Epílogo

Sé que es casi una debilidad humana, y tal vez no obedezca más que a simple sentimentalismo, pero siempre me han encantado los entierros. Por un lado son tan limpios, tan pulcros, tan completamente dados al ceremonial. Y éste era uno de los buenos. Había filas enteras de policías, hombres y mujeres, de uniforme, con aspecto solemne, pulcro y, bueno, en definitiva… ceremonial. Estaba el saludo ritual con las pistolas, el esmerado acto de doblar la bandera por los bordes: un espectáculo adecuado y maravilloso en honor de la fallecida. Al fin y al cabo, había sido una de los nuestros, una mujer que había servido con nosotros, los elegidos. ¿O eso es de los marines? No importa, había sido una policía de Miami, y sus compañeros sabían cómo organizar un funeral digno de uno de los suyos. Era algo en lo que tenían mucha práctica.

—Oh, Deborah —suspiré, quedamente. Sabía que no podía oírme, por supuesto, pero en aquel momento pensé que debía hacerlo y me gusta estar a la altura.

Casi deseé ser capaz de derramar un par de lágrimas para poder enjugármelas. Ella y yo habíamos estado muy unidos. Y había sufrido una muerte dolorosa y desagradable, impropia de un miembro de la policía: acuchillada hasta la muerte a manos de un maníaco homicida. El rescate había llegado demasiado tarde; todo había terminado mucho antes de que pudieran socorrerla. Y, sin embargo, su valor ejemplar y desinteresado había ayudado a demostrar cómo vive y muere un policía. Cito palabras textuales, por supuesto, pero ésa era la idea. No estaba mal, la verdad; era bastante conmovedor para aquellos que tienen la capacidad de conmoverse. Yo no, claro, pero sé reconocerla cuando la oigo, y ésta sonaba a auténtica. Y, abrumado por el valiente silencio de los agentes con sus uniformes azules y el llanto de los civiles, no pude evitarlo. Suspiré.

—Oh, Deborah. —El suspiro fue algo más fuerte esta vez, casi con sentimiento—. Querida, querida Deborah.

—¿Quieres callarte, capullo? —susurró ella, dándome un codazo. Estaba fantástica con el traje nuevo: por fin sargento, lo menos que podían hacer por ella después del duro trabajo realizado identificando y, casi, atrapando al Carnicero de Tamiami. Con todo el cuerpo de policía en su busca, no cabía duda de que capturarían a mi pobre hermano más tarde o más temprano. Si él no los encontraba antes, claro. Ya que me habían recordado con tanta vehemencia lo importante que es la familia, yo deseaba que siguiera en libertad. Y Deborah cedería, ahora que había conseguido el ascenso. Quería perdonarme, y ya estaba más que medio convencida de la Sabiduría de Harry. También éramos familia, como se había demostrado al final, ¿no? Tampoco era tan duro aceptarme como era, ¿no creen? Las cosas son como son. En realidad, como han sido siempre.

Volví a suspirar.

—¡Para ya! —siseó ella, haciendo un gesto a la larga fila de polis de Miami. Seguí su indicación: el sargento Doakes no dejaba de mirarme. No me había quitado los ojos de encima ni un segundo, ni siquiera cuando echaba el puñado de tierra sobre el ataúd de la inspectora LaGuerta. Estaba convencido de que las cosas no habían sucedido como parecía. Yo tenía ahora la certeza absoluta de que vendría a por mí, siguiéndome el rastro como el sabueso que era, ladrando y olisqueando mis huellas hasta cazarme, hasta obligarme a pagar por lo que había hecho y por lo que, naturalmente, haría otra vez.

Apreté la mano de mi hermana y con la otra palpé el borde frío de la placa de cristal que llevaba en el bolsillo, una gotita de sangre seca que no acompañaría a su dueña a la tumba, sino que viviría eternamente en mi estante. Me reconfortaba, y me hacía olvidar al sargento Doakes y a sus intenciones. ¿Cómo iba a importarme? No podía controlar ser quien era o hacer lo que hacía más que cualquier otra persona. Vendría por mí. Claro, ¿qué otra cosa podía hacer?

¿Qué puede hacer cualquiera de nosotros? Indefensos como estamos, a merced de nuestras voces internas, ¿qué podemos hacer en realidad?

Deseé con fuerza poder derramar una lágrima. Era todo tan hermoso. Tan hermoso como la próxima luna llena, la noche en que iría a ver al sargento Doakes. Y las cosas seguirían siendo como siempre habían sido bajo aquella luna encantadora y brillante.

Aquella luna maravillosa, gorda, roja y melódica.

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