es una violación, es rapiña. ¿Es eso? Los padres que devoran a sus hijos, que los crían bien para comérselos después y saborearlos cuando estén en sazón. Delicias.

¿Explica eso el ánimo vengativo de Nechaev, el que sus ojos se hayan abierto y hayan visto a los padres sin tapujos, a la bandada de padres cuyo apetito ya no disimulan? ¿Qué clase de hombre será el viejo Nechaev, el padre Gennady? Cuando un día reciba la noticia, y sin duda así ha de ser, de que su hijo ya no existe, ¿se sentará en un rincón a llorar, o sonreirá en secreto?

Menea la cabeza como si quisiera desembarazarse de una plaga de demonios. ¿Qué está corrompiendo la integridad de su pena, lo que insiste en que solo es un lúgubre disfraz? En algún sitio, en su interior, la verdad se ha extraviado. Es como si en el laberinto de su cerebro, pero también en el laberinto del cuerpo -venas, huesos, intestinos, vísceras-, un niño muy pequeño errase sin rumbo, buscando la luz, buscando la salida. ¿Cómo podrá encontrar al niño que se ha perdido dentro de él, cómo va a darle una voz para que entone su triste canción?

El silbido en un hueso. Le viene a la mente un viejo cuento, el de un joven que fue asesinado, mutilado y después esparcidos sus miembros: su fémur, cuando sopla el viento, silba un lamento y nombra a sus asesinos. Uno por uno, es cierto, van viniendo todos los viejos cuentos, los cuentos que oía contar a su abuela, los cuentos cuyo significado desconocía, los cuentos que se han amontonado con insensatez, como los huesos, cara al futuro. Un gran osario de cuentos que datan de antes de que empezara la historia, cuentos ideados y mimados por el pueblo. ¡Que Pavel encuentre el camino que le lleve a mi fémur, que me silbe desde allí! Padre, ¿por qué me has dejado en el bosque tenebroso? Padre, ¿cuándo vendrás a rescatarme?

La vela que arde ante el icono no es más que un charco de cera; el ramillete de flores languidece. Después de colocar la hornacina, la niña la ha olvidado quizá adrede. ¿Adivina acaso que Pavel ha dejado de hablarle a su padre, que también se ha perdido, que las únicas voces que ahora escucha son voces demoníacas?

Endereza el pábilo, lo enciende, se arrodilla. Los ojos de la Virgen están fijos en su bebé, el cual lo mira desde la estampa a la vez que eleva un minúsculo dedo admonitorio.

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