11 El Paseo

Durante la semana transcurrida desde la última vez que tuvieron relaciones íntimas, se ha levantado entre Anna Sergeyevna y él una barrera de incómoda formalidad. Los modales con que ella le trata han terminado por ser tan constreñidos que él está seguro de que la niña, que observa y escucha a todas horas, habrá llegado a la conclusión de que ella desea que se marche cuanto antes de la casa.

¿En beneficio de quién mantienen los dos esa apariencia de distanciamiento? No por ellos, eso está bien claro. Solamente la mantienen a ojos de los niños, los dos: la presente y el ausente.

Sin embargo, él anhela tenerla en sus brazos otra vez. Tampoco cree que ella sea del todo indiferente. A solas, se siente como un perro que da vueltas persiguiéndose el rabo, en círculos más cerrados cada vez. Con ella, a salvo en la oscuridad, tiene el palpito de que sus extremidades se distenderán y su espíritu quedará liberado, el espíritu que en estos momentos parece anudado a su cuerpo por los hombros, las caderas y las rodillas.

En la médula de su anhelo radica un deseo que en la primera noche aún no había reconocido plenamente, pero que ahora parece haberse centrado en el olor de ella. Como si los dos fuesen animales, a él le atrae algo que husmea en el aire alrededor de ella, el olor del otoño, el olor de las avellanas en particular. Ha comenzado a comprender cómo viven los animales y también los niños pequeños, atraídos o repelidos por las neblinas, las auras, los ambientes. Se ve a sí mismo encima de ella como un león, acariciándole con el hocico el cabello del cuello, enterrando el morro en su axila, frotándose la cara contra su entrepierna.

La puerta no tiene cerrojo. No es concebible que la niña se adentre en el cuarto a una hora como esta, y que llegue a verlo en ese estado de… Se aproxima a la palabra con disgusto, pero es la única palabra acertada: ese estado de lujuria. Y son muchos los niños que padecen sonambulismo: también podría ella levantarse en mitad de la noche y entrar en su cuarto sin haberse despertado siquiera. ¿Se transmiten de madres a hijas estos olores tan íntimos? ¡Pensamientos descarriados, deseos escarriados! Todos tendrán que ser enterrados en su interior, escondidos para siempre, de todos, salvo de uno. Y es que Pavel ahora está en su interior, y Pavel nunca duerme. A lo sumo puede rezar para que una debilidad que en tiempos habría repugnado al muchacho ahora le lleve una sonrisa a los labios, una sonrisa divertida y tolerante.

Tal vez también Nechaev, cuando haya cruzado el río oscuro camino de la muerte, cese de ser un lobo y aprenda a sonreír de nuevo.

Y así aguarda frente a la tienda de Yakovlev a la noche siguiente, cuando por fin sale Anna Sergeyevna. Cruza la calle y saborea la sorpresa que le produce verlo.

– ¿Damos un paseo? -le propone.

Ella se abriga, ciñéndose el chal sobre los hombros.

– No sé. Matryosha estará esperándome.

No obstante, dan un paseo. El viento ha dejado de soplar, el aire es frío y tonificante. Por las calles, a su alrededor, se nota un placentero bullicio. Ninguno de los dos presta atención a lo que sucede. Podrían ser cualquier pareja casada.

Ella lleva una cesta que él le quita de las manos. Le gusta cómo camina ella, con largas zancadas, los brazos cruzados bajo los pechos.

– Tendré que marcharme muy pronto -le dice.

Ella no contesta.

La cuestión de su esposa se interpone ahora delicadamente entre los dos. Al aludir a su partida, se siente como el jugador de ajedrez que ofrece un peón, y que tanto si es aceptado como rechazado, complicará posteriormente la partida ¿Son los asuntos entre hombres y mujeres siempre como este, en el cual uno trama y el otro urde una trama opuesta? ¿Es la trama un elemento del placer, ser el objeto de las intrigas del otro, dejarse llevar a una esquina y verse dulcemente presionado hasta capitular? Mientras ella camina a su lado, ¿no estará también a su manera tramando algo contra él?

– Tan solo espero que la investigación siga su curso. Ni siquiera he de quedarme hasta su resolución. Lo único que quiero son los papeles, para mí, el resto carece de importancia.

– ¿Y entonces se vuelve a Alemania?

– Sí.

Han llegado al paseo fluvial. Al cruzar la calle, él la toma del brazo. Al lado el uno del otro, se apoyan en la barandilla, mirando el agua.

– No sé si detestar esta ciudad por lo que hizo a Pavel -dice- o si sentirme más estrechamente unido a ella por eso mismo, porque ahora es el hogar de Pavel. Ya nunca lo abandonará, nunca viajará tal como deseaba.

– Qué ridiculez, Fiodor Mijailovich -replica ella con una sonrisa de soslayo. Pavel va con usted; usted es su auténtico hogar. Él va en su corazón, y viaja con usted por donde quiera que vaya. Salta a la vista.

Le toca el pecho levemente con la mano enguantada.

Él siente que se le desboca el corazón, como si las yemas de sus dedos hubiesen tocado de hecho el órgano. Pura coquetería. ¿De eso se trata, o es que el gesto brota con naturalidad del corazón de Anna Sergeyevna? Lo más natural del mundo sería tomarla ahora en sus brazos. Él nota sin lugar a dudas que su mirada está devorando su boca bien delineada, en la que aún luce una sonrisa. Y ella no se defiende de esa mirada. No es una mujer joven; no es una niña. Se miran uno a otro por encima del cuerpo de Pavel, y los dos lanzan sus desafíos. El parpadeo de una idea: ¡si al menos él no estuviera aquí…! Luego, la idea se desvanece a la vuelta de una esquina.

A un vendedor callejero le compran unos pastelillos de pescado para la cena. Matryona abre la puerta, pero cuando ve quién viene con su madre se da la vuelta y se va. En la mesa está de un humor irritante, e insiste en que su madre preste atención a un largo y confuso relato de una pelea habida en la escuela entre una compañera y ella. Cuando él interviene para defender tímidamente a la otra niña, Matryona suelta un bufido y no se digna contestar.

Ella ha tenido que notar algo, él lo sabe, e intenta reclamar a su madre, afirma que le pertenece a ella ¿Por qué no? Tiene todo el derecho. Sin embargo, ¡si al menos ella no estuviera aquí! Esta vez no reprime la idea. Si no estuviese la niña, él no malgastaría ni una palabra más. Apagaría la luz de un soplido y, a oscuras, los dos se encontrarían de nuevo. Disfrutarían de la cama grande para ellos solos, la cama de viuda, la cama viuda del cuerpo de un hombre desde hace… ¿Cuánto dijo? ¿Cuatro años?

Tiene una visión de Anna Sergeyevna que resulta cruda por su sensualidad manifiesta. Tiene las enaguas levantadas, de modo que por debajo quedan los pechos desnudos. Él se encuentra entre sus piernas: los largos y pálidos muslos de ella lo estrechan. Tiene la cara ladeada, los ojos cerrados, respira jadeando. Aunque el hombre que copula con ella no es otro que él mismo, de algún modo él lo ve todo como si estuviera junto a la cama. Son los muslos de ella los que dominan la visión: sus manos se curvan en torno a ellos, él se los aprieta contra los flancos.

– Venga, acábate lo que tienes en el plato -apremia la madre a su hija.

– No tengo hambre, me duele la garganta -se queja Matryona. Juguetea con la comida un momento más, luego la aparta a un lado.

Él se pone en pie.

– Buenas noches, Matryosha. Espero que mañana te encuentres mejor.

La niña no se toma la molestia de contestar. Él se retira, la deja en posesión del campo.

Reconoce la fuente de la visión: una postal que hace años compró en París y que destruyó junto al resto de su colección de postales eróticas cuando se casó con Anya. Una jovencita de largo cabello negro que yacía bajo un hombre bigotudo. amor gitano, decía la leyenda con mayúsculas alambicadas. Sin embargo, las piernas de la muchacha eran gruesas en la postal, y sus carnes fláccidas; vuelta hacia el hombre (que se sostenía erguido con rigidez sobre los brazos), su cara parecía desprovista de toda expresión. Los muslos de Anna Sergeyevna, de la Anna Sergeyevna que él recuerda, son más esbeltos, más fuertes; hay algo que parece decidido en su forma de aferrarlo, algo que él relaciona con el hecho de que no sea una jovencita, sino una mujer madura, ávida. Madura plenamente, y por tanto abierta (esa es la palabra que se insinúa con insistencia) a la muerte. Un cuerpo en sazón, listo para la experiencia, pues sabe que no por siempre ha de vivir. Es un pensamiento excitante, pero también perturbador. A esos muslos les da igual quién se encuentre apresado entre ellos; visto desde arriba, desde un lado de la cama, el hombre de la imagen es y no es él.

Hay una carta sobre su cama, apoyada contra la almohada. Por un instante piensa despavorido que es de Pavel, que se ha materializado en el cuarto. Pero la letra es de la niña. «He intentado dibujar a Pavel Aleskandrovich», dice (con la falta al escribir el nombre), «pero no me sale bien. Si quieres, colócalo en la hornacina. Matryona.» En el reverso hay un dibujo a lápiz, algo desvaído, de un joven con la frente despejada y los labios carnosos. El dibujo es tosco, la niña no sabe aplicar sombras; no obstante, en la boca, y particularmente en la mirada osada, ha logrado captar a Pavel.

– Sí -susurra-, sí, lo pondré en la hornacina.

Se lleva la imagen a los labios, la apoya contra la palmatoria y enciende una nueva vela.

Sigue mirando la llama cuando una hora más tarde llama a la puerta Anna Sergeyevna.

– Le traigo su ropa limpia -dice.

– Pase, siéntese.

– No, no puedo. Matryosha está inquieta; creo que no está nada bien.

No obstante, toma asiento al borde de la cama.

– Nos tienen firmes los dos, estos hijos nuestros -comenta él.

– ¿Que nos tienen firmes?

– Velan por nuestra moral. Nos tienen separados.

Es un alivio que no esté la mesa del comedor entre ambos. También la vela aporta una reconfortante placidez.

– Lamento que tenga que marcharse-dice ella, pero tal vez sea mejor que se marche de esta triste ciudad. Tal vez sea lo mejor para usted y también para su familia.

– Estarán echándole de menos. Y usted también les echará de menos.

– Cuando regrese, seré una persona distinta. Mi mujer no me reconocerá. O sí, pensará que me conoce, pero estará equivocada. Preveo que serán tiempos difíciles para todos. Yo estaré pensando en usted. ¿Cómo la llamaré en mis pensamientos? Mi mujer también se llama Anna, ya ve.

– Ese es mi nombre antes de que fuera el suyo -responde ella de modo cortante, sin ánimo de jugar. De nuevo lo ve con claridad meridiana: si ama a esta mujer, es en parte por no ser joven. Ya ha cruzado una línea a la que aún ha de llegar su esposa. Puede o no puede serle más querida, pero definitivamente está más cerca de él.

Regresa el tira y afloja indudablemente erótico, pero con más fuerza que nunca. Hace una semana, estaban los dos abrazados en esa misma cama. ¿Es posible que ella no esté pensando en eso ahora mismo?

Él se inclina y le deposita la mano sobre el muslo. Con la colada aún sobre el regazo, ella inclina la cabeza. Él se acerca más. Entre el índice y el pulgar la sujeta por el cuello, acerca el rostro al suyo. Ella eleva la mirada: por un instante, a él le parece mirar a los ojos de un gato, un gato cauteloso, apasionado, codicioso.

– Debo irme murmura-ella. Se suelta con un movimiento y se va.

La desea ardientemente. Más aún: la desea, pero no en esa estrecha cama de niño, sino en la cama de viuda que tiene en la habitación contigua. La imagina así al verla tendida junto a su hija, con los ojos muy abiertos y relucientes. Por vez primera se da cuenta de que pertenece a un tipo de mujer sobre el cual nunca ha escrito en sus libros. Las mujeres a las que está acostumbrado no carecen de intensidad propia, aunque sea una intensidad de piel y de nervio. Las sensaciones que tienen son intensas, eléctricas, inmediatas: acontecen en la superficie. En cambio, con ella se adentra en un cuerpo que sangra, un cuerpo visceral, cuyas sensaciones tienen lugar en lo más profundo.

¿Será un rasgo que pueda trasladarse a otras mujeres, cultivarse en otras? ¿En su esposa, por ejemplo? ¿Existe acaso una cualidad de la sensación que tiene ahora libertad de hallar en otras, tras haberla hallado en ella?

¡Qué traición!

Si tuviera mayor confianza en su dominio del francés, canalizaría esta perturbadora excitación a través de uno de esos libros que no pueden publicarse en Rusia, un libro de los que se pueden dar por terminados de un tirón, en dos o tres semanas, incluso sin copista, diez seudónimos diferentes, trescientas páginas. Un libro de la noche, en el que todos los excesos fueran representados y ningún límite se respetase. Un libro que jamás fuese relacionado con él. Remitiría el manuscrito por correo, de Dresde a París, a Paillard, para que fuera impreso clandestinamente y vendido luego bajo cuerda en la orilla izquierda del Sena Memorias de un noble ruso, un libro que Anna Sergeyevna, su verdadera engendradora, nunca llegase a ver, con un capítulo en el que el noble que redacta sus memorias lee en voz alta a la joven hija de su amante un relato sobre la seducción de una joven, en el que él mismo surge con creciente claridad como auténtico seductor. Un relato repleto de detalles íntimos y alusiones psicológicas que en modo alguno seduce a la hija y que, por el contrario, la aterra: le perturba, le quita el sueño, la lleva a dudar tanto de su pureza que tres días después se entrega a él desesperada, de forma infinitamente vergonzosa, de una forma tal como nunca hubiera podido concebir una niña, a no ser que la historia de su propia seducción y el modo en que se lleva a cabo no estuvieran hondamente grabados en ella de antemano.

Recuerdos imaginarios. Memorias de la imaginación.

¿Será esa la respuesta a la pregunta que él se formula? ¿Será que ella lo deja en libertad para escribir un libro sobre el mal? ¿Con qué finalidad? ¿Para que él se libre del mal, o para que se desgaje del bien?

Ni una sola vez, a lo largo de esta dilatada ensoñación, se le ocurre pensar en Pavel. La casa había quedado en silencio, y ahora lo nota regresar entre gemidos, pálido, en busca de un sitio donde recostar la cabeza. ¡Pobre muchacho! ¡El festival de los sentidos que le hubiese dejado por herencia le ha sido robado! Tumbado en la cama de Pavel, no puede por menos que notar un estremecimiento siniestramente triunfal.


Por lo común, por las mañanas disfruta de la vivienda para él solo. Pero hoy Matryona no ha ido a la escuela, está arrebolada, tiene una tos seca, le cuesta trabajo respirar. Con ella en la vivienda, es menos capaz que nunca de concentrarse en la escritura. Se descubre al acecho, procurando en todo momento oírla arrastrar los pies en la habitación de al lado. Hay momentos en los que podría jurar que siente sus ojos taladrarle por la espalda.

A mediodía, el portero trae un mensaje. Reconoce en el acto el papel gris y el sello rojo. El final de la espera: recibe la orden de presentarse en el despacho del investigador judicial, el consejero P. P. Maximov, en relación con el asunto de P. A. Isaev.

De la calle Svechnoi se dirige a la estación de ferrocarril para hacer una reserva, y de ahí va a la comisaría. La antesala está repleta de gente. Se identifica en el mostrador y se dispone a esperar su turno. Cuando el reloj da las cuatro, el sargento que le atendió en el mostrador guarda la pluma, se estira, apaga la lámpara y comienza a conducir a los presentes hacia la salida.

– ¿Qué sucede? -protesta.

– Es viernes, cerramos antes -dice el sargento-. Vuelva usted mañana por la mañana.

A las seis está esperando delante de Yakovlev. Al verlo ahí, Anna Sergeyevna se muestra alarmada.

– ¿Matryosha…? -le pregunta.

– Dormía cuando me marché. He pasado por una farmacia para comprarle algo que le alivie la tos.

Le muestra un frasquito de cristal marrón.

– Gracias.

– Me ha vuelto a citar la policía por algo relacionado con los papeles de Pavel. Espero que mañana mismo podamos zanjar el asunto de una vez por todas.

Caminan un rato en silencio. Anna Sergeyevna parece preocupada. Por fin toma la palabra.

– ¿Hay alguna razón en especial por la cual tenga que apoderarse de esos papeles?

– Me sorprende que me lo pregunte. ¿Qué otra cosa suya ha dejado Pavel al morir? Para mí, no hay nada tan importante como esos papeles. Para mí, son su palabra. -Y al cabo de un rato en silencio añade-: ¿Sabía usted que estaba escribiendo un relato?

– Escribía a ratos. Sí, ya lo sabía.

– El que le digo trataba sobre un convicto que se fuga…

– Ese no lo conozco. A veces nos leía a Matryosha y a mí lo que estaba escribiendo, más que nada por ver qué nos parecía. Pero nunca leyó un relato sobre un convicto.

– No se me había ocurrido que hubiera otros relatos…

Ah, pues claro que escribía otros relatos. Y también poemas… aunque era cohibido, y los poemas apenas nos los enseñaba. Tuvo que llevárselos la policía, claro, cuando se llevaron todo lo demás. Pasaron mucho tiempo en su habitación registrándolo todo. No se lo había dicho, pero levantaron incluso los tablones de la tarima. Se llevaron todos los papeles.

– Entonces… ¿Es así como Pavel pasaba el tiempo? ¿Escribía?

Ella lo mira con extrañeza.

– Pues ¿cómo pensaba usted, si no?

Él contiene el deseo de darle una rápida respuesta.

– Teniendo por padre a un escritor, ¿qué otra cosa se podía esperar? -sigue ella.

– Escribir no es cosa de familia.

– Tal vez no. Yo no soy quién para juzgarlo, pero nadie le obligó a escribir para intentar ganarse la vida. Puede que solo fuese una forma de aproximarse a su padre, de alcanzarlo.

Él hace un gesto de exasperación: ¡yo también lo hubiese querido sin relato ninguno!, piensa.

– Nadie tiene que ganarse a pulso el cariño de su padre -dice por el contrario.

Ella titubea antes de volver a hablar.

– Hay algo que quisiera advertirle, Fiodor Mijailovich. Pavel convirtió en figura de culto a su padre: idealizó a Alexander Isaev, quiero decir. No se lo diría si no supusiera que antes o después encontrará rastros de ese culto entre sus papeles. Debe usted ser tolerante. A los niños les agrada idealizar a sus padres. La misma Matryona…

– ¿Idealizar a Isaev? Isaev era un alcohólico, un mal esposo, un don nadie. Su propia esposa, la madre de Pavel, al final ya no lo aguantaba. Lo habría abandonado, de no ser porque él murió sin darle tiempo. ¿Cómo es posible idealizar a una persona así?

– Viéndolo de forma borrosa, por supuesto. A Pavel le costaba mucho verlo a usted de forma borrosa. Si me permite que se lo diga, usted es demasiado inmediato para él.

– Eso es porque fui yo el que tuvo que criarlo día a día. Yo lo quise como a un hijo, y como a un hijo lo traté cuando todos los demás le dieron de lado.

– No exagere. Sus padres no le dieron de lado: simplemente murieron. Además, si usted ejerció el derecho de elegirle a él por hijo, ¿por qué no iba él a tener derecho de elegir a su padre?

– ¡Porque él era mucho mejor que Isaev! Esto de que los jóvenes den la espalda a sus padres, a sus casas, a su crianza, solo porque no son de su agrado, terminará por convertirse en una de las peores lacras de nuestro tiempo. Poco a poco no habrá nada que les satisfaga, nada, salvo ser hijos de Stenka Razin o de Bakunin.

– Está usted diciendo tonterías. Pavel no escapó de su casa: usted sí que escapó de él.

Cae un enojoso silencio. Cuando llegan a la calle Gorojovaya, él se disculpa y la deja.

Caminando de un extremo a otro del paseo fluvial, medita sobre lo que le ha dicho ella. Sin dudarlo, él ha permitido que emergiese algo vergonzante y muy suyo, de modo que le invade el resentimiento por el hecho de que ella fuese testigo de ese trance. Al mismo tiempo, le da vergüenza esa mezquindad. Se siente atrapado en un dilema moral que le resulta conocido, tan familiar, de hecho, que ya no lo altera, razón por la cual debería ser tanto más vergonzante. Pero hay otra cosa que también le incomoda, igual que la punta de un clavo que empieza a asomar por la punta del zapato, si bien no puede o no quiere definirla.

Hay aún cierta tensión en el aire cuando vuelve a la vivienda. Matryona se ha levantado de la cama. Lleva el abrigo de su madre por encima del camisón, pero va descalza.

– ¡Me aburro! -gimotea una y otra vez. A él no le presta ninguna atención. Aunque se sienta con ellos a la mesa, no prueba bocado. Despide un olor agrio; estornuda, y de vez en cuando tiene un incontenible acceso de tos seca.

– No deberías estar levantada, mi niña -comenta él con dulzura.

– A mí no me digas qué he de hacer, que tú no eres mi padre-le replica.

– ¡Matryosha! -la recrimina su madre.

– ¿Qué? ¿Lo es o no lo es? -insiste ella, y acto seguido calla y adopta un gesto arisco.

Después de que él se haya retirado, Anna Sergeyevna llama a la puerta de su habitación y entra. Él se levanta con cautela.

– ¿Cómo está?

– Le he dado la medicina que compró usted, y parece más descansada. Tendría que guardar cama, pero es una chiquilla muy obstinada, y yo no puedo impedirle que se levante. Pero he venido a pedirle disculpas por lo que le dije, y también a preguntarle qué planes tiene para mañana.

– No tiene por qué disculparse. La culpa la tengo yo. He hecho una reserva para el tren de mañana por la noche, pero aún estoy a tiempo de cambiarla.

– ¿Por qué iba a cambiarla? Mañana tendrá los papeles que tanto desea. ¿Por qué iba a quedarse más de lo estrictamente necesario? Al fin y al cabo, no querrá convertirse en el eterno huésped. ¿No hay un libro que se titula así?

– ¿El eterno huésped? No, no que yo sepa. Además, todas las decisiones pueden modificarse, incluidas las de mañana. No hay nada definitivo. Claro que en este caso no está en mis manos esa modificación.

– ¿En manos de quién está?

– En las suyas.

– ¿En mis manos? ¡Desde luego que no! Sus decisiones están solamente en las manos de usted, yo nada tengo que ver en lo que usted decida. Por la mañana no podré verlo; tengo que madrugar, porque es día de mercado. Puede dejarme la llave puesta por dentro.

Así ha llegado el momento. El respira hondo. Tiene la mente en blanco. A partir de ese blanco empieza a hablar rindiéndose a las palabras que afluyen a sus labios, yendo allí adonde le lleven.

– En el transbordador, cuando me llevó usted a ver la tumba de Pavel- dice, las miré a Matryosha y a usted cuando estaban sujetas a la barandilla, mirando de frente la neblina. ¿Se acuerda que aquel día era espesa la neblina? Y me dije entonces: «Ella lo devolverá. Ella es -respira hondo otra vez- una conductora de almas». No es esa la palabra que se me ocurrió en el momento, pero ahora sé que es la palabra adecuada.

Ella lo contempla inexpresiva. Él le toma la mano entre las suyas.

– Lo quiero de vuelta -dice-. Tiene usted que ayudarme. Quiero besarle en los labios.

A la vez que pronuncia cada palabra se da cuenta de lo enloquecidas que son todas ellas. Diríase que entra y sale de la locura como entra y sale una mosca por una ventana abierta.

Ella se ha puesto tensa, lista para huir. Él la sujeta con más fuerza, la retiene.

– Es la verdad. Es así como la considero. Pavel no llegó aquí por casualidad. En alguna parte estaba escrito que había de ser conducido… hacia la noche.

Cree y no cree en lo que está diciendo. Se le pasa por la mentes un fragmento de un recuerdo, un cuadro que ha visto en una galería, ni siquiera sabe dónde: una mujer vestida de oscuro, con severidad, de pie ante una ventana, con un niño al lado. Los dos miran el cielo cubierto de estrellas. Más vividamente que la imagen recuerda las volutas sobredoradas del marco.

La mano de ella está inerte entre las suyas.

– Está en su poder -prosigue, siguiendo todavía a las palabras como si fueran faros, escrutando por dónde han de llevarle. Usted puede devolvérmelo, aunque no sea más que un minuto. Solo un minuto.

Recuerda ahora qué seca le pareció cuando se encontraron por vez primera: como una momia, secos huesos envueltos en los trozos de lienzo que se harán polvo en cuanto uno los toque. Cuando ella le habla, la voz se le quiebra en la garganta.

– Lo quiere usted tanto -dice- que sin duda lo verá de nuevo.

Él le suelta la mano. Como si fuera una cadena de huesos, ella la retira. ¡No me tome el pelo! Eso es lo que le entran ganas de decirle.

– Usted es un artista, un maestro. Está a su alcance, y no al mío, devolverlo a la vida.

Maestro. Es una palabra que él asocia al metal, al temple de las espadas, a la forja de las campanas. Un maestro herrero, el maestro de una fundición. Maestro de la vida: extraña expresión, aunque él está preparado para reflexionar sobre ello. Dará cobijo a todas las palabras y a todas las expresiones, sin que importe cuan extrañas, cuan extraviadas sean, siempre y cuando haya alguna posibilidad de que formen un anagrama de Pavel.

– Estoy muy lejos de ser un maestro -dice-. Me recorre de lado a lado una grieta. ¿Qué se va a hacer con una campana agrietada? Una campana agrietada no tiene arreglo.

Es verdad lo que dice. Pero al mismo tiempo recuerda que una de las campanas de la catedral de la Trinidad de Sergiyev está rajada, y que lo está desde antes de los tiempos de Catalina la Grande. Nunca la han descolgado para fundirla. Todos los días se la oye tañer por toda la ciudad. La gente la llama «la pata de palo de San Sergio».

Ahora nota una cierta exasperación en la voz de ella.

– Lo lamento por usted, Fiodor Mijailovich, pero conviene que recuerde que no es usted el primer padre que ha perdido un hijo. Pavel vivió veintidós años. Piense, pues, en todos los hijos que han muerto en la más tierna infancia…

– ¿Y…?

– Y reconozca que es la regla, y no la excepción, sufrir y llorar la pérdida. Y pregúntese si se duele por Pavel o si se duele más bien por usted mismo.

La pérdida. Se instala entre ambos una distancia glacial.

– No lo he perdido Pavel, no está perdido -dice entre dientes.

Ella se encoge de hombros.

– Si no está perdido, usted ha de saber dónde está. Ciertamente, no se encuentra en esta habitación.

Mira a su alrededor. Ese amontonarse las sombras en un rincón, ¿no podría ser la huella del aliento de la sombra de su espíritu?

– Nadie vive en un sitio para marcharse sin dejar nada suyo en él -susurra.

– No, claro que no. Siempre se deja algo por donde uno pasa. Eso es lo que ya le dije esta tarde. Pero lo que él haya dejado no está en esta habitación. Él se ha ido de aquí, y aquí no lo podrá encontrar. Hable con Matryona. Haga las paces con ella antes de marcharse. Su hijo y ella estuvieron muy unidos. Si él ha dejado huella, tiene que haber sido en la niña.

– ¿Y en usted?

– Yo le tenía mucho cariño, Fiodor Mijailovich. Fue un joven bueno y generoso. En calidad de hijo suyo, de usted, su vida no fue nada fácil. Estaba solo, inseguro de sí mismo, tuvo que luchar por encontrar su camino. De todo eso me di perfecta cuenta. Pero yo no soy de su generación. Conmigo no podía hablar como hablaba con Matryona. Los dos juntos podían ser como niños -hace una pausa-. Muchas veces tenía la sensación, y déjeme señalarlo ahora, ya que estamos siendo sinceros el uno con el otro, de que el niño que Pavel llevaba dentro tuvo que dejar de serlo cuando aún era demasiado pronto, sin haber tenido tiempo suficiente de jugar. No sé si se le habrá ocurrido pensar en esto, puede que no, pero todavía me sorprende su enfado con él por algo tan trivial como es el hecho de dormir hasta tarde.

– ¿Por qué le sorprende?

– Porque esperaba de usted una mayor simpatía. Usted es un artista, ¿no? Hay niños que sueñan de noche, y otros en cambio esperan a la mañana para soñar. Debería pensarlo dos veces antes de despertar a un niño que está soñando. Cuando Pavel estaba con Matryona, el niño que había en él encontraba de nuevo una ocasión para salir a la superficie. Ahora me alegro de que ocurriese, me alegro de que no perdiera la oportunidad.

Vuelve a él una imagen de Pavel tal como era a los siete años, con su abrigo a cuadros grises, su gorro calado hasta las orejas y las botas demasiado grandes para su talla, correteando por la nieve, gritando como un loco. En esa imagen descuella por la esquina algo más, algo que rechaza.

– Pavel y yo nos conocimos en Semipalatinsk cuando él ya tenía siete años -dice-. Yo no le caí bien. Yo era simplemente el desconocido con el cual iban a vivir su madre y él, era el hombre que iba a arrebatarle a su madre.

Su madre, la viuda. El hijo de una viuda.

Lo que ha rechazado en todo momento, lo que ha querido quitar de en medio, lo que regresa con insistencia mientras habla, es lo que solamente puede calificar de trasgo, un ser pequeño y deforme, pelirrojo, con la barba roja también, no más alto que un niño de tres o cuatro años. Pavel sigue corriendo y gritando por la nieve; las rodillas le chocan una con otra como si fuera un potrillo. En cuanto al trasgo, permanece a un lado, mirándolo todo. Lleva un jubón color herrumbre, con el cuello abierto. No parece que tenga frío.

– … difícil para un niño… -Anna Sergeyevna dice algo a lo que él solo puede atender a medias.

¿Quién es ese trasgo? Escruta su cara con más empeño. Se sobresalta cuando lo entiende. La piel cubierta de cráteres, las huellas de la viruela hinchadas y endurecidas por el frío, la barba rala que crece entre las pústulas… es de nuevo Nechaev, un Nechaev empequeñecido, un Nechaev que en Siberia persigue los orígenes de su hijo. ¿Qué sentido tiene esa visión? Gime suavemente para sus adentros, y Anna Sergeyevna se calla en el acto.

– Lo siento -dice a modo de disculpa, pero es verdad que la ha ofendido.

– Seguro que tiene cosas que hacer -dice ella-. Aún no ha preparado su equipaje.

A pesar de sus disculpas, se marcha.

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