El cuerpo yace tal y como a mí me gusta. Brazos y piernas sujetos y la boca sellada con cinta aislante para que no haya ruido ni salpicaduras en mi área de trabajo. Y mi mano sostiene el cuchillo con tanta firmeza que estoy seguro de que éste será uno de los buenos, muy satisfactorio…
Pero no se trata de un cuchillo, sino de una especie de…
Y tampoco se trata de mi mano. Aunque mi mano la mueve, no es la mía la que sostiene el arma. Y la estancia es muy pequeña, bastante estrecha, lo cual tiene sentido porque es… ¿qué?
Y ahora estoy flotando sobre este perfecto y cerrado espacio de trabajo y su tentador cuerpo, y por primera vez siento el frío que sopla alrededor, y, en cierto modo, a través de mí. Y si sólo pudiera sentir los dientes, estoy seguro de que castañetearían. Y mi mano, en una simbiosis perfecta con esa otra mano, se alza y traza en el aire el arco que provocará un corte perfecto…
Y me despierto en mi apartamento, claro. No sé cómo he llegado hasta allí, pero estoy de pie junto a la puerta principal, completamente desnudo. El sonambulismo lo entiendo, pero ¿por qué hacer striptease? No sé, la verdad. Vuelvo a tientas hasta ese follón que es mi cama. Las mantas están apiladas en el suelo. El aire acondicionado ha hecho descender la temperatura a unos 16 grados. Anoche, en su momento, me había parecido una buena idea, ya que estaba algo perplejo por lo que había sucedido con Rita. Absurdo, si es que había sucedido de verdad. Dexter, el bandido del amor, robando besos. Así que cuando llegué a casa me di una ducha caliente y bajé el termostato al mínimo antes de acostarme. No pretendo entender por qué, pero en mis momentos más oscuros siento que el frío purifica. No es que pretenda refrescar el ambiente más de lo necesario.
Y frío sí que hacía. Demasiado para tomar café y empezar el día entre los retazos difusos de mi sueño.
Por norma general no suelo recordar lo que sueño, y no le doy la menor importancia si eso sucede. De modo que resultaba ridículo que éste en concreto no me dejara en paz.
Y ahora estoy flotando sobre este perfecto y cerrado espacio de trabajo… mi mano, en una simbiosis perfecta con esa otra mano, se alza y traza en el aire el arco que provocará un corte perfecto…
He leído libros. Quizá porque nunca llegaré a ser uno de ellos, los humanos me parecen interesantes. De modo que lo sé todo sobre simbolismos: flotar es una forma de volar, el símbolo del sexo. Y el cuchillo…
Ja, Herr Doktor. El cuchillo ist eine madre, ¿ja?
Olvídalo, Dexter.
Ha sido sólo un sueño estúpido y absurdo. El timbre del teléfono casi me provoca un infarto.
—¿Qué me dices de un desayuno en Wolfies? —dijo Deborah—. Invito yo.
—Es sábado por la mañana —dije—. No habrá mesa.
—Me adelanto y empiezo a hacer cola —dijo ella—. Nos vemos allí.
El Wolfies Deli de Miami Beach era toda una institución en Miami. Y dado que los Morgan somos oriundos de aquí, habíamos celebrado en él las ocasiones especiales durante todas nuestras vidas. El porqué Deborah creía que hoy podía ser una de esas ocasiones era algo que se me escapaba, pero no me cabía duda de que me lo diría cuando llegara el momento. De modo que me duché, me puse la mejor ropa cómoda que reservo para los sábados, y conduje hasta Miami Beach. El tráfico avanzaba con fluidez por la recientemente mejorada carretera elevada MacArthur, que discurre a muy poca altura sobre el mar, y no tardé mucho en estar abriéndome paso a base de educados codazos entre las hordas que abarrotaban el Wolfies.
Haciendo honor a su palabra, Deborah había conseguido una mesa en un rincón. Estaba charlando con una camarera de edad avanzada, una mujer a la que reconocí incluso yo.
—Rose, amor mío —dije, agachándome para besar su arrugada mejilla. Ella me miró con su malhumor habitual—. Mi rosa silvestre de Irlanda.
—Dexter —protestó ella con un fuerte acento centroeuropeo—. Déjate de tanto beso, pareces un faigelah.
-¿Faigelah? ¿Es así cómo llamáis a los novios en Irlanda? —pregunté, tomando asiento.
—Bah —contestó ella antes de volver a la cocina sacudiendo la cabeza.
—Creo que soy su tipo —dije a Deborah. —Debes de ser el tipo de alguien —dijo Deb—. ¿Qué tal la cita de anoche?
—Genial —dije—. Deberías probarlo alguna vez.
—Bah.
—No puedes pasarte todas las noches paseando por Tamiami Trail en ropa interior, Deb. Necesitas una vida.
—Necesito un cambio de destino —atajó ella—. Al departamento de Homicidios. Entonces nos ocuparemos del resto.
—Lo comprendo. Desde luego, a los niños les sonará mucho mejor decir que mamá está en Homicidios.
—Por favor, Dexter…
—Es un pensamiento normal, Deborah. Sobrinos, sobrinas. Más Morgan pequeñitos. ¿Por qué no?
Soltó un prolongado suspiro.
—Creía que mamá había muerto —dijo ella.
—Estoy sintonizando con ella. Mediante la repostería danesa.
—Pues cambia de canal, ¿quieres? ¿Qué sabes de la cristalización celular?
Parpadeé.
—Guau. Acabas de ganar el primer premio en la competición anual de cambio de tema.
—Hablo en serio —dijo ella.
—Entonces reconozco que estoy atónito, Deb. ¿A qué te refieres con cristalización celular?
—Del frío —dijo ella—. Células cristalizadas debido al frío. La luz me inundó el cerebro.
—Claro —dije—, hermoso. —Y en algún lugar de mi interior empezaron a sonar un montón de campanitas. Frío… Frío puro y limpio, y la hoja fría del cuchillo casi silbando mientras rebana la carne a rodajas. Frialdad limpia y aséptica, el flujo sanguíneo paralizado e inútil, tan absolutamente correcto y totalmente necesario: frío—. ¿Por qué no…? —empecé a decir, pero me callé al ver la cara de Deborah.
—¿Qué? —preguntó Deb—. ¿Qué está tan claro?
Sacudí la cabeza.
—Empieza por contarme por qué quieres saberlo. Me miró durante un minuto largo e intenso y soltó otro suspiro.
—Creo que ya lo sabes —dijo, por fin—. Se ha cometido otro crimen.
—Lo sé —dije—. Pasé por delante anoche.
—Me dijeron que no te limitaste a pasar por delante. Me encogí de hombros. La policía metropolitana es una familia muy pequeña.
—¿Así que qué significaba ese claro?
—Nada —dije, levemente irritado—. La carne del cuerpo tenía un aspecto ligeramente distinto. Si había estado expuesta al frío… —Extendí las manos—. Eso es todo, ¿vale? ¿De qué frío hablamos?
—Las temperaturas que se usan para conservar la carne —dijo ella—. ¿Por qué lo haría?
Porque es hermoso, pensé.
—Eso detendría el flujo sanguíneo —dije, en cambio.
—¿Y eso es importante? —preguntó ella, observándome con atención.
Tomé una larga y, tal vez, algo temblorosa bocanada de aire. No sólo nunca podría explicárselo, sino que me encerraría si intentaba hacerlo.
—Es vital —dije. Por alguna razón me sentía incómodo.
—¿Por qué vital?
—Este… Bueno, no sé. Creo que ese tío tiene fijación con la sangre, Deb. Es sólo una sensación que tengo de… No sé de dónde, no hay evidencia alguna, ya lo sabes.
Volvía a mirarme del mismo modo. Intenté que se me ocurriera algo que decir, pero no fui capaz. El ingenioso Dexter, el elocuente, se había quedado sin nada que decir.
—Mierda —dijo ella, por fin—. ¿Eso es todo? El frío paraliza la sangre… ¿Y eso es vital? Venga, ¿qué coño quieres decir con esto, Dexter?
—No me pidas que tenga buenas ideas antes del café —dije, haciendo un heroico esfuerzo por recobrarme—. Sólo puedo ser preciso.
—Mierda —repitió ella. Rose nos trajo el café. Deborah dio un sorbo—. Anoche recibí una invitación para la reunión de las setenta y dos horas.
Aplaudí.
—Fantástico. Lo has conseguido. ¿Para qué me necesitas?
La policía metropolitana sigue la política de organizar una reunión del equipo de homicidios aproximadamente a las setenta y dos horas de haberse cometido el asesinato. El agente encargado del caso y su equipo deliberan con el forense y, a veces, con alguien de la oficina del fiscal. Ayuda a unificar directrices. El hecho de que hubieran invitado a Deborah implicaba que estaba en el caso.
—No se me da bien la diplomacia, Dexter —dijo en tono taciturno—. Noto que LaGuerta me está apartando, pero no puedo hacer nada al respecto.
—¿Sigue buscando al testigo misterioso?
Deborah asintió.
—¿De verdad? ¿Incluso después del último asesinato?
—Dice que eso confirma la hipótesis. Los nuevos cortes no eran del todo completos.
—Pero eran todos distintos —protesté.
Se encogió de hombros.
—¿Y tú le sugeriste…?
Deb desvió la mirada.
—Le dije que creía que era una pérdida de tiempo buscar a un testigo cuando resultaba obvio que el asesino no fue interrumpido, sino que se había quedado insatisfecho.
—Uf —dije—. La verdad es que no tienes la menor noción de lo que es la diplomacia.
—Joder, Dex —dijo ella. Dos ancianas de la mesa de al lado la miraron mal, pero Deb ni lo notó—. Lo que dijiste tenía sentido. Es evidente, y ella no me hace ni caso. Bueno, de hecho hace cosas peores.
—¿Qué podría ser peor que no hacerte caso? —dije.
Se ruborizó.
—Después escuché a un par de polis murmurando a mis espaldas. Hay un chiste circulando y yo soy la protagonista. —Se mordió los labios y miró hacia otro lado—. Einstein.
—Lo siento, no lo capto.
—Si mis tetas fueran cerebros, yo sería Einstein —dijo amargamente. Sustituí la risa por un carraspeo—. Eso es lo que va diciendo de mí. Y es una de esas etiquetas asquerosas que se te queda pegada, y luego ya no te ascienden porque creen que nadie respetaría a alguien con un apodo así. Joder, Dex —repitió—. Esa tía está arruinando mi carrera.
Sentí que Dexter necesitaba calor y protección.
—Es una imbécil.
—¿Debería decírselo a ella, Dex? ¿Crees que sería diplomático?
Llegó la comida. Rose nos plantó los platos delante como si un juez corrupto la hubiera condenado a servir desayunos a asesinos de bebés. Le brindé una sonrisa gigantesca y ella dio media vuelta, rezongando.
Tomé un bocado y volví a concentrarme en el problema de Deborah. Tenía que esforzarme por abordarlo de ese modo, el problema de Deborah. No «esos asesinatos fascinantes». No «ese fascinante y atractivo modus operandi del asesino», o «algo parecido a lo que me gustaría hacer algún día». Tenía que mantenerme al margen, pero la atracción que despertaba en mí era demasiado fuerte. Incluso el sueño de la noche pasada, el aire helado. Mera coincidencia, por supuesto, pero igualmente perturbador.
Este asesino había desentrañado mi estilo de matar. Sólo en su modo de trabajar, claro, no en la elección de las víctimas. Debía ser detenido, sin duda. Esas pobres prostitutas.
Y, sin embargo… esa necesidad de frío… Sería tan apasionante explorarla algún día. Encontrar un lugar oscuro, cómodo, estrecho…
¿Estrecho? ¿De dónde había salido eso?
Del sueño, claro. Pero el sueño se limitaba a expresar lo que el subconsciente quería pensar, ¿no? Y el adjetivo estrecho podía aplicarse a la perfección, no me digan por qué. Frío y estrecho como…
—Un camión refrigerado —dije en voz alta.
Abrí los ojos. Deborah hizo esfuerzos por tragarse un bocado de huevos revueltos antes de poder hablar.
—¿Qué?
—Es sólo una idea. Me temo que no es un presentimiento… Pero tendría sentido, ¿no?
—¿Qué es lo que tendría sentido? —preguntó ella.
Bajé la mirada y la fijé en el plato, frunciendo el ceño, tratando de imaginar cómo podía funcionar.
—Quiere un entorno frío. Que detenga el flujo sanguíneo. Y, además, que sea más… limpio.
—Si tú lo dices.
—Lo digo. Y tiene que ser estrecho…
—¿Por qué? ¿De dónde te has sacado eso de estrecho?
Opté por no oír aquella pregunta.
—Un camión refrigerado cumpliría todas las condiciones, y además se mueve, lo que facilita mucho la tarea de tirar la basura.
Deborah mordió un pedazo de bagel y se quedó un momento pensativa mientras masticaba.
—Entonces —dijo por fin, y tragó—. ¿El asesino habría tenido acceso a uno de esos vehículos? ¿O es suyo?
—Hum. Tal vez. Pero no olvides que el asesinato de anoche ha sido el único en que han aparecido indicios de frío.
Deborah frunció el ceño.
—¿Así que salió y se compró un camión?
—Probablemente no. Está aún en fase experimental. Diría que lo del frío obedeció a un impulso. Asintió.
—¿Y no tendremos la suerte de que se gane la vida conduciendo uno, no?
Le dediqué mi mejor sonrisa de tiburón.
—Ah, Deb. Qué lista te has levantado esta mañana. No, me temo que nuestro amigo es demasiado listo para dejarse pillar en una conexión tan obvia.
Deborah dio un sorbo al café, bajó la taza y apoyó la espalda en la silla.
—De modo que estamos buscando un camión refrigerado robado —concluyó.
—Eso me temo. ¿Pero cuántos robos de ese estilo pueden haberse producido en las últimas cuarenta y ocho horas?
—¿En Miami? —Soltó un bufido—. Alguien roba uno, corre la voz de que merece la pena robarlos y de repente todos y cada uno de los mañosos, traficantes, marielitos y chicos con problemas tienen que tener uno, sólo para mantener el nivel.
—Esperemos que no haya corrido la voz —dije.
Deborah se tragó el resto del bagel.
—Lo comprobaré. —Alargó el brazo por encima de la mesa y me estrechó la mano—. Aprecio lo que estás haciendo por mí. —Durante un par de segundos me dedicó una sonrisa tímida y dubitativa—. Pero me preocupa cómo consigues adivinar este tipo de cosas, Dex. Es…
Le devolví el apretón.
—Deja las preocupaciones para mí —dije—. Concéntrate en encontrar el camión.