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Miércoles 10 de febrero. A primera hora de la tarde


A John Tonneman sólo le quedaba un sitio adonde ir. Hacía tiempo que todos los caminos lo conducían hacia allí, pero había sido demasiado ciego, o estúpido, para verlo.

Si hubiera acudido a Abigail para reivindicar o incluso exigir su ayuda en su investigación, con toda seguridad se la habría negado. Sin embargo, había concedido validez a sus pensamientos con sólo pronunciarlos en alto. Jamie había sido el amante de la pobre Emma. Ésta había desaparecido. Jamie se había casado con la madre de Emma y heredado toda su fortuna. Tal vez no era la conclusión correcta, pero sí una hipótesis razonable: Jamie había asesinado a Emma para quedarse con el dinero de Grace. Había empleado la espada dentada que había utilizado poco después para matar a Gretel, probablemente porque ésta había descubierto de algún modo su secreto o los había visto juntos. ¿Y quién decía que una hipótesis no era una conclusión? A decir verdad, lo era.

Sócrates demostraba su cansancio a cada paso. Tonneman comprendía muy bien cómo se sentía.

El barro que cubría la calle hasta Greenwich Street era tal que apenas si se podía transitar. En Greenwich viraron hacia el norte, y se levantó viento procedente del Hudson. Unas nubes de color metálico oscurecieron el sol.

Tan absorto estaba en sus torturadores pensamientos que no reparó en el carruaje que cruzaba la calle hasta que a punto estuvo de derribarlo. La rueda trasera se había encallado en el espeso barro, y el cochero había pedido a un hombre harapiento ayuda para enderezar el vehículo. Tonneman lo reconoció. Era el marinero a quien recientemente había curado de una inflamación causada por la cola.

Dos mujeres elegantemente vestidas permanecían a un lado del camino, temblando de frío, con los cuellos de los abrigos alzados, las manos en manguitos y los pies manchados de fango. Compungidas e impacientes, esperaban a que repararan el coche. Ajenos a la actividad, tres gruesos cerdos se afincaron a los pies de las mujeres, estorbando en la reparación.

Nadie había resultado herido, y no era asunto suyo, de modo que Tonneman pasó de largo y continuó su camino.

Enfiló Duane hasta Hudson Street, que parecía lo bastante seca y transitable. Se dirigió hacia el norte por un camino de carro que discurría entre campos de manzanos y pastos. Las vacas pacían a su antojo, a veces en mitad del camino, y sus débiles mugidos rompían el silencio que rodeaba a todo aquel que osaba salir de los límites de la ciudad.

Mientras cruzaba el puente que atravesaba el arroyo, Tonneman meditaba sobre cómo se enfrentaría a su viejo amigo Jamie.

El hedor de la fábrica de cola le indicó que casi había llegado a la casa de Jamie antes de verla; allí estaba, Richmond Hill.

Desmontó, se sacudió la ropa, se colocó bien el sombrero y se irguió cuanto sus viejos huesos se lo permitieron Ató a Sócrates a la cerca y se encaminó hacia la puerta principal.

– Comunique al señor Jamison que estoy aquí -dijo cuando Stevens le abrió.

– Está reunido, señor.

El rostro de Stevens no revelaba ninguna emoción, pero a Tonneman no le pasó por alto un ligero temblor en el párpado del mayordomo. Algo flotaba en el aire.

– Infórmele.

– Pero, señor…

– Oh, demonio. -John Tonneman apartó de un empujón al atónito Stevens y entró en el salón, donde le esperaban diversas sorpresas. La habitación deslumbraba, pues por todas partes había velas y lámparas encendidas que se reflejaban y contrarreflejaban en los diversos espejos. Tonneman se protegió los ojos. Sobre los muebles y por el suelo yacían numerosas botellas que habían contenido o contenían licor o vino.

En la mesa de mármol francesa, uno de los bienes más preciados de Jamie, vio algo que conocía muy bien: la caja de caudales de la Collect Company. A su lado descansaba un estuche que contenía un par de pistolas bañadas en plata.

Jamie cargaba con torpeza una de ellas. La introdujo en el estuche y cogió la segunda. Estaba en mitad de un relato y no había advertido la presencia de Tonneman.

– …francés y un holandés están en el país de los simios. El francés adula a los simios, elogiando su inteligencia y belleza. Éstos lo recompensan generosamente con oro y diamantes. El holandés revela a los simios la terrible verdad; que son feos. Y éstos le dan muerte. El holandés tiene una muerte honrosa. Pero muere.

Los otros cuatro hombres presentes en la habitación, el sobrino de Jamie, George Willard, el célebre Ned Winship, y el aún más célebre Charlie Wright (que nunca hacía nada malo), no rieron. Todos parecían muy embriagados. El cuarto hombre representaba el mayor enigma: Aarón Burr.

Jamie miró a sus cuatro compañeros.

– ¿No lo encontráis divertido?

– No mucho -repuso Burr con voz grave-. ¿Qué sentido tiene?

– Muy sencillo. Hoy en día el dinero vale más que el honor. Deberías saberlo.

Burr lo miró ceñudo.

Jamie lucía una chaqueta color rojo vino sin cruzar y con el cuello alzado, un chaleco de ante y pantalones oscuros. Burr vestía exactamente igual que él y, si estaba borracho, no lo parecía.

– Debéis ser gemelos -intervino Tonneman, sin sonreír-. Tíñete el pelo de castaño, Jamie, y serás idéntico a él.

– Difícilmente -gruñó Burr.

– Lo siento, señor… -El mayordomo inclinaba la cabeza repartiendo disculpas.

– Largo, Stevens.

– Señor. -El mayordomo se apresuró a retirarse.

Aquel día el hedor de la fábrica de cola era especialmente fuerte. Tonneman se preguntó distraído si Jamie era el propietario. ¿Por qué, si no, había de tolerar aquel olor?

– Qué alegría verte, John. -A Jamie le divertía la sorpresa reflejada en el rostro de Tonneman-. ¿Sabes qué tengo aquí? Una pareja de pistolas, de Hawkins, Londres. -Le tendió una, apuntándole el pecho con el cañón- Fíjate en el delicado grabado del unicornio y el león. Un hermoso trabajo. Y son armas precisas. El señor Burr acaba de regalármelas.

Aarón Burr frunció el entrecejo.

Nada detendría a Jamie, a quien el alcohol hacía arrastrar las palabras.

– El general Washington se las entregó al señor Burr. ¿Y sabes qué? Una de ellas se utilizó para matar a Hamilton aquel aciago día de julio de hace cuatro años.

– Jamison, eres un estúpido -espetó Burr con calma-. Guarda esas pistolas, viejo borracho, antes de que alguien resulte herido. No te las he regalado, y no es la misma pistola.

– Eso lo dices tú. Ah, ahora ya están cargadas las dos. Aarón nos ayudará a escenificar el duelo de aquel gran día en Weehawken. Él se representará a sí mismo, y yo desempeñaré el papel de Hamilton.

– Bah -exclamó Burr- Ya estoy harto de esta farsa.

– Con algunas diferencias -continuó Jamie. Apuntó a Burr con el arma y sonrió-. Hamilton no disparó.

– Él disparó antes -gruñó Burr.

– Y yo, por supuesto, sí lo haré. No quiero morir como Hamilton. -Jamie hizo una reverencia, y la pistola del duelo destelló en su mano-. Daré doce pasos. Después de eso, las armas deben ser cargadas y entregadas. Pero yo me he adelantado. George, conoces tu papel, ¿verdad?

– Caballeros aquí presentes -masculló George, ebrio.

– Burr levanta su arma.

– No, maldita sea. Hamilton la alzó primero -insistió Burr.

– Eso lo dices tú. Como prefieras. -Jamie guiñó un ojo a Tonneman-. Hamilton disparó antes. Es una pieza de excelente factura, ¿no te parece, John? -Jamie acarició la pistola, luego apuntó bruscamente a Tonneman.

Apretó el gatillo, y el martillo cayó con un inofensivo chasquido-. ¡Ja! He mentido. La segunda pistola no está cargada, pero lo estará enseguida.

Tonneman estaba empapado en sudor, y el corazón le latía con fuerza.

Con movimientos teatrales, Jamie cargó la segunda pistola y la dejó en el estuche con su pareja. A continuación la introdujo en la caja fuerte y en broma comenzó a arrojar billetes a su sobrino, Ned el Carnicero y Charlie Wright. Cuando se disponía a hacer lo mismo a Burr, éste lo fulminó con la mirada.

El corazón de Tonneman seguía latiendo con fuerza. Se había metido en la guarida del león, y éste estaba borracho… y tenía el poder. Había acudido allí para preguntar a Jamie acerca del pasado, y el presente lo había golpeado en la cara.

– Entonces ¿fuiste tú? -preguntó Tonneman con voz ronca a causa de la congoja y la cólera.

Jamie rió.

– Por supuesto. -Bebió un largo trago de una botella de vino; luego miró la etiqueta-. Del 83. Excelente año en París, pero no en Nueva York. Delicioso. -Tendió la botella a Tonneman-. ¿Un trago?

– No.

– ¿Qué hay del dinero? -preguntó Jamie, arrojando al aire billetes de la caja fuerte. A continuación metió unos pocos en los bolsillos de Tonneman.

– Ése dinero pertenece a la Collect Company.

Jamie rió.

– El dinero es de quien lo tiene, John. Llevo treinta años tratando de enseñarte esta lección, pero nunca la aprenderás. ¿Y sabes por qué? Porque eres simple.

George rió nervioso.

– Tu madre está preocupada por ti -dijo Tonneman al joven.

– ¿Qué haces tú aquí? -preguntó Ned el Carnicero.

– No tengo nada contra ti -replicó Tonneman-. Sólo con él.

El gran Ned se limpió la boca con el dorso de la mano y rompió el cuello de la botella contra la repisa de mármol de la chimenea.

– Tengo el presentimiento de que a la larga tendrá que ver conmigo.

Estas palabras aterrorizaron a Tonneman, que se esforzó por no demostrarlo.

– Soy un anciano que ha vivido mucho. -Su declaración iba dirigida a Ned, y también a Jamie. Debía aclarar un asunto con él-. ¿Mataste a Brown? -preguntó.

Jamie se limitó a sonreír a su viejo amigo. Tonneman se encolerizó.

– ¿Por qué? ¿Por el mísero contenido de la caja? Tienes mil veces más dinero. E ibas a permitir que colgaran a Peter por ello.

– Nunca viene mal un poco más de dinero -murmuró Jamie-. Tienes razón, John. Thaddeus Brown no murió por el contenido de esa caja, sino por su alma codiciosa. El estúpido Ala Ancha tuvo la osadía de amenazarme con acudir a ti y a Jake Hays para hablaros de los cincuenta mil que faltaban si no le pagaba mil dólares. ¡Gusano insolente! Me llevé la caja fuerte en un arrebato.

– Así pues ¿lo mataste?

Jamie sonrió con suficiencia.

– Ya no mato a nadie. Pago a otros para que lo hagan por mí, del mismo modo que contrato a gente para que me limpien las botas o la mierda del establo. Ned, aquí presente, hizo los honores.

– Dices que ya no matas. ¿Acaso lo has hecho alguna vez? ¿Has matado a alguien?

– Suponía que a estas alturas ya lo habrías adivinado; la espada dentada y todo eso. Pero está claro que no. -Jamie suspiró y buscó su copa con la mirada-. No eres tan inteligente como presumía, John.

– Y tú ¿te consideras muy inteligente?

– Por supuesto. Y rico. Tengo hombres que matan por dinero. Y puedo pagar ese dinero y mucho más. Tú estás solo aquí, acusándome de todos los crímenes cometidos desde la Crucifixión. Sí, soy inteligente. Y tú, John, eres un maldito imbécil.

Tonneman retrocedió como si lo hubiera golpeado.

– Tienes razón, Jamie. Soy un estúpido. Un estúpido por llamarme amigo tuyo, por no haber comprendido que fuiste tú quien mató a Emma.

– Bravo. No has utilizado la lógica socrática, pero si es preciso servirá. Maté a Emma con la espada dentada. ¿Ergo…?

De pronto Tonneman se sintió profundamente cansado.

– Asesinaste a Gretel Huntzinger.

– Exacto. Qué listo te has vuelto con los años. Tuve que matar a esa vieja bruja porque me vio con la joven bruja.

– Pero Gretel no conocía a Emma.

Jamie se encogió de hombros. John Tonneman no sabía si quería estrangular a su viejo compañero o hincarse de rodillas y llorar. Se volvió y se encaminó despacio hacia la puerta.

– Ned -dijo Jamie.

– Charlie -dijo Ned.



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New-York Evening Post

Febrero de 1808


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