— ¡Es la prueba definitiva! — Drachea agarró a Cyllan de los hombros y, muy excitado, empezó a dar vueltas con ella por la habitación—. ¡Es la prueba que necesitábamos, Cyllan! Por los dioses... ¡Pensar que nos la daría el Salón de Mármol! La piedra tiene que estar allí... , ¡ tiene que estar!
Cyllan se desprendió de sus manos, inquieta por el entusiasmo de él. —No veo que sea motivo de júbilo —dijo—. ¡Es la prueba de que nos enfrentamos con un poder contra el que no podremos combatir!
Drachea rechazó sus dudas con un confiado ademán.
—Tarod no es invencible. Según el testimonio del Sumo Iniciado, sin aquella joya no puede llamar a las fuerzas del Caos en su ayuda. Y si nosotros podemos encontrar la piedra y devolverla al Círculo...
Cyllan lanzó una risa breve y seca, desprovista de humor.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó—. ¿Cómo podremos poner de nuevo en marcha el Tiempo?
Drachea sonrió.
—No es tan imposible como te imaginas. He estado estudiando los libros que traje de la biblioteca, y en ellos figuran todos los ritos del Círculo con increíble detalle. Estoy convencido de que encontraré la respuesta en uno de los volúmenes. — Sus ojos se iluminaron con un celo fanático—. Piensa, Cyllan, ¡piensa lo que pasaría si pudiésemos resucitar el Círculo y poner en sus manos al causante de estos males!
Cyllan sabía que el empleo del plural no significaba nada; en su imaginación, Drachea se veía como el único salvador del Círculo, y sin duda pensaba recibir todo honor y toda gloria como resultado de ello. Era tonto, pensó, si creía que realizar esa hazaña sería cosa fácil; sin embargo, rebosaba confianza, convencido ya de su triunfo.
—Debes saber —dijo él, serenándose un poco al ver que ella no parecía compartir su entusiasmo — que, en uno de los libros, he descubierto el rito que sin duda pretendía utilizar el Círculo para destruir a Tarod. — Cyllan se volvió y él siguió diciendo—: El altar que viste es un artefacto muy antiguo, raras veces empleado. Es un tajo de ejecución.
Cyllan sintió un nudo en el estómago y comprendió por qué tenía un aura tan espantosa aquel pedazo de madera negra. Sin proponérselo, pensó en lo que debía parecer un hombre tendido sobre aquella mellada superficie, esperando el golpe final del cuchillo o de la espada... o algo peor... , y se estremeció.
—Sí; no es una ceremonia agradable —dijo Drachea, en un tono de disimulada satisfacción que ella encontró repelente—. Y sólo se realiza en circunstancias extremas. Indudablemente, cuando Tarod esté de nuevo en manos del Círculo, celebrarán el rito que no pudieron entonces realizar.
Cyllan no pudo contenerse; las palabras brotaron de su boca sin ella darse cuenta, y su voz era colérica.
— ¿Y encuentras agradable esa perspectiva?
— Y tú, ¿no? — Drachea frunció el entrecejo—. No tenemos que habérnoslas con un hombre. ¡Es un ciudadano del Caos! ¡Maldición! ¿Preferirías ver a semejante monstruo campando por sus respetos en el mundo?
Preferiría no ver a nadie morir de un modo tan bárbaro, pensó Cyllan, pero se mordió la lengua. La incomodaba el hecho de que un impulso interior la hubiese hecho salir en defensa de Tarod, pero se dijo que era solamente la crueldad de Drachea lo que le había ofendido. Sin embargo, la idea del destino de Tarod si Drachea triunfaba..., no, si Drachea y ella triunfaban, pues su causa era la misma..., la estremecía hasta la médula.
Si Drachea se dio cuenta de sus dudas, las pasó por alto, demasiado absorto en sus propios planes para prestar atención a todo lo demás.
— Debemos volver al Salón de Mármol — dijo resueltamente— y encontrar aquella joya. Y será mejor que no retrasemos lo que hemos de hacer. — Se levantó de nuevo, cruzando los brazos—. Todavía tengo en mi poder los papeles del Sumo Iniciado. Si Tarod lo descubriese, no quiero ni pensar cuál sería su reacción. Creo que lo más prudente es devolverlos con la mayor rapidez posible. — Miró hacia la puerta—. Aunque saben los dioses que me sentiría mucho más tranquilo si pudiese tener algún arma antes de volver a rondar por este edificio.
— Tiene que haber armas en el Castillo — dijo Cyllan, aunque dudaba en su fuero interno de que una espada pudiese servir de mucho contra los peligros que les acechaban—. En el festival de Investidura se celebraron torneos, asaltos de esgrima. Yo no vi ninguno de ellos, pero me los relataron. Y Tarod solía llevar un cuchillo...
Drachea le dirigió una extraña mirada, débilmente teñida de recelo, pero solamente dijo:
— Muy bien. Entonces debes encontrar las armas. Mira en las caballerizas del Castillo. El Shu-Nhadek, la milicia guardaba las amas cerca de los caballos, lo cual es bastante sensato. Tráeme una espada, ligera pero bien equilibrada. —Hizo una pausa—. Es decir, si sabes distinguir una buena espada.
Cyllan entrecerró los ojos. Probablemente, Drachea sólo había ceñido una espada dos o tres veces en su vida, y aun para fines ceremoniales. Ella había tenido una vez un cuchillo; un arma cruel de hoja curva y mango de hueso. Lo había empleado para rajar la cara de uno de los mozos de su tío, que había pensado que podía aprovechar el sopor de su amo borracho para violar a su sobrina y escapar con tres buenos caballos, y los alaridos del hombre habían despertado a todo el campamento. Kand Brialen había despedido al presunto ladrón con un brazo y tres costillas rotas, «una por cada caballo» como dijo ferozmente él, y había recompensado la vigilancia de Cyllan dándole un cuarto de gravín y vendiendo su cuchillo en el primer pueblo por el que pasaron.
—Puedo distinguirla bastante bien, Drachea —dijo—. Y tornaré una daga para mí, si la encuentro.
El se sorprendió un poco por el tono de su voz, pero lo disimuló rápidamente encogiéndose de hombros.
— No perdamos tiempo. Yo llevaré los papeles al sitio donde deben estar y volveremos a encontrarnos aquí cuando hayamos hecho nuestro trabajo.
Drachea no quería confesarse que sentía miedo al recorrer el largo pasillo que conducía a las habitaciones del Sumo Iniciado, pero los fuertes latidos de su corazón desmentían su arrogancia. Con las revelaciones de Keridil Toin, y también las de Cyllan, frescas en su mente, la idea de que podía encontrarse con Tarod llevando encima los documentos acusadores a punto estuvo de hacerle volver corriendo al refugio de su habitación. Ahora lamentaba no haber encargado a Cy llan esta tarea e ido él en busca de armas; pero era demasiado tarde para lamentaciones. Y seguramente, se dijo, tratando de reforzar su valor menguante, las probabilidades de encontrarse con el Adepto en la inmensidad del Castillo eran muy escasas.
La decisión de Drachea de realizar personalmente esta tarea se debía en parte al hecho de que cada vez desconfiaba más de Cyllan. Al principio había considerado la evidente desavenencia entre ellos simplemente como consecuencia natural de sus distintas categorías: a fin de cuentas, Cyllan era tan inferior a él que, en circunstancias más afortunadas, no se habría relacionado con ella en absoluto. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Cyllan había conocido con anterioridad al siniestro dueño del Castillo; parecía reacia a condenarle por lo que era, ya que, en un par de ocasiones, Drachea la había puesto deliberadamente a prueba y ella había saltado en defensa de Tarod como un perro guardián. Cuando se produjese el conflicto, como no podía dejar de suceder, se preguntó si estaría tan ciega a la verdad como para no tener el sentido común de combatir por la justicia.
Sin embargo, Cyllan era un factor de poca importancia. En último extremo, podía prescindir de ella y no lamentaría particularmente su pérdida. Drachea consideraba ahora que, si había estado en deuda con ella, esta deuda había sido sobradamente pagada. ¿Acaso no la había ayudado, guiado e instruido en todo desde su impremeditada llegada aquí? Si sus planes, que todavía eran embrionarios, daban resultado, ¡ella tendría que darse cuenta de su superioridad!
Casi había llegado al final del pasillo, y la inquietud dio paso a una sensación de alivio cuando se le apareció la puerta del Sumo Iniciado. Una vez devueltos los documentos, Tarod nunca descubriría que habían sido sustraídos y leídos; y cualquier ventaja, por trivial que fuese, era valiosa.
Levantó el pestillo de la puerta...
—Bueno, amigo mío, tus excursiones son cada vez más atrevidas.
Drachea giró en redondo, y abrió la boca horrorizado al ver a Tarod plantado detrás de él.
El alto Adepto avanzó sonriendo, aunque la sonrisa no engañó a Drachea. En los ojos verdes de Tarod había un brillo maligno, y Drachea comprendió que su estado de ánimo era muy peligroso.
—Esta ambición no te favorece, Drachea —siguió diciendo Tarod, con voz suave—. Revela el deseo de calzarte los zapatos de un muerto antes de que se realice el entierro.
— Yo iba... Solamente pretendía...
Drachea se esforzaba en encontrar una respuesta que pudiese parecer plausible, y Tarod observaba sus esfuerzos con helada indiferencia. No sabía qué le había impulsado a buscar al joven con el único propósito de atormentarle; era una persecución vana e inútil que ni siquiera su antipatía por Drachea podía justificar. Pero había estado meditando, y de la reflexión había pasado a la cólera, y la cólera necesitaba desfogarse. Drachea había tenido la mala suerte de encontrarse a su alcance y Tarod no tenía escrúpulos en emplearlo como chivo expiatorio.
Pero el malhumor de Tarod quedó casualmente justificado cuando vio el fajo de papeles que Drachea estaba tratando torpemente de ocultar. El primero de ellos llevaba el sello del Sumo Iniciado...
El fuego latente en la mente de Tarod empezó a llamear como una hoguera, y el Adepto tendió la mano izquierda.
— Creo — dijo — que harás bien en mostrarme lo que llevas ahí.
Drachea sacudió desesperadamente la cabeza.
—No es nada —respondió esforzándose en no tartamudear.
—Entonces, permitirás que yo lo vea.
La voz de Tarod era implacable.
Drachea trató de resistirse, mientras aquellos ojos verdes y fríos se fijaban en los suyos, pero no pudo desviar la mirada. Espasmódicamente y contra su voluntad, levantó la mano y la tendió, y Tarod tomó los documentos.
Le bastó una mirada para confirmar sus sospechas. Drachea lo sabía... y sin duda también Cyllan había visto esos papeles. No era de extrañar que, con el testimonio de Keridil fresco en su mente, se asustara tanto cuando él la había encontrado en el sótano...
Miró de nuevo a Drachea; el heredero del Margrave estaba temblando como si tuviese fiebre, y el terror culpable que traslucían sus ojos, el desprecio que provocaba su actitud, repugnaron a Tarod.
—Así pues —dijo suavemente—, te consideras con derecho a hurtar más de lo que puedes encontrar en la biblioteca.
Pálido como la cera, Drachea tragó saliva y farfulló débilmente:
— Cyllan los descubrió, no yo... Yo... no los leí; le dije que no eran de mi incumbencia...
Su voz se extinguió al ver la expresión de Tarod.
— Eres un embustero.
Y, encolerizado por la desvergonzada perfidia de Drachea, sintió que algo estallaba en su interior. Sus ojos reflejaron su desprecio; arrojó los papeles a un lado, levantó la mano izquierda, hizo un solo ademán.
Algo con la fuerza de la coz de un caballo levantó a Drachea de sus pies y lo hizo chocar contra la puerta del Sumo Iniciado, que se abrió de golpe. Derrumbado en el umbral, Drachea, presa del pánico, trató de levantarse y echar a correr; pero entonces vio la mirada de Tarod. Todos los músculos de su cuerpo se quedaron rígidos. No podía moverse, no podía respirar; su mente luchaba contra la inexorable voluntad que la retenía, pero era impotente.
Tarod sonrió, y su sonrisa hizo que Drachea quisiera gritar. El lúgubre semblante estaba cambiando; los ojos se entrecerraban, ardiendo con una luz inhumana; los negros cabellos eran como una sombra totalmente oscura. En un instante de terrible revelación, vio Drachea lo que Cyllan había visto en la cara tallada de la estatua: la malevolencia, el conocimiento, el poder absoluto, que se ocultaba detrás de la máscara. Emitió un sonido gutural, inarticulado, suplicante. La sonrisa de Tarod se acentuó y los dedos de su mano se doblaron como trazando un símbolo invisible.
El lazo que esclavizaba a Drachea se rompió, y éste aulló como un animal herido, con los ojos desorbitados y las manos buscando a tientas algún asidero en el suelo. Tarod, al verlo, reconoció la pesadilla y soltó una carcajada. La última vez que Drachea se había cruzado con él, sólo le había mostrado un breve atisbo de los horrores que podía conjurar si le apetecía. Ahora, el castigo era implacable.
—No... N-no...
Era la única palabra que Drachea podía articular con las confusas y suplicantes incoherencias que acudían en tropel a su garganta. Se arrastraba sobre las manos y las rodillas, como un ratón mortalmente herido que tratase de huir de un gato hambriento, y Tarod le seguía lentamente, tranquilamente, manteniendo las engañosas ilusiones y manipulándolas de manera que el terror de Drachea era cada vez más fuerte, empujándole hasta el borde de la locura. No sentía verdadero odio contra Drachea, su desprecio era demasiado grande para ello, y lo que hacía no le daba satisfacción. Pero algo le había impulsado; un furor que no podía contener. Una emoción que le superaba.
Drachea estaba sollozando, acurrucado en posición fetal en el pasillo y tratando al parecer de clavar las uñas en la pared, como si tras ella hubiese algún refugio. La ira de Tarod había alcanzado su punto culminante y estaba desapareciendo con la misma rapidez con que había surgido. Miró al desgraciado encogido a sus pies. Sería muy fácil matarle. Un solo movimiento, y habría terminado... Pero parecía inútil. Era mejor que Drachea siguiese viviendo, y recordase...
Dio un paso atrás. La última vez que había perdido el dominio de sí mismo, un hombre había muerto, y de muerte cruel; pero aquello, como tantas otras cosas que le atormentaban, pertenecían aplazado. Ahora no tenía las mismas motivaciones.
¿O acaso sí? La idea le disgustó y, cuando miró de nuevo a Drachea, sintió algo parecido al remordimiento. Giró sobre sus talones y se alejó por el pasillo en dirección a la puerta principal. Pudo oír detrás de él unos sollozos enloquecidos y suplicantes que se iban apagando al aumentar la distancia, y este ruido dejó un sabor amargo en su boca.
Dos espadas y una ligera daga de hoja fina era cuanto Cyllan había podido encontrar, pero de todos modos estaba satisfecha del producto de su rapiña. La teoría de que podía haber un arsenal junto a las caballerizas del Castillo había resultado equivocada y, después de una búsqueda inútil, había empezado a inspeccionar las habitaciones individuales del gran edificio y encontrado lo que necesitaba. La experiencia de registrar aquellas cámaras había sido horripilante, le había parecido una profanación buscar entre los objetos personales de hombres y mujeres cuyas vidas habían sido bruscamente suspendidas y que ahora languidecían en un mundo inimaginable, si era que existían todavía; y había tenido que hacer acopio de voluntad para iniciar la búsqueda. Eran muchos los artefactos que contaban su propia conmovedora historia; una chaqueta desgarrada, con una aguja de costura enhebrada prendida en ella; dos copas de vino vacías junto a una cama revuelta; un fajo de papeles con sencillos dibujos trazados por una mano infantil. Todo ello había sido un elocuente recordatorio de que el Castillo había vivido y respirado y resonado con los ruidos de sus moradores humanos.
Cyllan había ignorado, aunque con dificultad, las prendas de vestir que había encontrado en algunas habitaciones. Trajes y capas de ricas telas, graciosos y elegantes zapatos que sabía que podrían ser de su medida, joyas... entre las que habría podido elegir casi sin parar, si hubiese sido capaz de acallar su conciencia y hurtarlas. Pero, en vez de esto, las había dejado de mala gana a un lado, y dejado sus fantasías con ellas, y se había concentrado en su tarea inmediata.
Afortunadamente, su búsqueda la había llevado al piso superior de aquella ala del Castillo, donde sabía que era menos probable que se encontrase con Tarod. Se había equivocado dos veces al volver a su habitación, pero el laberinto de pasillos le era cada vez más familiar y corría poco peligro de perderse en él. Estaba cruzando el ancho rellano en que terminaba la escalera principal, cuando sus oídos atentos captaron un débil sonido, y se quedó helada. Alguien se estaba muriendo, en la escalera...
Conteniendo el aliento, avanzó despacio, manteniéndose pegada a la pared. El ruido pareció haber cesado, y no vio ninguna sombra que delatase que alguien se estaba acercando. Más confiada, cruzó el rellano para mirar por encima de la baranda...
Dejó caer las espadas y la daga, que chocaron contra el suelo con gran estrépito. Bajó corriendo la escalera hasta encontrar una figura tendida en el suelo en mitad de aquélla.
Drachea no estaba del todo inconsciente, pero las últimas fuerzas que le habían permitido llegar arrastrándose, pulgada a pulgada, desde la puerta del Sumo Iniciado hasta aquel lugar, se habían agotado. Sus manos agarraban débilmente el borde del próximo peldaño; tenía las uñas rotas y ensangrentadas, como si hubiese tratado de abrirse paso a través de una pared de piedra, y fuertes estremecimientos sacudían su cuerpo.
— ¡Drachea!
Cyllan trató de ayudarle a incorporarse, pero él no pudo hacerlo. Horrorizada, le dio la vuelta. Tenía los ojos firmemente cerrados, pálido el semblante, y parecía, increíble mente, estar tratando de reír, aunque ningún sonido brotaba de sus exangües labios.
Dulce Aeoris, ¿qué le había ocurrido? No podía quedarse tumbado allí, ¡tenía que llevarle a una cama! Cyllan se agachó, pasó las manos por debajo de los brazos de Drachea y tiró con toda su fuerza. El gimió, pero estaba demasiado débil para oponer resistencia, y Cyllan, haciendo un gran esfuerzo, consiguió arrastrar su peso muerto hasta la cima de la escalera. Encorvada y jadeando, miró a lo largo del pasillo. La habitación de él era la que estaba más cerca... Respirando hondo, levantó de nuevo a Drachea, rezando para que no estuviese físicamente lesionado, y le arrastró hacia la puerta sin demasiadas contemplaciones, con lo cual no hizo más que empeorar las cosas.
Cuando llegó a la habitación, Drachea había perdido el conocimiento, lo cual era una suerte para él. Pero los músculos de Cyllan protestaron cuando les obligó a hacer un último esfuerzo para subirle a la cama. Le colocó en la posición más cómoda posible y después le observó de cerca para ver si podía encontrar alguna clave de lo que había su cedido.
Por fortuna no había señales visibles de lesión, aunque Cyllan no era curandera y sabía que fácilmente podía pasar por alto algún síntoma grave. Tampoco podía imaginarse lo que había pasado... pero una terrible sospecha se abría paso en su mente.
Se irguió, tratando de mitigar el miedo que se había apoderado de ella. Fuera cual fuese la verdad, algo había que hacer por Drachea, o éste podía morir. Y el único a quien podía dirigirse era posiblemente el único responsable de que Drachea se hallase en este estado.
Le miró de nuevo y supo que no tenía más remedio que pedir ayuda a Tarod. Lo peor que éste podía hacer, y que seguramente haría era negarse...
Rápidamente, antes de que pudiese abandonarla el valor, salió corriendo de la habitación, a lo largo del pasillo y hacia la escalera. Las espadas y la daga estaban todavía donde habían caído; vaciló y después agarró el puñal y lo introdujo en su cinto. No podía ocultarlo, pero le daba un poco de confianza. Después bajó a toda prisa la larga escalera y se dirigió a la puerta principal del Castillo.
Cuando Cyllan llegó al pie de la gigantesca Torre del Norte, la vista de la negra escalera de caracol que ascendía en una oscuridad total casi quebrantó su resolución. Había visto una pálida luz en la estrecha ventana de la cima y sabía que Tarod tenía que estar allí, pero la idea de subir por aquella escalera interminable, a través de una oscuridad tan intensa que era casi tangible, era espantosa. Pero se armó de valor; tenía que hacerlo. Drachea necesitaba ayuda, y ella era su única aliada.
¿Y si Tarod se negaba a ayudarla? Había pensado casi exclusivamente en esto mientras cruzaba el patio, pero, entre sus dudas y su confusión, brillaba una chispa de esperanza. A pesar de lo que sabía, a pesar del terror que había sentido en su último encuentro, creía haber reconocido al fin, en la biblioteca, una sombra de lo que era Tarod cuando le había conocido, y se aferraba furiosamente a esa imagen. El la había tratado amablemente, desmintiendo a los que le habían condenado, y pensó que, si podía volver a tocarle la misma fibra, él la ayudaría ahora.
¿O se estaba portando de nuevo como una tonta? Todavía le parecía estar oyendo la voz de Drachea condenándola por su credulidad, y la esperanza dio paso a la incertidumbre. Si se equivocaba...
Cobró aliento e irguió los hombros. Si estaba equivocada, sólo había una manera de saberlo. Tenía que intentarlo.
Prescindiendo resueltamente de las dolorosas palpitaciones de su corazón, puso el pie en el primer peldaño.
Parecía que la negra espiral no terminaría nunca, Cyllan había subido y subido, tratando de no flaquear pero teniendo que detenerse de vez en cuando para dar un descanso a sus doloridos músculos y recobrar el aliento. Las paradas se hicieron más frecuentes; le ardían las piernas, y el prolongado esfuerzo en aquella terrible e inmutable oscuridad adquirió proporciones de pesadilla. No podía volver atrás; no sabía cuántos escalones había dejado tras de sí, pero podían ser miles; la idea de renunciar ahora y volver a enfrentarse con la oscuridad era más de lo que podía soportar. Y sin embargo, a pesar de que rezaba para llegar a su meta, la escalera seguía subiendo y subiendo, sin descanso.
Resbaló y se tambaleó, cayendo de rodillas sobre la fría piedra negra y sollozando de agotamiento. No podía quedar mucho trecho; a menos que se hubiese extraviado en otra dimensión, que hubiese sido víctima de una broma pesada, la escalera tenía que terminar en alguna parte... Se levantó, apoyó las manos en la pared implacable y ordenó a sus miembros que la obedecieran. Ahora no podía vacilar...
E inesperadamente, Cyllan se encontró con que el séptimo escalón que subió, ahora era el último.
La sorpresa la sacó de su hipnótico estado, y se apoyó en la pared, teniendo que emplear toda la fuerza que le quedaba para impedir que las piernas se doblasen bajo su peso. Estaba en un oscuro rellano circular y, en la penumbra, sólo pudo distinguir los vagos contornos de tres puertas. Todas estaban herméticamente cerradas, y la ya débil confianza de Cyllan flaqueó todavía más. Si se había equivocado, Tarod no estaba allí... o si se negaba a ayudarla...
Rechazó estos pensamientos y se acercó tambaleándose a la puerta más cercana. Pero antes de que pudiese llamar, se abrió la más lejana, brotó de ella una luz fría y apareció la silueta de un alto personaje en el umbral.
—Cyllan —La voz de Tarod era suave, débilmente curiosa—. ¿Qué te trae por aquí?
Ella respiró hondo, pero apenas podía hablar; había pagado el precio de la subida y estaba agotada.
— Drachea... — murmuró, medio atontada—. Está enfermo... he venido... , he venido a buscar ayuda...
De pronto se tambaleó, y Tarod se acercó a ella y la tomó de un brazo.
— ¡Al diablo con Drachea! ¡Creo que eres tú la que necesita ayuda! Vamos, entra.
Cyllan se apoyó en él, incapaz de sostenerse, y él la condujo amablemente a través de la puerta. La luz, aunque débil, cegó a Cyllan después de la terrible oscuridad de la escalera. Aunque deslumbrada, creyó vislumbrar una habitación pequeña y atestada, y Tarod la llevó hasta un diván y ella, agradecida, dejó que sus piernas se doblasen hasta que se encontró medio sentada y medio tendida entre los almohadones. Poco a poco su visión se fue adaptando y fue recobrando el aliento, hasta que pudo mirar a Tarod, que estaba sentado observándola.
— ¿Te has recobrado? — preguntó él.
—Sí..., sí, bastante. — Sus miradas se cruzaron—. Gracias.
El inclinó ligeramente la cabeza.
— Conque Drachea no se encuentra bien, y tú has subido a esta gran altura para buscarme. Eres muy fiel, Cyllan. Espero que el joven heredero del Margrave sepa apreciar tu amistad.
Su tono la irritó.
—Cualquiera habría hecho lo mismo —dijo.
—Lo dudo. ¿Cuál es su mal?
Ella sacudió la cabeza.
— No lo sé... Le encontré tumbado en la escalera principal. Estaba casi inconsciente y... ¡en un estado terrible! No sé lo que le llevó a esta condición, pero estaba... Sus manos, sus ojos...
Se esforzaba en encontrar la manera de explicárselo, pero se interrumpió al ver la expresión del semblante de Tarod.
No mostraba sorpresa, ni siquiera interés, y una débil y maliciosa sonrisa torcía las comisuras de los labios.
Él vio que le estaba observando, vio que empezaba a comprender, y dijo llanamente:
— Drachea tiene la costumbre de meterse en dificultades. Y si es lo bastante imbécil para robar lo que no le pertenece, debería pensar en las consecuencias.
La inquietante sospecha se convirtió de pronto en dolorosa certidumbre en la mente de Cyllan. Tarod había sorprendido a Drachea cuando éste trataba de devolver los documentos comprometedores al estudio del Sumo Iniciado... Poco a poco, se puso de pie.
—Tú... —Tenía un nudo en la garganta—. Tú le hiciste eso.
Tarod la miró fríamente.
—Sí. Yo se lo hice.
Ella lo sabía ya; sin embargo, oír que Tarod confesaba la verdad con tanta indiferencia, era aún más impresionante. Todas sus dudas y su confusión se borraron de pronto de su mente, y sólo sintió asco.
— ¡Dioses! — Escupió la palabra —. ¡Eres un monstruo!
Tarod suspiró.
—Ciertamente. Un monstruo cruel, que hace voluntariamente estragos en las mentes y los cuerpos de víctimas inocentes. —Tenía un brillo acerado en los ojos—. ¡No comprendes nada!
—Sí que comprendo — replicó ella, con voz temblorosa—. ¡Comprendo demasiado bien lo que eres! Contarme tu hazaña sin el menor remordimiento; reaccionar como si no significase nada, enorgullecerte de ella...
— ¿Enorgullecerme? — Se puso de pie con tanta rapidez que ella se echó instintivamente atrás —. Muy bien; completaré el retrato que has hecho de mí, ¡ya que me conoces tanto! No tengo conciencia, no tengo moral; soy lo que ves en tu propia mente, Cyllan. Me gusta atormentar a los otros por el placer que obtengo de ello, ¡es por lo único que vivo! — Se dominó y añadió, con controlada furia—: ¿Estás satisfecha?
La estaba desafiando, incitándola a plantarle cara, y un sentimiento de rebeldía hizo que Cyllan no diese su brazo a torcer.
—¡Si! —le replicó furiosa—. Estoy satisfecha, Tarod, por que esto me demuestra que Drachea tenía razón y yo estaba equivocada. Tú eres el mal, ¡y sé de dónde procede tu maldad!
Y, desafiadoramente, hizo la Señal de Aeoris delante de su cara.
Drachea se lo había dicho... Con la rapidez de un gato, Tarod levantó una mano y le agarró la muñeca. Su propia cólera iba en aumento, con tanta rapidez que apenas podía dominarla. Ella lo sabía... y le había condenado, como habían hecho los otros, sin reflexionar, como él sabía que haría. De pronto, otra cara suplantó a la de Cyllan en su mente; una cara noble, hermosa, de ojos límpidos que ocultaban el corazón calculador y egocéntrico que había detrás de ellos. Quería herir el alma que disimulaba aquella cara, tomarse la venganza a que tenía derecho desde hacía tiempo...
Su visión se aclaró y ahora vio las finas facciones y los grandes ojos ambarinos de Cyllan. La belleza había desaparecido, pero no el orgullo. Cyllan tenía también bastante orgullo, pero era de una clase diferente... y tenía el valor de echarle en cara lo que sabía, en vez de herirle por la espalda.
Ella estaba inmóvil, vigilante y alerta, dispuesta a liberarse a la menor oportunidad. Pero Tarod no se la daba. La presa sobre su muñeca se apretó hasta que el dolor se manifestó en el semblante de Cyllan, pero ésta no dijo nada. El podía haberle roto el brazo; podía haberla matado con sólo chascar los dedos...
—Crees que me conoces —murmuró furiosamente él—, pero te equivocas, Cyllan. ¡Te equivocas!
Ella se retorció tratando de liberarse; él la retuvo sin esfuerzo, pero tuvo que combatir una oleada de pura y cruda emoción que estaba surgiendo en su interior.
—¡No me equivoco! —El dolor se reflejaba en la voz de Cyllan, y ésta respiraba con fuerza —. ¡Sé quién eres!
— ¿Lo sabes?
— ¡Sí! He visto los documentos, Tarod. Drachea me los leyó, ¡y ahora sé por qué te vengaste con tanta crueldad! ¡Eres un miembro del Caos!
Un miembro del Caos... Sus palabras dieron en el blanco, y el dique que aguantaba la marea se rompió. Tarod sonrió de nuevo y, esta vez, su sonrisa hizo que Cyllan se estremeciese de horror. Había ido demasiado lejos... , él la mataría, y una parálisis de miedo agarrotó sus músculos al prever el golpe final, fatal.
Pero no lo descargó. En vez de esto, Tarod se echó a reír como si se tratase de una broma.
—El Caos —dijo suavemente—. No, Cyllan; esta vez no te equivocas. — La atrajo hacia sí, hasta que el cuerpo de ella quedó apretado contra el suyo y pudo sentir los rápidos latidos de su corazón—. Pero andas... desencaminada.
Levantando la mano libre, apartó los pálidos cabellos de la cara de ella. Gotas de sudor brotaban de su frente, y ahora pudo advertir que estaba temblando. Había ira en su mente; quería golpear, vengarse, y sin embargo, había más, mucho más, detrás de aquel impulso.
—No soy un demonio... —dijo, en tono ligeramente amenazador—. Soy bastante humano.
Y antes de que Cyllan pudiese apartarse, inclinó la cara sobre la de ella y la besó. Fue un beso violento, tomado, no pedido; y ella se resistió con una fuerza que le sorprendió, retorciéndose en su abrazo y arañándole. Era ágil y flexible como un gato, y su furiosa determinación pulsó otra cuerda en Tarod. Él la besó de nuevo, esta vez más sensualmente. Las nuevas sensaciones que le invadían le daban vértigo; la venganza fue eclipsada por algo más fuerte y más apremiante, y dejó completamente de pensar en Sashka.
Cyllan se desprendió desalentada, y sus miradas se cruzaron brevemente. Los ojos ambarinos de ella echaban chispas. De pronto, con una rapidez que casi pilló a Tarod desprevenido, Cyllan sacó la daga del cinto y la levantó trazando un arco en el aire.
Con un movimiento reflejo, Tarod le hizo perder el equilibrio al descargar ella el golpe, y la hoja centelleó a una pulgada de su hombro. Con la mano izquierda agarró la muñeca derecha de Cyllan y la retorció hasta que ella ahogó un grito involuntario; después apretó una vez con el pulgar y el cuchillo se deprendió de su mano.
Cyllan le miró furiosa, jadeando. Podía tener miedo, pero no se dejaba amilanar; Tarod comprendió que, a la menor provocación, lucharía contra él como un animal salvaje, y esta constatación le provocó una nueva descarga de adrenalina.
— Sabes manejar un cuchillo — dijo, entrecortadas sus palabras por los sofocantes latidos del corazón—. Pero yo hace más tiempo que tengo que luchar... ¡y sé defenderme! —Sonrió, mostrando los dientes—. ¿Puedes darme algo mejor, Cyllan?
Ella sacudió enérgicamente la cabeza.
Los ojos verdes que se fijaban en los suyos parecieron inflamarse de pronto, y Cyllan sintió que su voluntad flaqueaba ante la mirada implacable de Tarod. Trató de resistir, pero se estaba debilitando; una voz interior le recordó que no luchaba con un mortal ordinario, y el miedo surgió de nuevo... , pero mezclado con lo que era un eco de antiguos sentimientos que creía que había desterrado para siempre, un deseo abrumador...
—Cyllan... —La voz de Tarod era sibilante, persuasiva; anulaba sus defensas — ¿No tengo calor? ¿No tengo vida?
Ella trató de negarlo, pero no pudo articular las palabras. Las manos de él sobre su piel eran reales, físicas, y una necesidad largo tiempo dormida dentro de ella respondió con una fuerza que no podía combatir. Jadeó cuando los dientes de él rozaron su hombro, y la camisa, ya desgarrada, dejó al descubierto su blanca piel.
—Tarod... no. Por favor, no...
La protesta quedó interrumpida cuando Cyllan se tambaleó hacia atrás bajo una suave pero irresistible presión. Tropezó con el diván, cayó; sintió el peso y la fuerza del cuerpo de Tarod sobre el suyo. Esta vez, cuando él la besó, no pudo dejar de responderle. El terror daba paso al deseo, y ya no podía seguir luchando contra él; ya no quería luchar contra él.
Tarod levantó la cabeza. La luz salvaje de sus ojos fue de pronto mitigada por una expresión que Cyllan no se atrevió a tratar de interpretar, y él sacudió la cabeza, apartando un mechón de cabellos negros de su cara. El gesto era tan humano que ella se sintió de nuevo confusa; dijera lo que dijese el Círculo, fuera lo que fuese lo que había hecho él, seguramente no era un demonio...
—Eres valiente —dijo suavemente—. Y eres honrada... , luchas con nobleza. Podría vencerte fácilmente, Cyllan, y nada podrías contra mi deseo..., pero no lo haré. Todavía conservo algún sentido del honor... y tú no quieres rechazarme, ¿verdad? — Sus manos, ligeras y frescas sobre su piel, apartaban las molestas prendas—. ¿Vas a hacerlo?
El cuerpo de Cyllan le respondía, contra su voluntad, atormentándola con un deseo doloroso y largo tiempo reprimido que hacía que tuviese ganas de llorar y de gritar, de apartarle y sin embargo retenerle al mismo tiempo. Un gemido brotó de su garganta, y sus labios articularon involuntariamente una sola palabra.
-No...
Gritó al sentir la famélica violencia de él al poseerla, pero Tarod le impuso silencio besándola de nuevo y haciendo que cediese a pesar de ella misma. Y después de la primera resistencia, hubo placer al mismo tiempo que dolor; un fiero y tembloroso alivio cuando ella le rodeó con sus brazos desnudos, echada hacia atrás la cabeza y mor diéndose el labio inferior hasta hacerlo sangrar. Volvió a luchar otra vez contra él; pero él la tranquilizó y ella volvió a doblegarse debajo de él.
Por fin, saciado su deseo, Tarod recorrió con las manos, lenta y suavemente, el cuerpo de Cyllan, siguiendo la ligera curva de sus senos. Ella yacía, quieta, en sus brazos y con los ojos fuertemente cerrados, como si tratase de negar la verdad. Las lágrimas que se había negado tercamente a verter brillaron ahora en sus oscuras pestañas, y un sentimiento que podía ser de arrepentimiento despertó en Tarod.
Pronunció su nombre, y Cyllan abrió los ojos, expresando una mezcla de incertidumbre y acusación y vergüenza. El quería decir más, pero no pudo hacerlo. En vez de esto, levantó una mano e hizo un ademán sobre ella.
Cyllan cerró de nuevo los ojos y su respiración se calmó, con el ritmo ligero y regular propio del sueño. El no quería recriminaciones, no ahora... Cuando el cuerpo de ella se relajó y comprendió Tarod que se había sumido en la inconsciencia, la atrajo hacia sí y la besó ligeramente en una pálida mejilla. Después la soltó de mala gana, se levantó y cruzó la habitación hasta la estrecha ventana, reprimiendo los pensamientos que amenazaban con apoderarse de él y romper las barreras que había levantado contra sus ataques.