La Hermana Erminet abrió la puerta de la celda de Tarod y se detuvo unos momentos en el umbral para acostumbrar los ojos a la oscuridad antes de volver a cerrarla a su espalda.
—¿Adepto...?
Aunque su visión había mejorado, de momento no percibió señales de él. Después vio una sombra alta y lúgubre apoyada en la pared del fondo.
Tarod levantó una mano y pasó lentamente los dedos por la piedra húmeda.
—Seguro que hubo aquí una ventana —dijo—. Se pueden palpar los contornos del mortero al ser aplicada una nueva piedra para cerrarla.
Su voz sonaba llana, remota. Erminet avanzó unos pasos.
—Sin duda fue tapiada para proteger de las ratas los comestibles que aquí se guardaban.
El le sonrió débilmente y examinó las sucias puntas de los dedos antes de enjugarlos descuidadamente en su camisa.
—Sin duda fue así.
Viendo cómo se dejaba caer sobre el montón de sacos viejos y harapos que hacía las veces de cama en la celda, Erminet consideró que su voluntad, o lo que quedaba de ella, se estaba desvaneciendo rápidamente. A pesar de su anterior conversación, Tarod parecía haber renunciado a toda esperanza con la misma indiferencia con que se había encogido de hombros ante la idea de su muerte inminente. Estaba sucio, y sin afeitar; su mente parecía concordar con su estado físico, y Erminet tuvo la incómoda impresión de que, aunque tenía por primera vez algo concreto que ofrecerle, tal vez sería demasiado tarde.
Tarod la observó, mientras ella, demasiado inquieta para añadir palabra, rebuscaba en su bolsa de medicamentos. Erminet se equivocaba al creer que había perdido la esperanza, pero, desde la visita del día anterior, Tarod había tratado furiosamente de apagar aquella chispa, diciéndose que creer en milagros era un ejercicio inútil. La Hermana podía haber visto a Cyllan y tal vez traído una respuesta a su críptico y personal mensaje; pero, aparte de esto, poco podía hacer. Incluso transmitir el mensaje había sido una forma de crueldad; habría sido mejor dar a Cyllan la oportunidad de olvidarle ahora, en vez de prolongar su sufrimiento. Y él, con la chispa de esperanza firmemente controlada, bebería la pócima narcótica de Erminet y dormiría horas, y estaría un día más cerca de la muerte... En realidad, parecía importarle poco.
Pero la perspectiva de la muerte que le esperaba despertaba otra sucesión de ideas. El instinto le decía que algo se estaba fraguando en el Castillo, y aunque, en su actual condición, no tenía la voluntad ni la capacidad necesarias para descubrir su naturaleza, la imaginación le había llevado a una conclusión demasiado evidente. E incluso no teniendo alma, era todavía lo bastante humano para temerla.
Esperando que su voz expresase un grado convincente de aburrido desinterés, dijo:
—Parece haber mucha actividad en el Castillo.
La mirada de pájaro de Erminet se fijó en su semblante.
— ¿Cómo puedes saberlo?
El se encogió de hombros disfrutando irónicamente con su sorpresa.
—Mis sentidos no están muertos todavía.
Ella frunció los labios en un gesto de desaprobación.
—Desde luego, no te han engañado. La agitación es extraordinaria; se llevan materiales de un lado a otro como si estuviesen reconstruyendo el edificio, se hacen experimentos con aves mensajeras... y, desde luego, preparativos para el banquete que seguirá al anuncio del Sumo Iniciado...
Se interrumpió.
—Anuncio ¿de qué?
Erminet se reprendió interiormente. No había tenido intención de hablar de esto...
—De su noviazgo —dijo, de mala gana.
—Noviazgo. —Tarod arqueó ligeramente las cejas—. ¡Ah! ¿Necesito preguntar con quién?
—No hace falta. Sashka parece creer que el nombre de Veyyil Toln le sentará muy bien.
Le miró fijamente para ver cómo reaccionaba, pero el rostro permaneció impasible. Despacio, descuidadamente, Tarod levantó las manos y las estudió; después tocó el aro de plata estropeado en el dedo índice de la izquierda.
— Una lástima — dijo al fin—. Si las circunstancias hubieran sido un poco diferentes, habría podido divertirme matándola.
Erminet se espantó ante la indiferencia inhumana de su voz y le reprendió, inquieta:
—No deberías albergar ideas de venganza. Son morbosas... y esa pequeña zorra no vale la pena.
Los ojos verdes de Tarod, fríamente cándidos, se fijaron en los de
ella.
—No me interesa la venganza, Hermana. Habría sido divertido, y nada más. — Sonrió—. Tal como están las cosas, deseo que disfruten los dos juntos.
—Quisiera saber si he de creerte o no.
La sonrisa se amplió ligeramente, pero había poco humor en ella.
— ¿Importa esto? Yo diría que era una consideración académica.
— Puede no serlo.
Incluso en la penumbra, el súbito despertar de una nueva luz en los ojos de Tarod fue inconfundible. Se inclinó hacia adelante, y la esperanza que creía que había logrado eliminar resurgió de nuevo.
—¿Has visto a Cyllan...? —Su voz era un ronco murmullo.
Ahora o nunca... La conciencia de Erminet se debatía terriblemente entre el deber y el instinto, pero había sabido, incluso antes de venir aquí, que el instinto triunfaría.
—Sí, he visto a la muchacha —dijo, bajando la voz como temerosa de que pudiesen oírla —. Le di tu mensaje. Le hizo llorar, pero se lo di a pesar de todo. Y le hice una promesa.
Tarod esperó en silencio que continuara, y ella lamentó que supiese controlar tan bien sus sentimientos. Esto no facilitaba su tarea...
— Quiere la piedra — siguió diciendo al fin—. La piedra de tu anillo... No quise decirle dónde está guardada, porque no confío en ella.
— ¿Qué quieres decir?
Erminet le miró cándidamente.
—Quiero decir que no confío en que no use cualquier medio a su disposición para liberarte. Por ti, sería capaz de matar a todos los moradores del Castillo si pudiese.
Tarod rió en voz baja y la vieja hizo una mueca.
—Oh, simpatizo con sus sentimientos, pero no quiero participar en ninguna mala acción. Podría dejarla escapar, pero ella no huiría del Castillo; no lo haría sin la piedra y sin ti. Y si le digo dónde está escondida la piedra, la encontrará.. , y la empleará.
Tarod tampoco dijo ahora nada, y Erminet le incitó, inquieta:
—En esa piedra hay más cosas que yo no sé, ¿verdad? Tal vez más de lo que sabe nadie salvo tú.
Él suspiró, y el sonido resonó de un modo extraño en la oscura celda.
— Nunca he negado lo que soy, Hermana Erminet, ni he negado la naturaleza de la piedra. Sin ella, sólo estoy vivo a medias; sin embargo, es más que un receptáculo de..., bueno, digamos de mi espíritu, por falta de una palabra mejor.
—¿Tú alma?
— Llámalo así si lo prefieres. Que la gema sea mala o no, depende de cómo consideres estas cosas. Pero el Círculo no podrá controlarla, ni siquiera cuando yo me haya ido. —La miró, y sus ojos ardían intensamente—. Cyllan tiene razón. La necesito, si es que he de sobrevivir.
Era lo que ella esperaba oír, y Erminet asintió con la cabeza con cierta renuencia.
—Entonces sólo te preguntaré una cosa.
— ¿Cuál?
—Sólo te haré una pregunta, bajo palabra de que me dirás la verdad. O eres un hombre de honor o yo soy una imbécil, y creo que he aprendido a juzgar a las personas a lo largo de los años. Si Cyllan es puesta en libertad, o mejor dicho, si se escapa y recobra la piedra y te la trae..., ¿qué harás entonces?
Era una pregunta que Tarod no se había atrevido a hacerse él mismo durante su encarcelamiento. Antaño había tenido la creencia idealista de que la piedra debía ser destruida, aunque ello significase su propia aniquilación; pero la humanidad, que estaba tan paradójicamente ligada a la piedra, y que había perdido con ella, había borrado esos sentimientos. Cyllan había añadido su propia influencia, aunque no había sido recibida de buen grado por él, y Tarod ya no sabía cuál sería su meta definitiva. Lo único que sabía, sin la menor sombra de duda, era que quería vivir.
Bajó la mirada.
—Me convertiría en lo que fui antaño. Estaría.. , completo.
—Sí —dijo Erminet—. Lo sé.
No pediría la garantía que necesitaba. Debía salir de él, sin que le forzase, o no valdría nada.
Siguió un largo silencio. Al fin, dijo Tarod:
—La venganza no conseguiría nada, Hermana. No la deseo; me gusta pensar que estoy por encima de estas emociones, aunque parezca arrogancia. Si la piedra estuviese una vez más en mi poder...
Ahora levantó de nuevo la mirada y Erminet leyó un terrible mensaje en sus ojos. Si quería, podría destruir el Castillo a todos los que moraban entre sus paredes. Podría borrarles de la faz del mundo y burlarse de todo poder, salvo el del propio Aeoris, que tratase de impedírselo. Y esto sólo sería el principio.
El fuego se extinguió de su mirada y Erminet suspiró.
— Si la piedra estuviese en mi poder — dijo amablemente Tarod—, Cyllan y yo abandonaríamos la Península de la Estrella, y ni tú ni nadie más de los de aquí volveríais a saber de nosotros.
—¿Y qué dejarías detrás de ti?
—El Castillo. El Círculo. Tal como son, sin que ni un alma sufriese por mi mano.
Consciente de que se hallaba en una encrucijada, sin poder volver atrás, dijo Erminet:
— ¿Me das tu palabra de Adepto?
— No. — Tarod sonrió—. Ya no soy un Adepto, Erminet. Pero te doy mi palabra.
Ella se estrujó las manos, se pasó la lengua por los labios y lamentó que su garganta estuviese tan seca.
— Me basta con eso.
— Entonces...
Erminet no le dejó terminar lo que iba a decir.
—Diré a Cyllan dónde se guarda la joya —dijo, en voz tan baja que Tarod apenas pudo oírla—. Y si me olvido de cerrar la puerta de su habitación al salir, cuando la buena gente del Castillo esté durmiendo tranquilamente en sus camas...
El sonrió.
— Nadie lo sabrá.
Espero que no, pensó Erminet, y asintió con la cabeza.
— Dentro de dos noches se celebrará un banquete; probablemente es nuestra única oportunidad. Ella vendrá a buscarte.
Tarod se levantó, pero no se acercó a ella.
—No sé qué decirte. Gracias sería poco...
—No quiero que me las des. Mi carga es ya lo bastante pesada para que tenga que añadirle tu gratitud. — Erminet estaba a punto de llorar sin saber porqué, y para contrarrestar su emoción, le dirigió una mirada desdeñosa—. Mientras tanto, te traeré agua para lavarte y una navaja para afeitarte. Si te enfrentas con la moza con este aspecto, podría cambiar de idea... ¡y yo me habría arriesgado para nada!
Era la primera vez que oía reír francamente y con entusiasmo a Tarod. Cuando al fin dejó de hacerlo, dijo solemnemente él:
—No lo quisiera por nada del mundo, Hermana.
Ella se sonrojó.
—Adelante, pues. —Miró su bolsa—. He preparado otra dosis de la droga que se presume que te mantendrá quieto. La dejaré aquí..., pero no quiero saber si la tomas o la dejas.
— Si alguien viene a visitarme, me encontrará atontado como siempre. —Tarod sonrió—. Verá que has cumplido con tu deber.
Erminet asintió rápidamente. Vertió el brebaje en la copa, la puso en manos de Tarod y se dispuso a salir. Pero se detuvo en el umbral.
— ¡Ah... ! Lo había olvidado. Dijo que te informara de que la herida había sanado rápidamente.
— Sí, pensé que diría eso... Bendita seas, Hermana Erminet. Nunca olvidaré lo que has hecho.
Ella se volvió a mirarle, casi con tristeza, pensó él.
— Que la buena fortuna te acompañe, Tarod.
Este oyó chirriar la llave en la cerradura y los pasos de la Hermana Erminet alejándose en el pasillo. Cuando todo quedó de nuevo en silencio, lanzó un hondo suspiro y sintió que una nueva fuerza le invadía. Donde no hubo nada había ahora esperanza, esperanza de vivir, esperanza de un futuro. Apenas podía creerlo...
Tumbándose sobre el montón de harapos, cerró los ojos verdes y obligó a sus músculos a relajarse, a sofocar la excitación que amenazaba con apoderarse de él. Debía permanecer tranquilo, no esperar nada... El camino, desde este momento hasta la libertad, era todavía largo y peligroso, y en vez de sumirse en especulaciones, debía conservar su energía por si se presentaba alguna dificultad imprevisible. Incluso sin la piedra del Caos, tenía poder, y los intentos del Círculo para debilitarle no habían producido el efecto que esperaba Keridil, pero, a pesar de todo, no era invencible.
Tenía que hacer planes de emergencia... y hacerlos deprisa.
Volviendo la cabeza y abriendo los ojos, tomó la copa que había dejado la Hermana Erminet. La sopesó durante un instante; después, con lenta deliberación, vertió su contenido en el suelo. El líquido se mezcló con la suciedad de las baldosas, formando un charco oscuro que se extendió gradualmente y se desvaneció al ser absorbido por la piedra porosa. Si era necesario, podría representar una buena comedia para el Círculo, fingiéndose drogado..., pero ahora necesitaba el pleno uso de sus sentidos.
Acomodándose lo mejor que pudo, y consciente de una rapidez del pulso que su voluntad era incapaz de controlar, cerró una vez más los ojos, y vacilando, empezó a pensar en el futuro.
Cyllan sabía que un funesto acontecimiento se estaba preparando en el Castillo. Observando desde la ventana (tenía poco más en que ocuparse durante las horas diurnas), había visto una actividad creciente desde primeras horas de la mañana y su primera y terrible idea había sido relacionarla con los planes del Sumo Iniciado para la ejecución de Tarod. Pero, al declinar el día primaveral hacia una agradable aunque fría puesta de sol, había comprendido que era una celebración más que una ocasión solemne. Gente ataviada con sus mejores trajes convergía sobre la puerta principal desde todos los lugares del Castillo; las altas ventanas del vestíbulo resplandecían de luz, y al hacerse de noche oyó acordes musicales a lo lejos.
Al vaciarse el patio, se apartó de la ventana y se sentó en la cama, aliviada de su miedo inmediato, pero temblando todavía de impaciencia. Habían pasado tres días desde que la Hermana Erminet había hecho su promesa; tres días durante los cuales no la había visitado la vieja, y la esperanza inicial de Cyllan se estaba convirtiendo en desesperación y cólera. Sin duda hubiese tenido que recibir alguna noticia, a menos que estuviera siendo víctima de una complicada intriga o broma. Varias veces, durante su angustiosa espera, había estado tentada de llamar a Yandros por segunda vez, pero el recuerdo de su advertencia se lo había impedido. Le había dicho que no volvería a ella...; por lo tanto, no tenía más remedio que tener paciencia. Y buscar en Aeoris una respuesta a sus plegarias no habría sido muy adecuado.
La música sonaba ahora más fuerte, y esto la irritaba. En su actual situación, parecía una intrusión y un insulto. El Castillo se divertía mientras ella esperaba, con el miedo y la incertidumbre royéndole las entrañas..., y esto fomentaba la ira que crecía en su interior, le
infundía deseos de golpear, pero no le ofrecía nada que pudiese ser golpeado. La tensión que sentía era casi insoportable y, cuando giró inesperadamente una llave en la cerradura de su puerta, se sobresaltó como atacada por una fuerza física.
Entró la Hermana Erminet. Tenía pálido y contraído el semblante, pero esbozó una rápida y cautelosa sonrisa al cerrar sin ruido la puerta a su espalda.
Cyllan se levantó de la cama.
— Hermana...
Erminet se llevó un dedo a los labios.
—Silencio, pequeña. No hay nadie por aquí, pero no debemos tentar al destino.
Cyllan preguntó, bajando la voz:
—¿Qué noticias tienes de Tarod?
—Está bastante bien, aunque no precisamente boyante. — Erminet hizo una pausa para observar la cara de la joven—. Le di tu respuesta a su mensaje y, como te había dicho, le pedí su palabra de honor de que este Castillo estaría a salvo.
— Y...
—Me la dio. —Rápidamente, como si tuviese miedo de cambiar de idea, Erminet desprendió una de las llaves que pendían de su cinto y se la ofreció—. Es la de su puerta. No puedo correr el riesgo de ser yo quien le deje escapar. Y encontrarás la joya en el estudio del Sumo Iniciado, encerrada en un estuche que guarda en su armario. —Desvió la mirada—. Está a punto de empezar un banquete para celebrar el noviazgo de Keridil con Sashka Veyyil. Dudo de que tengas nunca una oportunidad mejor de encontrar desierto el Castillo.
Muy lentamente, Cyllan alargó una mano y tomó la llave. Después, pillando a Erminet por sorpresa rodeó súbita e impulsivamente el cuello de la anciana con los brazos y la estrechó con fuerza. No podía expresar lo que sentía, pero el silencioso ademán fue mucho más elocuente que todas las palabras. Erminet se desprendió, muy agitada.
—Bueno, ¡no seas tonta! — le riñó, tratando de disimular lo conmovida que estaba—. Tienes que andar todavía un largo camino y no es el momento de dejarse llevar por la emoción. —Se echó atrás, para observar a Cyllan con ojos críticos—. Este vestido, por ejemplo. El color es demasiado llamativo y, con el de tus cabellos, te reconocerían fácilmente.
Cyllan lo miró, frunciendo el entrecejo. Era el vestido que le había regalado Tarod y no quería desprenderse de él.
—Me trajeron ropa nueva —dijo—. Pero no la quiero.
Sin embargo, Erminet se mostró inflexible.
— Quieras o no, te cambiarás ahora, ¡si no quieres que te capturen de nuevo! —Examinó las prendas que habían traído a Cyllan por orden de Keridil—: Toma; este mismo te servirá, con él podrás pasar inadvertida.
Le tendió una falda de lana gris claro con un corpiño más oscuro y de manga larga. De momento pareció que Cyllan iba a protestar, pero después encogió los hombros y se quitó de mala gana el vestido rojo. Mientras se cambiaba, Erminet le dijo dónde se hallaba Tarod y le hizo repetir dos veces sus instrucciones, para asegurarse de que las había comprendido bien. Por último, le ofreció una capa corta y negra con capucha.
— Esto te cubrirá bastante bien los cabellos. Mantente en la sombra y, si alguien se acerca a ti, aléjate lo más rápidamente posible pero sin llamar la atención. ¿Lista?
Cyllan asintió con la cabeza.
— Muy bien. Yo saldré primero; me esperan en el banquete y provocaría comentarios si llegara tarde. Cuando todo esté tranquilo, cruza el patio. Ahora está a oscuras, es más seguro que los pasillos. — Dirigió una última mirada a su protegida e hizo un ademán de aprobación con la cabeza—.Te deseo suerte, chiquilla.., aunque más por mi bien que por el tuyo. Que Aeoris nos ampare si fracasas.
Cyllan recordó su encuentro con Yandros y sonrió.
—No fracasaré, Hermana Erminet.
Se echó atrás, observando cómo abría la vieja la puerta y se asomaba al corredor. Cambiaron una última mirada. Erminet sonrió con aire de conspiradora y se alejó. Cyllan esperó, contando los dolorosos latidos de su corazón y casi incapaz de creer que lo que había sucedido no era un sueño del que despertaría en el momento menos pensado. Después, cuando ya no pudo oír ningún ruido más allá de la puerta, cruzó la habitación y atisbó en el pasillo. Erminet había desaparecido en dirección a la escalera principal; Cyllan se detuvo para cubrirse los cabellos con la capucha de la capa. Y después se volvió en dirección opuesta, hacia una escalera de servicio que, según le había dicho Erminet, conducía, por un camino indirecto, a una puerta lateral del patio.
Y mientras Cyllan caminaba apresuradamente, la luz de una de las antorchas de pared iluminó el rico traje de terciopelo y las resplandecientes joyas de alguien que llegaba por un pasillo lateral...
Sashka se había tomado tiempo, a pesar de las súplicas de su madre, en prepararse para la que había de ser su noche triunfal. Había cambiado de idea y de traje al menos tres veces antes de decidir el que había de ponerse; después había pasado una hora en las hábiles manos de una servidora de confianza que le había rizado y peinado el cabello. Finalmente, sus padres se habían visto obligados a salir sin ella, y había pasado unos minutos agradables a solas, deleitándose por anticipado con lo que había de ser aquella velada. Ella sería el foco de la atención general, elevada en una noche a una condición que sería envidia de todas las mujeres casaderas de todas las provincias, y estaba resuelta a sacar de ello el mayor partido. Que los invitados esperasen su llegada: así les causaría más impresión cuando al fin les honrase con su presencia.
Por último, juzgando que era el momento adecuado, se levantó y se dispuso a salir, desdeñando el brazo que le ofrecía el mayordomo de su padre y diciéndole brevemente que se quedara atras y recordase cual era su lugar Habria una guardia de honor esperando para escoltarla en el vestíbulo principal; no necesitaba a nadie más.
Y así había salido de sus habitaciones y había caminado despreocupadamente en dirección a la escalera. Y a punto estaba de salir al pasillo principal, cuando la hermana Erminet se cruzó rápidamente en su camino.
Sashka, irritada, se echó instintivamente atrás. Despreciaba a la Hermana Erminet y la idea de tener que andar con ella e intentar mostrarse cortés agriaba su talante. Pero, por fortuna, la vieja no la había visto... Por tanto, esperó a que las rápidas pisadas se alejasen antes de salir al corredor.
Fue por pura casualidad que se detuvo al dirigirse hacia la escalera y miró atrás por encima del hombro, con el tiempo justo de ver una figura menuda, encapuchada, que salía de una de las habitaciones del fondo del pasillo y se alejaba apresuradamente.
Sashka frunció el entrecejo. Algo en aquella figura pulsó una cuerda en su memoria, pero no podía localizarla. Sin embargo.., ¿no era en aquella habitación donde estaba recluida la muchacha del Este, la pequeña vaquera amante de Tarod? Sintió que despertaba el instinto que le anunciaba problemas y se pasó reflexivamente la lengua por los labios. Era una idea ridicula... , pero sólo necesitaría un momento para estar segura.
Mirando a su alrededor para cerciorarse de que no la observaban, se recogió la falda y corrió por el pasillo.
La puerta por la que debieron de haber salido la Hermana Erminet y la figura misteriosa estaba cerrada. Sashka agarró el tirador, lo hizo girar, empujó... y la puerta se abrió.
La habitación estaba iluminada, pero vacía. La mirada de Sashka captó una cama deshecha, un plato de comida a medio consumir.. , y un vestido rojo tirado sobre un sillón. Recordando la vez que había visto a Cyllan, cuando Keridil había tratado inútilmente de infundirle un poco de sentido común, reconoció inmediatamente el vestido y su corazón empezó a palpitar con fuerza. La zorra había escapado... ¡y la Hermana Erminet estaba complicada en el asunto!
Una sensación peculiar de regocijo invadió a Sashka. Podía dar ahora la alarma y, en pocos minutos, Cyllan sería aprehendida; pero sería mejor esperar un poco. Estaba segura de que la fuga de Cyllan no era el resultado de un simple error por parte de Erminet; la anciana estaba de algún modo comprometida en un complot, y Sashka tenía la seguridad de que ello se debía a un deseo de perjudicarla personalmente. Sin embargo, sin una prueba directa, nada podría demostrar. Por tanto, sería mejor tomarse un poco de tiempo, hasta que pudiera inducir a Erminet a decir algo que la condenara cuando se enfrentase con la verdad. El banquete sería una oportunidad perfecta para ello; le proporcionaría más testigos de los que podía desear, y entonces podría asegurarse el doble triunfo del prendimiento de Cyllan y el descubrimiento de una traidora en medio de ellos. Ser cómplice de un servidor del Caos era un delito grave... Seguramente, Keridil ya no podría argüir en favor de la vaquera, y la idea de que la Hermana Erminet podría sufrir mucho junto a Cyllan producía a Sashka gran satisfacción.
En cuanto a Tarod..., sus esperanzas de escapar se verían frustradas y moriría tal como pretendía Keridil. Bien mirado, Sashka pensó que era una solución más que satisfactoria...
Salió rápidamente de la habitación vacía, cerró la puerta a su espalda y se encaminó pausadamente a la escalera principal.
Gyneth Linto, el mayordomo de Keridil, se inclinó para escanciar vino en las dos adornadas copas de plata que se hallaban juntas en la mesa principal. Hacía más de treinta años que se habían utilizado por última vez estos antiguos cálices para brindar por el noviazgo o el matrimonio de un Sumo Iniciado del Círculo, y Gyneth había insistido en encargarse personalmente de esto, a pesar de que algunos pudiesen considerarlo un acto servil. Los reunidos guardaron silencio mientras él terminaba su tarea con un ostentoso ademán y daba un paso atrás. Keridil miró a Sashka y ambos levantaron las copas al unísono, haciendo chocar los bordes mientras todos los demás se ponían de pie. Todas las miradas del salón estaban fijas en ellos y Sashka sintió un escalofrío de excitación cuando, pausada y claramente, pronunció Keridil las palabras rituales de los desposorios.
—Pongo a Aeoris por testigo de que yo, Keridil Toln, Sumo Iniciado del Círculo de la Península de la Estrella, prometo y juro, Sashka Veyyil de la provincia de Han, ser tu protector y cuidar de ti desde el día de nuestra boda hasta el final de mi vida.
Sashka bajó los ojos y su voz mesurada de contralto resonó en todo el salón.
—Y yo, Sashka Veyyil, prometo y juro, Keridil Toln, ser tu compañera y tu consuelo desde el día de nuestra boda hasta el final de mi vida.
Durante un momento, reinó el silencio, mientras Keridil y Sashka levantaban sus copas y bebía cada uno de la copa del otro. Era una señal para que los invitados les imitasen, y todos, hombres y mujeres, levantaron sus vasos.
«¡Keridil y Sashka!», brindaron todos, y sus voces atronaron el salón, junto con algunas aclamaciones de los Inicia dos más jóvenes y atrevidos. La bella cara de Sashka sonrió benévola a la multitud, y los músicos situados en la alta galería empezaron a tocar de nuevo ahora que había terminado la pequeña ceremonia, mientras los criados se apresuraban a servir la comida a los invitados.
La fiesta sería informal. Desde la muerte de su padre, Keridil había empezado, lenta y gradualmente, a introducir cambios en muchas de las más esotéricas prácticas del Círculo. Recordando desde sus propia infancia y adolescencia el aburrimiento de los banquetes ceremoniales — discursos interminables, horas pasadas rígida e incómodamente sentado en un banco duro, exigencias protocolarias que le permitían hablar solamente a sus vecinos más próximos—, creía inne cesaria tanta etiqueta y estaba resuelto a persuadir lo más delicadamente posible, incluso a los Adeptos más viejos, de que aceptasen su manera de pensar. La celebración de esta noche era la oportunidad ideal: era sobre todo una fiesta personal, no tenía relación directa con el ritual del Círculo, y no ofendería a nadie prescindiendo de las tradiciones formales más familiares. Y así, mientras los invitados empezaban a comer, también empezaron a moverse y a mezclarse entre ellos en el salón, y el ruido de las conversaciones y las risas casi ahogó la sutil música de fondo. Eran muchos los que se acercaban en hilera a la mesa principal para felicitar a Keridil y a Sashka, y entre ellos se hallaba la Hermana Erminet, con un pequeño grupo de Hermanas que habían llegado por la mañana de la Tierra Alta del Oeste. El experimento del halconero Faramor había tenido éxito y, como resultado de ello, Kael Amion, la anciana Superiora de la Residencia de la Tierra Alta del Oeste, había enviado una delegación de mujeres al Castillo para transmitir sus buenos deseos personales a la pareja.
Sashka disimuló su diversión con un bostezo artificial al acercarse las Hermanas. Erminet sonreía, pero sus ojos la traicionaban y Sashka creyó que advertía envidia en su desdeñosa frialdad. Reprimió las ganas de reír. Si todo marchaba bien, la Hermana Erminet tendría pronto motivos para lamentar su actitud...
—Sumo Iniciado —dijo Erminet, estrechando la mano de Keridil—, esta es una ocasión muy satisfactoria. En nombre de la Señora Kael Amion y de las Hermanas de la Tierra Alta del Oeste, nos permitimos ofrecerte la más sincera felicitación.
Sashka dirigió a Keridil una mirada ligeramente compasiva al darse cuenta de que se contagiaba de los untuosos modales de Erminet. El dio las gracias a la vieja con gran cortesía, y entonces se volvió Erminet a la joven sentada a su lado.
— Mi querida Sashka, este es un día maravilloso para todas las de la Residencia. La Superiora está orgullosa de ti.
Sashka sonrió dulcemente.
— Gracias, Hermana; me complace mucho esta alabanza. — Su voz rezumaba modestia y Erminet inclinó la cabeza e hizo ademán de alejarse. Pero antes de que pudiese dar un paso, Sashka añadió, como si acabase de ocurrírsele la idea—: Oh..., Hermana Erminet..., no quisiera suscitar un tema desagradable, pero... —Parpadeó, aunque su mirada era firme —. Tengo entendido que estás ahora encargada de los dos presos que hay en el Castillo.
Keridil frunció el entrecejo, sorprendido; pero si Erminet estaba desconcertada, no dio muestras de ello.
—Sí —dijo serenamente—, es cierto.
Sashka sonrió de nuevo.
— Lo digo porque... apreciaría mucho que me dieses seguridades de que todo marcha bien y no hay peligro de que se produzcan contratiempos. —Alargó una mano y asió la de Keridil—. Estoy segura de que el Sumo Iniciado pensará que soy una tonta, pero esta noche disfrutaría mucho más si no tuviese miedo de que algo vaya mal.
Erminet vaciló. Sabía muy bien que Sashka no temía a Tarod, ni a Cyllan ni a cualquier otra criatura viviente, pero no podía imaginarse el motivo de una pregunta tan impropia de ella. Sin embargo, Keridil acudió inconscientemente en su ayuda.
—No tienes por qué dudarlo, amor mío —dijo, sonriendo cariñosamente a Sashka —. Comprendo tus sentimientos, dadas las circunstancias, pero puedo asegurarte que no hay la menor posibilidad de que nuestra felicidad se vea amenazada. —Miró a la anciana—. ¿No es verdad, Hermana Erminet?
Erminet inclinó la cabeza.
— Ciertamente, Sumo Iniciado. — Miró a la joven de cabellos castaños—. Vi a la joven Cyllan hace menos de media hora, y al Adepto, al ex Adepto, diría mejor, un poco antes. Ambos están a buen recaudo; en realidad, la muchacha estaba durmiendo cuando la dejé. Te lo aseguro.
Sashka sonrió.
— Gracias, Hermana; tu confirmación es cuanto podemos pedir.
Cuando Erminet y las otras Hermanas se hubieron alejado, Keri
dil dijo al oído de Sashka:
— No es propio de ti que estés nerviosa, amor mío. ¿A qué viene tanta preocupación?
Ella se encogió ligeramente de hombros.
—Oh..., tal vez soy supersticiosa, Keridil. Perdóname; ahora me siento ya mejor.
—La Hermana Erminet es muy competente.
— Lo sé. — Sashka le sonrió dulcemente, sabiendo que de este modo podía desarmarle sin decir una palabra —. ¡Oh, lo sé!
Cyllan oyó los acordes de una música de baile mientras corría sin ruido por el laberinto de pasadizos que eran como una conejera en el castillo. Al tratar de evitar el vestíbulo principal se había desorientado y había equivocado dos veces su camino, de manera que llegó muy cerca de la puerta de doble hoja de la sala en que se celebraba el banquete. Deslizándose en un hueco de la pared que la protegía con su sombra, se detuvo para recobrar aliento y orientarse. Hasta ahora, la suerte la había acompañado: no había en contrado a nadie en el patio, y la única sirvienta que la había adelantado al cruzar el vestíbulo de la entrada sólo se había detenido para hacer una reverencia a la figura encapuchada que sin duda tomó por una invitada que llegaba tarde. Pero Cyllan sabía por amarga experiencia que la mala suerte solía hacer acto de presencia cuando menos se esperaba. Si tenía que cumplir su tarea, debía tener mucho cuidado.
Había resuelto hurtar la piedra de las habitaciones del Sumo Iniciado antes de bajar a las mazmorras donde Tarod estaba preso. Si había de ser sincera, tenía que confesar que sólo se sentiría tranquila cuando la joya estuviese en manos de éste; pues, si ella podía no ser más que una persona anónima para cualquiera que con ella se cruzase, él era conocido en todo el Castillo y sería inmediatamente reconocido si alguien le veía.
La música, amortiguada por la maciza puerta del salón, era una ligera y melodiosa tonada, acompañada del murmullo de muchas voces. La fiesta estaba en su apogeo y Cyllan no se atrevió a perder más tiempo. Mirando cautelosamente en ambas direcciones y comprobando que el corredor estaba desierto, salió de su escondite y caminó apresuradamente en la dirección que esperaba que fuese la de las habitaciones del Sumo Iniciado.
Esta vez no le engañó su instinto, y la puerta exterior no estaba cerrada con llave. Sufrió un momento de angustia al empujar la puerta, casi esperando ser interpelada desde el interior; pero el lugar estaba a oscuras y vacío.
Un estuche encerrado en el armario, le había dicho la Hermana Erminet... Cyllan cruzó cuidadosamente la estancia, evitando la mesa maciza colocada en su centro, y encontró el adornado armario de madera tallada a un lado de la chimenea. El tirador no cedió cuando ella trató de abrirlo, por lo que, maldiciendo en voz baja, empezó a buscar algo con lo que pudiese forzar la cerradura. La oscuridad dificultaba su búsqueda, pero no tenía nada con lo que alumbrarse, aun que tam poco se hubiese atrevido a hacerlo. Buscando a tientas sobre la mesa, tropezó con un tintero que se volcó con un chasquido, derramando su contenido sobre la mesa y el suelo. Cyllan se quedó paralizada y empezó a sudar copiosamente, pero nadie acudió a investigar la causa del ruido y, al cabo de un minuto, siguió buscando.
No encontró nada útil encima de la mesa y sólo cuando reparó en el cajón dio con un cuchillo. La hoja era fina y brilló como pizarra mojada en la oscuridad cuando ella lo sacó de su funda; pero pensó que le serviría. No había tiempo para andarse con contemplaciones y forzó la cerradura con tres fuertes movimientos; abrió la puerta y palpó en el interior en busca de su objetivo.
Una botella de cristal, un fajo de papeles... y el estuche. Cyllan lo sacó y lo depositó en el suelo agachándose para apalancar la tapa con el cuchillo. Al igual que el armario, el estuche estaba cerrado, pero era de estaño forrado de plomo y cedió al segundo intento. Levantó la tapa... y miró, fascinada, el contenido.
La piedra del Caos estaba sola en el estuche y resplandecía con luz propia: una radiación fría y pálida que hizo que las manos de Cyllan pareciesen las de un fantasma. Por un momento, se resistió a la idea de tocarla; pero después hizo acopio de valor, introdujo la mano en el estuche y sus dedos se cerraron sobre la gema. La invadió una desconcertante sensación de júbilo al notar sus duros contornos en la palma de la mano; sintió un cosquilleo en el brazo y, por un breve instante, experimentó un fuerte sentimiento de poder, como si una fuerza inexplicable hubiese pasado a su mente desde el corazón de la piedra. Se esforzó por dominar su euforia, pues todavía no había triunfado y el alborozo podía esperar, y cerró apresuradamente el estuche, lo dejó de nuevo en el armario y cerró lo mejor que pudo la estropeada puerta. Llevando la piedra en la mano, tomó el cuchillo una vez más. Lo guardaría, al menos hasta que Tarod y ella estuviesen a salvo...
Al dirigirse a la puerta, tropezó ruidosamente con una silla, pero también ahora el ruido fue insuficiente para provocar alarma. Esperó a que se calmase su corazón y entonces abrió la puerta...
El pasillo parecía brillantemente iluminado en contraste con la oscuridad del estudio. Cyllan salió...
Y una figura se cruzó en su camino.
Los ojos de Cyllan se desorbitaron de espanto. Trató de volver a las habitaciones del Sumo Iniciado, pero era demasiado tarde: él la había visto, se había detenido y la había reconocido cuando la capucha había caído atrás y había descubierto los pálidos e inconfundibles cabellos..., y Cyllan se quedó paralizada ante la mirada pasmada de Drachea Rannak.
— ¡No!—gritó, con una voz que ni ella misma reconocía—. No... , por Yandros, ¡no!
También Drachea había blasfemado en voz alta, llevándose inmediatamente la mano a la espada corta que recientemente se había acostumbrado a portar. Se había escabullido del banquete, aburrido y, tenía que confesárselo, bastante celoso del Sumo Iniciado, y estaba paseando malhumorado por el corredor cuando, por pura casualidad, había salido Cyllan con el producto de su robo. Ahora estaban cara a cara y, superada la impresión inicial que les había paralizado a los dos, Cyllan vio en los ojos alarmados de Drachea que éste se daba perfecta cuenta de lo que estaba ocurriendo.
— ¡Dioses! — Drachea desenvainó la espada—. Perra, ¿cómo has podido... ? ¡Oh, no!
Levantó la hoja en un furioso movimiento cuando Cyllan tomaba desesperadamente impulso para huir, y entonces ella retrocedió contra la pared para librarse de la estocada mortal.
—¡Oh, no! —dijo de nuevo Drachea, con voz ronca—. Esta vez no, demonio, ¡esta vez no! —Y gritó por encima del hombro—: ¡Auxilio! Criados, venid... ¡Deprisa!
La piedra del Caos vibró súbitamente cálida en la mano de Cyllan y un arrebato de ferocidad cruel cobró vida dentro de ella. Drachea la había hecho fracasar una vez; había sido la causa de la ruina de Tarod..., ,pero no volvería a suceder! ¡Nunca, nunca más! Como una visión percibida a la luz instantánea de un relámpago, su mente evocó la cara orgullosa y sarcástica de Yandros, y los ojos de éste parecieron reflejar la radiación incolora de la gema...
Drachea dio un salto cuando ella levantó la mano y de entre sus dedos surgió súbitamente un rayo de luz. Iba a gritar de nuevo para pedir auxilio, pero las palabras se extinguieron en su garganta, y, cuando trató de cobrar aliento, sus pulmones parecieron llenarse de hielo. Se tambaleó... y Cyllan dio un paso adelante, blandiendo la piedra como un arma, y su cara iluminada por la gema era la de una loca, la de una insensata. Drachea trató una vez más de gritar; su voz se quebró en un ronco alarido, y al resonar éste en el pasillo, Cyllan saltó sobre él y descargó un golpe mortal con el cuchillo que llevaba en la mano derecha, clavándolo en el estómago de Drachea y rasgando la carne hasta el esternón. El grito de Drachea se convirtió en un ahogado aullido de dolor y el joven se dobló, giró en redondo y a punto estuvo de caer sobre su propia espada. Al verle en el suelo, sintió Cyllan una explosión de ira y se lanzó por segunda vez sobre él, hundiendo la hoja del cuchillo en su hombro.
Había perdido la razón, impulsada por algo que no podía comprender ni dominar; algo que despertaba un afán inhumano de matar, de destruir, de vengarse...
Un chillido que no había sido lanzado por ella ni por Drachea resonó en su cabeza enloquecida, y Cyllan saltó atrás, como si hubiesen tirado de ella con una cuerda. Dos criados, un hombre y una mujer, habían llegado corriendo en respuesta al grito de auxilio de Drachea y, al doblar la esquina del pasillo, habían visto lo que parecía un demonio de rostro pálido, manchadas de sangre la cara y las manos, golpeando con un cuchillo ensangrentado el cuerpo caído de Drachea. La mujer se desmayó y el hombre miró fijamente a Cyllan, boquiabierto, y después respiró hondo para pedir auxilio a voz en grito La cordura volvió a Cyllan con una violenta sacudida. Drachea yacía entre sus pies, muerto o moribundo. La piedra del Caos era ahora fría como el hielo en su mano izquierda; el cuchillo estaba pegajoso y resbaladizo en su derecha; su vestido era una confusión de manchas carmesíes... Cyllan sintió náuseas y, galvanizada por un instinto animal, se volvió y echó a correr. El pasillo daba locamente vueltas delante de ella y, a su espalda, menguando pero resonando como redobles de tambor en su cabeza, podía oír la voz estridente y frenética del criado lanzando desespera dos gritos de alarma.