20 Stavrogin

Una nube de humo cubre la ciudad. Del cielo caen cenizas; hasta la nieve misma es gris en algunos sitios.

Pasa la mañana sentado a solas en el cuarto. Ahora ya sabe por qué no ha ido a la isla de Yelagin. Es porque teme encontrarse la tierra removida, la tumba abierta de cuajo como un bostezo, el cuerpo desaparecido. Un cadáver pésimamente enterrado; enterrado ahora dentro de sí, en su pecho, que ya no llora, que rezuma locura, que le susurra que caiga.

Está enfermo, y sabe cómo se llama su enfermedad. Nechaev, la voz de los tiempos que corren, la llama ánimo vengativo, pero existe un nombre más certero, menos grandilocuente: resentimiento.

Se le ofrece una elección. Puede ponerse a gritar en medio de su vergonzosa caída, batir los brazos como alas, invocar a Dios o a su esposa para que lo salven. Puede entregarse de lleno, rechazar el cloroformo del terror o de la inconsciencia, vigilar, verlo y oírlo todo en espera del momento que tal vez llegue, tal vez no -pues no está en su mano forzarlo-, en que de ser un cuerpo que se precipita en las tinieblas pase a ser un cuerpo en cuyo interior tenga lugar una caída en las tinieblas, un cuerpo que contiene su propia caída, sus propias tinieblas.

Si hay alguien a quien le haya sido prescrito vivir a despecho de la locura de nuestro tiempo, según dijo él mismo a Anna Sergeyevna, no es otro que él. No se trata de salir impune de la caída, sino de lograr lo que no logró su hijo: luchar contra las tinieblas sibilantes, absorberlas, hacer de ellas su medio; hacer de la caída un vuelo, aunque sea un vuelo tan lento, tan anciano, tan torpe como el de una tortuga. Vivir allí donde murió Pavel. Vivir en Rusia y oír cómo murmuran las voces de Rusia en su interior. Albergarlo todo dentro de sí: Rusia, Pavel, la muerte.

Eso es lo que dijo. Ahora bien: ¿era verdad, o era mera jactancia? La respuesta no importa, al menos mientras él no se eche atrás. Tampoco importa que hable de forma figurada, haciendo de su sórdida y despreciable enfermedad el malestar emblemático de la época en que vive. La locura está en él y él está en la locura; se piensan uno a la otra; lo que se llamen uno a otro, ya sea locura, epilepsia o venganza, no tiene la menor trascendencia. No reside en una casa de huéspedes de la locura, ni es Petersburgo una ciudad de locura. El loco es él; quien admita que él es el loco también está loco. De todo lo que dice, nada es verdad, nada es falso, nada es digno de confianza, nada se puede descartar. No hay nada a qué agarrarse; no hay nada que hacer, salvo precipitarse libremente.

Saca el recado de escribir que lleva en una caja de viaje y dispone los materiales. Ya no es cuestión de escuchar cómo le llama el niño perdido desde la corriente oscura, ya no es cuestión de ser fiel a Pavel cuando todos lo han abandonado. Ya no es cuestión de fidelidad. Muy al contrario, es cuestión de traiciones: en primer lugar, de traición al amor, y luego de traición a Pavel y a la madre, a la hija y a todos los demás. Perversión: todo, todos han de ser aprovechados de otro modo, deben ser sujetados por él, precipitarse con él.

Recuerda al ayudante de Maximov y la pregunta que le hizo: «¿Qué clase de libros escribe usted?». Sabe ahora qué debería haber contestado: «Escribo perversiones de la verdad. Escojo los caminos más tortuosos, me llevo a los niños a los rincones más oscuros. Sigo la danza de la pluma».

En el espejo se ve de refilón inclinado sobre la mesa. En esa luz grisácea y sin lentes, podría confundirse con un desconocido; la barba oscura podría ser un velo, o una cortina de abejas.

Mueve la silla para no tener que verse en el espejo, pero persiste la sensación de que hay alguien más en el cuarto: si no es una persona de carne y hueso, es una figura de pega, un espantapájaros vestido con un traje viejo, con un saco de azúcar relleno en vez de la cabeza y un pañuelo sobre la boca.

Está distraído, irritado consigo por estar distraído. El espíritu mismo de la distracción mantiene al espantapájaros perversamente vivo, y su muda indiferencia frente a su irritación reduplica la irritación que siente.

Da la vuelta al cuarto, cambia la mesa de sitio por segunda vez. Se inclina sobre el espejo, examina los poros de su piel. No puede escribir; ni siquiera puede pensar.

Si no puede pensar siquiera, entonces, ¿qué? No ha olvidado al ladrón de noche. Si ha de salvarse, será gracias al ladrón de noche, por el cual ha de guardar constante vigilancia. Pero es obvio que el ladrón no vendrá hasta que el que vive en la casa lo olvide y se duerma. El que vive en la casa no puede estar vigilante de por vida, en todo momento; de lo contrario, la parábola no se cumplirá nunca. El que vive en la casa tiene que dormir; si tiene que dormir, ¿cómo puede Dios condenar su descanso? Dios ha de salvarlo, pues Dios no obra de otro modo. Sin embargo, atrapar a Dios en una red de razones es una provocación y una blasfemia.

Está en el viejo laberinto de siempre. Es la historia de su afición al juego, solo que relatada de otro modo. Juega porque Dios no habla. Juega para hacer hablar a Dios. Pero hacer hablar a Dios en vez de a una carta es una blasfemia. Solo cuando Dios está callado, solo entonces habla Dios. Cuando Dios parece hablar, es que Dios no dice nada.

Se pasa las horas sentado ante la mesa. No mueve la pluma. Intermitentemente vuelve el espantapájaros, ese arrugado, avejentado travestido de sí mismo. Está bloqueado, encarcelado.

Por tanto… Por tanto, ¿qué?

Cierra los ojos, se fuerza a mirar de frente esa figura, insiste hasta que se torna más clara. Sobre la cara aún lleva un velo que él parece incapaz de retirar. Eso es algo que solo podrá hacer la propia figura, y no lo hará antes de que se lo pida. Para pedírselo, por fuerza ha de saber su nombre. ¿Cómo se llama? ¿Es Ivanov? ¿Es Ivanov el oscuro, el olvidado, que está de vuelta? ¿O es Pavel? ¿Quién era el inquilino que ocupaba el cuarto antes que él? ¿Quién era P. A. I., dueño de la maleta? ¿Es esa P. la inicial de Pavel? ¿Era Pavel el verdadero nombre de Pavel? Si a Pavel lo llama por un nombre falso, ¿vendrá Pavel alguna vez?

En otro tiempo era Pavel el que se había perdido. Ahora es él quien está perdido, tan perdido que ni siquiera sabe cómo pedir ayuda.

Si suelta la pluma, ¿la empuñará esa figura que hay en el cuarto, se pondrá a escribir?

Piensa en Anna Sergeyevna, en lo que le dijo: Está usted de luto por sí mismo.

Las lágrimas que le ruedan por las mejillas son de una transparencia absoluta, y casi no saben a sal. Si se está obrando una purgación, lo que se purga es de una extraña pureza.

En definitiva, no le será dado devolver al muchacho muerto a la vida. En definitiva, si desea reunirse con él, tendrá que reunirse con él en la muerte.

Está la maleta. Está el traje blanco. En algún lugar aún debe existir el traje blanco. ¿Hay alguna forma, empezando por los pies, que lo lleve a construir el cuerpo dentro del traje, hasta que por fin le sea revelado el rostro, aunque sea el rostro bovino de Baal?

La cabeza de la figura al otro lado de la mesa es quizá demasiado grande, no mucho, pero más grande en todo caso de lo que debiera ser una cabeza humana. De hecho, en todas sus proporciones hay algo sutilmente erróneo. Hay algo excesivo en la figura.

Se pregunta si no estará aquejado de fiebre él también. Es una pena que no pueda llamar a Matryona para que le palpe la frente.

Por la figura no siente nada, nada en absoluto. Mejor dicho, siente a su alrededor un campo de indiferencia que tiene una fuerza tremenda, como un envoltorio tenebroso. ¿Será esa la razón de que no encuentre el nombre, y no porque el nombre esté oculto, sino porque la figura es indiferente a todos los nombres, a todas las palabras, a todo lo que de ella se pueda decir?

La fuerza tiene tal potencia que siente cómo le presiona, cómo choca con él cada onda silenciosa, unas tras otras.

La tercera prueba. Lo que le dijo a Anna Sergeyevna: he sido destinado a llevar una vida rusa. ¿Es así como se manifiesta Rusia, en esta fuerza, en estas tinieblas, en esta indiferencia por los nombres?

¿O es que el nombre que para él envuelven las tinieblas es el nombre del otro muchacho, del que él repudia, el nombre de Nechaev? ¿Es eso lo que ha de aprender, que a los ojos de Dios no existen diferencias entre ellos, Pavel Isaev y Sergei Nechaev, gorriones del mismo peso? ¿Es que va a renunciar al final a su fe en la inocencia de Pavel, es que va a reconocerlo al final como simple camarada y seguidor de Nechaev, como un joven inquieto que respondió sin reservas a todo lo que Nechaev le propuso, no solo la aventura de las conspiraciones, sino también el éxtasis del trato con la muerte, ese éxtasis que hincha el alma? Así como Nechaev odia a los padres y les ha declarado una guerra implacable, ¿habrá que dejar que Pavel lo siga?

Mientras se formula estas preguntas, mientras deja que Pavel pruebe por primera vez el odio y la sed de sangre, nota que algo se agita también en él: los arranques de una furia que contesta a Pavel, que contesta a Nechaev, que les contesta a todos. Padres e hijos: enemigos: enemigos hasta la muerte.

Así que sigue paralizado. Una de dos: o Pavel sigue estando con él, en él, niño encerrado en la cripta de su tristeza, llorando sin cesar, o suelta a Pavel en el torbellino de su ira contra las reglas de los padres. También puede soltar su propia rabia, como se suelta un genio de su lámpara, contra la impiedad y la ingratitud de los hijos.

Eso es todo lo que alcanza a ver: una elección que no es tal elección. No puede pensar, no puede escribir, no puede dolerse ni llorar más que por sí y para sí. Hasta que Pavel, el verdadero Pavel, venga a visitarlo sin que él lo evoque, será un prisionero en su propio pecho. Y no hay certeza de que Pavel no haya llegado ya en plena noche; no hay forma de saber si ha hablado ya.

A Pavel le es dado hablar solamente una vez. No obstante, no puede aceptar que no tendrá perdón por haber estado sordo, haberse dormido, haber sido un estúpido cuando fue pronunciada la palabra. Lo que por tanto espera oír es la segunda palabra de Pavel. Está absolutamente convencido de que no se merece una segunda palabra, de que no habrá una segunda palabra, pero cree con total convicción que esa segunda palabra ha de llegar.

Sabe que corre el peligro de jugárselo todo a la segunda oportunidad. Tan pronto haga su apuesta y lo fíe todo a la segunda oportunidad, habrá perdido la partida. Ha de hacer lo que no puede hacer de ninguna forma: resignarse a lo que haya de sobrevenir, ya sea palabra, ya sea silencio.

Teme que Pavel haya hablado. Cree que Pavel ha de hablar. Las dos cosas. El huevo y la castaña.

Ese es el ánimo con que está sentado ante la mesa de Pavel, con los ojos fijos en el fantasma que se halla frente a él, cuya atención no es menos implacable que la suya. Es el fantasma que a él le ha sido dado devolver a la vida.

No es Nechaev, eso ahora ya lo sabe. Es mayor que Nechaev. Tampoco es Pavel. Quizá sea Pavel, pero tal como podría haber llegado a ser un día, crecido y maduro hasta dejar muy atrás su juventud, hasta convertirse en uno de esos hombres apuestos y de rostro impávido a los que ningún amor alcanza a tocar, ya sea siquiera la adoración de una niña que hará lo que sea por él.

Es una visión que lo perturba. No es la verdad; aún no es la verdad. Pero de esa visión de Pavel, ya crecido hasta dejar atrás la niñez, el amor, y crecido no de forma humana, sino a la manera de un insecto que cambia por completo de forma en una determinada etapa de su evolución individual, de esa visión nota que le llega un estremecimiento. Encarar esa visión es como descender a las aguas del Nilo y encontrarse cara a cara con algo enorme, algo frío y gris, que tal vez en su día naciera de mujer, pero que con el paso de los siglos se ha convertido en piedra y no es de este mundo, sino algo que aturde y desbarata su capacidad de concepción.

También lo abruma Cristo en el Calvario, pero la figura que se halla ante él no es la de Cristo. En ella no detecta ni rastro de amor, sino que solo percibe la fría y sólida indiferencia de la piedra.

Esta presencia, tan gris, tan sin rasgos… ¿es eso lo que él ha de engendrar, es eso lo que debe recibir su carne, su sangre, su vida? ¿O es que acaso lo ha entendido mal, y lo ha entendido todo mal desde el principio? ¿No será más bien que es preciso dejar a un lado todo aquello que es, todo lo que ha llegado a ser, incluidos sus rasgos, y que vuelva a ser un recién nacido? ¿No es exactamente eso que tiene delante lo que engendra en realidad la vida? ¿No debe acaso entregarse a eso que tiene delante, para dejarse engendrar por ello?

Si así ha de ser, si esa es la verdad y si ese es el camino de la resurrección, está dispuesto a hacerlo. Lo dejará todo a un lado. Seguirá esa sombra y entrará desnudo como vino al mundo en las fauces del infierno.

Le viene de golpe una imagen de la que se ha defendido durante todo el último mes que ha transcurrido: Pavel, desnudo y destrozado y ensangrentado, en el depósito de cadáveres. También la semilla en su cuerpo está muerta, o está si no muriéndose.

Ya no hay nada que sea privado. Sin parpadear, al menos en la medida en que puede no parpadear, mira aquellas partes del cuerpo sin las que no puede engendrarse a un hijo. Y su mente regresa en el acto a la monstruosa deidad del museo de Berlín, empeñada en arrancar la semilla del cadáver, en salvarla.

Así es como por fin llega el momento, y la mano que empuña la pluma comienza a moverse. Pero las palabras que traza no son palabras de salvación. Por el contrario, hablan de moscas, o de una única mosca negra que zumba y rebota contra una ventana cerrada. Es cuando más aprieta el verano en Petersburgo, caluroso y pegajoso; de abajo, de la calle, sube el ruido, la música. En la habitación, una niña de ojos castaños y cabello lacio yace desnuda junto a un hombre. Los pies esbeltos de la niña apenas llegan hasta las pantorrillas del hombre, y la niña apoya la cara sobre su hombro, donde parece haberse acomodado y dormir como un bebé.

¿Quién es ese hombre? El cuerpo está formado con tanta perfección como el de un dios, pero desprende una frialdad tan marmórea que es imposible que una niña abrazada por él no se hiele hasta el tuétano de los huesos. En cuanto a la cara, la cara no ha de verse.

Se sienta con la pluma en la mano conteniéndose, procurando no caer en un descenso que lo lleve a las representaciones que no tienen lugar en este mundo, a punto de desmoronarse, encerradas en un instante en el que toda la creación yace abierta a sus pies, el momento en que él pierde pie y empieza a caer.

Es un momento del cual empieza a ser un refinado y voluptuoso conocedor. Y por eso habrá de condenarse.

Inquieto, se levanta. De la maleta toma el diario de Pavel y vuelve las páginas hasta la primera que está vacía, la página que el niño no llegó a emborronar porque había muerto. En esa página comienza por segunda vez a escribir.

En su escritura se encuentra en esta misma habitación, sentado ante la mesa, tal como ahora mismo está sentado. Pero la habitación es de Pavel, solamente de Pavel. Y él ha dejado de ser él: ya no es un hombre que vive el cuadragésimo noveno año de su vida. Por el contrario, es de nuevo un joven y tiene toda la arrogancia y la fuerza de la juventud. Lleva un traje blanco perfectamente cortado, a la medida, por el sastre. Es hasta cierto punto Pavel Isaev, aunque Pavel Isaev no es el nombre que se va a dar.

En la sangre de este joven, esta versión de Pavel, corre una sensación de triunfo. Ha atravesado las puertas de la muerte y ha regresado; ya nada puede tocarle. No es un dios, pero tampoco es humano. Está en cierto modo más allá de lo humano, más allá del hombre. No hay nada de lo que no sea capaz.

Mediante este joven, el edificio, con sus corredores malolientes y estancados, con sus ángulos ciegos, comienza a escribirse por sí solo: un edificio de Petersburgo, de Rusia.

Encabeza la página con mayúsculas bien perfiladas: LA VIVIENDA. Y escribe:


Duerme hasta bien tarde, rara vez se levanta antes de mediodía, cuando en la vivienda hace tanto calor que las sábanas están empapadas de sudor. Luego tropieza de camino al cuarto de aseo que hay en el rellano y se salpica la cara con el agua, se lava los dientes con el dedo y vuelve tropezando a la vivienda. Sin afeitar, con el cabello revuelto, despacha el desayuno que la casera le ha dejado (la mantequilla está ya derretida, las gachas de avena flotan en el cuenco de leche); se afeita y se pone la ropa interior del día anterior, la camisa del día anterior y el traje blanco (las arrugas del pantalón marcadas como cuchillos por haber pasado la noche planchadas bajo el colchón), y se humedece el cabello y se lo alisa; y así, una vez preparado para el día que le espera, pierde todo interés, pierde capacidad motriz: se sienta de nuevo ante la mesa aún ocupada por el desayuno y cae en una ensoñación, o bien se tumba a limpiarse las uñas con un cuchillo, a la espera de que algo suceda, o que la niña vuelva de la escuela a casa.

Si no, vaga por la vivienda, abre los cajones, toca todo lo que encuentra.

Halla una alacena en la que hay fotografías de su casera y su marido ya difunto. Escupe sobre el cristal y lo abrillanta con el pañuelo. Con brillantez, los dos se miran uno al otro en su minúscula prisión emparejada.

Hunde la cara en la ropa interior de ella. Percibe un vago olor a lavanda.

Está matriculado como estudiante en la universidad, pero no asiste a las clases. Se ha unido a un kruzhok, un círculo cuyos miembros experimentan el amor libre. Una tarde se lleva a una muchacha a su cuarto. Se le ocurre que debería cerrar la puerta con llave, pero no lo hace. La muchacha y él hacen el amor y luego se quedan dormidos.

Se despierta al oír un ruido. Sabe que alguien los observa.

Toca a la muchacha y esta se despierta. Los dos están desnudos, hermosos, en la flor de la juventud. Hacen el amor por segunda vez. En todo momento, él tiene en cuenta que la puerta se ha abierto solo una rendija y que la niña está mirando. Vive un intenso placer que por sí solo se comunica a la muchacha; nunca habían experimentado ninguno de los dos tan oscura dulzura.

Cuando después acompaña a casa a la muchacha, deja la cama sin hacer, de modo que la niña, si la explora, pueda familiarizarse con los olores del amor.

En lo sucesivo, todos los miércoles por la tarde, durante el resto del verano, se lleva a la muchacha a su cuarto, siempre a la misma muchacha. Cada vez, cuando llega el momento de despedirse, la vivienda parece desierta; cada vez, y él lo sabe, se ha colado la niña sigilosamente y los ha mirado o los ha escuchado, y ahora está oculta en algún rincón.

– Hazlo otra vez- susurrará la muchacha.

– ¿Que haga el qué?

– ¡Eso! -musita ella, arrebolada por el deseo.

– Primero di lo que has de decir -dice él, y la obliga a decir las palabras-. Más alto -añade. Decir las palabras es algo que excita a la muchacha hasta extremos intolerables.

Él se acuerda de Svidrigailov: «A las mujeres les gusta que las humilles».

Piensa en todo esto como si estuviera creando un gusto en la niña, tal como uno se crea un gusto por alimentos que no son naturales, como las ostras o las mollejas.

Se pregunta por qué lo hace, y es esta la respuesta que se da: la historia toca a su fin, los viejos libros de contabilidad pronto habrán ido a las hogueras; en este tiempo muerto entre lo viejo y lo nuevo todo está permitido. No es que tenga especial fe en su respuesta, pero tampoco la pone en duda. Le sirve.

Si no, esto es lo que se dice: todo es culpa del verano en Petersburgo, estas largas, calurosas y encerradas tardes en las que las moscas se estrellan contra los cristales, estas noches en las que reverberan los mosquitos. Que aguante al menos hasta el fin del verano, que aguante hasta que acabe también el invierno; cuando llegue la primavera me habré marchado a Suiza, a las montañas, y seré una persona diferente.

Suele comer y cenar con la casera y con su hija. Un miércoles por la noche, fingiendo estar de buen humor, se inclina sobre la mesa y le revuelve el cabello a la niña. Ella se aparta. Él se da cuenta de que no se ha lavado las manos, y ella ha notado el olor aún presente del amor en sus dedos. Sonrojada, confusa, la niña se inclina sobre su plato y no lo mira a los ojos.


Todo esto lo escribe con letra clara y esmerada, sin tachar una sola palabra. En el acto de la escritura experimenta hoy un placer excepcionalmente sensual, tanto en el tacto de la pluma como en la comodidad con que le encaja en el hueco entre el índice y el pulgar, pero más aún en la sensación de que su mano es arrastrada y desviada levemente de su curso natural sobre la página por la forma estricta e invariable de las letras, la disciplina del alfabeto.

Anya, Anna Snitkina, fue su secretaria antes de ser su mujer. La contrató para que pusiera en orden sus manuscritos y luego se casó con ella. Era a su modo una muchacha que algo tenía de hada, que él llamó para que desenmarañase el embrollo de su escritura y para que encontrase el hilo bueno. Si hoy escribe con tanta claridad es porque ya no está escribiendo para que ella lo lea. Está escribiendo para sí mismo, está escribiendo para la eternidad. Escribe para los muertos.

Y sin embargo, mientras permanece sentado con tanta calma, es un hombre apresado por un torbellino. Son torrentes de papel, fragmentos de una vida antigua, los que se sueltan con el rugido de la espiral ascendente, los que vuelan a su alrededor. Es transportado muy por encima de la tierra, sostenido por las corrientes del aire, antes de que el viento amaine un instante, antes de que empiece a caer, y goza ahí de un instante de total calma y claridad, del mundo abierto bajo sus pies como si fuera un mapa del mundo mismo.

Cartas del torbellino. Hojas esparcidas que él recoge. Un cuerpo esparcido que él ensambla de nuevo.

Oye que llaman a la puerta: es Matryona, en camisón, quien por un instante le observa sorprendida, como su madre.

– ¿Puedo pasar? -dice con la voz algo ronca.

– ¿Aún te duele la garganta?

– Mmm.

La niña se sienta en la cama. Incluso a esa distancia él se percata de la dificultad que tiene al respirar.

¿Por qué está ahí? ¿Es que quiere hacer las paces? ¿Es que también ella está agotada?

– Pavel se sentaba así también cuando estaba escribiendo -dice-. Cuando entré, pensé que eras Pavel.

– Estoy atareado-dice él. ¿Te importa si continúo?

Ella permanece en silencio, sentada a sus espaldas, y lo observa mientras él escribe. El aire de la habitación está cargado de electricidad; hasta las partículas de polvo parecen en suspenso.

– ¿Te gusta tu nombre? -le pregunta él al cabo de un rato.

– ¿Mi nombre?

– Sí, Matryona.

– No, lo aborrezco. Lo eligió mi padre. No entiendo por qué he de llevarlo. Era el nombre de mi abuela, y ella murió antes de que yo naciera.

– Tengo otro nombre para ti, Dusha- escribe el nombre en el encabezamiento de la página y se lo enseña. ¿Te gusta?

Ella no contesta.

– ¿Qué es lo que de verdad le ocurrió a Pavel? -dice él-. ¿Lo sabes?

– Creo… Creo que ya no pudo más.

– ¿Por qué no pudo más?

– Por el futuro. Prefirió ser uno de los mártires.

– ¿Qué es un mártir?

Ella titubea.

– Es el que ya no puede más, se entrega y renuncia a seguir por el futuro.

– ¿Fue la muchacha finesa también una mártir?

Matryona asiente.

Él se pregunta si Pavel también se acostumbró a hablar mediante fórmulas, aunque solo fuese al final. Por vez primera piensa que tal vez lo mejor es que Pavel haya muerto. Y ahora que esa idea se le ha pasado por la cabeza, la afronta con calma, sin repudiarla.

Una guerra: jóvenes contra viejos, los viejos contra los jóvenes.

– Ahora tienes que irte -le dice-. Tengo trabajo que hacer.

La siguiente página la titula LA niña, y escribe:


Un día llega una carta para él: su nombre y su dirección están escritos con letra de molde, clara y espaciosa. La niña la recoge en portería y la deja apoyada contra el espejo de su habitación.

Esa carta… ¿quieres saber quién la envía? le pregunta él al desgaire la siguiente vez en que están a solas. Y le relata la historia de María Lebyatkin, de cómo deshonró María a su hermano, el capitán Lebyatkin, y de cómo se convirtió en el hazmerreír de Tver al afirmar que un admirador suyo, cuya identidad se negó a revelar con tozuda coquetería, había pedido su mano.

– ¿Esa carta es de María? -pregunta la niña.

– Espera y lo sabrás.

– Pero ¿por qué se reían de ella? ¿Por qué no quería nadie casarse con ella?

– Porque María era una simple, y es mejor que los simples no se casen, no sea que tengan hijos simples como ellos, y así sucesivamente, hasta que el mundo entero se llene de gente simple. Como una epidemia.

– ¿Una epidemia?

– Sí. ¿Quieres que siga? Todo ocurrió el verano pasado, mientras estaba en casa de mi tía. Oí contar la historia de María y de su admirador fantasma, y decidí hacer algo. En primer lugar, me encargué un buen traje de color blanco, de modo que pareciese un galán, a la altura del papel que iba a desempeñar.

– ¿Es este traje?

– Sí, este traje. Cuando el traje estuvo listo, todo el mundo sabía qué se estaba cociendo, porque en Tver la noticias vuelan. Me puse el traje y con un ramo de flores en la mano me fui a visitar a los Lebyatkin. El capitán no entendía nada, pero su hermana se dio cuenta de lo que ocurría. Nunca había perdido la fe. A partir de aquel día fui a verlos a diario. Una vez la llevé a dar un paseo por el bosque, solos los dos. Fue el día antes de que me viniese a Petersburgo.

– Entonces, ¿fuiste su admirador en todo momento?

– No, las cosas no fueron así de sencillas. Su admirador no fue más que un sueño que ella tuvo. Los simples no saben distinguir entre los sueños y la realidad. Creen en los sueños. Ella creyó que yo era el sueño. Y es que me comporté, ¿sabes?, como si fuera un sueño.

– ¿Y no vas a volver a ver cómo está ella?

– No, no lo creo. La verdad es que no pienso volver. Y si por un casual ella viniese a visitarme, no dejes de ninguna manera que pase. Dile que he cambiado de alojamiento. Di que no sabes dónde vivo, o dale una dirección falsa. Invéntate una. A ella la reconocerás en el acto. Es alta, huesuda, tiene dientes de conejo y no hace más que sonreír. La verdad, es una especie de bruja.

– ¿Es eso lo que dice en su carta, que piensa venir?

– Sí.

– Y ¿por qué…?

– ¿Por qué hice lo que hice? Por hacer una gracia. El verano en el campo es tan aburrido… No tienes ni idea de lo aburrido que es.


No le lleva más de diez minutos escribir esa escena, sin tener que tachar ni una palabra. En una versión definitiva tendría que redondearla, pero por el momento le basta. Se levanta, deja las dos páginas sobre la mesa.

Es una violación de la inocencia de una niña. Es un acto por el cual no puede esperar perdón. Con ese acto ha cruzado el umbral. Ahora es Dios quien ha de hablar, ahora es Dios quien ya no puede permanecer callado. Corromper a una niña es obligar a Dios. El artilugio que ha ideado se abre y se desata como una trampa, una trampa para cazar a Dios.

Sabe bien lo que está haciendo. Al mismo tiempo, en esta competición en la que se mide la astucia entre Dios y él mismo, él está fuera de sí, quizá está fuera de su alma. No sabe bien dónde, pero se pone en pie y observa cómo Dios y él se acechan el uno al otro. El tiempo está en suspenso, todo está en suspenso antes de la caída.

He perdido mi sitio en mi alma, piensa.

Recoge su gorro y abandona su alojamiento. No reconoce el gorro, no tiene ni idea de quién es el calzado que lleva puesto. A decir verdad, nada reconoce de sí mismo. Si ahora tuviera que mirarse en un espejo, no le sorprendería que fuese otro rostro el que encontrase, el que lo mirase a ciegas.

Ha traicionado a todos; tampoco entiende que esas traiciones podrían ir aún más allá. Si alguna vez quiso saber si la traición sabe más a vinagre o a hiél, ahora ha llegado el momento.

Pero en su boca no hay sabores que él reconozca, así como no hay peso en su corazón. Su corazón, de hecho, le parece vacío. De antemano nunca supo que estaría así. ¿Cómo habría podido saberlo? No hay tormento, sino una mortecina ausencia de tormento. Es como un soldado alcanzado en el campo de batalla, un soldado que sangra, que ve su sangre, que no acusa el dolor, que se pregunta: ¿no estaré ya muerto?

Le da la impresión de que es un precio enorme el que ha de pagar. Le pagan muchísimo dinero por escribir libros, dijo la niña, repitiendo lo que había oído al niño muerto. Lo que ninguno de los dos alcanzó a decir fue que a cambio había de entregar su alma.

Ahora empieza a probar ese sabor, y sabe a hiél.

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