ACTO IV

LA MANO OCULTA DEL DESTINO

No conoces los límites de tu fuerza, no sabes lo que haces.

No sabes quién eres.

EURIPIDES


42

Ya está. Ha terminado todo. A pesar de que no ostentaba ningún cargo oficial, sesenta y cuatro países han mandado un representante oficial a los funerales. Rajiv tenía algo especial, que le hacía ser muy querido por los que le trataban.

Las cenizas ya viajan hacia el océano, disueltas en el Ganges, mezcladas con las del bisabuelo Motilal, las del abuelo Nehru y las de su hermano. El dolor individual es sólo una parte del vacío tan grande que ha dejado. El personal de servicio y de seguridad está triste y desorientado. Hasta los perros de casa están mustios. El asidero al que todos podían aferrarse ante los vaivenes de un mundo caótico e inseguro ha desaparecido. ¿Cómo creer que ya no está? Sonia y sus hijos sienten su presencia en todo momento, sobre todo de noche, en sueños. El inconsciente va más lento que la realidad, le cuesta alcanzarla, por eso los despertares son especialmente duros. Otras veces se desvelan sobresaltados y se dan de bruces con la realidad, y entonces se dan cuenta de que ésa es la peor pesadilla.

Lo importante es que todo ha transcurrido en paz. Se ha evitado el baño de sangre, no como después del asesinato de Indira. El gobierno ha sacado el ejército a la calle a tiempo y ha decretado siete días de luto nacional. Lo que no se ha podido evitar han sido varios casos de suicidio e inmolaciones en el interior del país. La India eterna sigue viva en los corazones de la gente.

Ahora, hasta sus adversarios políticos concuerdan en que Rajiv ha sido un hombre decente. En la muerte, ensalzan al líder que han denigrado en vida. También la prensa, que primero lo encumbró y luego lo vilipendió, hace su examen de conciencia. Una mañana, Priyanka enseña a su madre un artículo del Hindustan Times.

– Léelo, mamá, aquí publican un homenaje que busca disculpar la actitud que los medios han tenido con papá.

Sonia está orgullosa de sus hijos. Han estado a la altura. Menos mal que ha tenido a Priyanka cerca para organizarlo todo, para mantener la casa en orden, ir a recibir a Rahul y escoger el lugar de la cremación. Ella no hubiera podido. Es imposible tomar decisiones cuando uno se siente muerto en vida. Piensa que Indira también estaría orgullosa de ellos.

Sonia se coloca las gafas y se pone a leer. El texto tiene el mérito de la franqueza: «Le tomábamos el pelo por sus zapatos Gucci, sus gafas Cartier, sus vaqueros de marca, sus viajes con su mujer en los jumbos de Indian Airlines… Nos burlábamos de su hindi, aunque el nuestro fuese peor… La verdad es que estábamos llenos de resentimiento y de envidia… Sabíamos en nuestro fuero interno que había viajado más que todos nosotros juntos y que tenía una mejor visión de los problemas de la India que la que podíamos tener nosotros, pontificando en nuestras columnas. Su elegancia natural, su buen aspecto y sus modales le daban una ventaja injusta sobre todos los demás. Tenía tanto por lo que vivir, tanto que hacer a pesar de nuestros reparos y nuestras críticas.» Sonia llora cuando le devuelve el artículo a su hija. «¿Por qué ha tenido que pagar un precio tan alto un hombre bueno que encima había hecho bien su trabajo?», se pregunta. Son tantas las preguntas y tan escasas las respuestas que Sonia se desespera. Lo que sabe es que su marido ha acabado siendo víctima de un sistema que le ha exigido lo imposible. Ah, si no se hubiera metido en política, si hubieran dejado a Maneka el papel de heredera… Maneka, que apareció en el funeral junto a Firoz Varun y que con ojos llorosos musitó unas palabras de condolencia.


Ahora Sonia y sus hijos quieren saber quién le ha asesinado. Dice la policía que han sido terroristas del Frente Tamil de Liberación Nacional… ¿Pero están seguros? ¿Cuándo lo podrán confirmar? y sobre todo… ¿Cuándo se podrá hacer justicia? Es un pobre consuelo la justicia, pero a estas alturas es lo único que queda.

– Señora, tiene una llamada -le interrumpe un sirviente-. Es una conferencia.

Desde que sus hermanas han regresado a Italia después de pasar unos días en Nueva Delhi, arropándoles, Sonia habla todos los días por teléfono con alguna de ellas, que insisten para que vuelva. Piensan que con el tiempo se dará cuenta de que ya no tiene sentido quedarse a vivir en Nueva Delhi, aparte de que es peligroso. Pero Sonia lo tiene claro y ya se lo dijo a su madre. La India sigue siendo su razón de vivir, aunque le haya robado el corazón. Aquí es donde están enterrados sus sueños.

– Ésta es mi vida -le repite a su hermana Nadia al teléfono-. Ya no puedo dejar este país e instalarme fuera, donde seré siempre una extranjera. Me di cuenta de ello cuando murió papá.

– Por lo menos, cámbiate de casa…

– ¿Por qué? ¿Tú también crees que está gafada? Aquí es lo que dice la prensa…

– No, no creo en esas tonterías, lo digo porque en esa casa todo te recordará a Rajiv…

– Es precisamente por eso por lo que no quiero mudarme. Sabes, quedarse viuda no es como divorciarse. Además, desde el punto de vista de la seguridad, esta casa es adecuada.

¡La seguridad! Qué hueca parece esa palabra desde la distancia. Dos asesinatos, y Sonia sigue creyendo en ella. Cuán testaruda puede ser una hermana… Pero sólo se entiende el miedo si se vive desde dentro. La amenaza de los sijs a Indira de matar hasta la centésima generación de sus descendientes se ha quedado grabada en la mente de Sonia. ¿Cómo olvidar una amenaza semejante, que además se ha visto confirmada con la sangre de su suegra? Ahora, con lo de Rajiv, sabe que la sed de venganza no tiene límite. Nunca ella ni sus hijos podrán vivir en una paz completa, por ser quienes son. Nunca, ni aquí ni en Italia ni en ningún otro sitio. Mejor aceptarlo. Por lo menos, en la India, vuelve a disponer de todo el aparato del Estado para protegerles. «La seguridad de la familia Gandhi es de interés nacional», ha declarado pomposamente el presidente de la República una semana después del atentado. A buenas horas, piensa Sonia… El caso es que el primer ministro en funciones, por indicación del presidente de la República, les ha asignado la máxima protección. Vuelven a disponer del servicio del Special Protection Group, que ya demostró su eficacia cuando Rajiv era primer ministro. Sonia no ha podido evitar hacer un comentario amargo:

– La policía me ha hecho saber que si no le hubierais retirado la protección del SPG a Rajiv, a la que tenía derecho, se hubiera salvado del atentado.

– Soniaji -le ha respondido sin alterarse el primer ministro-, sabes perfectamente que si Rajiv hubiera insistido, el gobierno se la hubiera devuelto.

– No estoy tan segura.

¿Cómo estarlo? ¿Cómo creer la palabra de un político? Es cierto, Rajiv no lo había solicitado, pero ella sí. Había insistido varias veces, siempre en vano. Priyanka había insistido. Rahul también. La realidad es que ningún político tenía especial interés en proporcionar a Rajiv una mayor protección: los de su partido porque le apartaba de las masas y por lo tanto reducía sus posibilidades de éxito, los de la oposición porque si le pasaba algo a Rajiv, acababan con la preponderancia del Congress. Todos ganaban dejando a Rajiv indefenso.


Después de tanto ajetreo, de ver a tanta gente, de tantas lágrimas vertidas, Sonia sufre el contragolpe. Poco a poco se va asentando la nueva situación, de donde surge una pregunta aterradora: ¿Cómo seguir viviendo sin Rajiv? ¿De dónde sacar fuerzas para estar sin él? Ahora toca lo más difícil, inventarse una vida. De poco le sirve el consuelo de la religión. Dice que cree en todas las religiones porque quizás no crea en ninguna. Tiene el consuelo de que su hijo Rahul se queda a pasar el verano. El chico está deshecho. A la tristeza de haber perdido a su padre, se añade un fuerte sentimiento de culpabilidad por no haber removido cielo y tierra, por no haberse enfrentado a él y haberle obligado a exigir más protección… Sonia y Priyanka también se sienten un poco culpables, pero ¿qué podían hacer contra la voluntad de Rajiv y del aparato del Estado? El caso es que la casa familiar vuelve a ser la fortaleza de antes, con sus vallas en la calle, sus arcos detectores de metales, sus cámaras de vigilancia, sus torretas, sus garitas y su centenar de policías armados rondando por la zona. La seguridad.


El atentado no ha interrumpido las elecciones, sólo se han retrasado las dos últimas jornadas. El Congress ha arrasado en el sur, a causa del «factor empatía» provocado por el asesinato, pero ha sido derrotado en el norte. Maneka también ha sido derrotada en su circunscripción y pierde su escaño en el parlamento. La gran sorpresa de estas elecciones ha sido el espectacular avance del BJP, el partido hinduista que Rajiv había identificado como el «enemigo a batir». Ha multiplicado por cien sus escaños. Un auge espectacular y terrorífico. ¿Cómo no sentir miedo cuando el líder de un grupo paramilitar hindú, aliado de este partido, ha homenajeado al asesino del Mahatma Gandhi? ¿No es algo que estaría prohibido en la mayoría de las democracias?, pregunta Sonia, escandalizada como la mayoría de los visitantes que recibe. ¿Puede uno cargar tan fácilmente contra los pilares de una nación con total impunidad? Con la excusa del pésame, muchos diputados y miembros del partido van a sondearla, a veces hasta bien entrada la noche. Acuden a discutir quién debería ser el definitivo sucesor de Rajiv a la cabeza del Congress. No se atreven ya a decirle que ella debería asumir ese puesto, que si lo hiciese habría esperanza para luchar contra el avance del sectarismo religioso. Saben que ella no quiere oírlo. ¿No rechazó de manera tajante la presidencia del partido, que fueron a ofrecerle en bandeja de plata estando las cenizas de Rajiv todavía calientes?

Sonia, sin embargo, les escucha con atención: que si fulano representa demasiado a los ricos y tiene mala imagen entre los pobres, que si zutano es desleal y no se puede confiar en él, etc.

– ¿A ti qué te parece? -le preguntan.

– Yo me inclinaría más por Narasimha Rao, creo que es el que Rajiv elegiría… Pero ¿por qué no decidís vosotros quién será el próximo líder?

– Porque este partido, con personalidades tan imponentes como Nehru, Indira y tu marido, nunca ha tenido la necesidad de desarrollar un mecanismo sucesorio y quieren que alguien les guíe… Tú, por ejemplo -se atreve a soltar uno de ellos, mirándola fijamente.

Sonia pugna por mantenerse entera y tranquila. ¿No entienden que no estoy interesada? Les ha dicho cien veces que no quiere hacer política, que no va a participar en ningún acontecimiento o evento relacionado con la política. Si les sigue recibiendo, es por fidelidad a la memoria de su marido, porque piensa que a él le gustaría. Mantener esas relaciones es mantenerlo un poco en vida. No quiere cortar el cordón umbilical que la vincula al mundo de Rajiv, de Indira, a la herencia de la familia. Lo hace por ella y por sus hijos. Una amiga suya se ve en la obligación de avisar a los que llegan. «No disgustéis a Madam hablando de su entrada en política. Le duele mucho. Recordad que está de luto por un marido que nunca quiso entrar en política.»

Muchos la recordarán vestida con un sari blanco y un corpiño negro, sin joyas, como manda la tradición en época de luto, excepto la alianza, sentada en el borde del sofá en el estudio de Rajiv, con los retratos de la familia mirándoles desde las paredes. La mesa de despacho está exactamente igual que cuando él la dejó. No ha querido descolocar ningún objeto y nadie se sienta en su sillón, ahora recubierto con la bandera que envolvía su féretro. Nadie lo hará jamás, ni siquiera ella. A pesar de su porte elegante y su esfuerzo por mantenerse entera, se le escapan lágrimas de vez en cuando, que disimula pasándose un pañuelo por el rostro. De tanto llorar tiene ojeras perpetuas y se le ha quedado una mirada acuosa. Ha adelgazado mucho, la palidez marmórea de su tez está veteada de gris, tiene una expresión de tristeza infinita en la mirada.

Pero su opinión pesa. Pesa tanto que ella misma se sorprende.

Al final, los diputados la escuchan. Una vez convencidos de que Madam prefiere a Narasimha Rao, arreglan una elección interna para que los diputados le voten. El partido acaba colocando a este viejo amigo de la familia Nehru de primer ministro de un gobierno de coalición, minoritario porque le han faltado al Congress 30 escaños para alcanzar la mayoría. A la prensa no se le escapa este poder de influencia, que denomina the Sonia factor. A la italiana le pasa lo que a Indira cuando murió Nehru, que automáticamente ha heredado algo del poder de la familia. Para unos se trata del «carisma» para otros del «apellido». Si aquel día llega a haber mencionado otro nombre, es probable que Rao no hubiera salido. No es tan fácil como parece desprenderse de la política. El poder la persigue, el poder la quiere. El poder la necesita.


El gobierno de Rao parece débil. Tal y como están las cosas, nadie apuesta por su supervivencia, ni por la del partido. ¿Qué es el Congress sin un Gandhi a la cabeza?… Una organización condenada a desaparecer, dando pie a que el partido hinduista, el BJP, se adueñe del terreno perdido. Es grave, porque ese partido defiende la idea peligrosa de «una India hindú», que para muchos es la receta del desastre. Y nadie se atreve a imaginar las consecuencias para el país y el resto del mundo de un desastre a la escala de la India… Por eso redoblan las presiones sobre Sonia. Para los responsables políticos de un Congress en pleno desconcierto, y para una gran parte de la población, ella representa la última centinela de una dinastía golpeada de muerte.

– ¿Algún favor, algo que necesites, algún servicio? -así, con voz tintineante, se anuncia el ministro de Bienestar Social al entrar en el domicilio familiar de los Gandhi.

En la dirección del Congress, no saben qué inventarse para ganársela, para que recapacite y acepte entrar en el redil.

Son tantos los que quieren verla que decide instaurar un horario de visitas, de cinco a siete de la tarde. Las mañanas las dedica a contestar las miles de cartas de condolencia que ella y sus hijos siguen recibiendo del mundo entero. Insiste en leerlas todas, y procura contestar personalmente a las de los conocidos. A los demás, les manda una nota de agradecimiento impresa y firmada de su puño y letra, en inglés o en hindi. Las tardes, después de las visitas, es cuando el sentimiento de pérdida y de soledad se hace más duro de soportar. Por momentos se olvida de que Rajiv ya no va a volver esa noche. Tantos años acostumbrada a esperar su regreso que se le ha quedado el reflejo de esa esperanza vana. Afortunadamente está rodeada de su familia. Su madre, Paola, vive ahora con ellos, y sigue esperando secretamente que Sonia decida volver a Italia. Pero no quiere insistir más, la última vez que lo ha hecho, Sonia se ha puesto nerviosa. Priyanka y Rahul están muy pendientes de su madre. De vez en cuando se presenta algún amigo a cenar y el ambiente se anima mientras preparan la comida.

Los amigos íntimos son escasos, los fieles. Entre ellos están los hermanos Bachchan (uno de ellos, Amitabh, se ha convertido en la mayor estrella del cine indio), una decoradora que conoció nada más llegar y su marido, una pareja de periodistas y editores, antiguos compañeros de Indian Airlines, viejos amigos de la familia como Suman Dubey y su esposa… Los Quattrochi han regresado a Italia, aunque si estuvieran aquí, no podría verlos… Sus amigos no hablan con la prensa, no cuentan nada que pudiera ser interpretado por Sonia como una traición a su confianza. Saben que es una mujer muy celosa de su privacidad. No quiere que su dolor aparezca en las revistas de papel couché. Está muy irritada con la prensa extranjera que proyecta a Priyanka como la heredera de «la dinastía». A los reporteros que las siguieron durante la campaña en Amethi no se les escapó el magnetismo de la joven, con esa mirada penetrante, y ninguno se resistió a compararla con su abuela.

Muchos dignatarios extranjeros de paso por la capital también quieren verla y ella está contenta de recibirlos, porque así comparte recuerdos de los numerosos viajes que hizo junto a su marido. En el ministerio de Asuntos Exteriores no entienden por qué Yaser Arafat, Nelson Mandela o el rey Hussein quieren entrevistarse con una persona que no tiene un cargo oficial «¿Qué pasa con el protocolo?», preguntan. Pero el primer ministro Rao desautoriza esas objeciones. Mientras los dignatarios extranjeros así lo deseen, el gobierno no necesita plantear la cuestión del protocolo, les responde. El poder la trata, a ella y a sus hijos, como miembros de una familia reinante. A los Gandhi, muertos o vivos, se les sigue reverenciando, como si la India les reconociese el derecho divino de reinar sobre ella. Ahora, junto a los grandes retratos de Indira que adornan los edificios públicos, se encuentra también la foto de un Rajiv sonriente desde el más allá. La familia sigue muy presente en la mente de millones de indios.


Poco a poco, sus hijos Y sus amigos la ayudan a encontrar un sentido a la vida sin Rajiv. Sonia es consciente de que necesita normalizar su existencia cuanto antes, aunque sólo sea por sus hijos, que tendrán que volver a la universidad. «Lo que ha pasado no puede ser un obstáculo para que lleven una vida normal.» Está obsesionada con esa idea. Toda su vida no ha querido otra cosa, y todavía habla de ello como si pudiera alcanzarlo. Luego se corrige, y dice: «… una vida lo más normal posible». Sí, ésa es la meta, la única viable. Y aunque ya no puede vivir con Rajiv, sí puede vivir para él.

Para su memoria. Para que su sueño no desaparezca. Sus amigos le proponen crear una fundación, un poco al estilo de las fundaciones presidenciales norteamericanas, que guardan el legado de cada presidente. Sería una respuesta a los terroristas que lo asesinaron, una manera de que sus ideas y su visión sobrevivan. Sonia escoge la fecha del 20 de junio para firmar el acta de constitución de la Rajiv Gandhi Foundation, porque también es una manera de dar sentido al cumpleaños de Rahul, que ese día cumple veintiún años. Rodeada de sus hijos y amigos, ponen su firma en el documento que consagra la creación de una institución destinada a promover la aplicación de la ciencia y la tecnología al servicio de los pobres. A Sonia le da la impresión de que de esa forma Rajiv sigue vivo en la muerte.

El 20 de agosto, el día en que Rajiv hubiera cumplido cuarenta y siete años, van a rendirle un homenaje al samadhi, el mausoleo en forma de flor de loto erigido en el emplazamiento donde ha tenido lugar su cremación. No está lejos de los samadhi respectivos de Sanjay, Indira y Nehru, símbolos todos que recuerdan el considerable precio del poder. Sonia lleva un sari blanco bordeado de negro, tiene la mirada extraviada y parece que su espíritu está muy lejos, en algún lugar que sólo ella conoce. Quizás se deja llevar por la ensoñación y hace planes de vida con Rajiv, como antes, y consigue arañar así unos segundos de felicidad, aunque sean ficticios. Huele al incienso que queman los sacerdotes en braseros improvisados. De pie entre Priyanka y Rahul, los tres parecen ensimismados y absortos en sus pensamientos, mientras los cánticos religiosos hindúes van desgranándose como una letanía sin fin. Al fondo, se oyen los ruidos de la ciudad. De pronto aparece Maneka, sola, la última persona que desean ver allí en ese momento. Sonia se crispa mientras su cuñada se acerca al samadhi y deposita una ofrenda floral sobre el mármol pulido. Luego sigue con la tradición de dar una vuelta alrededor del mausoleo y pasa delante de Sonia y de sus hijos, pero no se saludan. Su presencia ha roto la serenidad del acto. Sonia, irritada, decide acabar y volver al coche.

43

Cinco meses después del atentado, la comisión electoral anuncia elecciones locales en Amethi, y de nuevo se empieza a oír el coro de voces. El coro que reclamaba a Indira después de la muerte de Nehru, y a Rajiv después de la muerte de su hermano, reclama ahora a Sonia. Antiguos compañeros de su marido hacen un llamamiento al primer ministro para que la convenza de que se presente en Amethi como la sucesora de Rajiv. Saben que Sonia tiene un vínculo especial con la gente de esa circunscripción. La adulación llega a extremos inverosímiles cuando un miembro del partido declara sin vergüenza: «Si Sonia quisiese llevar zapatos hechos con mi piel, se la ofrecería sin dudar.» Pero la familia pierde la paciencia: «¿Qué se creen estos militantes? -exclama Priyanka, fuera de sí-. ¿Qué tenemos que seguir sacrificando nuestras vidas? ¡Ya basta de política!» Les parece aberrante que el equilibrio de una nación de casi mil millones de habitantes repose sobre una viuda italiana, pero así lo creen en la cúspide del gobierno, y del partido.

Ante el fracaso de convencerla, prueban con otros medios. El gobierno de Rao decide otorgar una donación de diez millones de rupias, pagaderas en cinco años, a la Fundación Rajiv, como si de esa manera quisiese compensar la pérdida del marido. Sonia se enfurece aún más y manda una carta a Rao: «Le agradecemos personalmente, así como a sus colegas, esta generosa oferta, pero sería mejor que el gobierno diseñase sus propios proyectos y programas humanitarios y los financiase directamente, haciendo así honor a la memoria de mi marido.» Pero es tarde, el escándalo ya está servido. Nada más hacerse pública la noticia de la supuesta donación, la oposición ha arremetido contra lo que llama el Rome Raj, el «reino de Roma»: «Un gobierno que puede robar a los pobres para dar diez millones de rupias a la familia de Rajiv Gandhi es capaz de cualquier cosa.»

Harta ya de tanta maniobra y manipulación, de este nuevo e innecesario escándalo que la oposición exprime con fruición, de tanta presión que no respeta ni su dolor, de la prensa que especula sin cesar sobre su papel, Sonia decide seguir el consejo de sus hijos de marcharse de viaje a Europa y Estados Unidos durante una temporada. El viaje le sirve para distraerse del barullo de la India, para descansar mentalmente y para poner orden en sus ideas. Está más decidida que nunca a mantener viva la herencia de Rajiv sin tener que meterse en la ciénaga de la política. ¿Pero es eso posible?


Cuando regresa, la policía le anuncia que ha identificado a los autores del asesinato de Rajiv. La investigación ha sido posible gracias al trabajo heroico de un fotógrafo local de Sriperumbudur, un joven llamado Haribabu. Aquella noche aciaga, el reportero había esperado con impaciencia la llegada del líder. Nada más bajarse Rajiv del Ambassador blanco, Haribabu le había bombardeado con sus flashes, tanto que el escolta Pradip Gupta le hizo un gesto para que dejase de importunar. Pero el fotógrafo, poco preocupado en ahorrar carretes de película, siguió con su trabajo. ¿Quién sabe cuándo volvería a ese lugar perdido un personaje tan importante como Rajiv Gandhi? Su persistencia le costó la vida. El cuerpo de Haribabu acabó reventado por el efecto de la onda expansiva. Sus restos aparecieron a veinte metros del lugar donde originalmente se encontraba. Lo que la policía descubrió fue su cámara entre los restos humeantes de la deflagración. Estaba milagrosamente intacta. Al revelar el carrete contenido en su interior, aparecieron los últimos rostros que Rajiv había visto en vida, entre los que se encontraba el de Dhanu, la terrorista suicida.

– Mire bien la foto -le dice el jefe de policía-. Ésta es la asesina de su marido.

A Sonia le sudan las manos cuando la coge para observarla. Es profundamente turbador ver así el rostro de la persona que tanto daño les ha hecho. De ser una abstracción en la mente, la asesina se le aparece como una mujer aparentemente normal. «¿Cómo ha podido cometer semejante barbaridad?», se dice Sonia, mirándola fijamente, como si buscase algún signo exterior de su maldad, como si pudiese penetrar en su mente, escrutar su alma, adivinar por qué decidió matarlo. El policía le indica con el dedo el rostro de un hombre de piel oscura, un sureño, en una esquina de la foto.

– El equipo de investigaciones especiales de la policía ha conseguido identificarlo. Se trata de un terrorista conocido como Shivarasam, es un líder del LTTE (Tigres de Liberación de la Patria Tamil). Señora, esto viene a confirmar lo que todos sabíamos: que su marido cayó víctima de un complot de los extremistas tamiles.

– Su asesinato fue la venganza de los tamiles contra la intervención militar en la isla, ¿no es así?

El policía asiente.

– Los extremistas se le volvieron en contra, señora, precisamente como un tigre que le da un zarpazo al que viene a darle su comida.

Al pensarlo, Sonia descubre que existe una horrible pauta en las muertes de la familia, como si sus miembros fuesen los arquitectos de su propia destrucción. Indira ha muerto por un problema que Sanjay desencadenó al crear el monstruo de Brindanwale para controlar políticamente a los sijs; Rajiv ha muerto por un problema creado originalmente por Indira, que durante años facilitó apoyo a los Tigres para granjearse los votos de los tamiles de la India y no perder base electoral. ¿No había oído decir a Indira muchas veces que lo peor en política era, por miedo a perder apoyo, no hacer lo que uno en el fondo pensaba que debía hacer? Ambos han acabada pagando el error cometido en algún momento de debilidad, de falta de fe, el error de anteponer consideraciones políticas a corto plazo al interés general del país a largo plazo. Y los errores cuestan caro en política. A Sonia, a Priyanka y a Rahul se les hiela el corazón al pensarlo. Es la lección más cara de sus vidas.


Contrariamente al Congress, los fundamentalistas hindúes están muy satisfechos de sus resultados electorales. Se dan cuenta de que la campaña para destruir la mezquita de Ayodhya y reemplazarla por un templo hindú dedicado al dios Rama, ha dado importantes réditos políticos. Los disturbios se han convertido en votos. Entonces, ¿por qué no seguir? En octubre de 1991, las organizaciones hinduistas extremistas afiliadas al BJP se las arreglan para comprar los terrenos alrededor de la mezquita. Inmediatamente después empiezan obras de nivelación del terreno. Para colmo de la provocación, anuncian que el 6 de diciembre iniciarán la construcción del templo. Cuando los musulmanes ponen el grito en el cielo, el gobierno envía a Ayodhya un equipo para evaluar la situación, y éste se encuentra con una gran plataforma de hormigón levantada por los extremistas junto a la mezquita. Es una violación flagrante de la ley que después de los últimos disturbios había prohibido alterar las cosas. El equipo del gobierno está consternado de que el gobierno local haya hecho la vista gorda, pero la explicación es muy sencilla, su jefe es miembro del BJP.

Preocupado por una eventual escalada de la violencia, el ministro del Interior en Nueva Delhi envía a veinte mil hombres, que se instalan en distintos cuarteles situados a menos de una hora de la mezquita. Pero, por otro lado, van llegando cien mil militantes hinduistas, disfrazados como los héroes de la mitología, con tridentes, arcos y flechas, y acampan en la zona. Algunos líderes del BJP invocan el carácter pacifista y simbólico de la concentración.

– ¡Tenemos nuestro propio servicio de orden! -argumentan ante las autoridades.

Éstas deciden no mandar a los soldados al recinto en la mañana del 6 de diciembre, la fecha anunciada para poner la primera piedra del templo. «No hemos querido provocar», dirán más tarde, cuando la gravedad de ese error salga a relucir.

En los alrededores de la mezquita sólo está presente la policía del estado, una fuerza escasa, mal motivada y peor pertrechada para contener los ánimos de una gigantesca multitud. A las once y media de la mañana, mientras santones medio desnudos cubiertos de ceniza empiezan a entonar cánticos y oraciones en la plataforma de hormigón, algunos militantes se acercan a la mezquita en actitud amenazante. Cuando intentan pararles los pies, lo único que consiguen el servicio de orden y algunos agentes de policía es ser apedreados por la multitud encolerizada.

– ¡Levantaremos nuestro templo aquí mismo! -gritan con fervor los militantes.

Un joven intrépido consigue saltar por encima de la policía y escalar los muros de la mezquita hasta llegar a una de sus tres cúpulas. La multitud percibe el gesto como una señal de ataque. Armados de hachas, picos y palas, una avalancha de militantes se lanza sobre la mezquita. La policía huye despavorida.

Media hora más tarde, los militantes caminan por el techo haciendo ondear banderas color azafrán y lanzando vítores. Mientras unos lanzan ganchos atados a una cuerda para clavarlos en el techo de los minaretes, otros atacan la base con mazas, martillos y picos. A las dos de la tarde, el primer minarete se derrumba, y con él una docena de hombres que estaban destrozando el techo a hachazos. Pero parece que da igual, la vida humana no importa, lo que vale es acabar con los símbolos del vecino musulmán. Una hora después, cae el segundo minarete. Luego el último, y finalmente la cúpula central. En una sola tarde, un monumento que ha sido testigo de innumerables convulsiones de la historia, que ha soportado el azote de más de cuatrocientos monzones es reducido a escombros por la furia de unos fanáticos.

La mayoría de los hindúes del país no están de acuerdo con que una minoría de extremistas consiga doblegar el Estado a su voluntad. Si las fuerzas que hubieran podido detener ese sacrilegio están a mano, ¿por qué no les ha llegado nunca la orden de intervenir? En esos días de terror son muchos los indios que echan de menos a Indira; con ella en el poder en Nueva Delhi, piensan que probablemente esto nunca hubiera ocurrido. Lo achacan a un acto de cobardía del gobierno de Narasimha Rao, que no quiere ser percibido como contrario a los hindúes en un país en el que son mayoría.

La demolición causa seis muertos entre los militantes y una cincuentena de heridos. Los líderes del BJP son arrestados por la policía y puestos bajo custodia protegida. Un influyente sacerdote local expresa el deseo de que Ayodhya se convierta en el «Vaticano de los hindúes» y hace un llamamiento a la violencia. El primer paso, agrega, es limpiar la ciudad de sus minorías. Los militantes responden con ardor a este grito de guerra y se lanzan a una orgía de violencia, incendiando las casas de los musulmanes y luego barrios enteros. Pronto, la violencia se extiende a lo largo y ancho de la India. Los musulmanes salen a las calles, atacan las comisarías de policía y prenden fuego a edificios del gobierno. Las turbas excitadas utilizan armas de todo tipo, desde ácido hasta escopetas, pasando por tirachinas y puñales. La prensa relata casos de niños quemados vivos, de mujeres acribilladas a bocajarro por policías. El espectro de la Partición vuelve a aparecer.

Hay miles de muertos por toda la India. El ejército impone el toque de queda. El país está paralizado por el miedo. Los aviones no despegan, los trenes no circulan. La pesadilla de Nehru y de Gandhi, la del odio entre comunidades, se está haciendo realidad ante los ojos atónitos del pueblo, que ve cómo la convivencia entre vecinos es reemplazada por la hostilidad y la suspicacia. Ya no juegan juntos los niños musulmanes e hindúes como lo han venido haciendo desde hace ya más de mil años. Los padres no comercian entre ellos, dejan de relacionarse. A los musulmanes se les empieza a exigir que prueben su lealtad hacia la India. En los partidos de críquet contra Pakistán, se les exige que desplieguen la bandera nacional en la fachada de sus casas, y que animen al equipo nacional. Están obligados a mantenerse a la defensiva, pero en Cachemira, donde son mayoría, los papeles se invierten. Allí los extremistas musulmanes lanzan una jihad contra la comunidad de los pandits hindúes, de la que los Nehru son oriundos. Más de cien mil se ven obligados a exiliarse. Ambos procesos se retro alimentan, mientras la gente, que no está acostumbrada a hacer política en términos de fe y religión, se hace multitud de preguntas: ¿se puede confiar en un gobierno que no asume su compromiso de proteger un antiguo lugar de culto?, ¿se puede confiar en una comunidad que expulsa de manera tan drástica a los que profesan otra fe? «Como los minaretes que coronan esta vieja mezquita -escribe el Time Magazine- los tres pilares del Estado indio -democracia, aconfesionalidad y estado de derecho- corren el riesgo de ser derribados por la furia del nacionalismo religioso.»


Durante tres años, Sonia ha estado encerrada en casa, volcada en la tarea de organizar el archivo de la familia. Ha escrito un conmovedor libro sobre su marido para el que ha tenido que bucear entre cien mil fotos, quinientos discursos e innumerables notas. Lectora voraz, ha vivido su periodo de luto entre libros, legajos, fotos y documentos. También ha editado el segundo volumen de cartas entre Nehru e Indira, una correspondencia intensa y conmovedora. «No puedes librarte de la tradición familiar -escribió Nehru a su hija desde la cárcel- porque te perseguirá y, lo quieras o no, te dará una cierta posición pública que no has hecho nada por merecer. Es desafortunado, pero tendrás que aguantarte. Aunque, después de todo, no es mala cosa tener una buena tradición familiar. Nos ayuda a encarar el futuro, nos recuerda que tenemos que mantener viva una llama y que no podemos rebajarnos o envilecernos.» Sonia no consigue quitarse esa carta de la cabeza. Escrita en otro tiempo y otras circunstancias, su eco retumba en su interior porque contiene una ineludible verdad.

Ahora, lo que ocurre a su alrededor le revuelve las entrañas.

Que el gobierno, encabezado por un primer ministro del Congress, no haya podido impedir la catástrofe de Ayodhya le duele en el alma. Es un insulto al ideario, a la esencia misma del partido. ¿Es posible que los sacrificios de Gandhi, Indira y Rajiv no hayan servido para nada? -se pregunta desconcertada-. ¿Todo ese dolor ha sido inútil?

En una reunión del patronato de la fundación que lleva el nombre de su marido, propone emitir una dura declaración de condena al gobierno.

– La fundación es una entidad apolítica -le dice uno de los patronos, un antiguo miembro del Congress y viejo amigo de Rajiv-. No hay necesidad de hacer un comentario sobre un tema político.

Sonia niega con la cabeza.

– A Rajiv y a los demás miembros de la familia, se nos identifica con el laicismo, con la voluntad de no mezclar política y religión. Me da la impresión de que si la fundación no expresa su condena estamos traicionando la herencia de nuestra familia.

– Pero si lo haces, te estás metiendo en política. Tienes que saber que si te metes contra lo que hace el Congress, estás dando fuelle a los adversarios, a los extremistas hindúes…

– No se trata de hacer política o no. Es una cuestión de principios. No puedo permanecer impasible ante lo que está ocurriendo.

No piensa callarse, le da igual quién esté en el gobierno. Repite que la suya es una autoridad moral, no política. ¿No ha cometido el primer ministro Rao el mismo error en la gestión de la crisis de Ayodhya que cometieron en su día Sanjay con los sijs e Indira con los tamiles? ¿Es que de nada sirven las lecciones del pasado? Está claro que Rao no ha mandado al ejército a tiempo para impedir la destrucción de la mezquita a fin de no alienarse el electorado hindú. Ha sacrificado la paz del país por un beneficio electoral a corto plazo. Ésa no es la política que Sonia está dispuesta a apoyar, caiga quien caiga, aunque sea el Congress.

De modo que sigue adelante con su idea y redacta una declaración de condena en términos severos, en la que imputa una gran parte de responsabilidad al propio gobierno de Narashima Rao. Inevitablemente, se desata una tormenta política. «¿Se está metiendo en política y lo hace contra nosotros?», se preguntan en el gobierno, atónitos. Como era de esperar, la oposición disfruta del espectáculo de esta pelea interna del Congress, que se añade a otras entre distintos líderes. En el partido se devoran los unos a los otros, es un auténtico nido de víboras. Los extremistas hindúes aplauden.

Pero Sonia lo tiene claro. Seguir fiel al compromiso de preservar la memoria de su marido y de la familia nada tiene que ver con la suerte de los hombres de Rajiv en política, sobre todo cuando no existen razones para apoyarlos. Piensa que quedarse de brazos cruzados es ser desleal y Rajiv sigue estando muy presente en su mente. Todo lo que ha hecho en la vida, lo ha hecho por él. Ahora también, en eso la muerte no ha cambiado nada. Él vive en ella. Es su razón de ser.

Y además tiene otro agravio contra el gobierno de Rao. El juicio contra los conspiradores arrestados por la policía no tiene visos de empezar nunca. Como resultado de los interrogatorios a los detenidos, la policía ha descubierto un plan meticulosamente trazado para acabar con la vida de Rajiv. Saben que fue diseñado en la profundidad de las junglas de Sri Lanka por la dirección colegiada de la organización terrorista, que utilizó la cantera de activistas que tienen en el sur de la India porque necesitaban tamiles locales que no pudiesen ser identificados por el acento de la isla. La policía ha descubierto toda una red de apoyo a la organización terrorista, con una estructura donde los que prestaban los pisos francos sólo sabían que luchaban por la causa; los que estaban más cerca de la dirección sólo sabían que la misión consistía en asesinar a un político «hostil a la lucha de los Tigres»; y únicamente los dirigentes sabían quién era el blanco. Esos dirigentes temían que si Rajiv hubiera vuelto al poder, habría enviado de nuevo al ejército indio a la isla, lo que les hubiera perjudicado.

Sonia y sus hijos están decepcionados y molestos porque todo ese buen trabajo de la policía corra el riesgo de quedar en agua de borrajas por la inacción de la judicatura.

– Espera un poco más, hay que tener paciencia… -le repiten los antiguos compañeros de Rajiv.

– La justicia, si es lenta, no es justicia… ¿No lo sabemos todos? -dice Sonia, repitiendo otra frase que ha oído mil veces en casa cuando vivía Indira.

– No es el momento de atacar al Congress. Está tan debilitado que sería fatal. Sobre todo si el golpe viene de ti.

– Ni mis hijos ni yo seguiremos esperando mucho tiempo.


Sonia, volcada en el trabajo de la fundación, recorre el país como nunca lo ha hecho antes. Es un redescubrimiento de la India profunda, esta vez sola y con otros ojos. Ya sea para inaugurar el Lifeline Express, un tren convertido en hospital ambulante para operar la ceguera, o bien aportando material de socorro a las áreas más afectadas por los disturbios, lanzando programas de alfabetización o abriendo un hospital oncológico en una zona rural y apartada, su presencia atrae un número creciente de gente que invariablemente le dispensa una acogida entusiasta. Al sentirse querida, aprende a ser más comunicativa, no con la prensa, de la que sigue recelando, pero sí con las mujeres con quienes comparte el té y la charla, y con los niños a los que abraza y ofrece regalos. Su trabajo la satisface profundamente. Asume con vigor y eficacia el antiguo compromiso familiar con los pobres de la India, y lo hace a su manera.

Pero si uno está comprometido con la gente, tiene principios y el poder que da pertenecer a la familia de Nehru, ¿puede callarse ante la ineficacia y la desidia de las autoridades, sean del signo que sean?

¿No equivale el silencio a aprobar el comportamiento del gobierno, que ha colocado el país al borde del abismo?

El 20 de agosto de 1995, fecha del cumpleaños de Rajiv en el cuarto aniversario de su muerte, Sonia, harta ya de esperar, preocupada por el auge de los enfrentamientos entre comunidades, sale a la palestra, y lo hace en Amethi. Diez mil personas en delirio corean: «¡Sonia, salva al país!», mientras ella sube despacio las escaleras del estrado, la cabeza cubierta por el faldón de su sari. Le tiemblan las manos de lo nerviosa que está y parece insegura, en contraste con su hija Priyanka, que saluda relajada a la muchedumbre.

– Mamá, ¡mira qué de gente! ¿No crees que deberías saludarlos?

Sonia hace caso a su hija y levanta el brazo. La atronadora respuesta de la gente la envalentona. Flanqueada por Priyanka, da libre curso a su cólera: «Desde hace cuatro largos años, el gobierno ha sido incapaz de arrestar y de llevar a juicio a los asesinos de mi marido -declara en un hindi casi perfecto-. Si el sumario sobre el asesinato de un ex primer ministro tarda tanto tiempo en hacer progresos, ¿qué le ocurrirá al ciudadano común con los asuntos pendientes ante la justicia? Seguro que vosotros entendéis lo que siento.» En medio de un huracán de exclamaciones, continúa: «Hoy, los ideales de Nehru, de Indira y de Rajiv están amenazados. Hay divisiones en todas partes. Ha llegado la hora de restaurar sus principios y estaré con vosotros en ese esfuerzo.» «¡Sonia, salva al país!», le responde la gente, que siente afecto por esta viuda valiente y digna. La admiran por su abnegación, su fidelidad a la familia y su sacrificio. Antes de meterse en el coche, una periodista se le acerca:

– ¿Su discurso marca el regreso de la dinastía de los Gandhi a la escena política india?

– No -contesta Sonia-, no tengo ambiciones políticas, Siempre hablo en calidad de presidenta de la Fundación Rajiv Gandhi.

Pero la India entera ha oído su mensaje. Al día siguiente, su foto con el brazo alzado, acompañada de sus hijos, está en portada de todos los periódicos nacionales. A ojos de millones de indios, Sonia deja de ser percibida como el ama de casa que vive a la sombra de su marido y de su suegra, y pasa a ser la figura pública responsable del legado de la familia.

A Sonia le está ocurriendo lo que le pasaba a Rajiv y a Indira.

El contacto con la gente la anima, la reconforta, la saca de su angustia existencial, le hace olvidar la contradicción que supone asumir el legado de una familia tan política detestando la política. El resultado de las siguientes elecciones, las de 1996, no la sorprende en absoluto. Está tan bien informada que ya sabe que el partido no va a alcanzar los doscientos diputados. Pero no llega ni a ciento cuarenta, un desastre histórico. Rao disuelve el gobierno, dimite de primer ministro y de líder del partido.

Pocos días después, recibe la visita de un grupo de disidentes del Congress que de nuevo vienen a solicitar su consejo para elegir al próximo presidente de la organización. Pero Sonia se niega a dar su opinión. Esta vez, consciente de su poder, «del factor Sonia», ni siquiera menciona cuál sería el sucesor favorito. No quiere ser manipulada.

Quien ha salido victoriosa en estas elecciones ha sido Maneka, que ha conseguido de nuevo un escaño en el Parlamento. Yendo y viniendo de su puesto, la cuñada se ha labrado una imagen propia de defensora de los animales. Es nombrada de nuevo ministra de Medio Ambiente, pero la alegría le dura poco. A causa de las presiones de los enemigos de la coalición, el nuevo primer ministro se ve obligado a relevarla unos días después. No deja de ser irónico que la nuera india de Indira, política y charlatana, luche tanto por una parcela de poder mientras que la tímida y apolítica nuera extranjera siga teniendo que rechazar ofertas de liderazgo.

Porque los líderes del Congress vuelven a la carga, conscientes de que la ausencia de la viuda es la presencia más importante del partido. La situación es catastrófica, le dicen, el partido se desintegra, el país Cafre hacia el abismo de las guerras de religión. No hay día que no venga alguien a repetírselo. Las peleas intestinas en el seno de la mayor organización política del mundo la están vaciando de los mejores militantes, que desertan en masa. El nuevo líder que sale elegido a costa de agrias disputas es un individuo que no inspira respeto. Se pasa las tardes en su casa, tumbado en el suelo, la cabeza sobre una almohada, bebiendo whisky, fumando sin parar y hablando de política, de chismorreos y de sexo. Sonia sabe que ese hombre no es la solución, más bien al contrario. Ante las presiones constantes, ella sigue sin dar su brazo a torcer. «¿Y Priyanka?», preguntan, como si valiese igual la madre que la hija. Lo que sea, pero que sea un Gandhi, es lo único que puede salvar a la organización. Sólo un Gandhi puede aglutinar las distintas tendencias, los diferentes egos. Sólo un Gandhi puede galvanizar la maltrecha moral de los simpatizantes. En el otrora todopoderoso Congress, un partido con ciento doce años de historia, cunde la desesperación. «Millones de militantes del partido están dispuestos a dar su vida por ti. ¿Cómo puedes permitir que el Congress se desmorone ante tus ojos?», le repiten. Tanto se lo dicen que Sonia empieza a sentir un vago complejo de culpabilidad, la conciencia afligida por una especie de dolor. ¿Puedo seguir como una espectadora muda frente a la desintegración del partido por el que Rajiv dio su vida? La pregunta la perturba. De pronto es como si la tierra le faltase bajo sus pies. Además, está cansada de tanta presión, a la que no ha dejado de estar sometida desde que murió Rajiv. También harta de tanta adulación. Pero, sobre todo, está atormentada. Si se desintegra el Congress, se acaba la herencia familiar. Pensar que el sacrificio de Rajiv ha sido en vano le quita el sueño. Su hija comparte su zozobra.

– Hay que hacer algo -le dice Priyanka-, si no el BJP acabará destruyendo todo lo que hemos conseguido, desde el abuelo hasta papá.


Cuando viene a visitarla un viejo amigo de la familia, Amitabh Bachchan, en cuya casa estuvo viviendo cuando llegó a Nueva Delhi y que se ha convertido en el actor de cine más popular de la India le hace partícipe de su desazón.

– Me pregunto si al fallarle al Congress, no le estaré fallando a Nehru, a Indira y a Rajiv -le confiesa.

– No los confundas con los líderes de ahora -responde Amitabh-. Éstos son una panda de buitres que se quieren aprovechar del poder de convocatoria de vuestra familia para sus fines políticos. No te dejes engañar, no cedas.

– Claro, tienes razón -le dice.

Pero Priyanka no está de acuerdo con Amitabh.

– Entonces -le dice a su madre cuando están de nuevo a solas-, ¿vamos a dejar que el país se derrumbe sin hacer nada?

Sonia le contesta con otra pregunta.

– ¿No te parece que la familia ya ha hecho bastante por el país?

Pero la duda la oprime como un abrazo lúgubre, como si adivinase que su resistencia está a punto de claudicar ante lo irremediable.


Meses más tarde, otra visita de otro antiguo amigo de Rajiv termina de sembrar la duda en la mente de Sonia. Es uno de los líderes del Congress mejor valorados, un hombre íntegro llamado Digvijay Singh. Su opinión siempre pesaba en tiempos de Rajiv.

– Vamos de cabeza al desastre -le dice de sopetón-. Con este nuevo presidente, no vamos a conseguir ni cien escaños en las próximas elecciones. ¿Sabes lo que significa eso?

Sonia hace una mueca de disgusto. El hombre prosigue:

– Significa la desintegración del partido, el final del Congress. Y quizás de la India como nación.

Hay un silencio largo, denso.

– Conozco tu postura y la de tus hijos con respecto a asumir el manto de vuestra familia, pero ante la extrema gravedad de la situación he venido en nombre de los compañeros de Rajiv a pedirte que lo hagas. Ya sé lo que piensas de la política, lo sabemos todos. Sé que me vas a decir que no, pero faltaría a mí deber si no insistiera. Y no lo haría, si pensase que hay una solución mejor.

– Yo siempre he pensado que tú tenías tirón, que podrías perfectamente ser un buen presidente del partido -le dice Sonia.

– No tengo suficientes apoyos. Quizás en el futuro los tenga, ahora no. En este momento de máxima gravedad, la solución pasa por ti o por tus hijos.

– ¿Me estás diciendo que si no entro en política, estoy faltando a mi responsabilidad?

El hombre no se atreve a responder.

– Quiero hacerte ver otro aspecto del problema -prosigue-. Supongamos que el Congress desaparece… ¿Qué pasará con vuestra seguridad? Hagáis o no hagáis política, hay mucha gente que os ve como una amenaza por lo que representáis. Los que están en contra de los principios fundadores del Congress están también en contra vuestra. Y desgraciadamente son legión, cada día más. Aunque nunca quieras hacer política, el hecho de haberte quedado a vivir en esta casa es en sí mismo un acto político.

Sonia no contesta. La cabeza le da vueltas. Digvijay Singh prosigue:

– Si se la quitaron a Rajiv, os la quitarán a vosotros, que no te quepa la menor duda. Si el Congress desaparece como fuerza política, ¿quién va a costear el enorme despliegue de seguridad que tú y sus hijos necesitáis?

Sonia se estremece, porque sabe que su interlocutor tiene razón. ¿Se atreverían a dejarlos desprotegidos? Todo es posible en este sucio mundo de la política. Hay enemigos fuera, y también dentro del partido, los mismos que le retiraron la protección a Rajiv. Unos por una razón, otros por otra. Está claro que si el partido se hunde, quedan indefensos. Pero si acepta y entra en política para salvarlo, ¿no es tentar al diablo? ¿No es exponerse aún más a las balas de cualquier loco? No hay salida en el laberinto de su vida. Todo se acaba mezclando en su cabeza: el sentido de la responsabilidad y el miedo, el odio a la política y la necesidad de seguridad. Por primera vez, Sonia se está dando cuenta de que no sólo el poder la necesita a ella; la familia también necesita la protección del poder. Si no, está claro: el legado dejará de existir, el sacrificio de Indira y Rajiv caerá en el olvido y quizás ellos -Sonia, Priyanka o Rahul- también dejarán de existir.

44

Mientras Sonia se debate en un mar de dudas, la política india sigue desintegrándose. El concepto de «nación» creado por el Partido del Congreso durante la lucha por la independencia, y que aboga por una nación plural, laica, y diversa (al revés que Pakistán, una nación creada alrededor de una religión), sigue perdiendo terreno de manera alarmante. Los mismos adversarios contra los que lucharon el Mahatma Gandhi, Nehru, Indira y Rajiv son los que ahora ganan adeptos con su idea de una India hindú, como un eco involuntario de Pakistán. ¿Qué pasará si se hacen con el poder? ¿Habrá una limpieza étnica? Luego está el lamentable espectáculo de la corrupción. Un centenar de parlamentarios en Nueva Delhi tienen ahora un «pasado criminal», lo que significa que han sido acusados de varios crímenes, pero no condenados formalmente. ¡Si Nehru levantara la cabeza! Una vez que son elegidos es prácticamente imposible condenarlos, por eso la política se está convirtiendo en un incentivo importante para delincuentes de toda calaña.

La corrupción es tan grotesca que una líder en alza del mayor partido de «intocables» de la India, una mujer de mediana edad llamada Mayawati y que se ha hecho rica de la noche a la mañana alegando que sus simpatizantes son «muy generosos», ha sido pillada in fraganti otorgando licencias a sus amigos constructores para levantar un gigantesco parque temático alrededor del Taj Mahal. El escándalo la ha obligado a abandonar el proyecto, pero no le ha restado ningún voto. La prensa publica fotos suyas recibiendo a sus interlocutores sentada en un auténtico trono de madera labrada recubierta de pan de oro en su casa palacio de Lucknow. Ha celebrado su cumpleaños a lo grande, utilizando la maquinaria oficial y fondos públicos. Y no es la única.

Parece que, en lugar de progresar, el país retrocede a los tiempos de los corruptos maharajás. Vuelve a las andadas, como cuando estaba compuesto por una miríada de reinos que se peleaban entre ellos, debilitándose mutuamente, facilitando las invasiones de mogoles y británicos. Si el Congress acaba pulverizado en las próximas elecciones, morirá el único gran partido nacional. Ahora sólo quedan reinos de taifas que luchan no por su ideología, sino por granjearse los favores de sus electores, cada vez más agrupados en castas o comunidades regionales. La política se atomiza. ¿Hasta dónde llegará esa fragmentación? ¿Hasta la desintegración de la India? Los analistas no lo descartan. Algunos dicen que la India eran los Nehru, que sin ellos la India no es ni siquiera una nación.


En una de sus noches de insomnio, Sonia siente de nuevo una presión en el pecho. A veces es el frío lo que desencadena una crisis de asma, otras veces surge sin aparente explicación, otras el estrés. Los bronquios se estrechan y dificultan el paso del aire a los pulmones. La sensación de ahogo, de que al inhalar no entra aire, es angustiosa. El asma crónica no se cura, uno aprende a convivir con la enfermedad, como lo ha hecho Sonia. Reconoce que el yoga le es de una gran ayuda. El yoga enseña a respirar. Cuando esa noche nota los primeros síntomas, ya está buscando su inhalador y sus medicinas. Pero no los encuentra en su lugar habitual, no están ni en el armarito del cuarto de baño ni en la mesilla de noche. «Debo de habérmelo dejado en el despacho», se dice. Se envuelve en su albornoz y sale de su cuarto.

En efecto, el inhalador está en la mesa del despacho. Sonia se sienta, se lo pone en la boca, aprieta justo en el momento de la inspiración y da unas profundas caladas. En seguida nota el efecto. Ya está, puede respirar. Se relaja. La casa está en silencio, excepto por el ruido del viento en el follaje de los árboles del jardín y el de sus profundas exhalaciones e inspiraciones. La habitación sigue oliendo a incienso frío, como cuando vivía Rajiv. Le gustaba encender unos bastoncillos cuando trabajaba. Decía que le ayudaban a concentrarse.

De pronto Sonia levanta la vista y se encuentra con el retrato de Indira. Y el de Nehru. Y luego el de Rajiv. «¿Por qué me miráis con esa insistencia? ¿Con esa sonrisa enigmática?» Esa noche, en la penumbra, le parece que están vivos. Sonia guarda su inhalador en el bolsillo y, antes de apagar la luz, vuelve a mirar los retratos. No consigue sostener esas miradas y baja la vista, como avergonzada. Apaga la luz y vuelve a su cuarto a acostarse. Pero no concilia el sueño y no quiere tomarse una pastilla para no acostumbrarse. Da vueltas en la cama, se enreda en la sábana, enciende la luz, intenta leer, se cansa y la apaga de nuevo. No puede apartar de su mente las fotos del despacho. «Les estoy fallando -se dice a sí misma-. Les estoy traicionando. Dios mío, ¿qué hago?»

Necesita hablar con sus hijos. Rahul acaba de llegar de Londres, donde ha encontrado trabajo en una entidad financiera después de haber terminado sus estudios en Estados Unidos. Priyanka tiene novio, un chico que conoce desde que era pequeña. Al día siguiente, alrededor de la mesa del desayuno, Sonia les cuenta la sensación que le han provocado las fotos del despacho.

– Cada vez que paso delante de ellos, me da la impresión de que me están mirando, como si esperasen algo de mí…

– Es que lo esperan, mamá -le espeta Priyanka-. A mí me pasa lo mismo, me da vergüenza quedarme sin hacer nada mientras todo se viene abajo. ¿Qué diría la abuela? Estoy segura de que no le gustaría… Tenemos que evitar el descalabro del partido.

– ¿Y cómo se hace eso? -pregunta su hermano.

– Haciendo campaña por el Congress en las próximas elecciones -contesta Priyanka.

Rahul se encoge de hombros.

– No nos metamos en ese berenjenal.

– Yo creo que hay que pensárselo bien -tercia Priyanka, que tiene los pies en la tierra-. Sabes, mamá, yo he llegado a la misma conclusión que tú, aunque por otro camino. No podemos quedarnos de espectadores. Es como… ¡como inmoral!

Poco a poco, van barajando los pros y contras de una decisión que aparentemente lo trastoca todo, pero que acaba mostrando su lógica profunda.

– Hay veces en que hay que dejar las preferencias que una tiene de lado, ¿no creéis? -pregunta Sonia, con el semblante serio.

Sus hijos no contestan. Ella prosigue:

– Estaría dispuesta a hacer campaña por el Congress para intentar salvar a la organización, pero no a asumir ningún puesto de gobierno. ¿Me ayudaréis?

– Claro que sí -le dice su hija.

– ¿Te acuerdas de lo que le decía el bisabuelo a la abuela Indira en aquella carta?… Que nunca podría desprenderse de la tradición familiar. ¡Qué razón tenía! Creo que nosotros tampoco podemos. Es como una segunda piel, nos guste o no.

A Rahul le cuesta aceptar la decisión de su madre, porque no la ve contenta. Sabe que ella va a adentrarse en una senda que en el fondo le repele. Sabe que lo hace porque ha heredado el mismo sentido del deber que tenían Indira y Rajiv. Pero al final el chico entiende lo que está en juego.

– Mamá, dejaré el trabajo y te acompañaré a todos los mítines -le dice para animarla.


A Sonia le gusta servir ella misma el té a los que vienen a verla. Esta vez no es una visita habitual, ha sido ella quien ha convocado al líder del Congress y viejo amigo de la familia Digvijay Singh, ese que hace unos meses le dijo que iban derechos al desastre. Es un hombre alto y bien parecido, con una elegancia natural realzada por un conjunto blanco de kurta y pantalones tipo pijama. Ha acudido sin dilación, a pesar de haber tenido que pasar una noche en tren. Pero si Sonia llama, se le hace caso, porque no suele llamar nunca. La italiana le entrega la taza de té, que desprende efluvios de jazmín. Antes de sentarse, echa un rápido vistazo a las fotos de las paredes, como si les pidiese la aprobación ante el atrevimiento de lo que se dispone a proponer.

– ¿Qué pasaría si hago campaña por el Congress? -suelta de pronto.

El hombre se quema los labios y se atraganta. ¿Será verdad lo que está oyendo?, se pregunta. No tenía ni idea de lo que iba a encontrarse, por eso la pregunta le pilla desprevenido.

Se hace el silencio, un silencio denso, que Sonia aprovecha para ofrecerle una servilleta de hilo bordada con una G.

– Madam -responde secándose la comisura de los labios-, eso tendría un efecto galvanizador en nuestras filas. Barreríamos en las urnas.

Sonia está seria, meditativa. Al hombre se le iluminan los ojos.

– ¿Lo crees de verdad?

– Estoy convencido.

– Para mí, es una decisión muy difícil de tomar.

– Lo entiendo perfectamente, Madam.

Sonia prosigue:

– No soy una líder nata, ya lo sabes, no es algo natural en mí…

– No creo que la capacidad de liderar sea algo innato. Mira el ejemplo de Indira. Era tímida y al principio hablaba fatal. O tú marido. Todo se aprende. Y en política se aprende aún más rápido.

– ¿Tú crees que eso se puede aprender?

– Estoy seguro. Fíjate en la cantidad de gente que acude a verte a cualquier acto. Parece que beben tus palabras… Además, te podemos preparar. Tienes la ventaja de tener a tu disposición la gran reserva de talentos que existe en el Congress, a menos que el partido se desintegre tan rápidamente que acaben todos marchándose antes de las elecciones. Pero todavía tenemos a los mejores especialistas en campos como la economía, la administración o la ciencia y la tecnología.

Sonia se lo queda mirando, pero no dice nada. Tiene la expresión hermética de la que se ha resignado a aceptar lo irremediable.


Poco tiempo después de esa reunión, Sonia realiza una gestión discreta, a su n1anera. Se dirige a la sede del partido en Akbar Road y rellena el formulario que acompaña la solicitud de adhesión a la organización. Con el carné en la mano, que la vincula aún más a Nehru, a Gandhi y a todos los que lucharon por los ideales de una India independiente y libre, vuelve a su casa. Se mete en el despacho y, antes de guardarlo en un cajón, dirige su mirada a los retratos. Esboza una tímida sonrisa, como si ya no sintiese vergüenza de mirarlos a la cara.


El 28 de diciembre de 1997, Sonia anuncia públicamente su decisión de entrar en política y de presentarse como candidata del Congress en las próximas elecciones. La noticia da la vuelta al mundo. Nadie entiende las razones de esta pirueta, ni su madre ni sus hermanas ni sus amigos ni el público en general. Los líderes del partido hacen un gran espectáculo dándole la bienvenida, pero algunos están recelosos porque saben que esta «neófita» acabará mandándoles. Las malas lenguas escupen su veneno: Sonia se mete en política para escabullirse del escándalo Bofors, dicen unos. Sonia quiere ser primera ministra, dicen otros. Por fin muestra sus verdaderos colores, clama un tercero. Maneka Gandhi no pierde oportunidad de añadir su grano de arena. «Saluda como el limpiaparabrisas de un coche», dice aludiendo al saludo de Sonia a sus entusiastas seguidores a la salida de la sede del Partido. Y añade en una entrevista al semanario Panchjanya: «Sonia no saldrá elegida porque es extranjera… Lo único que quiere es ser un día primera ministra para tener una vida regalada. Ese cargo es como un juguete para ella, no es consciente de las dificultades que entraña…»

Sonia rechaza hacer cualquier comentario sobre su ex cuñada. Lo que intenta es blindarse contra las críticas y las burlas, vengan de donde vengan. Siempre ha sabido que sería sometida a un escrutinio público aún más intenso que antes. Forma parte de la vida de un político. Por eso quiere prepararse lo mejor posible. Consciente de sus limitaciones, se rodea de los mejores especialistas: una historiadora, un sociólogo, un jurista experto en derecho constitucional, un ex director del Servicio de Inteligencia, un experto en ciencias políticas… En general, la consideran una «estudiante aplicada» que por ejemplo aprende rápidamente las costumbres y los usos parlamentarios. Pero comete algunos fallos. Cuando le presentan a un influyente líder de una casta del estado de Uttar Pradesh, un hombre brillante, con una mente analítica capaz de explicarle el delicado equilibrio de las castas, Sonia le comenta con candidez: «En el Congress, yo quiero que se minimicen las consideraciones de casta.» El hombre se levanta de golpe y dice que volverá cuando Sonia tenga más idea de lo importante que es el tema del que está hablando. Gajes del oficio.


El momento de su entrada en política coincide con la boda de su hija. Priyanka se casa con un diseñador de joyas, hijo de un magnate del latón de una ciudad próxima a Nueva Delhi. A Sonia no le hace mucha gracia esa unión; el novio no ha terminado la universidad y, peor aún, algunos miembros de la familia tienen vínculos con organizaciones extremistas hindúes afiliadas al EJP. Pero a Priyanka eso no parece importarle. Está enamorada de un hombre, no de su familia, en eso piensa como una europea, no como una india. Ha tomado una decisión y va a seguir adelante.

– Priyanka está siendo muy fiel a la tradición familiar -le dice Rahul a su madre, con sorna-. Se casa con alguien con quien no tiene nada en común. ¿Qué hay de malo en ello?

– Ése es precisamente el problema.

– ¿Problema? ¿Qué tenía que ver el bisabuelo Nehru con la bisabuela? Nada. ¿La abuela Indira con el abuelo? Nada tampoco. ¿El tío Sanjay con Maneka? Y tú con papá… tú misma lo has dicho, erais de mundos muy distintos. A veces funciona, a veces no, eso nunca se sabe.

– Si tu hermana y tú os confabuláis contra mí, no pienso abrir otro frente -le dice Sonia, que vuelve a sonreír.

A la boda de Priyanka, hija, nieta y bisnieta de tres primeros ministros, acude lo más granado de la sociedad. Sonia, muy elegante en un sari de seda color burdeos y oro, recibe al presidente de la República, al primer ministro y a los altos cargos del partido. El ambiente está cargado de expectación en este evento calificado por la prensa como la «boda del año». Nunca como hoy la familia «reinante» ha sido fuente de tantos y tantos comentarios y chismorreos. Desde que Sonia ha anunciado su entrada en política, unos predicen su inminente fracaso, otros muestran su satisfacción de haber encontrado una líder capaz de hacer resurgir el Congress. Dicen que la madre ha aceptado hacer el sacrificio de entrar en política por sus hijos, auténticos herederos naturales de la dinastía. Entre los comensales se encuentra también un chico alto y bien parecido, que Priyanka ha insistido en invitar. Es su primo, Firoz Varun Gandhi, el hijo de Maneka, que está estudiando en la London School of Economics. Viene solo, sin su madre. Ya sea Priyanka, Rahul o Firoz, los líderes del partido tienen una fe absoluta en ellos. Los consideran líderes natos, carismáticos y capaces de decidir el destino de millones de personas. Ahora que la madre ha dado el primer paso, están convencidos de que el futuro del Congress, y de la nación, pasará por ellos. No se les escapa que Priyanka, radiante, luce el espléndido sari hecho con el algodón que su abuelo Nehru hiló en la cárcel. El mismo que llevó Indira en su boda, y luego Sonia en la suya. Todo un símbolo, ese sari rojo.


Todo un símbolo también, el hecho de que Sonia empiece su campaña donde su marido acabó la suya, en la ciudad de Sriperumbuduro Tiene que sobreponerse a la emoción de encontrarse en el lugar que Rajiv vio por última vez, a su timidez, a su nerviosismo y a sus ataques de asma a la hora de hablar en público. «Estoy aquí frente a vosotros, rodeada de medidas de seguridad, en este mismo lugar en el que Rajiv estuvo solo y desprotegido frente a sus asesinos. Su voz ha sido silenciada, pero su mensaje y las ideas que defendía siguen más vivos que nunca.» Ya no hace alusión a la lentitud de la justicia con la inquina de antes. Por fin, en enero de 1998, el juez que preside el tribunal contra los acusados de asesinar a su marido ha dictado sentencia: pena de muerte. Los condenados han apelado al Tribunal Supremo, pero sus posibilidades de que les conmuten la pena son mínimas. No es un consuelo para Sonia, que siempre se ha opuesto a la pena capital. Preferiría que los mantuviesen entre rejas.

Haciendo referencia a sus orígenes extranjeros, el punto débil que sus adversarios ya utilizan en su contra, añade: «Me convertí en parte de la India hace treinta años, cuando entré en el hogar de Indira Gandhi como esposa de su hijo mayor. Fue a través de su corazón como aprendí a entender y a querer a la India.» Son frases sencillas, dichas en un tono natural y amable, entrecortadas por una sonrisa débil. Las repite a lo largo de un mes, en los que recorre treinta mil kilómetros, una de esas palizas a las que ha visto someterse a varios miembros de su familia. En sus discursos, que lee directamente en alfabeto hindi, habla también de sacrificio, de estabilidad y sobre todo de laicismo. Explica que se ha lanzado a hacer campaña como reacción a la angustia que le produce que haya políticos pidiendo votos en nombre de la religión. «Tenéis que elegir entre las fuerzas de la armonía y el progreso o las que buscan explotar nuestras diferencias para ganar poder.» No deja de aprovechar cualquier ocasión para disculparse por los errores del pasado, como la Operación Blue Star en Punjab o la demolición de la mezquita en Ayodhya. Asume los fallos de los demás con total humildad. Habla con el sentimiento de estar imbuida de una misión. Las multitudes asisten a sus mítines no sólo por la tremenda curiosidad que suscita, sino porque Sonia es capaz de combinar la emoción con un discurso político contundente. Su campaña aporta una nota de frescor y de novedad al panorama general. Los líderes más escépticos se sorprenden de la eficacia de Sonia a la hora de llenar los mítines y de galvanizar al electorado. Al término de la campaña, el Times of India titula en portada: «De emperatriz esquiva a sufrida esposa y poderosa política, la transformación de Sonia Gandhi parece completa.»

Sonia no arrasa en los resultados, pero consigue 146 escaños para el Congress y que la participación de los votantes aumente significativamente. Es decir, consigue evitar la catástrofe. Reconocida como salvadora del partido y para que en el futuro la organización no desaparezca en trifulcas internas, los líderes deciden auparla a la presidencia. Sonia Gandhi se convierte en el quinto miembro de la casa de Motilal Nehru en asumir tal cargo. ¡Ah, si Stefano Maino levantase la cabeza!… Qué lejos quedan las montañas Asiago, las veladas al calor de la chimenea con sus hermanas esperando la zuppa para cenar, las misas eternas de los domingos en la iglesia de Lusiana, el olor a nieve de finales de otoño, los sueños de niña de querer vivir en una ciudad y no en el campo ordeñando vacas… y todo, por un cruce de miradas en un restaurante en Cambridge.


Once meses después de su boda, Priyanka se topa en el periódico con una noticia sobre los asesinos de su padre. Una de las terroristas acusadas está a punto de ser ejecutada en la horca junto a tres cómplices. Uno de ellos es su marido. La terrorista, conocida con el nombre de Nalini Murugan, se ha casado con él en la cárcel de Vellore, una ciudad del sur, y han tenido una niña. Todas las tardes, la pequeña, acompañada por su abuela, va a visitar a su madre a la prisión durante media hora. Priyanka, profundamente apesadumbrada por la noticia, lo habla con Sonia y con su hermano. ¿Es realmente necesario que muera más gente? ¿No ha habido bastante tragedia ya? ¿Hay que dejar una niña huérfana? Sonia y Rahul están igual de alterados. Ninguno de los tres está a favor de la pena de muerte. Se ha hecho justicia, en cierta medida eso ha servido para reconciliarse con el drama vivido. Pero que un acto de Estado deje huérfana a una niña por las fechorías de sus padres, es algo que les parece injusto.

– No nos va a aportar ningún consuelo -dice Sonia.

– Más bien al contrario -añade Rahul-. ¿Qué podemos hacer?

– Pedir clemencia para la madre -sugiere Priyanka- y conseguir que la ejecución de los demás se posponga indefinidamente.

Cuando el presidente de la República recibe a Sonia en audiencia especial en su residencia de Rashtrapati Bhawan, el antiguo palacio del virrey, se queda atónito por lo que oye, después de todo lo que Sonia ha protestado por la lentitud de la justicia. «Mis hijos se han quedado huérfanos de padre, y con eso basta -le dice Sonia-. Nuestro argumento es que ningún otro niño tiene que quedarse huérfano. No queremos que la tragedia engendre más tragedia. Le pido que haga lo posible para conseguir el indulto para Nalini Murugan a fin que pueda criar a su hija.»

Cuando vienen a sacar de su celda a la joven terrorista, está convencida de que es para su último viaje. Pero la llevan ante el juez de Vellore, que le anuncia que su pena capital ha sido conmutada por la de cadena perpetua. «Ojalá esto sirva para algo, aunque sólo sea para llamar la atención sobre la futilidad de los actos terroristas, que únicamente conducen a la destrucción y a la muerte», declara Rahul a la prensa. Luego, gracias a la mediación de Sonia, Nalini consigue un visado para que su hijita y sus abuelos paternos puedan viajar a Australia, donde son acogidos por miembros en el exilio de la comunidad tamil. La niña podrá educarse en un ambiente no estigmatizado por la situación de sus padres.

45

Sonia ha devuelto la esperanza al mayor partido del mundo, aunque no lo devuelve al poder. No ha conseguido detener el auge de los hinduistas del BJP, cuyos resultados le permiten liderar una coalición para formar gobierno. ¿Seguirán azuzando la rivalidad entre comunidades? ¿Seguirán empujando el país hacia el abismo? Menos mal que el nuevo primer ministro Atal Bihari Vajpayee, es un hombre culto, moderado, muy respetado en círculos políticos. ¿Conseguirá controlar a los más extremistas? El país entero se hace estas preguntas, sobre todo a la vista del programa, que es para hacer temblar a cualquiera: una India hindú, reforma de la Constitución, construcción del templo Rama en Ayodhya, etc.

Es lógico que muchos tengan depositada su confianza en Sonia, a quien le toca asumir el papel de líder de la oposición por ser presidenta del Congress. Allá en Italia, parientes, amigos y vecinos se agolpan frente a sus televisores para seguir la historia inconcebible de esta hija de la tierra. La Cenicienta de Orbassano ha cedido ante las súplicas de sus cortesanos y se lanza a luchar por el poder del reino… Pero ¿no le da vértigo? ¿No tiene miedo a que la maten? ¿No teme por sus hijos? ¿Por qué no lo deja todo y viene aquí a montar una tienda de decoración y a vivir tranquila? No entienden lo que pasa por la cabeza de esta mujer… que se ha enamorado de un príncipe y puede acabar convertida en reina.

Ocho años después del asesinato de Rajiv, a Sonia se le abren las puertas del Parlamento. Al subir la escalinata, le viene a la memoria una frase de su suegra, que decía que la suya no era una familia normal, «porque de nosotros se esperan milagros». ¿No era un milagro encontrarse en ese edificio singular, redondo, inmenso, en el corazón de Nueva Delhi, donde convergen las aspiraciones de una nación que ahora cuenta con mil millones de habitantes, donde Nehru, Indira y Rajiv defendieron sus ideas? Donde ahora le toca defender las suyas, ella que viene de tan lejos, que se muere de vergüenza cuando la miran, que ha aceptado ese desafío tan contrario a su temperamento para proteger la familia del hombre que más ha querido y para salvar el país del yugo integrista. ¿Será capaz de realizar esos milagros?

¡Cuánto camino recorrido, cuántas alegrías e ilusiones, cuántas decepciones y lágrimas vertidas!… Sobre todo, cuánto amor por ese marido, cuya cálida presencia ella siente en este lugar que él frecuentaba. En su memoria se concentra, a él le pide protección cuando, el 29 de octubre de 1999, tiene que hacer su primer discurso. Todo su cuerpo está en tensión. Ha ido cinco veces al baño pensando en el trance que la espera. Es consciente de que hay quinientos pares de ojos escudriñando cada uno de sus movimientos, una tortura para una mujer de una timidez enfermiza. Pero ella lo hace por el mismo sentido del deber por el que su marido se lanzó a la política. No lo hace por gusto, sino por amor. De ese amor inconmensurable saca la energía para ir a la contra, para vencerse a sí misma, para aguantar las miradas de los que ocupan la tribuna de la prensa, el de los visitantes y el de los diplomáticos, que están a rebosar. En el banco del gobierno está Maneka, recién nombrada ministra de Cultura de la coalición liderada por el B JP. Ambas cuñadas representan las facciones más opuestas del espectro ideológica, como una metáfora de la división que sufre el país. ¡Si Indira pudiese verlo! En el banco del Congress, hay por los menos una docena de compañeros dispuestos a socorrer a Sonia, por si le falta un dato, por si se equivoca, por si mete la pata. Ella es la imagen misma de la elegancia, con su pelo negro y brillante cayendo en un suave bucle sobre sus hombros, su sari de seda en tonos verde pastel, su porte altivo, su mirada directa.

Se coloca las gafas. Viene preparada con un texto impreso en letra muy grande para que no parezca que lee, un viejo truco de la familia. Un texto en el que denuncia que el régimen actual se atribuye reformas que en su origen fueron promovidas por el Congress, y en concreto por Rajiv. No hace caso a los abucheos y silbidos que le lanzan desde el banco de la coalición en el poder. Al contrario sigue adelante y denuncia las últimas maniobras del gobierno para desacreditar a su marido en el caso Bofors. «No se pueden lanzar sospechas sobre un hombre que es inocente y que además no está aquí para defenderse», exclama. Su discurso emocional causa un impacto muy favorable en sus diputados, que constatan que Sonia es capaz de coger el toro por los cuernos en un tema tan delicado como el de Bofors. De pronto, es como si los recuerdos de un Rajiv sonriente y jovial reapareciesen. Pero todos se preguntan lo mismo: ¿Qué va a pasar cuando tenga que atacar o defender opciones económicas determinadas? ¿Qué pasará cuando su discurso no tenga carga emocional?

A lo largo de varios meses se atreve a hacer cortas arengas en el Parlamento relativas a la actualidad del momento, aunque evita pronunciarse sobre asuntos económicos. En eso, confía plenamente en un hombre que ha conocido cuando se formó el primer gobierno después del asesinato de Rajiv. Es un sij llamado Manmohan Singh, antiguo alumno de Cambridge, brillante economista, arquitecto de las reformas que han conseguido sacar al país de la crisis económica de los noventa, conocido por su irreprochable reputación de honradez. Ha seguido la estela de Rajiv y está comprometido con la modernización de la economía. Su influencia sobre ella es tan grande que los viejos socialistas e izquierdistas del Congress la miran con recelo. «¿No nos estará apartando de los viejos principios socialistas para embarcarnos en la vía del liberalismo?», se preguntan alarmados.

Al principio, su papel como líder de la oposición despista tanto a sus compañeros de partido como a sus adversarios. Como teme enfrentarse a temas espinosos, los reparte entre diferentes diputados, considerados especialistas, ya sea en política exterior, política económica, asuntos legislativos… Pero los de enfrente atacan con saña esa oposición fragmentada, sin timón, sin peso, sin contundencia. En las filas del Congress, los diputados llegan a temer las sesiones parlamentarias tanto o más que la propia Sonia, que se defiende mal de todo tipo de acusaciones, lanzadas sin fundamento alguno para menoscabar su imagen. Las peores son las de Maneka, que en su calidad de ministra de Cultura se encuentra de pronto por encima de las instituciones benéficas y familiares que administra Sonia y que, para dejar bien claro su poder, ordena una serie de auditorías alegando sospechas de irregularidades financieras. Por fin disfruta del sabor de la venganza. Pero su ensañamiento es tal, su rabia y su inquina personal contra Sonia se notan tanto que los demás partidos de la coalición protestan por esa persecución gratuita. De modo que, en una maniobra abrupta, es apartada del cargo y puesta a la cabeza del departamento de estadística, donde su actividad inquisitorial queda neutralizada.

Las deficiencias del papel de Sonia como líder de la oposición («una líder que se esconde», como la acusan los del gobierno) se ven compensadas por su eficacia a la hora de dirigir el partido. Los viejos sátrapas que pensaban que podían manipularla se dan rápidamente cuenta de que no se deja. Ha estado demasiado próxima a Indira como para no haber aprendido la lección. Pero, además, Sonia acomete reformas espinosas que siempre eran pospuestas por las anteriores jefaturas. Por ejemplo, consigue que el Congress sea el primer partido que reserve una cuota del 33 por ciento a las mujeres en todos los niveles de la jerarquía. Más difícil es atacar la corrupción, pero Sonia no vacila. Bajo el nuevo mantra de integridad y transparencia, consigue que el partido sólo acepte donaciones en cheques para facilitar la contabilidad y exige que todos los miembros con cierto peso paguen puntualmente sus cuotas, de manera proporcional según su puesto en la jerarquía. Los altos cargos son obligados a pagar un mes de sueldo al partido. Son cambios profundos, que muchos perciben como triunfos personales. «El Congress está preparado para limpiar el sistema», dice con tono amenazante ante unos diputados escépticos y, en muchos casos, corruptos, que ya conspiran para echarla.

Aprovechan que su papel como líder de la oposición deja mucho que desear. Sonia no se atreve a comunicarse directamente con los demás líderes opositores por vergüenza y por timidez, lo que provoca una gran descoordinación. Queda claro que desconoce el juego político. Le cuesta disimular su falta de experiencia y de confianza en sí misma, lo que la convierte en un blanco fácil para los ataques de la coalición en el poder, que la desafía y la humilla cada vez que la oportunidad se presenta. «¡No saben de lo que estoy hecha!», le dice un día a sus hijos al salir de una sesión del Parlamento en la que ha sido vapuleada. Ha causado gran bochorno porque se ha quedado muda cuando el primer ministro le ha preguntado cuál es la posición del Congress en temas de disuasión nuclear, un tema que desconocía. De modo que se jura a sí misma que no le volverá a ocurrir, y convoca a los mejores expertos en seguridad nuclear y defensa, incluidos los que no forman parte del think tank del Congress, para entender los matices y lo intricado del tema. Cuando se encuentra segura de sí misma, vuelve al Parlamento. Parece otra: «En la última sesión, el honorable primer ministro se rió de mí porque no contesté a su pregunta… Pero es un tema demasiado importante como para contestarlo entre las carcajadas de sus diputados. Ahora le pregunto yo a usted: ¿Cuál es su posición al respecto?… Sólo menciona usted tres palabras: mínima disuasión creíble. ¿Cree usted que esas tres palabritas conforman una política seria?»


En mayo de 1999, el gobierno del BJP pierde la mayoría en el Parlamento y los consejeros y viejos líderes del Congress piensan que la hora de Sonia ha llegado. Creen poder articular la formación de una coalición para gobernar. Necesitan la cifra mágica de doscientos setenta y dos diputados y están convencidos de que la tienen. Ya sueñan con el reparto de carteras: que si fulano se peleará por el ministerio del Interior, que si zutano irá a Asuntos Exteriores… El humor en las filas del partido es exultante. Tan seguros están de conseguir el poder, que apremian a Sonia para que anuncie que está en condiciones de formar un gobierno alternativo rápidamente. Para Sonia, representa la oportunidad de sacarse las espinas de los ataques constantes contra ella. Por fin va a poder parar los pies a sus adversarios. Cuando sale del antiguo palacio del virrey, donde el presidente de la República ha convocado a todos los partidos para invitarlos a que formen gobierno, se ve rodeada por cámaras de televisión. «Tenemos doscientos setenta y dos», asegura. En realidad ha querido decir que, al estar la mayoría de diputados en contra del BJP, un gobierno alternativo es posible. Pero la prensa lo anuncia a su manera: «Sonia Gandhi va a encabezar un nuevo gobierno.» El país parece súbitamente inflamado por la perspectiva de que la italiana asuma el poder, pero el suspense dura poco tiempo. Sonia no consigue la mágica cifra porque muchos grupos pequeños opuestos al B JP, en concreto los socialistas, se niegan a apoyarla como primera ministra a causa de su origen extranjero y del fuerte sentimiento en contra del Congress que existe en muchos partidos. El fiasco es tan grande como las expectativas suscitadas. Queda mal con los simpatizantes, y en ridículo frente a la nación entera. Su precipitación deja ver a la luz pública su falta de experiencia en el ruedo político así como la dependencia tan grande que tiene de sus consejeros.

– Mamá, déjalo ya -le dice Rahul.

– ¿Ahora? ¿Tú crees que puedo? No pienso irme sin defenderme.


Poco a poco, Sonia va aprendiendo. «Hay una luchadora en ella y eso es algo muy bueno para la organización», dice uno de sus compañeros de banco. Está obligada a luchar porque la prensa y sus adversarios políticos redoblan los ataques. Se ríen del acento de «la italiana», como la llaman despectivamente. Aseguran que es arrogante y fría, cuentan que desconoce el alfabeto hindi y que sus discursos están transcritos al alfabeto latino, lo cual es mentira. «Lee sus discursos como si leyese la lista de la compra», escribe un conocido periodista. Pero si de algo sirven los enemigos es para aprender de ellos, y Sonia aprende a hacerlo tenazmente. Poco a poco, le mete calor y pasión a sus discursos, multiplica los viajes, los encuentros, los contactos personales. Sostiene que no es arrogante, sino tímida. Pero es una lucha que desgasta, porque es estéril. Está basada en prejuicios, en una actitud machista y en un nacionalismo exacerbado que enmascara la voluntad de sus adversarios de apartarla del poder a toda costa. En los ambientes más extremistas, llegan a acusarla de ser una agente de Roma, como si fuese una espía del Vaticano infiltrada en el laberinto de la política hindú… Su padre tuvo una visión profética cuando dijo que la echarían a los tigres. Bien, allí está su hija, en el centro del anfiteatro, esquivando zarpazos.

Nada le afecta tanto como el desafío que viene de los suyos, de miembros de su propio partido. Un día, recibe una carta firmada por el jefe del grupo parlamentario de su partido y dos diputados más, en la que ponen en duda su capacidad, vistas sus pobres prestaciones como líder de la oposición, en conseguir estar un día a la altura del cargo de primera ministra. En la carta, sugieren que se enmiende la Constitución para reservar los altos cargos del Estado, presidente de la República y primer ministro, únicamente a los indios de nacimiento. Después del fiasco de la coalición fallida, éste es un golpe bajo que Sonia acusa con amargura. No porque quieran impedirle ser un día máxima mandataria, a lo que de todos modos ni aspira ni desea. Pero le duele la falta de confianza, le duele que la quieran como reclamo de feria, sin más. Como anuncio para las elecciones, como un peón que presta su apellido -y su vida entera- a un partido que en el fondo la desprecia. Le duele darse cuenta de que está sola cuando se creía en terreno amigo.

Cuando esa tarde regresa a casa, sólo tiene en mente estar con Priyanka y Rahul. Su hija se da cuenta en seguida de lo dolida que está su madre. Rahul está irritado:

– ¡Deja ya la política de una vez por todas, mamá! -le dice.

– Creo que mi hermano tiene razón -añade Priyanka-. No tiene sentido seguir así.

– Ha llegado el momento de tirar la toalla -admite Sonia-. Por favor, ayudadme a redactar una carta al grupo parlamentario del Congress -les pide.

Priyanka coge un papel y un bolígrafo y juntos escriben un texto muy claro y conciso: «Algunos colegas han expresado la idea de que por haber nacido en el extranjero, soy un problema para el Congress. Me duele su falta de confianza en mi habilidad para actuar en el mejor interés del partido y del país. En estas circunstancias, mi sentido de la lealtad al partido y mi deber hacia la nación me obligan a presentar mi dimisión del cargo de presidenta del Congress.» Más abajo, añade: «Vine a servir al partido no por adquirir una posición o por tener poder, sino porque el partido se enfrentaba a un desafío que cuestionaba su mera existencia y no podía mantenerme impasible ante lo que estaba sucediendo. Como tampoco puedo mantenerme de brazos cruzados ahora.» Sonia suspira largamente: «¡Por fin libre!», se dice.


La debacle. Su carta provoca un auténtico cataclismo en las filas del partido. Sus más próximos colaboradores están consternados por la decisión. ¡Con lo que ha costado que asumiese las riendas, y ahora unos barones que ven su poder amenazado dentro de la organización lo echan todo por la borda! Cuando los miembros del grupo parlamentario le ruegan que reconsidere su decisión, ella les responde que está muy resentida con el despliegue de xenofobia que rodea el tema de sus orígenes.

– Que eso ocurra en el BJP, un partido ultranacionalista, o entre los socialistas, ya es bastante triste -añade Sonia-, pero de acuerdo, estaba dispuesta a defenderme siempre y cuando sintiese que el partido me respaldaba. Lo que nunca pude imaginar es que mis propios compañeros me atacarían de esa manera. Así que me voy yo

Empieza el desfile de los chief ministers de los estados gobernados por el Congress que vienen a rendirle pleitesía a su casa. Amenazan con dimitir en masa: «Sainas jefes de gobierno gracias a ti. ¿Para qué seguir si no estás tú?», le dicen.

El seísmo causado por su dimisión es tan enorme que miles de simpatizantes acampan frente a la verja del número 10 de Janpath para pedirle que regrese. «¡Sonia, salva al Congress! ¡Salva a la India!», corean. Una tarde en la que Rahul vuelve a casa con un amigo, varios líderes del partido le interceptan: «Tienes que convencer a tu madre para que retire su dimisión.» Entre la multitud que bloquea la calle, hay mujeres que lloran pidiendo que Sonia no las abandone. Una mañana, a la salida de su casa, mientras su Ambassador se abre paso entre la multitud, Sonia es interceptada por un viejo musulmán que se le acerca:

– ¿Has pensado en la suerte de las minorías en un gobierno dirigido por el BJP? ¿Es que no quieres luchar por nosotros?

Sonia no le contesta y sube la ventanilla del coche, mientras las palabras del hombre retumban en su cabeza…

El colmo de la desesperación de sus seguidores lo simboliza un hombre joven, uno de los que acampan frente a su casa. Intenta inmolarse con fuego, lo que provoca una considerable conmoción. Los policías y los guardias de seguridad se abalanzan sobre él y consiguen ahogar las llamas antes de que acaben con su vida. Las cámaras de los reporteros graban la escena para que el país entero la contemple en los informativos de la noche. Para que todo el subcontinente sepa las pasiones que despierta «la italiana» que todos creen poseer. Porque Sonia les pertenece, porque lleva el apellido mágico de Gandhi. Y por eso no se puede marchar.

El trágico incidente precipita los acontecimientos. De nuevo Sonia recibe en su casa, en el despacho de Rajiv, a la cúpula del partido, un grupo de hombres de cierta edad, vestidos con kurta y anchos pantalones de algodón.

– No existe otro líder que pueda mantenernos unidos como tú. No hay otro capaz de conseguir los votos que consigues tú. Por eso te pedimos que te quedes de presidenta. El partido está contigo. Escucha el clamor de la calle.

En sordina, se oyen eslóganes a favor de Sonia que los simpatizantes agolpados ante la verja corean de una manera regular. Uno de los jefes del partido prosigue:

– No desprecies las muestras de afecto que te prodiga la gente… Los que te mandaron esa carta no representan ni siquiera una minoría dentro del partido, no se representan más que a sí mismos, más que a su propia ambición.

– No hay lugar para ellos en la organización -añade otro-. Les hemos expulsado. Ya no tienes nada que temer.

De nuevo le ofrecen el poder en bandeja de plata, de nuevo escucha los mismos argumentos, la misma adulación, la cantinela de siempre…

– Tengo que hablarlo con mis hijos.

Ella está dispuesta a mantener su dimisión, ya se ha hecho una idea de lo agradable que sería volver a su colección de miniaturas Tanjore que tanto le gustan, y recuperar su afición a la restauración de cuadros y muebles antiguos. Pero Priyanka y Rahul están conmovidos por el súbito estallido de emoción y solidaridad. No se esperaban una movilización semejante. A los tres les embarga ese curioso sentimiento de que el apellido que llevan no les pertenece, que pertenece a la India, a las multitudes que reclaman su liderazgo, y de que no son dueños de su destino. Sonia vacila, aunque ahora sabe que si vuelve será por la puerta grande. Sus amigos terminan de convencerla para que se quede. No puede marcharse por el ataque de tres rivales que quieren su puesto. Su dimisión, dicen, sólo reforzará a los que han escrito la carta y a todos los xenófobos de la India. De nuevo Sonia piensa en Rajiv, en sus hijos, en la familia, en la tragedia del poder, en el miedo a perder la seguridad, en el sentido del deber… y de nuevo cede. Lo hace a regañadientes, pero el resultado es que vuelve a asumir el máximo cargo dentro del partido con más fuerza y autoridad que antes. Anuncia su regreso en un estadio abarrotado. Tanto, que un miembro del partido comenta a un compañero:

– ¿Te imaginas tanta gente junta sin una Sonia Gandhi?

– Simplemente no existiría este mitin -le contesta el otro-. Sin Sonia, no hay mitin; sin Sonia, no hay partido.

«Aunque he nacido en el extranjero -dice Sonia en cuanto la sonora y larguísima ovación la deja hablar- he hecho de la India mi país. Soy india y seguiré siéndolo hasta mi último suspiro. Aquí me he casado, aquí he tenido a mis hijos, y aquí me he convertido en viuda. En mis brazos murió Indira. Si he decidido regresar hoy es porque el partido me ha dado una renovada confianza y esperanza. Quiero un partido que esté preparado a seguirme y listo para morir por los principios que he decidido adoptar.»

Así, poco a poco, a base de sinsabores, Sonia Gandhi va haciéndose al juego de la política. Ciertos reflejos le vienen inconscientemente, no por vocación, sino por contagio, por haber vivido tantos años en ese caldo de cultivo. Ha limpiado el partido de sus ovejas negras. Ahora tiene más influencia sobre la organización que la que tuvo su marido. Lo ha conseguido sin tener la habilidad de distribuir poder, y sólo con una remota esperanza de conseguirlo algún día, lo que demuestra lo desmoralizadas que estaban las filas.

46

Con el tiempo consigue hacerse una imagen pública de política reacia a la política, la que transmite la prensa. Pero vive en un estado de terror perpetuo hacia los medios de comunicación. Cada palabra suya es minuciosamente escrutada por sus adversarios para descubrir algún signo de que no es tan india como pretende. Vive encerrada en su caparazón, atrincherada en el número 10 de Janpath, una fortaleza más difícil de franquear que todas las residencias donde ha vivido con anterioridad. Vive sin libertad, atendiendo desde el alba a comités, a miembros del partido, a compromisarios que vienen de todos los rincones del país a pedirle consejo, a solicitar su opinión como guía máxima. Sólo las visitas de sus hijos le aportan calor. Su madre pasa los inviernos en Nueva Delhi, y las hermanas y los viejos amigos van periódicamente a visitarla. Pero son visitas que mantiene en secreto, para que no la acusen de «extranjera».

La sola mención de su nombre es capaz de animar la más aburrida de las cenas o acto social, dividiéndose con vehemencia las opiniones entre los que la admiran y los que la desprecian. Dos conocidos diputados de su partido se lamentan en cada cocktail de tener como líder a «un ama de casa italiana sin estudios». Poca cosa comparado con el veneno de algún miembro de la coalición en el poder, como el fundamentalista hindú Narendra Madi, que la tacha públicamente de «zorra italiana». Sonia sabe que su condición de extranjera es su talón de Aquiles, y la coalición en el gobierno, ferozmente nacionalista e hinduista, no pierde oportunidad de meter el dedo en la llaga. Su radical negativa a conceder entrevistas se debe a que no quiere definirse. Piensa que así puede dejar a sus adversarios sin argumentos para atacarla. No quiere tener que decir que es católica, aunque no practique. No quiere tener que hablar de su Italia natal, ni de sus recuerdos de infancia ni de sus amigos ni de su familia. Al contrario, le parece esencial que se la vea cómoda con las tradiciones de su país de adopción. Se esfuerza en visitar santones en grandes templos hindúes, como hacía Indira. Cuando el BJP arrecia sus ataques en el Parlamento contra sus «orígenes extranjeros», Sonia se refugia en el templo de la Misión Ramakrishna de Nueva Delhi y pasa tardes enteras con el Swami Gokulananda, un santón muy respetado que le ata un cordel rojo en la muñeca en signo de hermandad. Sonia tiene mucha fe en ese cordel, se está haciendo un poco supersticiosa, como lo era su suegra. Cada vez que hay una celebración familiar, convoca al sacerdote de la familia, que vive en Benarés, para que acuda a oficiar los ritos religiosos pertinentes. Cuando nace su primer nieto, el hijo de Priyanka, el pandit realiza ofrendas sofisticadas recitando sus oraciones. De la misma manera que Indira escogió los nombres de sus hijos, ahora Sonia es la encargada de elegir el de su nieto. «¿Rajiv?», propone. Priyanka teme que ese nombre condene a su hijo a ser comparado toda su vida con su padre. Sonia sugiere un nombre que empiece por R. Al final, se deciden por Rehan, un nombre parsi, para conectar con la tradición del abuelo Firoz Gandhi. Pero Sonia insiste en llamarlo Rajiv. Al final, se queda en Rehan Rajiv. Gracias a Dios, el horóscopo que le prepara el santón predice fama y fortuna para el retoño, pero no un papel político para la sexta generación de los Gandhi. Madre e hija suspiran de alivio.

Pero ante la constante provocación, el Swami Gokulananda se ve obligado a salir en defensa de Sonia: «Es tan india como cualquiera -declara-. Lleva una vida disciplinada y no veo nada malo en sus orígenes extranjeros.» En Gujarat, el estado del que Narendra Madi, su feroz adversario, es jefe de gobierno, una oleada de ataques acaba con la vida de varios misioneros cristianos, acusados por los hinduistas de fomentar las conversiones. «No dejes que te provoquen -le dicen a Sonia sus consejeros-, quieren que salgas en defensa de los cristianos, no entres al trapo, no lo hagas.» Ella les escucha y opta por callarse, pero entonces las críticas cambian de orientación. «¿Por qué se aleja del catolicismo? -se preguntan sus adversarios con perfidia-. ¿Por qué está acomplejada de su propia religión?» Sonia se da cuenta de que, haga lo que haga, su religión y su origen italiano son un estigma imborrable. Obsesionada por disimularlo lo más posible, cansada de la campaña de los hinduistas sobre su fe, el 22 de enero de 2001 decide hacer un gesto simbólico de gran significado religioso. Durante la Khumba Mela, la gran celebración religiosa hindú que reúne cada doce años a decenas de millones de personas en la confluencia del Ganges, el Yamuna y el mítico Sarásvati a las afueras de la ciudad de Allahabad, la ciudad de los Nehru donde fueron a echar las cenizas de Rajiv, Sonia decide darse un baño ritual Se mete en el agua vestida, de pie, y hace una ofrenda de pétalos de flor al son de los mantras y del ulular de las caracolas de mar que hacen sonar los pandits en la orilla. Junto a ella hay grandes santones hindúes, y también representantes de otras religiones, como el Dalai Lama. La explanada de arena entre los ríos está llena de gente hasta donde alcanza la vista. Es una multitud tan impresionante como lo es el orden y la ausencia total de disturbios o de episodios violentos. El servicio de seguridad de Sonia es tan estricto que la policía no permite acercarse a nadie a menos de doscientos metros de la orilla donde se encuentra.

En los días siguientes, su foto haciendo la puja a los dioses, publicada en periódicos y en panfletos, es vista por millones de campesinos en cientos de miles de aldeas. Sonia espera así neutralizar las críticas de sus adversarios. De todas maneras, está convencida de que el pueblo no da la más mínima importancia al hecho de que haya nacido en Italia. Además, se pregunta… ¿Qué significa ser indio? Entre un habitante del Himalaya y otro del sur, las diferencias son abismales: ni hablan el mismo idioma ni comen igual ni veneran a los mismos dioses. Ni siquiera tienen el mismo color de piel. Sin embargo, ambos comparten el orgullo de ser indios. La tolerancia es parte esencial de la cultura del sub continente, si no… ¿Cómo hubiera podido sobrevivir tantos siglos esa amalgama de pueblos, tradiciones, culturas, etnias, razas y castas que se llama la India? En un lugar que siempre ha sabido asimilar la diversidad, la noción de extranjero pierde sentido. Sus consejeros le dan argumentos para defenderse. Le recuerdan que cuando la India alcanzó la independencia, fue un inglés su primer jefe de estado: se llamaba Lord Mountbatten, era el último virrey del Imperio. Los líderes del partido recuerdan que en 1983 Sonia redactó un testamento expresando su deseo de que su cuerpo sea quemado según el rito hindú. En aquel entonces, no era probable que Rajiv Gandhi acabase de primer ministro, y aún menos que Sonia asumiese ningún papel político algún día. Lo hizo porque creía en ello.

En el fondo, y eso lo sabe bien Sonia, es indio quien se siente indio. Y ella lo repite sin cesar: «Soy india. Al entrar en esta familia me he convertido en hija de la tierra de mi marido, en hija de la India…» Está convencida de que el pueblo percibe su amor al país. Cuando le preguntan de dónde saca los principios morales cuando tiene que tomar una decisión en el ámbito de la familia o de la política, no quiere mentir y responde cándidamente: «Supongo que de los valores católicos que siguen ahí, en el fondo de mi mente: -y añade-: Soy una ardiente defensora de que la India siga siendo un estado laico. Por estado laico, me refiero a uno que abarque todas las religiones. El actual gobierno no está por esa labor.» La ferocidad de la campaña contra Sonia encuentra en Orbassano un eco inesperado. Un inmigrante indio, un ingeniero sij que trabaja en la Fiat, ha sido elegido concejal municipal de la pequeña ciudad piamontesa. Si un sij puede participar en la vida política de una ciudad italiana… ¿cómo es que una italiana no puede participar en la vida política india?, pregunta un diputado del Congress. La respuesta del BJP es furibunda: «¿Dejarían que ese sij acabase de primer ministro de Italia? -pregunta un diputado nacionalista-. ¡Claro que no!» En su apoyo cita al alcalde de Orbassano, que ha declarado a la prensa: «Me pregunto si nosotros en Italia aceptaríamos un extranjero, una mujer para más inri, como líder de un partido que ha simbolizado la lucha por la independencia contra la dominación extranjera y que sigue disfrutando de gran apoyo popular, aunque menos que antes. Que una parte de los indios confíen su destino a Sonia dice mucho sobre la tolerancia de la India.» En este debate que transciende continentes, un periodista italiano llega a su propia conclusión: «No, sus orígenes no cuentan porque ha sido absorbida, indianizada, transformada. En ese sentido, ya no es italiana.» Quizás se hizo india de verdad cuando en medio de un ataque de asma se quedó mirando los retratos de la familia en el despacho de Rajiv y en ese momento aceptó lanzarse a la política. Fue entonces cuando asumió plenamente el legado de la familia.

Ahora el aluvión de críticas sobre su falta de experiencia y la campaña de odio sobre sus orígenes la están haciendo madurar a marchas forzadas. Su personalidad va cambiando sutilmente a medida que gana confianza en sí misma y afianza su determinación de solucionar los problemas del partido, a lo que se dedica en cuerpo y alma. De 1998 a 2004, mientras dos coaliciones sucesivas lideradas por el BJP gobiernan la India, y sorprendentemente de una manera muy moderada gracias a la influencia del primer ministro Atal Bihari Vajpayee, Sonia se ocupa de regenerar el Congress, simplificando el proceso de toma de decisiones y buscando el consenso. Lo hace de manera muy distinta a su suegra, que era más imperiosa en su estilo y que fomentaba una cultura de corte palaciega. Sonia se rodea de sus hijos y de los expertos que existen en la cantera del Congress, sin dejarse influenciar por el proceso de demonización en su contra. Está demasiado ocupada en escoger los candidatos adecuados y asegurarse de que van ganando el favor del pueblo, estado a estado, sin prisa pero sin pausa. Muchas de sus decisiones las basa en lo que ha aprendido de su suegra y de su marido, pero con mucho cuidado de evitar los errores que a ellos les costaron tanto. Por ejemplo, no cambia a los jefes de gobierno de los estados a su antojo, como hacía Indira. Al contrario, los apoya incondicionalmente, les deja hacer, y ellos se lo agradecen mostrándole una lealtad sin fisuras. Sólo tiene un problema con el jefe de gobierno de Orissa que, después del asesinato de un misionero, se alinea con los argumentos de los fundamentalistas hindúes: «Hay que disciplinar a los misioneros cristianos», declara. Sonia lo destituye en el acto, mostrando que no le tiembla el pulso a la hora de tomar una decisión. Pero excepto algún problema puntual, bajo su mandato el partido vuelve a ser una fuerza que hay que tomar en cuenta. En 2002, y gracias a la paciente labor de zapa de Sonia, el Congress consigue el poder en catorce estados, que suman más de la mitad de la población. En marzo de ese mismo año, barre en las municipales de Nueva Delhi, consiguiendo tres cuartas partes de los escaños. En todas partes, cesan las deserciones de los afiliados y se invierte la tendencia: el número vuelve a crecer.


El 11 de mayo del año 2000, la India celebra una extraña proeza. El gobierno elige a una niña llamada Aastha Arora, nacida en Nueva Delhi, como la bebé número mil millones. La noticia de que el país ha alcanzado esa cifra mágica causa un brote de fervor popular teñido de nacionalismo. Como todo en la India se celebra, también en esta ocasión la gente sale a la calle a tirar petardos y a festejar. Hordas de periodistas y reporteros de televisión se precipitan al hospital e invaden el pabellón donde se encuentra la niña, subiéndose a las camas y a las mesas para conseguir un retrato de la elegida. Una periodista del Indian Express está consternada: «El bebé mil millones ha sido recibido por tantos millones de flashes que los médicos temen que su piel se haya visto afectada.»

Pero a pesar de la explosión demográfica, por fin, en el umbral del nuevo siglo, surge la esperanza de salir de la pobreza. Los resultados de la economía, que ha seguido liberalizándose desde los tiempos de Rajiv, son boyantes. La India vive con optimismo una oleada de fervor nacionalista alentada desde el gobierno liderado por el BJP. ¿No repite la prensa que éste va a ser el «siglo de la India»? Parece que el país está bien encauzado en la senda de convertirse en la gran potencia que promete ser. Después de tantos años de controles y de limitaciones, toda la energía y la vitalidad contenidas se desbordan. Las universidades y las escuelas técnicas fundadas en la época de Nehru producen un millón de ingenieros al año. Son muchos, comparados con los cien mil de las universidades europeas y americanas. Una nueva generación de empresarios florece a la sombra de la revolución informática y de las telecomunicaciones. Pronto la India se regocija al seguir de cerca a China en otro récord, el de ser la segunda economía con mayor tasa de crecimiento económico del mundo. Parece que el viejo elefante indio se despereza. El BJP Y los hinduistas se atribuyen todo el mérito. Desde el banco de la oposición, Sonia denuncia que el progreso económico sólo beneficia a una pujante clase media que adora un nuevo dios, el del consumo.

– ¡En la próspera Nueva Delhi -les recuerda apoyándose en cifras de un estudio reciente publicado en la prensa-, uno de cada cuatro niños es obeso, pero en el campo la mitad de los niños de menos de tres años sufren algún tipo de desnutrición crónica! ¿Qué progreso es ése?

Les repite que la nueva riqueza no llega a la enorme masa de población que vive en las aldeas. La India rural sigue sufriendo el paro, los excesos del sistema de castas, la escasez, la falta de oportunidades, con el agravante de que la expansión de la televisión les permite ver con sus propios ojos cómo vive la otra India, la que se divierte, prospera y consume en las grandes ciudades. Sonia le recuerda al gobierno que la India, ese país tan orgulloso de sus centros punteros de investigación y desarrollo, alberga el 40 por ciento de los pobres del mundo.

– No hay que dejarse llevar por la euforia desatada por la propaganda del gobierno sobre los beneficios de las reformas. Algo no va bien cuando la economía crece al ritmo de suicidios de los campesinos pobres, que se quitan la vida porque están endeudados con prestamistas locales y no ven salida a su situación.

Pero parece que la mayoría de los diputados no quiere creer sus palabras, incómodas en el fondo porque empañan el sueño de prosperidad y nacionalismo en el que viven. Sonia predica en el desierto, pero le da igual que la tilden de aguafiestas: Nehru e Indira sentían un fuerte compromiso con los pobres y ella es consciente de que su partido ha sobrevivido por haberse alineado con los más desfavorecidos, esos cuya voz nadie quiere oír. Ella, quizás porque conserva la inocencia esencial de una extranjera, es todavía sensible al terrible espectáculo de la pobreza que muchos indios que acceden a un mejor nivel de vida simplemente no ven. Es como un reflejo inconsciente que les ciega a la miseria circundante. Ojos que no ven, corazón que no siente… No mirar es no sufrir. Pero Sonia tiene los ojos bien abiertos.

Y su voz se oye cada vez más alta y clara en el Parlamento: rebate invariablemente los logros de los que el Gobierno hace gala. Si ha vuelto la paz a los territorios del noreste, no es por la acción del gobierno, sino por los esfuerzos de Rajiv para fraguar un acuerdo de paz que ha permitido que los líderes separatistas, que antaño eran insurgentes en las selvas, hoy se hayan convertido en respetables políticos elegidos por el pueblo. Si la situación se ha calmado en el Punjab, tampoco es por este gobierno, sino por los «acuerdos del Punjab» que fueron obra de Rajiv. Si los nacionalistas moderados sijs se han dado cuenta de las ventajas que comporta pertenecer a la Unión India y han regresado al sendero de la democracia, es gracias a su marido.


Pero el momento cumbre de sus intervenciones ocurre en marzo de 2002. De pronto surge una líder que habla sin miedo y sin complejos, con la contundencia que le da el convencimiento profundo de sus opiniones. Sonia acusa directamente al gobierno de haber fomentado un nuevo brote de violencia religiosa que ha vuelto a poner el país al borde del abismo. Es un acto más en la tragedia de Ayodhya, iniciada por miembros de ese mismo gobierno hoy en el poder. Después de la destrucción de la mezquita, los fundamentalistas hindúes se toparon con el rechazo de las autoridades judiciales a cualquier intento de construir en ese emplazamiento un templo al dios Rama, precisamente para no añadir más leña al fuego. Pero los militantes no se dieron por vencidos y varios grupos pertenecientes a organizaciones afines al gobierno siguieron viajando periódicamente a Ayodhya para insistir en su reivindicación. «¿No estaba inscrita en el programa del gobierno del BJP?», preguntaban. Al regresar de uno de esos viajes, ocurrió un altercado entre uno de esos grupos de manifestantes hinduistas y unos vendedores ambulantes musulmanes en la estación de Godhra, en el estado de Gujarat. Los vendedores se negaron a cantar canciones a la gloria del dios Rama, como les conminaban los militantes hindúes de modo que éstos empezaron a insultarlos y a tirarles de las barbas. En seguida se corrió la voz y jóvenes musulmanes que trabajaban en los alrededores de la estación corrieron en defensa de sus correligionarios agredidos. Los militantes hindúes se subieron al tren, que arrancó bajo una lluvia de piedras. Unos kilómetros más allá, el convoy se detuvo. Una columna de humo negro se alzaba en el cielo. Un incendio se declaró a bordo con el resultado de cincuenta y ocho personas carbonizadas, la mayoría militantes hinduistas.

Aunque posteriores investigaciones determinarían que el fuego fue provocado por la explosión accidental de un hornillo de gas, los extremistas hindúes no dudaron en acusar a los musulmanes de haberlo provocado. La noticia de que unos hinduistas fueron quemados vivos desató la venganza de la población. El jefe de gobierno de Gujarat, el fundamentalista hindú Narendra Modi, aliado del gobierno y archienemigo de Sonia, declaró el 28 de febrero un día de luto para que los funerales de los pasajeros pudiesen celebrarse por las calles de la ciudad. Era una clara invitación a la violencia. Los barrios musulmanes se convirtieron en ratoneras. Miles de hindúes enfurecidos la emprendieron contra comercios y oficinas e incendiaron las mezquitas. En lugar de actuar contundentemente para aplacar la violencia, Narendra Modi declaró: «A cada acción corresponde una reacción.» Esas palabras, interpretadas por los extremistas hindúes como un aval de su líder para justificar la venganza, marcaron el principio de una orgía de violencia comparable a la de los acontecimientos trágicos de la Partición. Pero esta vez, gracias a la televisión, todo el país es testigo de imágenes atroces de mujeres maltratadas y violadas por militantes enfurecidos, y después forzadas a beber queroseno frente a sus maridos e hijos, a los que obligan a ver cómo les prenden fuego, antes de ser a su vez asesinados. Todo ha ocurrido ante la impasibilidad de la gente, que parece celebrar esa venganza que simboliza el incendio del tren de Godhra. Los periodistas que han cubierto las matanzas están convencidos de que no han sido espontáneas, como pretendía el gobierno local, sino que han sido planificadas. Han visto a extremistas hindúes, con censos electorales bajo el brazo, señalando casas y chozas habitadas por musulmanes en los barrios mixtos. Les han visto señalar comercios propiedad de musulmanes que han tomado la precaución de adoptar un nombre hindú. La eficacia en la persecución y en los asesinatos hacen pensar que ha habido cierto grado de planificación. En total, más de dos mil musulmanes han sido asesinados y más de doscientos mil se han quedado sin hogar.

Sonia es la voz que más ardientemente denuncia los hechos. En el Parlamento, llega a acusar al gobierno de fomentar el genocidio. «Señora, no use palabras tan fuertes», le replica el primer ministro. Pero Sonia no calla. Denuncia la turbia actuación de la policía. «En ciertos casos, se sabe que hasta han ayudado a los militantes a encontrar las direcciones que buscaban.» Cita en su apoyo informes de las investigaciones de grupos de defensa de los derechos humanos que demuestran que la policía había recibido órdenes de no interferir. «Lo que esta masacre ha sacado a relucir, señor primer ministro -le dice Sonia-, es el rostro sectario y horroroso de su partido, el BJP, que usted ha tenido tanto cuidado en disimular durante sus años en el poder, pero que ahora salta a la vista… Además ¿cómo es posible que usted no se haya dignado visitar los lugares devastados por la violencia inmediatamente? ¿Por qué ha esperado un mes para hacerlo? Ya sabemos que el señor Narendra Modi está detrás de estas matanzas, ¡Y mucho nos tememos que el gobierno central también lo esté!» Por primera vez, Sonia da la talla de gran política, denunciando al gobierno con auténtica y sentida pasión, sacudiendo al primer ministro con sus invectivas, no dejando títere con cabeza. Las atrocidades que ha visto en la televisión la han escandalizado: «Eso no es la India. Eso no representa a mi país», declara. Sus intervenciones hacen que los valores inherentes al Congress resalten más que nunca. La pretensión del partido más viejo de la India de representar a indios de todas las castas y religiones no sólo se ve como algo atractivo, sino como algo indispensable. La decencia de los principios del Congress se solapan en el imaginario popular con la imagen y la voz de esta política accidental que habla con el corazón en la mano.


Pero el primer ministro no consigue que dimita su compañero de partido Narendra Modi, una medida pensada para pacificar el país. Los demás no le dejan. Mejor esperar a que decida el pueblo, le dicen. La gran sorpresa es que en las elecciones estatales de Gujarat, que tienen lugar dos meses después de los sangrientos disturbios, el temible Narendra Madi vuelve a arrasar. La razón es que ese estado es mayoritariamente hindú. Su campaña, que se ha basado en un solo principio, el odio a los musulmanes, parece confirmar la vieja creencia del BJP: los disturbios basados en el odio religioso, si están bien orquestados, se convierten en votos. Madi ha revelado ser un mago prestidigitador en este arte. Se ha aprovechado de que Gujarat hace frontera con Pakistán, lo que favorece la política del miedo al enemigo islámico.

Después de las esperanzas suscitadas por Sonia, llega ahora el momento de una decepción masiva. En la sede del Congress, el ceño fruncido y las gafas puestas, Sonia lee el informe del secretario general de su partido sobre las elecciones en Gujarat. El ambiente es sombrío. «El Congress no ha ganado un solo escaño en un radio de cien kilómetros alrededor de Godhra, donde un vagón de tren ha sido incendiado, matando a medio centenar de personas. El Congress ha perdido todos los escaños en las zonas próximas al estado de Madhya Pradesh y Rajastán…» La conclusión es que, ahora como cuando la destrucción del templo en Ayodhya, la política de enfrentamientos comunales está dando dividendos. Los hindúes, la gran mayoría, ceden al miedo y al racismo. ¿Cómo evitar que ese modelo avance en otras partes de la India? Nadie tiene la respuesta.

Ahora que todo parecía sonreír a Sonia, el resultado de las elecciones en Gujarat es un jarro de agua fría que abre un interrogante sobre su futuro. En cambio, el gobierno, alentado por su victoria en Gujarat, decide adelantar las primeras elecciones generales del siglo XXI a mayo de 2004 para aprovecharse del viento a favor y revalidar su mandato por otros cinco años. Los críticos de Sonia dentro de su partido alegan que si las fuerzas coaligadas con el BJP siguen ganando terreno a este ritmo, ella no bastará para neutralizarlas. No se la percibe como suficientemente sólida. Que bajo su dirección catorce estados hayan cambiado de color político empieza a verse como algo insignificante. Sonia es de nuevo vulnerable. Le reprochan que no haya conseguido proyectarse como una política en la línea de Indira o de Rajiv. Hasta los más optimistas dentro del Congress albergan dudas sobre su capacidad de llevar el partido a la victoria. «¿Hemos tomado la decisión adecuada al invitarla a liderar el partido?», se preguntan ahora los mismos que la empujaron a aceptar. Algunos de sus seguidores hasta ahora leales comentan a sus compañeros de partido que Sonia es buena, pero no lo bastante. Todos reconocen que ha mejorado mucho, pero que no da la talla ni la dará nunca. Y es que en el Congress tienen prisa por volver al poder. El partido que más tiempo ha gobernado la India lleva más de siete años apartado de él. Es el mayor lapso de tiempo en toda su historia, y coincide con la presidencia de Sonia Gandhi. Poco a poco se va fraguando otra conspiración. La proximidad de las elecciones generales atiza las ambiciones personales. Si esta vez Sonia sale indemne de ese complot es porque el cabecilla muere en un accidente de tráfico. Pero el descontento reina en muchos sectores del partido.

Mientras el debate sobre sus habilidades como líder y su falta de experiencia continúa, Sonia se atreve a presentar una moción de censura contra el gobierno, acusándolo de una serie de cargos que van de la anarquía a la corrupción. Ataca de frente, mezclando la agresión con alguna ocurrencia, hablando con soltura y gracia. Por ser minoría en el Parlamento, la moción es rechazada, pero Sonia consigue dar la imagen de una líder que puede ser una alternativa al actual gobierno. Queda lejos la diputada primeriza que buscaba las palabras, se quedaba muda ante una pregunta, o se sonrojaba cuando la atacaban. Las elecciones están a la vuelta de la esquina, y no hay otro líder capaz de galvanizar a las bases. La suerte está echada. Ya no hay vuelta atrás, ni para Sonia, ni para el Congress.

47

Nueva Delhi, 10 de mayo de 2004. A los cincuenta y siete años, Sonia sigue siendo una mujer muy guapa, como cuando era joven. Pero es una belleza que lleva las marcas de las tragedias que la han golpeado, y por eso su rostro tiene una expresión que puede parecer dura. Ella, que de joven tanto reía a carcajadas, aparece siempre grave, con una sonrisa que no termina de convencer porque surge de un denso bosque de tristeza. No sólo su rostro ha cambiado; su lenguaje corporal es ahora distinto. Su andar vigoroso, la manera en que mueve los hombros bajo el tejido de sus saris, todo en ella recuerda a Indira. Sonia se ha hecho india hasta en los ademanes.

Cuando está cansada, aflora un gesto de crispación. Y hoy, en esta mañana de lunes, mientras Sonia Gandhi se maquilla los ojos con una fina pincelada de khol frente al espejo de su tocador en su casa de Nueva Delhi, se siente agotada. Lleva varias semanas de campaña electoral intensa en las que ha recorrido miles de kilómetros por todo el subcontinente indio, casi la distancia de una vuelta al mundo, soportando la canícula de esas fechas. La mayoría los ha recorrido en coche, en helicóptero y a pie, pero también ha tenido que hacer diez kilómetros en camello para llegar hasta una pequeña comunidad del Rajastán. Y lo ha hecho para llegar a una aldea de apenas doscientos habitantes donde la esperaban con los brazos abiertos porque nunca ningún candidato se había dignado desplazarse hasta allí. Esos días se ha acordado mucho de su suegra, de su afán en llegar al corazón del pueblo, en alcanzar la aldea más remota, como aquella vez en la que tuvo que cruzar un río de noche a lomos de elefante para llegar a Belchi, una aldea de intocables traumatizados por haber sido víctimas de una matanza. Como su suegra, Sonia no ha escatimado esfuerzos para hacer llegar su mensaje a los lugares más remotos. Y aunque no gane estas elecciones, no podrá nunca reprocharse no haber puesto toda la carne en el asador. Como siempre, le ha resultado muy gratificante el encuentro con los pobres de la India. En momentos de vacilación, las palabras del Mahatma Gandhi que un día leyó en el muro de un dispensario rural le vuelven a la memoria: «Cuando dudes o te cuestiones, haz la siguiente prueba: recuerda el rostro del hombre más pobre y más débil que hayas visto jamás y pregúntate si el paso que estás a punto de dar va a serie de alguna utilidad. ¿Ganará algo con ello? ¿Le devolverá cierto control sobre su vida y su destino?… Entonces verás que tus dudas se disiparán.»


Es dura una campaña electoral a nivel nacional para alguien que nunca ha disimulado su aversión al poder. Vivir en esa contradicción intensifica su sensación de cansancio brutal, que le impide hasta cambiarse de sari esta mañana para ir a votar. Decide dejarse el que lleva puesto. Al fin y al cabo, es blanco, el color de las viudas en la India, y hoy, jornada electoral, llevar ese sari será una manera de mantener vivo el recuerdo de Rajiv. Que es como ayudarse a sí misma a mantenerse viva. Porque todo lo que hace, lo sigue haciendo por custodiar su memoria a falta de poder acariciarlo. y por sus hijos, Rahul y Priyanka, que tanto la han apoyado en la campaña, en la vida. Nada une tanto como el dolor ante la pérdida de los seres queridos.

Ella, que detesta llamar la atención y ser protagonista; ella, que sólo ha dado dos entrevistas en toda su vida, se ha visto de pronto enardeciendo a multitudes de hasta cien mil personas unas seis veces al día en lugares distintos. Ha hablado en hindi con soltura y un ligero acento, y ha pronunciado discursos al estilo de Indira, esforzándose en convencer a seiscientos millones de electores para que voten al Partido del Congreso. A veces le cuesta creerse que está a la cabeza de la mayor organización política democrática del mundo. Si algún adivino se lo hubiera vaticinado en su juventud, cuando todavía vivía en Italia, lo hubiera tildado de charlatán.

¿Qué les ha dicho a esos millones de votantes que la han escuchado absortos? Les ha hablado de su familia política, una familia que ha gobernado la India durante más de cuatro décadas, pero que lleva siete años fuera del poder. Les ha hablado de los valores que siempre han representado los Nehru-Gandhi: libertad, tolerancia, laicismo y unidad. Ha insistido en que éstas no son unas elecciones ordinarias, sino un enfrentamiento histórico entre valores distintos, entre ideologías diametralmente opuestas. Una lucha entre la luz y el oscurantismo; entre una India donde caben todos y todas las religiones, y otra medieval y excluyente. Lo que está en juego, les ha repetido, es la convivencia entre las innumerables culturas, etnias, castas y religiones que componen la India. En definitiva, la mera existencia del país como nación.


Las ciudades están empapeladas con carteles electorales. El BJP está muy satisfecho de su eslogan: «India brilla», que alude a la buena marcha de la economía. Con un país que crece al 9 por ciento dos temporadas de abundantes lluvias monzónicas y unas relaciones por fin distendidas con el viejo enemigo Pakistán, están tranquilos y confiados. Piensan que su rival, el Partido del Congreso, está acabado, incapaz de renacer de sus cenizas, aplastado bajo el peso de su propia burocracia. Están convencidos de que Sonia no es una líder lo bastante hábil y experimentada como para resucitarlo' y menos aún para que obtenga suficientes escaños en estas elecciones legislativas. Primero, porque es extranjera y, segundo, porque piensan que no tiene ni el carisma de su suegra ni el encanto de su marido. Dicen que nunca ha expresado una opinión original sobre acontecimientos internacionales o sobre las orientaciones económicas de la India. Tercero, porque creen haber conseguido que sea percibida por la opinión pública como una simple gungi gudiya, una muñeca muda, manipulada sin escrúpulos por los viejos dinosaurios del Partido del Congreso. ¿Y no decían eso mismo de Indira Gandhi en sus primeras elecciones?

Pero si sus adversarios la hubieran seguido de cerca durante estas semanas de campaña, quizás no se mostrarían tan prepotentes. Hubieran sido testigos del apoteósico recibimiento que hordas de mujeres y hombres dispensaron a Sonia y a sus hijos, cubriéndoles de rosas y claveles, coreando sus nombres en una especie de frenesí. «Esto no es político, es emocional», comentó un día un periodista europeo a Rahul, que a sus treinta y tres años se presenta por primera vez como candidato por la circunscripción de Amethi, la de su padre. Si Sonia pierde, ya está su hijo en la línea de salida. Nadie escapa al destino del apellido.

«¿Para quién brilla la India? -preguntaba Sonia en sus discursos-. ¿Para los campesinos que se suicidan bebiendo raticida porque no pueden pagar sus deudas?» La multitud recibía sus palabras con rugidos de aprobación.

Al eslogan «India brilla», dirigido sobre todo a una clase media urbana compuesta por unos trescientos millones de electores, Sonia ha opuesto uno menos lustroso, pero destinado a esos setecientos millones que todavía no han catado los frutos de la prosperidad económica: «Elegid un gobierno que os funcione», les repite. Es un eslogan de Indira, que utilizó en varias campañas. A la manera moderna de hacer campaña del partido en el poder, que ha mandado un mensaje de voz del primer ministro a ciento diez millones de teléfonos fijos y móviles en todo el país (llegando a trescientos cincuenta y cinco millones de votantes menores de veinticinco años, una auténtica proeza tecnológica), Sonia ha opuesto el estilo tradicional de recorrer la India estrechando manos, dando abrazos, conectando con la gente, sumergiéndose en la adoración sentimental de las masas.

Muy a menudo, el Tata Safari en el que viajaban tuvo que detenerse hasta diez veces en una hora al hallarse totalmente rodeado de campesinos, los rostros enjutos y los cuerpos delgados pegados a las ventanillas. Sonia tuvo que hacer fuerza para abrir la puerta delantera y ponerse de pie sin bajar del coche, mientras la muchedumbre se apelotonaba aún más, lanzando gritos de júbilo, estirando los brazos con la esperanza loca de poder tocarla.

En esta campaña se ha visto que sus hijos despiertan las mismas pasiones, sobre todo Priyanka, que ya tiene treinta y dos años. Ha sido una revelación comprobar hasta qué punto cautiva a las multitudes, que han acudido en masa a oírla hablar. Y eso que ella no se ha presentado a ningún escaño… Acaba de tener una hija, Miraya, que junto al mayor, Rehan, la tienen muy ocupada. Por eso sólo ha ayudado a su madre y a su hermano esporádicamente. Pero bastaba que hiciese un saludo para que inmediatamente cientos de manos se lo devolviesen entre aclamaciones de júbilo. Rahul también despertaba el ardor de las masas: nada más abrir la ventanilla, le llenaban el coche de pétalos de rosa. Un día, el motor se caló, y el chófer no conseguía arrancarlo de nuevo. El hombre salió y abrió el capó, mientras Sonia repetía: «¡Qué caos, qué caos!», intentando ver a través del parabrisas sucio de sudor y de pétalos aplastados si el conductor era capaz de localizar la avería. «Mamá, quédate en el coche», repetía su hijo dándole una palmadita en el hombro, asustado de que su madre tuviera la ocurrencia de salir en ese momento, ignorando los protocolos de seguridad. Al final el conductor volvió y consiguió que de nuevo rugiese el motor.

– ¿Qué pasaba? -preguntó Sonia.

– Las flores, Madam -respondió el hombre-. ¡Las margaritas habían bloqueado la correa del ventilador!

Ésa no parece la imagen de una dinastía política que va de cabeza hacia el fracaso, como pronostican sus adversarios, y hasta ciertos compañeros de partido. Es más bien la imagen de una mujer y una familia que consiguen sintonizar con el pueblo, aunque pocos lo quieran reconocer. Lo cierto es que Sonia se ha ganado el respeto y el afecto de su país de adopción por haber aceptado vivir la misma vida que mató a su cuñado, a su marido y a su suegra. El pueblo, acunado desde hace miles de años por las grandes epopeyas del Ramayana y del Mahabharata donde las hazañas de los hombres rivalizan con las de los dioses, parece reconocerle ese sacrificio y se lo demuestra cada vez que se presenta la ocasión. Y ella no pierde oportunidad de devolverle las muestras de afecto. Durante la campaña, después de cuatro días largos y calurosos, se la vio relajada en una sola ocasión cuando, en medio de una llanura polvorienta, mandó detener la comitiva electoral y se dirigió caminando sola hacia donde había visto un grupo de mujeres nómadas bajo un cobertizo de palos y plásticos negros. Esas mujeres no tenían la más mínima idea de quién era ella. Sonia no entendía su dialecto. Los fotógrafos se habían quedado atrás y nadie iba a capturar ese encuentro. Pero allí, lejos de la muchedumbre, de la prensa y de las reuniones del partido, Sonia Gandhi disfrutó abrazando a los más pobres de la India.


Ella no piensa que vaya a ganar; casi nadie lo cree en el partido, y aún menos fuera del partido. Los sondeos coinciden: el Congress no está entre los favoritos. «She has no chance», reza la prensa. No tiene posibilidades. Pero no puede evitar que la gente le pregunte si llegará a ser la primera india de origen extranjero en convertirse en primera ministra. En teoría sí puede, si el Partido del Congreso y sus aliados consiguen la mayoría de escaños necesaria y luego la designan como máxima mandataria. Legalmente también, porque la Constitución no estipula que sólo los individuos nacidos en la India puedan aspirar a los más altos puestos de gobierno. Conscientes de que el mundo de la India es mayor que la propia nación india, los que redactaron la Carta Magna dos años después de la Partición dejaron la posibilidad abierta a todos; y lo hicieron porque la tragedia de la Partición había provocado tanto flujo de refugiados de Pakistán y Bangladesh que prefirieron no poner limitaciones, no añadir nada que pudiera incitar a más división.

De momento, con estas elecciones, Sonia sólo pretende pararles los pies a los nacionalistas hindúes y aupar al Congress, sacarlo del marasmo en el que está sumido. Eso le bastaría para darse por satisfecha. Habría cumplido con su deber hacia su familia y hacia los ideales que siempre defendieron sus miembros, y que hoy se ven tan amenazados. Se quitaría un poco el peso de esa inmensa herencia que lleva a sus espaldas. Y quizás podría descansar un poco.

También, aunque no lo confiese, unos buenos resultados tendrían un agradable sabor de revancha contra todos los que la calumnian, los que la humillan sin tregua desde que en 1998 decidió aceptar la presidencia del Partido. A medida que se ha ido acercando la fecha de la votación, los ataques se han recrudecido. Sus detractores le han propinado un golpe bajo: han sacado a la luz que Sonia optó por la nacionalidad india en 1983, es decir un año antes de que su marido se convirtiese en primer ministro. «¿Por qué no lo hizo antes, si llevaba casada desde 1968 y dice sentirse tan india?… Lo hizo para ayudar a su marido a ganar las elecciones, apuntan pérfidamente. Su pretendida "indianidad" es pura sed de poder», añaden. Es un argumento falaz que busca ensuciar su imagen mostrándola como una ambiciosa. En realidad lo hizo para contrarrestar los ataques de Maneka, que fue la primera en agitar el espectro de su «italianidad». Además, quizás en 1983 Sonia no se sentía india del todo, quizás su proceso de indianización ha sido lento y ha crecido a la sombra de los años, y de las tragedias familiares… pero ¿a quién le importa la verdad? Sus orígenes se han convertido en caballo de batalla electoral.

Los ataques son tan bajos que la Corte Suprema, a principios de abril, intervino con una propuesta de ley para prohibir las «calumnias» en tiempos electorales. Pero ya era tarde; los ánimos estaban demasiado caldeados. La paz de las urnas seguirá siendo un sueño inalcanzable. Hace dos días, Sonia ha intentado por última vez zanjar las críticas sobre sus orígenes. En un mitin multitudinario de fin de campaña, se ha dirigido a sus miles de seguidores en Sriperumbudur, la ciudad donde Rajiv fue asesinado: «Aquí estoy, pisando esta tierra mezclada con la sangre de mi marido. Os aseguro que no me cabe mayor honor que compartir su destino por el bien de la India.» El pueblo no parece dudar de la sinceridad de sus palabras, sabedor de que en Sonia Gandhi lo político y lo personal están íntimamente imbricados. Al final, lo comedido de sus reacciones y la inmensa dignidad que ha mostrado frente a los ataques más sucios le hacen parecer aún más india, más digna de su confianza.


Hoy está afónica, por eso responde con un gesto y una sonrisa al mayordomo cuando éste le avisa de que ya la están esperando para llevarla a votar. Sonia, arreglada y con su bolso colgado del brazo, permanece clavada frente al televisor, cuyo informativo matutino desgrana las noticias del mundo: hoy hace diez años que Mandela, el hombre que ella más admira ya quien conoce personalmente, accedía al poder en Sudáfrica, y en otra campaña electoral, la norteamericana el presidente Bush acumula ventaja frente al candidato demócrata John Kerry, a pesar de que el apoyo popular a la guerra de Irak está en su momento más bajo… No sólo en la India la política está llena de contradicciones y de sorpresas.

Pero lo que espera con ansia es el vaticinio electoral del conocido astrólogo Ajay Bahambi, que se hizo famoso cuando Hillary Clinton le pidió que le leyese la mano. Por fin aparece en pantalla, y con el tono firme y decidido de quien está muy convencido de lo que dice, el oráculo barbudo asegura que el partido actualmente en el poder revalidará su mandato con más de 320 escaños. Eso significa una derrota humillante para el Congress. La precisión del dato y el tono de suficiencia del hombre dejan a Sonia abatida. No teme la derrota, pero sí teme ser barrida y hacer el ridículo. Aprieta enérgicamente el botón del mando a distancia para apagar el televisor y se levanta. Antes de salir, pasa por la cocina para dar instrucciones. Hoy vendrán a comer sus hijos y sus nietecitos. Hubiera preferido reunirse con ellos en La Piazza, el exquisito restaurante italiano del Hotel Hyatt, como suelen hacer los domingos o cuando hay algo que celebrar. Pero como no quiere atizar la controversia sobre su «italianidad», prefiere quedarse en casa. No es el momento de salir en una foto comiendo pasta.

Espera a que sean las nueve para salir. A fuerza de vivir en la India, se le han contagiado un poco las creencias locales y según un diputado del partido que le ha llamado esta mañana desde Kerala, en el sur, el Rahu Kalam cae hoy entre las siete y media y las nueve de la mañana. Éste es un momento del día considerado poco auspicioso para emprender cualquier actividad. Lo calculan meticulosamente los astrólogos y lo publican en los calendarios hindúes. No es que Sonia crea a pies juntillas en esas supersticiones, pero nunca se sabe, tal y como están las cosas mejor poner todo de su parte…

Nada más franquear la puerta que da al jardín, siente una bofetada de aire caliente. Sólo falta un mes para que descarguen las lluvias monzónicas, y hasta entonces la temperatura seguirá subiendo, inexorablemente. Se coloca sus sempiternas y grandes gafas de sol y echa un vistazo a su alrededor: el césped amarillea, los parterres de flores que lo engalanaban en febrero se han marchitado ya. Pero la sombra de los grandes árboles protege el resto de la vegetación. Hoy el mercurio marca 43 grados, lo que no impide que, del otro lado de la tapia de su casa, un grupo de simpatizantes lleve horas aguardando en la acera para tener su darshan. Pero no podrán verla. Con tantas medidas de seguridad, Sonia no puede hacer lo que hacía Indira, que se quedaba a conversar un rato a las puertas de su residencia con los que venían a verla. Eran otros tiempos. Ahora, el Servicio de Inteligencia ha hecho saber que existe una «amenaza permanente» contra ella y su familia por parte de grupos marginales y xenófobos hindúes. Sonia está acostumbrada a convivir con ese miedo en el cuerpo y no ha tenido más remedio que aceptarlo después de tantos años y tantos sustos. Pero lo más duro, a lo que nunca podrá acostumbrarse, es a pensar que podría ocurrirle algo a sus hijos, y ahora también a sus nietos.

Los soldados de guardia en la garita de su residencia apenas tienen tiempo de saludarla cuando su Ambassador blindado color crema sale a toda velocidad con un rechinar de neumáticos, seguido por sus escoltas en otro automóvil con una luz giratoria en el techo. Sonia ha bajado la ventanilla de cristal ahumado y hace un gesto rápido con la mano desde el interior del vehículo, pero va tan deprisa que no está segura de que sus admiradores la hayan visto. El trayecto desde su casa hasta Nirman Bhawan, un complejo de edificios del gobierno donde está la oficina en la que tiene que depositar el voto, es corto. No se tarda más de diez minutos, sobre todo hoy, día festivo por ser jornada electoral. Y es agradable porque las anchas avenidas están bordeadas de grandes árboles siempre verdes, muchos de ellos en flor. La ciudad ha cambiado mucho, ha pasado de tres millones de habitantes cuando llegó Sonia a más de quince ahora. Hay gasolineras coloridas con tienda anexa como en Europa, grandes almacenes, centros comerciales, cafeterías, restaurantes de todo tipo, una plétora de hoteles de lujo, supermercados donde se encuentra de todo, desde salmón ahumado de Escocia hasta vino de Rioja. Pero el núcleo central sigue igual, sobre todo cuando no hay tráfico. Todo son recuerdos para Sonia. Cada esquina, cada calle, cada comercio: en esa confitería le compraba a Rajiv su postre favorito; en esta plaza vivía su amiga Sunita; en aquella bocacalle, que da a la avenida Akbar, llevaba los niños a la guardería; en ese terraplén se estrelló la avioneta de su cuñado… Y por estas mismas avenidas circulaba en un Ambassador similar a éste el día que les cambió la vida. Le parecía que aquel coche no llegaba nunca. La sangre de Indira empapaba los asientos tapizados de terciopelo, formando una enorme mancha negra.

Por eso siente que su corazón pertenece a estas calles, a esta ciudad, a este país. Para defenderse de tanta calumnia, ha mandado pegar unos carteles en la circunscripción de su marido que muestran distintas fotos de su vida en la India, empezando por su llegada cuando era novia de Rajiv. «¿Qué tradición india he incumplido? -pregunta el texto-. ¿Como nuera, esposa, viuda o miembro del Congress, qué tradición he dejado de observar?» Sonia sigue traumatizada por la virulencia de los ataques contra ella.

Los accesos a Nirman Bhawan están fuertemente custodiados por policías y soldados en previsión de su llegada. Los guardias en la verja de entrada la saludan juntando las manos y llevándolas al pecho musitando el tradicional namasté. Todo son sonrisas. El suyo es el único vehículo autorizado a entrar en el recinto. Frente a su oficina electoral, la número 84, la están esperando caras conocidas y una nube de periodistas, fotógrafos y simpatizantes. «¿Cómo se siente una italiana votando en la India?», le pregunta un viejo periodista malicioso que no disimula sus tendencias políticas. «Me siento india. No me siento italiana, ni siquiera un poco», le suelta Sonia con la voz ronca.

El apoderado de su mesa electoral la saluda con una ancha sonrisa y le cuelga una guirnalda de clavelinas alrededor del cuello:

– Unos compañeros del Congress nos dijeron que vendría a las siete de la mañana -le dice.

– Siento haberme retrasado. Me disculpo.

– No hay de qué, por favor… -responde el hombre, ruborizado-. Es usted la decimosexta votante de esta mesa… Es un buen número, señora, le traerá suerte -añade mientras muestra a Sonia el funcionamiento de la flamante máquina de votar electrónica, orgullo de la tecnología india. Más de un millón de estas cajas de plástico, del tamaño de una pequeña maleta y que funcionan a pilas, se han repartido por primera vez a lo largo y a lo ancho de todo el territorio -en los lugares más remotos, a lomos de elefante-, con la esperanza de acelerar el recuento y de luchar contra el fraude. Ya no habrá más muertos ni heridos durante las peleas entre facciones políticas rivales que se acusaban mutuamente de traficar con el contenido de las urnas. Ahora un simple bip después de pulsar la tecla adyacente al nombre y al símbolo del candidato elegido indica que el voto ha sido registrado en una unidad de control. De esta manera novedosa Sonia emite su voto, como una más entre los millones de indios que hoy escucharán el mismo sonido durante la última jornada de las elecciones generales. La prensa de pronto se vuelve hacia una anciana que acude a votar, sentada en una silla que unos parientes llevan en volandas. Tiene ciento ocho años, es una refugiada birmana que responde a los periodistas con voz temblorosa: «Siempre he votado por el Congress porque nos ayudó a emigrar a la India cuando China declaró la guerra a Birmania.» Aprieta la tecla y… ¡bip!

A la salida de Nirman Bhawan, ya de regreso a casa, hay tanta gente jaleándola que el coche apenas consigue abrirse camino. De modo que pide al conductor que se detenga. Sonia baja del automóvil e inmediatamente sus escoltas la rodean y le indican que vuelva a meterse en el vehículo, pero ella se niega y hace un gesto con firmeza para que se aparten. No piensa irse sin saludar a toda esa muchedumbre enfervorizada que jalea su nombre y que repite sin tregua eslóganes que la glorifican. Es lo mínimo que puede hacer por todos los que están esperando bajo este sol de justicia. Ajena al nerviosismo de sus escoltas, se dirige a la multitud, saluda con la cabeza, junta las manos en alto, da las gracias, sonríe… todos la quieren tocar y ella quisiera abrazarlos uno por uno, si pudiera. Reconoce la misma corriente de simpatía que siempre ha existido entre sucesivas generaciones de indios y los miembros de su familia, una corriente casi eléctrica entre ella y el pueblo que se traduce en un intercambio de miradas, a veces un apretón de manos, una comunicación que surge por encima de todas las barreras.

Cuando vuelve a meterse en el coche, de pronto se pregunta si el astrólogo de esta mañana en la televisión no habrá exagerado en su predicción negativa. Pero es un pensamiento fugaz. Ella sabe mejor que nadie que se pueden perder unas elecciones, aunque un millón de personas hayan estado aclamándote la víspera.

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A esta primera convocatoria del siglo XXI acuden seiscientos setenta millones de electores, un tamaño de electorado dos veces mayor que el de su rival más próximo, que serían las elecciones al Parlamento europeo. Para conseguir tal proeza organizativa y para garantizar la seguridad de los electores, se ha dividido esta convocatoria en cuatro jornadas a lo largo de tres semanas, la última siendo hoy, 10 de mayo de 2004. Cuatro millones de funcionarios han sido movilizados en setecientas mil mesas electorales para conseguir unos resultados que afectarán la suerte de una sexta parte de la población mundial durante los próximos cinco años. La tecnología ha sido la gran novedad en estas elecciones. En las de 1999, había sólo tres canales de televisión; hoy hay más de una docena que retransmiten veinticuatro horas al día, y eso sin contar los que se ven por satélite. Cinco años atrás había cerca de un millón y medio de móviles; hoy hay treinta millones. La televisión ha retransmitido las sonrisas, los atuendos, las expresiones de cansancio, de alegría, de estupor de los candidatos, sus miradas expectantes y también algún que otro gesto que le ha costado a un político su popularidad. Pero nadie sabe en el fondo qué partido se beneficiará más de la televisión.

El recuento comenzará el día 13 de mayo y los primeros resultados se darán a conocer el 14, a finales de semana, gracias precisamente a la rapidez que proporcionan las nuevas urnas electrónicas. Pero, para los candidatos, será una semana larga. Ya le gustaría a Sonia irse unos días a disfrutar del frescor de las montañas, pero no puede parecer que se desentiende de la gran contienda. Sus propios compañeros del Congress no comprenderían que no se mantuviese en su puesto, en la capital, en primera fila, defendiéndose de algún ataque de última hora, galvanizando a sus compañeros, corrigiendo a alguno de sus diputados díscolos…


Jueves 13 de mayo de 2004. Esta mañana se esperan los primeros resultados. En las aldeas, los campesinos aprovechan el calor para hacer un alto en sus faenas y agruparse alrededor de un transistor o un televisor. En un país donde todos participan de las celebraciones de los demás, el gran espectáculo de la democracia se vive como una festividad más, quizás porque celebrar el valor supremo del individuo adquiere aún más valor en un lugar tan densamente poblado. En las numerosas aldeas fuera del alcance de las ondas, habrá que esperar la llegada de algún viajero con noticias; allí, los resultados pueden tardar hasta dos semanas en saberse. En Nueva Delhi se vive una gran expectación en los cuarteles generales de los dos grandes partidos, ambos en el centro, donde se han decidido las estrategias y se han marcado las pautas. Son salas diáfanas bañadas por el nirvana del aire acondicionado, llenas de monitores de televisión, ordenadores, cámaras de vídeo, impresoras y toda la parafernalia tecnológica. Jóvenes vestidos a la occidental se afanan entre los despachos, los teléfonos portátiles pegados a la oreja y, como concesión a la tradición, una taza de té con leche en la mano. En el cuartel general del Congress, hay más periodistas que miembros del partido; éstos se esconden en sus casas, agobiados por las especulaciones derrotistas de la radio y la televisión. Algunos, los más optimistas, tocados con el famoso gorro que popularizó Nehru, charlan y gesticulan con periodistas que están al acecho de las primeras reacciones.

No muy lejos de allí, en la residencia de Sonia, la atmósfera está cargada de tensión. Un silencio espeso envuelve la casa, decorada con objetos traídos de toda la India, muchos de ellos tribales, de bellísimas telas y de algunas pinturas antiguas sobre cristal a las que Sonia es muy aficionada. Nada evoca la ostentación o el hecho de que sea el hogar de una familia especial, excepto el estudio, que sigue tal y como lo dejó Rajiv. Las fotos, en marcos de plata sobre las mesas, muestran momentos compartidos de los Nehru con los Kennedy, Gorbachov, De Gaulle y demás personajes ilustres del siglo XX. Y allí están los famosos retratos de Nehru, Indira y Rajiv, colgados en sus marcos de madera sobre las paredes blancas, que hoy también parecen tener vida propia, como si desde el más allá estuvieran participando en el suspense del momento.

Sentados en los sofás y en cuclillas, los colaboradores de Sonia aceptan de buen grado el té con aroma de cardamomo que les ofrece la anfitriona. Todos observan un silencio incómodo y es que Sonia prefiere tener la televisión apagada. Tiene miedo a los resultados y quiere ahorrarse la agonía de ir conociendo cifras parciales. Prefiere saberlo todo de golpe, cuando tenga que ser. Tan cerca del final, tiene miedo a defraudar a «la familia». Sabe que, si gana, será la victoria de Sonia Gandhi, que se ha proyectado ante el electorado como lo que es, una mujer vulnerable, sincera y audaz; si pierde, será la derrota de la «viuda de Rajiv» o de la «nuera de Indira», la «italiana» que no ha estado a la altura de las circunstancias y que carecía tanto de ambición como de talento político. «¿Realmente se merece ganar?», parece preguntarse en este momento en el que le asaltan todo tipo de pensamientos incongruentes y hasta contradictorios.


El portátil de su amiga Ambika, secretaria general del partido y la compañera que más horas ha pasado con ella últimamente, suena con el estribillo del Congress. La mujer posa su taza de té sobre una mesilla y pega el móvil a la oreja. En seguida esboza una sonrisa, y cuelga: «Sonia, nuestros aliados en Tamil Nadu han ganado.» La buena nueva relaja un poco el ambiente. «Allí no haremos el ridículo», piensa Sonia. Tamil Nadu es un gran estado, ciertamente importante en el resultado final, pero todos están impacientes por conocer las cifras de estados clave como Uttar Pradesh, Maharashtra o Karnataka. Sonia arde en deseos de saberlo y al mismo tiempo no quiere.

Unos segundos después, suena otro móvil. «¡Sonia, hemos ganado en Maharasthra!», anuncia otro miembro de su equipo. El sonido del fax se suma al de los móviles: la máquina escupe fotocopias de periódicos con mensajes que vienen de varias delegaciones del partido… y todos con buenas noticias. En un instante, el estudio está invadido por una cacofonía de ruidos, sonidos y fragmentos de conversación. Sonia está desconcertada, hasta que recibe una llamada por el teléfono privado de casa:

– ¡Enhorabuena, Soniaji! No sólo estamos ganando, estamos arrasando. En mi nombre y en el de todos los miembros del Congress, te transmito nuestra más sincera enhorabuena.

– No lancemos las campanas al vuelo todavía, hay que ser prudente… -dice ella.

– Sí, tienes razón, pero ya conocemos la tendencia…

Sonia pasea su mirada por los miembros de su equipo, con una sonrisa que resucita sus famosos hoyuelos, los que siempre aparecían cuando se sentía feliz.

– Voy a encender la televisión… -dice al levantarse.

Lo que muestra la pantalla es un lugar muy familiar: la calle Akbar, donde se encuentran las oficinas del partido, a menos de cinco minutos de su casa. Simpatizantes enfervorizados portan pancartas de apoyo y gritan eslóganes: «¡Viva Sonia Gandhi!», «¡Viva el Congress!», mientras otros encienden petardos, bailan y beben en la calle. «¡La han tildado de extranjera, pero el pueblo ha dado una contundente respuesta!», afirma una simpatizante llevando una bandera con los colores nacionales azafrán, verde y blanco. «¡Esto es un regalo del todopoderoso!», declara un conocido miembro del partido con lágrimas en los ojos. Esa primera reacción de júbilo deja a todos atónitos, pero para lo que Sonia no está preparada es para oír un grito que surge entre la multitud: «¡Viva la primera ministra Sonia Gandhi!» Se queda de piedra, como si la realidad de su nueva situación le asaltase desde la pantalla del televisor. Aturdida por la enormidad de lo que se le viene encima, se sienta en el borde del sofá. Quiere disimular su zozobra, pero está tan impresionada que se le hace imposible.

– ¿Te encuentras bien? -le pregunta Ambika.

Sonia respira hondo, y se señala el pecho, como si tuviera un principio de crisis.

– ¿Quieres que vaya a por tu inhalador?

– No hace falta… ya se me pasa.

En el fondo reza para que no le dé un ataque de asma. Lo que tiene es ansiedad, una ansiedad que los gritos de los enfervorizados simpatizantes de la calle Akbar no hacen más que agravar: «¡Sonia Gandhi, primera ministra!»

El presentador vuelve a los resultados. Al desgranarlos por estados, es como si la voz de los diferentes pueblos de la India penetrase hasta el interior del despacho, como un eco que viene de muy lejos, de las aldeas que pueblan las laderas tibetanas del Himalaya, de las chozas de barro de los bishnois del desierto de Thar, de las tribus que habitan los manglares del sur, de los pescadores en sus inmensas playas de Kerala, de los musulmanes de Gujarat que sobrevivieron a las recientes matanzas de los fundamentalistas hindúes, de los millones de chabolistas de Bombay y Calcuta… y la voz del pueblo se repite, asombrando a Sonia, a sus colaboradores, a sus adversarios, a la India, y también al mundo. Una voz que desafía las predicciones de los expertos en política, de los magnates de la televisión y de los institutos de opinión. Una voz que se rebela contra el pretendido dominio de los medios de comunicación sobre las masas. Ni un solo experto ha sido capaz de barruntar la derrota espectacular del partido en el poder. Los resultados barren también de un plumazo la credibilidad de tantos astrólogos, quirománticos y supuestos magos que han sembrado de engaños y mentiras la vida del país. ¡El famoso astrólogo Ajay Bahambi se ha cubierto de gloria!…

La sorpresa inicial se torna pronto en euforia, cuando la televisión anuncia que el Congress está a punto de conseguir 145 escaños, lo que le permite, junto a sus aliados, alcanzar en coalición la mágica cifra de 272. Es decir, la capacidad de gobernar. Los 272 que Sonia anunció prematuramente en 1999, ahora sí los ha conseguido. A la ansiedad se mezcla un sentimiento de profunda satisfacción. Y como guinda de esta jornada triunfal, salta la noticia de que Rahul ha salido elegido diputado al Parlamento por la circunscripción de Amethi, digno heredero de su padre. Doble victoria que restaura en el poder a la familia más admirada y vilipendiada de la India. En seguida, los gritos de la muchedumbre que se ha ido acercando hasta la casa y que aclama a Sonia desde la calle ahogan el sonido de la televisión. En la sede de Akbar Road, el responsable de seguridad del partido llama a la policía de Nueva Delhi para que mande refuerzos al número 10 de Janpath en previsión de grandes concentraciones de personas.

El BJP pierde en veinticuatro de los veintiocho estados de la India. Pierde hasta en los bastiones que creía inexpugnables, como la ciudad santa de Benarés o la propia Ayodhya. Esta vez, su convencimiento de que los disturbios comunales se traducen en votos ha resultado ser un error garrafal.

– El pueblo ha reaccionado -dice Priyanka cuando viene a felicitar a su madre.

Cada minuto que pasa, el eslogan de los hinduistas, «India brilla», parece más ridículo todavía, como si los votantes hubieran destapado la falsedad de esa propaganda triunfalista, que dejaba fuera de juego a la mayoría del pueblo, esa que no se ve en las ciudades pero que ahora toma su revancha desde las llanuras ardientes y las aldeas perdidas. La expresión en la mirada de Sonia traduce el sentir de sus correligionarios: triunfo, placer, risas y, en un momento dado, unas lágrimas. Ella que se lanzó a la carrera electoral con la única esperanza de no ser arrollada, alcanza la meta como vencedora absoluta.

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«Impresionante conmoción», titula la portada de su edición especial el Hindustan Times, el diario en inglés más leído de Nueva Delhi, al día siguiente, viernes 14 de mayo. En la residencia de Sonia, la ingente cantidad de mensajes de felicitación y de apoyo han colapsado el fax. Cartas, telegramas, SMS… de todas partes y por todos los medios llueven mensajes de enhorabuena para la futura «primera ministra». Carlo Marroni, alcalde de Orbassano, le manda un telegrama en nombre de los veinticinco mil habitantes de su ciudad: «Estamos orgullosos de usted y le deseamos que siga por el camino del desarrollo y la solidaridad en la mayor democracia del mundo. Compartimos con usted, con su India, esos valores que nos unen a todos.» Paola, la madre de Sonia, se ha enterado del triunfo de su hija desde su casa de Via Bellini por un periodista local. Luego ha recibido un aluvión de llamadas. «Sí, claro que estoy satisfecha -repite disimulando su desasosiego-, pero me siento asediada y no tengo nada que decir.» ¿Cómo decir que teme que a su hija le ocurra lo mismo que a su yerno? Por eso Paola prefiere callarse, y decide no contestar más al teléfono.

Ahora la tarea de Sonia es la de afianzar una coalición capaz de gobernar. No duda un instante en apelar a su viejo amigo, el brillante economista sij Manmohan Singh, su gurú en temas de economía. Con él, se dedica a redactar un acuerdo de mínimos para conseguir la firme adhesión de los demás miembros de la coalición, que cuenta con más de veinte partidos. ¡Qué lejos quedan los tiempos de Indira, o de Rajiv, cuando el Congress gobernaba con mayoría absoluta! La política es ahora como una marmita gigantesca donde bullen los sueños, las aspiraciones y los intereses cada vez más diversos, incluso enfrentados, de una sexta parte de la humanidad. Y Sonia se encuentra de pronto en el puesto de cocinera jefe. Tiene que aderezar bien el guiso, contentando a los comunistas del frente de izquierdas y también a los liberales, a los partidos regionales y a los representantes de castas… Pero la tarea no la pilla desprevenida: lleva meses tejiendo alianzas, hablando con unos y con otros, allanando el camino. Su labor de zapa, invisible, ahora da sus frutos. Como ya apuntaban las monjas del internado de Giaveno, donde estudió, tiene talento para el consenso: en eso, no es como su suegra, que era más propensa al autoritarismo. A Sonia lo que de verdad le interesa son las grandes cuestiones de Estado como reducir la pobreza y asegurar el crecimiento económico; o como conseguir la paz con Pakistán y resolver el contencioso de Cachemira. No ocurre lo mismo con sus socios. La mayoría son auténticos sátrapas, cabecillas de partidos regionales con egos mayores que sus organizaciones. Cada cual acerca el ascua a su sardina exigiendo carteras ministeriales, políticas específicas de apoyo a los miembros de su casta o sus votantes. El conocido líder de uno de los estados más pobres le exige, a cambio de su apoyo, el ministerio de Ferrocarriles, muy importante porque emplea a más de diez millones de personas. Y todos piensan que Sonia será la primera ministra. Algunos hasta lo exigen, porque no quieren quedarse sin ese valioso liderazgo que les va a permitir disfrutar de su parcela de poder; piensan que sin ella la coalición tendrá una vida muy corta.

Después del anuncio de que el partido va a nombrarla líder de su grupo parlamentario, el país entero da por sentado que la italiana asumirá el puesto. Por si hubiera alguna duda, cuando una periodista le pregunta si es cierto que el líder del grupo parlamentario será el próximo primer ministro, Sonia responde: «Normalmente, así es.» Tres palabras que son como otras tantas bofetadas a sus adversarios. Una dulce venganza, que en seguida recibe su réplica cuando un dirigente del partido derrotado declara en televisión que le parece una vergüenza que una extranjera gobierne la India. Otro líder del mismo partido añade que boicoteará el acto de investidura de la coalición si Sonia Gandhi es primera ministra. Un terremoto nacionalista sacude el país, y afecta hasta a miembros del propio partido de Sonia. Una jefa de gobierno del estado de Madhya Pradesh, una mujer de mediana edad llamada Urna Bharti, una extremista hindú afiliada al BJP, anuncia su dimisión alegando que «poner» a una extranjera en el puesto más alto es un insulto al país y pone en peligro la seguridad nacional. Otra mujer, una respetada líder del partido derrotado, llamada Sushma Swaraj, solicita una entrevista con el presidente de la República, el científico musulmán Abdul Kalam, para expresarle el «dolor y angustia» que le produce el tema. «Si Sonia acaba de primera ministra, me raparé la cabeza, me vestiré con ropa blanca, dormiré en el suelo y haré una huelga de hambre indefinida. Movilizaré la nación contra ella», amenaza a la salida de su entrevista frente a los medios de comunicación.

Pero sin duda el acontecimiento que causa mayor impacto es el suicidio en un pueblo cerca de Bangalore de un activista del partido derrotado, un padre de familia de treinta años llamado Mahesh Prabhu, que antes de tragar un bote de raticida ha dejado una nota explicando que «no puede soportar la idea de que en un país de mil cien millones no se haya podido encontrar un solo líder indio para dirigir la nación». El hombre deja viuda y un hijo de dieciocho meses, y a un país perplejo.

Demasiado barullo, demasiada división, demasiada histeria…

Las consecuencias de su victoria empiezan a asustarla. Ha tocado la fibra del nacionalismo, un sentimiento irracional que rápidamente puede rozar la locura. A pesar de que el resultado de las elecciones ha demostrado que poco le importan sus orígenes al pueblo, el tema sigue siendo explosivo. Está tan escarmentada y es tan cautelosa que a un entrevistador de la televisión italiana le responde en inglés y no en su lengua materna, sumiendo al periodista en la perplejidad más absoluta. ¿Cómo hacer entender a alguien que te entrevista cinco minutos que no puedes hablarle en su idioma, aunque quieras? ¿Cómo explicar lo que significa ser extranjera en la India y estar tan cerca del poder que sientes su calor abrasador? ¿Cómo contar la violencia que ha diezmado a su familia y que acecha como un animal agazapado? ¿Cómo explicar tanto luto, tanto dolor, tanta angustia y tanto miedo? ¿Cómo contar todo eso, sin lo cual nadie puede entender sus reacciones? Tendría que empezar de cero cada vez que habla con un periodista, y nunca hay tiempo para eso.

Para aumentar aún más la inquietud general, el índice de la bolsa de Bombay, el Sensex, se derrumba en la mayor caída en la historia financiera de la India, alimentado por el temor a un gobierno en el que el peso de la izquierda acabe con las reformas hasta ahora conseguidas. Sonia urge a su hombre de confianza, Manmohan Singh, a que haga unas declaraciones para calmar los mercados, esperando que las aguas vuelvan a su cauce lo antes posible.


Necesita pensar. A la mañana siguiente, acompañada de sus hijos, sale discretamente de casa, pero la policía está nerviosa y sus escoltas habituales, todavía más. Era previsible que después de su victoria electoral las medidas de seguridad cercenaran aún más su casi inexistente libertad de movimientos. Ahora debe avisar con más anticipación de sus desplazamientos para que, además de su escolta personal, la policía de Delhi esté sobre aviso.

Una ligera neblina envuelve las calles vacías a esta hora temprana. Es el mejor momento del día para evitar el calor y circular rápidamente. El coche de Sonia recorre las anchas avenidas de la parte nueva hasta llegar a los jardines donde están los mausoleos de la familia. Se oye el canto de los pájaros sobre el murmullo ronco de la nueva autopista que cruza Delhi de norte a sur. Los tres se recogen unos instantes y luego cada uno hace su ofrenda floral, lanzando unos pétalos de rosa sobre el mausoleo. ¿Qué diría Rajiv de esta inesperada victoria de su mujer, que vuelve a poner a toda la familia en el candelero? Ella, que huía de la atención mediática como de la peste, recuerda ahora el momento en que, siendo su marido primer ministro, le dejó plantado con un equipo de la televisión francesa que insistía en tener unos planos de la familia reunida… «Ni siquiera yo puedo hacerla cambiar de parecer», había dicho Rajiv al periodista. Ahora su marido debe estar riéndose en el cielo. Debe estar sorprendido, como todos en la India; y orgulloso también, seguro; pero sobre todo asustado, por ella, por sus hijos y por los nietos que no ha conocido. Ojo con la victoria, que puede volverse en contra y destruir todo lo que se pone por delante. Ojo con la cara oculta del triunfo, no se sabe lo que esconde. «¿Y tú, Rajiv, qué harías en mi lugar?»


En las sucesivas entrevistas que realiza ese día con diferentes miembros de su coalición, evita mencionar el tema del liderazgo. A un periodista de la BBC le suelta: «No tengo en mente ningún puesto.»

Al día siguiente, 15 de mayo, los adalides más respetados del partido, asustados ante la idea de quedarse huérfanos de líder, le ruegan, sea cual sea su decisión, que la retrase unas horas. Quieren ganar tiempo para que lleguen todos los mensajes de apoyo que los aliados envían desde los últimos rincones de la India. Normalmente el candidato a primer ministro se dirige al presidente de la República con ese aval para recibir la autorización oficial de formar gobierno. Es un paso que ella tendrá que dar en breve, llevando en su cartera esos mensajes que la ensalzan y que hacen ver que es la líder indispensable sin la cual la coalición carece de sentido. Socios y aliados esperan que Sonia acabe por ceder: el partido necesita probar a sus bases que ha encontrado su guía. A esto se suma la presión emocional de sus amigos, con los que ha compartido tantos sinsabores y momentos difíciles. Tiene la impresión de que los dejará tirados si no acepta el puesto. No es fácil decirles ahora: ya no juego. ¿Podrán entenderlo? Para tranquilizarla le aseguran: «Aceptaremos tu decisión final.» Sonia tiene todavía tres días para pensárselo.

Por la tarde del día 15, después de haber sido formalmente elegida por unanimidad líder del grupo parlamentario del Congress, Sonia Gandhi se dirige a sus diputados: «Aquí estoy, en el lugar ocupado por mis grandes maestros, Nehru, Indira y Rajiv. Sus vidas han guiado mi recorrido. Su valor y su entera devoción a la India me han dado la fuerza de continuar su camino años después de su martirio. Quiero recordarlos hoy, quiero homenajearlos hoy. El pueblo ha reafirmado que el alma de nuestra nación es integradora, laica y unida. Ha rechazado las políticas de ataques personales y las campañas negativas. Ha rechazado la ideología de los partidos fundamentalistas. Pronto tendremos aquí, en el gobierno central, una coalición liderada por el Congress. Hemos triunfado contra todo pronóstico. Hemos prevalecido a pesar de los vaticinios agoreros. En nombre de todos vosotros, quiero expresar mi agradecimiento de todo corazón al pueblo de la India. Gracias.»

La sala prorrumpe en una larga ovación y a continuación los diputados se disponen a felicitarla personalmente. Todos quieren acercarse al artífice de tanta alegría y tanta expectación, la persona que tiene la llave del poder. En esa sala que ha sido testigo de tantos dramas nacionales, de tantas agrias discusiones, ahora se respira un ambiente festivo. Sonia está radiante. Hay tanta algarabía que los diputados tienen que guardar cola para estrecharle la mano o, mejor aún, intercambiar algún comentario que sea lo suficientemente ocurrente como para que ella lo recuerde… todo puede servir en el futuro. Entre los últimos en esperar su turno se encuentra un chico joven, vestido con una kurta blanca y pantalones anchos, su hijo Rahul, que se ha revelado en estas elecciones como un prometedor líder de las juventudes del partido. Sonia le sonríe afectuosamente mientras le tiende la mano, como a los demás.

Sin embargo, los veteranos y los más cercanos a Sonia están preocupados porque en todo su discurso no ha dicho una sola palabra sobre su papel en la nueva coalición. Cuando le sugieren que acuda al día siguiente al presidente de la República para solicitar formalmente permiso para formar gobierno, Sonia se zafa diciendo que el bloque de izquierdas no ha confirmado todavía su apoyo, lo que no deja de ser una burda excusa. La verdad es que quiere emplear todo el tiempo disponible para pensar.


Después de pasar un día entero en casa con sus hijos sopesando la situación, el lunes 17 de mayo se reúne con sus aliados más próximos. Tiene algo importante que decirles. Ellos lo ven venir, y no se equivocan: «Pienso que no debo aceptar el cargo de primera ministra.» No lo dice de manera tajante, como si su decisión fuese firme, lo dice como si quisiera medir la reacción. «No quiero ser la causante de la división del país», añade, dejándolos a todos incómodos y perplejos. Y pasa a sugerir una solución salomónica, que causa cierta irritación: su idea es que ella continúe en la presidencia del Partido… y Manmohan Singh sea primer ministro. Es una idea revolucionaria porque supone una dirección bicéfala, un experimento en el arte de gobernar.

Un profundo silencio acoge sus palabras. Sonia prosigue: «Es honrado, tiene una excelente reputación como economista, tiene experiencia en la administración… Estoy convencida de que será un gran primer ministro.» Pero la sugerencia los deja fríos. Es bien sabido que Manmohan Singh no tiene carisma. Es un hombre serio, un tecnócrata, no un político. «Es como decir que esta victoria no ha servido para nada. La coalición no se sostendrá sin una Gandhi, sin la única líder capaz de aglutinar grupos tan dispares», apostilla uno de los suyos. La idea tampoco encandila a los líderes más veteranos, algunos de los cuales llevan cincuenta años de militancia en el partido. Manmohan Singh apenas lleva catorce años, es un advenedizo. Además es un sij, representante de una minoría que apenas suma el 6 por ciento de la población india. Sería la primera vez que un no hindú asumiese ese puesto desde la independencia. ¿Cómo se lo tomará la mayoría hindú?

– El pueblo ha votado por una India laica, secular, donde la religión no tiene que influir en la política -les recuerda Sonia.

Pero es sobre todo el hecho de no contar con una Gandhi en el puesto clave lo que preocupa -y mucho- a su gente. A estas alturas, la mística del apellido cuenta más que todo lo demás. «Será el gobierno más corto de la historia», vaticinan unos. Otros no se dan por vencidos y ruegan que recapacite. Hasta los dos miembros de su partido que se quejaban en privado de tener como líder a «una ama de casa italiana sin estudios» le suplican ahora que acepte ser primera ministra. En una semana, ha pasado de ser una vulgar «ama de casa» a «una amiga, una guía, la salvadora de la nación».


Al filo de la tarde llega Manmohan Singh al número 10 de Janpath, tocado con su sempiterno turbante azul, con su barba blanca, sus ojillos negros llenos de inteligencia y su aire de ave frágil. A duras penas consigue abrirse paso entre la multitud de diputados y simpatizantes que han acudido a la llamada de los que están reunidos con Sonia, y que bloquean la entrada. Hay tantos que ya no caben en casa. Esperan en el jardín o en la calle, bajo un sol de justicia y a 43 grados a la sombra, a que su líder se pronuncie. A Sonia, la situación le resulta familiar; tiene la impresión de haberla vivido ya, cuando la presionaban para que aceptase la presidencia del partido. Pero si antes era difícil decir «no», ahora que lo que está en juego es el poder, resulta prácticamente imposible. Por mucho que intente argumentarlo, no aceptan su decisión. No entienden que se pueda rechazar el cargo de mayor poder, que es el sueño de todos los políticos. Les resulta inaceptable, a pesar de saber que para Sonia el poder nunca ha sido una meta en sí. Saben que está en política por compromiso personal, porque el destino lo ha querido así. «Sería un desastre para el partido, para la coalición, para el país…», repiten sin cesar. «Sonia, no nos abandones.»

Enfrentada a una auténtica rebelión en sus filas, Sonia pide que le den todo su tiempo. Pero la situación llega a ser tan enconada, la oposición tan fuerte -uno de ellos amenaza con quemarse a lo bonzo si ella rechaza el puesto-, que Sonia se asusta y da marcha atrás. Dos horas después de haber sugerido que quizás no aceptaría el puesto de máxima mandataria, Manmohan Singh sale al jardín y anuncia con su vocecilla: «La señora Gandhi ha aceptado reunirse mañana por la mañana con el presidente de la República.» ¡Uf!… Un murmullo de aprobación surge de la multitud. El anuncio consigue distender los ánimos. Los que empiezan a irse lo hacen convencidos de que la presión ha funcionado, que su criterio ha prevalecido. Al final, la líder ha aceptado asumir su responsabilidad. El Congress estará de nuevo instalado en el poder, en manos de una Gandhi. La historia se repite. La multitud se dispersa en paz.


Para Sonia, el problema es cómo hacer tragar esa amarga píldora a los que la veneran, a los que esperan todo de ella. ¿Cómo hacerlos entrar en razón? ¿Cómo se les ocurre pensar que ella puede gobernar sola este país? La oposición no le dará tregua, un día sí y otro también le echarán en cara el tema de sus orígenes. Algún loco acabará matándola, está convencida. Además, tampoco tiene experiencia y se quemaría muy pronto.

Lo que necesita ahora es estar sola. En su habitación, abre las ventanas antes de acostarse. Respira hondo el aire cálido. Toca madera para que no le dé un ataque de asma. Toda su infancia ha dormido con las ventanas abiertas, a pesar del frío. Hoy siente de nuevo esa antigua angustia. Es una sensación de ahogo que vuelve cada vez que tiene que tomar una decisión importante. Cada vez que siente una presión insoportable.

Apaga el aire acondicionado y deja la ventana abierta. La brisa hincha los visillos, que se mueven como fantasmas de algodón. Pero es una brisa caliente, que no alivia. Una neblina rojiza ilumina el cielo contaminado de la ciudad. Los perros ladran. En la avenida, algún moto carro con el tubo de escape roto petardea.

Por fin se hace el silencio, que tanto anhela. Estos últimos días la casa parecía un gallinero. Tanto ruido no deja oír. Necesita silencio para entrar en contacto consigo misma, para escucharse. Para saber qué hacer mañana. O mejor dicho, cómo hacerlo.

50

El martes 18 de mayo es un día que los miembros del Congress no olvidarán fácilmente. Unos doscientos diputados del partido esperan en el hemiciclo del Parlamento, la misma sala que ha sido testigo de la elección de doce primeros ministros de la India, a que Sonia Gandhi anuncie su decisión.

Cuando hace su aparición, seguida de sus hijos Rahul y Priyanka, ambos con el semblante serio y hermético, algunos se temen ya que las noticias no serán buenas. Sonia viene sin la carpeta que debería contener las cartas y mensajes de apoyo que cientos de líderes del Congress le han enviado para animarla a asumir el cargo. Es una tradición que los anteriores primeros ministros han cumplido siempre. Quizás ella la esté incumpliendo por capricho, se atreven a pensar los que se resisten a perder el último resquicio de esperanza. Son los optimistas, los que piensan que no será capaz de rechazar el cargo después de tanta presión.

Un silencio sepulcral invade la sala mientras Sonia, impecable en un sari color siena, el pelo cuidadosamente peinado hacia atrás cayendo sobre los hombros, saluda a varios compañeros juntando las manos a la altura del rostro mientras se abre paso hacia el micrófono. Se pone las gafas para ver sus notas y les dice: «Desde que hace seis años entré con reticencia en la política, siempre he tenido muy claro -y lo he declarado en varias ocasiones- que el puesto de primera ministra no era mi objetivo. Siempre he estado segura de que si me encontrase algún día en la posición en la que me encuentro hoy, obedecería a mi voz interior.» Hace una pausa, y el silencio se hace más tenso, si cabe. Sonia levanta la cabeza y mira a sus hijos, luego al resto de la asistencia: «Hoy esa voz me dice que debo humildemente rechazar ese puesto.»

Un violento terremoto no hubiera causado más revuelo. Un clamor ensordecedor invade la sala. Sonia eleva el tono mientras con la mano pide silencio para hacerse escuchar: «He sido sometida a muchas presiones para que reconsidere mi postura, pero he decidido obedecer mi voz. El poder nunca ha representado una tentación para mí…» Un coro de lamentos y de enérgicas protestas la interrumpen. «¡No puedes abandonarnos ahora!», claman unos. «No puede traicionar al pueblo de la India… -exclama Mani Shankar Aiyar, viejo amigo de Rajiv e influyente político-. ¡La voz interior del pueblo dice que usted tiene que ser la próxima primera ministra de la India!»

– Os pido que por favor respetéis mi decisión… -dice Sonia con firmeza, pero de nuevo la interrumpen.

– Sin usted en ese puesto, señora, tampoco estará nuestra inspiración.

Una docena de diputados se turnan para hacer sus discursos, en los que invocan el ejemplo de servicio público de su marido y de su suegra. «¡Haga usted lo mismo! -le repiten-. ¡Esté a la altura!»

Durante más de dos horas continúa el enfrentamiento enconado entre la irresistible desesperación de los diputados y la determinación inamovible de Sonia. Los discursos oscilan entre las reprimendas que la tildan de egoísta y cierta admiración por el gesto insólito de renunciar al poder. Algunos la acusan de dar la espalda al mandato que millones de indios han depositado en ella. Sonia escucha a esa horda de huérfanos, impasible, la mandíbula prieta. Al final, los diputados presentan una resolución conjunta para que reconsidere su decisión, pero ella, de manera elegante y con un aire siempre enigmático, les dice que no cree que sea posible. «Habéis expresado vuestros puntos de vista, vuestro dolor, vuestra angustia por la decisión que he tomado. Pero si tenéis confianza en mí, permitidme que la mantenga.»

Es cuestión de insistir, piensan unos. Muchos recuerdan la crisis de 1999, cuando anunció su dimisión como presidenta del partido. Acabó cediendo después de que los líderes le rogasen que regresase. El problema ahora es que el tiempo se acaba. Por ley, hay que formar gobierno antes de que acabe la semana. Un diputado de Uttar Pradesh les recuerda que la decisión de Sonia tiene un precedente en la historia de la India: «Señora, usted ha dado un ejemplo como el que dio el Mahatma Gandhi -dijo refiriéndose a cuando el padre de la nación renunció a formar parte del primer gobierno después de la independencia-. Pero aquel día el Mahatma Gandhi tenía a Jawaharlal Nehru. ¿Quién es el Nehru de hoy?»

Sonia no habla de Manmohan Singh, su as en la manga, aunque los más allegados saben que ésa es su jugada. Cuando abandona la sala dejando a sus diputados afligidos y desengañados, la prensa se arremolina alrededor de sus hijos: «Como miembro del parlamento recién elegido -declara Rahul-, me gustaría que mi madre fuese primera ministra, pero como hijo suyo, respeto su decisión.» Priyanka es menos diplomática. Cuando le preguntan si es cierto que ella y su hermano han influenciado a su madre con el argumento de que «hemos perdido a un padre, no queremos perder a una madre, es un asunto de familia», ella replica diciendo una gran verdad: «Nunca hemos sido dueños de nuestra familia. Siempre la hemos compartido con la nación.»

Los miembros del Congress no tiran la toalla tan fácilmente.

Al regresar a casa, Sonia se encuentra con una multitud que le pide lo mismo, que cambie de parecer. Se lo exigen a gritos, algunos con lágrimas en los ojos, otros tirándose a sus pies. Tanta adulación la irrita. Es como la otra cara del odio que le muestran sus detractores. Tan malsano es lo uno como lo otro. Al entrar en casa, se encuentra con otro desafío, una montaña de cartas de los miembros del Comité de Trabajo del Congress y otros afiliados que anuncian su dimisión si ella no acepta el máximo cargo. Fuera, en la calle, un simpatizante que amenaza con cortarse las venas en el acto es reducido por la policía. Parece que la locura se ha apoderado de Nueva Delhi.

Pero en este pulso Sonia no cede. Por sentido común, por convicción íntima, porque está segura de que su decisión es la más sabia para el país, para la familia, para ella. Hasta el último momento lo intentan todo para doblegarla: la súplica, los ruegos, las amenazas veladas, pero Sonia se ha hecho más fuerte que todos, y no sucumbe. Al contrario, se asegura el apoyo de otros miembros de la coalición para que acepten un primer ministro que no sea un Gandhi. Ella marca el paso, y todos, hasta los más escépticos, la acaban siguiendo. Esa fuerza es la recompensa de su triunfo.

Además cuenta con el inesperado apoyo de la prensa, que parece redescubrirla y que se deshace en elogios: «Sonia apaga el poder, enciende los corazones», titula el Asian Times. «Renuncia al poder, alcanza la gloria», reza el Times of India. Al decir «no», la popularidad de Sonia se dispara. Al «abdicar», ha introducido la noción de sacrificio en el vocabulario de la política india. Y pasa de ser líder del Congress a líder de la nación. Un auténtico milagro.


Rashtrapati Bhawan, el antiguo palacio del virrey, es el escenario de una ceremonia corta, pero llena de significado, y que al final de esa turbulenta semana da por zanjada la crisis de poder. El sábado 22 de mayo, después de tres días de resistencia numantina contra los jefes de su propio partido, Sonia Gandhi es testigo de la jura de Manmohan Singh como primer ministro, en presencia del presidente de la República. Es un momento histórico porque es la primera vez que un sij es nombrado jefe de gobierno. El hombre no ha pegado ojo durante la noche porque una multitud de correligionarios lo han estado celebrando frente a su residencia. ¡Cómo han cambiado las cosas desde que los sijs eran perseguidos como animales en los días que siguieron al asesinato de Indira!

Después de jurar el cargo, en un gesto que alude al acuerdo que han alcanzado, Manmohan Singh se acerca a Sonia e inclina ligeramente la cabeza. Como si quisiese dejar claro que él gobierna, pero ella reina.

Es un momento histórico por otra razón, cargada de un simbolismo que demuestra la diversidad de la India, su capacidad para la convivencia y su creciente movilidad social. Sonia Gandhi, criada como católica, cede el poder a un primer ministro sij, nacido en 1932 en una familia muy humilde del Punjab occidental, hoy perteneciente a Pakistán, y conocido por su irreprochable honestidad. y lo hace en presencia de un presidente de la República musulmán llamado Abdul Kalam, nacido en una familia paupérrima y experto en física nuclear. Hace menos de un siglo, nadie hubiera podido imaginar que esto pudiera ocurrir en el país donde hasta hace poco el nacimiento, y no el mérito, determinaba el curso de la existencia. Y hace tan sólo un mes, ¿quién hubiera podido predecir semejante ceremonia entre tres representantes de religiones minoritarias?

En pocos días, Sonia ha provocado una revolución silenciosa, cuyo impacto se sentirá durante años. Con su renuncia, ha demostrado que la política no siempre es equivalente a la codicia. También ha demostrado que uno no se hace indio sólo por un accidente de nacimiento. Ser indio se consigue amando el país, comprometiéndose con él y siendo fuerte para anteponer los intereses de la nación a los propios. Por su gesto histórico, Sonia Gandhi ha recordado a los hindúes que la auténtica fuerza de su nación radica en su tolerancia, en su tradicional apertura hacia los demás, en su creencia de que todas las religiones forman parte de una búsqueda común de la humanidad para encontrar un sentido a la existencia. Por curiosidades de la vida, ha tenido que ser una cristiana la que haya devuelto la dignidad y la confianza a la gran mayoría de los hindúes, esos que nunca se han sentido representados en el anterior gobierno.


Esa noche, Sonia vuelve a casa con la satisfacción del deber cumplido. Ha preferido mantenerse detrás del trono, galvanizando al pueblo pero dejando el poder a su gran visir enturbantado y de barba cana.

Por fin va a poder descansar después de esta semana enloquecida. Pero, antes de recogerse en su dormitorio, pasa por el despacho, para sentir la presencia del hombre que sigue queriendo como el primer día, quizás más, si el amor pudiese medirse. Con tanto calor, las flores de la guirnalda alrededor de la foto de Rajiv están un poco marchitas.

– Mañana las cambiaré -se dice.

Se queda mirando la imagen de su marido. Cierra los ojos y se concentra intensamente, hasta que lo resucita en su mente. Lo tiene tan cerca que le parece estar oyendo su voz de terciopelo, bien modulada, con su impecable acento inglés, musitándole al oído palabras de amor… Hasta le parece oler su piel, con ese olor a limpio que se mezcla con su propio perfume de jazmín. Y que la transporta al pasado, al tiempo perdido, a sus mejores recuerdos, esos que Sonia guarda en su corazón porque es un tesoro que han hecho juntos.

La ensoñación, placentera y dolorosa a la vez, dura poco, pero es muy intensa porque los muertos viven en los corazones de los vivos. Cuando reabre los ojos, pasea su mirada por las demás fotos. Las ha visto millones de veces, pero hoy le gusta volverlas a ver, una y otra vez, quizás porque le recuerdan el sentido de su vida. Rajiv y su sonrisa le siguen provocando un pellizco en el corazón, siempre será así; Indira también, con su capacidad para reírse de sí misma, para no olvidar un cumpleaños o la enfermedad de un niño en medio de las preocupaciones de los asuntos de Estado. Ahora más que nunca, Sonia se da cuenta de que ha heredado de Indira la «mística de la dinastía» y que está aplicando todo lo que ha aprendido de ella: la paciencia y la tenacidad, el atrevimiento, el coraje y el sentido de la oportunidad… Su mirada se detiene en una foto pequeña sobre la mesa en la que se ve al Mahatma Gandhi con Nehru. En aquellos días tristes después de la muerte de su suegra en los que se refugió en su correspondencia, como si de esa manera pudiese comunicar con ella, también aprendió, sin saberlo, algo sobre la esencia del liderazgo político. Encontró un texto del Mahatma Gandhi a Nehru, que estaba entre los papeles de Indira: «No tengas miedo, pon tu fe en la verdad; escucha las necesidades de la gente, pero al mismo tiempo asegúrate de que adquieres suficiente autoridad moral como para hacerte escuchar; sé democrático, pero valora la única aristocracia que de verdad importa: la nobleza de espíritu.»

No ha sido fácil el viaje desde la plácida existencia de un ama de casa satisfecha de su vida doméstica al centro frenético de la actividad política. Como ella misma lo define, ha sido una historia de luz y de sombras, de misterio y de la mano oculta del destino. Una historia de lucha interior y de tormento, de cómo la experiencia de la pérdida puede aportar un sentido más profundo a la existencia. Pero, a pesar de todas las tristezas, las humillaciones, las dificultades y los malos ratos, esta noche se siente realizada como nunca antes. Como si de pronto entendiese algo que intuía profundamente, pero que sin embargo se le escapaba, y que tiene que ver con su profunda razón de ser. «La familia con la que primero me comprometí al casarme estaba restringida al límite de un hogar -escribirá Sonia más tarde-. Hoy mi lealtad abarca una familia más amplia la India, mi país, cuya gente me ha recibido tan cálidamente que me han convertido en uno de ellos.» Sonia es honesta cuando dice que ya no es italiana. No lo es porque ha pasado de ser parte de la familia Nehru-Gandhi a convertirse en la heredera de la dinastía. Y la dinastía Nehru-Gandhi es la India.

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