11

El gran manto de silencio expectante duró sólo un momento. Después, el zumbido de las charlas en el estadio cambió de intensidad mientras la gente se dedicaba a ver, explicar, especular. Un espejo. ¿Qué diablos significaba?

Buena pregunta. Pese a sentirme muy conmovido por ese objeto, no disponía de ninguna teoría inmediata al respecto. A veces el arte sublime es así. Te afecta y no sabes decir por qué. ¿Se trataba de algún símbolo profundo? ¿Un mensaje críptico? ¿Una súplica desesperada de ayuda y comprensión? Era imposible decirlo, y para mí, ni siquiera primordial. Sólo quería empaparme de ello. Que se preocuparan los demás por cómo había llegado hasta allí. Al fin y al cabo quizá simplemente se había caído y el asesino había decidido echarlo en la bolsa de basura que tenía más cerca.

Pero eso no era posible, claro que no. Y ahora ya no podía dejar de pensar en ello. El espejo estaba allí por alguna razón importante. Las bolsas no eran para él simple basura. Tal y como había demostrado eligiendo la pista de hockey como escenario, la presentación jugaba un papel trascendente en sus actos. No dejaba ningún detalle al azar. Y por eso empecé a pensar qué podía significar el espejo. Tenía que creer que, por improvisado que pudiera parecer, colocarlo con los trozos del cuerpo era un acto absolutamente deliberado. Y tenía la sensación, burbujeando en algún punto de mis pulmones, de que se trataba de un mensaje esmerado, muy privado.

¿Dirigido a mí?

Si no a mí, ¿a quién? El resto del acto hablaba para el mundo en general: vean cómo soy. Vean cómo somos todos. Vean qué hago al respecto. El retrovisor de un camión no formaba parte de la frase. Seccionar el cuerpo, drenar la sangre… eran acciones necesarias y elegantes. Pero el espejo —y sobre todo si resultaba pertenecer al camión que perseguí— era distinto. Un toque elegante, sí; ¿pero qué información aportaba? Ninguna. Se había añadido por alguna otra razón, y esa razón tenía que ser comunicar algo nuevo y distinto. Podía sentir la electricidad del pensamiento surcando mi cuerpo. Si pertenecía al camión, sólo podía ir dirigido a mí.

¿Pero qué significaba?

—¿A qué coño viene eso? —dijo Deb, a mi lado—. Un retrovisor. ¿Por qué?

—Ni idea —dije, aún sintiendo que su energía latía en mí—. Pero te apuesto una cena en Joes Stone Crabs a que procede del camión refrigerado.

—No me apuesto nada —dijo ella—. Pero al menos deja sentada una cuestión importante.

La miré, atónito. ¿Podía haber deducido de verdad algo que a mí me había pasado por alto?

—¿Qué cuestión, hermanita?

Indicó con un movimiento de cabeza al enjambre de agentes que seguían deambulando por los bordes de la pista.

—Jurisdicción. Éste es nuestro. Vamos.

A primera vista, la inspectora LaGuerta no estaba muy impresionada por este nuevo hallazgo. Quizá bajo aquella máscara de indiferencia cuidadosamente estructurada se ocultaba una inquietud profunda y permanente por el simbolismo del espejo y todas sus implicaciones. O eso, o era más tonta que una bolsa con piedras. Seguía junto a Doakes. A favor de él hay que decir que parecía perplejo, pero quizás obedeciera simplemente a que su cara se había cansado de la habitual expresión de mezquindad y estaba intentando algo nuevo.

—Morgan —dijo LaGuerta dirigiéndose a Deb—. No te había reconocido vestida.

—Supongo que es posible pasar por encima de un montón de cosas obvias, inspectora —dijo Deb antes de que yo pudiera detenerla.

—Así es —dijo LaGuerta—. Por eso algunos de entre nosotros nunca llegan a Homicidios. —Fue una victoria total y sin esfuerzo, y LaGuerta ni siquiera esperó a ver cómo la bala daba en el blanco. Apartándose de Deb, se dirigió a Doakes—: Averigua quién tiene llaves del estadio. Quién puede entrar aquí cuando se le antoje.

—De acuerdo —dijo Doakes—. ¿Compruebo las cerraduras para ver si alguien ha forzado alguna?

—No —dijo LaGuerta con una pequeña mueca—. Ahora ya tenemos la relación con el hielo. Ese camión refrigerado era sólo una cortina de humo —añadió mirando a Deborah, antes de volverse de nuevo hacia Doakes—. Los daños que se aprecian en los tejidos tienen que proceder de aquí, del hielo. De modo que el asesino guarda alguna relación con este lugar. —Miró a Deborah una última vez—. No con el camión.

—Uh, uh —dijo Doakes. No sonaba muy convencido, pero no era él quien mandaba.

LaGuerta me miró.

—Creo que puedes irte a casa, Dexter —dijo—. Ya sé dónde vives por si te necesito. —Al menos no me guiñó un ojo.

Deborah me acompañó hasta las puertas del estadio.

—Como esto siga así, estaré vigilando pasos de cebra dentro de un año —dijo, con un gruñido.

—Tonterías, Deb. Yo diría que dentro de dos meses máximo.

—Gracias.

—Bueno, la verdad es que no puedes desafiarla abiertamente. ¿No has visto cómo lo hacía el sargento Doakes? Un poco de sutileza, por el amor de Dios.

—Sutileza. —Se quedó inmóvil y me cogió del brazo—. Mira, Dexter. Esto no es ningún juego.

—Sí lo es, Deb. Un juego diplomático. Y no lo estás jugando como es debido.

—No estoy jugando a nada. Hay vidas humanas en peligro. Hay un carnicero campando a sus anchas que seguirá suelto mientras esa inútil de LaGuerta siga al frente de la operación.

Reprimí un atisbo de esperanza.

—Quizá sea así…

-Es así —insistió Deb.

—… pero Deborah, no vas a cambiar nada ganándote un destierro a la patrulla de tráfico de Coconut Drive.

—No —dijo ella—. Pero eso puede cambiar si encuentro al asesino.

Hay gente que simplemente no tiene la menor idea de cómo funciona el mundo. En otros temas Deb era una persona muy lista, de verdad, pero había heredado toda la franqueza tosca de Harry, su modo directo de enfrentarse a las cosas, sin el matiz de comprensión con que él la combinaba. En Harry la testarudez había constituido un modo de atravesar la materia fecal. En Deborah era un modo de fingir que no existía tal materia.

Una de las patrullas que había en la zona me llevó hasta mi coche. Fui hacia casa, imaginando que había guardado la cabeza, la había envuelto cuidadosamente en papel de seda y la había colocado en el asiento trasero para llevarla conmigo. Estúpido y terrible, lo sé. Por primera vez comprendí a esos individuos tristes, normalmente pervertidos, que se extasían ante los zapatos de mujer o llevan encima ropa interior sucia. Una sensación sucia que me hacía desear una ducha en la misma medida en que deseaba acariciar esa cabeza.

Pero no la tenía en mi poder. Lo único que me quedaba era volver a casa. Avancé despacio, a una velocidad algo inferior a la permitida, algo que en Miami equivale a llevar un cartel diciendo PÉGAME colgado a la espalda. Nadie me golpeó, claro. Para eso habrían tenido que frenar. Pero sí intentaron meterme prisa a base de bocinazos unas siete veces, me insultaron ocho, y cinco coches se limitaron a adelantarme, ya fuera por el arcén o invadiendo el carril contrario.

Pero aquel día ni siquiera el enérgico espíritu de los conductores de Miami conseguía animarme. Estaba agotado, aturdido; necesitaba pensar, lejos de los ecos estrepitosos del estadio y del absurdo acoso de LaGuerta. Conducir despacio me daba tiempo para meditar, para descifrar el significado de todo lo que había sucedido. Y caí en la cuenta de que una estúpida frase seguía rondándome por la cabeza, columpiándose entre los engranajes y ruedecillas de mi exhausto cerebro. Había tomado vida propia. Y cuanta más atención prestaba a mis pensamientos, más sentido tenía. Además del sentido, se convirtió en una especie de mantra hipnótico. Se convirtió en la clave para pensar sobre el asesino: la cabeza rodando por la calle, el espejo retrovisor guardado junto a una de esas partes del cuerpo maravillosamente secas.

De haber sido yo…

Es decir: «De haber sido yo, ¿qué querría decir con ese espejo?», y «De haber sido yo, ¿qué habría hecho con el camión?»

Claro que no había sido yo, y esa envidia es muy mala para el alma, pero como no acabo de estar seguro de tener una, tampoco importaba. De haber sido yo, habría metido el camión en cualquier cuneta cercana al estadio para así alejarme después en un coche más rápido. ¿Un coche escondido de antemano? ¿Robado? Dependía. De haber sido yo, ¿tendría ya planeado dejar el cadáver en el estadio, o habría surgido como reacción a la persecución por carretera?

Pero todo esto no tenía sentido. Él no podía haber previsto que alguien lo perseguiría hasta North Bay Village, ¿o sí? Pero, en este caso, ¿cómo tenía la cabeza lista para ser arrojada? ¿Y por qué depositar luego el resto en el estadio? Parecía una elección muy peculiar. Sí, en él había mucho hielo, y cuanto más frío mejor. Pero ese amplio y estruendoso espacio no era muy apropiado para la intimidad que se suele buscar en esos momentos… de haberlo hecho yo. Se respiraba en él una terrible y abierta desolación que no propiciaba en modo alguno la creatividad genuina. Divertido para verlo, pero no el estudio de un artista real. Un cubo de basura, no un taller de trabajo. No emanaba las sensaciones correctas.

De haberlo hecho yo, claro.

De modo que el estadio era un golpe audaz en territorio inexplorado. Daría pistas a la policía, y los conduciría ciertamente en la dirección errónea. Si es que alguna vez tomaban alguna dirección concreta, lo que al día de hoy se revelaba como altamente improbable.

Y para colmo el espejo: si yo estaba en lo cierto acerca de las razones para elegir el estadio, la adición del espejo no hacía más que confirmarlo. Era un comentario a lo que acababa de suceder, conectada al abandono de la cabeza. Era un enunciado que agrupaba todos los cabos sueltos, envolviéndolos con la misma pulcritud que a las partes del cuerpo, un elegante énfasis de una obra mayor. ¿Cuál sería el enunciado, de haberlo hecho yo?

Te veo.

Bueno. Claro que se trataba de eso, a pesar de resultar una obviedad. Te veo. Sé que andas detrás de mí y te vigilo. Pero sigo manteniéndote a distancia, controlando tus movimientos y decidiendo tu velocidad, mientras contemplo cómo me sigues. Te veo. Sé quién eres y dónde estás, y que lo único que sabes de mí es que estoy vigilándote. Te veo.

Eso sonaba acertado. ¿Por qué, pues, no me hacía sentir mejor?

Es más, ¿hasta qué parte podía contarle a Deborah? Este asunto se estaba convirtiendo en algo tan intensamente personal que resultaba difícil recordar que tenía un lado público, un lado que era importante para mi hermana y para su carrera profesional. No podía decirle —ni a ella ni a nadie— que creía que el asesino estaba intentando comunicarse conmigo, por si yo tenía ingenio suficiente para oírlo y replicar. Pero el resto… ¿Había algo que necesitara decirle, y, por otro lado, quería hacerlo?

Era demasiado. Necesitaba dormir antes de poder resolverlo.

No es que cayera redondo en cuanto me metí en la cama, pero tampoco fue muy distinto. Dejé que el sueño me venciera rápidamente, hundiéndome en la oscuridad. Y obtuve casi dos horas y medio de sueño profundo antes de que me despertara el teléfono.

—Soy yo —dijo una voz al otro extremo de la línea.

—Ya sé que eres tú —dije—. Deborah, ¿no? —Y, por supuesto, lo era.

—He encontrado el camión.

—Bien, felicidades, Deb. Es una gran noticia.

Se produjo un prolongado silencio.

—¿Deb? —dije, por fin—. Es una buena noticia, ¿no?

—No —dijo ella.

—Oh. —Sentía la necesidad de dormir golpeándome la cabeza, como si alguien sacudiera una alfombra de oración antes de que llegaran los fieles, pero traté de concentrarme—. Este, Deb… ¿qué…? ¿Qué ha pasado?

—Lo comprobé todo —dijo ella—. Me aseguré por completo. Fotos, placas de matrícula, todo. Así que, como una buena scout, se lo expliqué todo a LaGuerta.

—¿Y no te creyó? —pregunté, atónito.

—Supongo que sí.

Intenté parpadear, pero los ojos querían cerrarse de modo que me rendí.

—Lo siento mucho Deb, pero uno de los dos no se explica bien. ¿Soy yo?

—Intenté explicárselo —dijo Deborah con una vocecilla débil que me transmitió la idea de estar sumergiéndose en el agua sin salvavidas—. Le conté toda la historia. Fui incluso cortés.

—Muy bien. ¿Y qué te dijo?

—Nada —dijo Deb.

—¿Nada de nada?

—Nada de nada —repitió Deb—. Excepto gracias, con el mismo tono en que se las darías al aparcacoches. Me dedicó esa sonrisa suya tan peculiar y dio media vuelta.

—Bueno, Deb, tampoco puedes esperar que…

—Luego descubrí por qué sonreía así —dijo Deb—. Como si tuviera delante a una retrasada mental y hubiera decidido por fin dónde encerrarme.

—Oh, no —exclamé—. ¿No estarás fuera del caso?

—Todos lo estamos, Dexter —dijo Deb con una voz que revelaba tanto cansancio como el que yo sentía—. LaGuerta ha arrestado a alguien.

De repente el silencio invadió la línea y no pude pensar en nada, pero al menos consiguió despertarme.

—¿Qué?

—LaGuerta ha detenido a un tipo, uno de los trabajadores del estadio. Lo tiene bajo custodia y está convencida de que es el asesino.

—Eso es imposible —dije, aunque sabía que era posible. Maldita puta descerebrada. LaGuerta, no Deb.

—Ya lo sé, Dexter. Pero no intentes decírselo a LaGuerta. Está segura de que ha pillado al asesino.

—¿Hasta qué punto? —pregunté. La cabeza me daba vueltas y sentía ganas de vomitar. No sabría decir por qué.

—Dará una conferencia de prensa dentro de una hora —gruñó Deb—. Para ella no hay duda.

Los golpes en mi cabeza se hicieron demasiado fuertes para oír lo siguiente que dijo Deb. ¿LaGuerta había arrestado a alguien? ¿A quién? ¿A quién podía haberle cargado el muerto? ¿De verdad era capaz de pasar por alto todas las pistas, el aroma, la textura y el sabor de estos asesinatos y arrestar a alguien? Porque nadie capaz de hacer lo que había hecho este asesino —de hecho, ¡lo que seguía haciendo!– podía permitir que una imbécil como LaGuerta lo atrapara. Nunca. Apostaría mi vida en ello.

—No, Deborah —dije—. No es posible. Se ha equivocado de hombre.

Deborah se rió, con esa risa fatigada que dice aquíhayjuegosucio típica de la policía.

—Sí —dijo ella—. Yo lo sé. Tú lo sabes. Pero ella no. ¿Y quieres saber algo gracioso? Él tampoco.

Eso no tenía ningún sentido.

—¿Qué dices, Deb? ¿Quién no lo sabe?

Repitió aquella risita breve y amarga.

—El tipo al que han arrestado. Supongo que debe de estar tan aturdido como LaGuerta, Dex. Porque ha confesado.

—¿Qué?

—Ha confesado, Dexter. El muy capullo ha confesado.

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