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Luna. Una luna gloriosa. Llena, gorda y rojiza, que da a la noche la misma luz que si fuera de día, un reflejo que flota sobre la tierra trayendo alegría, alegría, alegría. También trae ese ruido sordo de las noches tropicales: la voz suave y salvaje del viento que te eriza el vello del brazo, el lamento hueco de las estrellas, ese bramido de la luna sobre el agua que te hace rechinar los dientes.

Todos responden a la Necesidad. Oh, ese alarido sinfónico de mil voces que se esconden, el grito de la propia Necesidad, la entidad, el observador silencioso, algo que está frío y quieto, que se ríe, el Bailarín de la Luna. Ese yo que no soy yo, eso que se burla y se ríe y llega con la intención de saciar el hambre. Con la Necesidad. Y en esos momentos la Necesidad era muy fuerte, se arrastraba sigilosa y fría y anillada, restallando pensativa, dispuesta, muy fuerte, muy dispuesta ya…, pero seguía esperando y observando, y obligándome a mí a esperar y a observar.

Llevaba ya cinco semanas observando al cura, esperándole. La Necesidad me pinchaba, juguetona, animándome a encontrar a otro, al siguiente, a este cura. Desde hacía tres semanas sabía que era él, que él era el próximo: ambos pertenecíamos al grupo de Oscuros Pasajeros, tanto él como yo. Y durante esas tres semanas había estado debatiéndome contra la presión, contra la creciente Necesidad que se erguía en mí como una gran marea que ruge e invade la playa sin retroceder, cobrando fuerza con cada latido del brillante reloj nocturno.

Pero, a la vez, había sido un período de tiempo necesario, un tiempo dedicado a alcanzar la certeza. No por lo que se refiere al cura, no, ya hacía mucho que no albergaba duda alguna sobre él. Tiempo para cerciorarme de que podía hacerse bien: un trabajo limpio, sin cabos sueltos, planificado al detalle. No podía dejar que me atraparan, no ahora. Había invertido demasiado empeño, demasiado tiempo, para hacer que esto funcionara, para proteger mi vida, insignificante y feliz.

Y me estaba divirtiendo demasiado para detenerme justo en este momento.

Así que extremaba el cuidado, siempre. Siempre ordenado. Siempre preparado de antemano para que todo saliera bien. Y cuando ya estaba listo, dedicaba un tiempo extra para mayor seguridad. Igual que Harry, Dios le bendiga, ese policía listo y perfecto, mi padre adoptivo. Certeza, cuidado y exactitud eran sus normas, y hacía ya una semana que todo estaba tan previsto que incluso Harry habría quedado satisfecho. Y esta noche, cuando salí de trabajar, supe que había llegado el momento. Esta noche era la Noche. Esta noche era distinta. Esta noche sucedería, tenía que suceder. Al igual que había sucedido antes. Al igual que volvería a suceder, una y otra vez.

Y la estrella invitada de la noche de hoy era el cura.

Se llamaba padre Donovan. Enseñaba música a los niños del orfanato de Saint Anthony en Homestead, Florida. Los niños le adoraban. Y él adoraba a los niños, claro que sí, los quería con locura. Les había dedicado toda su vida. Había aprendido el criollo y el español. Había estudiado su música. Todo por los niños. Todo lo que hacía era por los niños.

Todo.

Esta noche le observé como había hecho tantas otras noches. Le vi detenerse en la puerta del orfanato para hablar con una niña negra que le había seguido hasta allí. Era pequeña, no tendría más de ocho años, y era menuda para su edad. Él se sentó en los escalones y habló con ella durante cinco minutos. Ella también se sentó, balanceando las piernas. Se rieron. Ella se inclinó hacia él. Él le acarició el cabello. Una monja apareció en el umbral y los contempló durante un momento antes de hablar. Después sonrió y tendió una mano hacia la niña, que apoyó la cabeza en el pecho del cura. El padre Donovan la abrazó, se incorporó y se despidió con un beso. La monja se rió y dijo algo al padre Donovan. El le contestó.

Y entonces se dirigió hacia el coche. Por fin: me agaché para tomar impulso y…

Todavía no. La furgoneta del bedel se detuvo a unos seis metros de la puerta. Cuando pasaba el padre Donovan, la puerta lateral se abrió. Por ella salió un hombre con un cigarrillo en la mano y saludó al cura, que se apoyó en el vehículo y entabló conversación con el recién llegado.

Suerte. De nuevo la suerte. Siempre había que contar con ella en estas Noches. No había visto al hombre, no había adivinado que estaba allí. Pero él me habría visto. De no haber sido por la Suerte.

Inspiré profundamente. Solté el aire con lentitud y de forma continuada, frío como el hielo. Era sólo un detalle. No había pasado por alto ningún otro. Lo había hecho todo bien, todo igual, todo tal y como tenía que hacerse. Saldría bien.

Ya.

El padre Donovan caminó hacia su coche. Se giró una vez para decir algo. El bedel le saludó desde la puerta del orfanato y desapareció dentro después de apagar el cigarrillo. Fuera de escena.

Suerte. Más suerte.

El padre Donovan buscó las llaves, abrió la puerta del vehículo y entró. Oí cómo metía la llave en el contacto. Oí cómo arrancaba el motor. Y entonces…

AHORA.


Me incorporé en el asiento trasero y deslicé el lazo alrededor de su cuello. Un giro rápido, limpio y fácil, y el resistente sedal de pesca estaba tenso y en su sitio. Exhaló un pequeño grito de pánico, nada más.

—Ya es mío —dije, y se quedó helado tal y como yo tenía previsto, casi como si oyera aquella otra voz, la del vigilante burlón que habitaba dentro de mí—. Haga exactamente lo que yo le diga.

Soltó un suspiro entrecortado y miró por el espejo retrovisor. Mi cara estaba allí, esperándole, cubierta por la máscara de seda blanca que lo ocultaba todo menos los ojos.

—¿Comprende? —dije. Al hablar, la seda de la máscara se movía sobre mis labios.

El padre Donovan no respondió. Me miró a los ojos. Tiré del lazo.

—¿Comprende? —repetí, en voz algo más baja.

Esta vez asintió con la cabeza. Llevó una mano hacia el lazo, sin saber qué sucedería si intentaba aflojarlo. La cara se le estaba poniendo morada.

Aflojé la presión.

—Sea buen chico —dije— y vivirá más.

Inspiró con fuerza. Oí cómo el aire le rasgaba la garganta. Tosió y volvió a respirar. Pero se mantuvo quieto y no intentó huir.

Perfecto.

Nos fuimos. El padre Donovan siguió mis indicaciones, sin trucos ni vacilaciones. Nos dirigimos hacia el sur cruzando Florida City y tomamos la carretera de Card Sound. Podía jurar que aquella carretera le ponía nervioso, pero no puso objeción alguna. No intentó hablar conmigo. Mantuvo ambas manos sobre el volante, pálidas y tan tensas que los nudillos resaltaban. También esto era perfecto.

Seguimos hacia el sur durante otros cinco minutos sin más ruido que el zumbido de las ruedas, y el viento, y la gran luna que tocaba esa poderosa música por mis venas, mientras el vigilante, atento, se reía en silencio en el fragor del alterado pulso de la noche.

—Gire aquí —dije por fin.

Los ojos del cura volaron hacia los míos reflejados en el espejo. El pánico intentaba huir de su mirada, descender por su rostro, llegar hasta la boca y expresarse, pero…

—¡Gire! —dije, y giró. Se derrumbó al ver confirmados sus temores, unos temores que albergaba desde el principio, y giró.

El camino sucio y estrecho apenas resultaba visible. Casi había que saber que estaba allí. Pero yo lo sabía. Ya había estado allí antes. El camino se prolongaba unos cuatro kilómetros, girando tres veces entre la maleza y los árboles, corriendo paralelo a un pequeño canal que al llegar a un claro se convertía en una ciénaga.

Alguien había construido una casa allí cincuenta años atrás. Se conservaba bastante bien. Incluso podía decirse que era grande. Tres habitaciones, medio tejado todavía en pie: un lugar que llevaba muchos años completamente abandonado.

Excepto por el antiguo huerto que había en el patio lateral. Presentaba señales de que alguien lo había estado excavando no hacía mucho.

—Pare el coche —dije en cuanto los faros alumbraron la casa en ruinas.

El padre Donovan obedeció a trompicones. El miedo le había dejado totalmente agarrotado, dando rigidez a sus miembros y sus pensamientos.

—Apague el motor —ordené, y lo hizo.

De repente, todo quedó en silencio.

Algún animalillo se agitó en un árbol. El viento erizaba la hierba. Y después más quietud, un silencio tan profundo que casi ahogaba el rugido de la música nocturna que resonaba en mi yo secreto.

—Baje —dije.

El padre Donovan no se movió en absoluto. Tenía los ojos fijos en el huerto.

La imagen era siniestra bajo la luz de la luna: siete pequeños montículos de tierra. Al padre Donovan le debieron de parecer aún más siniestros. Y siguió inmóvil.

Tiré con fuerza del lazo, con más fuerza de la que él creía que podía resistir, con más fuerza de la que él creía que podía aplicársele. La espalda se le arqueó en el respaldo, se le marcaron las venas de la frente y creyó que estaba a punto de morir.

Pero no lo estaba. Aún no. De hecho, todavía le quedaba un poco de tiempo.

Abrí la puerta con violencia y lo saqué de un tirón, sólo para hacerle sentir lo fuerte que yo era. Cayó sobre el lecho arenoso, retorciéndose como una serpiente herida. El Oscuro Pasajero se reía, encantado, y yo representaba mi papel. Puse una bota sobre el pecho del padre Donovan y tiré del lazo.

—Será mejor que escuche con atención y obedezca mis órdenes —expliqué—. Mucho mejor. —Me agaché y aflojé el lazo—. Debería saberlo. Es importante.

Y me escuchó. Los ojos, inyectados en sangre y dolor, y derramando lágrimas por su cara, se encontraron con los míos en un súbito arrebato de comprensión: todo lo que tenía que pasar estaba ahí delante para que lo viera. Y lo vio. Y supo lo importante que era para él portarse bien. Empezaba a saberlo.

—Levántese —dije.

Lentamente, muy lentamente, sin apartar su mirada de la mía, el padre Donovan se incorporó. Nos quedamos un buen rato así, los ojos juntos, convirtiéndonos en una única persona con una sola necesidad, y entonces empezó a temblar. Levantó una mano hacia la cara, pero la dejó caer a medio camino.

—Vamos a la casa —dije con voz muy muy suave. En la casa todo estaba listo.

El padre Donovan bajó la mirada. Trató de mirarme, pero ya no soportaba mis ojos. Encaminó sus pasos en dirección a la casa, pero se detuvo al volver a ver los montículos oscuros del jardín. Y quiso mirarme, pero no pudo; no después de que la luna volviera a mostrarle aquellos montones negros de tierra.

Se dirigió hacia la casa mientras yo sostenía la correa. Avanzó obediente, cabizbajo, una víctima buena y dócil. Subió los cinco escalones desvencijados y cruzó el estrecho porche que conducía hasta la puerta principal, que estaba cerrada. El padre Donovan se detuvo. No levantó la vista. No me miró.

—Abra la puerta —ordené con la misma voz suave.

El padre Donovan tembló.

—Abra la puerta de una vez —repetí.

Pero no pudo.

Me adelanté y empujé la puerta. Metí al cura dentro de un puntapié. Se tambaleó, recuperó el equilibrio y se quedó al otro lado del umbral con los ojos casi cerrados.

Cerré la puerta. Había dejado una lámpara alimentada por una batería en el suelo, junto a la puerta, y la encendí.

—Mire —susurré.

El padre Donovan, lenta y cuidadosamente, abrió un ojo.

Se quedó helado.

El tiempo se paró para el padre Donovan.

—No —dijo él.

—Sí.

—Oh, no.

—Oh, sí —dije.

—¡NOOO! —gritó.

Tiré del lazo. El grito se cortó en seco y cayó de rodillas. Emitió un gemido ahogado y se cubrió la cara con las manos.

—Sí —dije—. Es un espectáculo terrible, ¿no cree?

Necesitó todos los músculos de la cara para cerrar los ojos. No podía mirar, ahora no, así no. Era comprensible, la verdad: era un espectáculo terrible. También a mí me había disgustado sólo saber que estaba allí, a pesar de haberlo preparado yo para él. Claro que tenía que verlo. Tenía que verlo. No sólo por mí. No sólo por el Oscuro Pasajero, sino por él. Tenía que ver. Y no miraba.

—Abra los ojos, padre Donovan —dije.

—Por favor —dijo con un horrible gemido. Me sacó de quicio, lo reconozco, no debería haber perdido los nervios; debía haber mantenido un control glacial, pero no pude evitarlo, mientras gemía al ver todo ese espanto por el suelo. Le pateé las piernas. Tiré con fuerza del lazo y le agarré la nuca con la mano derecha para luego empujarle la cara contra el combado y sucio suelo de madera. Había un poco de sangre y eso me enojó aún más.

—Ábralos —dije—. Abra los ojos. Ábralos AHORA. Mire. —Le cogí del pelo y le eché la cabeza hacia atrás—. Haga lo que le digo. Mire. O le arrancaré los párpados de un tajo.

Fui muy convincente. Y obedeció. Hizo lo que se le decía. Miró.

Yo le había dedicado mucho esfuerzo para que quedara bien, pero no queda más remedio que jugar con las cartas que uno tiene. No podría haberlo hecho si no hubieran llevado enterrados tiempo suficiente como para secarse, pero estaban muy sucios. Había conseguido eliminar gran parte de la suciedad, pero algunos cuerpos llevaban mucho tiempo en el huerto y resultaba difícil distinguir dónde empezaba la suciedad y acababa el cuerpo. Si te paras a pensarlo la verdad es que uno nunca podía decirlo. Tanta suciedad…

Eran siete, siete cuerpecillos, siete niños huérfanos muy sucios dispuestos sobre cortinas de ducha de plástico, que son más resistentes y absorben mejor. Siete líneas rectas apuntando directamente desde el suelo.

Apuntando directamente al padre Donovan. Y entonces lo supo.

Estaba a punto de reunirse con ellos.

—Santa María, madre de Dios… —empezó. Di un fuerte tirón al lazo.

—Deje eso ahora, padre. Ahora no. Ha llegado el momento de la verdad.

—Por favor —masculló.

—Sí, pídamelo. Eso está bien. Mucho mejor. —Volví a tirar—. ¿Cree que basta con eso, padre? ¿Sólo eso a cambio de siete cadáveres? ¿Le suplicaron? —No tenía nada que decir—. ¿Cree que están todos, padre? ¿Sólo siete? ¿Los he encontrado a todos?

—Oh, Dios —dijo con voz áspera, fruto de un dolor que resultaba gratificante de escuchar.

—¿Y qué me dice de las otras ciudades, padre? ¿Qué me dice de Fayetteville? ¿Le gustaría hablar de Fayetteville? —Emitió sólo un gemido ahogado, sin palabras—. ¿O East Orange? ¿Fueron tres? ¿O me dejo alguno? Es difícil estar seguro. ¿Fueron cuatro en East Orange, padre?

El padre Donovan intentó gritar. No había en su garganta fuerza suficiente para emitir un buen grito, pero le puso mucho sentimiento, y eso compensaba la falta de técnica. Después se derrumbó hacia delante, de cara contra el suelo, y le dejé lloriquear durante un rato antes de volver a ponerlo de pie de un tirón. No se sostenía, había perdido el control. Había perdido el control de la vejiga y tenía la barbilla llena de babas.

—Por favor —dijo—. No pude evitarlo. No pude, de verdad. Tiene que entenderlo, por favor…

—Sí que le entiendo, padre —dije, y en mi voz había algo, era la voz del Oscuro Pasajero, y oírla le heló la sangre. Levantó la cabeza lentamente para mirarme y lo que vio en mis ojos lo dejó inmóvil—. Le entiendo perfectamente —dije, acercándome mucho a su cara. El sudor de sus mejillas se convirtió en hielo—. ¿Sabe? Tampoco yo puedo evitarlo.

En ese momento estábamos muy cerca, casi tocándonos, y la suciedad que desprendía fue de repente demasiado para mí. Tiré con fuerza del lazo y volví a derribarlo a patadas. El padre Donovan cayó al suelo.

—¿Pero a niños? —dije—. Nunca podría hacerle esto a niños. —Apoyé la dura suela de la bota en su nuca clavándole la cara contra el suelo—. Pero a usted sí, padre. A niños no. Tengo que encontrar personas como usted.

—¿Quién eres? —susurró el padre Donovan.

—El principio —dije—. Y el fin. Le presento a su Exterminador, padre. —Tenía la aguja a punto y ésta penetró por su cuello tal y como se suponía que debía hacer, con una ligera resistencia por parte de los músculos en tensión, pero ninguna por parte del cura. Presioné el extremo y la jeringuilla se vació, llenando al padre Donovan de una calma rápida y limpia. Unos instantes, nada más: su cabeza empezó a flotar y giró el rostro hacia mí.

¿Me veía de verdad? ¿Veía los guantes de goma, el guardapolvo hasta los pies, la resbaladiza máscara de seda? ¿O eso era algo que sólo sucedía en la otra habitación, en la del Oscuro Pasajero, la Habitación Limpia? Pintada de blanco dos noches atrás, y barrida, fregada, desinfectada y tan limpia como era posible. Y en medio de la estancia, las ventanas selladas con gruesas tiras de goma blanca, bajo las luces centrales, ¿me vio realmente junto a la mesa que yo había fabricado, junto a las bolsas blancas de basura, los botes llenos de sustancias químicas, y la pequeña fila de sierras y cuchillos? ¿Me vio entonces?

¿O sólo vio aquellos siete tumores sucios, y quién sabe cuántos más? ¿Se vio a sí mismo, incapaz de gritar, convirtiéndose en parte del horrible espectáculo del jardín?

Por supuesto que no. Su imaginación no le permitía verse como a un miembro de la misma especie. Y en parte tenía razón. Él nunca se convertiría en un espectáculo tan horrible como el de los niños. Yo nunca lo haría, nunca lo permitiría. No soy como el padre Donovan. No soy ese tipo de monstruo.

Soy un monstruo muy pulcro.

Y la pulcritud requiere tiempo, claro, pero merece la pena. Merece la pena que el Oscuro Pasajero quede contento y así tenerlo tranquilo durante un tiempo. Merece la pena sólo por la satisfacción del trabajo bien hecho. Eliminar un montón de basura del mundo. Unas cuantas bolsas pulcramente cerradas, y el pequeño rincón del mundo donde vivo se convierte en un lugar más pulcro, más feliz. Mejor.

Tenía ocho horas por delante. No más. Y las necesitaría todas.

Até al cura a la mesa con cinta adhesiva y le arranqué la ropa. Los preliminares fueron rápidos: depilar, restregar, eliminar todo lo que sobresalía de forma desordenada. Como siempre, sentí aquella fuerza lenta y prolongada que me latía por todo el cuerpo. Palpitaba en mí mientras trabajaba, elevándose y llevándome con ella, hasta el final, hasta que la Necesidad y el cura desaparecían meciéndose en la misma ola.

Y justo cuando iba a empezar a trabajar en serio, el padre Donovan abrió los ojos y me miró. No había ni rastro de miedo en esa mirada. Es algo que a veces sucede. Me miró directamente a los ojos y movió la boca.

—¿Qué? —dije, y acerqué la cabeza un poco más—. No le oigo.

Le oí respirar, emitir un lento y sosegado suspiro; volvió a decirlo antes de que se le cerraran los ojos.

—De nada —respondí, y me puse a trabajar.

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