Se llamaba Daryll Earl McHale y era lo que se conoce vulgarmente como un perdedor nato. Había pasado doce de sus últimos veinte años como huésped del estado de Florida. El apreciado sargento Doakes había escarbado en los archivos del personal del estadio hasta dar con él. En una comprobación informática de empleados con antecedentes de violencia o condenas en prisión, el nombre de McHale había saltado dos veces a la pantalla.
Daryll Earl era un borracho que maltrataba a su mujer. Por lo que se ve, de vez en cuando también asaltaba alguna gasolinera sólo para entretenerse. Su media de permanencia en cualquier empleo era de un par de meses a lo sumo. Pero entonces, un viernes por la noche cualquiera, engullía unos cuantos lotes de seis botellas de cerveza y empezaba a creerse el Martillo de Dios. Así que salía en el coche hasta dar con una estación de servicio que simplemente le molestara. Entraba empuñando un arma, cogía el dinero y escapaba. Después usaba el botín de 80 o 90 dólares para comprar unos cuantos lotes más, hasta que se sentía tan bien que tenía que zurrar a alguien. Daryll Earl no era un tipo grande: medía un metro sesenta y ocho y era más bien esmirriado. Así que, para no correr riesgos, ese alguien a quien zurrar solía ser su esposa.
Las cosas no le iban mal, y lo cierto es que había conseguido librarse de la justicia varias veces. Pero una noche se ensañó más de la cuenta con su mujer y la mandó al hospital durante un mes. Ella presentó cargos, y como Daryll Earl ya tenía antecedentes, se pasó una buena temporada a la sombra.
Seguía bebiendo, pero al parecer se había asustado lo bastante como para entrar en vereda. Consiguió trabajo como conserje en el estadio, y la verdad es que esta vez le duró. Por lo que sabíamos, hacía años que no le ponía la mano encima a su mujer.
Es más, Nuestro Héroe había tenido incluso su momento de gloria cuando los Panthers consiguieron llegar a la Copa Stanley. Parte de su trabajo consistía en salir a la pista y retirar los objetos lanzados por la afición. Esa temporada tuvo mucho trabajo, ya que cada vez que los Panthers marcaban un gol, sus seguidores arrojaban a la pista unas tres o cuatro mil ratas de plástico. Daryll Earl tenía que salir y recogerlas todas: un trabajo monótono, no cabe duda. De modo que una noche, animado por unos chupitos de vodka barato, cogió una rata de plástico e hizo una especie de baile con ella. La multitud se lo tragó y pidió más a gritos. Empezaron a reclamar el numerito siempre que Daryll Earl salía a la pista de hielo. Daryll Earl representó ese baile durante el resto de la temporada.
Ahora las ratas de plástico estaban prohibidas. Y aunque fueran exigidas por una orden federal, nadie las arrojaría de todos modos. Los Panthers no marcaban un gol desde los días en que Miami tenía un alcalde decente, en algún momento del siglo pasado. Pero McHale seguía apareciendo en los partidos a la espera de poder mostrar sus habilidades como bailarín.
La que sí demostró que no le faltaban habilidades en la conferencia de prensa fue LaGuerta. Hizo que pareciera como si los recuerdos de una fama fugaz hubieran impelido a Daryll Earl a matar. Y, por supuesto, con su alcoholismo galopante constituía el sospechoso perfecto para esta serie de asesinatos estúpidos y brutales. Ahora las putas de Miami podían descansar tranquilas: la matanza había terminado. Abrumado por la ingente presión de una investigación intensa e inmisericorde, Daryll Earl había confesado. Caso cerrado. Vuelta a la calle, chicas.
La prensa se lo tragó. Supongo que tampoco se les podía echar la culpa. LaGuerta hizo un trabajo tan magnífico a la hora de presentar los hechos y colorearlos con un poco de reluciente razonamiento que habría convencido prácticamente a cualquiera. Y tampoco es que tengas que hacerte un test de inteligencia para llegar a ser reportero. Incluso así, siempre me queda la esperanza de que alguien ponga algo en duda. Y siempre me decepcionan. Quizás es que vi demasiadas películas en blanco y negro cuando era niño. Seguía esperando que un periodista borrachín y gastado de algún medio importante formulara una pregunta inteligente que obligara a los investigadores a reconsiderar atentamente las pruebas.
Pero, por triste que sea, la vida no siempre imita al arte. Y en la conferencia de prensa de LaGuerta el papel de Spencer Tracy fue representado por una serie de modelos masculinos y femeninos con el cabello perfecto y trajes ligeros. Sus penetrantes preguntas culminaron con: «¿Cómo se sintió al encontrar la cabeza?» o «¿Podemos disponer de alguna foto?»
Nuestro reportero solitario, Nick Nosequé de la cadena local afiliada a la NBC, preguntó a LaGuerta si estaba segura de que McHale era culpable. Pero cuando ella afirmó que la evidencia de pruebas masivas indicaban que así era y que, en cualquier caso, la confesión era concluyente, dejó de preguntar. O bien se quedó satisfecho, o bien el discurso había sido demasiado imponente.
De modo que ya estaba. Caso cerrado, la vara de la justicia había caído. La poderosa maquinaria del aparato contra el crimen de la policía metropolitana de Miami había vuelto a triunfar sobre las oscuras fuerzas que asediaban a Nuestra Hermosa Ciudad. Fue un espectáculo encantador. LaGuerta distribuyó algunas instantáneas siniestras de Daryll Earl grapadas a las relucientes fotos de ella misma en plena investigación que le había sacado un fotógrafo de moda de South Beach que cobraba a 250 dólares la hora.
Formaban un conjunto maravillosamente irónico; el peligro aparente y la realidad letal, dos caras de una moneda. Porque por violento y brutal que fuera el aspecto de Daryll Earl, la amenaza real para la sociedad era LaGuerta. Había atado a los perros, cerrado enérgicamente la investigación y enviado a la gente a la cama en un edificio en llamas.
¿Era yo el único capaz de ver que Daryll Earl McHale no podía ser el asesino? ¿Que éste poseía un ingenio y un estilo que un capullo como McHale no podía ni siquiera llegar a entender?
Nunca había estado tan solo en mi admiración hacia la obra real de un asesino. Las propias partes del cuerpo parecían cantar algo para mí, una rapsodia sin sangre que me iluminaba el corazón y me llenaba las venas de una contagiosa sensación de inspiración. Pero tampoco iba a dejar que esto interfiriera en mi celo a la hora de capturar al asesino, un ejecutor frío y despiadado de inocentes que debía, sin duda, ser llevado ante la justicia. Es así, ¿no, Dexter? ¿Eh? ¿Hola?
Sentado en mi apartamento, frotándome los ojos irritados por el sueño, me dediqué a meditar sobre el espectáculo que acababa de presenciar. Había rozado la perfección tanto como podía hacerlo una conferencia de prensa sin desnudos ni comida gratis. LaGuerta había tocado sin duda todas las teclas que tenía a mano para organizar la mayor y más destacada conferencia de prensa posible, y así había sido. Y, quizá por vez primera en su carrera de lamer Guccis, LaGuerta estaba total y firmemente convencida de que tenía al asesino. Tenía que creerlo. La verdad es que daba más bien lástima. Esta vez pensaba que lo había hecho todo bien. No se trataba de otra maniobra política: en su mente estaba cobrando la recompensa por un resultado limpio y espléndido. Había resuelto el crimen, lo había hecho a su modo, había atrapado al malo y detenido los asesinatos. Se había ganado un aplauso al trabajo bien hecho. Y qué maravillosa sorpresa se llevaría cuando apareciera el siguiente cadáver.
Porque yo sabía, sin lugar a dudas, que el asesino seguía suelto. Probablemente estaría viendo la conferencia de prensa del Canal 7, la cadena que suelen elegir las personas a las que les va la carnaza. En ese momento se estaría riendo con tantas ganas que no podría ni sostener un cuchillo, pero eso pasaría. Y cuando lo hiciera, el sentido del humor lo empujaría a comentar la situación.
Por alguna razón la idea no me abrumó de miedo y desesperación y me hizo tomar la firme decisión de detener a este demente antes de que fuera demasiado tarde. En su lugar sentí un pequeño espasmo de anticipación. Sabía que estaba mal, y eso quizá me hizo sentir incluso mejor. Oh, quería que detuvieran a este asesino y lo llevaran ante el juez, sí, sin duda… ¿pero tenía que ser ya?
También quedaba un pequeño trato por hacer. Si yo iba a colaborar en la pequeña medida de mis posibilidades en el arresto del asesino auténtico, al menos podía hacer que sucediera algo positivo al mismo tiempo. Y mientras le daba vueltas a esa idea sonó el teléfono.
—Sí, lo he visto —dije al receptor.
—¡Por Dios! —dijo Deborah al otro extremo de la línea—. Creo que voy a vomitar.
—Bueno, pues no tengo tiempo para ponerte paños fríos en la frente, hermanita. Hay trabajo que hacer.
—¡Por Dios! —repitió ella. Y luego añadió—: ¿Qué trabajo?
—Dime —le pregunté—, ¿estás apestada?
—Estoy cansada, Dexter. Y más cabreada de lo que he estado en toda mi vida. ¿Puedes hablar claro?
—Te pregunto si estás en lo que papá habría llamado la caseta del perro. ¿Tu nombre es lodo en el departamento? ¿Tu reputación profesional ha sido ensuciada, vilipendiada, embrutecida, modificada y/o cuestionada?
—Entre las puñaladas de LaGuerta y el chiste de Einstein, mi reputación profesional se ha ido a la mierda —dijo ella con más amargura de la que habría creído posible en alguien tan joven.
—Bien. Es importante que no tengas nada que perder.
Se rió.
—Me alegra poder ayudarte en esto. Porque así estoy, Dexter. Si me hundo un poco más, estaré haciendo cafés para las visitas. ¿Adonde quieres ir a parar, Dex?
Cerré los ojos y me apoltroné en la silla.
—Declararás públicamente, ante el capitán y ante todo el departamento, que crees que Daryll Earl no es el hombre buscado y que se cometerá otro asesinato. Presentarás un par de razones convincentes obtenidas gracias a tus investigaciones y serás el hazmerreír de toda la policía de Miami durante un tiempo.
—Ya lo soy —dijo ella—. No pasa nada. ¿Pero hay alguna razón para esto?
Sacudí la cabeza. En ocasiones me resultaba difícil que pudiera ser tan ingenua.
—Queridísima hermana —dije—, ¿no creerás de verdad que Daryll Earl sea culpable?
No contestó. Podía oír cómo respiraba y se me ocurrió que también ella debía de estar tan cansada como yo, pero además sin la energía que da la certeza absoluta.
—¿Deb?
—El tipo confesó, Dexter —dijo ella por fin, y su voz revelaba aún más fatiga que antes—. No… No… Me he equivocado antes, Dexter, incluso cuando… confesó, Dexter. ¿Eso no…? Mierda. Quizá debiéramos dejarlo así.
—Ah, mujer de poca fe —dije—. Se han equivocado de hombre, Deborah. Y ahora vas a rescribir la historia.
—Seguro.
—No fue Daryll Earl McHale —dije—. De eso no me cabe la menor duda.
—Y aunque tengas razón, ¿qué pasa?
Ahora llegaba mi turno de parpadear y extrañarme.
—¿Perdona?
—Mira, si yo fuera el asesino, me daría cuenta de que eso me deja libre de sospechas, ¿no? Con un detenido se acaba la búsqueda. ¿Por qué no parar? ¿O incluso largarme a otro lado y volver a empezar?
—Imposible —dije—. Tú no entiendes cómo piensa este individuo.
—Supongo que no —dijo ella—. ¿Cómo lo haces tú?
Preferí pasar por alto aquella pregunta.
—Se quedará aquí y volverá a matar. Tiene que demostrarnos a todos lo que piensa de nosotros.
—¿Que es…?
—Nada bueno —admití—. Hemos cometido una estupidez al arrestar a un perdedor tan obvio como Daryll Earl. Es cómico.
—Ja, ja —dijo Deb sin la menor alegría.
—Pero al mismo tiempo lo hemos insultado. Hemos dado a ese mediocre gilipollas todo el crédito de su trabajo, que es como decirle a Jackson Pollock que tu hijo de seis años podría haber pintado sus cuadros.
—¿Jackson Pollock? ¿El pintor? Dexter, ese tío es un carnicero.
—A su modo, es un artista, Deborah. Y se considera como tal.
—Por el amor de Dios. Es la mayor estupidez que…
—Confía en mí, Deb.
—Sí, confío en ti. ¿Por qué no iba a confiar? De modo que tenemos a un artista airado y divertido que no piensa irse a ninguna parte, ¿es así?
—Exacto —dije—. Tiene que volver a hacerlo, y esta vez delante de nuestras narices. Con toda seguridad será algo más grande.
—¿Qué hará esta vez: matar a una puta gorda?
—A mayor escala, Deborah. Más grande en concepto. Apabullante.
—Oh, apabullante. Claro. Como si usara abono orgánico.
—Las cartas han cambiado, Deb. Se siente ofendido, insultado, y el siguiente asesinato reflejará esos sentimientos.
—Ya —dijo ella—. ¿Y en qué se traduce eso?
—La verdad es que no lo sé —admití.
—Pero estás seguro de ello.
—Sin duda —dije.
—Se aproxima una tormenta —dijo ella—. Pero al menos ya sé lo que debo esperar.