Hace una inclinación de cabeza ante la mujer. Bajo el ridículo sombrerito que lleva asoma una cara un tanto tímida, juvenil, pecosa. Siente un rápido aleteo de interés sexual por ella, pero se apaga enseguida. Debería llevar una corbata negra, o un brazalete negro, a la italiana, y así su posición en el mundo estaría mucho más clara, inclusive para él. Y no sería un hombre en plenitud de facultades, sino solamente medio hombre. Si no, debería llevar en la solapa una medalla con la efigie de Pavel. Su mejor mitad, la que ha perdido, la mitad que aún estaba por ser.
– Debo irme dice.
Nechaev lo mira con desdén.
– Váyase -dice-, nadie se lo impide. Se cree -dice a la mujer- que no sé adonde piensa ir.
El comentario le resulta gratuito.
– ¿Adonde cree que voy a ir?
– ¿Quiere que se lo diga con todas las letras? ¿No es esta su ocasión de vengarse?
Vengarse: después de lo que acaba de ocurrir, esa palabra es como si una vejiga de cerdo le fuese aplastada contra la cara. Es la palabra de Nechaev, el mundo de Nechaev: un mundo de venganza. ¿Qué tiene que ver con él? Con todo, esa fea palabra no le ha sido arrojada a la cara sin razón. Se acuerda de algo: la conducta de Nechaev cuando se conocieron, el roce de las faldas contra el respaldo de su silla, la presión del pie por debajo de la mesa, el modo en que hizo uso de su cuerpo, desvergonzado y sin embargo torpe y falto de aplomo. ¿Tiene ese muchacho una idea clara de lo que quiere, o simplemente se limita a ver como puede por qué camino le lleva? Es como yo; yo era como él, piensa; solo que yo no tenía ese valor. Y añade: ¿Será esa la causa de que Pavel lo siguiera, será que intentaba adquirir el valor? ¿Será esa la causa de que aquella noche subiera a la chimenea?
Cada vez se aclaran más las cosas: Nechaev no quedará satisfecho hasta caer en manos de la policía, hasta haber probado también eso. De ahí que insista tanto en poner a prueba su valor y su resolución. Y saldrá indemne; no cabe la menor duda. No se vendrá abajo. Poco importa que lo apaleen, que lo tengan a pan y agua, que él no cederá, que si quisiera caerá enfermo. Puede que pierda toda la dentadura, pero mantendrá intacta su sonrisa. Arrastrará sus extremidades tronzadas, rugiendo con la fuerza de un león.
– ¿Quiere acaso que me vengue? ¿Quiere que salga y lo traicione? ¿Es eso lo que se pretende conseguir con toda esta charada de los laberintos y los ojos vendados?
Nechaev se ríe con excitación, sabedor de que se entienden perfectamente.
– ¿Por qué iba yo a querer tal cosa? -contesta con voz meliflua y maliciosa, mirando a la niña de reojo, como si quisiera incluirla en su broma-. No soy un joven descarriado, como lo era su hijastro. Si va usted a la policía, sea honesto. No me haga objeto de su sentimentalismo, no finja que no es usted mi enemigo. Conozco bien su tendencia al sentimentalismo. Es lo que hace con las mujeres, estoy seguro. Con las mujeres y con las niñas pequeñas -se vuelve hacia la niña-. Tú lo sabes bien, ¿verdad que sí? Sabes cómo lloran los hombres de ese tipo cuando te están haciendo daño, solo para lubricar su conciencia y excitarse un poco más.
Para la edad que tiene, es extraordinario cuánto ha aprendido. Más incluso que una mujer de la calle, porque no en vano es de por sí espabilado. Tiene mundo. A Pavel le hubiese ido bien tener un poco más de mundo. En el repulsivo y bamboleante oso viejo de su cuento -¿cómo se llamaba? ¿Karamzin?- había más vida, más realidad que en el relamido héroe que con tanto dolor construyó. Era demasiado pronto para su muerte. Un lamentable error.
– No tengo la menor intención de traicionarle -dice con hastío-. Váyase a casa, váyase con su padre. En alguna parte tendrá a su padre; en Ivanovo, si mal no recuerdo. Vaya a verlo, arrodíllese ante él, pídale que le esconda. Lo hará. No tiene límites lo que un padre puede hacer.
A Nechaev se le escapa un bufido, una risotada. Ya no puede quedarse quieto: echa a andar por el sótano, apartando a los niños de en medio.
– ¡Mi padre! ¡Qué sabrá usted de mi padre! Yo no soy un tontaina, como lo era su hijastro. Yo no me cuelgo de las personas que me oprimen. Me fui de la casa de mi padre cuando cumplí dieciséis años; nunca he vuelto, nunca pienso volver. ¿Sabe usted por qué? Porque me pegaba. Le dije que me golpease una sola vez más, y que nunca volvería a verme. Me pegó y no me ha vuelto a ver el pelo. Desde ese día dejó de ser mi padre. Ahora, yo soy mi padre. Me he hecho a mí mismo empezando desde cero. No me hace falta que me esconda ningún padre. Si he de esconderme, el pueblo me esconderá.
»Dice usted que no tiene límites lo que un padre puede hacer. ¿Sabe usted que mi padre muestra mis cartas a la policía? Escribo a mis hermanas, pero él les roba las cartas, las copia, se las enseña a la policía, y la policía le paga, cómo no. Ya ve cuáles son sus límites. Y así se demuestra qué desesperada está la policía, que llega a pagar por tal cosa: se agarran a un clavo ardiendo, a lo que sea, porque yo no he hecho nada, ¡nada!, que pruebe lo que pretenden demostrar.
Desesperado, sí. Desesperado porque le traicionen; desesperado incluso por encontrar a un padre que le traicione.
– Tal vez no puedan demostrar nada, pero la policía sabe, como lo sabe usted y como lo sé yo mismo, que usted no es lo que se dice inocente. No se ha conformado con redactar esas listas, ¿verdad que no? Tiene las manos manchadas de sangre, ¿no es cierto? No le voy a pedir que confiese. No obstante, y en el más hipotético de los sentidos, ¿por qué lo hace?
– ¿Hipotéticamente? Fácil: porque si uno no mata, nadie le toma en serio. Es la única prueba de seriedad, lo único que cuenta.
– Pero ¿por qué necesita que lo tomen en serio? ¿Por qué no ser joven y no tener preocupaciones al menos mientras pueda? Tiempo de sobra tendrá después para ser todo lo serio que usted quiera. Y tenga a bien pensar aunque solo sea un instante en esos seres más débiles, en los que cometen el error de tomarle a usted muy en serio. Piense en su amiga la finesa, piense en lo que está pasando en estos momentos, a consecuencia de haberle tomado a usted en serio.
– ¡Deje ya de insistir tanto con mi presunta amiga la finesa! ¡Ya nos hemos ocupado de ella, ya no tiene que sufrir más! Y no me diga que espere a ser viejo para que me tomen en serio. Ya he visto qué ocurre cuando uno envejece. Cuando sea viejo, habré dejado de ser el que soy.
Es una acertada idea que fácilmente habría imputado a Pavel, pero nunca a Nechaev. ¡Qué desperdicio!
– Ojalá -dice-, ojalá hubiera podido oírles hablar juntos a Pavel y a usted.
En cambio, no dice esto otro: igual que dos sables, dos sables desenvainados.
Sin embargo, ¡qué inteligente por parte de Nechaev haberle prevenido para que no cayera en la compasión! Y es que eso mismo es lo que está a punto de sentir: compasión por un niño perdido en alta mar, que lucha y que se ahoga. Así pues, se equivoca al detectar algo tal vez demasiado estudiado en el sombrío aspecto de Nechaev (y es que, por sorprendente que sea, acaba de callarse), en su mirada meditabunda: algo no solo estudiado, sino también, puede ser, astuto. ¿Cuándo fue la última vez en que pudo confiar que las palabras viajasen directas de un corazón a otro? Época de falsificaciones, ésta en que vive: época de disfraces y disimulos. Pavel era demasiado niño, estaba demasiado chapado a la antigua para medrar. El héroe y la heroína de Pavel conversaban en aquel divertido, farfullante y anticuado lenguaje del corazón. «Ojalá… ojalá…» «Puedes… puedes…» Sin embargo, Pavel cuando menos intentó proyectarse en un pecho ajeno. Es imposible imaginarse a Sergei Nechaev como escritor. Es un egoísta, o incluso algo peor. También es un mal amante, de seguro. Sin sentimiento, sin piedad. De sentimientos a lo sumo inmaduros, esquivos, estancados, como un enano. Un hombre del futuro, puede que del siglo venidero, un hombre de monstruoso cerebro y monstruosos apetitos, pero nada más. Solitario, apartado de todo. Su lugar adecuado, un trono en una estancia vacía. El trono de las ideas. Un pope de las ideas, de ideas mortecinas. ¡Dios salve entonces a los fieles, Dios salve a los que se sometan a su gobierno!
Sus pensamientos son interrumpidos por un ruido de pasos en las escaleras. Nechaev corre a la puerta, escucha, sale. Se oye un furioso cuchicheo, una llave que entra en un cerrojo, el silencio.
Todavía con su sombrerito blanco, la mujer se ha sentado al borde del lecho para dar de mamar al niño más pequeño. Al mirarle a los ojos, se sonroja y alza el mentón con un gesto desafiante.
– El señor Ishutin dice que a lo mejor usted puede ayudarnos.
– ¿El señor Ishutin?
– El señor Ishutin, su amigo de usted.
– ¿Y por qué iba a decir tal cosa? Bien sabe él en qué situación me encuentro.
– Nos han desahuciado por impago del alquiler. He pagado el de este mes, pero no puedo pagar los atrasos; es demasiado.
El niño deja de mamar y se retuerce. Ella lo suelta; se resbala de su regazo y sale del cuarto. Lo oyen aliviarse debajo de las escaleras, gimiendo suavemente mientras lo hace.
– Lleva algunas semanas enfermo -se queja ella.
– Enséñeme los pechos.
Ella se suelta otro botón y expone ambos pechos. Los pezones se le yerguen por el frío. Alzándolos entre los dedos, los manipula con suavidad. Aparece una gota de leche.
Él lleva encima cinco rublos que pidió prestados a Anna Sergeyevna. Le da dos. Ella toma las monedas sin decir palabra y las envuelve en un pañuelo.
Regresa Nechaev.
– Ya veo que Sonya le ha dicho que está en un grave aprieto -dice-. Pensé que su casera podría hacer algo por ellos. Es una mujer generosa, ¿verdad que sí? Eso es lo que dijo Isaev.
– Ni hablar. ¿Cómo iba a llevar…?
La muchacha -¿se llamará Sonya realmente?- aparta la mirada para esconder su vergüenza. El vestido, que es de una tela estampada de flores, barata e inapropiada para la crudeza del invierno, se abotona de arriba a abajo por delante. Se ha echado a temblar.
– De eso hablaremos más tarde-dice Nechaev. Quiero mostrarle la imprenta.
– No me interesa su imprenta.
Nechaev, sin embargo, lo sujeta por el brazo, y a medias lo conduce, a medias lo arrastra a la puerta. Él vuelve a sorprenderse de su propia pasividad; es como si se hallara en un trance moral. ¿Qué pensaría Pavel si lo viera utilizado de este modo por su asesino? ¿O es de hecho Pavel quien lo conduce?
Reconoce la imprenta de inmediato; es el mismo modelo anticuado, una Albion fabricada en Birmingham, igual que la que utilizaba su hermano para imprimir pasquines, octavillas, programas de mano. Nada de miles de ejemplares; si acaso, doscientos por hora.
– La fuente del poder que tiene todo escritor -dice Nechaev dando una palmada sobre la máquina-. Su comunicado será distribuido entre las células esta misma noche, y mañana estará en la calle. Si lo prefiere, podemos esperar hasta que usted haya cruzado la frontera. E incluso si le acusan, siempre podría decir que es una falsificación. Para entonces ya no tendrá ninguna importancia, porque habrá surtido su efecto.
Hay otro hombre en la estancia, mayor que Nechaev: un hombre enjuto, de pelo negro, tez cetrina y ojos negros, sin brillo, encorvado sobre la mesa de composición, con el mentón entre las manos. No les presta ninguna atención, y Nechaev tampoco lo presenta.
– ¿Mi comunicado? -pregunta.
– Sí, su comunicado. Cualquier comunicado que quiera hacer. Puede ponerse a escribir aquí mismo, ahora, para ganar tiempo.
– ¿Y si decido contar la verdad?
– Le prometo que lo que usted escriba, sea lo que sea, nosotros lo distribuiremos.
– La verdad tal vez sea más de lo que puede aguantar una imprenta manual.
– Déjalo en paz. -La voz es la del otro, que sigue repasando el texto que tiene delante. Es un escritor, él no trabaja así.
– Entonces, ¿cómo trabaja?
– Los escritores tienen sus propias reglas. No pueden trabajar si alguien los mira por encima del hombro.
– Deberían aprender nuevas reglas. La privacidad es un lujo sin el cual todos podemos pasar. El pueblo no necesita la privacidad.
Ahora que tiene público, Nechaev ha retomado su talante de siempre. En cuanto a él, está harto, asqueado de sus torpes provocaciones.
– He de irme- dice otra vez.
– Si no escribe usted, lo tendremos que hacer nosotros.
– ¿Qué quiere decir? ¿Escribir por mi?
– Sí.
– ¿Firmando con mi nombre?
– Con su nombre, claro. No tenemos otra alternativa.
– Eso no lo aceptará nadie. No le creerá nadie.
– Los estudiantes sí lo creerán. Tiene usted una gran acogida entre los estudiantes, ya se lo dije. Sobre todo si no tienen que leer un grueso volumen para recibir el mensaje. Los estudiantes están dispuestos a creer cualquier cosa.
– ¡Vamos, Sergei Gennadevich! -dice el otro con una voz que nada tiene de sorna. Se le marcan las ojeras; ha encendido un cigarro que fuma con nerviosismo. ¿Qué es lo que tienes contra los libros? ¿Qué tienes contra los estudiantes?
– Lo que no pueda decirse en una sola página es que no vale la pena decirse. Por otra parte, ¿por qué van a sentarse cómoda y lujosamente unos pocos a leer libros, si hay muchos que no saben leer, que no pueden leer aunque sepan? ¿Tú te crees que Sonya, la de ahí al lado, tiene tiempo para leer? Los estudiantes, por cierto, hablan demasiado. No hacen otra cosa que sentarse a discutir, a desperdiciar sus energías. La universidad es un sitio en donde te enseñan a discutir, de modo que nunca tengas que hacer realmente ninguna otra cosa. Es igual que los judíos cuando le cortan los cabellos a Sansón. Las discusiones son una trampa. Solo sirven para pensar que hablando podrán hacer un mundo mejor; no entienden que las cosas tienen que empeorar antes de que puedan ser mejores.
Su camarada bosteza; su indiferencia parece incitar a Nechaev.
– ¡Es verdad! ¡Por eso hay que provocarles! Si los dejas a su antojo, siempre recaerán en las charlas y los debates, y todo terminará por irse al garete. Así era su hijastro, Fiodor Mijailovich: no hacía más que hablar. La gente que sufre no necesita hablar, sino pasar a la acción. Nuestro objetivo es conseguir que actúen. Si logramos provocarles para que actúen, habremos ganado la mitad de la batalla. Puede que los aplasten, puede que se recrudezca la represión, pero eso creará más sufrimiento, más indignación, más deseos de pasar a la acción. Así son las cosas. Además, si algunos sufren, ¿qué justicia habrá hasta que no sufran todos? Así se acelerarán las cosas; le sorprenderá con qué rapidez puede avanzar la historia, siempre y cuando consigamos ponerla en marcha. Los ciclos serán cada vez más cortos. Si actuamos hoy, el futuro lo tendremos encima antes de que nos demos cuenta.
– A lo que veo, está permitida la falsificación. Todo está permitido.
– ¿Por qué no? ¿Qué novedad hay en eso? Todo está permitido si es en aras del futuro. Lo dicen incluso los creyentes; no me extrañaría que estuviera en la Biblia.
– Le aseguro que no lo está. Eso es algo que solo dicen los jesuitas, y no tendrán perdón. Usted tampoco.
– ¿Que no tendré perdón? ¿Quién sabe? Estamos hablando de un panfleto, Fiodor Mijailovich. ¿A quién importa quién escriba realmente un panfleto? Las palabras se las lleva el viento, hoy están aquí, mañana en otra parte. Nadie es dueño de las palabras. Y estamos hablando de las masas. Imagino que habrá estado usted en medio de una muchedumbre: a las masas no les interesan nada las cuestiones de la autoría. Una muchedumbre no tiene intelecto, solo tiene pasiones. ¿O acaso pretende decir otra cosa?
– Quiero decir que si, en nombre del futuro, impone adrede el sufrimiento sobre esas desdichadas criaturas de ahí al lado, usted tampoco tendrá perdón.
– ¿Adrede? Y eso ¿qué quiere decir? No hace usted más que hablar de los entresijos de las personas, de la mente. La historia nada tiene que ver con los pensamientos, la historia no es una creación mental. La historia se hace en las calles, y no me diga que ahora hablo de pensamientos. Eso no es más que otro truco de debate, tal vez muy inteligente, sí, como tantos otros con los que se confunden los estudiantes. Yo no hablo de pensamientos, y aun cuando así fuera, poco importaría. Puedo pensar una cosa ahora y otra dentro de un minuto, y eso no importa un comino mientras pase a la acción. La gente actúa. Además, ¡se confunde usted! ¡No tiene ni idea de teología! ¿No ha oído hablar de la peregrinación de la Madre de Dios? Al día siguiente del último día, después de que todo se haya decidido, después de que se hayan cerrado a cal y canto las puertas del infierno, la Madre de Dios dejará su trono en el cielo y peregrinará al infierno para suplicar por los condenados, se hincará de rodillas y se negará a ponerse en pie hasta que Dios ceda y los perdone a todos, incluso a los ateos y a los blasfemos. Así pues, ya ve usted que se equivoca, que le contradicen los libros que usted mismo maneja.
Y Nechaev le lanza una fulminante mirada de triunfo.
El perdón de todos. Le basta con pensar en eso y la cabeza le da vueltas. Y serán reunidos el padre y el hijo. Por el hecho de venir de la indigna boca de un blasfemo, ¿no ha de ser verdad? ¿Quién ha de promulgar en dónde residirá la Madre de Dios? Si Cristo está oculto, ¿por qué no iba a ocultarse aquí, en estos sótanos? ¿Por qué no iba a estar aquí en este preciso instante, en el niño que se alimenta a los pechos de la mujer de al lado, en la niña de los ojos apagados, sagaces, o en el propio Sergei Nechaev?
– Está usted tentando a Dios. Si lo juega todo a la carta de la misericordia de Dios, tenga por seguro que lleva las de perder. Mejor que no se le ocurra ese pensamiento, hágame caso, o caerá irremisiblemente.
Lo dice con voz tan espesa que a duras penas logra dar forma a las palabras. Por vez primera el camarada de Nechaev levanta la vista de su mesa, observándole con interés.
Como si percibiese su debilidad, Nechaev se le echa encima y lo acosa como a un perro.
– Han pasado dieciocho siglos desde la época de Dios, casi diecinueve. Estamos a punto de entrar en una nueva época en la que seremos libres de pensar lo que queramos. ¡No habrá nada que escape a nuestro pensamiento! Seguramente ya lo sabe. A la fuerza lo sabe usted: ¡es lo que dijo Raskolnikov en su libro, poco antes de caer enfermo!
– Es usted un demente, ni siquiera sabe leer -murmura. Pero ha perdido, y lo sabe. Ha perdido, porque en todo este debate no cree en sí mismo. Y no cree en sí mismo porque ha perdido. Todo se derrumba: la lógica, la razón. Mira fijamente a Nechaev y ve tan solo un cristal que titila a la luz del desierto, un cristal encerrado en sí mismo, inexpugnable.
– Ande con cuidado -dice Nechaev meneando un dedo con gesto significativo-. Tenga cuidado con las palabras que emplea conmigo. Yo soy de Rusia; cuando dice que soy un demente, está diciendo que Rusia es demente.
– ¡Bravo! -dice su camarada, y da un aplauso tenue y burlón.
Intenta por última vez darse ánimo.
– No, eso no es verdad. Es puro sofisma. Usted no es más que parte de Rusia, solamente una parte de la demencia de Rusia. Yo soy el que… -se lleva la mano al pecho, y perplejo por lo afectado de su gesto, la deja caer. Yo soy el que lleva a cuestas la demencia. Es mi sino, mi carga, no la suya. Usted aún es un niño, todavía no puede ni empezar a soportar siquiera ese peso.
– ¡Bravísimo! -dice el hombre, y aplaude-. ¡Ahí te tiene pillado, Sergei!
– Así pues, quiero hacer un trato con usted -prosigue-. Al fin y al cabo, escribiré algo para su imprenta. Contaré la verdad, toda la verdad, en una sola página, tal como usted me exige. Mi única condición es que lo imprima tal cual, sin cambiar una coma, y que lo haga circular.
– ¡Hecho! Nechaev se enardece claramente, convencido de su triunfo. ¡Me gustan los tratos! ¡Dale papel y pluma!
El otro coloca un tablón sobre la mesa de componer y saca un papel.
Escribe lo siguiente:
«La noche del 12 de octubre del año de Nuestro Señor de 1869, mi hijastro Pavel Alexandrovich Isaev halló la muerte al caer al vacío desde la chimenea de la fundición que hay en el Muelle Stolyarny. Ha corrido el rumor de que su muerte fue obra de la Tercera Sección de la Policía Imperial. Este rumor es una artera patraña. Estoy convencido de que mi hijastro fue asesinado por su falso amigo, Sergei Gennadevich Nechaev.
»Que Dios se apiade de su alma.
»F. M. Dostoievski.
»18 de noviembre de 1869.»
Con un leve temblor, entrega el papel a Nechaev.
– ¡Excelente! -dice Nechaev, y pasa el papel al otro-. La verdad, tal como la ve un ciego.
– Imprímalo.
– Prepara la composición- ordena Nechaev al otro.
Este le mira con gesto dubitativo.
– ¿Es verdad?
– ¿Verdad? ¿Qué es la verdad? -exclama Nechaev con una voz que resuena por todo el techo del sótano-. ¡Prepáralo! ¡Bastante tiempo hemos perdido!
En ese instante comprende con toda claridad que ha caído en una trampa.
– Permítame una corrección -dice él. Toma el papel, lo arruga, se lo guarda en el bolsillo. Nechaev no intenta impedírselo.
– Demasiado tarde, ya no hay retractación posible dice-. Usted lo ha escrito delante de un testigo. Lo imprimiremos tal como le he prometido, palabra por palabra.
Una trampa, una trampa demoníaca. A fin de cuentas, no es él, en contra de lo que había pensado, una figura salida entre bastidores que se interpone como un intruso incómodo en una disputa entre su hijastro y Sergei Nechaev, el anarquista. La muerte de Pavel solo ha sido el señuelo para hacerle viajar de Dresde a Petersburgo. Él ha sido la presa en todo momento. Ha sido engatusado para salir de su escondrijo, y ahora Nechaev se le ha echado encima y lo ha sujetado por el cuello.
Lo mira enfurecido, pero Nechaev no cede un ápice.