EPÍLOGO

Martes, 22 de febrero. Por la mañana


Jacob Hays, alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, se hallaba al pie de la escalinata del ayuntamiento, contemplando la multitud reunida. Sus ojos de lince no perdían detalle. En la mano derecha sostenía su resistente bastón, cuyo puño dorado destellaba al sol. Con su cuerpo achaparrado y el sombrero de castor sobre su cabeza desmesuradamente grande, ofrecía, como de costumbre, un aspecto imponente.

El cielo era un campo azul celeste salpicado de nubes esponjosas. Se trataba de un día insólitamente cálido para ser mitad de invierno, y una riada de ciudadanos ansiosos se adentraba en Wall Street procedentes de todas direcciones.

Muchos llevaban allí cuatro horas. Kasper, el payaso de grandes manos y pies que no paraba de caer al suelo, había amenizado la larga espera.

Kasper había empezado el espectáculo encaramado sobre las horcas de la plaza. Descolgándose como un mono, se detuvo en mitad de descenso, sacó de su abrigo rojo brillante un paraguas y lo abrió. Luego saltó y, para sorpresa y júbilo de los presentes, flotó hasta aterrizar en el suelo sin un rasguño. Eran bobadas que divertían a los congregados preparándolos para escuchar las palabras serias que les aguardaban.

Soplaba una suave brisa que ponía en entredicho la estación. Jacob Hays esbozó una sonrisa. Podía decirse que se respiraba un decidido optimismo en el ambiente. A Jake le gustó la frase, y se dijo que la anotaría en su diario aquella noche.

Tras un breve lapso debido a los caprichos de los políticos y el gobierno de Nueva York, los antifederalistas recuperaban el poder de la ciudad. Ese día, De Witt Clinton reclamaba oficialmente el puesto de alcalde.

La vista de lince de Hays localizó a Peter Tonneman de pie junto a su sobrina, Charity, John y Mariana Tonneman y sus dos encantadoras hijas. El abogado Isaac de Groat y los Goldsmith se hallaban a su lado. El joven Tonneman sostenía la mano de Charity con fuerza, y el viejo Tonneman resplandecía.

Otros dignatarios de la ciudad se reunieron con el alguacil mayor en la escalinata del ayuntamiento. En ese hermoso y prematuramente cálido día, Hays no era el único que no llevaba ni capa ni abrigo, como era su costumbre.

La multitud componía un animado cuadro, incluso con las sombrías manchas marrones, grises y negras de los cuáqueros. Sus sombreros de ala ancha y copa baja se mezclaban con los gorros, unos pocos bicornios anticuados aquí y allá, y los sombreros de copa alta de piel de castor.

Hays entornó los ojos y escudriñó a la multitud.

– Guárdame el bastón -pidió el juez Luke Finn, arrojándoselo a las manos y colándose entre la gente como un diligente perro pastor en su rebaño.

Al cabo de un momento se encontraba junto a Gray Moe Daly. La aguda vista de Jake había distinguido la tez y el cabello grises de Gray Moe. Aunque se cubriera la cabeza, Jake no podía pasar por alto ese color de piel y esas cejas. Además, hacía demasiado calor para llevar un gorro de lana. Y más aún tan calado.

Agarrando al ratero, que ya tenía una cartera en una mano y otras cuatro en el abrigo, hizo señas al juez Finn para mostrarle su presa. A continuación condujo al sinvergüenza al alguacil Gurdon Packer, quien se encargaría de llevarlo a la prisión municipal. Con el juez Finn como principal testigo en el juicio, esta vez Gray Moe disfrutaría de una larga estancia entre rejas.

Jake se unió con otras celebridades en la escalinata del ayuntamiento en el instante en que el renombrado alcalde, De Witt Clinton, concluía su discurso triunfal. El atractivo Clinton se llevó la mano derecha al pecho, alzó su bien moldeada cabeza para que le diera el sol en la cara y la gente pudiera admirarlo bien, y se aclaró la voz.

La multitud se acercó aún más para escuchar las últimas palabras del gran hombre.

Clinton retiró la mano derecha del pecho para señalar hacia el público.

– Algún día de este mismo siglo -declamó-, las construcciones de Nueva York se extenderán desde el Battery hasta el extremo norte de la isla.

La multitud guardó silencio, sorprendida. ¿Habían puesto a un loco en el cargo? Entonces se oyó un silbido, y se elevaron muchos más entre la multitud.

Un cuáquero al pie de la escalinata del ayuntamiento tiró de la pernera de Jake.

– ¿No le parece que a nuestro amigo Clinton se le ha metido esa idea entre ceja y ceja?

El alguacil mayor sonrió con educación. Pero no compartía su opinión. No la compartía en absoluto.


***

Загрузка...