Lo propio del poder es proteger.
PASCAL
Sonia tenía dieciocho años, la edad en que decidió ir a Inglaterra a aprender inglés, cuando se enamoró de Rajiv. Era tan guapa que la gente se volvía en la calle para mirarla. Caminaba muy erguida, y su pelo castaño oscuro y lacio enmarcaba su rostro de madonna. Josto Maffeo, un compañero de clase que los fines de semana compartía con ella el trayecto en autobús desde el pueblo de Orbassano, donde vivía con su familia, hasta el centro de la ciudad de Turín, hoy convertido en un conocido periodista, la recuerda como «una de las mujeres más guapas que he conocido en mi vida. Además de guapa era interesante, muy amiga de sus amigos, tranquila y equilibrada. No le gustaba participar en juergas multitudinarias y, eso sí, siempre mantenía una cierta reserva respecto a los demás».
No es de extrañar entonces que el padre de Sonia, un hombre fornido cuyo rostro de montañés llevaba la huella de un pasado duro de trabajo al aire libre, se opusiese con tanta vehemencia a que su hija fuese a estudiar inglés a Cambridge. El bueno de Stefano Maino, con su pelo corto peinado hacia atrás, su bigote espeso que hacía cosquillas a sus hijas al besarlas y sus mejillas encarnadas, estaba chapado a la antigua. Tanto es así que años atrás, al instalarse en Orbassano y enterarse de que la escuela del pueblo era mixta, se negó a que sus hijas la frecuentasen y optó por mandarlas a Sangano, una población a diez kilómetros de distancia, a un colegio exclusivamente femenino. Cuando se fueron haciendo mayores, siempre quería saber en qué lugar y con quién se encontraban sus tres hijas. Tampoco le hacía mucha gracia que saliesen los fines de semana, y eso que no eran salidas nocturnas, lo que no hubiera tolerado. Eran salidas a Turín, a media hora de tren o de autobús, a pasear bajo los soportales de sus bellas avenidas o, si hacía malo, a merendar con las amigas en una de las famosas cremerie de la ciudad. Stefano era un hombre de principios estrictos e irremediablemente chocaba con sus hijas adolescentes. Quien solía hacerle frente era Anushka, la mayor, una chica de carácter fuerte, rebelde y peleona. A su lado, Sonia era un ángel. La más pequeña, Nadia, todavía no daba problemas.
Su esposa, Paola, una mujer con facciones regulares, una sonrisa franca y aire más refinado, compensaba con su flexibilidad la severidad de Stefano. Era más abierta, más tolerante, más comprensiva. Quizás por ser mujer, era más capaz de entender a sus hijas, aunque su adolescencia fue muy distinta, en una aldea montañosa que no llegaba a los seiscientos habitantes, y en una época en que Italia era un país pobre. Muy pobre. Sus hijas no han tenido nunca que ordeñar vacas por obligación, o atender las faenas del campo o servir cafés en el bar de la familia. Ellas han sido fruto de la posguerra, hijas del Plan Marshall, de la expansión económica, del resurgir de Italia en Europa. Sólo han conocido la pobreza de refilón, cuando eran pequeñas, porque en los años de posguerra era imposible escapar al espectáculo de los lisiados y mendigos que buscaban el calor del sol y la caridad pública apoyados en los muros de la plaza del pueblo. y ese contacto las marcó para siempre, sobre todo a Sonia. En Vicenza, la ciudad grande más próxima a la aldea donde vivían, la pobreza se veía antes de llegar al centro, en esos barrios de chabolas, donde los niños jugaban desnudos o andaban con ropa hecha jirones.
– ¿Por qué sus mamás dejan que vayan así, en cueros? -preguntaba perpleja la pequeña Sonia.
– Esos niños van así porque no tienen ropa. No van así por gusto, sino porque no tienen más remedio. Porque son pobres.
La niña entendió por primera vez lo terrible que era la pobreza. Además, añadió su madre, algunas familias pasaban hambre. ¿No venía todos los meses el párroco del pueblo a casa a hacer acopio de leche en polvo, comida y ropa que luego repartía entre los más necesitados? Aquel párroco sabía que siempre podía contar con la familia Maino que, aunque también pasaba estrecheces, era católica devota y practicaba la caridad.
– El Evangelio dice que los pobres serán los primeros en entrar en el Reino de los Cielos… ¿No te lo han enseñado en la catequesis?
Sonia asentía, mientras ayudaba a su madre a preparar un paquete de ropa usada. En casa de los Maino, no se tiraba nada, no se desperdiciaba nada. Las pequeñas heredaban de las mayores. Lo que no se usaba se daba a los pobres. El recuerdo de la guerra estaba demasiado próximo como para olvidar el valor de las cosas.
Los padres de Sonia eran oriundos de la región del Véneto, en concreto de la aldea de Lusiana, en los montes Asiago, en las estribaciones de los Alpes, una zona ganadera que da su nombre a uno de los quesos más apreciados de Italia y conocida también por sus canteras de mármol. La familia paterna, los Maino, eran de modales rudos, honrados, directos y muy trabajadores. Una cualidad que no se le escapó a la madre de Sonia, Paola Predebon, hija de un ex carabinero que llevaba el bar del abuelo en la aldea de Comarolo di Conco, en el fondo del valle. Stefano y Paola se casaron en la bonita iglesia de Lusiana, consagrada al apóstol San Giacomo, con su torre alargada como una flecha que apunta al cielo y que parece el minarete de una mezquita, influencia sin duda de los otomanos que anduvieron por allí hace siglos.
Sonia nació a las nueve y media de la fría noche del 9 de diciembre de 1946 en el hospital civil de Marostíca, una muy antigua y pequeña ciudad amurallada a los pies de los montes Asiago. «É nata una bimbaaa!», la buena nueva alcanzó rápidamente la aldea de Lusiana, y el eco retumbó en los muros de piedra de las casas, en los establos, en las escarpaduras rocosas y las montañas de los alrededores hasta perderse a lo lejos, en cascada. Como homenaje a la recién llegada y siguiendo la tradición, los vecinos anudaron lazos de tela rosa en las verjas de las ventanas y las puertas de la aldea. A los pocos días fue bautizada por el párroco de Lusiana con el nombre de Edvige Antonia Albina Maino, en honor a la abuela materna. Pero Stefano quería otro nombre para su hija. A la mayor, bautizada como Ana, la llamaba Anushka, y a Antonia la llamó Sonia. Cumplía así la promesa que se había hecho a sí mismo después de escapar con vida del frente ruso. Como muchos italianos anclados en la pobreza, Stefano se había dejado seducir por las ideas fascistas y la propaganda de Mussolini y al principio de la guerra se había alistado en la división de infantería 116 de Vicenza, un regin1iento que pertenecía al cuerpo de bersaglieri, de gran reputación en el ejército italiano y en el que también había servido el Duce. Los bersaglieri, que eran conocidos por su rápida cadencia al desfilar, más de ciento treinta pasos por minuto, y sobre todo por el casco de ala ancha del que pendía un penacho de plumas de gallo negras y brillantes que caían de lado, estaban rodeados de un aura de valor e invulnerabilidad que la campaña de Rusia barrió de un plumazo. La división perdió tres cuartas partes de sus hombres en el primer encontronazo con los soviéticos. Hubo miles de prisioneros, entre los que se encontraba Stefano, que logró escapar junto con otros supervivientes. Consiguieron refugiarse en una granja en la estepa rusa, donde vivieron semanas bajo la protección de una familia de campesinos. Las mujeres les curaron las heridas, los hombres les proporcionaron víveres, y la experiencia, aparte de salvarles la vida, les cambió por completo. Como miles de soldados italianos, regresaron desilusionados con el fascismo y agradecidos a los rusos por haberles salvado. A partir de entonces, Stefano dejó de hablar de política; para él, estaba hecha de mentiras. En homenaje a la familia que le salvó la vida decidió poner a sus hijas nombres rusos. y por no discutir con su familia política ni con el cura para quien el nombre de Sonia no formaba parte del santoral -Sofía era aceptable; Sonia, no-, Stefano aceptó inscribirla en el registro con nombres plenamente católicos. Después del bautizo invitaron a vecinos y familia a un plato de bacalao a la Vicentina, el favorito de la región, con mucha polenta para mojar en la salsa. Fue un lujo conseguir bacalao porque en aquellos tiempos de posguerra había escasez de todo, hasta en Vicenza, la capital de la región situada a cincuenta kilómetros de distancia, abajo en la llanura.
La alegría de los Maino hubiera sido total de no ser por las dificultades que tenía Stefano para sacar adelante a su creciente prole. En esos años, era muy difícil escapar del zarpazo de la miseria. Tenían para comer, para vestirse, y poco más. Los Maino no tenían tierras, sólo unas vacas y una casa de piedra que él mismo levantó con sus manos, la última de la Rua Maino, la calle donde generaciones de parientes suyos, que originalmente habían llegado de Alemania, habían ido construyendo sus moradas. Eran espartanas, pero tenían unas magníficas vistas al valle. Muretes de piedra separaban los prados donde pacían las vacas, cuya cría era el recurso principal de la zona porque la tierra era mala para la agricultura, había demasiada piedra y demasiadas cuestas. Sonia y sus hermanas crecieron frente al espectáculo sublime del valle de Lusiana, que cambiaba de color según las estaciones. Todas las tonalidades y matices de verdes y pardos desfilaban ante sus ojos, del color esmeralda de los árboles en primavera al amarillo de los campos en verano, pasando por el cobrizo del otoño y el blanco del invierno. Para los niños, la primera nevada del año era como una gran fiesta que celebraban con júbilo; jugaban a hacer muñecos de nieve y a tirarse bolas por las calles blancas. Pero a Sonia la mezcla de ejercicio físico y frío le provocaba una fatiga en el pecho que la obligaba a volver pronto a casa. Le gustaba refugiarse al calor de la estufa de hierro fundido de la cocina, mientras el viento silbaba por las rendijas de las ventanas.
Los domingos por la mañana, el tintineo de los cencerros de las vacas se mezclaba con las campanadas de la iglesia, mientras la familia endomingada se dirigía a la misa que nunca se saltaban. Rezaban para que Stefano encontrara trabajo, para que el asma de Sonia remitiese, para que la situación general mejorase, para que las niñas tuvieran todo lo necesario y se criaran sanas y felices. A principios de los cincuenta, Stefano acabó encontrando trabajo, pero no en su pueblo, sino del otro lado de las montañas, en Suiza. Su experiencia como albañil y su seriedad le valieron ser contratado varias temporadas. Se iba un mínimo de dos meses y regresaba con los bolsillos llenos de liras que duraban menos de lo que hubiera esperado.
En 1956, Stefano tomó la decisión de emigrar, como lo estaban haciendo sus tres hermanos y tantos paisanos. El polo industrial turinés, que había crecido alrededor de la Fiat, actuaba de imán para millones de italianos que querían huir de la pobreza del campo. Los Maino cruzaron en tren todo el norte de Italia y se instalaron en Orbassano, un pueblo industrial a las afueras de Turín.
Así lo hicieron porque Giovanni, uno de los hermanos de Stefano, al que llamaban «el Moro» por el color cetrino de su piel, se había casado con una chica de un pueblo cercano y aseguraba que el boom de la construcción necesitaba muchos brazos. Además Stefano conocía la región porque en los años treinta había trabajado de obrero para el ejército en la rehabilitación de fuertes militares en la frontera con Francia, en los Alpes. Le gustaban los piamonteses, quizás porque también eran montañeses; gente directa, franca, que no pierde el tiempo en contemplaciones.
Trabajo, trabajo y trabajo, ésa era la receta de Stefano para prosperar rápidamente. No hacía otra cosa, no se le conocían hobbies ni era aficionado a los deportes, aunque le gustaba ir al bar de Pier Luigi a ver en la televisión las finales del Juventus. A ese mismo bar acudía asiduamente su hija Sonia, porque Pier Luigi vendía los mejores helados de la zona. «Era molto vivace, molto biricchina», diría de la niña.
Cuando llegó a Orbassano, Stefano ya era oficial y de allí pasó a montar su propia empresa de construcción inmobiliaria. Empezó con reformas, luego construyó chalets, pequeños palazzi y más adelante casas adosadas. «Era un hombre muy recto», decía de él su amigo Danilo Quadri, un mecánico que le reparaba las averías de sus hormigoneras y demás maquinaria y que acabó convirtiéndose en su gran amigo. Todos los días se veían a la hora del café en el Bar de Nino, en la plaza frente al Ayuntamiento, un edificio de dos plantas con soportales, un reloj en la fachada y una bandera italiana en el balcón. Al lado estaba la iglesia de San Juan Bautista, con su torreón característico y sus tejaditos picudos color turquesa, donde acudían a misa los domingos con sus respectivas familias. Stefano era un hombre de horarios fijos, amante de la rutina. Después de su cita diaria con su amigo Danilo, regresaba andando a casa por la Via Frejus, flanqueada de edificios sin gracia ni estilo donde un bloque de pisos surgía junto a una villa antigua en una mezcla muy característica del urbanismo popular de la posguerra. Su casa se encontraba en el número 14 de la Via Bellini, a una distancia de aproximadamente kilómetro y medio de la plaza del pueblo. Aquella villa de tres pisos rodeada de un pequeño jardín había sido el sueño de su vida. Cuando hubo saldado las deudas contraídas al empezar su negocio, buscó un solar a buen precio que estuviera cerca de la estación del trenino y de la de autobuses y lo compró a toca teja. Stefano levantó su casa en tiempo récord, con la típica tavernetta que ocupaba toda la planta baja. No había una casa que se preciase que no tuviera su tavernetta, muy cuidada, con su barra, su bar, su chimenea, que los padres utilizaban para reunirse con amigos o para celebrar aniversarios, y los hijos para sus guateques. Hizo la casa grande con idea de repartirla entre sus hijas cuando fuesen mayores. Aparte del trabajo, la familia era un valor fundamental en la vida de Stefano Maino, como buen italiano. Y, por supuesto, la religión. Valores todos que compartía con su mujer Paola, y que se esforzaban en transmitir a las niñas.
Sonia tenía diez años cuando llegó a Orbassano. El cambio de una aldea de montaña a un suburbio de una gran ciudad como Turín fue impactante. Era una vida mucho más fácil, más entretenida, que ofrecía posibilidades infinitas. La única sombra en esa nueva vida tenía que ver con su origen. Eran unas paesane, como se llama despectivamente a los inmigrantes del campo en el norte de Italia. Un estigma que les hizo sentirse menos que los demás y que les creó un complejo que les duraría toda la vida. En la aldea nunca se habían sentido diferentes; aquí sí, sobre todo al principio, en el colegio, donde otras niñas las trataban de paesane por vestir a la antigua o con ropa «de pueblo». Orbassano no era ajena al ambiente clasista de Turín, una ciudad conservadora donde se almuerza a las doce, se toma el capuccino a las cinco en grandes pastelerías de estilo art déco y se cena a las siete de la tarde. Donde las señoras van siempre muy repeinadas, y los señores visten a la última. Donde el obrero quiere vivir como el patrón y lo imita, el patrón como los ricos burgueses de los que quiere formar parte, y los burgueses como los aristócratas a los que secretamente admiran. En aquella época, no existían veleidades de rebelión; nadie quería colgar al jefe, todos querían ser como él. La prosperidad parecía no tener fin y permitía que todos persiguiesen su sueño de movilidad social. Poco a poco y a medida que el padre prosperaba, el estatus social de la familia Maino fue elevándose. De hijas de «pastor de vacas y albañil», las niñas pasaron a ser a hijas de un constructor que vivía desahogadamente. De hijas de campesino inmigrante a hijas de empresario. Paola, la madre, una mujer más sensible al entorno social que su marido, en seguida captó los gustos de la burguesía turinesa -el estilo de vestir, los ademanes, etc… -, y los transmitió a sus hijas, que rápidamente se hicieron unas «señoritas». Nunca hasta el punto de que ellas renegasen de sus orígenes, eran demasiado honradas para eso. Pero siempre supieron que nunca alcanzarían el estatus de los turineses de pura cepa porque no habían nacido allí.
Después de terminar la primaria en el colegio de chicas del pueblo de Sangano, Sonia hubiera querido continuar sus estudios en la escuela de Orbassano, pero su padre se opuso. «Nada de escuela pública para mis hijas. Para ellas, siempre lo mejor.» Lo mejor, según los Maino, era el colegio de las hermanas de María Auxiliadora en Giaveno, una bella ciudad medieval a unos veinte kilómetros de casa, conocido lugar de esparcimiento de muchos turineses. Allí tendrían la posibilidad de mezclarse con niñas de un «mejor ambiente» que en la escuela pública de Orbassano. Aparte de que valoraban mucho la educación religiosa, también querían quitarse el sambenito de paesane. De modo que dejaban a las niñas los lunes por la mañana y las recogían los viernes. No era un internado duro, al contrario, estaba lleno de monjas salesianas amables que en seguida tomaron afecto a Sonia. «La mayor tenía mucho genio y era difícil, pero Sonia era la bondad misma», diría de ella la hermana Domenica Rosso, quien fue asignada su tutora. «Che bel carattere, sempre gioviale», recuerda la hermana Giovanna Negri, antes de añadir: «Estudiaba para salir del paso, pero era risueña y siempre muy servicial.» Sonia mostraba ya una cualidad que se revelaría de gran importancia en su edad adulta: era conciliadora. «Tenía un talento especial para que dos compañeras que se peleaban dejasen de hacerlo, o para poner de acuerdo a un grupo y hacer una actividad en común. Era una chica muy serena, desde pequeña, quizás a causa de su problema, que la hizo madurar antes de tiempo…» El problema al que se refería la hermana Giovanna era el asma. Recuerda que los ataques de tos eran de tal intensidad que tuvieron que acomodarla en una habitación individual. Era la única interna que dormía sola, y lo hacía con las ventanas abiertas hasta en invierno, a pesar del viento glacial que soplaba de los Alpes. El internado, que contaba con doscientas alumnas, estaba en una loma que dominaba la ciudad: las torres de sus iglesias medievales emergían entre un mosaico de tejados antiguos, y del otro lado del río había un gran risco cuya cima solía estar cubierta de nieve. Cuando los ataques de tos cedían, Sonia, bajo su edredón de plumas, se quedaba mirando esa montaña, levemente iluminada por el reflejo de las luces de la ciudad y que le recordaba a su Lusiana natal.
Sonia aprendió a esquiar, como todos los piamonteses, para quienes el esquí es el rey de los deportes. Pero nunca fue una gran aficionada, como no lo fue a ningún deporte, porque temía que el ejercicio desencadenase un ataque de asma. Para compensar, a lo que sí se aficionó mucho fue a la lectura, una pasión que le duraría toda la vida. Al principio, como era de rigor en los colegios católicos leía las vidas de los santos. Sobre todo le gustaban las historias de los misioneros que lo daban todo por los pobres en países lejanos. Ser misionera le parecía una vida heroica, llena de sentido, porque había que entregarse a los demás, y excitante, porque estaba llena de aventura. Las monjas del internado proyectaban regularmente películas que contaban las grandes gestas y mitos del cristianismo -como la vida de San Francisco de Asís, por ejemplo- y que dejaban a las niñas, sobre todo a Sonia, petrificadas de emoción. Pero el placer de los libros duraba más que el de las películas, y podía releerlos y recrearse al tiempo que aprendía de las experiencias y de los pensamientos de los personajes. La lectura le abría las puertas al mundo. Gracias a ella, y a su curiosidad innata, la adolescente Sonia desarrolló un sentimiento que las monjas llamaban amor mundi, amor del mundo según la exquisita descripción que había hecho de ello San Agustín.
En las clases tuvo que aprenderse la vida de los grandes héroes de la historia moderna de su país como el filósofo y político Mazzini, que contribuyó a que Italia fuese una república democrática; o las andanzas del peculiar Garibaldi, idealista y guerrero que peleó por la unificación del país. Aprendió sobre el Risorgiraento, el movimiento nacionalista del siglo XIX, pero del resto del mundo las monjas enseñaban poco. Por ejemplo, de la India, de su lucha por la independencia y de su irrupción como un Estado moderno ni siquiera oyó hablar. La vaga figura de Gandhi le sonaba algo, pero tampoco hubiera podido decir de quién se trataba, como la gran mayoría de estudiantes no sólo italianos, sino europeos. Nehru, en cambio, le era más familiar. La silueta de ese hombre elegante, tocado con su característica gorra, la vislumbró alguna vez de camino a la cama, ya con el camisón puesto, en el noticiero nocturno que sus padres veían en la televisión.
De todas maneras, a Sonia la historia no le interesaba particularmente, como tampoco las materias científicas, o las que tuvieran que ver con la política. De siempre le gustaron los idiomas, para los cuales tenía una cierta facilidad. Su padre le había animado a aprender ruso y le había pagado un profesor particular. Sonia lo entendía y lo hablaba, aunque le costaba leerlo. También aprendió francés, en casa. Además los idiomas servían para viajar, para conocer otra gente, otras costumbres, otros mundos, para descubrir esos lugares que había podido avistar en las vidas de los misioneros.
Más tarde, cuando hubo dejado el internado de Giaveno y se matriculó en un instituto de Turín para hacer el preuniversitario, sus sueños infantiles se fueron transformando. Se fueron adaptando a la realidad. La idea de ser azafata de Alitalia, de ganarse la vida viajando por el mundo, llegó a seducirla. No requería un esfuerzo excesivo y, cuando hubiera terminado el bachillerato, cumpliría con casi todos los requisitos; era bien parecida, de buenos modales, medía lo que tenía que medir, sabía ruso y francés, lo tenía todo… Sólo le faltaba perfeccionar su inglés.
– Papá, quiero ir a Inglaterra a aprender bien inglés…
– Ni hablar.
A Stefano, la idea de que su hija viviese entre aviones y hoteles de acá para allá no le hacía la más mínima gracia, y tampoco le parecía algo serio. Si quería aprender inglés, ya le pagaba clases en una academia, no necesitaba marcharse de casa. ¿Acaso no había aprendido ruso con un profesor particular? ¿Acaso no había aprendido francés sin ir jamás a Francia? Sonia, que conocía bien la testarudez de su padre, evitaba enfrentarse a él, pero en el fondo era igual de cabezona cuando estaba convencida de lo que quería. De casta le viene al galgo…
Así que se granjeó el apoyo de su madre y mientras terminaba sus estudios, trabajaba esporádicamente en Fieratorino, la organización encargada de los congresos y las ferias industriales, como el famoso Salón del Automóvil Sonia hizo sus pinitos de azafata, y hasta de intérprete de ruso en un campeonato de golf. Le gustaba el contacto con gente diversa. La misma curiosidad que sentía hacia los idiomas la sentía hacia la cultura y el espíritu de la gente que los hablaba. El mundo era definitivamente mayor que la pequeña Orbassano, yesos trabajitos le ensanchaban el horizonte. Poco a poco, su sueño de ser azafata se fue transformando en el de ser profesora de idiomas o, mejor aún, intérprete en algún organismo internacional como las Naciones Unidas.
Como buen montañés, Stefano era autoritario y rígido, pero no tan terco como para no darse cuenta de las necesidades de sus hijas. Estaba atrapado en un dilema común a la gente de su generación: por una parte sentía la necesidad de tenerlas bajo control y de educarlas a la manera tradicional (las chicas podían hacer ciertas cosas; los chicos, en cambio, podían hacer todo lo que quisieran) y por otra veía que los tiempos cambiaban y que ya no se trataba de esperar a que encontrasen marido. y aun así, mejor que fuesen económicamente independientes para no tener que vivir bajo la férula de un hombre. De modo que ante la presión de su mujer que estaba empeñada en que sus hijas tuvieran una profesión, transigió, y aceptó hacerse cargo del viaje y de los estudios de Sonia en Inglaterra. Pero no estaban dispuestos a que su hija fuese de au pair a vivir con cualquier familia en una ciudad cualquiera. Eligieron Cambridge, cuna de una de las más prestigiosas universidades y colleges. En la edad en la que estaba Sonia, más valía rodearla del mejor ambiente posible… Ella se lo agradeció abrazándole y besándole como cuando era pequeña, buscando las cosquillas de su bigote.
El 7 de enero de 1965, se despidió de sus hermanas y dio un fuerte achuchón a Stalin, el viejo perro que había sido su compañero de juegos durante toda su infancia. Sus padres la acompañaron hasta el aeropuerto de Milán, a una oretta de distancia. La neblina de la mañana dio paso a un día soleado y frío. Sonia se debatía entre la excitación de viajar sola por primera vez y el miedo a lo desconocido. Tenía dieciocho años y la vida por delante. Una vida que ni en sus sueños más descabellados hubiera podido imaginar.
«Para ellas, siempre lo mejor…» Stefano nunca escatimó con sus hijas. La Lennox Cook School era una de las mejores y más caras escuelas de idiomas de Cambridge, situada en una bonita calle un poco apartada del centro. Presumía de haber tenido al famoso escritor E. M. Foster entre sus profesores de literatura, aunque en aquellos años era demasiado mayor y sólo iba esporádicamente a dar alguna charla. Por el precio de la matrícula, la escuela se encargaba también de buscar una familia inglesa a cada estudiante que lo solicitase, para que pudiese vivir como huésped de pago.
Comparado con el de Turín, el clima de Cambridge le pareció a Sonia deprimente: el frío congelaba los huesos a causa de la humedad, caía un chirimiri constante y se hacía de noche a las cuatro de la tarde. Además era un frío penetrante porque, para ahorrar, los radiadores de la casa se mantenían apagados la mayor parte del día. Para su sorpresa, el de su habitación funcionaba sólo con monedas. Había pensado que vivir en el seno de una familia inglesa sería como hacerlo con cualquier familia italiana, donde todo se compartía. Pero eso era desconocer las costumbres locales. Ser huésped de pago era un negocio más y, como tal, todo se contabilizaba. Descubrió horrorizada que tenía que pagar cada vez que quería darse un baño y que le iba a salir caro mantener el nivel de higiene diaria al que estaba acostumbrada. Pero lo peor eran las comidas. Nunca había comido col hervida ni carne con mermelada ni tortilla de patatas acompañada de… patatas. Levantarse por la mañana y encontrarse frente a una tostada con judías blancas en salsa de tomate le cortaba el apetito. Y la tostada con espaguetis blandos y pegajosos que le dieron un día le pareció una broma de mal gusto, aunque al ver que los demás le hincaban el diente con fruición, se dio cuenta de que así eran las cosas en ese país tan raro. A esto se sumaba la dificultad que tenía de expresarse: era incapaz de sostener una conversación fluida con la familia de acogida. En realidad, sabía menos inglés de lo que se había imaginado.
Al principio, pensó que nunca se acostumbraría. Su timidez constituía un obstáculo para relacionarse. Evitaba verse con otros italianos porque estaba allí para estudiar y no para divertirse. Los primeros días se dedicó a descubrir la ciudad. La iglesia gótica del King's College y el río lleno de bateas con turistas eran dos de sus lugares preferidos. Pero había muchos sitios interesantes como la capilla del Trinity College con sus estatuas y placas en honor a los grandes personajes que habían estudiado o investigado allí, como Isaac Newton, Lord Byron o el propio Nehru; el «puente matemático», el primer puente en el mundo diseñado según el análisis de las fuerzas matemáticas que actúan sobre su estructura… No le pareció extraño que Cambridge fuese considerada una de las ciudades más bellas de Inglaterra, pero eso no dejaba de ser un pobre consuelo a su soledad. A la salida de clase solía deambular por las calles del centro. De vez en cuando entraba en una de las numerosas librerías, sobre todo en las que tenían prensa extranjera, para hojear alguna revista o periódico italianos. Ese fugaz contacto con su país era como un bálsamo. Sentía tanta nostalgia, echaba tanto de menos a los suyos, que al regresar a su cuarto gélido se le caía el alma a los pies. Pero ¿por qué demonios se me habrá antojado venir a estudiar a un sitio así?, se preguntaba mientras daba una fuerte calada a su inhalador.
Por muy tímida que fuese, era imposible no hacer amigos a los dieciocho años en un lugar como Cambridge, donde uno de cada cinco habitantes era estudiante. Los había de todas las nacionalidades y todas las razas y se dedicaban a todo tipo de actividades durante su tiempo libre, desde el deporte al arte dramático, pasando por escuchar música en vivo o ir de pícnic al Orchard Tea Garden, unos jardines en un paraje idílico que parecía sacado de una novela de Thomas Hardy y cuya cafetería servía una deliciosa tarta de queso. Son ellos los que habían impreso a la ciudad ese ambiente cosmopolita, divertido y a la vez interesante, por el que Cambridge era mundialmente conocida, y muchos eran como Sonia, es decir extranjeros sin familia ni amigos. Se necesitaban los unos a los otros.
Fue un chico alemán quien le habló por primera vez de un restaurante donde se comía decentemente. Christian von Stieglitz era un estudiante de Derecho Internacional en el Christ's College, un chico alto, bien parecido, con ojos de un azul intenso y mirada pícara. Medio inglés medio alemán, hablaba varios idiomas, aunque sentía predilección por el italiano y el francés. y por las italianas y las francesas, de modo que… ¡qué mejor manera de unir lo útil a lo agradable que pululando por las escuelas de idiomas, llenas de guapas estudiantes! Así fue como conoció a Sonia, y la convenció para que probase el único lugar en Cambridge donde se comía decentemente. No era muy caro, y tampoco estaba lejos de la escuela. El Varsity era conocido por ser el restaurante más antiguo de la ciudad y se jactaba de haber tenido como ilustres comensales al príncipe Faisal y al duque de Edimburgo en su época de estudiantes. Diez años antes había sido comprado por una familia grecochipriota y desde entonces ofrecía platos mediterráneos a su numerosa clientela, que incluía tanto profesores como alumnos. Se encontraba en un edificio antiguo de fachada de ladrillo visto pintada de blanco con dos grandes ventanas a cuadritos en el piso superior. Estaba anunciado por un rótulo discreto de letras negras. Era un local estrecho y desde los ventanales que daban a la calle se podían ver los edificios del Emmanuel College, otra institución con mucha solera donde había estudiado el mismísimo señor Harvard, y que le sirvió de inspiración para fundar la universidad que lleva su nombre cerca de Bastan.
Para Sonia fue una auténtica revelación, y un consuelo para su pobre estómago. Era lo más cercano a la comida casera que había probado desde que había llegado a la ciudad. Así que pronto se aficionó a los mezze, los aperitivos que incluían mojar pan en tarama, una crema hecha a base de huevas de pescado y limón, los pinchos de carne asados a la parrilla de carbón o la especialidad de la casa, el cordero al horno que se derretía en la boca como si fuese mantequilla. Además le gustaba el ambiente. Uno podía ir solo a comer al Varsity y no sentirse solo. Más de una vez debió cruzarse con un personaje que cojeaba un poco por aquel entonces y siempre iba cargado de libros. Desarrollaba investigaciones sobre cosmología en la universidad y años más tarde su nombre daría la vuelta al mundo. Se llamaba Stephen Hawking y también era asiduo del Varsity.
Otro personaje que acudía allí saltaría a la fama mundial, pero por otras razones. Sonia se había fijado en él varias veces porque ocupaba, junto a un grupo de estudiantes bullangueros, una mesa larga próxima a la suya. «Uno de aquellos chicos destacaba por su aspecto y por sus modales -contaría Sonia-. No era tan escandaloso como los demás, era más reservado, más amable. Tenía grandes ojos negros y una sonrisa maravillosa, inocente y desconcertante a la vez.»
Unos días más tarde, mientras Sonia estaba almorzando con una amiga suiza en una mesa en una esquina del piso de arriba, le vio acercarse, acompañado de Christian van Stieglitz, su amigo alemán. Después del habitual intercambio de saludos y bromas, el europeo le dijo:
– Mira, te presento a mi compañero de piso, es de la India, se llama Rajiv…
Se dieron la mano: «A medida que nuestras miradas se cruzaban por primera vez -diría Sonia- sentía latir mi corazón.» Rajiv la había estado observando durante todo el almuerzo, cautivado por su belleza serena.
– ¿Te gusta? -le había preguntado Christian-. Es italiana, la conozco…
– Pues preséntamela.
El alemán estaba sorprendido porque Rajiv no era especialmente ligón ni mujeriego, sino más bien distante y apocado. «La primera vez que la vi -contaría Rajiv-, supe que era la mujer de mi vida.»
Esa misma tarde decidieron ir los cuatro a Ely, un pueblo a veinte kilómetros de Cambridge conocido por su soberbia catedral románica erigida dentro de los muros de un monasterio benedictino. Se desplazaron en el viejo Volskwagen azul de Christian, cuyo techo parecía picado de viruela. El responsable de ello había sido Rajiv, que había dado dos vueltas de campana un día en que había salido a dar una vuelta. Conducir era una de sus pasiones. Como no tenían dinero para llevarlo a un taller de chapa y pintura, para arreglarlo tuvieron que meterse dentro del vehículo y enderezar el techo a patadas. Por lo demás, el Escarabajo era el sueño de todo estudiante porque suponía tener un medio de transporte privado para salir de la rutina y descubrir el país a su antojo.
El paseo a Ely no tuvo nada de extraordinario, sin embargo fue el más especial de los que Rajiv y Sonia hicieron juntos en toda su vida. El que nunca olvidarían. Era una tarde sin lluvia, y parecía que los rayos de sol acariciaban el musgo de los muros e iluminaban los tejados de pizarra negros y brillantes por la humedad. Ely era un maravilloso pueblo conocido por albergar el mayor conjunto de edificios medievales todavía en uso en toda Inglaterra, Un lugar mágico, donde era fácil perderse entre las casas viejas y los jardines antiguos, donde disfrutaron de unas vistas espectaculares sobre la campiña inglesa desde lo alto de los torreones. Christian, que lo conocía bien, hacía de cicerone y les mostraba los rincones más bonitos y románticos, como un mago sacando prodigios de su chistera. Fue una tarde tranquila, en la que Rajiv y Sonia hablaron poco, dejándose mecer por un sentimiento de plenitud que parecía sobrepasarles. «El amor de Rajiv y Sonia empezó allí mismo, en los jardines de la catedral, y en ese preciso instante. Fue algo inmediato. Nunca vi a dos seres conectar de esa forma, y para siempre. Desde ese momento hasta el día de su muerte se hicieron inseparables», recordaría Christian más tarde.
¿Puede el amor surgir de una manera tan instantánea, insolente casi? Cuando Rajiv le cogió la mano mientras paseaban a la sombra de los muros vetustos de la catedral, Sonia no tuvo fuerzas para retirarla. Pensó en hacerlo, pero no lo hizo. Esa mano cálida y suave le transmitía una seguridad y, ¿por qué no decirlo?, un placer inmenso y profundo. Como si toda su vida hubiera estado esperando ese contacto envolvente. No pudo retirarla, aunque su conciencia le indicaba que debía hacerlo.
En los días siguientes, intentó luchar contra ese sentimiento que le ponía el corazón al galope y que le provocaba cierta ansiedad porque era incontrolable. Se empeñaba en dominarlo, en no dejarse consumir por ese fuego que la sonrisa de Rajiv había encendido en su interior. Las mujeres no ceden ante los intentos de seducción del primero que llega, eso le habían enseñado desde la ll1ás tierna infancia. Y ella había cedido, aunque sólo fuese dándole la mano, paseando como si fuesen novios de toda la vida. ¿No había que contenerse, disimular los sentimientos, poner los pretendientes a prueba? Pero todo lo que se suponía que debía hacer se estrellaba contra aquella sonrisa, esa mirada de ojos aterciopelados, esa voz tierna que se quebraba porque Rajiv era casi tan tímido como ella.
– ¿Quieres venir esta tarde al Orchard?
– No, gracias, hoy no -respondió ella con un nudo en la garganta, sin poder apartar su mirada de los ojos de él.
– Es sólo un rato, y volveremos pronto…
Ella negó de nuevo, esta vez con la cabeza, y sonrió como para no desanimarle, porque en el fondo estaba deseando decir que sí. Rajiv no insistió, se quedó allí plantado, sin saber qué cara poner ni qué hacer con sus manos, como un niño vergonzoso que no sabe cómo encajar una negativa. No era el prototipo del pretendiente italiano, más bien al contrario. Era un poco patoso con las chicas, pero eso, en lugar de disminuirlo, aumentaba su encanto. Rajiv carecía de malicia y de vulgaridad; la verborrea no era lo suyo. Era un chico serio, y su sonrisa parecía franca. Pero para Sonia siempre existía la duda… ¿Y si quiere aprovecharse de mí?
Durante una temporada ella decidió no ir más al Varsity para no caer en la tentación de encontrárselo de nuevo. Mejor cortar por lo sano. Pero entonces su vida volvía a ser tan gris como antes, una vida sin sabor… ni color. ¿Esa atracción hacia ese chico, será por no estar sola?, se preguntaba en su gélida habitación mientras hincaba el diente a una manzana. ¿Cómo puede ser un sentimiento auténtico, si casi no hemos hablado? ¿Cómo se puede querer lo que no se conoce? Todas estas preguntas se agolpaban en su mente mientras intentaba convencerse de que no, no podía ser, su imaginación le estaba jugando una mala pasada, no sentía nada por aquel chico. Luego, en momentos de lucidez, se daba cuenta de que él debía ser muy distinto de ella en todo. Era de otro país… ¡Y de qué país! Ni de Europa ni de Estados Unidos, sino de un lugar distante y exótico del que ella no sabía casi nada… ¡Un indio, nada menos! De otra raza, con la piel un poco cetrina y que seguramente profesaba otra religión, que habría sido criado con otras costumbres, casi medievales… ¡Sería una locura enamorarme de alguien así!, se decía entonces. ¿No estaba el mundo lleno de historias de indios o africanos colados por europeas que) una vez las consiguen y las llevan a sus países, acaban de esclavas? Ella se veía de pronto como el capricho pasajero de un príncipe oriental, o algo por el estilo. Entonces por un momento se olvidaba de todo y volvía a ser ella misma, una estudiante italiana perdida en Cambridge, deseando que llegasen las vacaciones para volver a casa y acabar con el vértigo de la soledad y la incertidumbre que, sin saberlo, la estaba convirtiendo en adulta.
Pero el recuerdo de aquella sonrisa no desaparecía con la mera voluntad de borrarlo, como si bastase con apretar un botón para dar órdenes al corazón. La sonrisa de Rajiv se colaba por los entresijos de su mente y, en un despiste, volvía a ocupar un lugar central en su imaginación. Como era mucho más agradable dejarse llevar por la ensoñación que estar luchando contra el dictado del corazón, acababa por dar rienda suelta a sus divagaciones… ¿Qué tenía esa sonrisa que la seducía tanto? ¿Era el refinamiento de sus modales y su manera de expresarse lo que le llegaba al corazón? ¿Era su compostura de príncipe oriental? Rajiv hablaba con el mejor acento inglés, como si hubiera vivido toda su vida en Cambridge. Era cortés y galante, un poco a la antigua, cualidades que escaseaban entre los demás estudiantes. Christian, que le conocía desde hacía ya varios meses, acababa de enterarse de que era nieto del que fuera primer ministro de la India, y eso es algo que impresiona, o por lo menos azuza la curiosidad casi tanto como el hecho de que Rajiv no lo hubiese mencionado antes. A quien le preguntaba, Rajiv explicaba que su apellido no tenía relación alguna con el del Mahatma Gandhi, pero se abstenía de comunicar su parentesco con Nehru. Precisamente de lo que más disfrutaba en Inglaterra era de la tranquilidad que le proporcionaba vivir de manera anónima. Toda su vida en la India había sido el nieto del primer gobernante de la India independiente, un icono venerado por millones de personas. Ahora que podía ser él mismo, quería disfrutarlo al máximo.
A pesar de ser quien era, no tenía dinero para salir. Hubiera querido invitarla a uno de los escasos clubes nocturnos donde se podía escuchar música en vivo y que se llamaba Les Fleurs du Mal, pero el presupuesto no le alcanzaba para tanto. A Christian le sorprendía la diferencia abismal que había entre los dos grandes grupos de estudiantes asiáticos en Cambridge, los pakistaníes y los indios. Los primeros solían tener mucho dinero y lo derrochaban, pero los indios estaban todos en las últimas. La razón se debía a la restricción impuesta por el gobierno indio a sus ciudadanos para limitar la compra de divisas, no pudiendo cambiar más de 650 libras cada vez que salían de viaje. «La belleza de Cambridge -recordaría Christian- es que era un gran nivelador de clases sociales y económicas.»
La vida nocturna era prácticamente inexistente porque cerraban las puertas de los colleges a las once. Había que salir de día, y las distracciones eran muy sencillas: pasear, ir en batea por el río Cam, pasar la tarde en los digs de uno u otro… La segunda vez que Rajiv le propuso salir, ella aceptó, y estuvieron escuchando música en el minúsculo alojamiento de estudiantes que compartía con Christian y que estaba a rebosar de amigos y de discos. Sonia acabó esa tarde con la certeza de que Rajiv la quería de verdad. Daba hasta pena verlo tan enamorado y tan impotente para expresar sus sentimientos. Sonia percibió que él era presa de un torrente de sentimientos que le revolvían por dentro tanto como a ella. Ese día no habían cogido las bicicletas porque llovía, de modo que él la acompañó andando a su casa, un buen trecho, porque ella vivía más cerca del centro. Estaban tan ensimismados en su conversación que se perdieron por la ciudad desierta mientras él le abría su corazón. Confesó que le encantaba vivir en Inglaterra porque aquí se sentía libre por primera vez en su vida. Le contó que desde niño había vivido escoltado por guardias de seguridad en la casa del centro de Nueva Delhi donde su abuelo ejercía de primer ministro. Le contó lo mucho que le disgustaba ser reconocido como hijo de la familia a la que pertenecía, porque cercenaba sus movimientos y su libertad, porque nunca sabía quiénes eran de verdad sus amigos, ya que la gente se le acercaba con segundas intenciones por su proximidad al poder. Le habló de la sensación tan placentera que experimentó la primera vez que condujo el viejo Volkswagen de Christian y que le hizo sentirse libre como nunca antes. También le habló de la muerte de su padre, ocurrida cuatro años atrás. De la de su abuelo el año anterior, que le dolió aún más porque le quería como a otro padre. «Sí-dijo Sonia tímidamente-, de eso me acuerdo.» Sonia recordaba vagamente haber visto el año anterior en los noticieros de la televisión imágenes de los funerales de Nehru, grandiosos, solemnes y tristes.
Rajiv le hablaba de todo un poco, mezclándolo todo, volcando en desorden recuerdos con deseos, añoranzas con esperanzas, anhelos con pesares. Sonia entendió que, más allá de la diferencia de raza o de nacionalidad, ese chico pertenecía a un mundo al que ella nunca había tenido acceso, ni siquiera mero conocimiento. Más que el hecho de ser de la India, lo que más le separaba de él era la órbita en la que él giraba, tan lejos de la vida de clase media de una italiana de Orbassano como la Tierra de la luna. Todo les separaba, y sin embargo, y quizás por eso mismo, la atracción mutua era todavía más fuerte. Ella simbolizaba para él todo lo que ansiaba: tener una vida normal. No era india, no era inglesa, no era identificable en ningún peldaño de la jerarquía social. Ella representaba el anonimato de la clase Inedia; en otras palabras, la libertad, que es lo que más podía desear un chico de veintiún años que había crecido en una jaula dorada.
Le contó su pasión por la fotografía, por músicos de jazz como Stan Getz, Zoot Sims y Jimmy Smith, aunque también apreciaba a los Beatles y a Beethoven. Pero su auténtica pasión era volar, y había surgido a los catorce años, el día en que su abuelo Nehru le llevó a dar una vuelta en planeador: «El sonido del viento, la sensación de total libertad, la impresión de que estás fuera de todo… es algo fantástico. Me enganché para siempre.» y la belleza de volar sobre las llanuras del norte de la India, con sus ríos sinuosos, sus pueblecitos rodeados de campos verdes y pardos donde el más mínimo pedazo de tierra está cultivado… A raíz de esa experiencia se hizo miembro del Aeroclub de Delhi y cada vez que volvía de vacaciones, salía en planeador a darse una vuelta y a olvidarse del mundo. Ahora tenía ganas de probar el vuelo con motor y jugaba con la idea de hacerse piloto.
A Sonia, este chico le abría las puertas de un mundo desconocido y que brillaba como las estrellas en el firmamento. Era un chico cálido, práctico y a la vez un poco soñador, y sobre todo le inspiraba confianza. Hablaba con total naturalidad, y no presumía de nada porque no lo necesitaba. Era lo contrario de un fanfarrón, lo contrario del típico ligón italiano que tan bien conocía. Caminando junto a él, le parecía de pronto que esas calles no eran las de siempre, que estaba en otra ciudad mucho más bonita que la que había conocido hasta entonces. Rajiv la hacía soñar, la sacaba de su concha, le hacía olvidarse de sí misma y de la nostalgia que había sentido hasta entonces. Esa noche al dejarla en su casa él se le declaró a su manera un poco torpe, diciéndole que era la primera chica que le había gustado de verdad, y que esperaba que fuese la única. Lo dijo con tanto candor que era difícil no creerle.
Pero aun así, Sonia siguió luchando por quitárselo de la mente, porque era testaruda y porque su corazón oscilaba como un péndulo, desgarrado entre la razón y el deseo. Presa de un torbellino de sentimientos contradictorios, sentía vértigo como si se encontrase frente a un precipicio, titubeando, con miedo a caer. ¿Qué pinto yo en el mundo de ese chico? ¿Qué tengo yo que ver con un niño mimado al que su célebre abuelo paseaba en planeador? ¿Por qué me dejo deslumbrar? Sonia se jactaba de tener los pies en la tierra, y los tenía. Pero cuanto más se obsesionaba, más distante se mostraba con él, y esa aparente frialdad era para él un acicate aún mayor para seducirla. La realidad era que pensaba en él día y noche, como si se hubiera convertido en su propio aliento. Cuando no estaba con él, buscaba la compañía de las chicas de su clase con el solo fin de hablar de él y de su encanto arrebatador. El sentimiento que la embargaba le sirvió de estímulo para aprender inglés más rápidamente y mejor, tal era la necesidad de estar a la altura, de no perderse los matices de la conversación con Rajiv y sus amigas. ¡No hay como el amor para aprender bien un idioma!, se dijo sorprendida al notar que de repente entendía una conversación, un noticiero, un artículo en el periódico.
Pero era agotador vivir siempre a la contra, cuestionar esa atracción que la llenaba de esperanza y, un momento después, de dudas y temores. Cansada de ese vaivén que la llevaba de la euforia a la melancolía, un día dejó de luchar y se abandonó en sus brazos, cuando todavía retumbaba en sus oídos la música de Gerry Mulligan desde el interior de un bar de la concurrida Sydney Street.
Del brazo de Rajiv, la vida adquiría otro tono, otro sabor. Los paseos por el río en una batea que llevaba él como un auténtico gondolero por detrás de los colleges, las vistas desde lo alto de la iglesia de St. Mary que disfrutaban sentados en el césped y comiendo un sándwich, el olor de los parques después de la lluvia… Lo más anodino cobraba un relieve inesperado. "Alguna noche acudieron a Les Fleurs du Mal a escuchar música en vivo y a bailar twist, el ritmo que hacía furor en la época y que Sonia bailaba muy bien. Cambridge era de pronto la ciudad más romántica del mundo, y ya no quería estar en ningún otro lugar para disfrutar del presente. Un presente que consistía en verse todos los días, ir en bicicleta de casa de uno a casa del otro, ir de pícnic, hacer planes de fin de semana… Rajiv era muy aficionado a la fotografía y pronto él, su cámara Minox y Sonia formaron un trío inseparable; había encontrado a su musa perfecta y no paraba de retratarla. El romance alcanzó tal intensidad que el dueño del Varsity, Charles Antoni, dijo que nunca había visto «una pareja tan enamorada… parecía de novela».
El presente también era viajar en el Volkswagen Escarabajo que Rajiv terminó comprando a su amigo por un puñado de libras. Recorrieron la campiña inglesa, visitaron Londres y disfrutaron de una libertad que en ese momento parecía no tener fin. Cuando se les rompió el parabrisas, seguían usando el coche pero envueltos en mantas.
Rajiv vivía como cualquier estudiante inglés, trabajando en sus vacaciones para conseguir dinero extra. Había sido vendedor de helados, otro año había trabajado en la recolección de la fruta, cargando camiones o haciendo el turno de noche en una panadería. «Cambridge me dio una visión del mundo que no hubiera tenido nunca si me hubiera quedado en la India», recordaría Rajiv más tarde. En Sonia encontró una perfecta aliada. Ella era enemiga de las estridencias y las extravagancias y aspiraba a lo que había conocido, a una vida tranquila y estable sin sobresaltos ni sustos. Si Sonia percibía la diferencia tan grande que le separaba de él, también vio los puntos que tenían en común. Ambos eran de naturaleza tímida y no buscaban protagonismo de ningún tipo. Ni las mieles del éxito ni la notoriedad les llamaban la atención, más bien al contrario, era algo de lo que más valía huir. «No les interesaba el mundo exterior ni la vida mundana… Valoraban ante todo la privacidad», diría Christian. Ambos tenían un concepto muy parecido de la vida familiar, quizás porque en sus respectivas culturas la familia es el valor supremo. Rajiv carecía de ambición política, le gustaban las cuestiones técnicas y las actividades manuales. Le confesó que si había hecho el esfuerzo de ingresar en el Trinity College, había sido por complacer a su abuelo, que había estudiado allí y que albergaba la ilusión de que uno de sus nietos siguiese sus pasos. Pero ahora que había muerto Nehru, Rajiv estaba pensando seriamente en dejar el Trinity College y dedicarse a su verdadera vocación, ser piloto de avión. No sabía todavía cómo decírselo a su madre.
Lo que sí supo decirle por carta a Indira, en marzo de 1965, mes y medio después del encuentro en el Varsity, es que había conocido a Sonia: «… Siempre me preguntas sobre las chicas que conozco y si hay alguna que me atraiga especialmente. Pues ahora te digo que he conocido una chica muy especial. Todavía no se lo he pedido, pero es la chica con quien quiero casarme.» En su respuesta, su madre le recordó que la primera chica que uno conoce no es necesariamente la más adecuada. Quería atemperar la pasión de su hijo. Al fin y al cabo, sólo tenía veinte años. Pero en su siguiente carta, Rajiv le confesó: «Estoy seguro de que estoy enamorado de ella. Ya sé que es la primera chica con la que salgo, pero ¿cómo saber si uno va a conocer otra que sea mejor?» A vuelta de correo, Indira le anunció que acababa de aceptar su primer puesto oficial, que lo había hecho un poco a regañadientes, pero que ya estaba: era ministra de Información del gobierno de la India. Como tal, tenía la intención de hacer un viaje oficial a Londres a finales de año y le gustaría aprovechar esa oportunidad para conocerla. A Sonia se le hizo un nudo en el estómago al enterarse de la noticia. En cuanto a contárselo a los suyos, era totalmente incapaz de armarse del valor necesario. No quería ni imaginar cuál sería la reacción de su padre…
Pero la noticia de la llegada de Indira le hizo olvidar por un momento el presente. De pronto presintió nubarrones en el horizonte de su felicidad. Volvieron los miedos y se preguntaba qué futuro había en aquel romance. Era demasiado bonito para durar. Ya no dudaba de sus sentimientos; al contrario, estaba loca por Rajiv, nunca había conocido un arrebato semejante, pero intuía que la diferencia tan enorme que había entre sus orígenes acabaría por hacer mella en la relación, y podría quizás arruinarla por completo. Lo poco que sabía de la India lo había aprendido de un amigo que lo había descrito como un país lejano e inmenso poblado de encantadores de serpientes y de elefantes y anquilosado por la pobreza y el atraso. Un país que carecía de las comodidades más básicas, un país castigado por un clima implacable, un país sucio donde las vacas campaban a sus anchas y eran más respetadas que los miembros de las castas más bajas, en definitiva un país difícil y apasionante… para un antropólogo o un yogui, pero no para una chica que aspiraba a trabajar en un organismo internacional y a tener una vida familiar sin problemas. ¿Dónde encajaba Rajiv en aquel cuadro? Los Nehru, le había explicado ese amigo que tampoco estaba demasiado al corriente, eran de origen aristocrático, de Cachemira. De alguna manera dominaban la sociedad de su país, y hasta cierto punto habían estado controlando la política mundial… A su lado, ¿qué eran los Maino?, pensaba Sonia. Unos paesani, se decía a sí misma. ¿Qué podía aportarle a Rajiv la hija de un pequeño constructor de provincias italiano? Estaba segura de que la madre de Rajiv se haría la misma pregunta, y eso le provocaba una gran desazón. Sonia era consciente de que sus familias «no podían ser más distintas», según sus propias palabras. Tampoco conseguía imaginarse diciéndole a su padre que se había enamorado de un hombre de piel cetrina, que encima era indio y que además profesaba, al menos oficialmente, la religión hindú. No, ésa era una píldora que el bueno de Stefano Maino no iba a tragarse con gusto, por muy primer ministro que hubiese sido el abuelo.
Su naturaleza introvertida le impedía compartir sus temores con Rajiv. No quería romper la felicidad, que podía ser tan frágil como el cristal más fino. Con él era de una dulzura llena de reserva y los ojos con los que le miraba estaban cargados de interrogantes. Era indio, pero en sus gestos y su manera de hablar veía a un inglés. Era distinguido y a la vez se comportaba con una sencillez pasmosa. Sonia, en realidad, experimentaba un cambio extraño y definitivo que abocaba a la aceptación ciega, total, de lo que podría, a causa de Rajiv o gracias a él, ocurrirle más adelante. Sentía que en la frontera lejana de su propio ser todo había sido fijado de antemano por el destino, antes siquiera de que hubiera nacido.
Un fin de semana Sonia conoció a Sanjay, el único hermano de Rajiv, dos años menor, que estaba haciendo un curso de aprendizaje en la casa Rolls- Royce en Crewe, a tres horas de camino, y que solía ir a Cambridge a divertirse de vez en cuando. Era muy guapo, como su hermano, pero con un atractivo diferente. Sanjay tenía un rostro oval, unos labios más gruesos y sensuales y unas incipientes entradas. Al igual que su hermano, exhibía unos modales impecables y hablaba con voz suave con un perfecto acento británico. Ambos eran frugales en sus hábitos. Sanjay comía poco, pero hablaba mucho de política y le encantaban los parties. A Rajiv no le gustaba ni fumar ni beber, no le interesaba nada la política, más bien renegaba de ese mundo y prefería una cena tranquila con amigos a una fiesta ruidosa. Sanjay era más frío que su hermano mayor, no desprendía esa sensación de tranquila calidez, de buena persona que tanta seguridad daba a Sonia. Y sus miradas eran distintas. Rajiv lo hacía como acariciándote con sus ojos almendrados. Su hermano, en cambio, tenía una mirada distante, algo insolente. Se le notaba muy orgulloso de ser quien era, al revés que su hermano.
Fue un año maravilloso, quizás el más feliz de sus vidas, si por felicidad se entiende la ausencia casi total de preocupaciones y problemas. Pero el curso llegaba a su fin, y las vacaciones de verano iban a interrumpir el idilio de Cambridge.
En julio de 1965, Rajiv y Sonia se separaron por primera vez. Sonia regresó a Italia. Había llegado unos meses atrás como una chiquilla, ahora regresaba como una mujer, con la idea firme de hacer su vida con Rajiv. No sabía cómo ni cuándo, pero estaba decidida. Fue una despedida feliz e inquietante al mismo tiempo porque, si bien estaban convencidos de que volverían a encontrarse, Sonia temía la reacción de sus padres. El futuro estaba sembrado de incógnitas.
Le llenó de satisfacción darse cuenta de lo mucho que había mejorado su inglés cuando le salieron unos trabajos de intérprete en las ferias de Turín. Qué diferencia, qué soltura… Al menos, el signor Maino no había tirado el dinero. Fue una buena noticia para sus padres. La otra, la importante, no conseguía verbalizarla. Por mucho que lo ensayara mentalmente, no le salía. «Quiero deciros que estoy enamorada de un chico… ¡No, así no, es ridículo! -se decía, antes de ensayar otra manera-: He conocido a alguien muy especial y me quiero casar con él… Pero ¿cómo les voy a decir eso?», volvía a decirse desesperada. Cuando llegaba el momento de enfrentarse a ello, se quedaba paralizada. «Aunque éramos una familia muy unida -escribiría Sonia más tarde-, ellos eran muy convencionales, especialmente mi padre que era un patriarca a la vieja usanza. En aquel tipo de familias, el contacto entre chicos y chicas estaba estrictamente vigilado y controlado.»
Rajiv no entendía la reticencia de Sonia a hablar con sus padres. Ella intentaba explicarse: ¿Cómo contarles de sopetón que había estado viviendo una historia de amor apasionada todos estos meses sin haberles comunicado nada? No sabía cómo romper el hielo. «No parece que sea capaz de decírselo -escribió Rajiv a su madre-. No puedo entenderlo. Debe ser algo muy peculiar. Sólo hace lo que dice el padre.» Claro que Rajiv no conocía a Stefano Maino, nunca había visto su rostro enrojecido, sus facciones rudas de montañés, nunca había oído su voz ronca ni su tono tajante cuando algo no le gustaba.
«Me llevó mucho tiempo hacerme con el valor suficiente para hablar a mis padres de mis sentimientos hacia un chico que para ellos no sólo era un extraño sino un extranjero también,» La ocasión se produjo después de la boda de Pier Luigi, el dueño del bar-estanco en Via Frejus. Pier Luigi, que la había visto crecer, había querido que fuese testigo de su boda. Fue el gran acontecimiento del verano en el barrio. Una fiesta con música y mucha bebida en el bar, que estaba a rebosar de gente, tanta como en la cita anual que reunía ritualmente a los vecinos para ver en la televisión el Festival de San Remo.
– Estoy enamorada, le quiero -les dijo después de explicarles quién era el chico y cómo se habían conocido.
– ¿Qué edad dices que tiene?
– Veinte años…
– Es demasiado joven -terció su madre.
– ¡Y encima es de por ahí! -añadió el padre.
Tal y como se lo había imaginado, no mostraron el más mínimo entusiasmo. Reaccionaron con un desdén total, como si su hija hubiera sido presa de un ataque de locura pasajero. No había nada en aquella relación que pudiera gustarles: el chico tenía apenas dos años más que Sonia, era extranjero, pero no era inglés ni francés sino de un país que sólo salía en las noticias por sus desastres, era un terrone, como los del norte de Italia llaman a los inmigrantes del sur, con el agravante de que ni siquiera era italiano. Y tenía otro defecto importante: no era católico. Para ellos, Sonia había ahogado la inquietud de sentirse sola por primera vez en un país extranjero cayendo en brazos del primero de turno.
– Ya se le pasará…
Pero no se le pasaba. Hasta el cartero bromeaba con la familia porque ahora traía cartas diarias, todas con membrete de Inglaterra, todas para Sonia. La «niña» se pasaba largas horas en su cuarto, respondiendo su volun1inosa correspondencia, o esperando ansiosa una conferencia telefónica. Luego estaban las hermanas, que entendieron que Sonia estaba realmente enamorada. El «ya se le pasará» de los padres dio lugar al «¿y si va en serio?» de Anushka y Nadia. Lo único que dulcificó la postura de su madre fue enterarse de que por lo menos el chico era «de buena familia». ¡De algo había servido mandarla a la escuela más cara de Cambridge! Que fuese el nieto de Nehru, que su madre Indira estuviese en el gobierno a Stefano le dejaba indiferente, pero Paola sí era sensible a ello. Y las hermanas también. Ya se veían desfilando a lomos de elefante en los jardines de algún palacio indio. Para ellas, la historia tenía algo de cuento de hadas; un príncipe oriental se había enamorado de su hermana… Era excitante.
El caballo de batalla fue el regreso a Cambridge. Su padre no quería que ella volviese. Según él, ya sabía suficiente inglés. En realidad, quería cortar por lo sano el idilio de su hija. Pero Sonia estaba empeñada en conseguir su título, el Proficiency in English, y para ello necesitaba un año más. Como siempre, la influencia de Paola fue decisiva. Ella y su marido sabían perfectamente que su hija quería volver porque estaba enamorada, pero Paola insistió en la importancia de que obtuviese un título. Sonia se mantuvo firme. Les dijo que si no querían ayudarla, estaba dispuesta a hacer como muchas chicas que estudiaban inglés allí, se buscaría un trabajo y se haría independiente. A nadie le gusta enfrentarse a sus padres, a Sonia aún menos porque no iba con su carácter de chica dócil. Pero podía más el amor.
Sus padres acabaron por ceder, pensando que oponerse al romance de su hija no haría más que exacerbarlo. Mejor que regrese a Inglaterra, pensaron. Por lo menos volvería con un título. Estaban seguros de que aquella historia de amor, que ellos veían como una excentricidad, no aguantaría el paso del tiempo… Lo único que podían hacer era aconsejarle: ojo donde te metes, no te precipites.
Sonia era tan respetuosa con las tradiciones familiares, y tan poco amante de la confrontación, que les prometió tenerlos al corriente de todo. De modo que, de regreso a Cambridge y ante la próxima llegada de Indira, que había mostrado el deseo de conocerla, pensó que era mejor que sus padres lo supieran. Rajiv, que estaba deseando ponerse en contacto con los Maino, aprovechó la ocasión para mandarles una carta y pedirles permiso para que el encuentro entre su hija e Indira Gandhi tuviera lugar. Una carta archiformal y muy respetuosa que dejó a los Maino pasmados, pero ¿qué iban a hacer, negarse a ello? Stefano no lo hubiera dudado ni un segundo, pero su mujer le convenció para que diese su autorización.
Era invierno y la carretera brillaba por la lluvia. Estaban llegando a la City en el Volkswagen desvencijado de Rajiv cuando a Sonia le entró un ataque de pánico. De pronto, la perspectiva de acudir a una recepción en la embajada de la India y de encontrarse con la madre de su novio en un ambiente que desconocía la aterrorizó y la paralizó. ¿Qué voy a hacer yo allí?, se dijo súbitamente. Un torrente de preguntas, algunas serias, otras triviales, se atropellaban en su cabeza: ¿Cómo hay que tratarla? ¿Estaré vestida adecuadamente? ¿Qué tengo que decirle? ¿Y si me desprecia? ¿Y si se muestra agresiva conmigo?
– No digas tonterías -le repetía Rajiv.
De repente, a Sonia se le caía el mundo encima. Le parecía que los meses pasados en compañía de Rajiv habían sido un sueño que estaba a punto de hacerse añicos. Pensó que no estaba preparada para conocer a su madre. Además, ese encuentro significaría comprometerse aún más, ¿y cómo podía hacerlo si sus propios padres se habían mostrado tan reacios a su idilio?
– Pero si están al corriente, si tu padre te ha dado permiso… ¿Ahora te echas atrás?
Rajiv no entendía nada. Sonia estaba asustada. Pensaba que quizás su padre tuviera razón y había llegado el momento de pisar el freno, de serenarse, de dar marcha atrás…
– Sonia, hemos quedado, nos están esperando…
– Lo siento, no voy, no puedo.
Sonia perdió los estribos, era incapaz de controlarse. Los esfuerzos de Rajiv para calmarla no dieron resultado, de modo que tuvo que llamar a su madre e inventarse una excusa para cancelar la cita.
La pospusieron para unos días más tarde, cuando Sonia se hubo serenado. Esta vez se prometió a sí misma portarse bien, pero seguía siendo un trago difícil de pasar. Le temblaban las piernas cuando subía los peldaños de la residencia del embajador de la India, donde se hospedaban Indira y su amiga del alma, Pupul Jayakar, que le había ayudado a organizar el homenaje a Nehru. Las dos estaban todavía excitadas porque la víspera, después de un recital de poesía de Allen Ginsberg y otros poetas de la generación beat, habían terminado a la una de la madrugada en un restaurante español comiendo tapas y viendo bailar flamenco. A su regreso, se habían encontrado con el embajador preocupadísimo; estaba a punto de llamar a la policía porque pensaba que les había pasado algo.
Indira les recibió en su habitación, levemente perfumada de incienso. Sonia se encontró frente a una mujer de aspecto frágil envuelta en un elegante sari de seda. Reconoció en sus ojos negros y almendrados los de Rajiv. El cabello recogido en un moño dejaba ver en la frente un mechón de abundante pelo blanco a pesar de sus cuarenta y ocho años. Ese mechón, que se convertiría en su seña de identidad, le confería una innegable distinción. Tenía una sonrisa llena de encanto, maneras delicadas y una prominente nariz que procuraba disimular con maquillaje bajo los ojos para atenuar las sombras. En realidad y según le había confesado a su amiga Pupul, lo que le hubiera gustado de verdad hubiera sido operarse esa nariz.
«Me encontré frente a un ser humano perfectamente normal -diría Sonia-, frente a una mujer cálida y acogedora. Hizo todo lo posible para que me sintiese a gusto. Me habló en francés cuando notó que yo dominaba más esa lengua que el inglés. Quería saber de mí, de mis estudios.» Rajiv debió de haberle contado a su madre algo sobre el ataque de nervios, porque Indira le dijo que «ella también había sido joven, terriblemente tímida, y enamorada, y que me entendía perfectamente».
Sonia, relajada, disfrutó de ese primer encuentro, que terminó de la manera más familiar posible. En efecto, la pareja tenía que asistir a una fiesta de estudiantes y Sonia pidió cambiarse de ropa en un cuarto de la embajada. Pero nada más salir, tropezó y el tacón de su zapato rasgó el dobladillo de su traje de noche. «La madre de Rajiv -contaría Sonia- se hizo con una aguja e hilo negro y, fiel a su estilo pausado, que observaría de cerca más tarde, se puso a coser el dobladillo. ¿No era exactamente eso lo que hubiera hecho mi madre? Todas mis dudas desaparecieron, por lo menos de momento.»
Una corriente de simpatía pasó entre esas dos mujeres tan diferentes en todo, excepto en el amor por Rajiv. Indira no se lo había comunicado a su hijo, pero la idea de tener algún día una nuera extranjera la tenía un poco desconcertada. Ahora, después de conocerla, sus reservas se habían disipado: «Aparte de guapa -le escribió a su amiga norteamericana Dorothy Norman- es una chica sana y directa.»
Dorothy se alegró de recibir esas noticias de su amiga. Por fin, parecía que Indira salía de la profunda crisis existencial en la que se debatía desde la muerte de su marido Firoz hacía cuatro años, y desde la más reciente de Nehru, su padre. Viuda primero, y después huérfana. Además, como sus hijos estaban en el extranjero, se había quedado sola. El día en que Rajiv se había marchado a Cambridge, Indira había escrito a Dorothy: «Me siento triste. Es un momento desgarrador para una mujer cuando su hijo se hace un hombre. Sabe que ya no depende de ella y que de ahora en adelante él va a hacer su propia vida. Y aunque a veces la dejen echar un vistazo a esa vida, siempre lo hará desde fuera, desde la distancia de otra generación. Mi corazón sufre.»
A Indira le costó mucho reponerse de la muerte de Nehru, ocurrida en una calurosa tarde del 27 de mayo de 1964. En sus últimos días, ella no le había dejado ni un segundo, siempre pendiente de sus necesidades, administrándole las medicinas, supervisando su dieta, apartando las visitas. La última foto que les hicieron juntos, en la que se la ve en cuclillas a su lado, muestra una expresión de profunda tristeza y gran ternura en su rostro. Indira había pasado los últimos años pegada a él, organizándole la agenda, coordinando las visitas de dignatarios extranjeros como el Sha de Irán, el rey Saud, Ho Chi Minh o Krushchev. Había llegado hasta a hacer de canal de comunicación entre él y sus ministros. El propio Nehru, al ser nombrado máximo mandatario cuando la India se hizo independiente en 1947, le había pedido que asumiese el papel de «primera dama», ya que su esposa había fallecido tiempo atrás y él necesitaba a alguien de confianza que supiera llevarle la casa. Indira había aceptado con reticencia al principio, luego con auténtica devoción. Lo había hecho no sólo porque era una obediente hija india, sino porque su matrimonio se desmoronaba. Estaba harta de las infidelidades de Firoz, su marido. De hecho, vivían prácticamente separados desde hacía tiempo, de modo que ella y sus hijos se instalaron en Teen Murti House, la bonita residencia del primer ministro de la India en el centro de Nueva Delhi. Lo primero que hizo Indira fue descolgar la colección de retratos de héroes imperiales y mandarlos al Ministerio de Defensa. Luego, los reemplazó por artesanía india, y trocó las gruesas cortinas francesas por visillos de algodón crudo, el tejido que la rueca de Gandhi convirtió en símbolo de autarquía. Arregló el cuarto de su padre con una cama baja rodeada de sus libros y fotografías favoritos. Un día confesó que le hubiera gustado ser decoradora de interiores, pero el destino le tenía reservado otro papel.
Si la muerte de Nehru había privado al mundo de un gigante -había sido el líder indiscutible del movimiento de países no alineados que agrupaba a más de la mitad de la población mundial-; si había dejado a la India sin el símbolo de su lucha por la libertad y sin primer ministro, y al Partido del Congreso sin su máxima autoridad, a su hija Indira la había dejado en medio de un inmenso cráter, como si su muerte hubiera sido una bomba que hubiera arrasado todo a su alrededor. Nehru había sido la presencia y la fuerza dominante en su vida, el faro que había guiado sus pasos. Quizás esa pasión por su padre era consecuencia de lo mucho que le había echado de menos de niña, ya que él pasó casi más tiempo entre rejas que en casa debido a su activismo político. Pero cuando volvía, su presencia llenaba de alegría la mansión familiar de Anand Bhawan, en Allahabad. Ya entonces era una leyenda de carne y hueso, siempre relajado, por mucha tensión que hubiera a su alrededor, con un rostro que parecía esculpido por un cincel, un cuerpo bien proporcionado, una mirada tímida e inquisitiva al mismo tiempo, una risa franca y una elegancia natural que resaltaba llevando una rosa en el ojal del tercer botón de su sherwani. Su gran cultura, su afilado sentido del humor y sus dotes de orador le granjeaban la simpatía allí donde se encontrara. Se desenvolvía con la misma facilidad en los salones de la alta sociedad que en las cárceles de su graciosa majestad. Llegó a tener de interlocutores desde sus profesores de Cambridge a jefes de gobierno y virreyes, desde el mismísimo rey emperador de Inglaterra -y sus carceleros- a jefes tribales de Afganistán.
Después de que su padre, el gran Motilal, le dejase solo a los trece años en el internado de Inglaterra, Nehru se quedó siete años aprendiendo Ciencias Políticas e interesándose por los últimos avances tecnológicos. Volvió de Inglaterra en 1912, transformado en un caballero británico. Empezó a trabajar en el bufete de su padre, y éste se mostró muy satisfecho con los sustanciales ingresos que ahora le proporcionaba su hijo. El resto del tiempo lo repartía entre la biblioteca del Colegio de Abogados y la institución que no podía faltar en la India colonial, el club, donde pasaba largas y tediosas horas sentado en los sillones chester de los salones sobrecargados discutiendo temas legales con viejos miembros de la administración británica. Una vida aburrida, según el propio Nehru, que cambió a raíz de un hecho aparentemente insignificante, cuando recibió la visita de un grupo de campesinos que le pidieron ayuda contra unos terratenientes que usaban métodos crueles y expeditivos para expulsarlos de sus legítimas tierras. Nehru accedió a acompañarlos a su aldea para dilucidar el caso. Fue un viaje de tres días que le transformó de abogado tímido y engreído que, según sus palabras, desconocía las condiciones en las que la gran mayoría de indios vivían y trabajaban, a revolucionario. «Viéndoles con su miseria y desbordante gratitud, sentí una mezcla de vergüenza y dolor -escribió-, vergüenza de mi vida fácil y cómoda y del politiqueo de las ciudades que ignora a esta vasta multitud de hijos e hijas semidesnudos de la India, y dolor ante tanta degradación e insoportable pobreza.»
A esto se unió la noticia que le llegó de la ciudad santa de Benarés, a orillas del Ganges-. Mohandas Gandhi, ese abogado que todavía era un desconocido, había causado una auténtica conmoción al hacer un discurso incendiario contra la desigualdad y a favor de los pobres con motivo de la inauguración de la Universidad Hindú. «La exhibición de joyas que nos ofrecéis hoyes una fiesta espléndida para la vista -había dicho a un auditorio compuesto por autoridades coloniales y aristócratas indios-, pero cuando la comparo con el rostro de los millones de pobres, deduzco que no habrá salvación para la India hasta que os quitéis esas joyas y las depositéis en manos de esos pobres.» La audiencia reaccionó con indignación. Príncipes y dignatarios abandonaron el claustro de la universidad. Sólo los estudiantes aplaudieron las palabras de Gandhi. Pero el eco de esa intervención retumbó en la India entera, y Jawaharlal Nehru quiso conocerle.
«Era como una corriente potente de aire fresco -escribiría Nehru de Gandhi-; como un rayo de luz que atravesaba la oscuridad; como un torbellino que lo cuestionaba todo, pero sobre todo la manera en que funcionaba la mente de la gente. No venía de arriba, parecía emerger de entre los millones de indios, hablando su idioma e incesantemente desviando la atención hacia ellos y a sus acuciantes necesidades.» Su fuerza se resumía en un concepto que acuñó en 1907 cuyo nombre derivaba del sánscrito, satyagraha, que significa la fuerza de la verdad, y cuyo propósito implicaba la idea de una energía poderosa pero no-violenta para transformar la realidad. Para las masas indias, satyagraha representaba una alternativa al miedo. Fue el poeta bengalí y premio Nobel de literatura, Rabindranath Tagore, quien otorgó a Gandhi el título por el que sería conocido. Tagore le llamó Mahatma: «alma grande».
Pero la gran alma necesitaba a un gran lugarteniente. En eso se convirtió su discípulo y amigo Nehru, y a pesar de que no tenían nada en común, la combinación de fuerzas que surgió de aquella intensa amistad acabaría cambiando el mundo. Porque Gandhi era un hombre de fe, de religión; Nehru era un racionalista, un producto sofisticado de Harrow y Cambridge que apenas hablaba los idiomas autóctonos de la India. Sus años en Europa le hacían ver como ridículas muchas costumbres de sus compatriotas, como la de no salir de casa en días considerados poco propicios. En el país más religioso del mundo, era un ateo que despreciaba a los santones y a los yoguis, responsables según él del atraso, de las divisiones internas y del dominio de los colonizadores extranjeros. Gandhi le encontraba demasiado gentleman para su gusto e hizo con él lo que hizo con otros miembros de las clases altas. Los mandó a las aldeas a reclutar nuevos miembros para el Partido del Congreso y de paso a conocer el verdadero rostro de su patria. La mayoría no había visto nunca la pobreza de sus propios compatriotas. Pero ésa fue la belleza del movimiento de Gandhi: puso en contacto a las clases altas con las más bajas, que empezaron a existir a ojos del resto de la sociedad. Por primera vez, la India era presa de un amplio movimiento popular que rechazaba la manera de vivir impuesta desde la lejana Londres.
Durante treinta años, Nehru recorrió la India a pie, en carros de bueyes, en tren, galvanizando a la población. Pero si Gandhi soñaba con una India de aldeas que viviesen en autarquía, una India sin discriminación de castas pero profundamente religiosa, Nehru lo hacía con una India liberada de sus mitos y de la miseria por la industria, la ciencia y la tecnología. Para Gandhi, ésas eran precisamente las desgracias de la humanidad. Para Nehru, eran su salvación.
Sus diferencias de opinión y de visión nunca pusieron en jaque la amistad y el profundo respeto que ambos hombres se profesaban. Estaban de acuerdo en lo fundamental; conseguir una India unida e independiente sin derramamiento de sangre. Nehru estaba convencido de que Gandhi era, aparte de un santo, un genio. Valoraba su extraordinaria habilidad política, su arte de hablar con gestos que llegaban al alma del pueblo. Cuando ambos se reencontraban, charlaban largo rato, intercambiaban puntos de vista, evaluaban los últimos avances en la lucha, o los últimos reveses. Discutían sobre estrategias, se enfadaban, luego se reían o simplemente meditaban. Gandhi siempre dejó claro que la antorcha de su combate pasaría un día por las manos de Nehru, y le aupó a la presidencia del Partido del Congreso en tres ocasiones.
Indira se crió en ese ambiente donde la frontera entre la vida familiar y la vida política era inexistente. A Gandhi le contaba sus confidencias de chiquilla, le decía lo mucho que extrañaba a su padre, le hablaba de su soledad, de sus complejos por ser una niña feúcha. Nehru pasó un total de nueve años encerrado, interrumpidos por cortos periodos de libertad. La vida familiar se resentía tanto de ello que una vez Indira tuvo que decirle a un visitante: «Lo siento, pero mi abuelo, mi padre y mi madre están todos en la cárcel.»
Desde la muerte de Nehru, a Indira le venían a la memoria recuerdos antiguos de su niñez, cuando se disfrazaba de Juana de Arco y emulaba a su padre diciendo: «Algún día conduciré mi pueblo hacia la libertad», mientras arengaba a una multitud imaginaria. O como cuando cometió su «primera acción política») como lo llamaría más tarde, que fue agredir a un policía inglés que irrumpió en la casa de Anand Bhawan para embargar objetos y muebles porque, por principio, su padre y su abuelo, así como los miembros del partido, se negaban a pagar fianza cada vez que eran arrestados. Quiso ingresar en el Congress a los doce años, pero como no era la edad reglamentaria, fue rechazada. Reaccionó a su manera, como lo haría más tarde en la vida, cogiendo el toro por los cuernos. Reunió en los jardines de aquella mansión a varios centenares de niños del barrio. Indira se dirigió a ellos como lo hubiera hecho su padre, conminándoles a luchar por la liberación de la patria a pesar de los peligros. Así creó el «ejército de los monos», que eran niños que hacían labores de espía, pegaban carteles, confeccionaban banderas y se infiltraban detrás de las líneas policiales para pasar mensajes a miembros del partido. Su ejército llegó a contar con varios miles de niños que prestaban un apoyo substancial a los que luchaban. ¡Qué feliz se sentía cuando su padre se mostraba orgulloso de ella…!
Sus relaciones estuvieron siempre marcadas por el sufrimiento de la distancia, que sólo las cartas conseguían mitigar: «Quiero que aprendas a escribir cartas y que vengas a verme a la cárcel. Te echo mucho de menos», le escribía Nehru cuando ella apenas tenía seis años. Para su decimotercer cumpleaños, Nehru le escribió: «¿Qué regalo puedo mandarte desde la cárcel de Naini? Mis regalos no pueden ser materiales ni sólidos. Sólo pueden estar hechos de aire, de la mente y del espíritu, como los que te concedería un hada, cosas que ni siquiera los altos muros de una prisión podrían retener.»
Indira buceó en esas cartas -fueron cientos de cartas, una correspondencia emotiva e interesante, porque ambos escribían muy bien- para preparar la exposición conmemorativa, ésa que venía a inaugurar a Londres. Quería resaltar la faceta compasiva de su padre así como su increíble valor y entereza con ayuda de fotos y objetos e ilustrarlos con leyendas extraídas de sus escritos y discursos. De todos los proyectos que había emprendido desde el Ministerio de Información que ahora dirigía, en éste se volcó con especial devoción. No sólo por la cuestión sentimental, sino porque pensaba que dar a conocer y exaltar la memoria de Nehru era importante para el mundo y para la India en particular, una nación nueva necesitada del ejemplo de líderes que forjasen su unidad.
Rajiv acompañó a Sonia a visitar la exposición sobre Nehru. Era una manera de introducir a la joven italiana en la compleja historia de su país, una manera de explicarle quiénes eran él y su familia. Sonia se detuvo largamente ante el traje de novia de la abuela de Rajiv, Kamala, y observó los utensilios rituales que se utilizan en las bodas de Cachemira. El pie de foto explicaba que la mujer también había estado en la cárcel y que murió de tuberculosis a los treinta y seis años… Sonia pensó en Indira; con un padre en la cárcel y una madre enferma… ¿Qué infancia había sido la suya?
– Triste -le dijo Rajiv-. Además mi madre también enfermó de tuberculosis. Estuvo largas temporadas encerrada en un sanatorio donde le aconsejaron que no se casase y no tuviera hijos… -Menos mal que no hizo caso… -dijo ella con una sonrisa.
– Se salvó gracias al descubrimiento de los antibióticos. Tuvo más suerte que la abuela…
Había otro sari exhibido, rojo pálido, con un festón plateado. -Ése es el sari que tejió mi abuelo en la cárcel para la boda de mi madre… Espero que algún día lo lleves tú… -le dijo con guasa.
Sonia se rió, poco convencida. No se imaginaba envuelta en esa tela, que había sido confeccionada en el interior de una celda reconstruida allí mismo para la ocasión a base de fotografías ampliadas: se veía el catre, el cuaderno en el que se podían leer frases de sus diarios de prisión, la rueca con la que Nehru había hilado ese sari en un gesto que aunaba el amor hacia la hija y el amor hacia el país… Gandhi había convertido la rueca en un símbolo de lucha por la independencia. Los ingleses habían arruinado la rica industria textil india poniendo tasas desmesuradas a los productos indios para, en cambio, vender ellos tejidos industriales fabricados en Inglaterra. La rueca era un símbolo de rebeldía, una manera de decir que no era necesario comprar productos textiles importados porque cada uno podía hilar sus propias telas. Había una carta que Sonia leyó. Estaba escrita por Nehru desde la cárcel y la dirigía a su hija, que se iba a casar: «Al principio, hilar es muy aburrido pero en cuanto te pones a ello, descubres que tiene algo de fascinante. Le dedico una media hora al día. Como no es mucho tiempo, produzco poco aunque soy bastante rápido. Desde que he empezado, hace siete semanas, he hilado casi diez mil metros. Tengo entendido que se necesitan treinta mil para un sari. Dentro de cuatro meses, ¡puede que tenga un sari para ti!»
Ese sari no era sólo un traje de novia, era también una bandera. Para Sonia, un traje de novia debía ser blanco, con velo, como los que veía todos los domingos de primavera en las novias que se casaban en la iglesia de San Juan Bautista de Orbassano. A veces olvidaba que Rajiv era indio.
Se exhibían filmaciones de las celebraciones de la independencia, que mostraban el último desfile del virrey Lord Mountbatten y de su mujer Edwina a bordo de un carruaje literalmente asediado por la multitud. «¡Llueven niños!», decía asustada Pamela, la hija de los virreyes, porque las mujeres lanzaban sus bebés al aire para evitar que la multitud los aplastase. Rajiv le contó que su madre vio cómo una mujer decidió que su bebé estaría más seguro con Lady Mountbatten y se lo pasó. Edwina lo tuvo en sus brazos largo rato. Se veía a Nehru caminando literalmente por encima de la muchedumbre, gritando para que izasen la bandera azafrán, verde y blanca de la nueva nación que incorporaba en el centro un escudo singular: una rueca. Mountbatten luchaba para apartar a niños y jóvenes medio desmayados por el barullo y ponerlos a salvo. La bandera fue recibida con un alboroto tremendo de alegría. Se escuchó un cañonazo y luego, como por arte de magia, un arco iris surgió en el cielo, dando rienda a las más variopintas interpretaciones sobre el significado de ese «acto de Dios».
Pero también había fotos y filmaciones de la tragedia que acompañó a la independencia. Rajiv le contó a Sonia que Nehru hizo su famoso discurso de la independencia con el corazón destrozado. Una grabación reproducía su voz aquella noche del 15 de agosto de 1947: «Hace muchos años, dimos una cita al destino y ha llegado la hora de cumplir con nuestra promesa… Al filo de la medianoche, cuando los hombres duerman, la India se despertará a la vida y a la libertad…» Escuchar así la voz de Nehru hizo que Sonia se estremeciese. Rajiv le explicó que su abuelo sabía que mientras anunciaba la mayor noticia en la historia de la India, la ciudad de Lahore, antigua capital del imperio mogol y la ciudad más cosmopolita del sub continente, que había pasado a pertenecer a Pakistán, ardía en una orgía de violencia. Era el principio de una tragedia de dimensiones gigantescas conocida como la Partición. La independencia de ambos países desencadenó un movimiento de limpieza étnica y religiosa sin parangón en la historia. Los hindúes, que vivían desde hacía generaciones en lo que ahora era Pakistán se vieron forzados a huir. A la inversa, los musulmanes de la India huyeron en dirección opuesta. Las filmaciones de aquellas columnas de refugiados y el relato de las atrocidades cometidas -familias quemadas vivas en sus casas, mujeres lanzadas desde trenes en marcha por ser de la religión equivocada, hijas violadas frente a sus padres… – dejaron a Sonia sobrecogida.
– ¿Y la no-violencia? -preguntó tímidamente Sonia, que veía que sus ideas preconcebidas sobre el carácter pacífico de los indios se venían abajo.
– Gandhi consiguió detener gran parte de la violencia con sus ayunos… -le respondió Rajiv- pero al final ni él mismo pudo escapar al fanatismo religioso.
Entonces le contó que a los cuatro años su madre le llevó un día a visitar al Mahatma en casa de los Birla, una acaudalada familia que le prestaba alojamiento y apoyo cada vez que venía a Delhi. Gandhi estaba muy deprimido por las declaraciones de extremistas hindúes que le acusaban de traición por haber defendido a los musulmanes perseguidos, y por toda la tensión que soportaba el país, aunque la violencia de la partición había cesado ya. «No puedo seguir viviendo en esta locura y en esta oscuridad», le había dicho Gandhi a la fotógrafa Margaret Bourke- White esa misma mañana. Gandhi, que era como de la familia, se mostró muy cariñoso con Rajiv. Mientras los adultos charlaban e intentaban relajar el ambiente con alguna broma, el pequeño Rajiv jugaba con unas flores de jazmín que su madre le había comprado al Mahatma. En una foto se veía cómo el niño las colocaba alrededor de los dedos del pie de Gandhi.
– Me detuvo con un gesto suave de su mano -contaba Rajiv-. «No hagas eso», me dijo, «sólo se ponen flores alrededor de los pies de los muertos».
Siguió contándole que esa misma tarde, mientras se dirigía al centro del jardín para la oración, un hombre se acercó a Gandhi y juntando las manos le saludó «Namasté!», dijo, luego le miró fijamente a los ojos, sacó una pistola Beretta del bolsillo y le disparó tres tiros a bocajarro. Era un fundamentalista hindú.
La exposición mostraba imágenes del caos que siguió al atentado. Quizás la más dramática era la foto de Nehru subido en el techo de un coche y calmando a la población con un megáfono en la mano. Todos querían acercarse para dar un último saludo a la «gran alma». Un altavoz reproducía las palabras que Nehru dirigió a la nación por radio en esa noche terrible: «La luz se ha apagado sobre nuestras vidas y no hay más que tinieblas. Nuestro líder querido, el padre de la nación, nos ha dejado. He dicho que la luz se ha apagado, pero no es cierto. La luz que ha brillado sobre este país no era una luz ordinaria. Dentro de mil años, seguirá resplandeciendo. El mundo la verá porque seguirá dando consuelo a innumerables corazones.» Sonia sintió escalofríos al escuchar esa voz que parecía surgir del más allá.
– Mi abuelo estaba siempre obsesionado con mantener la India unida y laica -le explicó Rajiv-. Decía que la nación sólo podía sobrevivir sobre esos dos valores… y creo que tenía razón.
Otras fotos mostraban a Nehru con Gandhi, unas sonrientes y obviamente de acuerdo; otras serios y discrepando; a Nehru con líderes chinos, soviéticos, americanos; con científicos como Einstein, con escritores como Thomas Mann y Pearl S. Buck… Al final, Sonia se detuvo largamente ante las fotos de la familia reunida en Anand Bhawan, buscando parecidos. Rajiv era más fino que su padre Firoz; tenía la elegancia de su madre, pensó. El patriarca Motilal se parecía a su propio abuelo, el padre de Stefano, con su rostro ancho de mandíbula fuerte y cuadrada y el bigote igual de espeso. No reparó en el texto de la foto que hablaba del eterno dilema de los Nehru entre el deber político y la necesidad personal, y que, en ese conflicto, el deber siempre había triunfado. Aunque Sonia estaba visiblemente alterada por todo lo que acababa de ver, no podía medir el alcance de esas palabras ni imaginarse que algún día su significado la perseguiría.
La vida alegre de enamorados en Inglaterra se cobró una víctima: los estudios de Rajiv en el Trinity College. Suspendió todas las materias del curso. Nunca sería un científico. Ya había avisado a su madre de que los estudios eran demasiado arduos y de que los resultados serían catastróficos. Indira no se lo reprochó; al fin y al cabo, ella también había suspendido en Oxford, aunque sus circunstancias habían sido muy distintas: nunca había tenido una escolarización normal, y de joven estaba siempre enferma. De entre los miembros de la familia, sólo Nehru había demostrado una genuina habilidad académica. Su nieto Rajiv no era ni un gran estudioso, ni un gran lector ni un intelectual como su abuelo. Siempre le había gustado lo práctico, las cuestiones técnicas, entender cómo funciona una máquina, intentar arreglarla si se estropea. Era capaz de montar sus propios altavoces para escuchar música, o destripar una radio para arreglarla. Era un manitas, una cualidad que había heredado de su padre.
Rajiv tuvo que dejar Cambridge y replegarse en el Imperial College de Londres, cursando estudios más técnicos de ingeniería mecánica. Pero ya tenía una idea clara de lo que quería. Se había fijado en la publicidad de la escuela de aviación Wiltshire en Thruxton, una antigua base de la RAF cerca de Southampton reconvertida en escuela de pilotos. Quería aprovechar las vacaciones de verano para empezar a tomar clases de vuelo. Hacerse piloto tenía una ventaja añadida a la del puro placer de volar: era la manera más rápida de conseguir ganarse la vida, requisito indispensable para casarse con Sonia. Mucho más rápida que una carrera universitaria. Como no quiso pedirle dinero a su madre, decidió que trabajaría para pagarse las horas de vuelo y el instructor hasta aprobar los primeros exámenes.
En julio de 1966, Sonia volvió a Italia con el título de Proficiency in English de la Universidad de Cambridge bajo el brazo. El cartero volvió a ser la persona que más asiduamente visitaba la casa familiar de Via Bellini ante la exasperación del matrimonio Maino que, a pesar de haber autorizado el encuentro con Indira, seguían oponiéndose al idilio de su hija con Rajiv. Ella decía abiertamente que un día se casaría con él. Sus padres intentaban disuadirla. Stefano le propuso esperar a que tuviera la mayoría de edad antes de tomar cualquier decisión:
– Sólo es un año más -añadió su madre-. Una decisión así no se puede tomar a la ligera. Luego te podrías arrepentir toda la vida.
– Mientras estés bajo nuestra responsabilidad -prosiguió su padre-, no puedo permitir que te cases con ese chico. Estamos seguros de que es un chaval estupendo, no es eso… pero sería incumplir con mi deber de padre si te dijese: adelante, vete a la India, cásate con él. ¿No lo entiendes? Espera un poco más.
Era una propuesta razonable, pero el amor entiende poco de razones. A los veinte años, esperar es una tortura. Las huelgas de Correos, tan frecuentes en Italia, se convirtieron ese año en el mayor enemigo de Sonia. Rajiv seguía escribiendo todos los días, contándole la felicidad que sentía aprendiendo a volar sobre la campiña inglesa. Lo hacía en un biplano, un Tiger Moth, un modelo de los años treinta, un avión ágil y sensible que le proporcionaba horas de intenso placer. La meta era volar solo, y para conseguirlo debía acumular un mínimo de cuarenta horas con un instructor. Ése era el requisito indispensable para examinarse luego de piloto civil, y seguir escalando peldaños hasta conseguir ser piloto comercial.
Rajiv tenía pensado hacer un viaje a Orbassano. Quería convencer al padre de Sonia para que la dejase viajar a la India. «Quiero que vayas a la India -le escribió- y te quedes con mi madre, sin mí, para que puedas ver las cosas como realmente son, y en lo que a ti respecta, en su peor luz porque yo no estaré y no tendrás a nadie en quien confiar. Así conocerás el país y la gente… No quiero arrastrarte a nada sin que sepas todo lo que ello implica. Me sentiría responsable si, más tarde, algo sale mal y te sientes herida de alguna manera -en los sentimientos o en otra cosa. No quiero tener que pedirle cuentas a nadie salvo a mí mismo, por eso no quiero mentir ni engañarte.» La carta mostraba una cierta altura moral y Sonia se sintió conmovida, aunque pesimista en cuanto a la probabilidad de que su padre aprobase ese plan.
Para costearse el viaje a Italia, Rajiv se vio obligado a conseguir más dinero: «Siento mucho no haberte podido escribir antes, pero he conseguido trabajo de albañil en una obra -decía en otra de sus cartas-. He estado trabajando hasta diez horas al día, más hora y media de desplazamiento, de modo que al volver a casa estaba muerto. Tengo tantas agujetas que sólo puedo escribirte muy despacio.» Eran cartas llenas de cariño, de ilusión por el futuro, aunque las últimas revelaban un gran temor. Rajiv estaba preocupado por las noticias que le llegaban de la India. El primer ministro había muerto de un ataque al corazón mientras estaba de visita oficial en la Unión Soviética para firmar un tratado de paz con Pakistán, después de una corta guerra. «India vive una situación muy convulsa, muy mala… -le escribió a Sonia-. Tengo el presentimiento de que mucha gente va a querer que mi madre sea primera ministra. Espero que no acepte, la acabará matando.»
Rajiv tenía razón. La camarilla que controlaba el Partido del Congreso quería a su madre de primera ministra: «Conoce a todos los líderes mundiales, ha recorrido el mundo con su padre, se ha criado junto a los héroes de la lucha por la independencia, tiene una mente racional y moderna y no se identifica con ninguna casta, estado o religión. Pero sobre todo, nos puede hacer ganar las elecciones de 1967», escribió un jefe del partido. Había otra razón, más poderosa aún: la querían en ese cargo porque la creían débil y pensaban que era maleable. Los viejos mandamases del partido estaban convencidos de que podrían seguir en los puestos clave, disfrutando del privilegio de tomar decisiones sin la responsabilidad de tomarlas. El mejor de los mundos. En realidad, no conocían a Indira Gandhi. A sus cuarenta y ocho años, ni ella misma se conocla aun.
La víspera de su elección como jefa del gobierno, la máxima autoridad del segundo país más poblado del mundo, Indira había escrito a Rajiv una carta diciendo que no conseguía quitarse de la cabeza un poema de Robert Frost que resumía bien la encrucijada en la que se encontraba: «Qué difícil es no ser rey cuando está en ti y en la situación.» También le contaba en la carta que al amanecer de ese día visitó el mausoleo del Mahatma Gandhi para impregnarse de la memoria de quien había sido su segundo padre. Luego fue a Teen Murti House, ahora museo nacional, y se quedó largo rato en la habitación donde Nehru había muerto. Necesitaba sentir su presencia. Recordó una de sus cartas cuando ella tenía quince años: «Sé valiente, y el resto vendrá solo.» Bien, el resto había llegado. Iba a franquear el umbral de una nueva existencia, una vida para la que en el fondo siempre había estado preparándose, aunque no lo admitiese conscientemente.
Después de la muerte de su padre, había soñado con retirarse del mundo. Jugó con esa idea durante un tiempo, hasta pensó en alquilar un pisito en Londres y buscarse un trabajo allí de lo que fuese, quizás de secretaria en alguna institución cultural. Huir de sí misma, eso es lo que buscaba. Pero pronto la realidad la alcanzó, y no pudo seguir soñando con su propia libertad. Tenía que resolver problemas concretos. Se había quedado sin casa y de su padre había heredado sus objetos personales y sus derechos de autor, poca cosa. Nehru había estado comiéndose su capital, porque su salario de primer ministro no le alcanzaba para sus gastos de representación, y no era de los que metían la mano en las arcas del Estado. Es cierto que Indira heredó la antigua mansión de Anand Bhawan en Allahabad, pero entrañaba tantos gastos que mantenerla suponía una carga importante. Además tenía dos hijos estudiando en Inglaterra. ¿Cómo costear todo eso? ¿Retirándose del mundo? Se dio cuenta de que era una quimera, un capricho. Su vida había estado demasiado dominada por la política como para poder retirarse tan joven. Todos los días venía gente a verla, gente de toda clase y condición, como lo hacían cuando vivía su padre. Las mismas multitudes que se congregaban en Teen Murti House ahora venían a verla a ella. Venían a saludarla, a exponer sus quejas, a que ella les escuchase, les dijera unas frases, mostrase interés por sus agravios. Eran los pobres de siempre, los pobres de la India eterna y antigua, los mismos pobres en nombre de los que Gandhi y su padre habían luchado. Indira no iba a dejarlos tirados, hubiera sido insultar la memoria de Nehru. Al contrario, los recibió y escuchó con atención lo que le querían decir. Fueron ellos quienes de verdad consolaron su corazón herido. De ellos fue sacando fuerzas para salir adelante, para encontrar un sentido a su vida. Aquellos pobres le hicieron darse cuenta de que lo que había heredado de verdad había sido el poder de su padre.
La presencia de Nehru la sentía también al entrar en el edificio del Parlamento, en el centro ajardinado de Nueva Delhi, un gigantesco edificio circular de arenisca roja y beige con una veranda llena de columnas. En su interior, bajo una cúpula de treinta metros de altura, los representantes del pueblo la eligieron por 355 votos contra 169. Su partido votó en masa por ella. En su breve discurso, les dio las gracias. «Espero no traicionar la confianza que habéis depositado en mí.» Estaba radiante, muy consciente de que su cita con el destino había llegado. Iba a tomar posesión de esa «ancha extensión de humanidad india» según la descripción de Nehru.
La residencia que le fue asignada se encontraba en el mismo barrio de Nueva Delhi que la antigua mansión palaciega. El número 1 de Safdarjung Road era una típica villa colonial con muros pintados de blanco, rodeada de un buen jardín y con cuatro habitaciones de las que convirtió dos en despacho y una en sala de recepción. Dejó claro que todos los días entre las ocho y las nueve de la mañana la casa estaría abierta a todos, sin importar la posición ni el estatus social. Era el mismo horario que Nehru había dedicado a la misma tarea.
Indira explicó a Rajiv las razones que la habían impulsado a aceptar la candidatura. En sus meses al frente del ministerio de Información, se había visto arrastrada a enfrentarse a una crisis nacional grave que no dependía de la jurisdicción de su propio ministerio. La crisis la pilló de vacaciones en Cachemira, la bellísima región de donde los Nehru eran oriundos. Nada más llegar, se enteró de que tropas pakistaníes, disfrazadas de voluntarios civiles, se disponían a capturar la capital, Srinagar, para fomentar una revuelta pro pakistaní entre la población. Indira desobedeció la orden del primer ministro de regresar inmediatamente a Delhi. No sólo permaneció en Cachemira, sino que voló hacia el frente cuando estallaron las hostilidades. «No daremos un centímetro de nuestro territorio al agresor», proclamó en una gira por las ciudades del norte. La prensa alabó su gesto: «Indira es el único hombre en un gobierno de ancianas», rezó un titular. Los corresponsales que la seguían estaban asombrados de comprobar cómo Indira era recibida en todas partes por enormes multitudes que gritaban su entusiasmo. El ejército pakistaní fue derrotado. La India, e Indira, salieron victoriosos, dando lugar a la idea que más tarde se adueñaría de la imaginación popular: «India es Indira; Indira es la India.»
Todo eso ocurría mientras a ocho mil kilómetros de allí Rajiv aprendía a controlar su Tiger Moth en el cielo de Inglaterra. «… Si mi madre no se presenta a primera ministra, todo lo que hemos conseguido desde la independencia se perderá», le dijo a Sonia en una carta que parecía contradecir a las anteriores. Y es que Rajiv vivía a su manera el conflicto de su madre, que era el de toda la familia, oscilando entre el deber hacia la nación, hacia la herencia de su padre y abuelo, y las exigencias de la vida personal. Cuando Rajiv supo que su madre había salido elegida primera ministra, la carta que le llegó a Sonia destilaba la angustia que esta nueva situación le creaba: «Si algo le ocurre a mi madre no sabré qué hacer. No puedes imaginarte lo mucho que dependo de ella, de su ayuda en cualquier situación, especialmente contigo. Lo vas a tener mucho más difícil que yo. Para ti, todo será nuevo y ella es la única que puede de verdad ayudarte. No sé lo que haría si llegase a perderla.»
La foto de su madre estuvo en portada de la prensa mundial. En un quiosco de Thruxton, el pueblo cercano a la base aérea, Rajiv compró un ejemplar del periódico The Guardian: «Ninguna otra mujer en la historia ha asumido semejante responsabilidad y ningún país de la importancia de la India ha entregado el poder a una mujer en condiciones democráticas», decía el texto. La foto de su madre también ocupaba la portada de la revista Time: «La India agitada en manos de una mujer», rezaba el titular. Aunque ella reclamaba que no era feminista, el mundo entero tenía curiosidad por saber cómo una mujer con poca experiencia en asuntos administrativos iba a enfrentarse a la inmensidad de los problemas que la esperaban. Tan inmensos como la nación que debía gobernar, compuesta por un complejo mosaico de pueblos que compartían razas, religiones, idiomas y culturas de una enorme diversidad. Un país de mayoría hindú, pero con más de cien millones de musulmanes que lo convertían en el segundo país musulmán del planeta. Sin contar los diez millones de cristianos, siete millones de sijs, doscientos mil parsis y treinta y cinco mil judíos cuyos antepasados habían huido de Babilonia después de la destrucción del templo de Salomón. Un territorio donde convivían 4.635 comunidades distintas, cada cual arrastrando sus propias tradiciones, y lenguas tan antiguas como diversas, como el urdu de los musulmanes, que se escribía de derecha a izquierda, o el hindi, que se escribía de izquierda a derecha como el alfabeto latino, o el tamil que se leía a veces de arriba a abajo, u otros alfabetos que se descifraban como jeroglíficos. En esta babel se usaban ochocientos cuarenta y cinco dialectos y diecisiete lenguas oficiales. Pero el inglés, la lengua de los colonizadores, seguía siendo el idioma común después de que la imposición del hindi fuese rechazada por los estados del sur. Un país que arrastraba unas desigualdades hirientes, con una corrupción bien incrustada en todos los niveles de la sociedad y una burocracia paralizante. Un país conocido por sus altas conquistas espirituales y a la vez por sus nefastos indicadores de bienestar material, un país donde el hombre era más fértil que la tierra que labraba, un país constantemente azotado por calamidades naturales, y sin embargo devoto de trescientos treinta millones de divinidades. Quizás el mayor logro de esa nación forjada por Nehru y Gandhi es que seguía siendo libre a pesar del rosario de maldiciones y de abrumadores problemas heredados de los colonizadores británicos. A pesar de lo que había profetizado un general inglés en el momento de la independencia: «Nadie puede forjar una nación de un continente de tantas naciones.»
Pero ese país continente que su madre debía gobernar estaba peor de lo que había estado nunca bajo Nehru o su sucesor. Varios años de sequías habían provocado escasez de alimentos y desencadenaron hambrunas pertinaces. El estado de Kerala estaba sacudido por violentos disturbios relacionados con el reparto de comida. La economía era víctima de una inflación galopante. La región de Punjab estaba agitada porque reclamaba un estado de exclusiva habla punjabí; un líder sij amenazaba con inmolarse si su petición no era atendida. El pueblo Naga del nordeste luchaba por la secesión. Como colofón, los santones hindúes se manifestaban desnudos, con el cuerpo cubierto de ceniza, frente al Parlamento, en las propias narices de Indira, para exigir la prohibición de matar vacas en todo el territorio. Una reclamación que iba contra la Constitución aconfesional de la India, que se obligaba a respetar los derechos y la igualdad de todas las religiones. En un país tan pobre, la carne de vaca era una fuente esencial de proteínas para las minorías como los musulmanes o los cristianos. Las protestas degeneraron y hubo muertos cuando la policía disparó contra los alborotadores. «No voy a dejarme intimidar por los salvadores de vacas», declaró Indira desafiante. Decididamente, la India no se parecía a ningún otro país. En 1966 era una gigantesca olla a presión a punto de explotar, como si la independencia hubiera dado pie al estallido de millones de pequeñas rebeliones, fruto de siglos y siglos de explotación de unas minorías por otras, de unas castas por otras, de unas etnias por otras… Los gerifaltes del Congress no habían hecho a Indira ningún regalo al auparla a la cima.
Para Indira había una clara prioridad, la misma que su padre o Gandhi hubieran identificado: acabar con las hambrunas, evitar la muerte de los más pobres. Si para ello había que solicitar ayuda a los organismos internacionales y a los países más ricos, sería necesario tragarse el orgullo y poner la mano. Veinte años después de la independencia, la India, muy a su pesar, alcanzaba el poco envidiable estatus de mendigo internacional. Indira estaba avergonzada de tener que pedir, pero sabía que no existía otra opción. Sin embargo, estaba decidida a no suplicar nada: «Cuanto más débil sea nuestra posición, más fuertes debemos parecer.»
Aceptó inmediatamente la invitación del presidente Johnson a Washington y preparó meticulosamente el viaje, de cuyo resultado dependería la vida de millones de compatriotas, y quizás su futuro político. Elaboró puntillosamente sus discursos y los corrigió consultando su librito de citas, que siempre la acompañaba. Buscaba ideas sencillas y huía de los conceptos complicados. Eligió su ropa con el mismo cuidado con el que preparaba sus alocuciones: un sari, un corpiño, un chal y unos zapatos para cada recepción. Para coronarlo todo, quiso ir acompañada de sus dos hijos. Rajiv tuvo que interrumpir sus clases de vuelo y viajar a París a reunirse con su madre. Allí, después de que el general De Gaulle ofreciese un almuerzo en su honor, embarcaron en un Boeing 707 que la Casa Blanca había puesto a su disposición. Cuando le preguntaron a De Gaulle qué le había parecido Indira, el viejo estadista dijo: «Esos hombros tan frágiles sobre los que descansa el gigantesco destino de la India… no parece que encojan de tanto peso. Esa mujer tiene algo dentro, y lo conseguirá.»
En Washington, B. K. Nehru, primo de Indira y embajador en Estados Unidos, recibió una llamada telefónica a una hora temprana. Era del presidente Lyndon B. Johnson, un gigante oriundo de Texas:
– Acabo de leer en The New York Times que a Indira no le gusta que la llamen «Señora primera ministra»… ¿Cómo tengo que dirigirme a ella?
– Déjeme consultarlo, presidente. Le vuelvo a llamar en cuanto tenga instrucciones pertinentes.
Acto seguido, se precipitó a la suite de Indira.
– Que me llame como quiera… -dijo ella, y antes de que su primo se hubiera marchado, añadió-. También puedes decirle que algunos de mis ministros me llaman «Sir». Si le apetece, puede llamarme así.
El presidente Johnson sucumbió a los encantos de Indira. Desbloqueó la ayuda norteamericana, que había sido interrumpida a raíz de la rápida guerra con Pakistán, y emplazó al Banco Mundial a prestar dinero a la India. El único punto de desacuerdo durante la visita fue cuando Johnson quiso sacarla a bailar después del banquete oficial. Indira se negó, no quería ni pensar en la reacción de la prensa india ante una foto de la «socialista hija de Nehru bailando -enjoyada con el presidente gringo». Le explicó a Johnson que podría hacerla muy impopular, y él lo entendió. «No quiero que nada malo le ocurra a esta chica», dijo a su jefe de gabinete con su fuerte acento tejano que le hacía parecer permanentemente acatarrado, antes de prometer a Indira tres millones de toneladas de alimentos y nueve millones de dólares de ayuda inmediata. Aquel viaje fue el primer gran éxito de la flamante primera ministra, aunque confesó a uno de sus hombres de confianza: «Espero no encontrarme nunca más en una situación semejante.»
Sonia vivía todo esto desde la distancia, con cierta aprensión porque eran cambios espectaculares, y muy pub licitados. Los medios italianos divulgaron ampliamente la noticia del acceso de Indira Gandhi al poder, y el matrimonio Maino pudo ver en su televisor, desde el salón de Via Bellini el rostro de la madre del pretendiente de su hija con todo lujo de detalles. Pero el hecho de que fuese ahora primera ministra no parecía ablandarles. Al contrario, Stefano le vio las orejas al lobo. Para él, eso aumentaba el riesgo, hacía la empresa aún más descabellada. Todo lo que rodeaba a esa señora corría peligro, lo tenía muy claro. ¿No habían matado al propio Gandhi? Esos países eran demasiado impredecibles… Paola, sin embargo, no podía disimular una cierta satisfacción. Su hija no se había enamorado de un cualquiera. De alguna manera, Sonia les había quitado la pátina de paesani, les había «ennoblecido», aunque no por eso estaba dispuesta a que esa historia de amor prosperase. Tampoco ella quería perderla.
Rajiv volvió satisfecho de su viaje a Estados Unidos, aunque fue demasiado corto y estuvo demasiado saturado de actos oficiales como para disfrutarlo como le hubiera gustado. Desde niño, la política siempre había significado lo mismo para él: interminables sesiones de fotos con su madre, tener que escuchar durante largas cenas conversaciones aburridas, ser siempre muy educado, llevar corbata, decir sí a todo, etc. Estaba cada vez más convencido de que lo suyo era una vida alejada de todo ese trajín, una existencia discreta y tranquila junto a la mujer que le quitaba el sueño. También él quería huir de sí mismo, de sus raíces, del peso de la tradición familiar que, intuía, podía un día aplastarlo. Confiaba secretamente en que el destino que sus apellidos marcaban nunca le alcanzaría.
En octubre de 1966, pidió el coche prestado a su hermano para ir a ver a Sonia; el viejo Volkswagen se había deteriorado tanto que lo había vendido por cuatro libras. Además el coche de Sanjay era más apropiado para un viaje tan largo. Era un Jaguar antiguo, un modelo que su hermano había adquirido gracias a sus contactos en la Rolls- Royce a un precio excepcional porque no funcionaba. Sanjay lo había arreglado pacientemente hasta conseguir que arrancase de nuevo. Al contrario que su hermano, a Rajiv no le gustaba presumir, y entrar con ese coche en Orbassano le daba hasta vergüenza pero por otro lado pensó que más valía presentarse así, como alguien pudiente y no como un mochilero. De esa guisa tendría más posibilidades de impresionar favorablemente a los padres de Sonia.
Ella estaba expectante ante su llegada; llevaba meses sin verlo y la espera se hacía eterna. Sus hermanas y amigas también estaban nerviosas. No todos los días llegaba a esa ciudad dormitorio del extrarradio de Turín un príncipe indio dispuesto a llevarse a su cenicienta… La curiosidad era enorme, incluida la de sus padres, que le habían invitado a cenar ese mismo día, aunque todos hacían como si nada.
La llegada de Rajiv en su Jaguar fue una auténtica conmoción en el vecindario. ¿Quién sería ese inglés rico que venía a ver a la hija Maino?, se preguntaban entre murmullos. El desconcierto era aún mayor porque su aspecto no cuadraba con su automóvil. «Parece siciliano», bromeaba un compañero de Sonia. «Con ese cochazo, podría ser un terrone de la camorra», comentó otro. Rajiv llegaba desaliñado y con barba de varios días porque había dormido en el coche para ahorrarse habitaciones de hotel. Sonia no supo si era el cansancio o la perspectiva de la cena, o los recientes acontecimientos que habían catapultado a su madre a la escena internacional, pero le notó preocupado cuando por fin pudo abrazarlo, en una calle desangelada de Orbassano donde se habían citado la mañana de su llegada.
– Voy a tener que volver a la India -le confesó en cuanto se hubo calmado la pasión del reencuentro.
– Entonces… ¿tú licencia de piloto?
– Me la sacaré allí. De todas maneras, no tengo dinero para sacármela en Inglaterra. Lo que me preocupa de todo esto es estar tan lejos de ti.
Había otra razón, y es que su madre le había pedido que volviese.
– Está muy sola. Tiene unos problemas enormes -le confesó a Sonia.
Le explicó que nada más volver de Estados Unidos, la oposición la atacó con saña, acusándola de haber caído bajo la influencia de los americanos y de abandonar la política de no-alineamiento de su padre… Pero no sólo la oposición, sino los que la habían elegido para el puesto de primera ministra, los jefes de su propio partido también. Estaban molestos por la manera en que Indira encaraba los problemas, directamente, saltándose la jerarquía del partido, como en el caso de la escaramuza pakistaní. Un viejo colega de Nehru había lanzado una dura diatriba contra Indira en el Parlamento cuestionando no tanto la ayuda como las condiciones que los americanos habían impuesto para entregarla. Entre ellas estaba la de devaluar la rupia, una medida muy impopular que Indira tomó a pesar de tener a todo el país en contra, demostrando así que no era una imitación de su padre, que era capaz de administrar una amarga medicina a la nación si creía de verdad en ello, y que no le debía nada a nadie. Pero el resultado es que estaba en su punto más bajo, mientras las predicciones sobre el futuro de la India se hacían cada vez más sombrías. Prevalecía la idea de que únicamente la personalidad y el ejemplo de Nehru habían conseguido mantener a la India unida y democrática, pero que ahora, con las sequías sucesivas, las innumerables y pequeñas rebeliones étnicas, la tensión con Pakistán y el liderazgo de Indira, el país estaba al borde de la desintegración.
– Y culpan a mi madre por ello -dijo Rajiv-. Como si fuera ella responsable de que haya habido tres años de sequías y la gente se muera de hambre… El caso es que tengo la impresión de que la estoy abandonando y no me gusta.
Escuchar a Rajiv hablar de su madre representaba para Sonia su peculiar iniciación a la política india. No era consciente de ello, pero entraba en contacto con conceptos e ideas que siempre le habían parecido muy lejanos e incomprensibles, y que pronto se convertirían en algo tan familiar como en su casa era comentar los resultados del Juventus o la pasarela de la moda de Milán. Empezaba a darse cuenta de que no se podía vivir cerca de alguien como la madre de Rajiv sin que ello afectase a la vida de todos los que la rodeaban, ella incluida. Pero era todavía algo demasiado nebuloso y lejano como para alterarla. Cada batalla a su tiempo. La de ahora era vencer la resistencia de sus padres.
Sonia acompañó a Rajiv a casa de un amigo que se ofreció a alojarlo, y luego le mostró su pueblo. Tomaron sendos capuccini en el bar de Nino, caminaron por las calles del centro, y se detuvieron en el bar de Pier Luigi. Aparte de llevar su establecimiento, Pier Luigi era un radioaficionado en sus horas libres, un hobby al que Rajiv también quería dedicarse. Lo había descubierto en sus estudios de vuelo y, aparte de la atracción por la magia de la electrónica, también veía en ello una manera de comunicarse con Sonia desde la distancia. La desesperación de encontrarse un día tan lejos de ella le hacía soñar con cualquier posibilidad de colmar ese vacío.
Sonia le dejó para que pudiera descansar y quedó en recogerle por la noche para llevarlo a cenar a casa de sus padres. Mientras tanto, iría a la cita anual de antiguos alumnos en su colegio de Giavena. «Recuerdo ese día como si fuera ayer», diría la hermana Giovanna Negri. Sonia tenía veinte años. Después de la reunión de antiguas alumnas del colegio, Sonia anunció que se marchaba.
– ¿Por qué no te quedas a cenar con nosotros? -le dije-. Has estado mucho tiempo en Inglaterra y casi no te hemos visto.
– No puedo quedarme -respondió Sonia-. Tengo un invitado que viene a cenar esta noche a casa.
– ¿Y quién es…? -preguntó guasona Sor Giovanna.
Sonia sonrió, dejando ver los hoyuelos de sus mejillas. Al final, lo soltó:
– Mi novio.
– ¿Tu novio? ¡Vaya sorpresa! Cuéntame… ¿Quién es?
Sonia se mostraba reacia a responder, lo que azuzó aún más la curiosidad de la monja.
– Es indio… -dijo con reticencia.
– ¿Indio? -repitió asombrada.
Sonia se puso un dedo en los labios, para que bajase la voz.
Luego le dijo, casi como un suspiro:
– Es hijo de Indira Gandhi.
«Me quedé pasmada», recordaría la hermana Negri años más tarde.
Aquella cena fue un poco la versión italiana de la célebre película que protagonizarían Katharine Hepburn y Sidney Poitier. Sólo que no era ficción y no hubo final feliz, aunque las reacciones de Stefano Maino y de Spencer Tracy fuesen semejantes. Rajiv habló de sus estudios. Acababa de sacarse el título de piloto privado, y pensaba que en año y medio conseguiría el de piloto comercial. Quería colocarse lo antes posible. Tenía una poderosa razón para ello:
– He venido con un propósito muy serio -le dijo a Stefano Maino-. He venido a decirle que quiero casarme con su hija.
Sonia no sabía dónde meterse porque le tocaba traducir. Su madre, nerviosa, empezó a colocar bebidas encima de la mesita del tresillo. Le temblaban las manos. El patriarca se mantuvo cordial, pero firme:
– No me cabe la menor duda de su sinceridad y de su honradez -le respondió, mirando a Sonia para pedirle que continuara traduciendo-. No hay más que mirarle a los ojos para ver cómo es. No dudo de usted. Todas mis dudas tienen que ver con mi hija. Es demasiado joven para saber lo que quiere… -Sonia miraba al techo, exasperada-. No creo que pueda acostumbrarse a vivir en la India, francamente. Son costumbres demasiado distintas.
Rajiv sugirió que Sonia fuese allí a pasar unas cortas vacaciones. Le explicó su idea de que primero fuese sola, antes de que él llegase, para que así pudiese juzgar por sí misma. Pero Stefano se opuso categóricamente.
– Hasta que no cumpla la mayoría de edad, no puedo dejarla marchar.
Era un hueso duro de roer, Sonia lo sabía pero no podía permitir que el ambiente de la reunión se degradase. Los silencios de su padre podían cortarse con un cuchillo. Ese hombre era una roca, y sólo hizo una mínima concesión:
– Si para entonces seguís sintiendo lo mismo el uno hacia el otro, la dejaré ir a la India, pero eso será dentro de un año, cuando sea mayor de edad -dijo antes de girarse hacia su mujer y añadir-: Si el asunto sale mal, no me podrá reprochar que haya contribuido a fastidiarle la vida.
Pero Stefano seguía creyendo, y esperando de todo corazón, que las aguas volverían a su cauce y que Sonia, ante las dificultades que iría encontrando, acabaría por tirar la toalla. Le atormentaba la idea de separarse de su hija.
Cuando Rajiv le contó a su madre su encuentro con los Maino en Orbassano, Indira se mostró de acuerdo con la condición que había impuesto el patriarca italiano. Poner a prueba los sentimientos de los jóvenes era la única manera de saber si esa historia tenía futuro. Había que ganar tiempo; en el fondo, ella también hubiera preferido que Rajiv no escogiese una extranjera. Pero si el tiempo demostraba que ambos se querían, Indira no pensaba oponerse a la decisión de su hijo. Había sufrido demasiado con el rechazo de su propio padre a su boda como para infligir lo mismo a ninguno de sus vástagos.
«El matrimonio no lo es todo. La vida es algo mucho más grande», le había dicho Nehru cuando ella había ido a verlo a la cárcel de Dehra Dun para decirle que quería casarse con Firoz. Nehru le aconsejó que recobrase fuerzas antes de tomar cualquier decisión. Había estado muy enferma y su padre le recordó que los médicos le habían desaconsejado tener hijos. Además, el deseo de Indira le parecía una trivialidad, porque significaba tirar por la borda «la herencia y la tradición familiar» para casarse con un hombre de un entorno y de una educación muy distintos al suyo. Indira no estaba de acuerdo, por lo menos en ese momento. Le dijo que quería una vida anónima y libre de tensiones, lo que nunca había tenido. Quería casarse y tener hijos. Más de uno, recalcó, porque no quería que su hijo sufriese la soledad que ella había conocido. Quería ocuparse de ellos y de su marido en una casa llena de libros, de música y de amigos. Si para alcanzar ese sueño, tenía que desafiar a los médicos y hasta su propia salud, estaba dispuesta a hacerlo.
Firoz era hijo de un parsi llamado Jehangir Ghandy, cuya biografía oficial le atribuye ser ingeniero naval pero otras fuentes aseguran que era un vendedor de licor, aunque sin relación alguna con Gandhi. A finales de los años treinta, cambió la ortografía de su nombre por el de Gandhi, el apellido de una casta de perfumistas, un apellido corriente en las castas Bania de los hindúes de Gujarat, de donde era oriundo el Mahatma. No ha quedado registrada la razón de ese pequeño cambio que acabó siendo de inestimable valor para la futura carrera política de su mujer.
Seguidora de Zaratustra, la religión parsi es una de las más antiguas de la humanidad, pero Firoz nunca fue religioso, al contrario. Había entrado en contacto con los Nehru a raíz del movimiento de lucha contra los ingleses que lo llevó a hacerse miembro del Partido del Congreso. Militante muy activo y muy radical, conocía los textos de Marx y Engels mejor que el propio Nehru. Juntos habían participado en Francia en un mitin de protesta por los bombardeos contra las poblaciones civiles en la guerra de España. Firoz había intentado convencer a los organizadores anticomunistas del acto que dejasen hablar a La Pasionaria, pero no lo consiguió. Nehru, furioso, hizo un discurso encendido, defendiendo ardientemente el derecho a la libertad de expresión.
Nehru no cuestionaba a Firoz como militante, pero pensaba que era un mal partido para su hija. Ambos hombres eran opuestos en todo. Firoz era bajito y cuadrado, un poco fanfarrón, hablaba en voz muy alta y usaba palabrotas a destajo. Ni era refinado ni era un intelectual. Le gustaba la buena mesa y el alcohol y le interesaban los coches y los gadgets eléctricos y mecánicos, pasiones que Rajiv y Sanjay heredarían. Había sido un pésimo estudiante, aunque le gustaban la música clásica india y las flores, como a Indira. Pero sin título universitario ni profesión ni perspectiva de ganarse la vida, con una sólida reputación de mujeriego, era lógico que los Nehru viesen a ese don nadie que pretendía entrar en la primera familia de la India con gran recelo.
– Tú te has criado en Anand Bhawan rodeada de lujo y de criados -le dijo su abuela a Indira en un intento por presionarla-. Firoz carece de fortuna, es de otro ambiente y de otra religión.
– No nos importa la religión porque ninguno de los dos somos religiosos -le respondió Indira-. Soy austera como mi madre, y aunque he vivido en Anand Bhawan, puedo ser igual de feliz en la choza de un campesino.
Más o menos lo mismo le decía Sonia a sus padres cuando estos evocaban la dificultad de vivir tan lejos, en un país tan diferente. Para Sonia, la India era una abstracción. No le asustaba lo más mínimo, a pesar de todo lo que había oído. Si Rajiv hubiese sido un esquimal, le hubiera dado igual seguirle al Polo Norte. «Cuando estás enamorada -escribió- el amor te da una fuerza muy poderosa. Armada de esa fuerza, nada te da miedo. Sólo quieres a la persona que amas. Sólo quería a Rajiv. Hubiera ido al fin del mundo con él. Él era mi mayor seguridad. No podía pensar en nada ni en nadie, sólo en él»
Si Nehru acabó por dar su consentimiento a la boda de Indira con Firoz, Indira accedió a la petición de su hijo cuando éste le rogó que escribiese al padre de Sonia para que la dejase ir a la India. Había transcurrido un año, el plazo que había impuesto Stefano Maino, y la pasión de los jóvenes no mostraba signos de enfriarse. Ni Sonia ni Rajiv estaban dispuestos a vivir el uno sin el otro; la separación se hacía demasiado dolorosa. Indira entendió que la cosa iba en serio. En realidad hubiera preferido seguir la vía tradicional, elegir una hija de buena familia de Cachemira para casarla con su hijo, tal y como manda la tradición, tal y como hizo su abuelo Motilal eligiendo a Kamala, su madre. Los «matrimonios concertados» eran lo común, y los love marriages, las bodas por amor, las excepciones. Los primeros solían funcionar mejor; la tasa de divorcios entre este tipo de uniones es asombrosamente baja porque los padres buscan candidatos para sus retoños en medios sociales y culturales afines, lo que de por sí constituye una ventaja a la hora de la convivencia. Los segundos eran una lotería. Indira no había tenido suerte. Quizás Rajiv la tuviera, aunque arrastraba el hándicap de que su novia era extranjera. En la sociedad tradicional, los extranjeros ni siquiera merecían un lugar en el escalafón, eran considerados «sin casta». Nueva Delhi no era la India profunda, pero aun así Indira era perfectamente consciente de lo difícil que podía resultarle a una chica occidental adaptarse a la vida en su país, aunque ella estaba dispuesta a hacérselo lo más agradable posible porque la chica le había gustado.
La carta de Indira Gandhi invitando a Sonia a pasar unas vacaciones a Nueva Delhi fue un disgusto para Stefano Maino, pero era un hombre de palabra y no tuvo más remedio que cumplir con su compromiso. Lo discutieron en familia y como no había escapatoria, quedaron en que Sonia iría a la India, pero un mes solamente, y después regresaría a casa definitivamente convencida de que no podría nunca vivir allí, pensaban sus padres. Aquí no sólo tenía a los suyos, sino también un futuro. Había estado trabajando todo el año en Fieratorino, y le salían cada vez más oportunidades de ganarse la vida con los idiomas que había aprendido. Si no le gustaba Orbassano porque le parecía pequeño y suburbial, siempre podría irse a vivir a Turín. Sus padres todavía soñaban que algún hombre de negocios la conocería en una de esas ferias y acabaría casándose con ella. Sonia hacía como si escuchara todas esas sugerencias con atención, pero su mente estaba ya muy lejos, a ocho mil kilómetros de distancia.
El 13 de enero de 1968, exactamente treinta y cuatro días después de haber cumplido la mayoría de edad, Sonia aterrizaba en el aeropuerto Palam de Nueva Delhi. Tenía un nudo en el estómago. Sus padres y hermanas habían ido a despedirla al aeropuerto de Milán y ni siquiera el duro de Stefano había podido contener las lágrimas.
– Si no te gusta, te vuelves en seguida, ¿eh? -le había dicho mientras su madre le metía en el bolso de mano más medicinas todavía, como si fuese a la selva.
Sonia no durmió durante el vuelo. Ahora que se enfrentaba sola a su destino, le entró una especie de angustia. La ilusión de ver a Rajiv se transformaba en un miedo impreciso. Llevaban un año sin verse. ¿Y si me decepciona? ¿O yo le decepciono a él? ¿Y si en su propio ambiente se comporta de otra manera? ¿Si no es el mismo que el que creo que es? Eran preguntas inevitables, la justa reacción de alguien que había apostado fuerte a una carta. Ahora tocaba poner la carta boca arriba.
Desde el aire, el entrelazado de avenidas y rotondas de Nueva Delhi sugería las figuras geométricas de mármol en forma de estrella que decoraban los palacios mogoles. El avión aterrizó por la mañana. El clima no podía ser más distinto al frío invierno que había dejado atrás. Hacía una temperatura exquisita, el cielo estaba azul, y nada más salir del avión su olfato quedó impregnado de un olor muy característico, que más tarde identificaría con el olor de la India: una mezcla de olor a madera quemada y a miel, a ceniza y a fruta pasada. y un sonido, el graznido de las cornejas, esos cuervos siempre presentes, vestidos de gris o de negro, cacareando, insolentes, familiares, que le dieron la bienvenida desde la barandilla del vestíbulo de llegadas, desde los postes y los bordes de las ventanas. Allí la estaba esperando Rajiv: «Nada más verlo -contaría Sonia- me invadió una profunda sensación de alivio.» También estaban su hermano Sanjay y un amigo llamado Amitabh, hijo de un matrimonio, los Bachchan, que los Nehru conocían desde hacía mucho tiempo. El padre era un célebre poeta en hindi y diputado parlamentario e Indira le había pedido el favor de alojar a Sonia mientras durase su visita.
Los temores que había sentido durante el vuelo desaparecieron súbitamente, como si nunca hubieran existido. Al contrario, ahora tenía la certeza de que había hecho bien en seguir el dictado de su corazón a pesar de las dificultades. «Estaba de nuevo a su lado y nada ni nadie nos separaría de nuevo», escribió Sonia recordando su llegada.
Nueva Delhi no era la India tal y como se la había imaginado, por lo menos la parte donde vivía, con sus anchas avenidas bordeadas de grandes árboles siempre verdes, muchos de ellos en flor. La casa de los Bachchan estaba en Willingdon Crescent, la avenida de los banianos. Los urbanistas ingleses que hicieron de Nueva Delhi una agradable ciudad jardín quisieron que cada avenida tuviese su propia especie. Janpath, la antigua Queen's Way, era la de los nims, esos árboles sagrados conocidos por sus propiedades medicinales; Akbar Road la de los tamarindos; y en Safdarjung Road, donde se encontraba la residencia de Indira Gandhi, había profusión de flamboyanes con un follaje verde y brillante sembrado de flores anaranjadas. El escaso tráfico rodado se componía de ciclistas, carros tirados por burros o camellos, carricoches con el techo anlarillo, motocicletas petardeantes, viejos Ambassador, réplica de los Morris Oxford III de 1956 que se fabricaban bajo licencia en Bengala, todos sorteando las vacas que campaban a sus anchas en medio de la calzada. No era raro toparse con un carro de bueyes y hasta con algún elefante que transportaba mercancías, detenido en un semáforo. Era una ciudad tranquila de tres millones de habitantes, sin grandes almacenes ni centros comerciales, con un solo hotel de lujo en el corazón del barrio diplomático.
Sonia fue recibida con toda la calidez que podía esperarse de una familia india, aunque Rajiv no podía atenderla como hubiera querido porque el 25 de enero iba a examinarse de piloto comercial y tenía que seguir acumulando horas de vuelo y estudiar. Pero sus primos y amigos, y hasta Indira Gandhi, se volcaron para que su estancia fuese lo más agradable posible. Aunque dormía en casa de los Bachchan, pasaba gran parte de la mañana en casa de su prometido. En aquella época, la primera ministra vivía sin apenas medidas de seguridad. Recibía a la gente todas las mañanas a las puertas de su casa con la simple presencia de un guardia. Sus hijos tampoco tenían escolta, excepto en ciertos eventos considerados arriesgados.
Amigos y familiares se turnaron para enseñarle a Sonia la ciudad, llena de parques y jardines, de monumentos antiguos y de edificios soberbios que habían sido levantados por los ingleses cuando en 1912 habían decidido cambiar la capital de Calcuta a Delhi. Trazaron una ciudad nueva en la que plantaron miles de árboles. Desde tiempos inmemoriales, la vegetación había sido la obsesión de los gobernantes de Delhi. Algunos jardines decoraban mausoleos y tumbas con la idea de que los muertos se sintiesen felices y en paz, otros habían sido concebidos como actos de caridad para el pueblo, y otros los habían hecho los reyes para uso y disfrute propio. A Rajiv le gustaba especialmente pasear por los jardines de Lodh al atardecer, con sus estanques y sus hileras de palmeras gigantescas que rodean la tumba de Mohamlned Shah, un precioso monumento de estilo indomogol que conservaba restos del alicatado turquesa y de la caligrafía original que lo ornamentaban. Era un lugar popular donde las parejas de enamorados podían disfrutar de un momento de tranquilidad y de cierta privacidad. En su moto Lambretta le mostró también la Nueva Delhi imperial, y las vistas espectaculares que los arquitectos británicos habían concebido para impresionar e intimidar a la población local. La que admiró Sonia desde el arco de triunfo de la Puerta de la India, donde arde una llama eterna en memoria de los soldados indios muertos en las dos guerras mundiales, era grandiosa. Como lo era el imponente edificio de South Block, mezcla de estilo mogol y neoclásico donde, del otro lado de la fachada decorada con bajorrelieves de flores de loto y elefantes, se encontraba la oficina de Indira Gandhi, y sobre todo el Palacio de la Presidencia de la República, otrora el palacio del virrey británico, un elegante edificio de arenisca beige y roja coronado por una vasta cúpula de cobre, de exquisitas proporciones y considerado por muchos como uno de los edificios más bellos del siglo xx.
¿Y dónde estaba la India de la que le habían hablado?, se preguntaba Sonia. ¿La India que aterrorizaba a sus padres? ¿La otra India? No era necesario desplazarse mucho. Bastaba seguir la ancha avenida Rajpath, la antigua King's Way, y llegar a la Vieja Delhi. Eso era otro mundo. Alrededor del Fuerte Rojo, otro espectacular monumento construido por el emperador Shah Jehan, el mismo que había levantado el Taj Mahal en honor a su mujer, bullía una muchedumbre colorida y ruidosa que parecía estar participando en un gigantesco carnaval de encantadores de serpientes, malabaristas, adivinos, músicos, tragadores de sables y faquires que traspasaban sus mejillas con puñales. Ésta era la India eterna, la misma que invadía las callejuelas alrededor de la Gran Mezquita, con sus puestos de ropa llenos de telas de colores, sus vendedores de fruta, de dulces, de linternas, de betún y pilas, sus limpiabotas, sus peluqueros en plena calle, sus talleres oscuros en los que niños trenzaban alfombras y otros fabricaban instrumentos de precisión… Una explosión de vida, un caos exótico y bullanguero que la dejaba ebria de colores, ruidos y olores. Y por doquier, detrás de una calle, al fondo de un jardín, se podía ver una antigua tumba o cenotafio, un monumento musulmán o hindú que se remontaba a la noche de los tiempos, como un recordatorio de lo antigua que es la India. ¿No había descrito Nehru su país como «un antiguo palimpsesto en el que capas sobre capas de pensamiento y ensoñación han quedado grabadas, sin que ninguna haya podido borrar u ocultar lo que previamente había sido inscrito»?
Y luego el espectáculo de la pobreza, que veía sentada en la parte trasera de la moto cuando circulaban por ciertos barrios: niños desnudos corriendo por las calles, ancianos haciendo tintinear sus escudillas, gente que se lavaba y hacía sus necesidades en las aceras. A Sonia le recordaba un poco a los pobres de su Lusiana natal cuando era niña, en los años cincuenta, aquellos niños desnudos en invierno, aquellas familias que pasaban hambre y que su madre tanto compadecía, aquellos tullidos en las plazas, antiguos soldados que habían vuelto heridos del frente ruso… Pero lo que nunca había visto eran deformidades como las que exhibían algunos leprosos de Nueva Delhi que acechaban a los coches que se detenían en los semáforos. La India de 1968 contaba con tantos leprosos como habitantes tenía Portugal, tantos mendigos como para poblar un país como Holanda, once millones de santones, diez millones de niños menores de quince años casados o viudos. Cuarenta mil niños nacían cada día, una quinta parte de los cuales moría antes de cumplir los cinco años. Aun así, eran cifras mejores que cuando la independencia, veinte años antes. La mejoría, aunque leve, de las condiciones sanitarias estaba creando un problema aún mayor, y es que la edad reproductiva de los indios se alargaba. Como consecuencia de ello, la explosión de la natalidad se estaba convirtiendo en el mayor problema del país porque literalmente se «comía» el desarrollo económico. Cada año, la población de la India aumentaba en una cifra igual a la población de España entera.
Para Sonia, todo a su alrededor era nuevo v extraño: los colores, los sabores, las personas. «Pero lo más raro de todo eran los ojos de la gente, esa mirada de curiosidad que me seguía por todas partes.» Sonia estaba iniciándose en el mundo de la India, descubriendo lo curiosos e inquisitivos que podían ser sus habitantes, máxime en aquellos días cuando no había prácticamente turistas. Si un extranjero ya de por sí llamaba la atención, una mujer aún más, y si era guapa y vestía con minifalda, que era la moda en Europa aquel año, entonces se convertía en un polo de atracción inmediato. O en objeto de oprobio. Sonia tuvo que aprender a controlar sus gestos, sus movimientos y su manera de vestir, pero no era siempre fácil: «La falta absoluta de privacidad, la obligación de reprimirme y de no dar rienda suelta a mis sentimientos era una experiencia exasperante.» Las muestras públicas de afecto eran mal vistas, no sólo en la calle sino también en la vida cotidiana. No podía dar un beso a Rajiv si había alguien delante, ni siquiera ir de la mano con él sin que resultase escandaloso. Descubría que la India era el país más púdico del mundo, herencia de la Inglaterra victoriana. Luego había cosas difíciles para una italiana: la comida, por ejemplo. Sonia no se acostumbraba al picante, le parecía que anulaba el sabor de los alimentos. Ni a las salsas tan fuertes ni a los sabores agridulces de ciertos platos. O la costumbre de las cenas sociales, donde se hablaba y se bebía mucho durante un rato interminable, se cenaba de pronto y luego no existía la sobremesa, todos se iban en cinco minutos.
No tardó en darse cuenta de que las miradas que tan insistentemente se posaban sobre ella no se debían sólo a que fuese extranjera, o un bicho raro, o una chica muy guapa. Era vista como un nuevo miembro de una familia que durante años había vivido de cara al público. Todo lo que hacían y decían, o al contrario, lo que dejaban de hacer o decir, era minuciosamente escudriñado, analizado y juzgado. ¿Cómo se puede vivir así?, se preguntaba agobiada.
Pero, a pesar de todo, Sonia no se veía de regreso en Italia. Esto era un mundo muy diferente, y quedaba mucho camino por recorrer, mucho por explorar. De la mano de Rajiv, era una singladura fascinante a pesar de los escollos. Además estaba rodeada del afecto de los demás. Sanjay la trataba como a una hermana, entre protector y divertido por verla adaptarse. Amitabh y su familia también. Se sentía arropada y querida. Para ambos, la idea de separarse de nuevo era simplemente inconcebible. ¿Para qué perder más tiempo, para qué regresar a Italia y esperar de nuevo, como otra agonía, a reunirse aquí o allí? Rajiv no podía plantearse ir a vivir a Europa, pensaba ingresar en Indian Airlines en cuanto se hubiera sacado el «comercia!». Luego podrían irse a vivir a un apartamento. Aquí en Delhi lo tenía más fácil; la vida en común estaba al alcance de la mano. Sonia era quien debía dar el paso, quien debía arriesgar porque debía dejar atrás su país y su familia por un tiempo indefinido. Había venido a conocer la India y sus costumbres, pero no necesitaba saber más porque, en el fondo, antes de embarcar en aquel avión ya había tomado la decisión de ser fiel a su propio corazón. Aunque eso significase hacer algo que iba muy en contra de sí misma. No quería ni imaginarse la cara de su padre cuando le dijera que no volvía, que se casaba.
Indira se sorprendió cuando supo que Sonia estaba dispuesta a quedarse, que querían casarse ya. Hacía exactamente tres años que se habían conocido en Cambridge. Habían cumplido todos los plazos, habían hecho todo lo que les habían dicho, y ahora llegaba el momento de tomar la decisión. Indira era consciente de que la llegada de Sonia había supuesto una pequeña revolución en el mundillo social de Nueva Delhi, aunque ni Sonia ni Rajiv lo hubieran buscado, al contrario. Su mera presencia, por ser la novia de quién era y porque era la primera vez que un Nehru iba a casarse con una extranjera de otro continente, había dado pie a toda clase de conjeturas. Aunque era la capital de un país de setecientos millones de habitantes, la sociedad era pequeña, convencional, y todas las familias relevantes se conocían entre ellas. En sus mentideros, los comentarios eran la mayoría elogiosos -¡qué guapa es!-. Pero otros aludían a su falta de «pedigrí» -no es nadie o, peor, «es de baja casta»-; otros a su manera de vestir -«quiere llamar la atención»-; otros a su mera presencia -«¿qué verá ese chico en ella?»-; otros a un sentimiento de ultraje nacionalista -«¿es que no ha podido encontrar una chica mejor aquí?». Sin comerlo ni beberlo, se había puesto en contra a muchísimas chicas guapas de la buena sociedad y a sus madres, que veían cómo una extranjera, y encima una intrusa, se llevaba a uno de los solteros de oro del país.
«Después de una semana -diría Usha Bhagat, la secretaria de Indira-, la señora Gandhi se dio cuenta de que los dos iban muy en serio y que no serviría de nada esperar más. El hecho de que estuviesen saliendo por Nueva Delhi fomentaba el cotilleo y la mejor manera de cortarlo era dejarles que se casasen.» Pero cuando Rajiv le sugirió a su madre que se mudarían a un piso propio en cuanto tuviera trabajo, Indira le impuso su única condición: «Una cosa es casarse fuera de tu comunidad. Pero vivir aparte es totalmente contrario a la tradición india de la familia unida. Nos tildarían de occidentales, nos acusarían de abandonar todas nuestras tradiciones.» Si Rajiv hubiera sido europeo u occidental, probablemente hubiera desobedecido a su madre y se hubiera ido a vivir con su mujer. Pero era indio, y en la India, los hijos acatan la tradición. Sobre todo cuando hay que dar ejemplo. La solución al conflicto en el que se encontraba pasaba porque Sonia aceptase una condición que la mayoría de mujeres occidentales hubieran considerado inadmisible. Pero a Sonia le tocaba adaptarse a la India, no podía ser al revés, y en la India el matrimonio es un asunto familiar, más que individual, donde la armonía entre sus miembros se valora más que la fascinación individual. Eso significaba pasar a formar parte de la familia del marido. Tendría que vivir en la casa familiar, al estilo indio, compartiendo el mismo techo con la suegra, el hermano y la familia del hermano si éste se casaba algún día. Todos en el número 1 de Safdarjung Road. Sonia aceptó porque estaba ciega de amor. Además, vivir en familia no era algo que asustase a una italiana que había vivido su infancia en un pueblo donde los Maino eran un clan. También se convenció de que no estando sola se encontraría más protegida y eso le permitiría adaptarse mejor. A todo le veía el lado positivo: es una de las ventajas del amor, que actúa como una droga.
Decidieron fijar la fecha del 25 de febrero para la boda. Todo muy rápido, pero más valía así. Indira quería evitar que la boda de su hijo se convirtiese en un asunto nacional, como había ocurrido con la suya. A Sonia y Rajiv les contó cómo se había puesto a todo el país en contra, como si cada uno de los habitantes de la nación se hubiera sentido con derecho a opinar. Miles de cartas y de telegramas habían inundado Anand Bhawan, unos insultantes, la mayoría hostiles, algunos de felicitación. Había una explicación, y es que Firoz e Indira habían transgredido dos tradiciones profundamente enraizadas: ni se habían sometido a una unión concertada por las familias, ni se casaban «dentro de su fe». Esto último había enfurecido a los hindúes ortodoxos. Y ahora la historia se repetía. Como si los hijos heredasen de sus padres no sólo las características físicas y las habilidades sino también sus conflictos, sus contradicciones y sus situaciones vitales.
«Queridos padres -les escribió Sonia-. Soy muy feliz. Os mando esta carta para anunciaros que Rajiv y yo nos casamos. Os espero a todos aquí el 25 de febrero…» Sonia no sospechaba que al llegar su carta, la noticia del anuncio de su boda ya había sido difundida por los medios de comunicación del mundo entero. Un periodista del diario turinés La Stampa fue a visitar a la familia al número 14 de Via Bellini. «Los padres y las hermanas viven momentos de extrema tensión -escribió-. El teléfono no para de sonar, periodistas y fotógrafos hacen cola delante de la puerta. El padre, de cincuenta y tres años, es hombre de pocas palabras: “Toda la vida trabajando para asegurar el porvenir de mis hijas… de la boda mejor hablar cuando haya ocurrido, o mejor sería no tener que hablar de ello nunca" -declaró en un tono que deja intuir que está dolido. Su mujer, Paola, de cuarenta y cinco años, no consigue retener las lágrimas. "Me aterroriza la idea de que mi hija se vaya a vivir a un lugar tan lejano", declaró. Preguntados por el novio, añadieron: "Es un chico tranquilo, educado y serio”, y a la pregunta de si acudirían a la celebración, el padre respondió: "Me temo que el deseo de Sonia no podrá ser realizado. Sólo irá mi mujer, yo tengo demasiado trabajo y no puedo perder tiempo. Estaré con mi hija en el pensamiento."»
Iba a ser una boda civil, no podía ser una boda religiosa. Una boda simple, no una estrafalaria boda «a lo indio» que dura varios días. Indira era contraria a la pompa y al despliegue derrochador de las bodas indias, hechas para presumir de relaciones, de poder y de dinero. Los Nehru no necesitaban presumir. Pero sí necesitaban espacio para vivir. La villa colonial que el gobierno había asignado a Indira al ser nombrada primera ministra era demasiado pequeña, tanto que las secretarias y los asistentes trabajaban bajo cobertizos en el jardín. Al dar a la nueva pareja un cuarto y un pequeño salón en la parte del fondo, con salida independiente al jardín, estarían todavía más apretados. De modo que Indira estaba en conversaciones con su gabinete para agrandar la casa. Pronto los operarios iniciaron las obras.
El alboroto de los preparativos absorbió de golpe a todos los miembros de la familia, especialmente a Sonia. No le gustaba nada tener que trocar sus pantalones ajustados por un sari, una prenda en la que se veía ridícula. No conseguía sentirse a gusto porque vivía con el temor de que en cualquier momento los seis metros de tela en las que estaba envuelta se viniesen abajo. Se veía como esas turistas de piel muy blanca que se pavoneaban luciendo saris chillones. Claro que para ellas era un juego, un disfraz para hacerse una foto y enseñarla de vuelta a su país; para Sonia, el sari era mucho más. Marcaba el primer paso en su proceso de indianización. Tarde o temprano, tendría que acostumbrarse.
Había que ocuparse de multitud de detalles: listas de invitados, diseñar las invitaciones, pruebas de peinado, de maquillaje, etc. Sonia estaba aturdida, porque además no entendía bien el inglés de los indios, impregnado de un fuerte acento. En el fondo, estaba deseando que todo acabase lo antes posible. Su proverbial timidez le impedía sentirse a gusto siendo el foco de atención, aunque no podía hacer nada por impedirlo. Fue literalmente asediada por fotógrafos el día de su primera salida en familia, como novia oficial de Rajiv, para asistir a un desfile de modelos de Pierre Cardin en el hotel Ashok de Nueva Delhi. Un extenso reportaje dio cuenta del evento en la revista Femina. Sonia aparecía muy guapa, con el pelo lacio cayendo sobre sus hombros, cubiertos por un sari de seda estampado, sentada entre Rajiv y Sanjay mientras hablaba con Indira. Una foto que dejaba augurar una perfecta armonía familiar. A la salida, Sonia contestó a una insidiosa pregunta de un periodista: «Me vaya casar con Rajiv la persona, no con el hijo de la primera ministra.» Era inevitable que muchos la viesen como una aprovechada, una ambiciosa que había pescado un pez gordo. Yeso la sumía en un estado de profunda tristeza e indignación. Cuando otra periodista le preguntó qué pensaba sobre el hecho de quedarse a vivir en la India, tan lejos de su casa, Sonia alzó la vista hacia Rajiv y esgrimiendo una sonrisa tímida, dijo: «Con Rajiv iría al fin del mundo.»
¿Y no era la India el fin del mundo en aquellos días? Para la familia Maino, lo era, y apenas tuvieron tiempo de organizarse. Al final sólo fueron la madre de Sonia, su hermana Anushka y el tío Mario (hermano de su madre), quien oficiaría de padre entregando la mano de su joven sobrina. Llegaron la víspera de la boda cuando se celebraba, en el jardín de la casa de los amigos donde Sonia se alojaba, la ceremonia del mehendi, que equivalía a una despedida de soltera de la novia. Aunque tradicionalmente no deben asistir ni el novio ni sus padres, en esta ocasión se hizo una excepción y tanto Rajiv como su madre estaban presentes porque querían saludar a los familiares que habían llegado de Italia. Indira fue cálida y extremadamente atenta con Paola, que se sentía entre intimidada e impaciente por ver a su hija. La buscaba por todas partes con la mirada. Cuando le indicaron dónde estaba, se asustó:
– Oh, marnrna mía!
Casi se le saltan las lágrimas. No la había reconocido porque Sonia llevaba la cabeza cubierta por un velo rojo y morado, iba vestida con una falda roja hasta los pies, típica de Cachemira, y un corpiño rojo bordado. Llevaba pulseras, collares y una tiara confeccionada con pétalos de nardos y jazmín engarzados -«joyería floral» lo llamaban-, y un tilak en la frente, el punto rojo que simboliza el tercer ojo, ese que es capaz de ver más allá de las apariencias. Sus manos, sus brazos y sus pies estaban totalmente cubiertos de curiosos tatuajes hechos a base de henna, una pasta extraída de las ramas molidas de un arbusto, tatuajes que dibujaban graciosos arabescos e intrincados diseños. Cuando se hubo repuesto del susto de ver a su hija de esa guisa, su madre la abrazó: «¡Mejor que tu padre no te haya visto así!», dijo conmovida. El pobre Stefano, a ocho mil kilómetros de distancia, estaba triste. A su amigo del alma, el mecánico Danilo, le confesó en el bar de Nino, a propósito de Sonia: «¡La echarán a los tigres!» Qué razón tenía el antiguo pastor de los montes Asiago.
En seguida unas chicas jóvenes rodearon a Anushka y a Paola y se ofrecieron para pintarles las manos. Mientras les aplicaban henna, les explicaron la tradición: cuanto más negros salían los dibujos en las manos de la novia, más amor habría en el matrimonio. Y cuanto más tardasen en borrarse, más tiempo duraría la pasión. Paola y.Anushka miraron los arabescos de Sonia: eran negros como si los hubieran pintado con tinta china.
La boda propiamente dicha tuvo lugar al día siguiente, a las seis de la tarde, en el jardín del número 1 de Safdarjung Road. Indira había rebuscado en sus armarios el sari que quería que Sonia llevase, el mismo que había llevado ella, el que Nehru había hilado durante sus largas horas de encarcelamiento, una vez que hubo aceptado la voluntad de su hija de casarse con Firoz. Sonia lo reconoció, lo había visto en la exposición de Londres y le vinieron a la memoria las palabras de Rajiv: «¡Ojalá lo lleves tú algún día!» Entonces las había tomado a broma. Todavía soñaba con casarse de blanco. Ahora se lo tomaba como un honor y una señal de afecto, sin sospechar por un momento que al vestir ese sari rojo pálido entraba a formar parte, ella también, de la historia de la India.
Un pequeño incidente enfureció a Rajiv al descubrir que había dos periodistas entre los invitados. Ésa era su celebración, y no quería interferencias ni publicidad. Ese día quería ser sólo Rajiv, no el hijo de la máxima autoridad del país, lo que no dejaba de ser una ingenuidad. Se negó a salir de la casa hasta que los paparazzi no fuesen expulsados. Indira tuvo que calmarlo, con mucha paciencia. Cuando la marcha nupcial de Mendelsohn anunció la llegada de la novia, se tranquilizó. Rajiv salió a recibir a Sonia al jardín, donde había unos doscientos invitados, entre amigos y conocidos de la familia. Cuando la vio entrar, del brazo de su tío Mario, le cambió la cara. Sonia estaba espléndida. Era la imagen misma de la elegancia, el cabello recogido hacia atrás en un moño sujeto por un broche de pétalos de jazmín, la piel resplandeciente por la mascarilla de cúrcuma que le habían puesto unas horas antes, una simple pulsera de plata en la muñeca, los ojos pintados de khol y el rostro enmarcado por unos aretes de flores. Hacían buena pareja. Él llevaba pantalones estrechos blancos, una larga chaqueta color crema abotonada hasta el cuello, un turbante color salmón (al igual que sus amigos y primos), y unos zapatos tipo babucha, con la punta curva hacia arriba, como un príncipe de Las mil y una noches. Después del intercambio ritual de guirnaldas, se dirigieron hacia un rincón del jardín donde, alrededor de una mesa resguardada por un enorme biombo hecho también de flores engarzadas en cuerdas colgantes, se encontraban los familiares más próximos. Firmaron en el registro civil y se intercambiaron los anillos. Sonia luchaba por controlar sus emociones. Cada vez que se cruzaba con la mirada de su madre, le entraban ganas de llorar. Entonces prefería buscar la mirada de Rajiv para encontrar fuerzas. El tío Mario parecía perdido; miraba a su sobrina con cariño y algo de condescendencia. Paola mantuvo el tipo, aunque por dentro aquella boda sin sacerdote le daba una pena infinita. Las palabras de Rajiv, que leyó unos versos del Rigveda escogidos especialmente por su madre, pusieron el punto final a la ceremonia:
Suave sopla el viento, suave fluye el río,
que los días y las noches nos traigan felicidad, que el polvo de la tierra produzca felicidad, que los árboles nos hagan felices con sus frutos, que el Sol nos envuelva de felicidad…
Y eso fue todo. Los novios salieron del recinto para encontrarse con una lluvia de pétalos de flores y el estruendo de fuegos artificiales sabiamente orquestados por Sanjay. La ceremonia no había podido ser más sencilla. Así lo había querido Indira, sin el paripé de tener que contentar a los hindúes ortodoxos que reclamaban una ceremonia religiosa completa. Cuando se casó ella, Nehru le había pedido que aceptase hacerlo por el rito hindú, dando siete vueltas alrededor del fuego sagrado y escuchando mantras interminables, porque no quería enemistarse con ellos. Había accedido, pero ahora se tomaba la revancha. Indira era más dura que su padre. De hecho, no había llorado durante la ceremonia de su propia boda. Nehru sí, se le habían humedecido los ojos.
Por la tarde, Sonia había mudado sus enseres de la casa donde había estado alojada a su nueva residencia. Las obras habían servido para ampliar el salón principal que Indira había amueblado en tonos rosa pastel y verde musgo; una puerta corrediza daba a un paraje de árboles enormes y arbustos entre los que revoloteaban pájaros y mariposas.
Después de la fiesta, se dirigió a su nuevo hogar, una habitación grande y cómoda que había sido añadida al fondo de la casa y que todavía olía a yeso. Su madre le había traído ropa de Italia, unos cuantos libros y discos y los periódicos del avión porque temía que a su hija le entrase la nostalgia. Sentada en la cama, Sonia echó un vistazo a los titulares. «El viento hace temblar la Torre de Pisa», «Lucía Bosé ha pedido la custodia de sus hijos» y una entrevista al primer hombre que había vivido quince días con un corazón trasplantado, un sudafricano llamado Blaiberg. Le parecían noticias de otro planeta. Noticias de un mundo que ya no era el suyo. Mientras Rajiv se quitaba el aparatoso turbante frente al espejo del cuarto de baño y varios criados entraban y salían mirándola de reojo, Sonia sintió vértigo al pensar que ya no había vuelta atrás. La suerte estaba echada. ¿Cómo había llegado hasta aquí? Ella misma estaba sorprendida de la fuerza que había sacado para lograr su propósito. Ella, que siempre se había mostrado enemiga de la confrontación, había tenido que tensar la cuerda con su familia hasta un extremo del que se hubiera creído incapaz. A la dicha por haberlo conseguido, a la felicidad de sentir tan cerca la presencia de Rajiv, se mezclaba un profundo sentimiento de sorpresa, y también de pena. Pena por su padre. Pena de no poder compartir el momento más importante de su vida con todos los que quería, con sus amigas del barrio, con sus antiguas profesoras, con sus compañeros… Pena de tener que decir adiós a la niñez, a los padres, al pueblo, a su país. Pena por su madre, porque Sonia era capaz de adivinar en su mirada todo lo que podía atormentarla, desde las costumbres «exóticas» hasta el hecho de vivir así, en la casa familiar, con la suegra al fondo del pasillo, por muy primera ministra que fuese. Al haber forzado la situación, la armonía familiar de los Maino se había resquebrajado y Sonia se sentía culpable. Pero la vida le había colocado en esa tesitura, y desde el momento en que se había aferrado a la mano de Rajiv en respuesta a su tímido avance, allá en los jardines de la catedral de Ely, fue consecuente consigo misma. A nadie le extrañó esa melancolía porque la tradición india contemplaba la salida de una hija de la casa de su padre a la de la familia del novio como un momento de gran angustia. La mayoría de las novias indias lloran y sus amigos y parientes se muestran muy apesadumbrados. Sonia no iba a llorar, pero tenía el corazón henchido de pena, aunque los eventos se sucedían con demasiada rapidez como para apiadarse de sí misma.
Al día siguiente por la tarde tuvo lugar una recepción en Hyderabad House, un palacio de estilo anglomogol que el Nizam de Hyderabad mandó construir en 1928 para regalárselo a una amante suya, y que ahora, bajo control del gobierno, servía de residencia para dignatarios extranjeros. También se organizaban allí grandes eventos mediáticos o conferencias de prensa. Acudieron unas mil personas -amigos de la familia, compañeros del partido, políticos, diplomáticos, periodistas, artistas, etc.-, todos presentando a la entrada la invitación dorada que habían recibido de la oficina de la primera ministra y deseosos de conocer de cerca a la novia extranjera para juzgar por sí mismos si todo lo que habían oído, tan dispar y deformado por el cotilleo, era cierto. Sonia, ataviada con otro espléndido sari, se sentía como un animal en un zoo. Le parecía que las mujeres la atravesaban con sus miradas, intentando adivinar de qué pasta estaba hecha. La mayoría había viajado al extranjero eran conscientes de lo diferente que era la India de Europa. Algunas la miraban con lástima, otras con envidia, otras con genuina simpatía. Llegó la hora de cenar, en el suelo, a la manera de Cachemira. Al son de una pequeña orquesta de música clásica india, los convidados degustaron suculentos platos típicos con aromas de canela, cardamomo, azafrán y clavo: cordero con nabo, pollo con espinacas, pescado con raíz de loto… También había patatas en salsa de yogur o queso fresco frito para los vegetarianos. Los familiares de Sonia pudieron cenar comida italiana, y los tíos de Rajiv, comida parsi. El delicioso té verde de Cachemira, el Kavha, se sirvió al final. Pero no fue una recepción ostentosa. «El presupuesto era pequeño», confesaría Usha, la secretaria de Indira.
Tampoco había presupuesto ni tiempo para un viaje de novios en condiciones. Pero Rajiv quería mostrar un poco de la India a los parientes de Sonia, así que salieron todos para Rajastán, la India romántica, tierra de antiguos señores feudales, la región más espectacular del subcontinente. Les parecía increíble que tan cerca de una ciudad como Delhi existieran aldeas medievales, sin luz ni agua corriente, pero de una deslumbrante belleza, donde en la plaza del mercado se codeaban todos los oficios de la India: vendedores de ropa usada, dentistas ambulantes, campesinos en cuclillas junto a sus puestos de verduras, sastres, herreros, carpinteros, joyeros… Cabras, vacas y camellos pululaban entre montones de esencias de todos los colores -polvo de azafrán ocre, de cúrcuma amarillo, de guindillas molidas rojas-. En camino al parque nacional de Ranthambore, veían por el campo manchas de color amarillo, rojo, malva, rosa, que eran los turbantes de labradores y pastores que caminaban entre el polvo ocre que levantaban sus rebaños. Sus mujeres iban vestidas en los mismos tonos; lucían joyas de plata vieja y piedras semipreciosas y parecían princesas en lugar de campesinas.
Ranthambore era un parque natural creado en 1955 en una zona semiselvática para proteger la supervivencia del tigre. ·Una inmensa fortaleza, que conservaba en su interior templos en ruinas, palacios y cenotafios aprisionados por raíces de ceibas gigantescas, dominaba el parque desde lo alto de un promontorio. Abajo, entre colinas cubiertas de vegetación y lagunas de aguas plateadas, se podían ver ciervos, antílopes, osos, chacales, cérvidos y jabalíes. Si había suerte, algún tigre al amanecer. A Rajiv le gustaba ese lugar porque aunaba dos pasiones suyas: el amor a los animales y su afición a la fotografía. Además pensó que la familia de su mujer se llevaría un buen recuerdo de la India porque en esa selva no se veía miseria humana. Rajiv les contó que él y su hermano habían vivido la infancia rodeados de animales, disfrutando de un auténtico zoológico en los jardines de Teen Murti House. Muchos de los animales eran regalos que jefes de Estado o políticos nacionales hacían a su abuelo. Habían tenido loros, palomas, ardillas, un cocodrilo y un panda del Himalaya llamado Bhimsa, un regalo del estado de Assam a su abuelo. También habían tenido tres cachorros de tigre. Rajiv los adoraba y uno de sus grandes disgustos de niño fue cuando su abuelo decidió desprenderse de uno para regalárselo al mariscal Tito.
De regreso a Delhi, se detuvieron en una aldea donde se celebraba una boda. Era una auténtica boda hindú, llena de colorido y de ruido. El novio, el rostro tapado por una cortinilla hecha de flores, apareció montado en una escuálida yegua blanca cubierta con una alfombra de terciopelo bordada en oro. Al son de tambores y panderetas, avanzaba caracoleando hacia su novia, que lo estaba esperando bajo una tienda. Las familias estaban muy orgullosas de que unos forasteros asistiesen a la ceremonia y en seguida les agasajaron con té y dulces, mientras el chico desmontaba. El sacerdote invitó entonces a los novios a conocerse oficialmente. Lenta y tímidamente, cada uno de ellos apartó el velo del otro con su mano libre. El rostro alegre del chico apareció frente a la mirada apocada de la novia, una niña que no debía tener más de doce años, frágil y asustada como un pajarito. Su familia la observaba con una emoción mal contenida. Rajiv hacía de intérprete, no sólo con el idioma, sino con las costumbres. Esa simple boda, que parecía tan ingenua e inofensiva, escondía varios males de la India, auténticas enfermedades sociales. Los matrimonios infantiles como éste exponían a niñas a ser madres, con la consiguiente mortalidad y problemas de salud para la madre y el niño. Además los padres de la novia, que parecían campesinos pobres, seguramente se habían endeudado durante muchos años para pagar la dote, requisito indispensable para casar a una hija. Sí, todo eso era muy bonito y muy pintoresco, pero esas costumbres mantenían a los pobres hundidos en la miseria. Fue allí cuando Sonia oyó por primera vez hablar de la costumbre del sati, que todavía se practicaba esporádicamente en esta región. Los comensales comentaban un caso reciente, no muy lejos de donde se encontraban, que había sido un escándalo nacional. Una joven viuda se había lanzado a la pira funeraria del marido. La policía había investigado el caso sin conseguir averiguar la verdad. Las opiniones de los invitados a la boda estaban muy divididas: unos decían que la viuda era una santa por haber tenido el valor de convertirse en sati, otros que había sido drogada y forzada a saltar a la hoguera para que no pudiera heredar ninguno de los bienes del marido… Rajiv se inclinaba por esto último. ¿Cómo conseguir modernizar este país?, parecía preguntarse, pensando en la tarea ingente que le había tocado a su madre, mientras conducía el coche de regreso a Delhi.
A Sonia le llegó la hora de despedirse de su familia. Los acompañó al aeropuerto. Después de abrazar a su madre, y quizás porque adivinó el quebranto que sentía al dejar a su hija, Sonia se vino abajo y rompió a sollozar. Para su madre, ésa era la verdadera despedida: unos volvían a casa, al hogar de siempre; Sonia permanecía en esa tierra extraña, sola, sin ellos. Nunca como en ese momento se había mostrado la realidad con tanta crudeza, tanta que hacía daño. Ambas estaban hechas un mar de lágrimas, y no eran especialmente propensas al llanto, lo que hacía la escena todavía más desgarradora.
– Escribe mucho, llámame a menudo…
– Te lo prometo, mamma.
En el coche que la traía de vuelta a casa, Sonia se secaba el rostro mientras le venían a la memoria flashes de momentos felices de su infancia en Lusiana, cuando salía a ordeñar las vacas con su padre y su madre, o cuando venían amigas y primas a celebrar su cumpleaños llenas de regalos. ¡Qué lejos parecía esa vida! Quedándose en la India, se daba cuenta ahora de que empezaba de cero. Tanta tensión y tanto ajetreo la habían dejado agotada y deprimida. Necesitaba ver a Rajiv lo antes posible. Sólo él podía consolarla porque él era la justificación de toda su zozobra.
Pero Rajiv no estaba en casa, estaba en su curso, en el aeroclub. Sonia se dirigió a su cuarto. Si no estaba su marido, entonces prefería quedarse sola, tumbarse en la cama y llorar todas las lágrimas, conjurar la melancolía esperando su regreso. Pero nada más abrir la puerta, vio un sobre encima de la cama, con membrete de la oficina de la primera ministra. Lo abrió. Era una nota de Indira que decía: «Sonia, todos te queremos mucho.» Entonces se le iluminó la cara. La melancolía se evaporó como por encanto, sonrió y salió de su habitación.
La vida cotidiana en casa de los Gandhi empezaba pronto, casi al alba. Cuando Sonia se despertaba, ya estaba Indira al fondo del jardín en su charla diaria rodeada de los pobres que venían a tener su darshan. Luego se metía en su coche oficial, que la llevaba a su despacho de South Block, donde pasaba toda la mañana. Por las tardes solía ir a trabajar a su despacho personal, que hacía de sede del Congress, y que se encontraba muy cerca de su casa, en el número 1 de Akbar Road, a unos cincuenta metros de distancia. Era una agradable caminata por el jardín, siempre verde y con arriates de flores y plantas odoríferas. El gobierno le acababa de ceder esta casa para que todos cupieran en la suya.
Rajiv también salía pronto para sus clases de vuelo. Aprobó sin dificultad el examen de piloto comercial y ahora hacía prácticas en la compañía nacional Indian Airlines. Pilotaba un DC-3, el famoso Dakota, el avión de sus sueños de infancia. Su hermano Sanjay estaba absorto en la tarea de diseñar un coche autóctono, adaptado a las carreteras de la India. Cada miembro de la familia llevaba una existencia independiente, pero Sonia pasaba mucho tiempo sola. Un tiempo que le permitía observar el ajetreo y el bullicio de una gran casa india y adaptarse al calor, que llegó de pronto. Un calor seco, intenso y abrasador que subía cada día, irremediablemente, y que seguiría haciéndolo hasta las lluvias de junio, si es que este año llegaban a tiempo. No le gustaba el aire acondicionado porque temía que le provocase crisis de asma; prefería colocarse bajo las aspas de los ventiladores colgados del techo. Entendió por qué el personal de servicio se movía con tanta lentitud. Al principio le parecían unos perezosos; ahora comprendía que el calor, parecido al ferragosto de Italia, sólo que estaban en marzo, aflojaba los músculos y ablandaba las voluntades. El personal de servicio era escaso para una casa de esas características. Lo normal es que hubiera un mínimo de diez o quince criados, cada uno encargado de una tarea específica a su casta. Aunque Nehru y Gandhi se habían encargado de suprimir oficialmente las castas en la Constitución de la nueva nación independiente, la realidad es que seguían influenciando las conductas, sobre todo en los estratos más bajos de la sociedad y en las zonas rurales. En ninguna casa de los Nehru habían podido combatir esa jerarquización de la vida doméstica, por más que lo habían intentado. No era fácil borrar de un plumazo miles de años de historia. De modo que la tradición seguía imperando, y quien servía la mesa no era el mismo que la recogía, el chófer conducía pero no lavaba el coche; la cocinera guisaba, pero no fregaba los platos; los que barrían el suelo no limpiaban los baños, etc. Los Nehru se contentaban con menos servicio que lo usual, pero aun así Sonia no estaba acostumbrada a la eterna presencia de los criados, que al deslizarse sin ruido por los pasillos le pegaban unos sustos de muerte. Quizás lo que más le molestaba es que le parecía que nunca estaba al abrigo de miradas indiscretas, ni siquiera en la privacidad de su casa. Más de una vez, después de haberse encerrado en su cuarto de baño, se había sobresaltado al descubrir al encargado de la limpieza, un hombre huesudo y de piel renegrida que, en cuclillas y con un trapo en la mano, estaba arrinconado en una esquina. Poco a poco aprendió lo mismo que tenían que aprender las esposas de los diplomáticos afincados en la India: a convivir con ese enjambre de gente, a saber mandarles, a tener paciencia con los sweepers, los barrenderos, que sólo desplazan el polvo de un lugar a otro, a dirigirse a cada cual según su rango o su religión de manera que en ningún momento sientan que «pierden casta», a llevarles al médico si se ponen enfermos porque no existe seguridad social, etc.
Ni siquiera la casa de la primera ministra escapaba al trajín de la vida cotidiana en las ciudades indias. A media mañana, Sonia oía a los pintorescos vendedores ambulantes anunciando desde la calle sus mercancías con voces cantarinas. Unos empujaban carritos repletos de verduras y fruta, otros cargaban cajones llenos de dulces, otros traían leche, o los periódicos… De vez en cuando un hombre con un mono danzarín y unos osos llamaba desde fuera para ofrecer su espectáculo. También acudían vendedores de telas con sus fardos de manteles y juegos de mesa, tejidos a mano, lisos o estampados, del más fino algodón o de seda cruda, multicolor o blancos. El sastre se sentaba en la veranda cosiendo toda la mañana, mientras Sonia miraba fascinada las pulseras de cristal pulido que le ofrecía un vendedor ambulante que el servicio había dejado entrar pensando que la distraería. Las puertas y ventanas abiertas al jardín dejaban entrar los aromas de las flores y del césped recién cortado y húmedo, pero que amarilleaba según pasaban los días.
A menudo Sonia aparecía en el despacho donde trabajaban las dos secretarias particulares de su suegra. Una de ellas, Usha, recordaría que venía a hacerle todo tipo de preguntas sobre cosas indias: ¿Cómo se ajusta un sari? ¿Cómo se celebran los cumpleaños? ¿Qué regalo se lleva a la fiesta del primer corte de pelo de un bebé? ¿Cómo se dice «cierra la puerta» en hindi?, etc. Ellas la tomaban el pelo diciéndole que no tenía una, sino tres suegras. A la verdadera apenas la veía de lo ocupada que estaba, aunque su presencia siempre se hacía notar. Era la persona central en la familia. Un día Sonia entró en el despacho de Usha muy alterada. Llevaba una nota que le había dejado Indira expresando sus puntos de vista sobre ciertos aspectos, la mayoría críticos, como el hecho de que Sonia se negase a aprender hindi o fuese tan paradita ante los que no conocía. «¿Por qué no me lo dice en persona en lugar de escribirme una nota?», preguntaba la italiana al borde de las lágrimas.
– A la señora Gandhi le cuesta comunicarse -le contestó Usha-, es una mujer bastante introvertida. Pero no te preocupes por lo de las cartas, también se comunicaba así con su marido y con su padre.
La timidez de Sonia y quizás un cierto complejo llegaban a paralizarla tanto que se convertía en un problema a la hora de atender unas visitas importantes, o simplemente a la hora de socializar. Fuera de los amigos de su marido y de su cuñado, con los que ya tenía confianza, le costaba mucho romper el hielo y abrirse a la gente. En el fondo, seguía siendo la pequeña campesina de los montes Asiago, la estudiante de una ciudad de provincias italiana trasplantada a otro planeta, la casa de una primera ministra, donde siempre entraba y salía gente de todo tipo y condición. «Durante mucho tiempo, Sonia fue muy retraída -contaría Usha-. Era una tarea complicada persuadirla de algo.» Indira, a pesar de lo ocupada que estaba, no perdía de vista los asuntos de casa y se esforzaba para que su nuera saliese de su caparazón: «Sería estupendo si pudieras convencer a Sonia para que venga esta noche. Pero no la fuerces si de verdad no le apetece», decía una nota suya a su secretaria. Tanto Rajiv como su madre eran caracteres más bien reservados, de modo que entendían que Sonia necesitara tomarse su tiempo para aclimatarse a esta nueva vida. Procuraban presionarla lo menos posible, porque veían que le costaba acostumbrarse. Aquí no podía hacer cosas sencillas, como salir con una amiga a pasear, por ejemplo. Las anchas avenidas de Nueva Delhi no estaban hechas para caminar, las distancias eran demasiado grandes para recorrerlas a pie. Además, aquella parte de la ciudad era puramente residencial, no había tiendas ni comercios. La restricción de movimientos, la comida, el calor y el alejamiento de los suyos le provocaban ataques de nostalgia que la revista italiana Oggí que le mandaba puntualmente su madre cada semana apenas conseguía n1itigar. Estaba entre dos mundos sin hacer pie en ninguno de ellos. Se acordaba de su padre, y de sus advertencias, y había momentos en los que le hubiera gustado coger el teléfono y hablar con él, pero Sonia era fuerte y sabía que tenía que aguantar. La presencia de Rajiv, por la tarde, solía calmar sus angustias.
En mayo hacía tanto calor que Indira invitó a Sonia a acompañarla a un viaje oficial al reino de Bhután, un pequeño país en las estribaciones del Himalaya que vivía totalmente apartado del mundo, pensando que le sentaría bien cambiar de aires. Para acompañarla también invitó a la hija del ministro de Asuntos Exteriores, Priti Kaul, que tenía la misma edad que Sonia. Fueron sólo dos días de viaje, pero se divirtieron mucho. Nada más bajar del helicóptero, les recibió el rey Dorje Wangchuk, hombre muy afable, devoto budista y monarca absoluto que mantenía su reino cerrado al exterior. Hacía una temperatura perfecta; daban ganas de beber el aire cristalino. ¡Qué alivio!, pensó la italiana al sentir la brisa fresca de la montaña acariciarle el rostro, como cuando iba de excursión a los Alpes. Aquí no había telesillas ni restaurantes, sino banderines de rezo que flotaban al viento, esparciendo las oraciones budistas hacia la cordillera del Himalaya, que mostraba sus picos acerados contra un cielo intensamente azul. No había nada que pudiese ser considerado «moderno». Prácticamente no existía el tráfico rodado, excepto algunas motocicletas, y la gente vestía a la manera tradicional con una especie de delantal de colores muy pintoresco. Iban a caballo o en carros tirados por bueyes parecidos a los yaks. La comitiva llegó al imponente monasterio de Tashichhodzong, que dominaba un paisaje luminoso de montañas de crestas blancas en cuyas faldas había bancales dorados de cebada que descendían hacia el valle como una gigantesca escalera. Era como un viaje a la Edad Media: no existía la televisión, no había cárcel ni delincuencia, la única concesión a la modernidad era la electricidad, pero sólo durante dos horas al día. El propio rey les acompañó a sus aposentos, tres habitaciones y un cuarto de baño, todo más bien modesto, explicándoles que eran los suyos propios. En la época no existía infraestructura hotelera en Thimpu, la capital, que parecía más bien un pueblecito, así que cedió a sus huéspedes lo mejor que tenía. Después del banquete, en el que Indira y el monarca hablaron de cómo democratizar el reino y al mismo tiempo preservarlo de las influencias nefastas de la modernidad, las chicas regresaron a su cuarto. Sonia descubrió una trampilla en el suelo, debajo de una alfombra. Muertas de curiosidad, las dos la levantaron y vieron una habitación con un camastro, sencilla, parecida a la habitación de un monje. De pronto se encendió una linterna y vislumbraron al rey, ligero de ropa, que se disponía a acostarse. Cerraron la trampa muertas de vergüenza. Se lo contaron a Usha, quien a su vez se lo dijo a Indira, temerosa de que aquel incidente pudiera desencadenar un conflicto diplomático. Indira se limitó a reírse.
Al día siguiente volaron en helicóptero desde Thimpu hasta el estado de Sikkim, fronterizo con el Tibet. Fueron recibidos por el rey local y su mujer, una neoyorquina encantadora llamada Hope Cooke, en su palacio. Por la noche, cuando ya Indira se había acostado, llegó la americana al cuarto de las chicas con el manjar que más le gustaba a Sonia: salmón ahumado. Le recordaba a su época de Inglaterra, donde lo había descubierto.
Fue un breve paréntesis de frescor en medio de la canícula que abrasaba el norte de la India. Cuando regresaron a Delhi, abajo en la llanura el mercurio marcaba 43 grados a las once de la mañana. El asfalto se derretía. Los árboles parecían tan cansados como los hombres. La gente caminaba con paraguas abiertos para protegerse del sol. Los conductores de rickshaws esperaban a sus clientes tumbados bajo cualquier sombra. En casa, las flores de los arriates del jardín se habían marchitado y el césped parecía paja seca. Los criados regaban la fachada. Sonia tuvo que aprender a restringir sus movimientos al mínimo para ahorrar energía. La temperatura nocturna se hacía tan intolerable que tuvo que claudicar ante el aire acondicionado. Le aconsejaron no salir de casa al mediodía porque el sol golpeaba con demasiada fuerza. Poco tenía que ver este calor con el ferragosto. El aire era tan denso que se podía cortar con un cuchillo y la temperatura subió hasta los 46 grados unos días más tarde. Era un clima cruel y despiadado. Sonia esperaba ansiosa el regreso de Rajiv, tumbada en la cama y soñando con el paisaje bucólico del Véneto, recordando el crujido que sus botas de goma producían en la nieve recién caída, el agua helada que de niña bebía directamente de los arroyos, el olor del campo después de la lluvia, los prados verdes salpicados de amapolas en primavera… Pero ya estaba aquí su marido, y esperaban al atardecer para salir a dar una vuelta en moto y tomarse un helado en uno de los escasos lugares que los servían en condiciones higiénicas saludables. Había que tener cuidado al comer fuera de casa, porque el calor alteraba la conservación de los alimentos.
La tensión en casa aumentaba proporcionalmente al calor, no por lo incómodo que pudiera resultar, sino por sus repercusiones políticas. Al fin y al cabo, aquélla era la casa de la primera ministra, y su labor y su futuro dependían en gran medida, ese año, de que las lluvias monzónicas llegasen a tiempo. La mayor preocupación de Indira seguía siendo luchar contra el hambre. Tenía claro que la escasez de alimentos se combatía introduciendo nuevos métodos agrícolas que habían probado su eficacia en otras partes del mundo, y fomentando la construcción de fábricas de fertilizantes. Conseguir una auténtica revolución verde, hacer que la India fuera auto suficiente, ésa era su principal prioridad y a ella se dedicaba con ahínco. Todo lo demás, que era mucho, podía venir después: sanidad, educación, mejorar el estatus de las mujeres, etc.
El problema es que ese ambicioso programa necesitaba tiempo para que diese sus frutos. Mientras, la gente tenía que comer. Y la mala suerte quiso que la India sufriese tres años de sequías consecutivas. Si aquel cuarto año no llegaban tampoco las lluvias, el desastre estaría servido. A esto había que añadir el fiasco de la ayuda americana. A pesar de todas las indicaciones de lo contrario, el presidente Johnson había querido utilizar la ayuda alimentaria como palanca para someter a la India a su política. Aunque Indira estuvo dispuesta a hacer algunas concesiones (enfrentándose a una tormenta de protestas en casa), nunca tuvo la intención de abandonar la política de no-alineamiento de su padre. Como represalia por una crítica que el ministro de Exteriores indio hizo a Israel por su actitud hacia los países árabes, Johnson empezó a retrasar los envíos de alimentos. Pidió que todos los informes de cargamentos de grano pasasen por su despacho antes de darles el visto bueno final. Indira tenía un mapa de la India en la pared de su oficina de South Block donde rastreaba el movimiento de cada carguero con alimentos. La lentitud era exasperante.
– ¡Esos americanos no se dan cuenta de que cada día que pasa supone la muerte de mucha gente! -decía en casa, indignada, un día en que Sonia había preparado un plato de pasta-. No te lo tomes a mal, no es nada personal -siguió diciéndole a Sonia, apartando su plato-, pero he decidido, y así lo acabo de anunciar en el Parlamento, que dejo de comer trigo y arroz en señal de protesta.
La sesión parlamentaria la había dejado exhausta, y apenas cenó. Se quejaba de una fuerte jaqueca. Ninguna de la recetas del médico había conseguido quitarle los persistentes dolores de cabeza que llevaban varios días haciéndola sufrir. Los problemas de la India no eran para menos.
– Como no lleguen las lluvias, habrá otra hambruna.
– Te vaya preparar un remedio casero que mis padres me enseñaron para luchar contra el dolor de cabeza.
Sonia hizo una infusión de manzanilla y humedeció unas gasas que aplicó en la frente de su suegra. Indira seguía hablando. Temía que otra sequía dejase en evidencia su política agraria, pilar de la acción del gobierno, que tan buenas señales había comenzado a mostrar. «Empezó a tranquilizarse y a encontrarse mejor», recordaría Sonia, que no entendía los matices ni los detalles de los enormes problemas a los que se enfrentaba su suegra, pero que sí comprendía su importancia y su alcance. De pronto, Indira cambió de tema.
– ¿Cómo vas con el hindi? -preguntó de sopetón.
– Mal -contestó Sonia.
Indira quería a toda costa que Sonia aprendiese hindi. Además de por razones políticas, porque siempre se había acusado a los Nehru de ser demasiado «británicos» u «occidentales», Indira creía que era genuinamente bueno que su nuera pudiese expresarse en el idioma del pueblo porque le abriría contactos y también las puertas de la India profunda. ¿No era el idioma el alma de una cultura? Pero Sonia no entendía por qué tenía que aprender un idioma que sólo hablaba el servicio, ya que el inglés era lo que amigos e invitados utilizaban siempre. Le habían puesto un profesor particular que se había empeñado en enseñarle el idioma desde el punto de vista académico, con mucha gramática.
– Las clases son aburridísimas -le confesó Sonia, satisfecha de haber conseguido aliviarle el dolor.
Indira no insistió, pero unos días más tarde dejó una nota a Usha, su secretaria: «Parece que los progresos de Sonia son inexistentes. El método del profesor no funciona. Por favor, cuanta más conversación en hindi practiques con ella, mejor.»
Ciertos hábitos de esa casa hubieran sido difíciles de entender para cualquiera. Por ejemplo, desde siempre en casa de los Nehru se había hablado hindi en el almuerzo del mediodía e inglés en la cena, y cada día, una de las comidas era india y otra occidental. Sonia no entendía por qué cada uno no podía comer lo que quisiese y hablar en el idioma que quisiese. Pero como era dócil, no se obcecaba. Y era suficientemente inteligente como para saber que tenía que encontrar su lugar en esa familia aunque hubiera que plegarse a exigencias que no entendía bien. Aceptaba que eso formaba parte de su proceso de adaptación.
Junio se hizo eterno. Parecía que toda la ciudad estuviera mirando al cielo barruntando indicios de lluvia. La primera página de los periódicos mostraba en gruesos caracteres los récords de temperatura: 46 grados en la Puerta de la India de Rajpath, anunciaba el día 15, cuando ya el monzón tenía que haber llegado. Una foto mostraba grupos de niños bañándose en las fuentes públicas. El aire seco y abrasador resecaba la garganta. Los ojos picaban como si tuviesen arenilla. Una capa de polvo gris, que el viento había traído de los desiertos de Rajastán, cubría el jardín del número 1 de Safdarjung Road. Para Sonia, lo extremo del clima era algo novedoso. En Europa, el clima era regular, y las predicciones servían sobre todo para saber si habría nieve en la montaña o sol en la playa el fin de semana siguiente. Aquí el clima era algo mucho más dramático por su intensidad y su importancia en la vida del país, eminentemente agrícola. El fracaso de la cosecha de arroz podía significar la muerte de un millón de campesinos. Por eso estos días cruciales en la vida de la India eran seguidos con tanta atención por la gente y por los medios de comunicación.
Por fin, a finales de mes, un ruido atronador seguido de un torbellino de aire ardiente que levantó nubes de polvo y arrancó las hojas de los árboles anunció las primeras tormentas. Como si la noche cayese de pronto, gruesos nubarrones negros invadieron el cielo y el viento seco dejó paso a una lluvia de gruesas gotas que martilleaban el techo de la casa. Los empleados de servicio parecían revivir después de tanto amodorramiento. Salieron a la calle a dejarse empapar y las sonrisas volvieron a iluminar sus rostros. Parecía que las altas palmeras de la rotonda también temblaban de emoción. La televisión mostraba imágenes de la euforia que se estaba apoderando del país. Gentes de diferentes religiones y castas saltaban y bailaban juntos en las calles, como niños, chapoteando en el agua, duchándose bajo los caños de los tejados. Era como una gran fiesta en la que el monzón hubiera hecho desaparecer las diferencias entre los hombres.
Pero a la intensidad del calor, ahora le sucedía la intensidad de las precipitaciones. Caía el agua con tanta fuerza que el ruido, dentro de casa, era ensordecedor. La temperatura descendió de golpe unos grados, y una suave brisa aportó una caricia de frescor. En el jardín, las ranas cruzaban croando por el césped que reverdeció como por arte de magia, pero dos días más tarde el jardín estaba tan inundado que parecía un lago. Si muchos barrios de chabolas literalmente desaparecían con las lluvias para luego ser reconstruidos, los barrios de Nueva Delhi no eran inmunes a las consecuencias del diluvio. Las elegantes rotondas del vecindario de las embajadas estaban inundadas, así como los túneles, y muchos vehículos se quedaban como muertos, taxis y rickshaws con los motores ahogados que soltaban sus últimos estertores ajenos a los esfuerzos de sus dueños por arrancarlos de nuevo. Aunque el calor se hizo menos intenso, la sensación de bochorno era desagradable. Sonia tenía la sensación de tener las manos siempre húmedas; se cambiaba varias veces al día porque el sudor empapaba la ropa. Estaba asombrada de que durante días no parase de llover, como si los dioses del clima se vengasen del calor seco y ardiente de los meses anteriores. Ahora entendía por qué las fachadas de tantos edificios parecían sucias y con chorretones, por qué había tantos socavones, y es que el clima arrasaba con todo y convertía cualquier tarea de mantenimiento en una empresa demasiado cara para un país tan pobre.
La parte positiva es que las lluvias trajeron a la casa la alegría de fuera, como si la felicidad de todo un país gigantesco se colase por las ventanas e invadiese cada rincón. Un país que, al no morirse de hambre este año, quizás conseguiría salir adelante y no volver a conocer las atroces hambrunas del pasado. Indira, muy en sintonía con el sentimiento del pueblo, parecía contagiada de esa alegría. A pesar de tantos otros problemas, volvía a ser una mujer radiante.
Quizás porque no percibía el comportamiento retraído de Sonia como una amenaza, en un periodo de tiempo sorprendentemente corto, Indira, que era más bien de naturaleza desconfiada, llegó a tomarle verdadero cariño. La italiana era una mujer discreta y directa, dos cualidades que en un principio le habían granjeado su inmediata simpatía. Pero también era hogareña y le gustaba «hacer familia». No empujaba a Rajiv a vivir en pareja separada del resto, como hubiera podido pensar al principio. Al contrario, insistía para que siguiesen respetándose las costumbres de siempre, como juntarse a la hora de las comidas, una tradición que se remontaba a los tiempos de Teen Murti House. Independientemente de dónde se encontrase cada miembro de la familia, todos se esforzaban en volver a casa a comer, a menos que hubiera algún acto oficial. Desde que eran niños, Rajiv y Sanjay se habían acostumbrado a dejar lo que estuvieran haciendo para almorzar en familia. A Sonia esto le parecía muy bien porque las conversaciones en la mesa eran siempre muy animadas, salvo cuando Sanjay se enredaba a hablar de política con su madre. Lo habitual era intercambiar puntos de vista, chistes y experiencias personales. Si Rajiv y Sonia salían de noche con sus amigos, esperaban a que Indira terminase de cenar haciéndole compañía. Indira tenía un gran talento para la conversación; era rápida en sus observaciones, clara en sus descripciones y tenía un fino sentido del humor. Sus intereses no se limitaban a la política, sino también a las artes, a las innovaciones científicas, al comportamiento de la gente, a los libros, a la naturaleza… Había cosas sorprendentes en ella, que sólo con el tiempo se descubrían. Por ejemplo, solía reconocer un pájaro por su canto, y es que en los cincuenta había sido miembro de una sociedad ornitológica y había aprendido mucho de pájaros. También contaba multitud de anécdotas de sus viajes al extranjero. En Santiago de Chile la mujer de un político la recibió diciendo: «Uy, qué fina y delicada parece. Esperaba ver a una especie de Golda Meir…» Sonia se desternillaba con aquellas historias. Como la del Kremlin, cuando después de un banquete que Brezhnev y Kosiguin dieron en su honor, a la hora del café se observó la costumbre rusa de segregar a los hombres de las mujeres, e Indira, para su gran sorpresa, se encontró en el grupo de los hombres… O cuando Indira fue a ver a Gandhi para hablarle de su boda con Firoz, y el viejo santón en lugar de animarla a tener familia, le sugirió que ella y Firoz se hicieran adeptos de su ideal matrimonial de mantenerse célibes después de casados. ¿Entonces para qué casarse?, le había espetado Indira, irritada. A Sonia, que tenía la risa fácil, todas esas anécdotas le encantaban.
Cuando la italiana hubo comprendido el funcionamiento básico de una casa india, fue reemplazando a Usha en los asuntos domésticos. El sentirse útil y estar ocupada resultaba la mejor arma para luchar contra la nostalgia. «Sonia era una persona organizada, era fuerte, aunque mantenía un perfil bajo, pero sabía lo que quería», diría la secretaria de Indira. La italiana se comportaba como realmente era: afectuosa, siempre pendiente de complacer, huyendo de la confrontación, hasta un poco sumisa ante la tremenda autoridad que emanaba de su suegra. «Entendí que había que dar tiempo a mi suegra para que ella también se hiciese a la nueva situación familiar, aunque no era especialmente posesiva con Rajiv. En esos días, yo estaba siempre a su lado, dispuesta a apoyarla», afirmó en una entrevista publicada en el Weekend Telegraph años más tarde.
En esa casa de costumbres indias, pero también cachemiríes e inglesas, Sonia aportó su contribución de manera sutil. Y lo hizo con un arma poderosa, que manejaba con brío. Sonia había aprendido de su madre los secretos de la cocina italiana, y pronto la casa de la primera ministra exhalaba aromas de lasagna al forno, de salsa al pesto con albahaca cogida del jardín y hasta de ossobuco a la milanesa. Era imposible en aquellos años conseguir queso en Nueva Delhi, pero siempre un amigo que venía de Europa le traía mozzarella o gruyer rallado envasado al vacío. No faltaba algún bromista que decía que en lugar de indianizar a Sonia, ella estaba italianizando a la familia… La broma era de puertas adentro, porque si un comentario así llegaba a la prensa, sabían que la oposición lo utilizaría con saña. Lo cierto es que en el hogar de los Nehru-Gandhi cabía de todo, a imagen y semejanza de la India, crisol de culturas y tradiciones siempre dispuesto a integrar lo extranjero y a hacerlo suyo. Si Sonia se adaptaba a la cultura imperante, también ella libraba su peculiar y silenciosa batalla para dejar su huella, cacerola en mano, en ese hogar cosmopolita.
Más tarde, fue aprendiendo a adivinar los gustos y las preferencias de Indira, como su afición por las flores, por ejemplo, y siempre velaba para que hubiera espléndidos ramos en las mesas. A ambas les gustaba especialmente el olor de los nardos, bálsamo que invadía cada rincón de esa casa decorada con una sencillez casi espartana, pero con gusto. Las cortinas eran de algodón crudo, las alfombras provenían de varios lugares del norte; había objetos tribales, cuadros de pintores indios, algunas antigüedades como un precioso biombo, y muebles de estilo colonial inglés. Sonia entendió que la sencillez y la economía eran las claves de la personalidad de su suegra. A Indira no le gustaba tirar nada; al contrario, guardaba las bolsas de plástico bien dobladas para utilizarlas de nuevo. Sonia aprendió a hacer las maletas como le gustaba a Indira, aprovechando el más mínimo hueco, sin desperdiciar espacio. Si Indira necesitaba algo para la casa, Sonia se encargaba de conseguírselo. La vendedora de la tienda The Shoppe en Connaught Place recordaría que la vio llegar un día, vestida con pantalones de cuero y con su bonita melena cayendo sobre los hombros. Venía a comprar una mantelería de hilo para regalársela a su suegra en su cumpleaños. Lo único que Sonia no compartía con Indira eran los entresijos de la política india, que ni le interesaba ni hacía esfuerzos por entender.
Pero en aquella cocina que Sonia transformó en punto neurálgico del hogar, donde todos acababan por encontrarse aunque sólo fuese para preguntar qué sorpresa les tenía preparada para comer, se hablaba inevitablemente de todo.
– La familia del maharajá de Jaipur nos ha retirado el saludo -llegó diciendo un día Sanjay, socarrón-. Los de Kota y los de Travancore también. No contéis con que nos inviten a ninguna de sus fiestas.
Así se enteró Sonia de que su suegra había abolido los últimos privilegios de los maharajás. Le explicó Rajiv que cuando sus estados integraron la Unión India, los maharajás recibieron la garantía constitucional de que podrían conservar sus títulos, sus joyas y sus palacios; de que el Estado les pagaría una suma anual proporcional al tamaño de sus reinos; y de que se les eximiría de pagar impuestos y tasas de importación.
– Pero con tantos indios y tan pobres, a mi madre y a su gobierno les parece que esos privilegios son anacrónicos y están fuera de lugar -le siguió diciendo-. El caso es que los maharajás se han puesto en pie de guerra. La maharaní de Jaipur, que es la líder local de un partido derechista, ha dado instrucciones a sus simpatizantes para reventar un mitin de mamá. Pero ella se les ha encarado. ¿Sabes lo que les ha dicho? «¡Id y preguntad a los maharajás cuántos pozos han cavado para el pueblo cuando gobernaban sus estados, cuántas carreteras construyeron, lo que hicieron para luchar contra la esclavitud a la que nos sometían los ingleses!» El resultado es que mamá ha acabado arrasando, como siempre.
Indira lo había hecho porque había tenido que dar un giro a la izquierda en su política, al ver que los americanos la habían dejado en la estacada. Para no seguir perdiendo apoyos en su partido, había firmado en la Unión Soviética un tratado pidiendo el final incondicional de los bombardeos americanos sobre Vietnam. Johnson, furioso, había retrasado aún más los envíos de alimentos. Los pobres se morían de hambre sin sospechar que eran el precio que pagaba su país para mantener su independencia frente a la potencia más poderosa del mundo, que quería utilizarlos como moneda de cambio. Los maharajás no habían sido las únicas víctimas de ese giro de orientación política. El programa de Indira dio escalofríos a los más liberales, a los patronos de la industria, a los hombres de negocios, a los aristócratas y en definitiva a las elites del país porque anunció también la nacionalización de la banca y de las compañías de seguros. Sonia fue testigo de la euforia del pueblo llano ante esas medidas. Empleados y funcionarios, taxistas, conductores de rickshaws, parados y los que nunca habían estado en el interior de una sucursal bancaria bailaban en la calle, a las puertas de casa. Fueron medidas populistas y atrevidas que granjearon a Indira un enorme éxito político porque el gobierno quitaba los recursos financieros a los capitalistas para entregárselos al pueblo. Los campesinos, los pequeños comerciantes y negociantes también estaban contentos porque iban a beneficiarse de créditos en mejores condiciones en los bancos nacionalizados, y todos los partidos de izquierda se alinearon firmemente con Indira.
En los primeros meses de 1969, Sonia empezó a encontrarse mal. Al principio lo achacó a una intoxicación alimentaria, a algún virus local, pero el médico la sacó de dudas inmediatamente. Estaba embarazada. La noticia llenó de alegría a la familia. Indira se sintió muy feliz y redobló los cuidados a su nuera. Estaba eufórica con la idea de ser abuela. Los niños siempre habían sido su debilidad. Ahora dejaba notas del tipo: «Mañana es navroz (año nuevo parsi), pero me voy de gira pronto por la mañana. ¿Puedo ir a darte un beso ya mismo?» Indira le estaba profundamente agradecida a Sonia por la estabilidad que aportaba a su vida. Ya no volvía de sus giras extenuantes o de largas sesiones en el Parlamento a la soledad de una casa vacía, sino a un hogar con vida. Y esa felicidad se veía alentada por una noticia que, más que ninguna otra, provocaba en Indira una íntima y profunda satisfacción. Su nueva política agrícola empezaba a dar resultados. La cosecha de grano del año en curso estaba siendo el doble de lo habitual gracias a las abundantes lluvias de los últimos monzones. La mayor producción se registraba en los estados del Punjab, al norte, el país de los sijs, una comunidad bien organizada y trabajadora cuyos campesinos habían plantado nuevas variedades de trigo enano desarrolladas por científicos indios a partir de modalidades mexicanas. Las nuevas variedades de arroz, algodón y cacahuete también habían mostrado un resultado espectacular. El aumento de la producción era tan esperanzador que auguraba que la escasez endémica podía convertirse pronto en cosa del pasado. Qué ganas tenía Indira de quitarse la espina de Lyndon Johnson…
Sin embargo, Sonia no participaba de esa euforia. Su felicidad se veía teñida por un sentimiento nuevo, que no había experimentado con anterioridad, y que surgía de lo más profundo de su ser. Era un miedo atávico, difuso e intenso. Miedo a dar a luz tan lejos de su familia, miedo a coger una enfermedad rara, una infección tropical, miedo a que el niño naciese con algún problema… Volvía a sentir nostalgia de los suyos y hasta pensó en ir a Italia a tener el niño, pero no, aquello era imposible porque ¿cómo estar lejos de Rajiv en un momento así?, ¿qué dirían los políticos de aquí? ¿Que la nuera de Indira no se fiaba de la medicina india (lo cual era perfectamente lógico en aquella época)? ¿Que lo que era bueno para el pueblo no lo era para la bahu de Indira? Lo quisiese o no, la política interfería en la vida privada. Pero Sonia era suficientemente lúcida para aceptarlo y para entender que las transformaciones hormonales de su cuerpo estaban jugándole una mala pasada, y que su estado de ánimo mejoraría con el tiempo.
Pero a los cinco meses de embarazo seguía con mareos constantes. Como se encontraba mal físicamente, la moral se resentía también. Sanjay se volcó en atenciones con su cuñada. Cuando sabía que su hermano estaba volando, no salía de casa sin cerciorarse de que Sonia no quisiese acompañarle a dar una vuelta, a tomarse un helado en Nirula's, uno de los escasos establecimientos parecidos a una cafetería occidental, o a visitar a un amigo. Pero Sonia no tenía ganas de salir. Prefería quedarse en casa, acariciando durante horas a los perros Putli y Pepita, dos Golden Retrievers, los preferidos de los Nehru desde los tiempos de Anand Bhawan, y un chucho llamado Sona que Rajiv recogió en una callejuela de la Vieja Delhi cuando era niño. Cuando volvía su marido, pasaban horas escuchando música. Rajiv atesoraba en casa una importante colección de discos que había reunido a lo largo de los años y que trataba con sumo cuidado. No quería que nadie tocase el equipo o los discos sin asegurarse antes de que lo haría de manera tan escrupulosa como él. De vez en cuando asistían a conciertos de música clásica india, donde Sonia aprendió sobre ragas (melodía clásica) y ghazals (poemas cantados en urdu) y a distinguir instrumentos como el sarangi o la tabla, precursores de las guitarras y los tambores de Occidente. Muchas veces Rajiv grababa los recitales de grandes maestros como Ustad Ali Khan o Ravi Shankar y luego los añadía a su colección, que clasificaba metódicamente. Pero si solían salir poco y no eran aficionados a las fiestas, ahora que Sonia se encontraba frágil de salud, todavía menos. Nunca quisieron formar parte de la jet de Nueva Delhi ni pertenecer a ningún grupo o pandilla. Rajiv se encontraba a gusto con amigos de extracción social muy dispar, desde un mecánico del aeroclub a sus antiguos colegas de Cambridge que venían a Delhi con cierta frecuencia. Sonia, mareada y con náuseas, sólo accedía a dar una vuelta los domingos por la mañana por Khan Market, donde estaban las tiendas de discos y las librerías mejor surtidas de la ciudad. Era una vuelta corta, que la italiana aprovechaba para comprar fruta y también algún producto europeo en uno de sus comercios, frecuentados por diplomáticos. A los cinco meses, la suave curvatura de su vientre, que veía con orgullo reflejada en los escaparates, era objeto de la comidilla de los conocidos con los que solía cruzarse, porque en cierto sentido Nueva Delhi era como un gran pueblo.
Cinco meses es un intervalo de tiempo en el que se considera que un embarazo ha pasado su momento más crítico. En el caso de Sonia, no fue así. En mitad de una noche de calor, fue presa de unos dolores punzantes en el vientre, y sintió que perdía sangre a borbotones. Eran tan agudos los dolores y tan fuerte la sensación de estar vaciándose por dentro que pensó que se moría en ese mismo instante. Rajiv organizó el transporte al hospital en el coche de su madre. Veía a Sonia tan pálida y tan ida que tuvo miedo a perderla. Después de la transfusión, cuando se hubo recuperado, le dijeron a Sonia que había perdido mucha sangre, pero que ahora, una vez efectuada una pequeña intervención, iba a encontrarse mejor. «¿Y el niño?», preguntó ella, aterrada porque en el fondo sabía lo que había ocurrido. La mirada de Rajiv, que bajó los ojos al suelo, lo decía todo.
Fue el momento más duro hasta ese instante en la vida de la italiana. A los cinco meses de embarazo, no consideraba que había tenido un aborto, sino que había perdido a su hijo. A esa pena profunda se unía un sentimiento aciago de fracaso personal. Le parecía que había fallado a su marido, a Indira, a su propia familia y al mundo entero. Le parecía que estaba pagando por toda la felicidad que la vida le había regalado, como si tuviera que expiar el pecado de su extraordinaria historia de amor. Las explicaciones médicas, que le aseguraban que lo suyo era relativamente corriente en un primer embarazo y que no significaba que al próximo intento fuera a pasar lo mismo, no conseguían sacarla de una profunda melancolía. Además, no faltaba algún comentario del personal de servicio sobre el mal augurio que presagiaba semejante percance, o el rumor de la calle que achacaba la responsabilidad de lo ocurrido a Indira «porque empujaba a su nuera a moverse y a caminar, obsesionada con que se mantuviese en forma y no engordase demasiado durante el embarazo». En ciertos mentideros de la ciudad, después de todo lo que había pasado con las nacionalizaciones y la abolición de los privilegios de los maharajás, se había puesto de moda tildar a Indira de monstruo. Como era de esperar, la familia reaccionó como una piña y todos rodearon a Sonia de atenciones y afecto. Indira estaba muy afectada. Esto le había recordado un percance similar, al nacer su segundo hijo, el 14 de diciembre de 1946. Los dolores de parto habían surgido de noche, de manera totalmente imprevista. Fue llevada de urgencia a un hospital donde los médicos ingleses llegaron a temer por su vida porque se estaba desangrando. Desde el principio, aquel niño había sido un problema. Nehru llegó cuando por fin la hemorragia estaba controlada. En la madrugada nació un varón, al que Nehru nombró Sanjay, en homenaje a un sacerdote visionario que en el Mahabharata, la gran epopeya del hinduismo, describe la gran batalla con el rey ciego. Firoz, su marido, no acudió hasta unos días más tarde. Trabajaba en la ciudad de Lucknow, e Indira acababa de enterarse de que mantenía una relación amorosa con una mujer musulmana, hija de una prominente familia de la ciudad. Por eso, la llegada del pequeño no había sido un acontecimiento tan feliz como la del primero, Rajiv. E Indira, en su subconsciente, se sintió culpable por ello. Debió pensar que era injusto y que debía repararlo. Toda su vida, le pareció que debía algo a Sanjay.
Poco a poco, la italiana fue saliendo del océano de tristeza en el que estaba sumida, aunque no volvió a sonreír hasta que no quedó de nuevo embarazada, unos meses más tarde. Esta vez, su ginecóloga fue tajante: nada de caminatas ni de esfuerzos. Cuanto más tiempo pasase tumbada, menos riesgo de otro aborto correría. Decidida esta vez a llevar el embarazo a buen puerto, Sonia se dispuso a pasar nueve meses en cama. Su inspiración le venía de otra italiana conocida mundialmente, Sofía Loren, que acababa de pasar por el mismo trance, con un final feliz. Era una experiencia dura, pero Sonia se lo tomó como una prueba que debía superar. Contaba con el apoyo de Rajiv, que la mimaba y cuidaba con gran devoción. Afortunadamente, no había salido a Firoz, su padre: era hogareño, afectuoso y de una fidelidad a toda prueba. Seguía tan enamorado de Sonia como el primer día. O más, porque ahora se engarzaba un sentimiento más profundo, ese que nace de la compenetración, de mirarlo todo con los ojos del otro, de una vida en común plenamente asumida y realizada.
Indira estaba de nuevo entusiasmada y se ocupó de la canastilla del niño con todo lujo de detalles. «Siempre estás jactándote de las alegrías y del "estatus superior" de ser abuela -le escribió a su amiga norteamericana Dorothy Norman desde un avión que la transportaba al sur de la India para celebrar el cuarto centenario de la sinagoga de la comunidad judía de Kerala-, por eso te revelo un secreto: también yo estoy compitiendo por ese estatus. Sonia espera un niño para finales de mayo. ¿No es emocionante? Aunque cuando una nuera es de otro continente, hay muchas complejidades también.» Se refería al temor de Sonia a dar a luz en Delhi, y a exigencias nuevas de su nuera, que surgían como una reacción a la presión del entorno. De pronto Sonia declaró que no quería ni nodriza ni criada para ocuparse del niño, y que lo haría ella misma. Decir eso era un poco una chiquillada, una manera de afirmarse dando a entender: «Soy europea y en mi esfera privada haré las cosas a mi manera.» Indira y Rajiv así lo entendieron, así que no insistieron, convencidos de que esa intransigencia se le pasaría cuando naciera el niño. Ya se ocuparía la realidad de poner las cosas en su sitio. Le iba a ser muy difícil a Sonia prescindir de ayuda teniendo en cuenta que tendría que estar disponible para acompañar a su marido o a Indira en las salidas oficiales. Pero, en general, la alegría de recibir a un nuevo miembro de la familia compensaba esas leves fricciones domésticas. Cuando Rajiv estaba trabajando, su madre o su hermano procuraban turnarse para acompañar a Sonia durante las comidas. No querían que se sintiese sola en ningún momento ni que su ánimo decayese. Rajiv ahora volaba de copiloto en los turbohélices Fokker Friendship de Indian Airlines, aviones de ala alta con capacidad para unos cuarenta pasajeros, dignos sucesores de los DC-3.
Sonia pasaba mucho tiempo con ambos hermanos, que compartían amigos e intereses comunes, aunque a Sanjay se le veía cada vez menos. Estaba obsesionado con su proyecto de construir un «Volkswagen indio». Con un amigo había abierto un taller en la periferia de la ciudad y allí, rodeado de depósitos de basura y alcantarillas a cielo abierto, perseguía su sueño de convertirse en un «Henry Ford» local entre piezas de metal y hierros oxidados. El proyecto de construir un coche popular producido para las masas llevaba más de diez años siendo discutido en las oficinas del gobierno, y finalmente se tomó la decisión de encargar su producción al sector privado. Hasta entonces, sólo se fabricaban en la India bajo licencia dos modelos, los famosos Ambassador, réplicas del Morris Oxford que servían de taxis en la posguerra londinense y que aún hoy siguen fabricándose en las instalaciones de Hindustan Motors en el estado de Bengala, y los Fiat Padmini, que se convertirían en el modelo único de los taxis de Bombay (en Europa era conocido como Fiat 1100). El coche que quería fabricar Sanjay tenía que ser totalmente autóctono, sería barato, alcanzaría la velocidad de ochenta kilómetros por hora y consumiría cinco litros a los cien kilómetros. El nombre que había elegido era Maruti, en alusión al hijo del dios del viento en la mitología hindú.
En aquel entonces, Indira no miraba más allá de su propia carrera. No imaginaba una dinastía familiar, como tampoco la había imaginado su padre. En numerosas entrevistas repetía que sus hijos no tenían interés en política y que haría lo que estuviera en su poder para apartarles de ese mundo. No mostraba deseos de traspasarles la «carga» familiar. A Indira no le gustaba nada mezclar lo político y lo personal.
Pero su hijo Sanjay, empeñado por todos los medios en sacar adelante su proyecto, iba a trastocar esa frontera que su madre tenía tanto interés en preservar. ¿Por qué no tenía el derecho a fabricar un coche genuinamente indio?, se preguntaba. No le parecía justo que por el hecho de ser hijo de la primera ministra, semejante empresa le fuese vetada. Indira estaba en un aprieto, desgarrada entre su sentimiento de madre y su deber de gobernante. Le había pedido a Sanjay que no presentase su proyecto al Ministerio de Desarrollo Industrial, pero éste había hecho oídos sordos y había solicitado formalmente la licencia, a pesar de que ni siquiera había terminado su aprendizaje en la Rolls-Royce y no era ni un hombre de negocios ni un fabricante de coches. De hecho, su historia de amor con los coches había sido una fuente constante de dolor de cabeza para su madre. Siendo adolescente, más de una vez la policía le había traído a casa después de haberle descubierto, junto con un amigo, abandonando coches que habían hurtado previamente de un aparcamiento para darse una vuelta. Esas gamberradas de niño mimado fueron adoptando formas distintas al crecer. En Inglaterra, Sanjay había provocado varios accidentes sin daños físicos, y varias veces había sido arrestado por sobrepasar el límite de velocidad al volante de su viejo Jaguar o por no llevar un permiso de conducir válido.
Al contrario que Rajiv, Sanjay era agresivo en su manera de luchar por lo que creía y ejerció una presión considerable sobre su madre para que le fuese concedida la licencia. Indira presidió la reunión del gabinete en la que el ministro de Industria concedió a Sanjay un permiso para producir cincuenta mil automóviles al año, enteramente con materiales autóctonos. Y eso a pesar de que Sanjay carecía de experiencia y no podía presentar resultados de anteriores proyectos. Estaba claro que si no hubiera sido el hijo de la primera ministra, nunca se lo hubieran concedido. Por una vez, Indira faltó a su sacrosanto principio de anteponer el deber a su deseo personal, una excepción que acabaría costándole muy caro. Un escándalo y una protesta general acompañaron el nacimiento del proyecto de coche nacional Indira fue acusada en la prensa de practicar el peor tipo de nepotismo. Un diputado de la oposición tildó la concesión de «una desgracia para la democracia y el socialismo». Otros hablaron de «corrupción sin límite». Sus propios aliados, los comunistas de Bengala, se unieron al aluvión de críticas. Indira respondió de manera poco convincente: «Mi hijo ha demostrado tener espíritu emprendedor… Si no se les anima, ¿Cómo pedir a otros jóvenes que asuman riesgos?» En el fondo, Indira creía ciegamente en su hijo y seguramente pensó que el Maruti era una oportunidad de oro para que Sanjay saliese adelante y probase su valía. Sabía que era joven, inmaduro, impetuoso, pero lo creía hábil y fuerte. Pensaba que aprendería y que podría controlarlo. También sabía que eso equivaldría a exponerle a la vida pública. A años vista, significaba que Indira, a pesar de seguir repitiendo que no quería que sus hijos entrasen en política, ya veía a su hijo menor como digno sucesor del linaje de los Nehru-Gandhi. Era quizás una manera de sentirse un poco menos sola en el ejercicio del poder.
En esa lucha contra el sentimiento de soledad que la embargaba desde la más tierna infancia, el nacimiento de su nieto, el 19 de junio de 1970, la llenó de júbilo. Como en todos los hogares de la India, el nacimiento de un hijo era un acontecimiento de gran relevancia. Rajiv asistió al parto, lo cual era insólito para un hombre en la India de entonces, y lo hizo con su cámara en la mano para grabar el primer llanto de su hijo, que había nacido un poco prematuro. Sonia estaba exhausta, pero su marido la ayudaba mucho, cambiaba al niño y le dormía entre las tomas. Se comportaban como unos padres modernos, aunque la India eterna ya acechaba a las puertas de casa cuando volvieron del hospital y un santón esperaba al bebé para hacerle la carta astral El nombre escogido fue el de Rahul, propuesto por Indira. Le explicó a Sonia que era el nombre en el que había pensado originalmente para su hijo primogénito, aunque al final le puso Rajiv para complacer a su padre. Nehru había estado recibiendo sugerencias de nombres en la cárcel, y había escogido Rajiv porque en sánscrito significaba «loto», el mismo significado que Kamala, el nombre de su mujer fallecida ocho años antes. De la misma manera que Indira cedió al deseo de su padre, Sonia cedía al de Indira y al hacerlo, se hacía un poco más india cada vez. Rahul era el nombre de un hijo de Gautama Buda y en sánscrito significaba «el que es capaz». Aunque la familia no fuese religiosa, la fuerza de la costumbre hizo que el niño fuese recibido con los ritos hindúes correspondientes. La ceremonia del primer corte de pelo tuvo lugar tres semanas después de su nacimiento, y se juntaron en casa todos los amigos de la pareja. Afeitaron el cráneo del bebé, dejando sólo un mechón de pelo que, según la tradición, protegería su memoria. Raparle tenía el significado simbólico de liberarle de los restos de sus vidas pasadas y prepararle para encarar el futuro.
Indira estaba absolutamente cautivada por el bebé. Procuraba volver por casa entre sesiones del Parlamento sólo para verlo y estrecharlo en sus brazos. La mujer que estaba persiguiendo con dureza a los aristócratas de la India, que acababa de plantarse ante el partido para quedarse con el poder, que expulsaba a los compañeros que no habían votado por ella, era una abuela que se derretía frente a su nieto. «¡Cómo se parece a Rajiv!», decía, sin que nadie le encontrase parecido alguno todavía. Además, eso no era ningún cumplido porque había contado mil veces lo feo que había sido Rajiv al nacer. Pero esa criatura le tocaba la fibra más íntima y le recordaba los tiempos de su propia maternidad. Indira había dado luz a Rajiv el 20 de agosto de 1944, no en un hospital sino en casa de su tía más joven, en Bombay, en condiciones precarias. Se había quedado embarazada a pesar de su historial de tuberculosis, de las advertencias de los médicos y de la oposición de su padre a su boda, de modo que ese nacimiento fue vivido como un auténtico triunfo sobre la adversidad. Indira quería a toda costa que Nehru conociese a su nieto. Todavía faltaban tres años para la independencia y estaba encerrado en una cárcel británica en lo que sería su noveno y último encarcelamiento. Cuando se enteró de que iban a trasladarlo, Indira se presentó a las puertas de la prisión de Naini en Allahabad, y en el intervalo que había entre la puerta de la cárcel y el furgón celular, sostuvo al pequeño Rajiv en brazos. «Bajo la luz tenue de una farola, mi padre descubrió a su nieto por primera vez, y lo estuvo mirando el escaso tiempo en que se lo permitieron», contaba Indira.
Cuando Sonia se hubo repuesto, viajaron a Italia con el niño. Sonia había soñado con ese momento en numerosas ocasiones durante su larga convalecencia. El aroma del delicioso café nada más llegar al aeropuerto, el silencio en los grandes lugares públicos, el frío lacerante, el confort y la rapidez de los automóviles, el agua que se podía beber del grifo, los supermercados que ofrecían de todo… esas cosas sencillas de las que carecía en la India la maravillaban. Parecía que era la primera vez que pisaba su tierra. Fue un momento de intensa alegría encontrarse con los suyos, en su pueblo. Se fundió en un abrazo con su padre, no se dijeron nada, no era necesario. Stefano Maino se encontró de pronto con el pequeño Rahul en brazos y ya sólo importaba el bienestar del niño. ¿No valía ese momento todas las penurias del pasado?, parecía preguntarse Sonia. Por fin, estaba reunida bajo el mismo techo con todos los que poblaban su corazón.
Regresaron pronto a Nueva Delhi, a seguir con su vida familiar tranquila, aunque era una calma ficticia porque estaba siempre amenazada por los altibajos de la política. A pesar de lo mucho que Indira quería a su nieto, casi no lo veía de lo ocupada que estaba. Pasaba largas horas en su despacho de South Block, y cuando volvía a casa, siempre estaba cansada y con el semblante preocupado.
– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó Rajiv nada más regresar.
– Dicen que va a haber un golpe de Estado -le comentó Sanjay.
– ¿Quién lo dice?
– Todo el mundo. En las fiestas, en los cócteles, en las cenas no se habla de otra cosa… Mamá lo sabe, y se teme lo peor.
Indira se había hecho muchos enemigos con sus ataques contra la clase pudiente, que la acusaba de querer hacer de la India un país comunista. Se había puesto a toda la derecha en contra, a la patronal, los propietarios de los medios de comunicación, a los maharajás y sus descendientes, etc., y temía, como buena parte del país, una reacción violenta. Pero no quería hacer de la India un país comunista como los que había conocido en sus viajes tras el telón de acero. Al contrario, hacía grandes esfuerzos para asegurar a las clases pudientes que sus intereses no estaban en peligro. Había compensado a las grandes familias financieras con generosas indemnizaciones por la nacionalización de sus bancos. La libertad -individual colectiva, nacional- era un valor supremo que no estaba dispuesta a sacrificar en el altar del socialismo.
Pero el rumor de que los militares preparaban un golpe se había propagado como la pólvora en las grandes ciudades, Bombay, Delhi y Calcuta. La idea de que la India no podría sobrevivir ni como democracia ni como país unido se estaba afianzando en los sectores más elitistas de la sociedad. Las figuras de Nehru y Gandhi empezaban a contemplarse como reliquias de un pasado idealista que ya poco tenía que ver con la realidad. Indira, cada vez más aislada en la cima del poder, empezó a sentirse paranoica. y no era para menos. Al general Sam Manekshaw, un parsi que era comandante en jefe del ejército indio, le hacían la misma pregunta allá donde iba: ¿Cuándo va a hacerse con el poder? Él se abstenía de responder. Lo que más le chocaba es que entre los que le hacían la pregunta, había ministros del gabinete de Indira.
Harta de tanto rumor, que se había infiltrado hasta en su propia casa, Indira convocó a su despacho de South Block al general Manekshaw. Eran viejos amigos; Indira había estado casada con un parsi yeso siempre añadía familiaridad a la relación. Sam se la encontró sentada del otro lado de su mesa de despacho en forma de riñón, los codos apoyados sobre la mesa y la cabeza entre las manos. Después de saludarse, ella le dijo con voz cansina:
– Todos dicen que vas a sustituirme… ¿Es cierto eso, Sam?
El militar se quedó de piedra, pero a los pocos segundos reaccionó: «Di unos pasos hacia donde estaba sentada. Tenía una nariz larga, y la mía también era prominente, de modo que acerqué mi nariz a la suya y le pregunté, mirándola fijamente a los ojos:
» " ¿Y tú qué piensas, primera ministra?"
» No puedes hacerlo, contesto.
»" ¿Piensas que soy tan incompetente?"
»"No, Sam, no quería decir eso. Quiero decir que no lo harás."
»"Tienes toda la razón, primera ministra. No interfiero en asuntos políticos. Mi trabajo consiste en mandar sobre el ejército y velar por que se mantenga como un instrumento de primer orden. El tuyo es velar por el país."
»”Mis ministros dicen que se está tramando un golpe militar. Hasta mis hijos lo han oído."
»”Esos ministros, tú los nombraste. Líbrate de ellos. Tienes que confiar en mí."
Nunca el general la había visto tan preocupada y con el ánimo tan abatido como ese día. «Tenía muchos enemigos políticos -recordaría Manekshaw-. Constantemente tramaban complots contra ella. Pero era una chica lista. Me vino a decir: "Sam, si estás pensando en hacer algo, que sepas que lo sé todo."»
Fueron unas navidades turbulentas. Aunque de puertas adentro Indira hiciese lo posible por no dejar traslucir su inquietud, era imposible ser inmune a la tensión de la calle. Sanjay era quien más a menudo le preguntaba sobre lo que iba a hacer, pero Indira respondía con uno de sus famosos silencios y cogía al pequeño Rahul en brazos, como si en ese gesto simple buscase la respuesta a cuestiones complicadas. ¿Qué hubiera hecho su padre en esas mismas circunstancias?, se preguntaba ella. En 1951, Nehru se había encontrado en una situación parecida, aunque no tan extrema. Y había decidido consultar al pueblo. Eso mismo iba a hacer Indira. Sentía que su gobierno, dependiente únicamente del apoyo de los partidos de izquierda, no sobreviviría a los ataques de las poderosas fuerzas que se habían unido contra ella. Tenía la intuición de que el pueblo, si era consultado, la apoyaría. Pero esta vez separaría las elecciones generales de las estatales. Hasta entonces, siempre se habían realizado conjuntamente, con el resultado de que consideraciones locales de casta y etnia se mezclaban con grandes cuestiones nacionales. Ahora quería asegurarse de que estarían disociadas. Quería presentar un auténtico programa nacional ante el electorado.
El 27 de diciembre de 1970, a las ocho de la mañana, después de su reunión diaria en el jardín, Indira se tomó un té con Sonia.
– Hoy no vendré a comer -le dijo-. Voy a ir a ver al presidente de la República y le voy a solicitar que disuelva el Parlamento. Va a ser un día muy cargado. Dile a Rajiv que hablaré esta noche por la radio.
En efecto, esa misma noche se dirigió a la nación para anunciar que adelantaba las elecciones generales un año. Sonia la escuchó desde la cocina de casa: «El tiempo no nos va a esperar -decía Indira con cierto tono apocalíptico-. Los millones de personas que piden comida, alojamiento y trabajo tienen prisa por que hagamos algo. El poder en una democracia lo tiene el pueblo. Por eso nos dirigimos a él para pedirle un nuevo mandato.» Poco tiempo después del anuncio, un periodista de Newsweek preguntó a Indira cuál sería el gran tema de la campaña. Sin dudarlo, Indira respondió: «El tema soy yo.»
Durante las diez semanas siguientes, apenas apareció por casa, y si lo hacía era para cambiarse de ropa y volver a salir. A veces eso ocurría a la una de la madrugada, y al oírla, Sonia se despertaba, dispuesta a ayudarla a buscar un sari o hacerle un té. Le daba noticias del niño, e Indira le hablaba de la campaña. Estaba animada: «Me gusta estar con la gente, con el pueblo. Se me va el cansancio cuando estoy con ellos -decía mientras ambas despedían el día-. ¿Sabes, Sonia? No les veo como masa, los veo como muchos individuos juntos…» Estaba contenta porque la gran alianza que aglutinaba partidos opuestos -desde partidos de derecha a socialistas- y que eran sus adversarios, había cometido el error de escoger un eslogan que reflejaba su deseo más profundo: «Acabemos con Indira.»
– Yo he propuesto otro eslogan: «¡Acabemos con la pobreza!» ¿No crees que tiene más sentido?
Sonia asintió. Indira prosiguió, en voz baja para no despertar al niño.
– Esa frase da a nuestro partido la razón moral y una imagen de progreso frente a una alianza reaccionaria. Al fin y al cabo, los pobres son la gran mayoría del electorado…
– Te verán como su salvadora…
– Ojalá.
La campaña que realizó durante los meses de enero y febrero de 1971 fue muy intensa. El tener hábitos frugales -apenas comía y dormía muy poco- le ayudó en su esfuerzo. Más de trece millones de personas asistieron a sus mítines y otros siete millones la recibieron a ambos lados de las carreteras, según estadísticas oficiales. «En los cuarenta y tres días que tuve a mi disposición -escribió a su amiga Dorothy Norman- recorrí más de sesenta mil kilómetros y hablé en unos trescientos mítines. Era maravilloso ver la luz en los ojos de la gente.» Aún más maravilloso fue comprobar que, excepto en ciertas áreas pobladas por intocables y comunidades tribales, el tipo de pobreza que existía hacía veinte años ya no se daba. No se veían deformaciones atroces como antaño, ni niños con barrigas hinchadas por la desnutrición. «Quizás no tengan todos un techo y un trabajo, pero la gente parece sana. A los niños les brillan los ojos», le contaba a Dorothy.
Ése era su gran orgullo, refrendado por las estadísticas. En cinco años, la producción anual de trigo y de arroz se había duplicado. «Por primera vez, no tengo la impresión de que la economía dependa exclusivamente del éxito o del fracaso de los monzones», había escrito un periodista británico que viajaba regularmente a la India. Los medios de comunicación indios, la mayoría en manos de la oposición, no hablaban de esto, pero el pueblo sí se pronunció, en la mayor convocatoria electoral hasta la fecha en el mundo.
La noche de los resultados, la familia entera estaba reunida en casa. Sonia se había encargado de que hubiese dulces y flores en todos los rincones. La casa estaba iluminada por fuera, y en el interior la atmósfera era de entusiasmo contenido. A medida que la Comisión Electoral desgranaba cifras y resultados, la euforia se fue desatando. Doscientos setenta y cinco millones habían votado en esta quinta convocatoria desde la independencia. Ningún individuo había tenido que caminar más de dos kilómetros para depositar su papeleta. Casi dos millones de voluntarios habían actuado de agentes electorales. Sesenta y seis intentos de fraude habían sido contabilizados, un número insignificante en un país tan enorme. La tendencia de los resultados era clara: el partido de Indira ganaba en todas las circunscripciones. Empezaban a llegar a casa coches sin parar. Una victoria semejante venía acompañada de una ineludible corte de aduladores. Gente que no dudaba en agacharse y tocarle los pies, una manera tradicional de saludar que los Nehru siempre vieron como una muestra de servilismo cuando los que lo hacían eran de clase pudiente. Sus ministros, los mismos que hablaban a sus espaldas sobre un golpe militar, fueron los primeros en llegar y en postrarse. Sonia aprendió a reconocer a estos melifluos cobistas que cambiaban de chaqueta según la temperatura política. En esa época nació su obsesión por identificarlos y mantenerlos a raya, una obsesión que no la abandonaría nunca. También venían amigos sinceros a felicitar a Indira, que entraba y salía de su estudio atiborrado de colegas del partido sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Otra habitación, cerca de la entrada, se vio pronto invadida de gente. Los teléfonos sonaban sin tregua. Los perros también participaban en la excitación general y se colaban entre las piernas de los visitantes a los que Sonia atendía con el pequeño Rahul en brazos. Indira procuraba disimular su regocijo, pero en verdad había conseguido para su nuevo mandato una holgada mayoría de dos tercios. Una victoria que la convertía en la primera ministra más poderosa desde la independencia. En la persona más venerada, más temida, más querida y en ciertos ambientes, la más odiada.
Pero también fue una victoria para la India. Las elecciones demostraban ser una genuina fuerza unificadora de la nación, por encima de las diferencias y la diversidad. La democracia se confirmaba como la nueva religión de este país tan antiguo y tan poblado de dioses, una religión que ayudaba a despejar el camino hacia el futuro.
No tuvo mucho tiempo Indira de saborear su triunfo. Quince días después del anuncio de su fenomenal victoria, el ejército pakistaní lanzó un ataque feroz contra los ciudadanos bengalíes de Pakistán oriental. Las imágenes en la televisión mostraban una marea humana, compuesta por millones de refugiados, en su mayoría mujeres, niños y ancianos, que cruzaban la frontera buscando refugio en la provincia india de Bengala occidental, ya de por sí muy poblada, y cuya capital era Calcuta. Ni Sonia, ni Rajiv ni Sanjay se perdían un informativo. Aquella marea de refugiados recordaba los trágicos acontecimientos de la Partición. Sabían que Indira estaba frente a una crisis de enormes proporciones. ¿Cómo un país pobre como la India podrá acoger tantos refugiados?, se preguntaban angustiados. ¿Habrá que intervenir en Pakistán oriental para detener el flujo de los que llegan? ¿Qué hará mamá?
– ¿Es una guerra civil? -preguntó Sonia. Le explicaron que lo parecía porque ocurría dentro de un mismo país, Pakistán, pero era un país compuesto por dos entidades separadas por más de tres mil kilómetros de territorio indio, producto de la partición del subcontinente según dudosos criterios religiosos y comunales cuando la independencia de los ingleses. En realidad, no había unidad real entre esas dos naciones, cuya parte occidental acababa de declarar la guerra a la oriental. Los habitantes de Pakistán occidental hablaban urdu y eran más bien altos y de piel clara. Los de Pakistán oriental eran bajos, de piel oscura y hablaban bengalí. Lo único que compartían era el Islam, pero esto no era suficiente base para cimentar una nación. Sobre todo porque, a pesar de ser la parte oriental la más poblada, la mayoría de los recursos -sanidad, educación, electricidad- era sistemáticamente desviada a la parte occidental. Los del oeste explotaban descaradamente a los del este, que reclamaban la autonomía.
En contraste con la India, donde la democracia había sobrevivido a disturbios políticos, hambrunas y guerra, Pakistán llevaba trece años de régimen militar. Su presidente, el general Yahya Khan, conocido por su afición al alcohol, había prometido celebrar el primer plebiscito libre en la historia del país en diciembre de 1970. No pudo prever las consecuencias de esas elecciones que destaparon las contradicciones y la fragilidad de la entidad política conocida como Pakistán. En el oeste ganó Zulfikar Ali Bhutto, un abogado educado en Inglaterra que se había metido en política al regresar a su país y que era líder del PPP (Partido del Pueblo de Pakistán). En el este arrasó un partido liderado por un personaje carismático, Sheikh Mujibur Rahman, amigo y aliado de Indira, que había hecho campaña denunciando el colonialismo ejercido por Pakistán occidental sobre la parte oriental. Obtuvo una victoria tan aplastante que consiguió la mayoría en la Asamblea Nacional de Pakistán. Según la lógica de los resultados tenía que haber sido nombrado primer ministro. Pero el general en el poder no tenía intención de que la parte oriental asumiese el poder político. Ante el movimiento de desobediencia civil que lanzó Sheikh Mujibur Rahman en todo Pakistán oriental, convocando una huelga general indefinida, el dictador Yahya Khan decidió reprimir la rebelión por la fuerza. De pronto y sin previo aviso, mandó cuarenta mil soldados de Pakistán occidental a invadir la parte oriental. Los informativos de prensa hablaban de un ataque despiadado y brutal. Muchos de los oficiales, jactándose de que iban a dedicarse a mejorar los genes de los niños bengalíes, violaron a miles de mujeres, saquearon y quemaron viviendas y negocios y asesinaron a miles de inocentes. Cualquier sospechoso de disidencia era perseguido y eliminado, especialmente si eran hindúes: estudiantes, profesores de universidad, escritores, periodistas, profesionales e intelectuales, nadie escapaba al terror de aquellos soldados altos, fuertes y bien pertrechados que degollaban sin piedad. Ni siquiera los niños escapaban a la brutalidad: los que tenían suerte eran asesinados junto a sus padres, pero otros miles tendrían que pasar el resto de sus vidas sin ojos o con miembros horriblemente amputados. Sheikh Mujibur Rahman fue arrestado y trasladado a Pakistán occidental, donde fue encarcelado.
– ¿Vas a declarar la guerra, mamá? -le preguntaba Sanjay a la hora de la cena, como quien pregunta si se iba a ir de viaje o de compras.
– Si no encuentro otra manera de arreglar el problema, no me quedará más remedio. De todas maneras, mañana hablaré con el general Manekshaw.
Indira sabía que si el dictador pakistaní había actuado con tanta seguridad, era porque contaba con el respaldo de su principal aliado, Estados Unidos. El otro aliado era China, que había declarado la guerra a la India en 1962, y que en un ataque relámpago había anexionado territorios fronterizos en el Himalaya. Aquello había sido una humillación para la India, y un golpe mortal a la vieja idea de Nehru de la solidaridad de las naciones no alineadas. También había marcado el principio del fin de Nehru. Su salud empezó a decaer, y más de un observador achacó su muerte a la aflicción que le produjo el ataque de los vecinos del norte.
– ¿Sabes lo que está pasando en Pakistán oriental? -le preguntó Indira a su viejo amigo Sam Manekshaw, comandante en jefe del ejército, nada más llegar a una reunión de su gobierno.
– Sí, hay matanzas -respondió el militar.
– Nos llueven telegramas de los estados fronterizos -prosiguió Indira-. Dicen que los refugiados no paran de llegar. Sam, hay que detener el flujo como sea, no tenemos recursos para atender a más gente. Si es necesario entrar en Pakistán oriental, hazlo. Haz lo que sea, pero detenlos.
– Sabes que eso significa la guerra.
– No me importa que haya guerra -zanjó la primera ministra.
El general pasó a explicarle los peligros de una invasión. Las lluvias monzónicas estaban a punto de descargar, el transporte de tropas tendría que hacerse usando las carreteras porque los campos estarían inundados. La Fuerza Aérea no podría actuar en esas circunstancias. Le dijo francamente que en esa situación no podrían ganar una guerra.
– La cosecha ha empezado en Punjab y Haryana -añadió el prudente general-. Si el país va a la guerra en temporada de cosecha, necesitaré todas las carreteras disponibles, y eso va a provocar problemas en la distribución de alimentos, y quizás hambrunas. Luego está el problema de China. Los pasos del Himalaya se abrirán dentro de pocos días… ¿Se quedarán con los brazos cruzados, ellos que son aliados de Pakistán? ¿Qué hacemos si nos dan un ultimátum?
– No lo harán -dijo Indira-. Le informo que estamos a punto de firmar un pacto de colaboración y defensa mutua con la Unión Soviética. Un pacto para los próximos veinte años.
Tanta era la rabia de Indira -recordaba el militar- que su rostro se fue enrojeciendo. Decidió interrumpir la reunión y reanudarla por la tarde. Los ministros abandonaron la sala, pero Indira pidió a Sam que se quedase. Cuando estuvieron solos, el militar se sintió en la obligación de decirle:
– Mi deber es contarle la verdad, señora. Pero a la luz de todo lo que he expuesto, si quiere que presente mi dimisión, estoy dispuesto a hacerlo.
– No, Sam Adelante. Tengo plena confianza en ti.
A partir de ese momento, la primera ministra y el comandante en jefe trabajaron en perfecta sintonía. Indira nunca permitió que nada ni nadie interfiriese entre ellos. Sam le había convencido de que la opción militar debería ser la última, y solamente si se veían forzados a ello. La estrategia ahora era la de ganar tiempo, por lo menos hasta que el invierno volviese al Himalaya y congelase los pasos de montaña, requisito indispensable para que los chinos no tuvieran la tentación de meterse en el conflicto.
La marea de refugiados era imparable. Hasta ciento cincuenta mil cruzaban la frontera cada día. Llegaban en camiones, en carros de bueyes, en rickshaws y a pie. Sonia vio a Indira muy afectada al regreso de un viaje que había hecho a Calcuta.
– He visitado los campamentos bajo una lluvia torrencial -contó en casa, sentada a la mesa pero sin probar bocado porque se le había cortado el apetito-. Pensaba que después de la experiencia de los campos de refugiados durante la Partición, estaría preparada para lo que iba a ver. Pero no. He visto hombres y mujeres como palillos, niños esqueléticos, ancianos transportados en las espaldas de sus hijos que caminaban a través de campos inundados… Se quedaban de pie durante horas en el barro porque no había ningún lugar seco donde sentarse. Mis acompañantes esperaban unas palabras mías, pero estaba tan conmovida que no pude hablar.
En ocho semanas, tres millones y medio de refugiados habían entrado en la India. Aunque la mayoría eran hindúes, también había musulmanes, budistas, cristianos… Gente de todo el espectro social y de todas las edades. Costase lo que costase -repetía Indira-, no les abandonaría a su suerte. Ella y sus consejeros se dedicaron a planear meticulosamente la organización de los campos de refugiados. Quiso que su gobierno se volcase en alojarlos, alimentarlos y protegerlos de las epidemias. Si de nuevo tenía que ir a pedir dinero por el mundo para asumir ese coste, estaba dispuesta a hacerlo.
A Sonia le asustaba un poco el cariz que tomaban los acontecimientos, pero no lo dejaba ver. Tenía una fe ciega en su suegra. La prensa insistía en que no cesaban las atrocidades y que el flujo de refugiados tampoco disminuía. ¿Adónde abocará todo esto?, se preguntaban en casa, pegados frente al televisor a la hora de las noticias. Por todas partes, se oía un mismo clamor para que el gobierno enviase al ejército. Pero a pesar de los frenéticos llamamientos, Indira mantenía la sangre fría. Como siempre en tiempo de crisis, permaneció en total control de la situación. La atmósfera familiar en su casa de Nueva Delhi la ayudaba a relajarse. Ver crecer a su nieto Rahul era para ella un bálsamo. La toma de decisiones, sobre todo cuando afectaba a una sexta parte de la humanidad, podía fácilmente convertirse en una tortura mental. Mantenerse lúcida y serena era fundamental, para ella, para el país y para el mundo. En eso, encontró en Sonia una valiosa ayuda. «Su hija es una joya», le escribió a Paola. En público, no paraba de hacerle cumplidos. A un veterano periodista le dijo: «Es sencillamente una maravillosa mujer, una esposa perfecta, una nuera perfecta, una madre estupenda y un fabulosa ama de casa. ¡Y lo increíble de todo esto es que es más india que cualquier chica india!» Un día, toda la familia asistió a la proyección de un documental que una amiga de Indira, la periodista Gita Mehta, había realizado sobre los refugiados y que iba a ser difundido en Estados Unidos. Sonia quedó profundamente conmovida por las imágenes. El documental mostraba y entrevistaba a mujeres que los soldados pakistaníes habían mantenido cautivas en las trincheras. Una de ellas, de unos quince años, debía haber sido violada unas doscientas veces. No le salían lágrimas, estaba en estado de shock catatónico. También se veían imágenes de ancianos y jóvenes regresando a sus hogares destruidos, imágenes de campos quemados y devastados. Al terminar la proyección, Sonia se dio cuenta de que Indira lloraba.
Indira se disponía a quemar todos los cartuchos para evitar una guerra, o por lo menos retrasarla. Pensaba que sólo la intervención del resto del mundo podría conseguir un acuerdo pacífico para detener la sangría. La prensa mundial se hacía eco de las atrocidades cometidas en lo que empezaban a llamar Bangladesh. Los comentarios editoriales eran críticos con el apoyo que el presidente Nixon daba a los pakistaníes. La elite norteamericana parecía unida en su fuerte condena al general Yahya Khan. En Francia, André Malraux propuso entregar armas a la resistencia de Bangladesh. El ex Beatle George Harrison y el maestro indio de sitar Ravi Shankar organizaron un gigantesco concierto para recaudar fondos para los refugiados. Allen Ginsberg, el poeta al que Indira había escuchado en Londres cuando fue a inaugurar la exposición sobre su padre, cantó el sufrimiento de los campos.
No le quedaba a Indira otro recurso que salir de gira por Estados Unidos y Europa, intentando galvanizar a la opinión pública mundial.
– Si en Occidente la gente viese las imágenes del documental que vimos el otro día -le dijo a Sonia- estoy segura de que se movilizarían.
Tenía la intención de pasarse varios meses viajando por el mundo. Se iba con la certeza de que el frente doméstico estaba bien atendido, lo que le proporcionaba una muy necesitada tranquilidad de espíritu. Así lo confesó a un periodista árabe en una de sus escalas: «No tengo ninguna ansiedad por la familia cuando Sonia está en casa.» Antes de partir, su nuera le había comunicado otra noticia feliz: estaba de nuevo embarazada, y esta vez no parecía que tuviera que quedarse otros nueve meses en cama.
La gira empezó mal; su encuentro con Nixon fue un sonado fiasco. Decididamente, Indira acumulaba malas experiencias con los presidentes norteamericanos que la consideraban demasiado izquierdosa, aunque Nixon le parecía cien veces peor que el bruto de Johnson. Las discusiones estuvieron teñidas de desconfianza mutua y antipatía. Indira y Nixon se encontraron sentados en sillones con orejeras a cada lado de la chimenea del despacho oval de la Casa Blanca mientras su consejero y Kissinger, como sendos ayudantes en un duelo, escuchaban sentados al borde de unos sofás el diálogo de sus jefes. Nixon se negó a reconocer las dimensiones de la tragedia humana que estaba asolando Pakistán oriental. Se negó también a aceptar la sugerencia de Indira de convencer al general Yahya Khan para que liberase a Sheikh Mujibur Rahman y estableciese negociaciones directas con él y su partido, la única posibilidad seria de detener el conflicto. Nixon no se apiadó de la suerte de los refugiados ni de la de Sheikh. Las palabras de Indira parecían resbalarle. «Fue un diálogo de sordos», declaró Kissinger a la salida. Luego hizo el comentario de que Nixon había dicho cosas «que no eran reproducibles». Años más tarde, cuando los documentos de aquella época fueron desclasificados, se supo que Nixon basó toda su política en ese rincón de Asia en su simpatía personal por el dictador Yahya Khan -«un hombre decente y razonable»- cuya lealtad a Estados Unidos debía ser recompensada ayudándole a reprimir la rebelión de Pakistán oriental, y su aversión hacia los indios -«esos bastardos»- como los llamaba. Ambos estaban seguros de que no irían a la guerra. Eran pobres hasta para eso, pensaban.
Al día siguiente, Nixon hizo esperar a Indira cuarenta y cinco minutos en la antesala del despacho oval. La primera ministra estaba llena de ira contenida cuando se sentaron a hablar. Era la cabeza de un país de gente pobre, pero de una gran nación democrática con una enorme población y con una civilización milenaria, y no se merecía un trato semejante. Enfrente tenía un personaje que no parecía humano, un hombre que, según su consejero, «carecía de principios morales». Y un Kissinger que era «un ególatra que se creía Metternich». ¿Para qué perder más tiempo con ese tipo de interlocutores? La suerte de los refugiados y la carga financiera que debía soportar la India les había dejado fríos. «Hubiera sido un error babear sobre lo que nos contaba la vieja bruja», había dicho Nixon en privado a su consejero. Eran claros aliados de Pakistán, e Indira se dio cuenta de que eso no lo iba a cambiar ella en esa visita. De modo que en este segundo encuentro, Indira le devolvió su grosería con sutileza. No hizo ninguna referencia al problema con Pakistán, como si el sur de Asia fuese la región más pacífica del mundo y, en su lugar, preguntó sobre Vietnam y sobre política exterior americana en otras partes del planeta. Nixon se lo tomó como un insulto. «Esa vieja zorra», así la llamaba en privado.
A pesar de lo apretado de su agenda, Indira consiguió un par de tardes libres para sus actividades privadas. Su amiga Dorothy Norman la encontró agotada. La tensión de las reuniones con Nixon y de los viajes continuos, el esfuerzo de tener que dominarse siempre y mantenerse razonable frente a la provocación empezaban a dejar su huella en el rostro de Indira. Dorothy había comprado billetes para asistir a una representación del New York City Ballet de una obra de Stravinsky coreografiada por Balanchine, lo que más podía gustarle a su amiga. En el último momento, Indira le dijo que no podía ir. «Parecía triste y nerviosa», recordaría Dorothy, que no entendía lo que le pasaba. Indira intentó explicarse:
– No puedo, Dorothy. Será demasiado bonito. No podré soportarlo.
Estaba a punto de echarse a llorar. Dorothy se quedó preocupada, pero al día siguiente notó aliviada que Indira «había recuperado su equilibrio».
En los demás países, Indira se topó con el mismo mensaje. Le pedían que tuviera paciencia, que aceptase la presencia de observadores de la ONU y que encontrase una solución pacífica. «El mayor problema con el que me encuentro -dijo a la prensa- no es la confrontación en la frontera, sino el esfuerzo constante de la gente de otros países en desviar la atención sobre lo que es la cuestión básica.» En la televisión inglesa, se mostró como una primera ministra a la altura de las circunstancias. Había perdido peso y en sus facciones aparecían rasgos de su padre, el mismo aire imperioso, de gran dignidad, y una mirada de fuego. Cuando el periodista le habló de la necesidad de la India de ser paciente, Indira estalló: «¿Paciencia? ¿Paciencia para que siga la masacre? ¿Para que continúen las violaciones? Cuando Hitler estaba agrediendo a todo el mundo… ¿os quedasteis sin hacer nada? ¿Dejasteis que matase a todos los judíos? ¿Cómo se controla un éxodo semejante? Si la comunidad internacional hubiera reconocido la situación, ya se habría solucionado el problema.» No era sólo al periodista a quien se dirigió, sino a todos los líderes mundiales que la ignoraban.
Cuando regresó a la India, se enteró de que el número de refugiados había ascendido a diez millones. Ahora estaba convencida de que la guerra era inevitable, pero no dijo nada en casa. Omitiendo las tensiones de los viajes y de lo que se avecinaba, les contó que había conseguido arañar tiempo para asistir a la ópera Fidelío en Viena donde también había visto un espectáculo que le había gustado mucho, la escuela de equitación española. En París, había cenado en casa de unos amigos donde había conocido a Joan Miró y a un político llamado François Mitterrand que le había causado muy buena impresión. Parecía que regresaba de un viaje de placer en lugar de una agotadora y frustrante gira internacional. Pero Rajiv y Sonia no se dejaban engañar. Sabían perfectamente el nivel de tensión que estaba soportando y al final Indira no pudo esconderles la verdad: habría guerra. A Sanjay no pareció afectarle la noticia, pero Rajiv y Sonia se inquietaron. El pequeño Rahul gemía en su cuna.
– Tendréis que acostumbraros a salir menos y a vivir rodeados de mayor protección, por lo menos mientras dure todo esto -dijo Indira-. El país entero reclama una acción rápida y eficaz. El tiempo se acaba.
Esa noche, vino su amigo el general Sam Manekshaw, y Sonia y Rajiv pudieron oír fragmentos de la conversación en la que el general hablaba de los preparativos del ejército, de las bases de operaciones que había montado en el interior de Bangladesh y de cómo había protegido la frontera de Pakistán occidental con unidades de defensa.
– Me temo que hay que ir a la guerra, Sam -oyeron decir a Indira.
– Si vamos, tiene que ser ya, aprovechando la luna llena del 4 de diciembre. Ese día, podemos atacar Dacca.
Indira se quedó un momento pensativa. Nunca pensó que le tocaría algún día iniciar una guerra. Pero si el mundo se abstraía del problema y la situación se hacía insostenible, no tenía más remedio que tomar el asunto en sus propias manos. Se acordó de unas palabras que le dijo un día su padre: «Sé la dueña de tu propia vida, de tu presente y de tu futuro, consúltame si lo necesitas, pero decide tú.» No podía consultarle, pero sí podía decidir. Volvió la cabeza hacia su viejo amigo y le dijo:
– Adelante, Sam
En casa, procuraba no dejar traslucir su preocupación. En realidad, todos hacían el mismo esfuerzo. Temían por Sonia, que estaba en avanzado estado de gestación. Los Nehru estaban acostumbrados a disimular sus sentimientos cuando la cosa se torcía. En eso, eran muy británicos. ¿Y si se iban a Italia una temporada? La sugerencia había venido de una amiga, pero Sonia la desestimó. No tenía intención de dejar a Indira sola en ese trance. Eso no se correspondía con su concepto de lealtad. Sonia conocía suficientemente bien a su suegra para adivinar que ahora más que nunca necesitaba el calor y la cercanía de los suyos. Además, tanto ella corno Rajiv tenían confianza en la vida, en el futuro, en Indira y en la India, y nunca se les ocurrió pensar en las consecuencias en caso de derrota. Esa eventualidad simplemente no se contemplaba.
Lo que hicieron fue rodear a Indira de afecto, sin hacer demasiadas preguntas y procurando no agobiarla más de lo que estaba. Eran muy cariñosos con ella y cuando la veían especialmente preocupada, Rajiv le daba un largo abrazo.
Indira viajó a Calcuta el 3 de diciembre de 1971, un día antes del previsto ataque. En la gran explanada en el centro de lo que fue la capital del imperio británico, se dirigió a una multitud de medio millón de personas: «India quiere la paz, pero si estalla la guerra estamos preparados para luchar, porque es tanto cuestión de nuestros ideales como de nuestra seguridad…» Justo cuando pronunciaba estas palabras, un ayudante subió al podio y le pasó una nota: «Cazas pakistaníes han bombardeado nueve bases aéreas nuestras en el noroeste, el norte y el oeste, incluyendo las de Amritsar, Agra y Srinagar en Cachemira.» Indira terminó su discurso apresuradamente, sin anunciar lo que acababa de leer. Nada más salir del mitin le dijo a su ayudante: «¡Gracias a Dios, han atacado ellos!» La tercera guerra indo-pakistaní había estallado. Y Pakistán era el agresor.
Esa noche, Indira voló de regreso a Nueva Delhi, y su avión estaba escoltado por cazas indios. Existía el peligro de que la Fuerza Aérea pakistaní localizase el avión y lo derribase. Pero Indira no parecía afectada por la aceleración de los acontecimientos. Al contrario, cogió de su bolso un libro de Thor Heyerdal sobre la expedición del Ra y estuvo leyendo durante todo el vuelo. De nada servía ya ponerse nerviosa: la suerte estaba echada. Cuando aterrizó, la capital estaba sumida en la oscuridad más completa, fruto del apagón que habían ordenado las autoridades militares. Indira se fue directamente a su oficina de South Block donde, en la sala de mapas, fue informada de los daños infligidos por la aviación pakistaní. Después se reunió con miembros de la oposición para informarles de que había dado órdenes para que el ejército indio invadiese Bangladesh. La describieron «tranquila, serena y confiada». Era más de medianoche cuando se dirigió a la nación por radio para anunciar la agresión pakistaní y advertir sobre los grandes peligros que amenazaban a esa región del mundo. Ese día no durmió en casa. Se quedó toda la noche monitorizando la escalada de la situación militar. A la mañana siguiente, en el Parlamento, anunció a los representantes del pueblo que debían prepararse para una larga lucha.
Sonia, a punto de dar a luz cuando estalló el conflicto, estaba más preocupada por el parto que por una guerra que percibía lejana, a pesar de haber tenido que pasar las últimas noches a oscuras por el apagón. Si sintió angustia, en ningún momento lo demostró. Aparte de un retén suplementario del ejército protegiendo la casa y de que ahora el general Sam Manekshaw venía a desayunar todas las mañanas para informar a la primera ministra sobre el desarrollo del conflicto, la vida discurría con normalidad. A Sonia le gustaba servir el té al general, un hombre simpático y muy cortés, conocido por su afición a las tradiciones militares británicas. Todos los días, nada más levantarse a las cinco y media, le gustaba tomarse un trago de whisky, escuchar las noticias en la BBC y cuidar un poco el jardín antes de ir a trabajar. El mismo comportamiento sereno y seguro de Indira, que inspiraba tranquilidad a todos los que la rodeaban -colegas, militares, soldados- también repercutía en casa.
El sexto día, Sam llegó con el semblante grave. Sonia le oyó decir que varias unidades de su ejército se habían estancado en ciénagas cercanas a Dacca, la capital de Bangladesh. Estaban perdiendo unas horas cruciales. El general informó a Indira del número preciso de bajas y de aviones derribados. Parecía muy afectado. Ella hacía preguntas, siempre sosegada y positiva. «Sam, no puedes ganar todos los días», le dijo a modo de consuelo. Sonia les vio salir al porche. No había el más mínimo resquicio de ansiedad en el rostro de Indira mientras daba la mano al comandante en jefe. El general Manekshaw decía que el coraje de Indira era una inspiración para todos. Sonia pudo comprobarlo cuando escuchó, del otro lado de la verja, a la gente lanzar gritos de victoria.
Ni siquiera ese día dejó Indira de interesarse por los asuntos de la familia. Cuando regresó a casa después de una jornada agotadora en el Parlamento y en su despacho de South Block, se encerró con Usha para dirimir cuestiones que le merecían la misma importancia que las que había discutido durante el día: cómo organizar la fiesta nacional del Día de la República sin conocer el resultado de la guerra, por ejemplo, o qué regalar a Sonia el 9 de diciembre, día de su cumpleaños, y elaborar una lista de regalos para las próximas navidades.
Quizás la procesión iba por dentro e Indira no estaba tan segura de sí misma como quería aparentar porque en esa época empezó a solicitar los servicios de astrólogos y quirománticos. Aquella noche llegó su profesor de yoga, un gurú llamado Dhirendra Brahmachari, bien parecido, con barba y cabellos largos, siempre vestido con una kurta naranja y calzado con sandalias. Se encerró largo rato en una habitación con ella. A las nueve, mientras Usha, Rajiv y Sonia veían las noticias en la televisión sobre las tropas indias empantanadas, Indira entró en el salón, con el semblante un poco inquieto. Acababa de despedir al visitante. «Piensa que vamos a pasarlo mal hasta febrero», dijo algo perturbada.
El 6 de diciembre, mientras el ejército indio salía de la ciénaga y se acercaba a Dacca, Indira anunció en el Parlamento el reconocimiento oficial de la nueva nación de Bangladesh. Una sonora ovación recibió sus palabras. De todas partes recibió un apoyo incondicional. La oposición y todos los sectores de la sociedad se mostraron unidos como una piña bajo su liderazgo. El pueblo empezaba a identificarla con Durga, la diosa de la guerra que cabalga sobre un tigre y que venció a los demonios después de que éstos hubieran expulsado a los dioses del cielo.
Sonia no estaría dispuesta a olvidar aquel 9 de diciembre en el que cumplía veinticinco años con una barriga de ocho meses. Indira llamó a media mañana para decir que no asistiría a la comida familiar de celebración porque había surgido un tema grave. Muy grave tenía que ser para que Indira no estuviera presente en el cumpleaños de su nuera, pensaron los que la conocían. La noticia, que venía de Estados Unidos, hizo que el mundo se estremeciera. Nixon había decidido despachar a la Séptima Flota a la bahía de Bengala, encabezada por el portaaviones nuclear Enterprise. Toda una provocación que podía desencadenar una conflagración mundial.
Mientras unos amigos festejaban el cumpleaños de Sonia en la intimidad de su casa, Indira, excitada, hacía un discurso incendiario en la explanada de Lila Ram en Nueva Delhi, frente a una multitud de cientos de miles de personas. Unos cazas indios sobrevolaban el lugar para prevenir cualquier ataque sorpresa de la Fuerza Aérea pakistaní. Indira había desoído el consejo de sus asesores de seguridad de hablar por la radio en lugar de hacerlo en público. Era valiente; parecía que nada le daba miedo.
Por la noche, se reunió con el general Manekshaw y su consejero. Sin amedrentarse por la provocación estadounidense, Indira confirmó su decisión de seguir con la guerra. Pensaba que el gesto de Nixon era un farol porque los americanos no estarían tan locos como para abrir otro frente en Asia después del de Vietnam. Pero también era cierto que de un tipo como Nixon podía esperarse todo. Se giró hacia el general Manekshaw:
– Sam, ahora es imperativo capturar Dacca antes de la llegada de la Séptima Flota a aguas indias -le dijo-, ¿Lo crees factible?
– Sí -respondió el militar sin dudarlo-, a menos que los chinos intervengan.
El consejero de Indira tomó la palabra:
– Están molestos con la situación, pero no han lanzado ninguna amenaza directa -dijo.
– Entonces -continuó Indira- mandaré mañana mismo al ministro de Asuntos Exteriores a Moscú para activar el tratado que tenemos con los soviéticos y asegurarnos su apoyo en caso de un ataque americano o chino. Mi opinión, lo repito, es que tenemos que seguir con la guerra. ¿Estáis de acuerdo?
Ambos respondieron con un gesto afirmativo.
La visita del ministro de Asuntos Exteriores indio sirvió para que los rusos despacharan una flota a la bahía de Bengala que en pocos días seguía la estela de los barcos americanos. La situación había alcanzado un punto crítico. Desde la Casa Blanca, Nixon lanzaba furibundos ataques contra la «agresión india». Su administración anunció la supresión de la ayuda económica y militar a la India, pero seguía enviando material bélico a Pakistán, algo que fue denunciado por la propia prensa norteamericana. Indira le escribió una carta tajante: «Esta guerra se hubiera podido evitar si las naciones, especialmente Estados Unidos, hubiera usado su influencia, su poder y su autoridad para encontrar una solución política. Usted, como presidente de Estados Unidos y representante de la voluntad, las aspiraciones y el idealismo del gran pueblo norteamericano, por lo menos hágame saber dónde exactamente nos hemos equivocado para que sus representantes y su portavoz nos traten con un lenguaje tan duro.» Indira pasó el día dudando sobre si debía mandar la carta o no. Por la noche, decidió enviarla. El norteamericano tendría una razón suplementaria para aborrecerla aún más.
El 13 de diciembre, cuando su ejército se encontraba a las puertas de Dacca, el general Manekshaw mandó un ultimátum a su homólogo pakistaní en el que le daba tres días para rendirse. A las cinco de la tarde del día 16, Indira estaba siendo entrevistada por un reportero de la televisión sueca más interesado en saber qué ropa le gustaba ponerse y cómo había sido su infancia que en el desarrollo de la guerra, cuando de pronto sonó el teléfono. Era Manekshaw: «Señora, les hemos vencido. Acaban de rendirse. Dacca ha caído.» Indira cerró los ojos y apretó los puños.
– Gracias, Sam -le dijo.
Terminó su entrevista apresuradamente y se fue al Parlamento. Ante la asamblea de diputados expectantes, empezó diciendo: «Dacca es hoy la capital libre de un país libre…» Pero una intensa ovación mezclada con gritos de júbilo ahogó el resto de su discurso. «¡Hemos ganado!», vociferaban hasta los diputados de la oposición. «¡Aplastemos al enemigo para siempre!», decían otros. «¡Larga vida a Indira Gandhi!», clamaba el pueblo.
Más tarde se reunió con la cúpula del ejército. El balance para los indios era de cuarenta y dos aviones y ochenta y un tanques destruidos; los pakistaníes habían perdido ochenta y seis aviones y doscientos veintiséis tanques. La mayor disparidad residía en el número de prisioneros. Los pakistaníes habían conseguido un puñado de prisioneros en los combates en el oeste. La India se encontraba con noventa y cuatro mil prisioneros pakistaníes. Indira se dedicó a calmar los ánimos de sus generales, que no estaban de acuerdo con el alto el fuego unilateral que ella reclamaba. El alto mando se hacía eco de una gran parte de la opinión pública, que quería seguir coleccionando victorias bélicas «hasta la derrota total del enemigo». Pero Indira era pragmática: «Tenemos que detenernos una vez alcanzados nuestros objetivos, no demos ni a China ni a Estados Unidos excusas para intervenir. Hay que devolver los prisioneros y zanjar el conflicto ya.» Los militares carraspeaban, excepto Sam, que escuchaba impertérrito, su larga nariz apuntando a los interlocutores según iban hablando. Indira explicó que su posición estaba basada en una apreciación política de la situación y que hablaba con la autoridad que le daba el respaldo de un gabinete unánime. Una vez hubo terminado, los militares se levantaron, saludaron y dijeron que llevarían a cabo las instrucciones del gobierno. «Esto es algo que no hubiera podido ocurrir en muchos países, y no sólo del Tercer Mundo», recordaría Indira.
La estrategia de Indira de ganar tiempo, su exquisito sentido de la oportunidad y del momento, la compenetración que mantuvo con el general Manekshaw, su manera casi maternal de arengar a las tropas fueron cualidades unánimemente reconocidas por todos los sectores de la sociedad. La prensa internacional hablaba de ella en términos grandiosos. La diosa Durga se había convertido en la «Emperatriz de la India».
Indira había destapado el farol de Nixon. Efectivamente, los norteamericanos no pudieron correr a salvar a su aliado el dictado!" pakistaní porque no podían permitirse abrir un nuevo frente en Asia. Nixon estaba furibundo con el desenlace de la guerra. «Hemos sido demasiado blandos con esa maldita mujer -le dijo a Kissinger-. Mira que hacerles eso a los pakistaníes cuando le habíamos advertido a esa vieja zorra que no se metiese.» Kissinger estaba irritado consigo mismo por haber subestimado el poder militar de los indios. «Los indios son tan malos pilotos que ni siquiera saben hacer despegar sus aviones», había comentado a su jefe cuando la visita de Indira. Un comentario que a Rajiv no le hubiera hecho ninguna gracia. Pero la opinión del pueblo norteamericano, y la de su prensa, discrepaba de la de sus líderes. En una encuesta de opinión, Indira Gandhi fue clasificada como la persona más admirada del mundo.
La decisiva acción de Indira salvó la vida a Sheikh Mujibur Rahman, que había sido condenado a muerte en Pakistán. Una de las condiciones del acuerdo de armisticio fue la liberación inmediata del líder del nuevo Bangladesh. El 11 de enero de 1972, Rahman hizo escala en el aeropuerto Palam de Nueva Delhi, de paso hacia Dacca. Venía a dar las gracias a Indira y ambos pronunciaron sendos discursos llenos de emoción: «Su cuerpo estaba encerrado, pero nadie pudo encerrar su espíritu, que siguió inspirando al pueblo de Bangladesh…», dijo ella. «Indira Gandhi no es sólo una líder de un país, es una líder de la humanidad», declaró Sheikh Mujibur. Fue un momento de intensa euforia después de la tensión acumulada de los últimos meses.
En los días y las semanas siguientes, a miles de niñas nacidas en la India sus padres les pusieron el nombre de Indira. Una de ellas, sin embargo, nacida un día después de la visita triunfal de Sheikh Mujibur Rahman a Nueva Delhi, no fue llamada así. Sus padres, Sonia y Rajiv Gandhi, le pusieron el nombre de Priyanka, que en sánscrito significa «agradable a la vista».