22

La política policial, como con tanta insistencia había intentado transmitir a Deb, era algo resbaladizo y tentacular. Y cuando agrupabas a dos organizaciones encargadas de ejecutar la ley que más bien se caían mal, las operaciones mutuas tendían a avanzar muy despacio, muy al pie de la letra, y con una gran cantidad de arrastre de pies, elaboración de excusas e intercambio de velados insultos y sutiles amenazas. Todo muy divertido de ver, claro, pero alargando los procedimientos sólo un pelín más de lo necesario. En consecuencia, tuvieron que pasar varias horas desde la tremenda muestra de potencia vocal de Steban hasta que las disputas jurisdiccionales fueran resueltas y nuestro equipo se pusiera de verdad a examinar la feliz sorpresa que nuestro nuevo amigo Steban había descubierto al abrir la puerta del armario.

Durante todo ese tiempo, Deborah se mantuvo mayoritariamente a un lado, haciendo un gran esfuerzo por controlar su impaciencia pero sin conseguir ocultarla. Llegó el capitán Matthews con la inspectora LaGuerta a la zaga. Saludaron a sus colegas del condado de Broward, el capitán Moon y el inspector McClellan. El intercambio de ideas, realizado en un tono demasiado formal para ser considerado verdaderamente educado, podía resumirse así: Matthews tenía la razonable sospecha de que el descubrimiento de seis brazos y seis piernas en Broward formaba parte de la investigación que llevaba a cabo su departamento relativa a tres cabezas a las que faltaban esos miembros encontradas en MiamiDade. Afirmaba, en términos que eran demasiado simples y amistosos, que parecía un poco rebuscado pensar que podían encontrarse primero tres cabezas, y que acto seguido tres cuerpos totalmente distintos aparecieran aquí por casualidad.

Monn y McClellan, siguiendo su misma lógica, señalaron que en Miami se encontraban cabezas a todas horas, algo que en Broward resultaba algo menos habitual, y que quizá por eso no bromeaban con ello; por otro lado, no había forma alguna de asegurar que ambas partes procedieran de un mismo cuerpo hasta haber realizado ciertos análisis preliminares, que claramente les correspondían a ellos ya que estaban en su jurisdicción. Por supuesto, no tenían ningún inconveniente en transmitir los resultados a sus colegas de Miami.

Y, obviamente, eso resultaba inaceptable para Matthews. Explicó con sumo detalle que la gente de Broward no sabía qué debía buscar y, por tanto, podía saltarse algo o destruir alguna prueba clave para la resolución del caso. Por supuesto, no por incompetencia o incapacidad: Matthews estaba bastante seguro de que, considerándolo todo, la gente de Broward era perfectamente eficaz.

Afirmación que, lógicamente, no fue recibida con un ánimo de alegría y cooperación por parte de Moon, quien observó, con cierto pesar, que esto parecía implicar que su departamento estaba lleno de capullos de segunda fila. Llegados a este punto, el capitán Matthews estaba lo bastante enfadado como para replicar, en un tono excesivamente cortés, que oh, no, de segunda fila nada. Estoy seguro de que la discusión habría terminado a puñetazos si no hubieran llegado los caballeros del Departamento de Policía de Florida a arbitrar la cuestión.

El FDLE (Florida Department of Law Enforcement) es una especie de FBI local. Poseen jurisdicción sobre cualquier lugar del estado y a cualquier hora, y a diferencia de los federales, son respetados por la mayoría de los polis locales. El agente en cuestión era un hombre de estatura y corpulencia medias, con la cabeza rapada y barba recortada. No me pareció nada del otro mundo, pero cuando se metió entre los dos capitanes de policía, mucho más altos que él, éstos callaron al instante y dieron un paso atrás. En poco tiempo tuvo las cosas claras y organizadas, y volvimos a estar en el escenario pulcro y ordenado de un homicidio múltiple.

El hombre del FDLE había decidido que la investigación pertenecía a la gente de MiamiDade, a menos que las muestras de tejido probaran que las partes del cuerpo halladas aquí no guardaban relación con las cabezas halladas allí. En términos prácticos e inmediatos, esto significaba que sería el capitán Matthews el objetivo principal de los flashes de los reporteros que se agolpaban a la puerta.

Llegó Angelnadaquever y se puso al trabajo. Yo no estaba muy seguro de cómo tomarme todo esto, y no me refiero a la riña jurisdiccional. No, estaba mucho más preocupado por el acontecimiento en sí mismo, que me había dejado con un montón de cosas que pensar más allá del propio asesinato y la redistribución de la carne, que era ya bastante sabroso de por sí. Pero, como pueden comprender, me las había apañado para echar una ojeada al pequeño armario de los horrores de Steban antes de que llegaran las tropas: no pueden culparme, ¿verdad? Sólo había querido catar la matanza e intentar comprender por qué mi apreciado y desconocido socio había escogido ese lugar para dejar las sobras; sólo fue un vistazo rápido, lo juro.

De manera que inmediatamente después de que Steban desapareciera por la puerta gimiendo y chillando como un cerdo que se hubiera atragantado con un pomelo, me dirigí al armario para ver qué había provocado esa espantada.

Esta vez las partes no estaban cuidadosamente envueltas. En su lugar, estaban dispuestas en el suelo formando cuatro grupos. Y, al mirarlos de cerca, percibí algo maravilloso.

Una pierna estaba tumbada a lo largo del lado izquierdo del armario. Era de un azul pálido y exangüe, y alrededor del tobillo llevaba una cadenita de oro con un cierre en forma de corazón. Un encanto, de verdad, sin horribles manchas de sangre que estropearan el conjunto; un trabajo auténticamente elegante. Dos brazos oscuros, igual de bien cortados, habían sido doblados a la altura del codo y dispuestos junto a la pierna, con el codo apuntando en dirección contraria a ésta. Al lado, los miembros restantes, todos doblados por las articulaciones, habían sido colocados formando dos grandes círculos.

Tardé un momento en captarlo: parpadeé, y de repente el conjunto cobró sentido y tuve que hacer grandes esfuerzos para no echarme a reír como la colegiala que Deb me había acusado de ser.

Porque los brazos y piernas formaban tres letras, que leídas en conjunto daban como resultado una palabra breve: BOO [abucheo, rechifla, bu].

Los tres torsos estaban situados debajo del BOO en un semicírculo, conformando una preciosa sonrisa de Halloween. Menudo bribón.

Pero incluso mientras admiraba el espíritu juguetón de que hacía gala ese tunante, me pregunté por qué habría elegido ubicar la muestra allí, en un armario, en lugar de colocarla en el hielo donde obtendría el reconocimiento de una audiencia más amplia. Era un armario amplio, sí, pero seguía siendo un lugar cerrado con el espacio justo para albergar la obra. ¿Por qué?

Y, mientras reflexionaba, la puerta exterior de la pista se abrió con un crujido: la avanzadilla del equipo de rescate, sin duda. Y la puerta al abrirse envió, un momento después, una ráfaga de aire frío que pasó sobre el hielo y que me dio en la espalda…

El aire frío me subió por la columna y fue contestado por un fluido cálido que ascendía por el mismo camino. Sus uñas fueron subiendo hasta el fondo oscuro de mi conciencia y algo cambió en algún lugar de la noche sin luna que era mi cerebro de lagarto, y sentí cómo el Oscuro Pasajero asentía violentamente con algo que yo ni siquiera oía ni comprendía; de lo único que me daba cuenta era de que tenía algo que ver con aquella urgencia primitiva en busca de aire fresco y con las paredes que se cerraban, y una creciente sensación de…

Exactitud. No había duda alguna al respecto. Algo aquí era exactamente como debía ser y lograba que mi oscuro autoestopista se sintiera complacido, excitado y satisfecho de un modo que yo no lograba comprender. Y sobre todo eso flotaba una extraña noción de familiaridad. Nada de ello tenía sentido alguno para mí, pero así era. Y antes de que pudiera explorar más a fondo estas desconcertantes revelaciones, un joven de uniforme azul me ordenó que retrocediera y pusiera las manos donde pudiera verlas. Sin duda, era el primer elemento de las inminentes tropas, y me apuntaba con el arma de un modo bastante convincente. Dado que tenía una sola y oscura ceja que le cruzaba la cara de lado a lado y que, a primera vista, carecía de frente, decidí que sería buena idea ceder a sus deseos. Parecía pertenecer a esa clase de bestias pardas capaces de disparar contra un inocente… o incluso contra mí. Me aparté del armario.

Por desgracia, mi retirada desveló el pequeño diorama del armario, y de repente el joven tuvo que preocuparse de encontrar algún lugar donde depositar el contenido de su desayuno. Consiguió llegar hasta una enorme papelera situada a unos treinta metros antes de empezar a emitir esos desagradables sonidos guturales. Me quedé quieto y esperé a que terminara. Eso de vomitar comida a medio digerir por cualquier sitio me parece un hábito de lo más asqueroso. Antihigiénico. Y en un guardián de la seguridad pública…

Entraron más uniformes, y poco después mi simiesco amigo tenía varios colegas con quienes compartir la papelera. El ruido era extremadamente desagradable, y más aún el olor que emanaba en mi dirección. Pero, con la mayor educación, esperé a que terminaran, ya que una de las cosas más fascinantes de las armas de fuego es que pueden ser disparadas casi con la misma facilidad por alguien que está vomitando. Pero, por fin, uno de los uniformes se incorporó, se secó la cara en la manga y empezó a interrogarme. Pronto fui dejado de lado y apartado de enmedio con instrucciones de no ir a ninguna parte ni tocar nada.

Poco después habían llegado el capitán Matthews y la inspectora LaGuerta, y cuando por fin se hicieron cargo del lugar, me relajé un poco. Pero ahora que podía ir donde quisiera e incluso tocar algo, me limité a sentarme y pensar. Y lo que se me ocurría era sorprendentemente desconcertante.

¿Por qué me resultaba familiar el espectáculo del armario?

A menos que recayera en la idiotez de primera hora y me convenciera de que lo había hecho yo, no tenía forma de explicar por qué me parecía tan entrañablemente conocido. No había sido obra mía, desde luego. Y encima aquel Boo. Ni siquiera merecía la pena perder el tiempo mofándose de la idea. Ridículo.

Pero… ¿por qué me resultaba familiar?

Suspiré y experimenté un sentimiento nuevo, el aturdimiento. La verdad es que no tenía la menor idea de lo que estaba pasando, excepto que, de algún modo, yo formaba parte de ello. Esto no parecía una revelación demasiado útil, ya que cuadraba a la perfección con todas las demás conclusiones paralelas analíticamente razonadas que había alcanzado hasta el momento. Si descartaba la absurda idea de que, sin saberlo, fuera el autor de esto —y así lo hacía—, cada una de las explicaciones subsiguientes se volvía más improbable. Y así el resumen de Dexter sobre el caso queda como sigue: está implicado de algún modo, pero ni siquiera sabe qué significa eso. Sentía cómo las ruedecillas de mi antaño enorgullecedor cerebro se salían de las vías y derrapaban por el suelo. Clanc, clanc. Hey. Dexter descarrilaba.

Por suerte, la aparición de la querida Deborah me salvó del colapso total.

—Venga —dijo con brusquedad—. Subamos.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Quiero que charlemos con el personal administrativo —dijo ella—. A ver si saben algo.

—Bueno, algo deben de saber si administran esto —sugerí.

Me lanzó una mirada y luego dio media vuelta.

—Muévete.

Quizá fue por el tono de mando que se apreciaba en su voz, pero lo cierto es que fui. Nos dirigimos al extremo opuesto del estadio, donde yo me había pasado un rato sentado, y pasamos al vestíbulo. Un poli de Broward estaba frente al ascensor, y vi a varios otros formando una barrera justo por el lado exterior de la larga fila de puertas de cristal. Deb avanzó hacia el poli del ascensor y dijo:

—Soy Morgan.

El asintió y apretó el botón de subida, mirándome con una inexpresividad que lo decía todo.

—Yo también soy Morgan —le dije. Se limitó a mirarme, para después desviar la cabeza y concentrarse en las puertas de cristal.

Un sonido parecido al de una campanilla anunció la llegada del ascensor. Deborah irrumpió en él, aplastando el botón con fuerza suficiente como para que el poli diera un respingo antes de que se cerrara la puerta.

—¿A qué viene ese malhumor, hermanita? —pregunté—. ¿No es esto lo que querías hacer?

—Es pura actuación, todo el mundo lo sabe —replicó ella.

—Pero representando el papel de detective —señalé.

—Esa zorra de LaGuerta ya ha metido las narices donde no la llaman —dijo entre dientes—. En cuanto termine de dar vueltas por aquí, tengo que irme de servicio al barrio de las putas.

—Oh, cielo, ¿con el trajecito sexy otra vez?

—Con el trajecito sexy —afirmó, y antes de que pudiera articular alguna palabra mágica de consuelo llegamos a la planta de oficinas y se abrieron las puertas del ascensor. Salí detrás de Deb. No tardamos mucho en encontrar la zona de personal, donde los administrativos habían recibido instrucciones de esperar hasta que su majestad la ley tuviera tiempo para dedicárselo a ellos. Había otro poli de Broward apostado en la puerta de la sala, supongo que con la intención de asegurarse de que ningún miembro del personal saliera a tomarse un café en dirección a la frontera canadiense. Deborah saludó al poli con un gesto y entró en la sala. Troté tras ella sin demasiado entusiasmo y dejé que mi mente volara hacia los problemas que tenía. Un momento después, Deb me hizo un gesto con la cabeza mientras conducía a un joven hosco, con la cara grasienta y el pelo largo y feo, hacia la puerta. De nuevo los seguí.

Resultaba obvio que le estaba apartando de los otros para interrogarle, una táctica muy recomendable, pero para ser sinceros no es que la idea me llegara al corazón. Sin saber bien por qué, tenía la absoluta certeza de que ni una sola de esas personas podía realizar la menor contribución significativa. A juzgar por este primer espécimen, uno podía hacer extensiva esta afirmación a toda su vida en general. Esto no era más que aburrido teatro policial, asignado a Deb porque, aunque el capitán creía que había hecho algo bueno, seguía considerándola una pesada. De manera que la había apartado, encomendándole una auténtica e inútil tarea policial que la mantuviera entretenida y fuera de su vista. Y a mí me habían arrastrado hasta allí porque a Deb le apetecía hacerlo. Supongo que quería ver cómo mis poderes extrasensoriales adivinaban qué habían desayunado aquellos pobres corderitos de oficina. Una mirada a la piel de este joven bastaba para asegurar que había tomado pizza fría, una bolsa de patatas y un litro de Pepsi. Le había estropeado el cutis y le había conferido un aire de vacua hostilidad.

Sin embargo, seguí sus pasos mientras el señor Gruñón dirigía a Deborah a una sala de conferencias de la parte trasera del edificio. En el centro había una gran mesa de roble con diez sillas negras de respaldo alto, y en el rincón había un escritorio provisto de un ordenador y un equipo audiovisual. Mientras Deb y el chico de los granos se sentaban y empezaban con los formulismos, yo me dirigí hacia el escritorio. Junto a él, bajo la ventana, había una librería baja. Miré por la ventana. Directamente a mis pies contemplé la creciente turba de reporteros y coches patrulla que rodeaban la puerta por la que habíamos entrado en compañía de Steban.

Eché un vistazo a la librería, diciéndome que con gusto apartaría unos cuantos tomos y me tumbaría allí, pasando olímpicamente de la conversación. Había una pila de carpetas de papel de estraza y, sobre ellas, un objeto pequeño y gris. Era cuadrado y parecía de plástico. Un cable negro iba desde ese objeto a la parte de atrás del ordenador. Lo agité para mover el objeto.

—¡Hey! —dijo el tipo de los granos—. ¡No juegue con la webcam!

Miré a Deb. Ella me miró, y juro que pude ver cómo las aletas de su nariz temblaban como las de los caballos de carreras en la línea de salida.

—¿La qué? —dijo en voz baja.

—La tenía enfocando la entrada —dijo él—. Ahora voy a tener que enfocarla de nuevo. ¿Por qué tienen que andar tocándolo todo?

—Ha dicho webcam —dije a Deborah.

—Una cámara —me dijo ella.

—Sí.

Deb se volvió hacia el Príncipe Azul.

—¿Está en marcha?

Él la miró, boquiabierto, todavía concentrado en mantener el ceño fruncido.

—¿Qué?

—La cámara —dijo Deborah—. ¿Funciona?

Él soltó un gruñido sordo y después se rascó la nariz.

—¿A usted qué le parece? ¿La tendría allí montada si no funcionara? Me costó doscientos pavos. Claro que funciona.

Miré por la ventana siguiendo la dirección adonde apuntaba la cámara, mientras él seguía rezongando.

—Hasta tengo un sitio web y todo: Kathouse.com. La gente puede ver al equipo cuando entra y cuando sale.

Deborah se acercó a mí, y su mirada siguió la mía.

—Enfocaba la puerta —dije.

—Ya —repuso nuestro feliz amiguito—. ¿Cómo va a ver la gente las entradas y salidas del equipo si no?

Deborah le miró fijamente. Unos segundos después el chico enrojeció y bajó los ojos hacia la mesa.

—¿La cámara estaba encendida anoche?

No levantó la cabeza, se limitó a murmurar:

—Claro. Bueno, supongo.

Deborah se volvió hacia mí. Sus conocimientos informáticos se reducían a saber lo suficiente para rellenar informes de tráfico estandarizados y sabía que yo entendía un poco más del tema.

—¿Cómo está programada? —pregunté a la coronilla del tipo, que seguía cabizbajo—. ¿Las imágenes se archivan automáticamente?

Esta vez sí que levantó la mirada. Supongo que se debió a que utilicé el verbo archivar.

—Sí —dijo él—. Las imágenes cambian cada quince segundos y la anterior pasa al disco duro. Normalmente las borro por la mañana.

En ese momento Deborah me apretaba el brazo con tal fuerza que creí que me rompería la piel.

—¿Las has borrado esta mañana? —le preguntó.

El chico desvió la mirada.

—¡Que va! Llegaron ustedes con todos esos gritos y golpes. Ni siquiera he podido abrir el correo. Deborah me miró.

—Bingo —dije.

—Acércate —ordenó Deborah a nuestro desgraciado amigo.

—¿Eh?

—Que vengas —repitió ella. El chico se levantó despacio, con la boca abierta y sin dejar de frotarse los nudillos.

—¿Qué?

—¿Sería usted tan amable de acercarse, señor? —ordenó Deborah con auténtico estilo de policía veterano, y él se puso lentamente en marcha e hizo lo que le pedía—. ¿Podemos ver las imágenes de anoche, por favor?

Él clavó la vista en el ordenador y luego en mi hermana.

—¿Para qué? —preguntó. Ah, la inteligencia humana es inescrutable.

—Porque —dijo Deborah muy despacio y enfatizando cada palabra— creo que podrías haberle sacado una foto al asesino.

La miró, parpadeó y luego enrojeció.

—No puede ser —exclamó.

—Puede ser —contradije yo.

—Asombroso —susurró—. No están de cachondeo, ¿no? Perdón… Bueno, ya me entienden. —Enrojeció aún más.

—¿Podemos ver las fotos? —dijo Deb. Él se quedó inmóvil durante un segundo, después se dejó caer en la silla y movió el ratón. De inmediato la pantalla cobró vida, y el chico se lanzó a teclear y a clicar el ratón con furia—. ¿A qué hora quieren que empiece?

—¿A qué hora se marchan todos? —preguntó Deb.

Él se encogió de hombros.

—Anoche esto estaba vacío. Los últimos debieron de salir sobre…, no sé, ¿las ocho?

—Empieza a medianoche —dije, y él asintió.

—Vale. —Trabajó en silencio durante unos minutos y después murmuró—: Venga. Son sólo seiscientos megahercios. Dicen que con eso basta, pero va taaan lenta, y no… Ya está —dijo de repente.

En el monitor apareció una imagen oscura: el aparcamiento vacío de abajo.

—Medianoche —dijo él, con la vista fija en la pantalla. Tras quince segundos, la imagen se cambió por otra idéntica.

—¿Tenemos que ver cinco horas de esto? —preguntó Deb.

—Avanza rápido —dije—. Busca faros o algo que se mueva.

—Vaaaaale —dijo él. Hizo unos cuantos movimientos rápidos y las imágenes empezaron a pasar a una por segundo. Al principio no variaban mucho: el mismo aparcamiento oscuro, alguna luz brillante en el borde de la imagen. Tras unas cincuenta fotos, una imagen saltó a la vista.

—¡Un camión! —exclamó Deborah.

El gilipollas que teníamos por mascota sacudió la cabeza.

—Son los de seguridad —dijo él. En la siguiente imagen, el coche de seguridad se veía claramente.

Siguió avanzando a través de toda una serie de imágenes, interminables e inmutables. Cada treinta o cuarenta fotos veíamos pasar el mismo vehículo de seguridad, y luego nada. Tras varios minutos de lo mismo, el patrón cambió de pronto al más absoluto vacío.

—Nada —dijo nuestro grasiento amiguito.

Deborah le lanzó una mirada fulminante.

—¿Se estropeó la cámara?

Él la miró y volvió a enrojecer.

—Los tíos de seguridad —explicó—. Son unos capullos. Todas las noches sobre las tres aparcan el coche al otro lado y duermen un rato. —Señaló con un gesto a la serie de imágenes idénticas—. ¿Lo ven? ¡Hola! ¿Señor Seguridad? ¿Un trabajo duro, eh? —Emitió un profundo ruido por la nariz que supuse que era su risa—. ¡No mucho! —Repitió el ronquido y emprendió de nuevo el pase de imágenes.

Y, de repente…

—¡Espera! —grité.

En la pantalla una furgoneta se acercaba a la puerta de abajo. La imagen cambió y vimos a un hombre de pie junto al camión.

—¿Puedes hacer que se vea de más cerca? —preguntó Deborah.

—Dale al zoom —dije antes de que tuviera tiempo de fruncir el ceño. Movió el cursor, marcó la figura oscura de la pantalla y luego apretó el ratón. La silueta se hizo más grande.

—No es que tenga demasiada resolución —dijo el chico—. Los píxeles…

—Cállate —ordenó Deborah. Miraba a la pantalla con tanta intensidad que habría podido fundirla, y cuando vi la imagen comprendí por qué.

Estaba oscuro, y el hombre seguía demasiado lejos como para poder asegurar nada, pero con los pocos detalles que se apreciaban pude distinguir en él un aire extrañamente familiar: el modo en que aparecía congelado en la imagen, el peso apoyado sobre los dos pies, y la impresión general del perfil. Y mientras una creciente ola de susurros sibilantes emergía de las profundidades de mi cerebro y se apoderaba de mí con el impacto de una orquesta sinfónica, me di cuenta de que, en realidad, el tipo se parecía mucho a…

—¿Dexter…? —dijo Deborah, con una voz extrañamente afónica.

Pues sí.

El tío era igual a Dexter.

Загрузка...