Cyllan despertó y sintió el contorno desigual del diván en que y a-cía y la tosca textura de algo que parecía una piel de animal y cubría su piel desnuda. Sentía un fuerte dolor en todo el cuerpo y en la boca... , y al darse cuenta de que no había sido un sueño... su estómago se contrajo.
Aprensivamente, abrió los ojos.
Apenas había luz en la habitación, pero pudo ver en la penumbra a Tarod sentado en una silla. Se había vestido y una gruesa capa negra envolvía sus hombros como para resguardarle del frío. El alto cuello de ésta ocultaba sus facciones, pero Cyllan pensó que estaba mirando por la ventana.
Sus miembros empezaron a temblar al advertir, como una puñalada, todas las implicaciones de lo que había sucedido. Poco a poco, cautelosamente, se incorporó con intención de buscar la arrugada ropa tirada entre los escombros del suelo...
Tarod volvió la cabeza y ella se quedó petrificada. Mezcladas emociones se atropellaron en su mente cuando sus miradas se cruzaron; entonces vio frialdad en los ojos verdes de Tarod, y sus reacciones se fundieron en una fría oleada de amarga vergüenza. La pasión de Tarod se había extinguido, como si no hubiese existido nunca; las barreras entre ellos se habían levantado de nuevo, y la cara de él parecía de piedra. Se había dejado seducir como una imbécil... y lo único que había ganado era su desprecio. Sintió repugnancia de sí misma y, con ella, asco al recor dar lo que era él. Pero todavía tenía un vestigio de orgullo y éste acudió en su ayuda. Echando la cabeza hacia atrás, apartó la manta que la cubría —era de piel, una piel muy rica, pero apenas lo advirtió— y se levantó. Tarod se levantó también y Cyllan dio un paso atrás.
—No, Tarod. —Su voz era dura—. ¡No te acerques a mí!
El vaciló y después señaló el suelo con un ademán que ella interpretó como de indiferencia.
—Como quieras. Pero necesitarás tu ropa.
—Ahora importa poco, ¿verdad? —Irguió los delgados hombros, enfrentándose desafiadoramente a él—. Me has visto, me has tocado, has tomado de mí lo que querías. ¿Qué tengo que ocultarte?
Advirtió, furiosa, que su voz temblaba con mal reprimida emoción, y supo que estaba a punto de perder el control.
Tarod dijo tranquilamente:
—No tomé nada que tú no estuvieses dispuesta a dar.
—¡Ohhh....! —Se volvió, odiándole porque había dicho la verdad—. ¡Maldito seas! Vine a pedirte ayuda, y tú... tú...
No pudo decir más, su voz se quebró y tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para no romper a llorar. El llanto, se dijo furiosamente, era para los niños; ella había aprendido hacía tiempo a reprimir esa emoción y no permitiría que pudiese ahora más que ella; especialmente en presencia de una criatura como Tarod. Se cubrió la cara con las manos, luchando contra aquella reacción con todo su vigor.
Tarod se quitó la capa y la puso sobre los hombros de ella. Cyllan no protestó, pero no quería enfrentarse a él y sacudió violentamente la cabeza cuando trató de hacer que se volviese. El observó reflexivamente mientras ella luchaba por dominarse. Conocedor de sus orígenes, no había esperado que fuese virgen, y la constatación de que ningún hombre había yacido con ella antes que él le había desconcertado. Sin embargo, ella había querido entregarse, y por mucho que pudiese lamentarlo ahora, nada podía cambiar aquel hecho.
Cyllan se calmó al fin y echó impetuosamente atrás los cabellos que le cubrían los ojos. Se apartó de Tarod y, deliberadamente, se quitó la capa y la dejó caer a un lado. Era difícil tomar su ropa rasgada y vestirse con dignidad, y él volvió a la ventana y miró hacia el patio para no confundirla más. Ella se cubrió los senos con la destrozada camisa y vaciló, mirándole. Su cara era una máscara inescrutable, tenía los ojos entrecerrados y reflexivos, y cualquier intención que tuviese Cyllan de acercarse a él se desvaneció en el acto. Miró el cuchillo que él le había arrancado de la mano...
—Llévatelo, si ha de servirte de algo —dijo Tarod.
Ella le miró furiosa, dejó que la daga se quedase donde había caído y, volviéndose, se dirigió a la puerta. Antes de tocar el pestillo, se detuvo.
—¿Se abrirá? —preguntó fríamente—. ¿O estás pensando en algún otro truco?
Tarod suspiró, y la puerta se abrió sin ruido antes de que Cyllan la tocase. Esta no hizo caso de la irracional punzada de dolor que sintió al ver que la dejaba marcharse con tanta facilidad, y salió al oscuro rellano. Después se volvió y miró hacia atrás.
Tarod todavía la observaba.
—Hay un largo camino hasta el patio —dijo—. Yo podría facilitarte el descenso.
Cyllan escupió deliberadamente al suelo.
— ¡No quiero nada de ti! —replicó airadamente.
Y desapareció, engullida su pálida figura por la oscuridad de la escalera.
Oyó el resonante chasquido de la puerta que se cerró de golpe tras ella. Y aquel ruido la espoleó hasta el punto de hacerla bajar la escalera con peligrosa rapidez, deseosa solamente de alejarse y sin que le importase caer y romperse el cuello. De pronto, las paredes se alabearon a ambos lados; los peldaños parecieron ceder bajo sus pies y hundirse en un vertiginoso vacío, y Cyllan gritó involuntariamente cuando la oscuridad se convirtió en un brillo blanco y cegador. Solamente duró un segundo... y se encontró tambaleándose contra la piedra dura y mirando, asombrada, a través de la puerta abierta del pie de la torre.
Salió, vacilando, al patio del Castillo. ¡Maldito Tarod...! Había tenido que decir la última palabra, y lamentó no poder tomar de nuevo aquella daga y clavársela y descuartizarle...
Pero había tenido su oportunidad, y había fracasado. Y lo que él había tomado de ella, se lo había dado por su propia voluntad.
Cerró los ojos para alejar el recuerdo y se apretó las sienes con los puños en un inútil esfuerzo para acallar la voz interior que la acusaba de ser hipócrita además de tonta. Tarod había despertado en ella una necesidad animal fundamental; lo había sabido desde su primer encuentro en el acantilado de la Tierra Alta del Oeste, y aunque había tratado desde entonces de negarla y reprimirla, nunca había dejado realmente de existir. Aquel eco del pasado había demostrado al fin ser lo bastante fuerte para hacerle olvidar el horror de la verdadera naturaleza de Tarod, y había ido a él, se había entregado a él, como una niña enamorada.
Ahora quería matarle. Por muy imbécil que hubiese sido, él la había manipulado y había abusado de ella. Si destruyéndole podía librarse de culpa y dejar de atormentarse y censurarse, se dijo, no tendría ningún remordimiento. Drachea había sabido desde el principio lo peligroso que era Tarod; le había avisado...
Drachea. Cyllan volvió sobresaltada a la realidad, y se dio cuenta, con frío temor, de que se había olvidado completamente de él en el torbellino de todo lo que había sucedido. Le había fallado, y él debía estar todavía en la cama, mortalmente enfermo, tal vez agonizando...
Echó a correr hacia la puerta principal del Castillo y subió de dos en dos los bajos escalones. Si Drachea muriera... No, ¡no pienses eso! El tenía que vivir; le necesitaba, necesitaba su determinación ahora más que nunca, para contener su terrible confusión y para ayudarla a mantener la fría cólera que se esforzaba en alimentar. Juntos podrían derrotar a Tarod; debían derrotarle, lograr que se hiciese justicia... El era el mal, una criatura del Caos. ¡Tenía que ser destruido! Cyllan repitió la silenciosa letanía en su cabeza mientras subía corriendo la ancha escalera de los dormitorios del Castillo. Con el corazón palpitante, se dirigió a la puerta de la habitación de Drachea, la empujó y entró.
Drachea estaba sentado en la cama. Una de las espadas que ella había dejado caer en el rellano yacía a sus pies; la otra la sostenía él con su mano derecha, mientras movía la izquierda lentamente, casi de una manera hipnótica, a lo largo de la hoja, limpiándola con una de sus prendas desechadas y mojadas por el mar.
Cyllan sintió que su corazón saltaba aliviado, y corrió hacia el joven.
— ¡Oh, te has recobrado! Demos gracias a Aeoris. - Pensaba que...
El se puso de pie de un salto, blandiendo la espada en un furioso movimiento defensivo. Después, el terror de su semblante dio paso a una expresión primero de alivio al reconocerla y, a continuación, de ira, y gritó:
—Por todos los Siete Infiernos, ¿dónde has estado?
Cyllan le miró fijamente, asombrada y apenada. La cara de Drachea estaba pálida como la cera y una luz obsesiva y enfermiza brillaba en sus ojos. La mano que sostenía la espada tembló al decir él de nuevo:
— Te he preguntado dónde has estado. Tenias que haberte quedado aquí. Me desperté y tuve miedo y necesitaba ayuda, ¡y tú te habías ido! Me has abandonado...
—¿Abandonarte? —La acusación le cortó el aliento, y su satisfacción por verle curado se extinguió—. Yo te encontré, Drachea; te encontré en la escalera, inconsciente, y te traje aquí, a lugar seguro.
—Y entonces dejaste que me despertase a solas...
—¡Tenía miedo de que murieses! —le dijo furiosamente Callan—. ¡Busqué una manera de ayudarte!
La mirada de Drachea se fijó en ella con una mezcla de desprecio y de recelo; después su boca se torció, imitando una sonrisa.
— Ayudarme... ¿Y qué virtudes tienes tú para remediar lo que él hizo a mi mente?
— ¿Tarod...? — preguntó ella, sintiendo que se le encogía el estómago.
—¡Sí, Tarod! —Drachea se volvió y se apartó de ella—. Mientras tú estabas tranquilamente en otra parte, él... me atacó. Yo no le provoqué, pero él se volvió contra mí y... — Se llevó una mano a la boca, mordiéndose los nudillos—. ¡Dioses! Esas pesadillas... , él las hizo salir de ninguna parte. Las envió contra mí, y yo... yo no podía defenderme. No contra aquella... escoria. — Aspiró profundamente—. Pero me las pagará. ¡Le aniquilaré!
Cyllan cruzó la estancia y se plantó detrás de él, y alargó vacilante una mano. Se estaba esforzando en recobrar los sentimientos que la habían impulsado a correr en busca de Drachea, el sentido de camaradería, de hacer los dos juntos una guerra santa; pero se le escapaban. El arrebato de Drachea había roto el hechizo; al volverse contra ella en vez de darle la bienvenida, su certidumbre y su confianza habían recibido un duro golpe.
Pero no podía culparle, se dijo. Sabía de lo que Tarod era capaz y conocía las flaquezas de Drachea. Su experiencia debía de haber sido mucho peor que la de ella; suficiente para quebrar la voluntad más templada. Tenía que ayudarle, reforzar su resolución con la suya propia... Era la única esperanza para los dos.
Apoyó los dedos en su brazo; él la apartó.
—¡No quiero tu compasión!
Su tono era irritadamente hostil
Cyllan se mordió la lengua para no replicar; se armó de paciencia.
—No te compadezco, Drachea. Te ofrezco mi ayuda contra Tarod. — Sonrió amargamente—. Valga lo que valga.
Drachea miró a Cyllan por encima del hombro, y había una mezcla de recelo y resentimiento en su mirada.
—Sí... —dijo—. Yo no sé lo que vale tu fidelidad, ¿eh? Ya no sé nada... ¿Cómo he de saber que puedo confiar en ti? — Se volvió súbitamente—. Dices que fuiste a buscar ayuda... ¿Cómo puedo saber si es verdad? ¿Dónde está la ayuda? ¿Qué has hecho por mí?
Cyllan lanzó una ronca carcajada y se tapó la boca con la mano.
—¿Qué qué he hecho por ti? —repitió—. Si supieses, Drachea..., si supieses lo que traté de hacer, lo que ocurrió... —Se sobrepuso y en sus ojos centellearon toda la ira y la vergüenza del recuerdo—. Pero fracasé. Tarod... no quiso ayudarme.
— ¿Acudiste a él? — Drachea se quedó boquiabierto y, por un instante, Cyllan pensó que iba a lanzarse contra ella en un acceso de furor. Después silbó entre dientes—: ¡Zorra traidora! ¡Conque ahora conspiras a mi espalda con el mismo demonio que estuvo a punto de matarme!
Pasmada por tan absurda injusticia, Cyllan replicó, sin pararse a considerar sus palabras.
—¿Cómo te atreves a decir tal cosa? ¡Dioses!, cuando pienso en lo que he tenido que pasar por tu causa... ¡Tú no eres el único que ha sufrido en manos de Tarod!
— ¡Tú no sabes lo que significa esta palabra! Mientras estabas contándole bonitas historias al demonio de tu amigo, yo estaba impotente aquí, ¡a las puertas de la muerte! ¡Traidora!
Cyllan le miró durante un largo, larguísimo momento, pálido el semblante como la cera y rígidos todos los músculos. Entonces se llevó una mano al cuello y abrió la rasgada camisa, de modo que los senos quedaron al descubierto.
— Mírame, Drachea — dijo, con voz amenazadoramente firme —
. Mírame bien, y verás lo que me ha hecho Tarod. Tal vez no ha querido atacar mi mente, no directamente... , ¡pero sí mi cuerpo!
Drachea fijó la irritada mirada en la blanca piel. Había en ella moraduras, marcas de dedos, una lívida media luna donde él había hincado los dientes en un arranque de pasión... Se acercó más, muy despacio..., y entonces levantó una mano y le golpeó la cara con todas sus fuerzas.
Desprevenida para semejante ataque, Cyllan cayó al suelo y, antes de que pudiese levantarse, Drachea le lanzó una patada, como a un perro que hubiese molestado a su amo.
—¡Zorra! — rugió histéricamente —. ¡Engendro del infierno, embustera y puerca puta!
Aturdida, ni siquiera pudo protestar antes de que él le lanzase otra patada. Pero esta vez tuvo la presencia de ánimo suficiente para rodar fuera de su alcance, y Drachea agarró la espada y la blandió sobre su cabeza. Tenía los ojos desorbitados, y Cyllan comprendió, sin la menor sombra de duda, que había perdido la razón. Impulsado hasta el borde de la locura por la magia de Tarod, buscaba un enemigo para su venganza, y ningún poder en el mundo podía hacerle escuchar o comprender.
Ella se hizo una bola contra la pared, incapaz de escapar, intimidada por la voz enloquecida de Drachea que preguntaba furiosamente:
— ¿Cuántas veces te has ido con él a la cama, ramera? ¿Cuánto tiempo hace que te confabulas con él contra mí? ¡Serpiente!
Mientras gritaba la última palabra, levantó salvajemente el brazo y la hoja de la espada se estrelló en el suelo a sólo unas pulgadas de la cabeza de Cyllan, con un estruendo de metal
— ¡Drachea!
Cyllan gritó su nombre, tratando de mitigar su insensato furor, pero sabiendo que no tenía posibilidad de conmoverle. El había recobrado su equilibrio y ahora sostenía la espada con ambas manos, balanceándose. La punta de la hoja osciló ante ella, con movimiento hipnotizador, y Cyllan trató de echarse más atrás, pero la pared se lo impidió.
— ¡Serpiente! — chilló Drachea, con voz ronca —. ¡Demonio! ¡Has estado confabulada con él desde el primer momento! Me tendiste una trampa, me engañaste para hacerme caer en esta pesadilla..., ¡maldita seas! ¡Te mataré, monstruo de rostro pálido!
Levantó los brazos, y la luz carmesí que se filtraba por la ventana pareció teñir de sangre la hoja de la espada. Con los ojos desorbitados por la certidumbre de su muerte inminente, Cyllan se echó frenéticamente a un lado al descender la espada. El aliento brotó ruidosamente de su pulmones mientras caía al suelo; después irguió el cuerpo e hizo un convulsivo movimiento para agarrar la puerta. Esta estaba entornada, y su impulso la abrió de par en par. Salió rodando, e intentó ponerse de pie antes de que Drachea consiguiese alcanzarla. Oyó un rugido, como de toro embravecido, vio la espada sibilante como un colmillo gigantesco, y la luz que resplandecía a lo largo de su hoja, trató de escabullirse... y sintió un dolor terrible en las costillas cuando la punta de la espada se hundió en la carne.
Lanzó un grito bestial que sofocó el aullido de triunfo de Drachea. Al extraer éste la espada, sintió de nuevo un terrible dolor y se llevó la mano al costado, sabiendo que debía manar sangre y tratando de detener la hemorragia, pero impulsada sobre todo por la voluntad ciega de escapar, Sintió, más que vio, a Drachea que se arrojaba de nuevo encima de ella, y Cyllan, rodando sobre la espalda, golpeó furiosamente con ambos pies. Por pura casualidad, dio en el blanco; oyó un gruñido y un golpe sordo y no se detuvo a comprobar el efecto de su ataque, sino que se puso de pie y echó a correr.
Ante ella estaba la escalera, oscilando ante sus ojos nublados por el dolor y el espanto. Sabía que corría en zigzag, perdiendo su ventaja, pero no podía hacerlo en línea recta. Sangre caliente y pegajosa caía sobre su mano al compás de los latidos de su corazón, y trató de reír a carcajadas. No podía morir; aquí no existía el Tiempo; no podía morir desangrada sin la ayuda del Tiempo...
La lucidez volvió a su mente y se dio cuenta de que estaba apoyada en la barandilla de la escalera, riendo como una loca. Un débil tictac resonó en el suelo a sus pies. Lo producía la sangre que brotaba de la herida infligida por Drachea y que iba menguando su fuerza...
— ¡ Zorra del demonio!
Oyó aquel grito enloquecido detrás de ella, acompañado de pisadas presurosas, y la impresión la trajo de nuevo a la realidad. Se lanzó hacia delante y estuvo a punto de caer de cabeza por la escalera. Se salvó al poder agarrarse a la barandilla; después, medio tambaleándose y medio arrastrándose, llegó a la puerta de doble hoja que daba al patio. Drachea corría detrás de ella y reducía la distancia; podía oír su voz gritando que se detuviese, y estos gritos la espolearon. Parte de su mente, que parecía observar entre la niebla desde lejos, le decía que la huida era inútil, que con ella no haría más que prolongar lo inevitable. La pérdida de sangre pondría fin a su carrera. Y entonces él caería sobre ella dispuesto a matarla...
Cyllan desterró esa idea y, obstinadamente, siguió su carrera vacilante. La puerta se abrió ante ella y, al salir corriendo, tropezó y rodó por la escalinata hasta el patio. Al ponerse dolorosamente en pie, vio manchas rojas en las losas detrás de ella, dejando un rastro que incluso un niño podía seguir, y en medio de su desesperación, vislumbró una rayo de esperanza.
Tarod..., si pudiese llegar hasta Tarod...
Ahogó furiosamente esta voz interior. Tarod, no, nunca... No podía, no quería saber nada de él...
Un chasquido le hizo comprender que Drachea había llegado a la puerta, y le oyó reír, seguro de su triunfo. Ciegamente, se lanzó tambaleándose hacia la fuente, aferrándose a la insensata idea de que podría romper algún trozo de la delicada tracería de piedra y emplearlo como arma contra él. Chocó contra la taza de la fuente y el dolor la dejó sin aliento, y se derrumbó agarrándose a un pez impasible tallado en piedra, al caer. Las veloces pisadas se oían más cerca, resonando en sus oídos; entonces, Cyllan se retorció y golpeó con un brazo que se estaba debilitando cada vez más, mientras escupía un torrente de insultos y maldiciones de vaquero a la cara de su perseguidor, pero sabiendo que estaba perdida.
Una luz blanca brilló delante de los cerrados párpados y unas manos la agarraron. Gritó desafiadora, tratando de soltarse.
— ¡Cyllan!
Él iba a matarla, y luchó con las pocas fuerzas que le quedaban, tratando de dar patadas, de morder, de luchar hasta el fin.
—¡Cyllan!
No era la voz de Drachea... Abrió los ojos, sorprendida, y su cuerpo se puso rígido.
La niebla gris nublaba todavía su visión, pero pudo ver a través de ella los cabellos negros como el ala de un cuervo, las duras facciones, los ojos verdes. Unos dedos fríos tocaron su cara ardiente, y oyó que Tarod decía con una voz que parecía llegar de muy lejos:
— Tranquilízate. Estás a salvo... El no puede alcanzarte, no puede tocarte. Conmigo estás a salvo, Cyllan...
Ella trató de hablar, pero se quedó sin respiración al aumentar terriblemente su dolor. Su mano agarró convulsivamente los cabellos de él: él la sujetó con fuerza, y su voz fue ahora más amable de lo que ella había creído posible.
—Tranquilízate, Cyllan. Ya no podrá hacerte más daño. Duerme... Yo te curaré. Ahora duerme...
Sus palabras eran como un bálsamo, y Cyllan se aferró a ellas. Tarod seguía sujetándole la mano, y sintió que su dolor se estaba miti gando y que sus sentidos se apaciguaban en un cálido reflujo, hasta que una tranquila oscuridad lo envolvió todo.
—Drachea... ¡No!
Las palabras brotaron confusas de los labios de Cyllan. Había estado soñando y, en su sueño, Drachea se había vuelto contra ella; tenía una cara diabólica y blandía una espada que brillaba como plata fundida sobre un fondo rojo de sangre. Se retorció convulsivamente y oyó el suave ruido de un almohadón al caer al suelo. Entonces una mano poderosa le sujetó un hombro, empujándola hacia atrás y obligándola, delicada pero firmemente, a estarse quieta. Al darse cuenta de que no estaba sola con su pesadilla se calmó, y sintió que sus músculos se relajaban poco a poco.
—Cyllan. El sueño se ha acabado. No tienes nada que temer.
Despierta a medias, había esperado oír la voz de Drachea, y el tono inesperado pero familiar de aquellas palabras hizo que abriese los ojos, con súbita alarma.
Estaba en la habitación de la cima de la torre, yaciendo en el largo diván. Tarod estaba sentado a su lado y le acariciaba delicadamente la frente con una mano. Cyllan levantó la suya y le agarró los dedos en un mudo ademán de gratitud que hizo que una débil sonrisa se pintase en los labios de Tarod; después, todavía confusa, trató de articular unas palabras.
—Pensaba que era... —Entonces recordó y respiró con fuerza—. ¡Oh, dioses! Drachea...
— Drachea intentó matarte — le dijo Tarod, y la suavidad de su tono fue contrarrestada por la cólera fría que expresaban sus ojos—. Fue una suerte que yo te encontrara antes de que pudiese terminar lo que había empezado.
Ahora recobró del todo la memoria y empezó a sentirse mareada.
— Entonces, aquella luz... — murmuró —. Eras tú...
Miró su propio cuerpo. Ya no sentía dolor (sólo ahora se daba cuenta de ello) y no había el menor rastro de sangre. La herida que le había infligido Drachea se había cerrado como si nunca hubiese existido. Levantó rápidamente la mirada y la fijó de nuevo en la de Tarod, sin comprender, y él dijo en voz baja pero irónica:
—Sí, es más de lo que habría podido hacer ningún curandero. Hay ocasiones en que un poder como el mío tiene sus ventajas.
Cyllan tragó saliva.
—Gracias...
Tarod iba a rechazar instintivamente su agradecimiento, pero se contuvo. Esa reacción podría ser fácilmente mal interpretada, y estaba ansioso de no confundirla. Alargó una mano hacia una mesa que había a su espalda, tomó una copa y se la ofreció.
—Bebe esto —dijo y sonrió de nuevo, esta vez con un matiz de humor—. No te vigorizará, puesto que aquí la comida y la bebida son irrelevantes, pero te calentará. Y me imagino que no has probado un buen vino desde la investidura del Sumo Iniciado.
Le estaba recordando su segundo encuentro, cuando él la había defendido contra el vinatero truhán, y asomaron lágrimas a los ojos de Cyllan. Esta pestañeó para contenerlas, furiosa consigo misma por mostrarse conmovida, y tomó la copa. Mientras sorbía el vino, sus ojos ambarinos miraron por encima del borde, con incertidumbre, a Tarod, y al fin preguntó:
— ¿Por qué me salvaste?
— ¿Por qué?
Pareció sorprendido por la pregunta y ella asintió con la cabeza.
— No me debes nada. Cuando... nos separamos... pensé...
—¿Qué éramos enemigos? —dijo Tarod, terminando la frase—.
No, Cyllan. No siento enemistad por ti; en realidad... — Se interrumpió y, por un instante, la incertidumbre se pintó en sus ojos verdes; pero pudo dominarse y sacudió la cabeza—. Puedes juzgarme como te parezca adecuado. Viste los documentos del Sumo Iniciado y mucho de lo que se dice en ellos corresponde a la verdad, tal como Keridil la veía. —Entornó los ojos—. No puedo negar lo que soy y, si me miras como a un enemigo, no puedo esperar nada mejor. Pero, demonio o no, te salvé la vida porque quería... protegerte. —Encogió los hombros—. Tal vez esto te parezca una palabra vana. Si es así, puedes interpretarla como te plazca.
Demonio o no... Cyllan percibió ironía en su voz y sintió un nudo en la garganta, producido por una emoción que no se atrevía a permitir que se apoderase de ella. Fuera lo que fuese en realidad, Tarod no era un demonio. Este término era más adecuado para Drachea, que se había vuelto contra ella, la había condenado sin previo juicio y se había erigido en juez y verdugo.
Cyllan había resuelto no llorar nunca, y menos en presencia de Tarod, pero tuvo la terrible impresión de que estaba a punto de perder su aplomo y echarse a llorar. Su aliado la había traicionado; su enemigo la había salvado la vida, y los viejos sentimientos, que había hecho todo lo posible para sofocar desde su llegada al Castillo, estaban saliendo de nuevo a la superficie.
Su mano empezó a temblar y Tarod tomó la copa de ella. La dejó sobre la mesa y después asió de nuevo los dedos de Cyllan, pero esta vez con mucha suavidad.
—¿Por qué trató Drachea de matarte? —preguntó.
Ella se mordió el labio. No quería pensar en lo que había ocurrido, pero tenía que enfrentarse a ello.. , y tenía que decir la verdad. Al menos le debía esto a Tarod.
—El... descubrió que yo había estado aquí —dijo, en voz tan baja que las palabras eran apenas audibles—. Estaba... me estaba regañando porque no me halló a su lado cuando empezó a recobrarse de... — se interrumpió, tragó saliva y prosiguió, haciendo un esfuerzo— de lo que le había sucedido. A mí me irritó su injusta actitud y le dije... le dije... —y esta vez no pudo terminar.
El empezó a comprender.
—Entonces, sacó la conclusión de que eras... digamos ¿una víctima complaciente?
Ella asintió con la cabeza. El recuerdo de la cara contraída de Drachea, de su injusticia, de su crueldad, asomó del rincón oscuro de la mente donde había tratado de encerrarlo y, con él, surgió una cólera ardiente y amarga. Incapaz de sofocarla, dijo, atragantándose con las palabras:
— Me llamó ramera y serpiente y...
Y de pronto, el dique que se había esforzado en mantener firme se rompió. Cyllan se cubrió la cara con ambas manos y estalló en lágrimas: la emoción contenida había destruido el dominio que tenía de sí misma. Sintió que los brazos de Tarod la rodeaban y se apretó contra él, ocultando el rostro en los revueltos cabellos negros. Él no dijo nada, solamente la retuvo, y el alivio de poder llorar sin miedo de rechazo o de desprecio fue como un bálsamo para Cyllan.
Finalmente, la tormenta de llanto amainó. Tarod no hizo nada por soltarla y, en definitiva, fue ella quien se desprendió de sus brazos, poniéndose dificultosamente de pie y caminando hacia la ventana. Se enjugó la cara con ambas manos, dejando tiznajos en las mejillas, y dijo en tono confuso:
— Disculpa.
—No tienes que disculparte de nada. He conocido a muchos Adeptos que habrían llorado con menos motivo.
Ella sacudió la cabeza.
— No; no me refiero solamente a esto.
Quería mirarle, leer la expresión de sus ojos, pero no se atrevía a hacerlo por miedo de lo que podría ver. Respiró hondo, consciente de que debía decir lo que sentía, ahora o nunca. Si había juzgado mal a Tarod, su error la heriría profundamente. Pero sentía que nada tenía ya que perder, y la emoción le dictaba lo que la razón había sido en definitiva incapaz de reprimir.
—Fui muy injusta contigo —dijo a media voz—. Creía que eras un enemigo, indigno de confianza, y me alié con Drachea porque creía, pensaba que creía, en la causa que defendía él. El quiere destruirte. Y yo pensaba que tenía razón. —Se echó a reír y se le quebró la voz—. Digo que soy vidente y no pude ver la verdad que tenía ante los ojos. O al menos... no quería reconocerla. Pensaba que Drachea era más inteligente que yo.
— ¿Y ahora? — preguntó suavemente Tarod, al ver que ella no decía más.
— Ahora.., no lo sé. Drachea cree que soy una campesina imbécil y tal vez esté en lo cierto. Pero sólo puedo juzgar por lo que veo, no por lo que me dicen.
Las palabras fluían ahora rápidamente y, con ellas, un miedo creciente que parecía roerle el alma. Se lo estaba jugando todo; si perdía, no se lo perdonaría nunca. Pero el instinto, y la emoción, le decían que confiara en el juego y creyese que, en el peor de los casos, Tarod la comprendería.
—Ojalá yo hubiera escuchado mi voz interior —dijo—. Porque... no creo que seas el demonio que dicen que eres. Y no quiero ser tu enemiga.
Entonces se hizo un largo silencio. Después, Cyllan oyó el débil ruido que hizo Tarod al moverse y pensó que se había plantado detrás de ella, aunque no se atrevió a volverse para verlo.
—Has leído la declaración de Sumo Iniciado —dijo él.
—No, no la he leído. Me la leyó Drachea. —Sonrió, pero sin pretender que él viese su sonrisa—. No sé leer.
La voz de él no mostró sorpresa, ni diversión, ni compasión. Se limitó a decir lisa y llanamente:
—No puedo negar la verdad contenida en aquel documento, Cyllan. Podría rebatir la interpretación, pero los hechos son bastante reales.
Ella se encogió de hombros.
— ¿No te repugna esto?
— No. Si aquellos papeles describiesen a un desconocido, tal vez le condenaría, porque no sabría nada de él: pero no describen al hombre que conocí en la Tierra Alta del Oeste, ni al Adepto que me recordó en el festival..., ni al hombre que me ha salvado la vida. — Suspiró
— Pensaba que te tenía miedo. Pero... creo que más bien tenía miedo de mis propios sentimientos.
Tarod sintió como si algo le atenazase los pulmones y la garganta. La silueta de Cyllan se recortaba contra el melancólico fulgor de más allá de la ventana; solamente un débil resplandor rojo de sangre teñía sus rubios cabellos, y él quería acercarse a ella, tocarla, abrazarla. Su vacilante confesión le había pasmado; sin embargo, sabía que sus palabras habían brotado del corazón, aun a riesgo de provocar su burla o su desprecio. Había confiado en él, y él se imaginó que durante toda su dura vida pocas veces se había visto justificada su confianza. Todavía estaba insegura; la posición de sus pequeños hombros delataba su resolución de no parecer débil..., pero había desnudado su alma. Y él, aunque no tenía alma y se había creído incapaz de sentir, estaba dominado por una fuerza que no podía ni quería combatir. Las emociones se agitaban dentro de él como una marea implacable: esperanza, melancolía, un doloroso afán de ser realmente capaz de vivir de nuevo. Había reprimido estos sentimientos, temeroso de lo que podían significar y adonde podían conducirle. Pero ya no podía controlarlos.
Cyllan soltó de pronto una risa ahogada.
— Todavía no comprendo por qué — dijo.
— ¿Por qué?
— Por qué me salvaste la vida.
El avanzó y apoyó las manos en sus hombros.
— ¿No lo sabes? — dijo suavemente y se inclinó para besarla en la cara.
Ella respondió afanosamente, casi de un modo infantil, pero después se puso rígida y se apartó.
—Por favor, Tarod..., no. A menos que... a menos que lo quieras de verdad.
Tarod comprendió, y el recuerdo de cómo le había mirado tan a menudo Sashka, hermosa, ávida e incitante, acudió a pesar suyo a su mente. Lo expulsó de él. Sashka estaba muerta; desde hacía tiempo, muerta para él...
—Lo quiero de verdad. —La atrajo hacia sí, su boca se posó en la de ella y su cuerpo respondió al calor que de ella emanaba—. Lo quiero de verdad, Cyllan...
El deseo estaba satisfecho, pero la emoción permanecía. Yacían juntos en el lecho de Tarod, descansando Cyllan la cabeza en el brazo de él. Ninguno de los dos había sentido necesidad de hablar, y ahora parecía que Cyllan estaba dormida, respirando tranquila y regularmente.
Tarod la observó. Se sentía en paz como nunca y, sin embargo, esta paz estaba matizada por una tristeza a la que, hasta ahora, había sido incapaz de enfrentarse. Le habían impresionado los sentimientos que esta muchacha extrañamente valerosa y fiel había despertado en él, pero sabía que no había nada ilusorio o fugaz en su amor por ella y en el de ella por él. Y sin embargo, a pesar de la floración de estos sentimientos, se daba cuenta de un profundo vacío en el fondo de su corazón, de una sombra oscura y fría que enturbiaba su recién encontrada felicidad.
¿Podía haber un futuro para ellos? Aquí, en esta extraña dimensión donde nada cambiaba nunca, podían existir por toda la eternidad si así lo querían. Pero para un hombre sin alma, incapaz de darse por entero, sería una existencia engañosa, porque nunca podría llenarla realmente. Tarod quería ser de nuevo un hombre completo; conocer los dolores y las alegrías del hombre completo. Sin alma, sólo estaba vivo a medias... , pero recobrar su alma sería enfrentarse una vez más con todas las implicaciones de su verdadera naturaleza...
Suspiró y Cyllan abrió los ojos.
—¡Tarod! —Le tocó ligeramente el brazo, soñolienta, y después frunció el entrecejo—. Algo te conturba...
Leía demasiado bien en él.
—Pensamientos vanos —dijo él.
— Cuéntamelos. Por favor.
Él la atrajo más hacia sí.
—Estaba pensando en el futuro. —Sonrió, pero no alegremente—. Desde que fue desterrado el Tiempo, he existido aquí sin preocuparme de todo lo que había dejado atrás. Pero ahora.. , todo ha cambiado. Cuando perdí mi alma, pensé que había pasado más allá de la humanidad. Me equivocaba. Y sin embargo soy una cáscara, una concha... , con un núcleo frío que no puedo romper. No puedo darme a ti de la manera que habría podido hacer antaño; no puedo amarte con el alma, porque no la tengo. Pero si probara a volver atrás, si consiguiese...
— Tarod...
Percibiendo su aflicción, Cyllan trató de interrumpirle, pero él le impuso silencio colocando un dedo sobre sus labios.
— No. Tengo que decirlo. Tú sabes en qué me he convertido, Cyllan. Pero, ¿sabes lo que era antes?
El antiguo miedo volvió a reflejarse en los ojos de ella, y él sintió como si le clavasen un cuchillo en las entrañas. Cyllan todavía no había comprendido del todo, y temía que, cuando lo comprendiera, fuese incapaz de enfrentarse a la verdad sin repugnancia. Pero no podía ocultársela. Ella había estado dispuesta a jugar; también debía estarlo él.
—Antaño —dijo— yo tenía un anillo. En el anillo había una piedra, una piedra preciosa. Aprendí que aquella gema era una fuente de poder, pero ignoraba su verdadera naturaleza... hasta que me fue revelada por Yandros.
— Yandros... — Esta palabra produjo un estremecimiento atávico en Cyllan, que dijo, en tono indeciso—: El Sumo Iniciado decía que era..., que es... un Señor del Caos...
— Sí.
— Y la piedra...
Sabía la respuesta, pero necesitaba oírla de boca de él.
—La piedra era el vehículo de mi alma. —Se lamió los labios repentinamente secos—. También ella es del reino del Caos.
Cyllan se incorporó, luchando al parecer con algún conflicto interior; después se volvió bruscamente hacia él y le asió la mano, mientras recobraba la voz en su aflicción.
— ¡Pero tú no eres un demonio! Eres de este mundo, eres humano...
—Cyllan... —Le estrechó los dedos, conmovido por su lealtad, pero sin encontrar en ella verdadero alivio—. No soy humano. No del todo, aunque saben los dioses que tardé mucho tiempo en descubrirlo.
— Entonces, ¿qué eres?
Tarod sacudió la cabeza.
—No lo sé, Cyllan, no lo sé. Tengo sentimientos humanos, reacciones humanas; pero poseo poderes que ningún mortal podría tener. El Círculo dice que soy un demonio. Y Yandros... —La miró con ojos vacilantes—. Yandros me llamó «hermano».
Cyllan no dijo nada y, cuando él la miró de nuevo, tenía la cabeza inclinada de modo que no pudo verle la cara. Sin duda se estaba esforzando por asimilar todo lo que él le había dicho. Había esperado que negase las acusaciones formuladas contra él por el Círculo; pero él había confesado que, aunque deformadas, eran esencialmente verdaderas. La idea de que este hombre pudiese estar emparentado con un Señor del Caos la aterrorizaba... y sin embargo, dijera lo que dijese el catecismo que había aprendido en su infancia, no podía rechazarle; no podía volverse contra él en aras de un principio abstracto.
—Si recobrara la piedra-alma —dijo Tarod—, se fortalecerían mis lazos con el Caos. Pero, sin ella, no puedo vivir realmente, ni puedo alcanzar la plenitud contigo, que es todo lo que ansio. — Sonrió tristemente—. ¿Puedes comprender esta paradoja?
Cyllan le miró.
—¿Es una paradoja, Tarod? A pesar de todo lo que la piedra pudiese haber hecho de ti, ¡eres humano! Fuiste un alto Adepto, un servidor de nuestros dioses, cuando tenias tu alma. No eras un demonio... ¿Por qué habría de cambiar esto si la recobrases?
El rió amargamente.
— El Círculo no lo aceptaría.
—Entonces, ¡al diablo con el Círculo! Si no supieron ver la verdad cuando la tenían ante sus ojos, ¡eran unos imbéciles! Él se volvió a mirarla, inseguro de sí mismo.
— ¿Tienes realmente tanta fe en mí, Cyllan?
— Sí — dijo sencillamente ella.
La ironía de su fidelidad inquebrantable, comparada con la hostilidad de aquellos que habían sido presuntamente sus iguales y sus amigos durante la mayor parte de su vida, era tranquilizadora. Durante su existencia solitaria en el Castillo sin tiempo, Tarod había vuelto la espalda a su antigua fidelidad a los Señores del Orden, porque con la traición del Círculo el Orden le había fallado. Pero el despertar de una humanidad reanimada le había hecho sentir de nuevo el amor a su mundo. Quería volver a ser parte de aquel mundo, un mundo en el que Yandros y los suyos no representaban el menor papel.
Miró el aro torcido del anillo en su mano izquierda.
— Podría ser peligroso que se recobrase la piedra. Era la clave del plan de Yandros para combatir el régimen de Aeoris, y podría ser que abriera la puerta..., que el Caos pudiese amenazar de nuevo al mundo.
—Tú luchaste antes contra el Caos. Incluso el Sumo Iniciado lo reconoció. Sus documentos dicen que desterraste a Yandros...
—Sin embargo, Yandros no acepta fácilmente la derrota. — Tarod sonrió débilmente—. Como sabes muy bien, a costa mía. Cyllan se inclinó hacia delante y le rodeó con sus brazos, y apretó su cuerpo contra el de él.
— Yandros no me preocupa — dijo resueltamente —. Es una sombra, y yo no temo a las sombras. Lo único que me importa es que has perdido una parte de ti mismo y quieres recobrarla. Esto es lo que cuenta.
Tarod la miró y alargó una mano para acariciar sus pálidos cabellos.
—¿No temes al ser que podría resultar de ello?
— No. — Le besó con fuerza—. No lo temo.