CAPÍTULO 11

Cyllan tenía la cara pálida y contraída por la tensión mientras caminaba entre sus dos guardianes por los pasillos del Castillo. En los tres días transcurridos desde su encarcelamiento, no había visto a nadie, a excepción del criado con escolta que le traía la comida y volvía al cabo de un rato para llevarse el plato intacto, y había pasado la mayor parte del tiempo sentada junto a la ventana de su habitación, mirando el patio con la vana esperanza de descubrir algo sobre el paradero de Tarod.

Tenía que confesar, aunque le doliese, que sus carceleros habían observado escrupulosamente el trato de respetar su vida. Nadie había intentado molestarla; en realidad, la habían tratado con exquisita cortesía, incluso amablemente. Ella había rechazado tercamente sus esfuerzos, haciendo caso omiso de las golosinas enviadas para tentarla y negándose a responder a cualquier intento de conversación. Pero sabía que la situación no podía durar eternamente. Keridil Toln había previsto e impedido cualquier tentativa que pudiese hacer para matarse; a menos que encontrase otra manera de romper el punto muerto, el terrible pacto sería cumplido y Tarod moriría mientras ella continuaba en su condición de rehén impotente. Y quedaba poco tiempo...

Había tratado de establecer contacto mental con Tarod, pero todos sus esfuerzos habían fracasado, y se imaginaba que el Círculo había tomado precauciones, tal vez drogándole o tal vez empleando medios mágicos, para evitar toda comunicación. Y así, al ver cerrados todos los caminos en que podía pensar, Cyllan había llegado a la conclusión de que sólo le quedaba una alternativa: suplicar al Sumo Iniciado por la vida de Tarod.

Conociendo como conocía la enemistad existente entre Keridil Toln y Tarod, y los motivos que la provocaban, sentía que un ratón entre los dientes de un gato tendría más probabilidades de sobrevivir que ella de convencer al Sumo Iniciado de que atendiese su súplica. Pero cuando, en la tercera mañana de su cautiverio, llegaron dos Iniciados para conferenciar con sus guardianes y anunciaron después que iba a ser llevada ante Keridil para una entrevista, sintió un rayo de esperanza. Nada tenía que perder al suplicarle, salvo su amor propio, y éste no contaba para nada.

Y así les acompañó de buen grado, y su corazón palpitó nerviosamente cuando al fin se detuvieron ante la puerta de los apartamentos del Sumo Iniciado.

—Adelante —dijo Keridil vivamente, respondiendo a la llamada, y Cyllan fue introducida en la estancia.

Todas las paredes estaban cubiertas de estantes llenos de papeles y había en el centro una mesa grande detrás de la cual se hallaba sentado Keridil Toln. Cyllan se desanimó al darse cuenta de que, contrariamente a lo que esperaba, él no estaba solo. Dos ancianos le acompañaban, uno de ellos manoseando un pergamino, y el otro mirándola con una expresión que parecía de repugnancia. Grevard, el médico del Castillo, estaba de pie junto a la ventana y, en un sillón próximo a él, se sentaba una muchacha aproximadamente de la misma edad de Cyllan; una joven hermosa y de aire noble, de ojos fríos y cabellera de color castaño. Por la descripción que de ella había hecho Tarod, Cyllan reconoció inmediatamente a Sashka Veyyil y sofocó su reacción al ver a la mujer que le había traicionado más que nadie.

— Cyllan. — La voz pausada del Sumo Iniciado interrumpió sus irritados pensamientos, y ella se volvió, aturdida, para mirarle. El le dirigió una sonrisa tranquilizadora—. Siéntate, por favor. No tienes nada que temer.

Ella le dirigió una mirada fulminante y se sentó en el sillón que él le indicaba.

Keridil cruzó las manos y apoyó en ellas el mentón.

— Queremos darte la oportunidad de contar tu versión de esta triste historia — dijo—. Y espero que no nos consideres como enemigos, sino como amigos. Hay muchas cosas que ignoras acerca de los acontecimientos que han conducido a la actual situación, y es justo que las conozcas plenamente.

Cyllan le miró.

—¿Dónde está Tarod?

Sashka Veyyil tosió delicadamente y el regocijo se pintó en sus

ojos.

—Tarod todavía vive —dijo Keridil—. Y ha cumplido su parte en el trato que hicimos. Espero que podamos persuadirte de que hagas lo mismo.

Ella hizo caso omiso de la observación.

— Quiero verle.

— Lo siento, pero esto es imposible. Como te he explicado antes...

—Keridil... —Sashka se levantó graciosamente y se le acercó por detrás, apoyando ligeramente las manos en sus hombros—. Permíteme que interceda en favor de esta muchacha. Dadas las circunstancias, ¿no crees que debes permitirle que vea a Tarod por última vez antes de que él muera?

Miró a Cyllan con ojos maliciosos.

— Eres muy bondadosa, amor mío.

Saltaba a la vista que el Sumo Iniciado no veía ningún motivo oculto en la actitud de Sashka, y Cyllan se preguntó cómo podía estar tan ciego al doble juego de ella. Pero si la joven noble esperaba alguna reacción de Cyllan a su deliberado recordatorio de la suerte inminente de Tarod, debió sentirse contrariada. Cyllan permaneció impávida. Pero, interiormente, aquella provocación fue como una cuchillada... y comprendió que no podía pedir la vida de Tarod en presencia de semejante público. La burla disimulada de Sashka, la fría hostilidad de los dos viejos, la mirada de ave de presa del médico.., le decían que no podía hacerlo; las palabras se secarían en su lengua, pues su causa estaría perdida de antemano.

Keridil miró a Sashka, que volvió a sentarse.

—Veremos lo que se puede hacer.,., pero hay tiempo sobrado para eso. Quiero oír tu relato, Cyllan, y quiero que comprendas que los del Círculo no somos enemigos tuyos. Queremos ayudarte en todo lo que podamos.

La mirada que recibió por su bienintencionada observación fue tan desdeñosa que hizo que se ruborizase involuntariamente. Reponiéndose, insistió:

— Tal vez podrías empezar diciéndonos cómo llegaste al Castillo. Desde luego, hemos oído la versión de Drachea, pero...

— Entonces no necesitáis la mía — dijo Cyllan.

— Sí que la necesitamos. Si hay que hacer justicia...

— ¿Justicia? — Rió roncamente y añadió—: No tengo nada que decirte.

Uno de los viejos Consejeros se inclinó, hizo bocina con una mano y dijo al oído de Keridil:

— Si esa muchacha quiere mostrarse difícil, Sumo Iniciado, me parece inútil perder tiempo con ella. ¿No nos ha dado el joven Tannak toda la información que necesitábamos? Y debo añadir que las pruebas que ella nos presentase sólo podrían considerarse, en el mejor de los casos, como... dudosas.

Keridil miró de soslayo a Cyllan, que guardaba un silencio desafiante, sentada frente a él. A pesar de su lealtad a Tarod, sentía simpatía hacia ella y no podía dejar de admirar por tanto su firmeza. Creía, y no consideraba esto como una presunción infundada, que si podía persuadirla a hablar, diría la verdad. Y quería oír lo que ella tuviese que decir.

Bajó la voz y murmuró.

—Comprendo tu punto de vista, Consejero Fosker, pero sospecho que la reticencia de esa muchacha se debe más a miedo que a hostilidad, lo cual no es de extrañar. Con el debido respeto, creo que tendríamos más posibilidades de éxito si yo la interrogase en privado.

El viejo Iniciado miró a su colega Consejero, el cual había oído también las palabras de Keridil y gruñó:

— Si el Sumo Iniciado lo cree prudente...

—Así es...

Fosker asintió con la cabeza.

—Está bien. Aunque debo decir que tengo poca fe en esta idea, Keridil.

Keridil sonrió débilmente.

—Confío en poder demostrar que te equivocas.

Cyllan observó cautelosamente cómo escoltaban los dos viejos a Sashka hasta la puerta. Había percibido un destello de resentimiento en los ojos de la joven cuando Keridil pidió que saliese, pero Sashka no protestó abiertamente. Cuando los otros hubieron salido, Grevard, que estaba apoyado en la pared, se separó de ésta.

—¿Quieres que salga yo también? —preguntó.

Keridil asintió con la cabeza.

—Te lo agradecería, Grevard.

El médico se detuvo al llegar a la altura de Cyllan y la observó con ojos críticos, entornando los párpados.

— Quiero verte de nuevo dentro de poco — le dijo severamente; después miró al Sumo Iniciado—. No ha comido nada. Tendremos que hacer algo para remediarlo, si debe conservar la salud. En cuanto haya podido dormir un poco, me ocuparé de esto.

— Gracias.

Keridil esperó a que Grevard hubiera salido y cerrado la puerta; después se retrepó en su sillón y suspiró. Había una jarra de vino y varias copas cerca de él, sobre la mesa; llenó dos de ellas y puso una delante de Cyllan. Esta no la tomó, y él dijo:

— No te comprometerás a nada por beber vino conmigo, Cyllan. Yo lo necesito y estoy seguro de que tú también. Ah... y no prestes atención a los bruscos modales de Grevard; no es más que afectación.

Y ahora... ¿te sientes un poco mejor sin tantos desconocidos observándote?

Sonrió para alentarla y Cyllan recobró una pizca de su confianza perdida. El estaba intentando cerrar el abismo abierto entre ellos y, si podía doblegarse un poco ante él, o al menos simularlo, tal vez tendría alguna posibilidad de hacerse escuchar con simpatía.

Asintió con la cabeza y tomó la copa. El vino era suave y fresco e hizo que se diese cuenta de la sed y el hambre que tenía. Bebió más y Keridil hizo un gesto de aprobación.

— Así está mejor. Si podemos hablar sin hostilidad, creo que la entrevista será más agradable, ¿no te parece?

Cyllan contempló su copa.

—Yo no he pedido esta entrevista —dijo—. Y es verdad que nada tengo que decir que ya no sepas.

— Tal vez. Pero sigo queriendo oír la historia de tus labios. Quiero ser justo contigo, Cyllan. Tú no has hecho nada, al menos directamente, para perjudicar al Círculo, y me aflige pensar que me consideres tu enemigo.

El vino, tomado con el estómago vacío, se le estaba subiendo rápidamente a la cabeza. Cyllan levantó la mirada, pestañeó y, sin pensarlo, expresó con las palabras los pensamientos que había pretendido reservarse.

—Pero tú eres enemigo de Tarod, Sumo Iniciado. Esto hace que seas también mi enemigo.

— No necesariamente. Si comprendieses lo que está detrás de todo este asunto...

—Oh, si ya lo sé. Tarod me contó toda la historia. —Hizo una pausa—. También me dijo que antaño fuiste su más íntimo amigo.

Keridil se rebulló incómodo en su sillón.

—Sí, lo fui. Pero esto sucedió antes de que descubriese la verdad acerca de él.

—Y rompiste aquella amistad sin pensarlo dos veces; la amistad y la lealtad no contaron para nada. — Sonrió tristemente—. No es de extrañar que Tarod esté tan amargado.

La flecha dio en el blanco y, no por primera vez, Keridil sintió algo parecido a vergüenza.

Cyllan apuró su copa y la tendió para que él le sirviese más vino. Empezaba a sentirse temeraria y, aunque sabía que el vino le estaba soltando la lengua, ya no le importaba. Keridil le llenó la copa sin hacer comentarios, y ella bebió un largo trago antes de dejarla sobre la mesa.

—Tarod fue leal —dijo furiosamente—. Fue leal al Círculo, y el Círculo le traicionó.

Keridil sacudió la cabeza.

—No lo comprendes. Lo que te haya dicho Tarod debe ser una imagen deformada de los hechos.

— ¡Tarod no miente!

Keridil suspiró. La cosa iba a ser más difícil de lo que había esperado; había confiado en que, empleando la razón, podría convencerla de cambiar de opinión, pero la tarea parecía a cada momento más difícil. Cyllan no pensaba en su propia seguridad, no temía las represalias, su fidelidad a Tarod era inquebrantable, y el Sumo Iniciado comprendió que, por muy engañada que pudiese estar, le amaba. En vista de todo esto, ¿cómo podía hacerle aceptar que Tarod tenía que morir?

— Cyllan. — Apoyó ambas manos en la mesa, con las palmas hacia abajo, en ademán conciliatorio—. Por favor. Debes escucharme y tratar de ver las cosas como las veo yo.

La cólera se pintó en los ojos de ella, y replicó:

— ¿Y por qué he de hacerlo, Keridil? Tú no querrás verlas como yo las veo; por qué tendría yo que hacer concesiones, si tú te niegas a hacerlas? —Tomó su copa y bebió de nuevo, empezando a sentirse un poco mareada—. Me retienes como rehén, mientras te preparas para asesinar a Tarod. Sí, asesinar — repitió al ver que Keridil se disponía a protestar—. No es más ni menos que esto. Tarod no ha sido juzgado por sus presuntos delitos... ¡Oh, también yo vi los documentos! ¡Pero tú le condenas simplemente a muerte por conveniencia! —Escupió furiosamente la última palabra—. Si es ésta tu justicia, ¡no quiero saber nada de ella!

Keridil apretó los dientes, sintiendo que la cólera empezaba a sustituir el punzante sentimiento de culpabilidad.

— Si crees que esto es un asesinato — replicó a su vez—, tal vez podrás dedicar un pensamiento al Iniciado a quien mató Tarod a sangre fría en esta misma habitación. ¿Perdonas eso?

Cyllan sonrió friamente.

— ¿Te refieres al hombre que mató a Themila Gan Lin?

— ¡Aquello fue un accidente! — Keridil se levantó y empezó a andar, furioso, de un lado a otro de la estancia. La muchacha retorcía todos sus argumentos en su propia ventaja; ahora le parecía que él era el prisionero y ella la inquisidora. Giró bruscamente sobre sus talones y la apuntó con un dedo—. Tu amante no es lo que tú quieres creer. ¡Ni siquiera es humano! Conspirar con el Caos es un delito que desde hace siglos no se ha cometido en esta tierra; pero tú, con tus ridiculas y románticas ideas, ¡lo has perpetrado! El justo castigo es la muerte, y si no fuese porque te necesitamos como salvaguardia, yo... —Se interrumpió, dándose cuenta de que estaba perdiendo los estribos, y respiró pro fundamente—. No. No quise decir esto; lo siento.

— No deberías sentirlo — replicó Cyllan, echando chispas por los ojos—. Mátame, no me importa.

El sacudió la cabeza.

—No quiero hacerte daño. Cuando Tarod esté muerto, quedarás en libertad, libre de toda culpa. Cumpliré mi palabra, y saben los dioses que no te tengo mala voluntad. Pero si persistes en tu loca decisión de defender a un ser maligno, tampoco a ti podré ayudarte.

Ella volvió la cabeza.

—No quiero tu ayuda. No quiero nada de ti, salvo la libertad de Tarod.

—Sabes que esto es imposible. Tal vez un día, por la gracia de Aeoris, lo comprenderás.

El acceso de furor había pasado, dejando a Cyllan agotada y débil; y el vino estaba corroyendo su voluntad de luchar. En ese momento, se habría arrodillado delante del Sumo Iniciado y suplicado por la vida de Tarod; pero sabía, con horrible certidumbre, que con esto no conseguiría nada. Keridil era implacable, tanto en su odio como en su resolución, y nada de lo que pudiese hacer o decir ella le haría vacilar. Sintió que lágrimas de desesperación subían a sus ojos y se esforzó en contenerlas, pero Keridil vio el brillo delator en sus pestañas. Se acercó a ella, sabiendo que no podía consolarla, y sin embargo, fue impulsado por su intranquila conciencia a intentarlo, pero fue interrumpido por una discreta llamada a la puerta y, al abrirla, se encontró con una anciana que vestía el hábito blanco de Hermana de Aeoris.

— Oh..., discúlpame, Sumo Iniciado. — Sus ojos brillantes y agudos se fijaron en Cyllan —. Estoy buscando a Grevard; me dijeron que le encontraría aquí.

Keridil hizo un esfuerzo para no darle un bofetón.

— Estaba aquí, Hermana Erminet, pero se ha ido. ¿En qué puedo servirte?

—Se trata, sencillamente, de que tu prisionero debería ser atendido antes de que pudiese recobrarse de la última dosis que le administró Grevard —dijo vivamente la anciana. Cyllan levantó bruscamente la cabeza y miró a la Hermana, la cual le correspondió frunciendo el entrecejo—. Tengo entendido que es una precaución que no hay que olvidar — siguió diciendo la Hermana Erminet —. Pero si Grevard tiene trabajo en otra parte, yo cuidaré con mucho gusto de esto.

— Sí, sí. — Keridil estaba impaciente, contrariado por la interrupción y solamente deseoso de librarse lo antes posible de la importuna—. Haz lo que creas más adecuado, Hermana. Grevard agradecerá tu ayuda.

—Muy bien.

La anciana miró de nuevo a Cyllan, esta vez especulativamente. La cara de la joven estaba petrificada, como si hubiese visto un fantasma ancestral, y los rumores que había oído Erminet durante los últimos días en el Castillo empezaron a concretarse en su mente. Desvió la mirada, inclinó rápida y cortésmente la cabeza para despedirse del Sumo Iniciado.

Cyllan se quedó mirando la puerta cerrada hasta que la mano de Keridil sobre su hombro la devolvió a la realidad. Se echó bruscamente atrás, con el semblante furioso.

—Va a ver a Tarod... ¿Dónde está? ¿Qué le habéis hecho?

—Nada, y está bastante bien —dijo secamente Keridil.

— ¡Quiero verle!

—Ya te he dicho que esto es imposible. —La inoportuna interrupción de la Hermana Erminet había puesto los nervios de punta al Sumo Iniciado—. ¿No crees que tengo bastante que hacer para ocuparme además de este maldito asunto? Pedí que te trajesen aquí con la esperanza de hacerte entrar en razón... ¡y empiezo a creer que ha sido una pérdida de tiempo!

Cyllan se mordió el labio inferior para contener las lágrimas.

—Discrepamos, Sumo Iniciado, en lo que es la razón. Y si crees que me persuadirás para que cambie de idea, ¡estás equivocado! —Le miró con ojos acusadores y despectivos—. A diferencia de otros, ¡yo cumplo mi palabra de honor!

Los labios de Keridil palidecieron mientras éste se dirigía a la puerta para abrirla y llamar a los guardianes de Cyllan, que esperaban a cierta distancia en el pasillo. Estos entraron apresuradamente y él señaló en dirección a Cyllan.

—¡Quitad a esa muchacha de mi vista! —dijo fríamente el Sumo Iniciado—. Le he dado una oportunidad..., ¡pero estoy perdiendo el tiempo con ella!

Se preguntó si Cyllan diría una última palabra, le suplicaría una vez más, mientras se la llevaban. Incluso ahora estaba dispuesto a ayudarla si podía... , pero ella conservó su semblante helado, inexpresivo, y ni siquiera le miró al pasar. La puerta se cerró detrás de ella, y Keridil, desengañado y furioso, levantó la copa de vino y la apuró de un trago.

Los empinados escalones que conducían al sótano del Castillo eran desiguales, y la luz vacilante de la linterna de la Hermana Erminet Rowald los hacía aún más peligrosos, sobre todo al ir ella cargada con su bolsa de hierbas y pociones. Sin embargo, había rechazado todo ofrecimiento de ayuda y convencido a Grevard que podía desenvolverse.

El médico se había alegrado de que descargaran este peso de sus hombros, y su consentimiento resultó muy conveniente para lo que se proponía la Hermana Erminet. Más allá de la bodega, le había dicho él; después, la tercera celda a la derecha. La tarea era engorrosa, y requería tiempo... El olfato de Erminet captó olores mezclados de barriles mohosos, vino derramado, aire rancio y tierra, y se preguntó irónicamente cómo se podía esperar que un ser viviente prosperase en un ambiente tan desagradable.

Al llegar al final de la escalera, echó a andar con paso vivo por el largo y oscuro corredor. Un bultito gris plateado le pisaba los talones, confundiéndose con las sombras y, al acercarse a la tercera puerta, Erminet se detuvo para mirar al gato que la había seguido desde el cuerpo principal del edificio.

—Diablillo. —El afecto suavizó el tono normalmente agrio de la voz de la Hermana, y el gato levantó la cola—. ¡Aquí no encontrarás ninguna golosina!

El gato le respondió con un maullido de satisfacción y echó a correr delante de ella. Era uno de los numerosos retoños del gato mimado de Grevard, que vivía en estado medio salvaje en el Castillo y, por alguna razón inescrutable, se había aficionado recientemente a seguir a Erminet dondequiera que fuese, pegándose a ella como un amigo. A Erminet le divertía y complacía su predilección por ella; le había llamado Diablillo, y no del todo en broma; mu chas personas desconfiaban de las facultades telepáticas de esas criaturas, y ella, cuando nadie la observaba, mimaba a Diablillo con comida de su propio plato.

El gato, acuciado por el mismo instinto telepático que permitía a los de su especie percibir de manera primitiva las emociones y los propósitos humanos, se detuvo delante de la puerta adecuada y miró a Erminet con curioso interés. No había guardias en la puerta (Keridil había tomado precauciones más arcanas) y Erminet sacó de la bolsa la llave que le había dado Grevard. Esta giró con dificultad en la cerradura y la Hermana entró en la mazmorra.

De momento, no pudo verle. La luz de la linterna era muy débil y las sombras engañaban a los ojos. Pero, al volverse después de cerrar cuidadosamente la puerta a su espalda, una figura se movió en la densa oscuridad del fondo de la cámara.

Tarod estaba sentado sobre lo que parecía un montón de harapos, apoyada la espalda en la húmeda pared, e incluso en la penumbra pudo ver la Hermana Erminet el brillo sarcástico de sus ojos verdes. Grevard se había descuidado: las drogas que le había administrado habían dejado de surtir efecto y el preso estaba en pleno uso de sus facultades. Pero tal vez esto sería ventajoso para ella...

—Una Hermana de Aeoris viene a atender mis necesidades. Es un gran honor —dijo Tarod súbitamente.

Erminet sorbió por la nariz. Había visto antes a ese hombre, o demonio o lo que fuese, en circunstancias parecidas, y aunque habían medido sus armas, sentía respeto y bastante simpatía por él. Aunque este pensamiento podía ser herético, censuraba la traición que había puesto a Tarod en este trance, y le disgustaba ver a un individuo antaño tan soberbio reducido a la impotencia. Y todavía le gustaba menos la naturaleza de una muchacha como Sashka Veyyin

— Adepto Tarod. — Se acercó a él, al darse cuenta de que todavía no la había reconocido—. Veo que las pociones de Grevard no han conseguido embotar tu lengua.

Los ojos verdes se entornaron momentáneamente, después lanzó Tarod una risa cansada y gutural.

—Bien, bien, Hermana Erminet. No esperaba volver a estar a tu cuidado.

Ella dejó la bolsa en el suelo y contempló a su paciente. Más demacrado que nunca, sin afeitar, lacios los cabellos y sucia la ropa... y con las delatadoras arrugas de una enorme tensión en el semblante. Este aspecto la afectó y, para combatir estos importunos sentimientos, dijo bruscamente —No pareces mejor después de que te hayan dado este respiro.

— Gracias. ¿Te ha enviado Grevard para que me distraigas con tus observaciones?

— Grevard está demasiado ocupado atendiendo a las que, según me han dicho, son consecuencias de tu trabajo —replicó Erminet—. Sólo me han enviado para comprobar que estás y seguirás estando bajo el efecto de las drogas. — Frunció el entrecejo—. Yo diría que alguien ha descuidado sus obligaciones.

Tarod suspiró.

—Tal vez también te han dicho que aquí no represento una amenaza para nadie, tanto si estoy drogado como si no.

Esto era lo que Erminet había sospechado, y se adaptaba al cuadro que se estaba formando despacio en su mente.

—He oído rumores sobre un trato entre el Sumo Iniciado y tú — dijo, revolviendo el contenido de su bolsa—. Pero parecían inverosímiles y nadie se tomó el trabajo de explicarlos a una pobre vieja como yo; por consiguiente, los deseché como tonterías.

—Pues son verdad —dijo Tarod, mirando con disgusto la pócima que ella estaba preparando.

Erminet interrumpió su trabajo y le miró reflexivamente.

—Entonces te había juzgado mal. No me imaginaba que aceptases tan fácilmente la derrota.

Vio un destello de dolor en sus ojos, y el gato, que hasta entonces había estado tranquilamente sentado y lamiéndose, interrumpió lo que estaba haciendo para lanzar un débil maullido de protesta, como si sus sentidos telepáticos hubiesen captado alguna fuerte emoción. Entonces, Tarod dijo brevemente:

—Tengo mis razones, Hermana.

— ¡Oh, sí...! —Erminet se pasó la lengua por los labios—. Una muchacha...

Un súbito cambio en el ambiente se manifestó cuando Tarod se irguió con todos los músculos en tensión.

—¿Has visto a Cyllan?

Ella había esperado una reacción, pero no tan vehemente, y fingió indiferencia para disimular su sorpresa.

—Conque se llama Cyllan. Sí, la he visto hace menos de una hora. Es decir, si es aquella criatura de delicado aspecto, cabellos pálidos y ojos peculiares.

Tarod se crispó visiblemente.

— ¿Dónde está?

—Tu ansiedad te delata, Adepto. —Erminet le miró con expresión agria y divertida, pero se ablandó de pronto—. Estaba con el Sumo Iniciado en el estudio de éste... , y sí, recuerdo las circunstancias en que concedió una entrevista parecida a la Hermana Novicia Sashka Veyyil. — Recordaba la cara de Cyllan, la angustia y el furor de sus ojos; también recordaba la discusión que había escuchado desvergonzadamente antes de llamar a la puerta de Keridil—. Pero no debes temer nada a este respecto — añadió—. Si la muchacha hubiese estado armada, me imagino que habría encontrado al Sumo Iniciado con un cuchillo clavado en el corazón.

Tarod cerró los ojos.

—Entonces está viva y bien... Pensaba que Keridil no cumpliría nuestro pacto...

Erminet le miró, con ojos brillantes.

— ¿Vuestro pacto? ¿Qué tiene que ver con esto la muchacha? Tarod la miró a su vez, sopesándola para decidir si debía o no decirle algo más. La vieja se había mostrado una vez amable con él, a su manera peculiar; y a pesar del desprecio que sentía por el Círculo y la Hermandad, Tarod simpatizaba con ella y, aunque las dos mujeres habían sido polos opuestos en muchos aspectos, algo en el carácter de Erminet le recordaba a Themila Gan Lin.

—Cyllan es el quid de nuestro pacto, Hermana. Es un rehén que garantiza mi buen comportamiento. Si yo luchase contra la suerte que me impone el Círculo, Keridil la haría ejecutar en cuanto yo estuviese muerto.

Erminet estaba claramente impresionada y su acritud normal dio súbitamente paso a un sentimiento humanidad — si no es más que una niña! Seguramente el Sumo Iniciado no...

— Ella se alió conmigo. Cualquier Margrave provincial la ahorcaría por menos.

Esto era verdad... Ahora nadie dudaba de la verdadera naturaleza de Tarod, aunque, en la soledad de la mazmorra, a Erminet le costaba creer que estaba hablando con un demonio del Caos. Hubiese debido sentir miedo de él, pero no lo sentía. A ella le parecía más bien una víctima de las circunstancias.., y ésta era una condición que comprendía demasiado, aunque el recuerdo se remontase a cuarenta años atrás.

— Entonces estás dispuesto a morir para salvarle la vida...—dijo.

— Sí.

Dioses, pensó, ¿se estaba repitiendo una actitud propia de tiempos remotos? Se pasó la lengua por los secos labios.

—¿Y cuándo te hayas ido? —preguntó.

— Keridil me prometió que la dejaría en libertad. — Los ojos de Tarod se nublaron—. No tengo más remedio que confiar en él. Así tendrá ella al menos una oportunidad.

Erminet dudó de que fuese prudente expresar lo que estaba pensando, pero no pudo romper su costumbre de toda la vida de ser brutalmente sincera.

— ¿Estás seguro de que tu sacrificio vale la pena, Tarod? Ya te traicionaron una vez...

Por un momento, pensó que él iba a pegarle, pero la cólera se extinguió en sus ojos y solamente dijo:

— No seré traicionado por segunda vez, Hermana Erminet. No por Cyllan.

No... Recordando de nuevo lo que había oído, Erminet le dio la razón. Se sentó, olvidando sus pócimas, y su cara se contrajo súbitamente con una incómoda mezcla de confusión y dolor. El amor de Tarod por aquella extraña y pequeña criatura forastera, su resolución de perder la vida para salvar la de ella, la conmovía profundamente, despertando emociones que creía haber olvidado.

Permaneció sentada inmóvil durante lo que pareció un largo rato, atormentada por sus pensamientos, y sólo levantó la mirada cuando Tarod le tocó un brazo.

Estaba sonriendo, débil pero amablemente.

—Has dicho cuarenta años atrás, Hermana; pero no has olvidado lo que es amar, ¿verdad?

La cara del joven, sin duda envejecida y marchita ahora como la de ella, que la había desdeñado y sido causa de que tratase de suicidarse por amor, apareció de pronto claramente en la visión interior de la Hermana Erminet. El gato se levantó y corrió hacia ella, tratando de subir a su falda y lanzando débiles maullidos de pesar. Tarod le acarició la cabeza.

—Lo siento. No debí decir esto.

—Tonterías. —Erminet obligó a su voz a volver a su antigua brusquedad—. Los fantasmas no pueden dañar a nadie... —Rió, y su risa era seca, forzada—. No he llorado desde que entré en la Hermandad y no voy a empezar a hacerlo ahora; en todo caso, no por mí. — Le miró, con ojos brillantes—. Pero esto no impide que desee poder hacer algo por ti y esa muchacha.

Tarod apoyó la espalda en la pared.

—Podrías hacer algo por mí —dijo—. Si quieres.

—¿Qué es?

— Cuidar de que ella siga viva y bien.

Erminet pestañeó.

— ¿Por qué no habría de ser así?

— Ella juró que se quitaría la vida. Ya lo intentó una vez, cuando fuimos capturados, para impedir que se cerrase aquel trato. Creo que lo intentará de nuevo y no confio en que Keridil lo impida. — Vaciló—. Si puedes hacerme este favor, Hermana, te lo agradeceré toda la vida... — Se interrumpió, riéndose de la ironía de sus palabras —. No, esto valdría muy poco. Di más bien que te daré las gracias.

Era una petición bastante modesta, y si el Sumo Iniciado o su propia Superiora, Kael Amion, lo desaprobaban, podían hacer lo que quisieran. Este pensamiento produjo en Erminet un escalofrío casi agradable.

—No necesito que me des las gracias —dijo a Tarod—. Haré lo que me pides, porque no quiero que se pierdan dos vidas cuando una puede ser suficiente. —De pronto, sonrió—. Bueno, he aquí una vieja cascarrabias tratando de consolarte.

—No eres tan cascarrabias como te gusta fingir.

— Sólo has visto mis puntos flacos. Pero verás la fuerza que tengo si no bebes esto. —Se agachó y tomó la pócima que había estado mezclando—. Grevard dice que es bastante para sumirte en la inconsciencia, de manera que todos nosotros podamos dormir esta noche tranquilamente en nuestras camas.

El sueño sería una bendición... El olvido era con mucho preferible a las largas horas en soledad, a la angustia de esperar dando vueltas a las ideas. Tarod tomó la pequeña copa de plata.

— Entonces, ¿trato hecho, Hermana Erminet?

— Eres demasiado aficionado a hacer tratos para tu propio bien

— dijo ella, en un intento de sarcástica ironía—. Pero, sí; cumpliré mi promesa.

Le observó mientras él bebía el contenido de la copa; después dijo:

— Hablaré con la muchacha. Le diré que aún estás vivo..., aunque no puedo predecir si ella confiará en mí. Si yo estuviera en su lugar, no creería nada de lo me dijesen.

Tarod miró reflexivamente al vacío durante unos momentos; después sonrió maliciosamente.

—Dale un mensaje de mi parte, Hermana. Pregúntale si recuerda su primera visita a la torre... y recuérdale que no tomé nada que ella no quisiera dar. — Sus ojos verdes se fijaron en los de Erminet—. Ella comprenderá.

Su mirada hizo que la anciana sintiese algo que casi era vergüenza. Asintió con la cabeza, con aire defensivo.

—Se lo diré.

Tarod se inclinó hacia delante y la besó en la frente.

— Gracias.

Erminet sonrió débilmente.

—Nunca me había imaginado que sería besada por un demonio del Caos. Sería una buena historia para contarla a mis nietos, si los tuviese.

Diablillo, silencioso como una sombra, salió con ella de la mazmorra. Tarod oyó que la llave chirriaba en la enmohecida cerradura; después trató de ponerse lo más cómodo posible mientras esperaba que la droga surgiese efecto. Aunque el sótano estaba casi totalmente a oscuras sin la linterna de la Hermana Erminet, podía ver en la oscuridad, aunque, en realidad, no había allí ningún panorama digno de atención...

Se tumbó de espaldas, sin hacer caso del rayo de esperanza irracional que parecía brillar en su interior. Esperar era un ejercicio inútil.

Una anciana, por muy buenas que fuesen sus intenciones, nada podía hacer más que llevar un mensaje; y durante los aniquiladores días transcurridos desde su captura, Tarod había resuelto conscientemente resignarse a lo que el destino había decretado para él. Había apagado las llamas de odio y cólera y venganza, sofocando deliberadamente todo sentimiento y todo pensamiento sobre el futuro. Si Cyllan tenía que sobrevivir, era cuanto él podía hacer.

Tenía los párpados pesados y se preguntó si soñaría. En ese caso, lo más probable era que fuesen sueños fragmentados, sin sentido; como si todo lo demás careciese ahora de significado. Tarod cerró los ojos. Brevemente, creyó ver, en su campo visual interior, una piedra preciosa de múltiples facetas, reluciendo como un ojo burlón, y desde muy lejos, alguien —o algo— parecía llamarle por su nombre con extraña urgencia. Sumiéndose en la confusión provocada por el narcótico, hizo oídos sordos a la llamada, la arrojó de su mente. Y la llamada se extinguió y no volvió a repetirse, y él yació inmóvil en la silenciosa oscuridad del sótano.

Загрузка...