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Martes, 4 de febrero. Por la noche


La guardia nocturna se encargaba de mantener el orden al caer la noche en Nueva York, alerta ante posibles incendios, robos y violencia de cualquier clase. Sin embargo, más de un ciudadano podía dar fe de que sus miembros se limitaban a acurrucarse en sus casetas de vigilancia, resguardándose de la intemperie o las bandas de rufianes que vagaban por las calles.

En los dominios de Ned el Carnicero eran sus matones, liderados por Charlie Wright (que nunca hacía nada malo), quienes mantenían el orden. O lo rompían, según se les antojaba.

A ambos lados de las calles de Nueva York había farolas de aceite de ballena, la mayoría empañadas de humo y hollín, o peor aún, apagadas. Aun cuando los guardias nocturnos eran lo bastante osados o emprendedores para cumplir con su deber y encenderlas, eranNed y Charlie quienes decidían cuáles debían permanecer encendidas y cuáles no.

Duffy sostuvo la escalera mientras Keller pasaba a Staub el aceite, y éste rellenó el depósito e intentó encender la farola con el aceite todavía en la mano.

Keller puso los ojos en blanco.

– Primero dame el aceite, Staub.

Su compañero se lo entregó y prendió la mecha a la primera.

– ¿Has visto qué fácil? -exclamó Keller.

– Muy gracioso -respondió Staub, bajando por la escalera.

Duffy rió. No era un mal empleo; disfrutaba de días libres para realizar otros trabajillos, y la mayoría de los guardias eran tan buenos camaradas como los marineros, sobre todo Keller y Staub. Duffy nunca había conocido a un oficial como Keller, que trataba a sus subordinados como iguales.

– ¡Las diez en punto y sereno! -anunció Staub.

Se hallaban en Chapel Street y se dirigían a Murray, donde pretendían calentarse un poco en la caseta de vigilancia antes de continuar la ronda.

La niebla se desplazaba alrededor de ellos como si fuera humo; los adoquines estaban resbaladizos por el lodo del último deshielo. Cuando Duffy volvió la vista hacia la manzana donde acababan de encender una farola, no vio más que una brumosa luz. De pronto les llegó un olor rancio.

– Sus señorías.

Una anciana apareció en medio de la niebla como un fantasma. Duffy se estremeció y se santiguó dos veces.

– Mi calle está completamente a oscuras cuando la farola está apagada -se quejó la mujer. Tosió y escupió- Mi marido tropezó con la boca de incendios de la Manhattan Company hace menos de una hora y a punto estuvo de romperse la pierna.

– ¿Dónde vive? -preguntó Keller.

La mujer señaló hacia el este.

– En Church Street.

– Duffy, ve a la caseta a ver cómo le va a McIntosh. Staub vendrá conmigo. -Keller levantó el sombrero hacia la anciana-. Usted primero, señora.

– Pega una buena patada a McIntosh -exclamó Staub a Duffy-. Eso lo despertará enseguida.

– Como si nunca durmieras estando de guardia -replicó Keller.

Duffy aún oía sus risas cuando echó a andar hacia Murray Street. Cuando miró hacia atrás, los dos guardias nocturnos habían desaparecido como si se hubieran arrojado por la cubierta de un barco.

Dejó de silbar al oír un estruendo y un grito, seguidos de una gran carcajada.

– Virgen santísima, ¿qué ocurre ahora?

Le llegó otra carcajada, y encaminó sus pasos hacia el lugar de donde procedía. Al llegar a Murray Street, observó que la caseta de vigilancia había desaparecido. Se frotó los ojos y miró alrededor, perplejo. Creyó ver en Church Street el contorno de la caseta, que se movía en dirección a Broadway. Las carcajadas se hicieron más sonoras y el ruido que armaba aquel insólito vehículo era ensordecedor. Tenía que ser McIntosh quien se encontraba en el interior, gritando con todas sus fuerzas.

Duffy advirtió que las carcajadas provenían de un grupo de hombres que habían atado la caseta con cuerdas y tiraban de ellas. Detrás de las ventanas cerradas de las casas a ambos lados de la calle empezaron a encenderse luces, pero no se oyó ningún sonido ni nadie se ofreció a ayudar. Echando a correr tras los granujas, Duffy vociferó:

– ¡Largo de aquí, por orden de la guardia!

Los rufianes -cinco o seis en total- se desternillaban de risa.

– ¿Tú también quieres dar una vuelta? -preguntó un hombre de aproximadamente la misma edad que Duffy, con aspecto de un oso hambriento. Debajo de la gorra asomaba una cabellera oscura y piojosa.

– ¡Socorro! -exclamó McIntosh desde la caseta.

– Cállate.

Uno de los bribones propinó una patada a la caseta, arrancando otro grito aterrorizado del pobre McIntosh. Las carcajadas se hicieron más fuertes.

– Demos a éste un garbeo -propuso un hombre con el rostro cubierto de furúnculos mientras se acercaba a Duffy.

Éste se volvió, listo para echar a correr, pero al instante se abalanzaron sobre él. Asestó puñetazos y patadas hasta que lo inmovilizaron contra el suelo. Sabiendo que iban a darle una paliza, se ovilló, cubriéndose la cabeza con las manos.

– ¿Qué ocurre aquí? -La voz atronadora hendió el aire.

Duffy levantó la cabeza y miró.

– ¿Quién quiere saberlo?

De la niebla emergió una conocida figura con sombrero.

– ¡El alguacil mayor, malditos rufianes! -tronó la voz grave.

– ¡Dispersaos, amigos! Es el viejo Hays.

En un abrir y cerrar de ojos Duffy se encontró fuera de peligro. De la banda sólo oía el eco de sus pasos. Se levantó con dificultad. Le llegaron los gemidos de McIntosh en la caseta, medio muerto de miedo, y el ácido olor de la orina. Miró alrededor. ¿Dónde estaba el alguacil mayor?

– ¿Señor Hays?

Un hombre salió del callejón. Aun en la oscuridad y en medio de la niebla, Duffy observó que no se trataba de Jake Hays; ese individuo era más alto que el alguacil mayor. Mientras se aproximaba, Duffy vio que se trataba de un muchacho. El impostor sacó una navaja del bolsillo del abrigo, la desplegó e, inclinándose sobre la caseta de vigilancia, cortó la cuerda. La puerta cayó estrepitosamente al suelo, con McIntosh detrás.

Duffy recorrió la corta distancia entre ambos.

– ¿Quién eres? Hablabas como él.

Peter Tonneman sonrió.

– No ha estado mal la actuación. -Al hablar con su propia voz, se hizo evidente que estaba borracho.

– Mejor que eso.

Entre los dos ayudaron a McIntosh a levantarse, pero Peter Tonneman cayó de bruces. Duffy y McIntosh lo ayudaron a ponerse en pie, y esta vez fue McIntosh quien se desplomó. Desesperado, Duffy alzó las manos y comenzó a caminar trazando un círculo, confiando en que los dos hombres se las arreglaran por sí solos. Y así fue.

– Es la segunda vez que me asaltan -gimió McIntosh-. Me retiraría, pero necesito el dinero…

Entre los tres arrastraron la caseta de vigilancia hasta la esquina de Murray y Church. Había algo en el suelo.

– ¿Qué es eso? -preguntó McIntosh.

– Parece un montón de trapos -respondió Peter Tonneman, tosiendo.

Dio una patada, con tan mala suerte que resbaló sobre los mojados adoquines de la calle y volvió a caer de bruces.

– Debe de haber caído de un carro -aventuró Duffy-. Apártalo de una patada para hacer sitio a la caseta.

El joven Tonneman le propinó un puntapié, resbaló y volvió a caer de bruces. Arrodillándose trabajosamente, miró boquiabierto el montón.

– ¡Oh, Dios!

– ¿Qué ocurre? -preguntó Duffy.

Peter Tonneman se sereno de inmediato y meneó la cabeza. Observó de nuevo el montón de trapos y lo tocó. Al apartar la mano, la tenía húmeda y pegajosa.

– ¿Qué pasa? -gimió McIntosh-. Quiero entrar. Tengo frío.

Peter Tonneman sintió que se le revolvía el estómago.

– Hay un cadáver.



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