Gant Ambaril Rannak trataba de dominar su impaciencia y su irritación, pero era una batalla perdida. Se levantó y miró a través de la larga ventana del salón, sin que su mente registrara la vista de los jardines que ya empezaban a florecer. Estaba demasiado perturbado por el sonido de los sollozos ahogados de su esposa. Era el día de su cumpleaños, y tendrían que haberlo celebrado. En vez de esto, estaban sumidos en una pesadilla de la que parecía imposible despertar: el misterio de la desaparición de su hijo mayor.
Si por lo menos hubieran recibido alguna noticia... El heredero de un Margraviato no se desvanecía, simplemente, sin dejar rastro. Alguien tenía que haber visto a Drachea saliendo de la plaza del mercado con aquella maldita vaquera y, sin embargo, aunque había empleado todos sus recursos, que no eran pocos, Gant no había podido encontrar un solo testigo de lo que le había sucedido a su hijo. Al principio, había considerado la posibilidad de que el Warp que se había desencadenado aquel día sobre Shu-Nhadek se los hubiese llevado a los dos; pero conocía a su hijo, y su hijo no era tan imbécil como para dejarse sorprender de una manera tan espantosa.
Desde luego, se había formulado la teoría de que el jefe de los boyeros estaba detrás de todo el asunto: había utilizado a la muchacha para atraer a Drachea y le retenía para obtener algún rescate. Estos crímenes no eran raros y, con el aumento de la delincuencia en el último año, había bastantes rufianes que considerarían que el riesgo valía la pena. En los primeros accesos de furia y de angustia, Gant había hecho encarcelar al boyero y le había interrogado despiadadamente, pero pronto se puso de manifiesto que Kand Brialen no sabía nada del suceso. Su horror había sido dolorosamente genuino y, aunque éste se debiese más al miedo de perder un rico cliente que a la preocupación por la suerte de su sobrina, Gant se había visto obligado, muy a su pesar, a desechar sus sospechas.
Y así, frenético por tener noticias y frustrado a cada paso, Gant había empleado todos sus considerables recursos en lo que había sido, hasta ahora, una búsqueda totalmente inútil. La milicia provincial bajo su mando no había descubierto nada; las videntes de la Hermandad habían ejercitado sus dotes sin el menor resultado... y ahora parecía que incluso su última esperanza iba a fallarle.
Se volvió hacia el lugar donde un hombre corpulento, con la insignia de oro de los Iniciados sobre el hombro, conferenciaba en voz baja con la Señora Silve Bradow, superiora de la más importante Residencia de la Hermandad en la provincia. Por pura casualidad, Hestor Tay Armeth, Adepto de cuarto grado del Círculo, se hallaba en la Residencia cuando llegó el mensajero de Gant para pedir ayuda a la Hermandad, y Silve Bradow, que había sido nombrada recientemente para su cargo y nunca había tenido que intervenir personalmente en un problema de esta importancia, había solicitado inmediatamente el consejo de Hestor.
Pero ahora parecía que el representante del Círculo no tenía poder para ayudarles. Lejos de ofrecer la solución que Gant y su familia ansiaban, Hestor se había andado hasta el momento con rodeos. El Margrave sospechaba que, detrás de su actitud ambigua, había algo más que lo que saltaba a la vista, pero no podía sonsacarle, y su paciencia, debilitada por la preocupación que roía todas las fibras de su ser, se estaba agotando.
Giró sobre sus talones y carraspeó con fuerza para llamar la atención de los otros. La Margravina sorbió y se enjugó los ojos, y miró a su marido con llorosa esperanza.
— Adepto — dijo Gant, en un tono cortés, pero no exento de acritud—, me perdonarás que te hable francamente, pero este asunto se hace más urgente a cada minuto que pasa. Mi hijo y heredero ha desaparecido, y todos los esfuerzos para encontrarle han sido vanos. Acudo al Círculo en busca de ayuda, como sin duda tiene derecho a hacer cualquiera en tales circunstancias, ¡y parece que nada puedes decirme! Te haré una simple pregunta: ¿puedes ayudarme, o no?
Hestor y la Señora Silve cambiaron una mirada y, después, la Superiora cruzó las manos y miró al suelo alfombrado mientras Hestor respondía:
— Margrave, lo único que te he dicho es que no puedo prometerte nada. Existen complicaciones que...
Gant le interrumpió:
—Por lo que veo, Señor, la única complicación es la naturaleza misteriosa de la desaparición de mi hijo. Seguramente, en este caso hay razones suficientes para informar al Sumo Iniciado de lo que ocurre. — Se pasó la lengua por los labios—. Conozco a Keridil ToIn, como conocí a su padre Jehrek, y estoy seguro de que él desearía estar informado y ofrecerme la ayuda del Círculo. —Gant hizo una pausa, preguntándose si Hestor reaccionaría a la amenaza implícita en sus amables palabras; después, al ver que el hombre se mostraba impasible, añadió—: Desde luego, si prefieres tomar la responsabilidad sobre tus hombros...
El Adepto sonrió reservadamente y sin entusiasmo.
— No quisiera mostrarme presuntuoso, Margrave. Naturalmente, me aseguraré de que el mensaje llegue al Castillo; pero estas cosas requieren tiempo, y el tiempo puede no estar de nuestra parte.
Gant encogió tristemente los hombros.
— Sin embargo, parece ser nuestra única esperanza, ya que todo lo demás ha fracasado. — Miró a su esposa—. He oído decir que se están realizando experimentos para emplear aves de rapiña como mensajeros en casos de emergencia. Si pudiéramos usar este método, la noticia llegaría al Sumo Iniciado mucho antes de lo que tardaría en llevarla un buen jinete.
— He oído algo de esto — dijo precavidamente Hestor—. Los halconeros de la Provincia Vacía han estado empleando aves, y el procedimiento está siendo también ensayado en Wishet. Pero en cuanto a su eficacia...
—¡Maldita sea! ¿Acaso no vale la pena intentarlo? —bufó Gant, y después, haciendo un esfuerzo, dominó su mal genio—. Discúlpame, pero seguramente comprenderás mis sentimientos. La Margravina está loca de preocupación y de dolor, y si el Círculo no puede ayudarnos, ¡nada podremos ya hacer!
De momento, Hestor desvió la mirada; después pareció recobrar su aplomo y la fijó de nuevo en la del Margrave.
— Desde luego, Margrave, tienes razón, y te pido disculpas si he parecido vacilar o mostrarme reacio. No puedo saber cómo te ayudará el Círculo..., pero haré lo que esté en mi mano. Te lo aseguro.
— Entonces, ¿informarás al Sumo Iniciado?
—Con toda la rapidez posible.
La Margravina suspiró débilmente y su marido cruzó la estancia para palmearle el hombro con rígido afecto.
—Bueno, querida, ya has oído lo que ha dicho el Adepto. Podemos contar con la ayuda del Círculo. Si algún poder en el mundo pue de devolvernos a Drachea, es el del Círculo. — Miró de nuevo a Hestor —. Aunque la celebración no será tan alegre como en ocasiones anteriores, dadas las circunstancias, hoy daremos una pequeña cena en familia para celebrar el cumpleaños de la Margravina. Será para mí un honor si la Señora y tú queréis acompañarnos.
Hestor se inclinó ligeramente.
— Gracias, Margrave, pero creo que descuidaría mi deber si no pusiese en marcha la investigación del Círculo sin la menor dilación. He prometido acompañar a la Señora Silve a su Residencia y después emprenderé el camino hacia el Norte.
En su fuero interno, Gant se sintió aliviado por la negativa. La cena de cumpleaños sería ya bastante triste sin que la presencia de extraños violentara todavía más la situación. Llamó a un criado para que trajese los caballos de los visitantes delante de la casa, y se despidió formalmente de ellos en la puerta. Les observó alejarse en dirección al camino, frunciendo los párpados contra el sol declinante y deseando poder identificar la nueva sensación de inquietud que se agitaba dentro de él. Algo iba mal. Las seguridades que le había dado el Adepto las había obtenido con demasiada facilidad, y había tenido la firme impresión de que los dos le ocultaban algo. No sabía si esto afectaba directamente a su hijo, pero el instinto le decía que era un mal presagio.
Los caballos y sus jinetes se perdieron de vista y una nube cubrió la cara del sol, proyectando una sombra triste sobre el suelo. Gant aflojó las manos, que había mantenido inconscientemente rígidas, dio media vuelta y, encorvado como un viejo, volvió a entrar en la casa.
— Ojalá no me hubiese visto obligado a mentirle. — Hestor retuvo su caballo para dejar pasar a una carreta por el estrecho camino— Sienta un mal precedente.
La señora Silve sacudió la cabeza.
— No tenías elección Hestor. —El raro defecto de pronunciación de algunas palabras era una peculiaridad que tenía desde la infancia—. A fin de cuentas, no podíamos z-decirle la verdad.
El Adepto suspiró entre los dientes apretados.
— ¿Qué podía hacer, si no? ¿Enviar a la Península de la Estrella un mensaje que no podrá ser entregado? Compadezco al Margrave, lamento lo que le ocurre, pues yo también tengo hijos, pero hay asuntos urgentes que requieren mi atención más que la desaparición de un joven irresponsable que probablemente está viviendo con alguna ramera a menos de medio día de viaje de aquí.
Silve entrecerró los ojos.
— Este sentimiento no te -honra, Hestor.
—No... no; lo siento; fue una idea impertinente. Atribúyelo a mi preocupación... No puedo dejar de pensar en mi propia familia que quedó en el Castillo y de preguntarme qué habrá sido de ella..., qué habrá sido de todos ellos.
—¿Todavía no has recibido noticias? —preguntó ella.
El Adepto sacudió la cabeza.
—Nada, y cada día que pasa aumenta mi temor de que algo terrible ha sucedido. He estado reflexionando sobre esto una y vez y no puedo encontrar una respuesta que tenga sentido. Si Keridil hubiera tenido intención de aislar el Castillo del mundo, nosotros lo habríamos sabido. Aun en el caso de que no pudiese revelar su propósito, nos habría dado algún aviso. Pero esto... —y de nuevo sacudió con impotencia la cabeza.
—Los rumores circulan rápidamente —dijo Silve, en tono sombrío—. Al principio las especulaciones sólo se hacían en las provincias del z-Norte, pero ahora se han extendido a z-todas partes. No pasará mucho tiempo antes de que lleguen a oídos del Margrave.
— Y mientras tanto, permanecemos sentados sin poder hacer nada y esperando saber algo de los que volvieron a la Península. —Hestor, se estremeció—. Te confieso que en parte tengo miedo de oír las noticias que nos traigan.
Cabalgaron en silencio durante unos minutos, antes de que Silve dijese tímidamente:
—Tienes alguna teoría personal, Hestor, sobre lo que pueda haber -ocurrido en el Castillo?
El Adepto no respondió en seguida y ella se preguntó si no habría oído la pregunta. Pero cuando iba a repetirla, él dijo súbitamente:
—No, Señora, no tengo ninguna. O al menos... ninguna que me atreva a considerar.
Ella asintió e hizo la señal de Aeoris sobre el pecho.
— Debemos rezar para que Aeoris nos guíe.
—¿Nos guíe? —repitió Hestor—. No estoy seguro, Señora, no estoy seguro. Tal vez sería mejor que rezásemos a Aeoris para que nos libere.
Cyllan yacía en la ancha cama de su habitación, combatiendo el cansancio que estaba tratando de romper sus defensas. En este lugar sin tiempo, conceptos tales como el hambre y la sed y el cansancio eran, según sabía, ilusorios; pero los sucesos estaban desgastando su energía y habría deseado poder cerrar simplemente los ojos y descansar con un sueño tranquilo y sin pesadillas.
Pero la verdad era que tenía miedo de dormir. Pensamientos inquietantes y no deseados se acumulaban en su mente, y por mucho que lo intentase, no podía desterrarlos de ella. A su regreso de la biblioteca, Drachea había corrido a su propia habitación con su preciosa carga de libros; ella había deseado que se quedase, pero él, o no había comprendido sus insinuaciones o había preferido hacer caso omiso de ellas, y la había dejado sola.
Cyllan no quería estar a solas con sus pensamientos. Necesitaba una distracción para impedir que se apoderaran de ella y la sujetasen con sus garras; se sentía indefensa contra ellos y pensaba, desesperadamente, que incluso la compañía de Tarod habría sido preferible a esta soledad.
Tarod...
Dio media vuelta y se sentó en la cama, irritada y un poco asustada por el hecho de que el hilo de su pensamiento la hubiese conducido inexorablemente al punto de partida. Desde que se había despertado y encontrado a Tarod a su lado, no había tenido oportunidad de analizar sus pensamientos y sentimientos; pero ahora éstos requerían su atención. Había acusado a Tarod de provocar aquel horrible fenómeno psíquico que la había atacado en su habitación; él lo había negado sarcásticamente y, aunque sin buenas razones, Cyllan descubrió que le creía.
¿O era una víctima no del todo involuntaria de una propia y engañosa ilusión? Drachea la había acusado de parcialidad, y ella era lo bastante sincera para confesar que habría sido una trampa en la que hubiera podido caer fácilmente. Durante muchos meses, se había ido convenciendo de que su camino y el de Tarod no volverían a encontrarse nunca; sus dos breves encuentros habían sido coincidencias insignificantes, y esperar algo más, como reconocía que había esperado, era una estupidez infantil. Pero ahora se habían cruzado en circunstancias que sus más locas pesadillas no habrían podido nunca imaginar; y todos los antiguos recuerdos chocaban dolorosamente con la triste realidad del presente. La frialdad de Tarod, su ocasional male volencia, el poder que podía ejercer la horrorizaba... Y entonces había llegado la revelación de Drachea.
Todavía no podía creerlo. Incluso habiendo visto el testimonio del Sumo Iniciado, la idea de que Tarod no era un hombre sino un miembro del Caos era demasiado terrible para hacerle frente. Los antiguos y oscuros poderes del mal no eran más que un recuerdo ancestral para Cyllan; pero el recuerdo estaba profundamente arraigado, y en alguna parte, innumerables generaciones atrás, estaban los fantasmas de los predecesores de su clan que habían muerto luchando contra las fuerzas monstruosas de los Ancianos. Había aprendido y creído, como todos aprendían y creían, que el Caos estaba muerto. Y ahora se enfrentaba con alguien que, en el mundo del propio Sumo Iniciado, era encarnación de aquel mal, surgido del infierno de un pasado remoto.
Y lo peor era que hubo un tiempo en que ella había creído que podía amarle...
El único hecho que había tratado desesperadamente de evitar, eludiéndolo a cada paso, aparecía súbita, fría y espantosamente claro en su mente, y esta idea hacía que se sintiese interiormente helada. Si las acusaciones eran ciertas, había caído bajo el hechizo de un poder diabólico, algo tan monstruoso que casi escapaba a toda comprensión. Si las acusaciones eran ciertas...
Cyllan se dijo que no debía permitir que su mente siguiese por este camino. Flaquear ahora, y dudar, era emprender la senda de la condenación. Tenía que creer, o estaría perdida.
La aflicción y la confusión la roían como un cáncer, y su inquietud era un tormento constante. Se levantó y empezó a pasear por la habitación, sin saber lo que quería, lo que sentía, lo que podía hacer. Confiar en Drachea sólo empeoraría las cosas; su interés por el bien de ella, cada vez estaba más claro, se debía solamente a que estaba ligado al suyo propio, sin más atenuante que un débil pero protector sentido de humanidad. Pensó, amargamente, que de no haber sido por la terrible situación que les había unido a la fuerza, la habría considerado indigna de su atención. La arrogancia de Tarod tenía al menos algún fundamento independiente de la cuna...
Súbitamente furiosa consigo misma, por hacer tales comparaciones, giró en redondo, apretando los puños en desesperada frustración. No podía permanecer en esta habitación, como una flor frágil esperando ser rescatada por su galán; la idea, al aplicarla a sí misma, le dio ganas de reír. Drachea podía estudiar sus libros como solución a su problema; ella necesitaba un procedimiento más directo y más activo. E inmediatamente pensó en el sótano y en la misteriosa puerta de plata.
Aquel lugar le daba escalofríos, y sin embargo también le fascinaba. Hasta aquel momento, la prudencia le había hecho resistir la tentación de volver, pero el señuelo seguía estando allí. Como si algo la llamase; algo que estaba detrás de aquella puerta, esperando...
Se estremeció. Otras veces había sido tentada por sentimientos parecidos, y no quería que se repitiesen las experiencias que traían consigo. Pero tenía que hacer algo y su frustración era lo bastante intensa para dominar su miedo.
Súbitamente resuelta, Cyllan salió de su habitación al sombrío pasillo. La puerta de la habitación de Drachea estaba cerrada y, al pasar por delante de ella, se detuvo a escuchar; pero no oyó nada.
Silenciosa como un gato, se dirigió a la escalera.
Extrañamente, no sintió en absoluto el nerviosismo que había previsto, al descender el largo tramo de escalera de la biblioteca del sótano. Más bien tenía la impresión de volver a un lugar que le era propio; un inexplicable sentimiento de derecho que la desconcertaba. La biblioteca estaba a oscuras, y la pequeña puerta, tal como la habían dejado. La empujó cautelosamente y entró en el inclinado pasadizo. Sus pies descalzos no hacían el menor ruido y lo único que rompía el absoluto silencio era el suave susurro de su propia respiración.
La puerta de plata la esperaba, pero su resplandor parecía haberse mitigado en cierto modo. Cyllan no sabía por qué había venido a plantarse ante ella una vez más; estaba cerrada, no podía entrar en la cámara que había detrás... Sin embargo le había parecido que era lo adecuado, lo único que podía hacer. Y ahora, su instinto actuaba de nuevo, apremiándola a tocar, a probar, a atreverse..
Recordando la impresión que había recibido Drachea, se sentía reacia a tocar aquella peculiar superficie metálica; pero sabía que no podía quedarse allí mirando. Poco a poco, alargó una mano... No hubo ninguna descarga. La palma de la mano se apoyó en la puerta y sintió que estaba caliente, firme, pero casi viva. Respiró hondo, ejerció una ligera presión, empujó.
Echó la cabeza atrás en un movimiento reflejo, al aparecérsele un instantáneo y cegador destello. Una estrella, una estrella de siete puntas, que desapareció con la misma impresionante rapidez con que había aparecido, y Cyllan contempló con asombro cómo empezaba a abrirse la puerta de plata, lentamente y sin ruido.
Allí había luz, una fantástica niebla resplandeciente, que cambiaba y rielaba y engañaba a la vista. A través de ella, creyó Cyllan que podía ver esbeltas columnas que se alzaban hacía un techo invisible, pero también ellas parecían moverse y cambiar a cada oscilación de la luz. Era como si hubiese abierto la puerta de un mundo fabuloso, de un lugar extraño y milagroso, de una belleza impresionante. Y se mordió con fuerza el labio para sofocar una emoción irracional. Lentamente, sin saber si debía atreverse a avanzar o si su presencia mancillaría aquella silenciosa perfección, dio un paso adelante, después otro, hasta que la niebla la envolvió y su luz jugó sobre su piel, transformándola en moradora de su extraña dimensión.
El Salón de Mármol... ¡No podía ser otra cosa! Cyllan avanzó, pasmada, contemplando asombrada la vasta cámara que parecía no tener límites, los fascinantes dibujos del mosaico del suelo, que dijérase hecho con piedras preciosas. Era una obra maestra, superior a cuanto ella hubiese podido imaginar. Seguramente, se dijo, ¡seguramente no podía haber sido creada por manos humanas!
Estaba tan absorta en la inconcebible belleza del mágico lugar que olvidó todo lo demás, hasta que, a través de las centelleantes cortinas de luz, vio algo que chocaba con la serenidad del Salón. Se alzaba negro, anguloso y feo en medio de la niebla y, al acercarse más, vio que era un gran bloque de madera, aproximadamente de la longitud y anchura de un cuerpo humano, que le llegaba a la cintura y parecía un tosco altar. Mellado, rayado, evidentemente muy antiguo, estaba cruelmente fuera de lugar entre tanta belleza, y algo en él hizo que Cyllan se echase atrás. Parecía oler a podredumbre y a muerte y a desesperación, y ella dio un gran rodeo al pasar no queriendo acercarse demasiado para que su aura no la tocase también.
Y fue al cambiar de dirección para evitar el negro bloque que se encontró cara a cara con las estatuas.
— ¡Aeoris!
El juramento brotó de su boca antes de que pudiese evitarlo, y Cyllan hizo la Señal sobre su corazón para disculparse de aquella irreverencia. Abrió mucho los ojos, casi incapaz de captar la visión que tenía delante.
Había siete estatuas, figuras imponentes que surgían de la niebla como de una pesadilla. Tenían forma de hombres, pero de hombres gigantescos, y la engañosa luz que jugaba y cambiaba sobre ellas producía una tremenda ilusión de movimiento. En el momento menos pensado, podían apearse de sus pedestales de piedra y avanzar, como gigantes, hacia ella.
Pero era una ilusión... No eran más que estatuas. Y sin embargo, aunque no podía verlas claramente, Cyllan sintió un fuerte escalofrío al reconocerlas. Siete estatuas..., siete dioses... Este era, pues, el lugar más sagrado del Castillo, el templo que el Círculo había dedicado a Aeoris...
Aun temiendo cometer un sacrilegio si se atrevía a mirar más de cerca tan santas obras de arte, Cyllan fue incapaz de resistir la tentación de acercarse a las estatuas. En todo el país había visto muchas celebraciones religiosas, se había inclinado ante muchas imágenes de los Dioses Blancos; pero nunca, hasta ahora, había tenido el privilegio de contemplar la cara de Aeoris en un lugar tan sublime. Se aproximó a las enormes figuras, mirando a través de la niebla como una niña pasmada, para ver las facciones talladas de los siete dioses.
Su desilusión fue grande al ver que las estatuas no tenían cara. Las facciones de cada una de ellas habían sido concienzuda y sistemáticamente destruidas hasta que no había quedado el menor detalle de las mismas, y la vista de semejante profanación impresionó profundamente a Cyllan. Pero las estatuas eran increíblemente antiguas; la piedra negra estaba gastada y estropeada por los estragos de innumerables siglos, y comprendió de pronto que este sacrilegio podía haberse perpetrado antes de que los primeros Iniciados hiciesen del Castillo su fortaleza. Asombrada por su descubrimiento, miró de nuevo las imponentes figuras...
Y se echó atrás, lanzando un grito de espanto.
Poco a poco, superponiéndose a la arruinada piedra, se estaban formando caras, que se completaban mientras ella observaba.
Aquellas caras la miraron impasibles, serenas e inmortales. Pero era una serenidad que estaba impregnada de malevolencia; las facciones, aunque hermosas como sólo podían serlo las de los dioses, eran duras y crueles, y los ojos, fríos como el hielo, soberbios y llenos de maldad. ¡No eran las caras de Aeoris y sus santos hermanos! Eran la antítesis de la Luz, portadoras de oscuridad y de males... ¡y ella las conocía!
El corazón de Cyllan palpitó furiosamente en su pecho al contemplar la estatua más próxima y, recordó el momento en Shu-Nhadek, justo antes de que el Warp cayera con estruendo sobre la ciudad y arrastrase a Drachea y a ella, en que había contemplado con fascinado horror la lúgubre y feroz figura que la llamaba como una Némesis desde la calle, recortándose contra un cielo de locura. Aquella cara... ¡nunca podría olvidar aquella cara!
Aturdida por la impresión, pero incapaz de volver la cabeza, miró la segunda figura, que se alzaba al lado de la primera. Y lo que vio hizo que se llevase un puño a la boca para no gritar. Si la primera cara le había sido familiar, la segunda lo era infinitamente más.. , y, en un terrible instante, confirmó todo lo que había revelado el testimonio del Sumo Iniciado y borró toda posible duda.
Cyllan se volvió, casi perdiendo el equilibrio en su prisa, y corrió hacia la puerta de plata, ahora apenas visible a través de la niebla centelleante. Llegó a ella, la cruzó y subió corriendo desalentada el empinado pasillo que conducía a la biblioteca. La puerta se cerró de golpe a su espalda; Cyllan no vaciló, pero tropezó con los libros desparramados al dirigirse a la escalera.
Una forma negra se movió en la penumbra, materializándose al salir de las sombras. Unas manos vigorosas la asieron de las muñecas, haciéndola girar en redondo, y Cyllan se encontró cara a cara con Tarod.
-¡No!
Más que una palabra fue un grito desesperado y, con la fuerza del pánico, Cyllan se soltó y corrió hacia la puerta. Casi había llegado a ella cuando ésta se cerró de golpe y la joven chocó con tremendo ímpetu contra la rígida madera. Tarod la sujetó cuando retrocedía, aturdida, y Cyllan comprendió que no podía escapar. Dándole vueltas la cabeza después del fuerte golpe, no pudo ofrecer ya resistencia a Tarod cuando éste la obligó a enfrentarse con él. Sujeta ahora de espaldas contra la puerta, lo único que pudo hacer fue volver la cabeza a un lado, rígidos todos los músculos de su cuerpo.
— No me toques — silbó entre los dientes apretados.
El no respondió, pero tampoco aflojó su presa. Cyllan cerró los ojos, sin saber lo que él le haría y consciente de que era impotente para luchar contra él. Sintió una oleada de miedo y de odio, pero estaba indefensa.
— Cyllan... — La voz de Tarod era suave pero amenazadora—. Vas a decirme la verdad. ¿Dónde has estado?
Ella se mordió el labio hasta hacer brotar una gota de sangre y sacudió violentamente la cabeza. Esperaba que él la golpease, pero no lo hizo. Aunque aumentó la presión de sus dedos, se limitó a decir, casi amablemente:
— Dímelo, Cyllan.
Sorprendida por el tono de la voz, ella le miró, y vio la dureza del hierro en sus ojos verdes. No necesitaba dañarla físicamente. Si quería podía destruir la cordura de su mente con sólo chascar los dedos, y ambos lo sabían. Quiso forzar su lengua, sabiendo que estaba vencida pero luchando por no mostrar debilidad.
—Yo... —pudo decir al fin—. Al final del pasillo..., la puerta de plata...
—¿La del Salón de Mármol?
— Sí...
— ¿Y después?
Los ojos verdes seguían fijos en los de ella, y Cyllan no se atrevió a mentir.
—Pensé que la puerta estaba cerrada, pero... se abrió.
Tarod se pasó lentamente la lengua por el labio inferior.
—Sí — dijo a media voz, casi hablando consigo mismo—, me lo había imaginado...
Para sorpresa de Cyllan, le soltó los brazos y se volvió, cruzando despacio el sótano en dirección al hueco de la pared del fondo. Sin dejar de observarle, la joven alargó una mano hacia el pestillo de la puerta detrás de ella. Si podía abrirla sin ruido, tal vez...
— La puerta no se abrirá — dijo Tarod, sin mirarla—. Permanecerá cerrada hasta que yo la abra.
Cyllan tenía las mejillas coloradas de vergüenza por su propia ingenuidad cuando él se volvió de nuevo de cara a ella. Por un largo instante, la miró con frío interés; después dijo:
—¿Por qué temes contestar a mis preguntas?
— No tengo miedo.
Pero no podía mirarle; el recuerdo de la cara tallada de la estatua era demasiado fuerte.
—Sí que lo tienes. ¿Por qué? ¿Temes una represalia? — Sonrió aunque su sonrisa no era amable—. Podría hacerte daño si quisiera, o tal vez si me hicieses enfadar. Pero preferiría que no fuese así.
La absoluta certidumbre de que él podía hacer exactamente lo que quisiera con ella destruyó el dominio de Cyllan sobre sí misma. Sabía lo que era él; sabía que no tenía nada que perder, y algo despertó en su interior que le imbuyó una indiferencia fatalista. Si estaba condenada, dejaría que la condena fuese total; al menos podría conservar el poco orgullo que le quedaba.
Con voz súbitamente más firme, replicó en tono desafiador:
—¿De veras? ¡Lo dudo! —Dio un paso hacia él—. ¿Por qué no me destruyes, Tarod? No soy nada para ti, ¡no valgo nada! —Se llevó una mano al cuello de la camisa que llevaba y, de un solo y violento movimiento, la desgarró, dejando al descubierto su cuello y los blancos y pequeños senos—. ¿No es así cómo hay que preparar un sacrificio? A ti no te importa nada la vida humana... ¡Mátame!
Tarod no se movió. La fría expresión de su semblante dio paso a otra sonrisa, pero esta vez había un poco de calor en ella.
—Eres muy valerosa, Cyllan —dijo pausadamente—. Pero tu valor es superfluo. No pretendo hacerte daño; sería inútil y no lo deseo. Tal vez la vida humana me importa más de lo que crees. — Se acercó a ella y permaneció rígido al apoyar ligeramente una mano en el pecho de ella a través del desgarrón de la camisa—. Sólo te pido una cosa: que me digas lo que encontraste en el Salón de Mármol.
Su contacto era frío, pero físico, humano... Cyllan se sintió de pronto confusa, al chocar impresiones antagónicas en su cabeza. Temía su cólera, si él descubría lo que había visto; pero el miedo de lo que podía hacerle si guardaba silencio fue más fuerte que su temor, y murmuró:
— Las estatuas...
—Ah... las estatuas. —Tarod asintió con la cabeza—. Sí. ¿Y qué más?
—Había un bloque de madera... , un gran bloque negro. Yo... Era una cosa repelente.
Su miedo estaba ahora menguado; él parecía indiferente al hecho de que hubiese visto aquellos monstruos esculpidos, y aunque su nula reacción la desconcertaba, se sentía aliviada. Tuvo la osadía de mirarle y vio que tenía entornados los ojos y dura la expresión, como si la mención del bloque hubiese reanimado algún oscuro pensamiento.
— Repelente — repitió reflexivamente él—. Me sorprende un poco la palabra que has elegido, pero... es bastante adecuada. ¿Había algo más?
— No — dijo ella —. Nada.
Hubo una pausa.
— ¿Estás segura?
Ella recordó la piedra y la teoría de Drachea de que estaba oculta en algún lugar del Salón de Mármol. No había visto señales de ella...
Asintió con la cabeza.
— Sí, estoy segura.
Tarod le levantó la cara, la estudió atentamente y después pareció más relajado.
—Muy bien; veo que me has dicho la verdad.
Por alguna razón que Cyllan no podía adivinar, él pareció alegrarse de aquello, aunque le habría sido bastante fácil arrancarle la respuesta si le hubiese mentido.
Permaneció inmóvil un momento más y después apartó la mano del pecho de ella, la llevó a la tela rasgada de la camisa y, delicadamente, la cubrió de nuevo con ella.
—Tápate —dijo—. Y no quiero que hables más de sacrificios. Vuelve junto a Drachea y dile lo que has descubierto.
Ella frunció el entrecejo.
— ¿Qué se lo diga a él? Pero...
Tarod se echó a reír; una risa ronca que contrastó vivamente con sus anteriores modales.
— Bueno, puedes decírselo o no, según prefieras. ¡A mí me da lo mismo! Drachea puede divertirse con sus juegos infantiles, pero no es ninguna amenaza. Si lo fuera, ya no estaría vivo.
Sus palabras eran bastante casuales, pero su significado estaba demasiado claro. Cyllan no respondió; simplemente, asintió con la cabeza y se volvió. Esta vez la puerta se abrió al tocarla; detrás de ella, el largo tramo de escalera conducía al patio.
—Volveremos a vernos —dijo pausadamente Tarod al poner ella el pie en el primer escalón.
Cyllan no supo si estas palabras implicaban o no una amenaza, pero no quiso especular sobre ello.
Cuando Cyllan se hubo marchado, Tarod se quedó mirando los libros desparramados alrededor de sus pies. Estaba seguro de que Drachea había irrumpido en la biblioteca por segunda vez, pero no sabía ni le importaba lo que el joven hubiese podido encontrar en su búsqueda. Incluso los ritos más importantes servían de poco en manos de un aficionado; Drachea carecía de importancia, y Tarod tenía otras cosas en que pensar.
Se encaminó a la estrecha puerta del hueco de la pared y la abrió sin ruido. La luz relativamente brillante del pasillo cayó sobre él, dando un matiz cadavérico a su ya pálido semblante, y aunque estuvo tentado de seguir una vez más el camino que conducía al Salón de Mármol, resistió la tentación. Nada podía ganar con ello: el Salón estaría, como siempre, cerrado para él.
Sin embargo, Cyllan había podido entrar...
Era lo que Tarod había sospechado, y era también, en cierto sentido, una esperanza cumplida. En alguna parte de aquel lugar (en el plano físico o en otro, esto no lo sabía) estaba la única joya que era la clave de todo; y, como había previsto, ahora sabía que podía emplear a Cyllan para encontrarla y devolvérsela. Sin embargo, este conocimiento sólo le producía una satisfacción que no era tal. Con la piedra, volvería a ser como le había hecho el Destino: un ser cuyo origen no estaba con la humanidad, sino con el Caos. Recobraría los antiguos poderes; ningún hombre podría levantarse contra él, y si quería, podría abandonar toda pretensión de mortalidad y elevarse de nuevo a las alturas que antaño, en forma inmortal, había gobernado.
Desde el momento en que había cruzado la última barrera astral para detener el Péndulo del Tiempo, nunca había puesto en duda aquel deseo. Había sido en él como un rescoldo que sólo esperaba la oportunidad de inflamarse. Pero ahora le parecía lejano e irreal. La meta, de pronto tan próxima, había perdido su significado.
Recordó que una vez había renunciado a la piedra del Caos con toda la pasión de que, entonces, había sido capaz. Se había jurado destruirla, aunque significase su propia destrucción, y cuando el Círculo se había vuelto contra él, había luchado contra el Círculo, subordinando su lealtad como Iniciado a la más importante fidelidad que debía a Aeoris y a los Dioses Blancos. Desde que había perdido la piedra, y su humanidad con ella, había olvidado aquel desesperado juramento, pero ahora le hostigaba, cuando, en buena lógica, debiera estar muerto y enterrado.
Por primera vez, desde que había derrotado definitivamente al Círculo; Tarod empezaba a poner en tela de juicio tanto a sí mismo como a las motivaciones que le impulsaban. Creía que había perdido su humanidad..., pero emociones humanas de un pasado remoto y, según creía, inalcanzables, le estaban llamando de nuevo. Los recuerdos gritaban en su mente, donde había dominado la fría inteligencia; le embargaba una sensación que reconocía como de dolor. Era como si se hubiese abierto una ventana que le permitía contemplar, mirando hacia atrás, un mundo brillante y antaño muy querido que ya no podía alcanzar, y por primera vez, estos recuerdos le dolieron.
Cerró de nuevo la puerta, turbado y sin saber si lo que sentía era irritación o pesar. Por un momento, cuando ella se había erguido des a-fiadora ante él y le había retado a matarla, había querido confiar a Cyllan toda la verdad; pero el viejo y arraigado cinismo le detuvo al recordar a Sashka, que había abusado de su confianza para sus propios fines. Cyllan no era Sashka; en comparación con ésta, la vaquera era transparente como un niño, y aunque pretendiese engañarle no constituiría ninguna amenaza; sin embargo, un profundo deseo de no cometer dos veces el mismo error había sujetado su lengua. Esto y la certidumbre de que, si ella llegaba a comprender su verdadera naturaleza, se volvería contra él con tanta seguridad y con la misma violencia con que lo había hecho el Círculo. Aunque se negaba a explorar sus razones, no quería tener a Cyllan como enemiga.
Tarod no estaba acostumbrado a la indecisión, pero ahora andaba a la deriva. Le impulsaban sentimientos que anteriormente no habían existido; su camino ya no parecía claro. Por primera vez dudaba de su propia motivación.. , y esta duda daba origen a los débiles y primeros indicios del miedo.
Cerró sin ruido la puerta del pasillo, y con ella todo lo que había detrás, salvo un débil resplandor de la luz del Salón de Mármol, que se filtraba por debajo de la vieja tabla de madera. Con un esfuerzo borró de su mente todas las tristes ideas; era una técnica que dominaba y había empleado en muchas ocasiones. Su cara era una máscara, impasible e inexpresiva, como tallada en piedra, pero sus ojos verdes mostraban inquietud cuando salió de la biblioteca.