En teoría, la reunión de las setenta y dos horas concede a todo el mundo tiempo suficiente para haber averiguado algo en relación con el caso, pero es lo bastante pronto para que las pistas sigan frescas. Así pues, el lunes por la mañana, en una sala de conferencias del segundo piso, el magnífico equipo contra el crimen liderado por la indómita inspectora LaGuerta se congregó como correspondía a las setenta y dos horas del asesinato. Me uní a ellos. Recibí un par de miradas de extrañeza y unos cuantos comentarios bienintencionados por parte de polis que me conocían. Puras muestras de ingenio, como: «Hey, chico de la sangre, ¿dónde has dejado el enjugador de goma?» Esta gente son la sal de la tierra, y mi Deborah no tardaría en ser una de ellos. Me sentía orgulloso y humilde de estar en su misma habitación.
Por desgracia, no todos los presentes compartían estos sentimientos.
—¿Qué coño estás haciendo aquí? —gruñó el sargento Doakes. Era un negro enorme que exudaba una hostilidad permanente. Había en él una fiereza fría que sin duda resultaría muy útil para alguien con mis aficiones. Qué pena que no pudiéramos ser amigos. Pero por alguna razón odiaba a todos los técnicos de laboratorio, y por alguna razón adicional odiaba sobre todo a Dexter. También tenía el récord de la policía de Miami en enfrentamientos con la prensa. Así que se ganó una de mis sonrisas más diplomáticas.
—Sólo me he dejado caer por aquí para escuchar, sargento —le dije.
—Aquí no pintas nada, tío —dijo él—. ¿Por qué no te largas de una puta vez?
—Puede quedarse, sargento —dijo LaGuerta.
—¿Para qué coño…? —repuso él, desafiándola con la mirada.
—No es mi intención molestar a nadie —dije, dirigiéndome hacia la puerta sin demasiada convicción.
—No tienes por qué irte —dijo LaGuerta dedicándome una sonrisa. Se volvió a Doakes y repitió—: Puede quedarse.
—Joder, este tío me da escalofríos —murmuró Doakes. Comencé a apreciar la sensibilidad de ese hombre. Claro que yo le producía escalofríos. La única pregunta pertinente era por qué era él el único hombre en una estancia llena de polis que tenía intuición suficiente como para sentir escalofríos ante mi presencia.
—Empecemos —dijo LaGuerta haciendo restallar el látigo con suavidad, sin dejar ningún atisbo de duda de que era ella quien estaba al frente. Doakes se apoltronó en el asiento tras lanzarme una última mirada de desconfianza.
La primera parte de la reunión era mera rutina: informes, maniobras políticas, todas esas pequeñas cosas que nos hacen humanos. A aquellos que son humanos, claro. LaGuerta comunicó a los agentes que tenían que entrevistarse con la prensa qué datos podían filtrar y cuáles no. Entre lo que podían pasar estaba una fotografía resplandeciente que LaGuerta se había hecho especialmente para la ocasión. Era seria y atractiva a la vez; intensa y a la vez refinada. Casi podías decir que era teniente con sólo verla. Ojalá Deborah tuviera esa habilidad para las relaciones públicas.
Tardamos más de una hora en abordar realmente el tema de los asesinatos. Pero por fin LaGuerta pidió informes sobre los progresos efectuados en torno a la búsqueda del testigo misterioso. Nadie tenía nada que aportar. Hice un gran esfuerzo por aparentar sorpresa.
LaGuerta lanzó al grupo una mirada imperativa.
—Venga, chicos —dijo—. Alguien tiene que dar con algo.
Pero nadie tenía nada, y se produjo una pausa mientras el grupo se estudiaba las uñas, observaba el suelo o las placas del techo.
Deborah carraspeó.
—Este… —dijo, carraspeando de nuevo—. He tenido, este…, una idea. Una idea nueva. Buscar en una dirección ligeramente diferente. —Lo dijo como si estuviera entrecomillado, y en realidad lo estaba. Ni un millón de clases por mi parte podían hacer que sus palabras sonaran espontáneas, pero al menos había seguido mis consejos sobre la construcción políticamente correcta de párrafos.
LaGuerta enarcó una ceja artificialmente perfecta.
—¿Una idea? ¿En serio? —Hizo una mueca para demostrar lo sorprendida y encantada que estaba—. Por favor, adelante, compártala con nosotros, agente Ein… agente Morgan.
Doakes soltó una risita. ¡Qué encanto de hombre!
Deborah enrojeció, pero siguió adelante.
—Se refiere a la… cristalización de células. De la última víctima. Me gustaría comprobar si se ha robado algún camión refrigerado en la última semana, o poco más.
Silencio. Un silencio profundo y espeso. El silencio de las vacas. Los muy capullos no lo captaban, y tampoco puede decirse que Deborah colaborara en aclararlo. Dejó que el silencio fuera creciendo, un silencio que LaGuerta batió con un encantador fruncido de cejas y una mirada de perplejidad e inocencia hacia todos los presentes para ver si alguien comprendía algo, rematada con una cortés mirada dirigida a Deborah.
—¿Camiones… refrigerados? —dijo LaGuerta.
La pobre Deborah se veía muy nerviosa. No era alguien a quien se le diera bien hablar en público.
—Exacto —dijo ella.
LaGuerta prolongó el momento, disfrutándolo.
—Mmm… Ya.
A Deborah se le ensombreció la cara; no era una buena señal. Carraspeé, y cuando vi que no servía de nada tosí, lo bastante fuerte como para recordarle que conservara la calma. Me miró. Lo mismo hizo LaGuerta.
—Lo siento —dije—. Creo que ayer cogí un resfriado.
¿Alguien podría pedir un hermano mejor?
—Ah, el frío… —balbuceó Deborah, captando lo que quería decirle—. Un vehículo refrigerado podría causar ese efecto en el tejido. Y además se mueve, así que dificultaría la captura. También le resultaría más fácil librarse del cadáver. Así que…, bueno… si hubieran robado alguno, me refiero a uno de esos… camiones… eso podría llevarnos a alguna parte.
Bueno, era más o menos así y lo había expuesto todo. Un par de miradas pensativas florecieron entre los asistentes. Casi pude oír cómo cambiaban de marcha.
Pero LaGuerta se limitó a asentir.
—Es una idea muy… interesante, agente —dijo, dando el énfasis justo a la palabra agente, para recordarnos que estábamos en una democracia donde todos podíamos hablar, pero que en realidad…—, pero sigo convencida de que nuestra mejor apuesta es encontrar al testigo. Sabemos que ese hombre existe. —Sonrió, con una sonrisa fingidamente tímida—. O esa mujer —añadió, para demostrarnos que podía ser aguda—. Alguien vio algo. Tenemos pruebas de eso. Así que concentrémonos en ello y dejemos los pajares para los chicos de Bronward, ¿de acuerdo? —Hizo una pausa, esperando alguna risita por parte del público—. Pero, agente Morgan, apreciaría que siguiera ayudándonos en los contactos con las prostitutas. Allí la conocen bien.
Por Dios, qué buena era. Había borrado cualquier vestigio de la idea de Deb, la había puesto en su sitio, y apelado a la solidaridad grupal del equipo con la broma de nuestra rivalidad con el condado de Bronward. Todo con sólo unas palabras. Sentí deseos de aplaudir.
Excepto porque, claro, yo estaba en el equipo de Deborah, y acababan de vencerla. Abrió la boca un segundo, luego la cerró, y observé cómo los músculos de la mandíbula luchaban para volver de nuevo a la expresión de poli neutral. Se trataba de una excelente maniobra, pero la verdad es que jugaba en una liga distinta a la de LaGuerta.
El resto de la reunión pasó sin pena ni gloria. No había nada más de que hablar al margen de lo ya expuesto. De modo que poco después de la estupenda conclusión de LaGuerta, la reunión se disolvió y salimos todos al vestíbulo.
—La odio —murmuró Deborah entre dientes—. La odio, la odio, ¡la odio!
—Totalmente de acuerdo —asentí.
—Gracias, hermano —dijo, mirándome—. Has sido de gran ayuda.
Enarqué las cejas.
—Convinimos en que yo me quedaría fuera para que te llevaras el mérito.
—¿Mérito? Me ha dejado como una imbécil delante de todos.
—Con todo mi respeto, hermanita, has colaborado bastante.
Deborah me miró, luego bajó los ojos y levantó las manos en un gesto de desesperación.
—¿Qué querías que dijera? Ni siquiera formo parte del equipo. Sólo estoy allí porque el capitán les ordenó que me admitieran.
—Y no les dijo que tuvieran que escucharte.
—Y no lo hacen. Ni lo harán —dijo Deborah con amargura—. En lugar de conducirme a Homicidios esto acabará con mi carrera. Moriré haciendo de puta en la calle, Dex.
—Hay una salida, Deb —dije, y la mirada que me dirigió era casi de desesperanza.
—¿Cuál?
Le sonreí, brindándole mi sonrisa más reconfortante y desafiante a la vez, una sonrisa que decía tampocosoytancruel.
—Encuentra el camión.
Tardé tres días en volver a tener noticias de mi hermana adoptiva, un período muy largo para ella. Entró en mi oficina el jueves, justo después de comer, con aspecto abatido.
—Lo encontré —dijo, pero no supe a qué se refería.
—¿Qué has encontrado, Deb? —pregunté—. ¿El manantial de la vida eterna?
—El camión —dijo ella—. El camión refrigerado.
—Pero ésa es una buena noticia —dije—. ¿Por qué parece que vayas buscando a alguien a quien partirle la cara?
—Porque me gustaría encontrarlo —dijo ella, lanzando cinco páginas grapadas sobre mi escritorio—. Echa un vistazo a esto.
Lo cogí y miré la primera hoja.
—Vaya… ¿Cuántos en total?
—Veintitrés —dijo ella—. En el último mes se han denunciado los robos de veintitrés camiones refrigerados. Los chicos de tráfico dicen que la mayoría acaban hundidos en canales, incendiados para cobrar el dinero del seguro. Nadie se toma demasiadas molestias para encontrarlos. De forma que nadie los busca, ni piensan hacerlo.
—Bienvenida a Miami.
Deborah suspiró y me quitó la lista de las manos. Se repanchigó en la silla como si se hubiera quedado sin huesos.
—No hay forma humana de seguir el rastro de todos, al menos no yo sola. Me llevaría meses. Maldita sea, Dex. ¿Qué hacemos ahora?
Sacudí la cabeza.
—Lo siento, Deb. Me temo que sólo podemos esperar.
—¿Eso es todo? ¿Esperar?
—Exacto —dije.
Y así fue. Durante dos semanas fue lo único que hicimos. Esperamos.
Y entonces…