Cada vez que das un paso adelante, estás destinado a perturbar algo. Agitas el aire mientras avanzas, levantas polvo, alteras el suelo. Vas atropellando cosas. Cuando una sociedad entera avanza, ese atropello se hace en una escala mucho mayor; y cada cosa que trastornes, los intereses creados que quieras suprimir, todo se convierte en un obstáculo.
MAHATMA GANDHI
Veinte años antes, después de la muerte de su marido, Indira tocó fondo y tardó mucho tiempo en salir a flote. Cuando murió su padre, entró en otra crisis existencial profunda, que duró largos meses. Pero ahora, menos de setenta y dos horas después de la muerte de su hijo, estaba de nuevo en su despacho. «La gente viene y se va, pero la nación sigue viva», declaró a la prensa, situando la tragedia familiar en un contexto nacional, como si de esa manera pudiese trascender la desgracia. Se había convencido de que la tarea hercúlea de gobernar la India no podía ser desatendida. Pero su actitud y auto control eran sólo superficiales. En el fondo, estaba irremediablemente herida. Sonia la veía rota por dentro, con el espíritu hecho añicos. Por las noches, la oía levantarse y entre sueños buscaba a Sanjay, y cuando se despertaba se ponía a llorar repitiendo el nombre de su hijo. Su rostro envejeció, su mirada se hizo más dura y empezó a arrastrar un poco las pisadas al caminar. Ya no era tan picajosa con su atuendo, ni le pedía a Sonia consejos sobre su peinado o sobre los accesorios que debían conjuntar con los saris. Al contrario, llevaba el pelo estirado hacia atrás de forma descuidada, y no parecía importarle.
A su inmensa tristeza se unía su preocupación por Maneka, que se pasaba los días sin hacer nada.
– Temo que la ambición de su madre empuje a Maneka a querer ocupar el lugar de Sanjay -confesó a su amiga Pupul.
Aparte de melancólica, Maneka estaba incómoda porque su posición en esa casa se había vuelto muy delicada. Sin la protección de su marido, se sentía vulnerable. Ya no podía usarlo como escudo para defenderse de su suegra o de su cuñado, que en el fondo la seguían intimidando. Su única fuerza era el bebé. Por otra parte, Indira estaba tan devastada que carecía de energía para consolar a los demás. En otras circunstancias, se hubiera volcado con su nuera, pero ahora, su propio dolor la absorbía por completo. Aunque al ver a la joven viuda tan sola y tan perdida, en un arrebato de compasión Indira le ofreció ayuda. En realidad, temía que Maneka, aburrida y aislada, terminase por marcharse de casa, porque entonces dejaría de tener a su nieto cerca. Esa eventualidad la atormentaba:
– ¿Quieres trabajar de secretaria mía?… Te podría llevar de viaje conmigo, y creo que eso te distraería…
Al principio, la oferta pareció satisfacer a Maneka. Luego, quizás influenciada por su madre o simplemente porque se le subieron los humos a la cabeza o por ser inmadura, vio en ello una maniobra para apartarla de su derecho natural a hacerse cargo de la herencia de su marido. Su vida junto a Sanjay le había dado la ilusión del poder, y la oferta de su suegra, después de pensárselo, le pareció casi insultante. Ni siquiera respondió al ofrecimiento. «¡Mírala!… ¿Qué se habrá creído?», confesó a uno de los amigos más cercanos de su marido hablando de Indira.
A Sonia tampoco le hizo gracia esa oferta. Aunque había perdonado a Maneka su trato despectivo de los primeros tiempos, no quería imaginársela controlando la agenda de Indira. Veía la inexperiencia y la arrogancia de su cuñada como un problema potencial para su suegra, y una amenaza para el delicado equilibrio familiar. Que no ayudase en las tareas de casa, se podía aceptar, pero que se parapetara tras el poder de Indira y empezase a mover hilos para beneficiar a su propia familia, a la que Sonia temía tanto, era un peligro que había que evitar a toda costa. Se lo comunicó a Rajiv.
– Lo hablaré con mi madre -le dijo.
– Mejor le dejo una nota -respondió Sonia.
Al leerla, Indira se dio cuenta de que Sonia tenía razón. Maneka de secretaria, tan cerca, podía en efecto ser más un problema que una ayuda. Temía su impulsividad, que la hacía todavía más impredecible. Y también ella desconfiaba de la familia Anand y de sus tejemanejes. Sin embargo, de lo que Indira era muy consciente, aun envuelta en su nube de sufrimiento, era de la necesidad que tenía de Rajiv y de Sonia. Al fin y al cabo, Rajiv era su sangre; y a Sonia la quería como a una hija. De modo que no insistió más, y la oferta cayó en el olvido.
La joven viuda, por su parte, encontró una manera de distraerse que al mismo tiempo daba sentido a su vida: se concentró en el proyecto de hacer un libro fotográfico sobre su marido, una especie de homenaje que incluiría fotos de familia y de su vida política. Le preguntó a su suegra si querría escribir el prefacio. Indira accedió.
Pero entonces ocurrió un desafortunado incidente, que tuvo una larga e indeseada repercusión. El escritor Kushwant Singh, que había ayudado a Maneka y a su madre a lanzar la revista Surya, publicó en su columna periodística un texto en el que sugería que el manto de Sanjay debía recaer naturalmente en los hombros de su joven esposa, «que le había estado apoyando y que había compartido su visión de la India, ya que Rajiv nunca ha mostrado interés alguno por la política y su mujer la aborrece». La idea tenía su fundamento. El artículo acababa con una frase que, más que cualquier otra, desató la paranoia de Indira: «Maneka es como su difunto marido, valiente y decidida, la reencarnación de Durga cabalgando sobre un tigre.» Esa imagen de Durga, que había sido extensamente atribuida a Indira y que encarnaba un simbolismo que le pertenecía, la trastornó profundamente. ¿Cómo podían vivir dos Durgas bajo el mismo techo? Pensó que Maneka se había confabulado con el escritor para urdir ese artículo, que estaba maniobrando a sus espaldas para hacerle la competencia, para robarle la herencia de Sanjay. Empezó a verla como a una enemiga en su propia casa.
Inevitablemente, y ante la desazón de Sonia, todas las miradas se iban dirigiendo hacia el heredero natural, Rajiv. Indira tenía sus dudas: «Nadie puede ocupar el lugar de Sanjay -confesó a su amiga Pupul-. Era mi hijo, pero también me ayudaba como un hermano mayor.» Veía a Rajiv demasiado blando y sensible para el mundo de la política. Además, estaba casado con una extranjera, lo que era considerado, en términos de política nacional, como un obstáculo infranqueable. Y si dimitiese de Indian Airlines, ¿de qué viviría? Sanjay era muy frugal, en cambio a Rajiv y Sonia les gustaba vivir bien, a la europea, sin excesos pero confortablemente.
En este escenario de una familia herida en la cúspide del poder, no sólo decidían los individuos, por muy poderosos que fuesen. Tan importante como la voluntad de Indira era la opinión de sus acólitos, sus amigos, sus parientes, sus compañeros de partido, sus consejeros, sus aduladores, sus gurúes, el país entero. Después de haber entonado la marcha fúnebre a raíz de la muerte de Sanjay, ese coro de voces empezó a salmodiar una melodía familiar, la misma que sonó cuando Indira fue llamada por primera vez a presidir el partido o cuando la cortejaban para que aceptase cualquier cartera en el primer gobierno después de la muerte de su padre. La misma voz que en su día le había dicho «eres la hija de Nehru, demasiado valiosa para no tenerte en el gobierno», reclamaba ahora un sucesor, como si en lugar de una democracia se tratase de una antigua corte imperial. Era un coro tan antiguo como la India misma, cuya mitología contaba la historia de una saga ininterrumpida de monarcas hereditarios. Era un llamamiento que venía de lo más profundo de ese país continente, tan inclinado a confundir el poder temporal con el divino. Como en las tragedias de la Grecia clásica, el coro reclamaba una víctima propiciatoria. Había que responder a la necesidad apremiante que el pueblo tenía de estabilidad, de continuidad y, ¿por qué no?, de eternidad. Eso sólo lo garantizaba una dinastía.
En cuanto a Rajiv, se mantenía lo más distante posible. Su relación con su madre era diferente a la de Sanjay. El cariño era muy profundo, pero casi británico en las formas, sin apenas relación íntima. Él no se ofreció espontáneamente a ayudarla, y ella tampoco se lo pidió nunca, por lo menos directamente. Pero cuando Indira se fue dando cuenta de la enormidad del vacío que había dejado Sanjay, así como de la apremiante necesidad que tenía de apoyo y proximidad física, le confesó un día a su amiga Pupul: «Rajiv carece del dinamismo y de las preocupaciones que tenía Sanjay, pero podría serme de una gran ayuda.» «…Podría serme de una gran ayuda»: no se necesitaban más palabras para poner en marcha el engranaje que el coro de voces había anunciado ya.
Fueron los amigos de la familia los que empezaron a hablarles, a él y a Sonia, de la soledad de Indira, de la necesidad que tenía de apoyarse en alguien en quien pudiera confiar a ciegas, de contar con una persona que le mantuviera abiertas las ventanas del mundo… y ese alguien sólo podía ser su hijo. Sonia se rebelaba contra esa idea.
– Sabemos lo que es la política, el supuesto glamour, la adulación -decía alterada-. Hemos visto de cerca a los políticos, con su doble lenguaje, el peloteo constante, las manipulaciones, las traiciones' la inconstancia de los medios y de la gente… Hemos visto lo que el poder ha hecho con Sanjay y Maneka. Sabemos perfectamente cómo será la vida de Rajiv si se mete en política.
Su marido callaba; y quien calla, otorga. Estaba completamente de acuerdo con los argumentos de Sonia. Pero no podía impedirlo: la imagen de su madre, sola, destrozada, con el fardo de un país como la India a sus espaldas, le pesaba en la conciencia.
La situación de Indira con Maneka, después del artículo que salió en el periódico, no podía mejorar. La joven se puso nerviosa al sentir la hostilidad de su suegra y que su presencia no era deseada. Había vivido su vida de casada en medio de un ambiente de altísima excitación política, y ahora no estaba dispuesta a hundirse en el anonimato. Se daba cuenta, aunque no era capaz de verbalizarlo, de que ésa era la condición que tenía que cumplir para convivir con Indira bajo el mismo techo. Era el precio de la paz. Pero ella no era Sonia, aborrecía la simple idea de ser un ama de casa, de pasarse el día encerrada entre cuatro paredes dando órdenes a los sirvientes o recibiéndolas de su suegra. Ocuparse del niño, con la ayuda que las familias pudientes tienen a su alcance en la India, le dejaba mucho tiempo libre. Durante todos estos años, había observado cómo funcionaban su marido y su suegra, cómo planificaban cada maniobra con mucha antelación, y ella también empezó a planear su futuro, empujada por su propio coro de voces, la de su familia y la de los antiguos amigos de Sanjay. «¿Por qué no tendrías tú derecho a ser la heredera de tu marido? ¿Acaso no le has dado los mejores años de tu vida? ¿Acaso no has participado en todo lo que él ha hecho? ¿Acaso no te quería? Tú sabes más de política que su hermano…» Querían que reaccionase antes de que Rajiv fuera obligado a hacerlo. Y el coro de voces hacía mella en el espíritu maleable de la joven.
El libro sobre Sanjay fue el caballo de batalla de las relaciones entre Indira y Maneka, que casi no se atrevía a hablar con su suegra. La notaba distante y fría, y le tenía más miedo que nunca. Cuando iba a dirigirse a ella, no le salían las palabras, como cuando llegó a esa casa. Sólo obtenía de Indira la atención debida cuando hablaba del niño. Del resto, nada. Un día, se atrevió por fin a sugerirle la idea que le rondaba por la cabeza.
– Como te he visto tan atareada, he pensado que, para quitarte trabajo, en lugar de que escribas el prólogo, mejor que lo haga el periodista Kushwant Singh basándose en una entrevista contigo.
Indira se la quedó mirando largo rato, en uno de sus silencios que no dejaban presagiar nada bueno.
– Ni hablar -le dijo por fin-. Eso tenías que haberlo hecho inmediatamente después de la muerte de Sanjay. Yo hubiera tenido tiempo entonces de escribir algo. Pero no me consultaste. Ahora no voy a escribir nada y ese hombre no me va a entrevistar.
Era su peculiar venganza contra el artículo que tanto la había irritado. Era también una manera de poner a su nuera en su sitio. Había empezado la guerra.
Maneka salió destrozada de la entrevista con su suegra. «Si no escribe el prólogo, nunca más le dirigiré la palabra», amenazaba a todo el que quisiese oírla. Luego, en la soledad de su cuarto, se puso a llorar. La maqueta del libro, con fotos que había escogido con sumo cuidado y amor, estaba desplegada sobre su cama. «¿Por qué no quiere ayudarme? ¿Acaso no se trata de su hijo?», se preguntaba entre lágrimas.
Cuando se hubo calmado, Maneka intentó una última aproximación. Llevó la maqueta del libro al cuarto de Indira y la dejó encima de su cama. Quizás, al verla, su suegra recapacitaría.
Habían pasado más de seis meses desde la muerte de Sanjay, y volver a ver esas fotos después de una jornada agotadora en el Parlamento conmocionó profundamente a Indira. La cara de ángel que Sanjay tenía de pequeño, las fotos de sus juegos de niño, de cuando acariciaba a su mascota preferida -su tigre-, de sus coches de juguete, de sus paseos a caballo con Nehru, de él e Indira abrazados… todo ese pasado que de pronto volvía a borbotones, como una herida reabierta, la dejó emocionalmente devastada. No pegó ojo en toda la noche. A su amiga Pupul le dijo que el libro estaba bien concebido, pero que estaba decidida a no escribir el prólogo. «Había borrado a Maneka de entre sus seres queridos», escribiría Pupul, que observó un detalle simbólico y revelador: la puerta que daba al cuarto de Sanjay estaba cerrada y la que daba al cuarto de Rajiv, abierta. Indira había pasado una página de su vida y se disponía a abrir otra.
– Rajiv, me aterra saber que estás volando… -le dijo Indira un día en el salón de casa.
– Mamá, eres una persona inteligente y sabes perfectamente que, por estadística, hay más probabilidades de morir atropellado cruzando una calle que volando en un avión.
– Lo sé, pero no puedo evitar pensar en…
Rajiv se la quedaba mirando. Su madre, envuelta en un sari blanco de luto, parecía una ruina de sí misma. Y no fingía; se la veía realmente intranquila. La muerte de Sanjay, que proyectaba su larga sombra sobre el presente, había hecho de Indira un ser inseguro, y los miedos que siempre la habían atenazado ahora se magnificaban. A Rajiv, verla así le daba una pena infinita. El simple pensamiento de que ella le necesitaba y que él no podía -o no quería- ayudarla, empezaba a atormentarle. Indira prosiguió:
– ¿Sabes que un periódico de Gujarat predijo que Sanjay moriría en junio?
– Mamá, por favor… Si hubiera que creer las predicciones de todos los astrólogos que hay en la India, nadie podría vivir.
– Estoy recibiendo innumerables cartas avisándome de que el peligro te ronda, por eso me da miedo saberte en el aire.
– ¿Sabes lo mejor que se puede hacer con esas cartas? Echarlas al fuego…
– No digas tonterías, Rajiv -replicó con el rostro demudado por una expresión de sombría desesperanza-. Lo que le ha pasado a Sanjay es porque no hicimos nada para evitarlo, no hicimos caso de las predicciones que acertaron con la fecha exacta.
– No, mamá. Lo que le ha pasado a Sanjay es porque se lo buscó.
Indira se lo quedó mirando. No estaba acostumbrada a que Rajiv la contradijese.
Él prosiguió:
– … Hacía lo que le daba la gana, y cuando el Director de Aviación Civil lo amonestó por no cumplir con el reglamento y poner en riesgo su vida, Sanjay lo echó de su cargo en lugar de escucharlo. Tienes que ver la realidad como es, mamá. Me preocupa mucho que te dejes influenciar así por los astrólogos…
Indira bajó la cabeza, como dando a entender que se plegaba ante los argumentos de su hijo. Rajiv entendía que su madre intentaba buscar un sentido a la tragedia que se había abatido sobre ella, y ese sentido lo encontraba en las fuerzas ocultas que sus enemigos habían lanzado contra la familia. Esa vieja paranoia suya estaba más viva que nunca.
– Mamá -le dijo Rajiv para congraciarse con ella-. Si hay fuerzas malignas, seguro que también hay fuerzas positivas que nos protegen… ¿O no?
– ¿Acaso fueron capaces de proteger a tu hermano? -preguntó ella.
Rajiv levantó los ojos al cielo como diciendo: «¡Otra vez…!» Indira siguió:
– Si me hubiera muerto yo, hubiera sido parte de un proceso natural… Tengo sesenta y dos años, he vivido una vida plena, pero tu hermano era tan joven…
Rajiv se quedó cabizbajo. Su madre era inconsolable. Guardaron silencio un buen rato. De pronto, Indira se levantó:
– Me quedan tres horas de trabajo. Me voy.
– Estás agotada y deberías descansar -le dijo Rajiv.
– Si no hago ese trabajo ahora, tendré que levantarme a las cuatro de la madrugada para hacerlo. Buenas noches.
Rajiv se quedó pensativo. Vio a su madre irse hacia su habitación como un ave encorvada, arrastrando levemente los pies. Parecía ir a la deriva, parecía un náufrago… ¿Dónde estaban su energía desbordante, su eterno optimismo? Era desazonador verla en esas condiciones. Y la pregunta que le asediaba era la lógica consecuencia de ello: «¿Tengo realmente derecho a negarme a ayudarla?»
Cuando le hizo partícipe a Sonia de sus sentimientos con respecto a su madre, a la italiana se le saltaron las lágrimas, quizás porque en momentos de lucidez se daba cuenta de que libraba una batalla perdida de antemano. Además sentía que su marido vivía un dilema que le estaba haciendo sufrir.
– ¿Vas a tirar por la borda todo lo que hemos conseguido?… ¿Tu carrera, el tiempo con tus hijos, tus hobbies, nuestra felicidad?
Por primera vez, había tensión en el matrimonio. Tanta que un día, desesperada, Sonia le dijo:
– Si piensas meterte en política, pediré la separación y me volveré a Italia.
Nunca, en quince años de matrimonio, habían tenido una pelea. Nunca intercambiaron una palabra más alta que la otra. Nunca Sonia había llegado tan lejos. «Luché como una tigresa por él, por nosotros y por nuestros hijos, por la vida que nos habíamos construido, por su vocación de volar, por nuestras sencillas amistades y, sobre todo, por nuestra libertad: ese simple derecho humano que tan cuidadosa y consistentemente habíamos conservado», escribiría más tarde.
Pero las fuerzas contra las que luchaba Sonia eran mucho más poderosas que sus argumentos a favor de la felicidad individual y de la armonía familiar. ¿Qué peso podía tener el bienestar burgués de una familia de cuatro miembros comparada con el destino de la India? Esas fuerzas, que surgían de la historia profunda de la nación, hablaban en nombre de un país de más de setecientos millones de personas. Eran las mismas fuerzas que en su día habían empujado a Indira al ruedo de la política y que ahora reclamaban la presencia de Rajiv. Dos meses después de la muerte de Sanjay, trescientos parlamentarios, todos miembros del Congress, firmaron una petición rogándole que asumiese el puesto de su hermano y se presentase como candidato en su circunscripción. El hecho de que estuviera casado con una extranjera no parecía suponer un problema, quizás porque en la mentalidad popular una mujer adquiere la identidad de la familia del marido.
Fue el principio de una intensa y constante presión pública. A partir de ese momento, no había día en que la prensa no vaticinase su entrada en política. Cuando los periodistas preguntaban a Indira sobre el tema, ella se mantenía impasible: «No puedo hablar de ello. Rajiv es quien tiene que decidir.» Los diputados empezaron a asediar la casa. Venían a «visitarlo», es decir a intentar convencerlo. Sonia se veía obligada a preparar té con cardamomo para todos esos «buitres» que, según ella, venían a descuartizar ante sus ojos la felicidad familiar.
No sólo la presión pública empezó a ser notoria, la personal también. T.N. Kaul, tío de Rajiv, diplomático de intachable reputación, no era un hombre cuyos consejos se tomaran a la ligera. Kaul era el apellido de la mujer de Nehru y T.N. había estado siempre muy unido a Indira. Su lealtad había resistido los embates de los últimos años. Su hijo era un individuo simpático y vivaracho, había estudiado en Cambridge con Rajiv y formaba parte del círculo de amigos íntimos del matrimonio. Los Kaul eran parientes muy cercanos, y muy queridos.
– La vida de tu madre y la de tu hermano estaban estrechamente entrelazadas, más aún de lo que parecía -le dijo T.N. Kaul a Rajiv en la primera reunión que mantuvieron-. Sanjay era su nexo de comunicación con los líderes del partido, por eso está tan aislada desde su muerte. Necesita a alguien cerca, alguien que sea capaz de actuar de forma eficaz para mantener la lealtad del partido. Y ya sabes que no se fía de nadie, excepto de los muy allegados.
– Lo sé, pero también sé, y lo sabe todo el mundo, que no estoy hecho para la política… Además, ya conoces la postura de Sonia sobre el tema.
– Entiendo que Sonia tenga esa visión, porque ha estado expuesta a los peores aspectos de la vida pública, pero no todo es despreciable ni malo en política. Se supone que es el más noble de los quehaceres…
Rajiv hizo un gesto de ironía. Kaul prosiguió:
– Se trata de servir al pueblo, de dedicarse en cuerpo y alma a los demás… como lo hizo tu abuelo, como lo hizo tu hermano, como lo está haciendo tu madre.
– … Como quieren que lo haga yo.
– Claro. Lo llevas en la sangre.
– No estoy seguro de que sea tan hereditario como crees. Tengo todas las de perder…
– Si tú tienes todas las de perder, tú que has mamado el ambiente de la política desde siempre, imagínate los demás… Al contrario, tienes todas las de ganar. Podrías ser un día primer ministro.
– No, gracias. He visto a mi madre llorar después de que sus más antiguos, fieles y queridos colaboradores la denunciasen para salvarse ellos, he visto a socios suyos, gente en la que había depositado toda su confianza, darle la espalda y convertirse en críticos sanguinarios… Gracias, pero prefiero seguir viviendo mi vida en vaqueros junto a mi mujer y mi familia, que me dan todo lo que necesito.
– Rajiv, sabes tan bien como yo que hay dos tipos de personas que se meten en política: los menos son los que consideran el poder como un medio para hacer avanzar la sociedad, y los más, los que lo ven como un arma para obtener ventajas para ellos y para su grupo. A este segundo tipo, lo que les importa es todo lo que rodea el poder: el brillo, la adulación, que te besen los pies y te veneren como a un dios, todo lo que detesta Sonia.
– ¿Y cuál es la recompensa para los otros?
– Sólo una. La satisfacción de verse realizado como ser humano.
Rajiv se encogió de hombros. Era una respuesta demasiado borrosa y abstracta para su gusto. Luego preguntó:
– ¿Qué dice mamá?
– Me ha dicho textualmente que no quiere influenciar tu juicio, que hagas lo que te parezca.
– ¿Ella sabe que has venido a hablar conmigo?
– Sí. Se lo pregunté… y me dijo que si quería hablarte, por ella no había problema.
Hubo un silencio. Rajiv le mostró unos cuadernos y unos libros que tenía desplegados sobre la mesa.
– ¿Sabes que estoy a punto de cumplir uno de los sueños de mi vida?
– ¿Ah, sí?
– Indian Airlines está terminando de renovar la flota, y sólo habrá jets. Hasta ahora volaba de segundo en el Boeing 737. El mes que viene me examino de comandante. Me subirán el sueldo y podré pedir la ruta Delhi- Bombay, lo que me permitirá tener unos horarios más decentes.
Kaul paseó la mirada sobre el compás, la calculadora, las cartas desdobladas con anotaciones de correcciones de rumbo y cálculos escritos a lápiz en los márgenes… Luego, con el semblante grave, se volvió hacia Rajiv:
– ¿Entonces entiendo que tu respuesta es «no»?
Rajiv asintió con la cabeza, y añadió:
– Para mí, entrar en política sería como entrar en la cárcel. Al sentir la mirada de su tío fija en él, soltó:
– … Además, ni siquiera tengo el carné del Congress.
– Piénsalo, Rajiv. Piensa en todos los sacrificios que la familia ha hecho por el país. Cuando erais pequeños y fuisteis a vivir a Teen Murti House, lo hicisteis porque tu abuelo estaba solo y necesitaba ayuda. Como ahora tu madre. Ella sacrificó su vida personal para servirlo. Lo hizo porque era una mujer. Tu deber como hombre es ayudarla y apoyarla en lo que puedas.
Los argumentos del tío Kaul eran contundentes y apelaban al deber filial y a un cierto sentido de la predestinación, a una supuesta misión familiar y nacional inscrita en los astros. Los de Rajiv eran racionales y prácticos. Hablaban de cosas sencillas como la vida cotidiana, la vocación, el cariño familiar. Pero la realidad era más compleja, era una mezcla de emociones y ambiciones de mucha gente, de temores y dudas, de sueños y ocultas pulsiones, de historia y política. Durante meses, la presión continuó sobre Rajiv, y por ende sobre Sonia. «Me pasé horas y horas intentando convencerla para que dejase a su marido meterse en política, pero ningún argumento le parecía suficientemente bueno -diría Nirmala Deshpande, una amiga de la familia-. A cada intento, Sonia, muy educada pero con firmeza, decía que no.» Un día, la italiana llegó a confesarle: «Prefiero tener a mis hijos mendigando en la calle a que Rajiv se meta en política.»
Para el matrimonio, fue un año terrible en el que ambos se sentían cada día más impotentes a medida que se acercaban al abismo. Les invadía el sentimiento extraño y perverso que de pronto su vida no les pertenecía. Habían pasado de ser dueños de su existencia a víctimas de una maniobra de acoso y derribo en nombre de grandes principios y nobles causas de las cuales, en ese momento, se sentían ajenos. Como si ese país tan gigantesco no pudiera vivir sin ellos. Rajiv estaba desgarrado por el conflicto entre su deber de hijo y su propia felicidad. Sonia estaba atrapada entre su marido y su suegra, dos personas que adoraba. «Al mismo tiempo -escribió más tarde- estaba furiosa y resentida contra un sistema que, tal y como lo veía, exigía un cordero sacrificial. Un sistema que lo aplastaría y lo destruiría -de eso estaba absolutamente convencida.»
Rajiv adelgazó y apenas dormía. Su sentido del deber le empujaba a ayudar a su madre. Su amor por Sonia y el compromiso que había adquirido con ella le tiraban en dirección opuesta. Todos tenían sus razones, todas eran válidas, y él se encontraba en medio, confuso y desgraciado. Entonces se refugiaba en sus estudios para examinarse de comandante del Boeing 737, lo único que le permitía abstraerse de una realidad que se le hacía insoportable. Él, que siempre había huido de conflictos y confrontaciones, vivía angustiado siendo el blanco de todas las exigencias. «¿No disminuirá nunca esta presión? ¿No acabará nunca este infierno?», se preguntaba al ver que pasaban los meses y el coro de voces se hacía ensordecedor.
«Yo esperaba un milagro -diría Sonia-, una solución que fuera aceptable y justa para todos nosotros.»
Pero ese milagro no se producía. Al contrario, cada día que pasaba, los principales actores de este drama se encontraban peor:
Indira, cada vez más sola y abrumada por los problemas, que se amontonaban, Rajiv y Sonia, cada día más atormentados.
– No puedo seguir viéndote así -le dijo Sonia un día, abrazándole con fuerza- no quiero verte tan mal…
– Es como si nos hubieran robado nuestra vida…
– Rajiv, olvida lo que te dije cuando estaba tan enfadada. Olvídalo todo. Si piensas que debes ayudar a tu madre, hazlo… No quiero verte tan infeliz. Nos estamos consumiendo.
– No pienso tomar ninguna decisión sin ti.
– Hazlo -le dijo Sonia llorando, la cabeza apoyada en el pecho de su marido-. Adelante. La vida cambia, a mí me cuesta mucho aceptarlo… En el fondo, pienso que voy a acabar perdiéndote, pero quizás sea egoísmo mío, no sé… Lo que sé es que no podemos seguir así.
«Era mi Rajiv -diría Sonia-, nos queríamos, y si pensaba que debía ofrecer su ayuda a su madre, yo me plegaría ante esas fuerzas que ya eran demasiado poderosas para que yo las pudiera combatir, e iría con él allá donde le llevasen.»
Sonia demostró, una vez más, que su amor por su marido le importaba más que cualquier otra consideración. ¿No era la lealtad la esencia misma del amor? ¿No le había seguido siempre? ¿No había dejado su familia y su país por él? ¿No se había convertido en una impecable nuera india por él? Si toda su vida había girado en torno a él, si un día le había prometido seguirlo al fin del mundo, ahora tocaba cumplir con aquella promesa. Le seguiría adonde fuese, al infierno de la política si fuese necesario. Aunque ambos acabasen ardiendo en sus llamas.
Después de cuatro larguísimas y muy intensas visitas del tío T.N. Kaul, Rajiv acabó diciendo:
– … Si mamá quiere que la ayude, lo haré.
Kaul suspiró.
– Es una decisión juiciosa -dijo-. Estamos seguros de que puedes ganar las elecciones de Amethi, la circunscripción de tu hermano, lo que te dará la legitimidad necesaria para trabajar junto a tu madre.
– Pero no quiero formar parte del gobierno, ésa es mi condición. Sólo estoy dispuesto a trabajar dentro del partido, porque me doy cuenta de que hay un vacío y no veo a nadie que pueda colmarlo.
– Lo importante es que ganes tu escaño por Amethi.
– ¿Y si pierdo?
– Dejas el campo abierto a Maneka y a los seguidores de Sanjay, y eso es muy peligroso, date cuenta.
– Maneka no tiene veinticinco años, la edad reglamentaria para ser diputada del Parlamento.
– Pero la tendrá en las próximas elecciones. No puede haber dos herederos distintos de Sanjay Gandhi. De ahí la prisa para que aceptes. Y es fundamental que ganes Amethi.
Hubo un silencio. El rostro de Rajiv había envejecido. Casi en voz baja, añadió:
– … Hay un sentido de inevitabilidad en todo esto, ¿no?
– Cuando tu madre fue a ayudar a tu abuelo -le dijo Kaul-, tampoco formó parte del gobierno -hizo una pausa, consciente del ingente sacrificio que esta decisión exigía de la familia-. ¿Qué dice Sonia?
– No hubiera tomado la decisión sin ella. Intentaré compaginar mi carrera de piloto con la política, mientras pueda. Luego veremos lo que pasa.
– Es una solución sensata -concluyó Kaul.
Después de tanta angustia acumulada, la decisión fue una especie de liberación, pero sin alegría. Como siempre en la historia familiar de los Nehru, lo que había triunfado había sido el sentido del deber por encima de las demás consideraciones. Sonia se encerró en su cuarto y no salió en cuatro días. Sus hijos no conseguían consolarla. Decían que se pasaba el tiempo llorando.
Cuando emergió de aquel pozo de sufrimiento, estaba demacrada y en los huesos. Durante los días siguientes, apenas comió y dejó de vestirse de la manera elegante y coqueta con la que solía hacerlo.
Rajiv acabó cumpliendo su viejo sueño y aprobó los exámenes para obtener el título de comandante del Boeing 737, pero el placer de surcar los cielos en aviones a reacción iba a durar muy poco. El plazo para presentarse por la circunscripción de Amethi, la que se preparaba a heredar de su hermano, se acercaba inexorablemente. La ley de incompatibilidades impedía que Rajiv tuviese un empleo público (Indian Airlines era una compañía del Estado) y al mismo tiempo se presentase a diputado. Como estaba claro que a partir de aquí no podría compaginar su carrera con la política, no le quedó más remedio que hacer de la política su carrera. Así que un día caluroso de mayo de 1981 tomó su decisión. Llegó a casa después de haber pasado el día volando, se quitó la corbata, la chaqueta y los pantalones de uniforme, se vistió con una kurta blanca, el «uniforme de los políticos», y se fue a las oficinas centrales de la aerolínea a entregar su acreditación de piloto ya despedirse de sus colegas y sus jefes. Sonia le vio marcharse con el corazón encogido. Era el adiós definitivo a la vida que él había elegido, en Inglaterra, cuando buscaba la manera de ganarse la vida para casarse porque estaba loco por ella.
Como era previsible, la vida del matrimonio cambió a partir de aquel día. Ya no podían dejarse ver los sábados por la noche en Casa Medici, el restaurante italiano del lujoso Hotel Taj, o en el Orient Express, en el nuevo hotel Taj Palace. Cambiaron desde los horarios hasta la manera de vestir. Rajiv usaba kurtas porque le habían sugerido que sería bueno dar una imagen más «india», y no tan europea. Así que se despidió para siempre de los tejanos que llevaba cuando no iba de uniforme, dijo adiós a los zapatos italianos que Sonia le compraba cuando estaban de vacaciones, y se calzó con sandalias, aunque conservó sus gafas de sol Ray- Ban, ovaladas y de montura metálica, que estaban de moda en aquellos días. La verdad es que la ropa india era más agradable de llevar y resultaba más apropiada para ese calor despiadado que la occidental. Las kurtas de algodón crudo se ponían sobre pantalones tipo pijama o chowridars, esos pantalones anchos en la cadera y que se van estrechando hasta acabar en pliegues sobre el tobillo. Llevaba también el gorro típico de los miembros del Congress, y a Indira le parecía que con la edad era clavado a su padre, a Firoz.
Una vez que Rajiv hubo tomado la decisión, ya no volvió la vista atrás. Si el destino le ponía en ese trance, mejor sacar provecho y hacerlo bien, lo mejor posible. Los antiguos ideales de los que su abuelo hablaba en la mesa cuando eran adolescentes -la lucha contra la pobreza, a favor de la igualdad, la aconfesionalidad, etc.-, esos principios que había heredado su madre, los hizo suyos también. Él no se lanzaba al ruedo para acumular riqueza o poder, porque nunca le habían atraído. Carecía de ambición personal, pero tenía ideas para la India. Si ahora podía aportar su grano de arena a la vida de la nación, mejor era hacerlo bien informado.
Pero le costaba desprenderse de su mundo, que era el de la tecnología, el de los hechos probados, de las cosas concretas que se rigen por leyes conocidas y comprobables. Un avión vuela porque el aire sustenta sus alas. ¿Qué sustenta el éxito de un político? Eran muchas las respuestas posibles, muchas las variables, pero ninguna certeza, excepto en su caso: tenía un apellido que era una marca reconocible. Los intelectuales y los adversarios de Indira se lo echaron en cara: «la única calificación que posee Rajiv son sus genes». Las clases privilegiadas estaban desconcertadas por lo que consideraban un nuevo acto de nepotismo por parte de Indira. Pero la «gran masa de humanidad india» lo veía a su manera, bajo el prisma de la tradición, según la cual los hijos siguen las vocaciones de sus progenitores. Durante siglos, en las aldeas y en las ciudades de la India, maestros artesanos, músicos, escribanos, cocineros, palafreneros, curanderos, arquitectos y políticos transmitían a sus vástagos los secretos de su profesión. Al atraer a Rajiv a la vida política, Indira y sus correligionarios del partido no hicieron más que seguir una tradición bien establecida.
Durante su primera campaña, Rajiv tuvo que hacer un gran esfuerzo para luchar contra su propia timidez. Para alguien tan celoso de su privacidad, ser constantemente el foco de atención y enfrentarse a las preguntas de los medios de comunicación era difícil de soportar. «La política nunca ha sido lo mío -declaró un día a un periodista que le preguntaba por qué se presentaba-. Me presento porque de alguna manera tenía que ayudar a mi madre…» Su candidez lo convirtió en objeto de escarnio, y pronto aprendió a medir sus palabras, a dar siempre respuestas claras que no pudieran prestarse a malentendidos o a interpretaciones sesgadas.
Hablar en público sin notas tampoco era fácil, porque había que encontrar la manera no sólo de decir lo que quería, sino de conectar con los que venían a escucharle. Los mítines tenían lugar en la plaza del pueblo y los organizadores no siempre disponían de medios para colocar un toldo que los resguardase del calor. La mayoría de las veces, Rajiv se encontraba frente a una multitud de un millar de personas a pleno sol. Muchos estaban sentados sobre esterillas en el suelo, la mayoría de pie al fondo, y todos venían a tener el darshan de un hombre que ya formaba parte del elenco de personajes de la mitología de la India. Había muchos campesinos pobres, porque Amethi era una zona muy atrasada del estado de Uttar Pradesh. Pero también había tenderos, obreros, notables del pueblo, empresarios sijs cuyos turbantes destacaban entre la multitud, muchos jóvenes desocupados, enjambres de niños, algunos con el uniforme raído inspirado en los uniformes de las escuelas inglesas, mujeres musulmanas con el rostro cubierto, campesinas hindúes con saris multicolores… Estaban todos muy apretados a pesar de los más de 40 grados de calor. Olía a sudor, a flores, a polvo y al humo de los bidis, esos cigarrillos hechos a base de picadura de tabaco que se conocen como los «cigarrillos de los pobres». Antes de hablar, Rajiv se quitaba las guirnaldas de clavelinas anaranjadas que habían desteñido sobre la blancura de su kurta y las colocaba sobre una mesa o se las entregaba a un ayudante. Tenía un estilo muy distinto al de su hermano. Ni era grandilocuente ni arengaba a la multitud. Al contrario, su humildad y su curiosidad le empujaban a hacer muchas preguntas. En sus constantes viajes, metido en la cabina del avión, Rajiv había soñado con un país más justo, más próspero, más moderno, más humano. Ahora, a ras de suelo, la realidad se veía de otra manera: el atraso era tremendo; la falta de recursos, desesperante, y la pobreza, extrema. ¿Cómo era posible? ¿Dónde fallaba el sistema? En los momentos de descanso, sacaba de una bolsa negra un invento plateado que causaba admiración:
– Es un invento revolucionario -dijo Rajiv-. Un día será tan popular como una calculadora o una máquina de escribir, ya veréis.
– ¿Para qué sirve? -le preguntó un joven miembro del partido.
– Para muchas cosas. Yo lo quiero usar para tener una base de datos y hacer el seguimiento de las mejoras que vamos a impulsar aquí en Amethi.
Era un ordenador portátil, uno de los primeros que se vieron en la India. El método de Rajiv consistía en identificar las carencias para luego saber dónde podría intervenir para subsanarlas. Algunos problemas eran obvios, como la falta de carreteras, que obligaba a la pequeña caravana electoral a caminar, a veces durante una hora o más, por estrechos caminos de tierra entre campos labrados por bueyes descarnados, para acceder a las pequeñas aldeas. La mayoría de las viviendas eran chozas de adobe que los campesinos tenían que levantar de nuevo después de cada temporada de lluvias. Esas aldeas no disponían de ningún tipo de comunicación con el exterior. «¡Si por lo menos se les pudiera poner un teléfono conectado vía satélite!», se decía Rajiv. Sin embargo, había una luz de esperanza: cuando a los más pobres les preguntaba qué es lo que más necesitaban, nunca pedían comida, o dinero, o una choza donde alojarse, o que hubiera un pozo de agua potable en la aldea -todas necesidades apremiantes-. Los más pobres querían sobre todo escuelas para sus hijos. En primer lugar educación e, inmediatamente después, dispensarios médicos.
Como era de esperar, Rajiv ganó por un amplio margen. Sonia fue la primera en felicitarlo. Se fundieron en un abrazo. Ese triunfo daba a su marido un espaldarazo muy necesario, y Sonia lo adivinó en la expresión de su rostro, de pronto más relajada y confiada. Era la justificación a muchos meses de tormento. Sonia sintió que a Rajiv empezaba a gustarle la experiencia, aunque ella echaba de menos el pasado: «Antes, nuestro mundo era reconocible, íntimo -contaría Sonia-. Había días de actividad concentrada y luego largos periodos de ocio. Ahora era al revés. Nuestra vida se llenó de gente, cientos cada día, políticos, trabajadores del partido, todos presionando con sus exigencias y sus problemas urgentes. El tiempo dejó de ser flexible y la hora que Rajiv pasaba con nosotros era cada vez más valiosa.»
A lo que Rajiv seguía sin acostumbrarse era al asedio de los medios de comunicación. Respondía con vacilaciones e interrupciones. «Vosotros los periodistas os abalanzáis sobre los políticos como tigres», soltó una vez, agobiado. Pero a la vez sentía que empezaba a ser apreciado por un número cada vez mayor de gente. El contraste con la personalidad de su hermano resultaba tan refrescante que le hacía ganar adeptos. Si Sanjay había dejado el recuerdo de un individuo abrasivo, despiadado y vulgar en la ostentación del poder, Rajiv era todo lo contrario: un hombre suave y de modales impecables, un conciliador nato que utilizaba el sentido común para dirimir conflictos, y sobre todo un hombre sin contactos extraños ni asociaciones sospechosas. «Quiero atraer un nuevo tipo de gente a la política -declaró al Sunday Times-, inteligente, jóvenes occidentalizados sin ideas feudales, que quieran hacer prosperar la India más que prosperar ellos.» Mostraba siempre su verdadero rostro, el de un hombre honrado, amable y de buen corazón. Pronto le llamarían Mr. Clean. Por si fuera poco, tenía una familia bonita y fotogénica, aunque Sonia era mucho más reacia que él a dejarse fotografiar y aún menos a dar entrevistas. Su temor y odio hacia la prensa y los medios de comunicación se habían convertido en una constante en su vida.
Rajiv juró su cargo de diputado tres días antes de cumplir treinta y siete años, declarándose abiertamente a favor de la modernización, de la libertad de empresa y de abrir el país a las inversiones extranjeras. Chorreaba sudor bajo la misma bóveda que había devuelto el eco de los discursos de su abuelo y de su madre. Probablemente Nehru se hubiera sentido desconcertado al ver a su nieto en esa enorme sala como un representante más del pueblo. Pero también contento al comprobar que, como él, Rajiv creía que la solución a muchos de los males de la India radicaba en la ciencia y en la tecnología debidamente aplicadas.
Indira volvió a sonreír. Sintió que su hijo, que asumía el papel de consejero personal con sorprendente eficacia, era la persona idónea para encargarse de un ambicioso proyecto en el que el gobierno se había embarcado, consciente de la necesidad de mejorar la imagen del país. Se trataba de organizar los Juegos Asiáticos, que debían tener lugar en Delhi dos años después. El proyecto contemplaba la construcción de hoteles, autopistas, varios estadios y un barrio para alojar a los atletas. Se aprovecharía la iniciativa para ampliar la cobertura de la señal de la televisión en color, que sólo se podía captar en el centro de las grandes ciudades. Llevar a buen fin el proyecto requería una mente con capacidad de organización, emprendedora e imaginativa. Indira sintió que para su hijo era un desafío que, si salía bien, mejoraría su imagen y le serviría de lanzadera en la política nacional. De pronto Rajiv se encontró coordinando arquitectos, constructores y financieros, y supervisando un enorme presupuesto.
Sonia no tenía ambición alguna de hacerse un hueco en la vida pública -ese que Maneka deseaba tanto-, ya fuese de voluntaria en asuntos humanitarios o de anfitriona de personalidades. Se contentaba con su posición a la sombra de su suegra y se afanaba en que funcionase de la manera más eficaz posible la casa de la primera ministra. En aquellos días, Sonia llegó a estar más próxima a Indira de lo que lo había estado jamás. «Sabiendo lo profundas que eran sus heridas, Rajiv y yo nos volvimos aún más protectores con ella.» Su suegra estaba profundamente agradecida de tenerlos cerca. Hablaba con mucho cariño y reconocimiento de la manera en que Rajiv «se había ofrecido para encargarse de algunas de sus responsabilidades relativas al trabajo en el partido». Cuando terminó el periodo de luto de un año, en el que Indira sólo había llevado saris blancos, negros o de color crema, Sonia le escogió un precioso sari color oro con bordados al estilo de Cachemira para la inauguración de una importante conferencia de países asiáticos.
– Mira, este sari hace juego con la decoración de la sala donde se va a celebrar la conferencia… ¿Te gusta?
– Me encanta -dijo Indira-… es perfecto para los que sigan el evento desde sus televisores en color.
Al verla envuelta de nuevo en saris coloridos, su amiga Pupul le dijo:
– Me alegro de que lo vayas superando.
Indira puso una expresión de gravedad y no le contestó. Pero al día siguiente le mandó una carta: «Has dejado caer una frase sobre que podría estar superando mi dolor. Uno puede superar el odio, la envidia, la codicia y tantas otras emociones negativas y autodestructivas. Pero el dolor es algo distinto. No se puede olvidar ni superar. Hay que aprender a vivir con él, integrarlo en el propio ser y hacerlo parte de la vida.»
La nota discordante la puso Maneka, que veía disgustada cómo la herencia de su marido le era arrebatada por el hermano, aunque sabía perfectamente que ella no podía haberse presentado por no tener la edad mínima requerida. Siempre había sentido un profundo desprecio hacia Rajiv, y ahora se puso a hacer declaraciones a la prensa tildándole de «indolente cuñado, incapaz de levantarse de la cama antes de las diez». Implícita iba la idea de que ella, heredera del apellido Gandhi y madre del único hijo de Sanjay, era la más idónea para suceder un día a Indira en la cúspide del poder. «¿Cómo puede Rajiv asumir el manto de su hermano si nunca le ha gustado la política y está casado con una italiana?», decía públicamente. Maneka fue la primera en utilizar los orígenes extranjeros de Sonia contra la familia. Rajiv e Indira, que inmediatamente olfatearon el peligro, le pidieron que terminase los trámites para adquirir la nacionalidad india, a la que tenía derecho por matrimonio. Tenía que haberlo hecho hace tiempo pero siempre lo posponía por pura pereza. En su ingenuidad, Sonia había creído que bastaba con sentirse india y cumplir con las costumbres y los ritos de la sociedad para ser india. Ya había relegado sus faldas, sus pantalones entallados, sus tejanos, sus camisas sin mangas y sus trajes escotados a la oscuridad de los armarios. Sólo se vestía de europea cuando iba a visitar a su familia a Italia. En la India, sólo usaba saris o la versión musulmana del traje nacional indio, los salwar kamiz, pantalones anchos de algodón o seda cubiertos por una camisola con muchos botones. Pero eso no bastaba, ahora necesitaba la sanción oficial, la nacionalidad, el pasaporte. De modo que una mañana se fue al ministerio del Interior y pasó varias horas rellenando papeles y respondiendo a preguntas de funcionarios corteses. Unas semanas más tarde recibió una carta: «Por la presente, el gobierno de la India concede a Sonia Gandhi, nacida Maino, su certificado de naturalización y declara que la susodicha tiene derecho a todos los privilegios, deberes y responsabilidades de un ciudadano indio…» A continuación, entre los papeles que acompañaban el pasaporte, estaba el número y la dirección de la oficina electoral donde le correspondería votar.
Lo único que Maneka consiguió con sus declaraciones insensatas fue irritar aún más a su suegra. Cuando la joven le mostró un primer ejemplar del libro que había diseñado sobre su difunto esposo, Indira puso el grito en el cielo, alegando que parte del texto y de los pies de foto eran perniciosos y distorsionaban la verdad. Así no podía publicarse.
– ¡Pero si está prevista su presentación para dentro de tres días!
– Tenías que haberme enseñado la maqueta final antes, no en el último momento. Tendrás que posponer la presentación para cuando los cambios estén introducidos.
– No puedo, ya está todo organizado.
– No permitiré que salga el libro tal y como está ahora.
Maneka, rabiosa, salió de la habitación dando un portazo.
– ¡¡Maneka!! -gritó Indira-. ¡Ven aquí inmediatamente! La joven regresó. Esta vez, no parecía un chucho asustado. Tenía la actitud desafiante de una adolescente rebelde. Sostuvo la mirada de su suegra.
– Las cosas no pueden seguir así, Maneka. No puedo consentir tus tonterías con la prensa ni que publiques lo que te parezca sobre la familia.
Maneka dudaba entre responder o aguantar la regañina. Indira lanzó un farol, intuyendo que su nuera se amedrentaría:
– Si quieres irte de esta casa, tú misma -le dijo con firmeza. Maneka vacilaba ante la tentación de usar la única arma que podía asestar un golpe letal a Indira: arrebatarle a su nieto. Indira prosiguió:
– Si sigues así, nuestra relación en el futuro será como si no te hubiera conocido nunca. Tú eliges: eso, o seguir siendo amigas.
Maneka apretó los puños y se mordió la lengua, tal vez no era el momento de prescindir de esa relación tan prestigiosa. Bajó la mirada:
– Está bien, retrasaré el lanzamiento del libro, cambiaré los pies de foto.
Indira respiró aliviada. Era consciente de haber ganado una batalla, pero segura de que no sería la última. Por el momento, se había evitado la crisis.
Peleona y persistente, Maneka se hizo experta en tensar la cuerda. Se había convencido de dos cosas: una, que no había lugar para ella en la estructura de poder presidida por Indira, y dos, que podría llegar a rivalizar con su suegra. De modo que decidió, por un lado, redoblar su actitud desafiante y provocadora y, por otro, desarrollar su propia base movilizando a los seguidores, ahora destronados, de Sanjay. Maneka había aceptado ir a dar un discurso a la ciudad de Lucknow, capital del estado de Uttar Pradesh… frente a un grupo de disidentes del Congress, capitaneado por un antiguo amigo de Sanjay. Indira echaba humo: «Me están desafiando con una mini revuelta», le dijo a Pupul, después de que Maneka le hubiera hecho saber que había conseguido la adhesión de un centenar de miembros de la asamblea legislativa del estado de Uttar Pradesh leales a Sanjay. Indira le mandó un mensaje: «Si vas a Lucknow, no vuelvas nunca a mi casa.» Maneka dio marcha atrás y se disculpó, pero ya parecía claro que un enfrentamiento era inevitable. A Indira, esa «niñata» correosa y testaruda que le hacía la vida imposible la sacaba de quicio como no lo conseguían sus poderosos adversarios políticos, mucho más experimentados y maquiavélicos.
Para intentar arreglar las cosas, Indira se la llevó de viaje a Kenia con Rahul y Priyanka. Pero el viaje que de verdad le hubiera gustado hacer a Maneka era el que hicieron Rajiv y Sonia a Londres para la boda del príncipe de Gales con Diana Spencer. Indira les había mandado en nombre suyo, para presentar en el extranjero a quien acabaría con toda probabilidad sucediéndola. Ése sí era un viaje con glamour, codeándose con el poder y lo más granado de la sociedad mundial. En cambio a Maneka le tocaba ir con los niños «a ver animales». Empezó quejándose de que era la única de la familia que carecía de pasaporte diplomático. Casi no habló con sus sobrinos en todo el viaje y apenas contestaba a su suegra cuando ésta la llamaba o procuraba animarla. En todo momento se mantuvo apartada, con cara mustia, porque en el fondo no quería estar allí. Cuando, en la embajada en Nairobi, llegó el momento de saludar a los representantes de la numerosa colonia india, lo hizo desganada y fríamente, tanto que daba vergüenza ajena. Taciturna, no se sabía muy bien si se sentía aburrida o simplemente que nada la interesaba. O si estaba tramando algo. O las tres cosas a la vez.
Quien estaba tramando algo era su madre. Algo explosivo. Estaba negociando la venta de la revista Surya a un notorio simpatizante del RSS (Rashtriya Swayamsevak Sangh) a espaldas de Indira. Cuando ésta se enteró, montó en cólera. El RSS era una organización política hinduista de extrema derecha con una disciplina casi militar, que había estado involucrada en las masacres de la Partición. Indira siempre había considerado al RSS la «mayor amenaza para la India» por su carácter hinduista fanático y excluyente. Estaba convencida de que ese partido podía un día llevar el país a la perdición. ¿No había sido uno de los asesinos del Mahatma Gandhi miembro del RSS? Esa venta, que acabó realizándose, era una provocación en toda regla. Aunque la propiedad era de Maneka y de su madre, Indira era muy consciente de que la revista había podido ver la luz y funcionar gracias a sus contactos y su influencia. La tensión familiar llegó a un punto álgido. Hacía meses que Rajiv evitaba encontrarse con su cuñada en casa. Ahora estaba claro que Maneka no podría seguir viviendo allí.
Indira, que veía que el conflicto con su nuera iba a privarla de su nieto, se deprimió mucho. De todas las traiciones que había vivido, sentía que ésa era la más grave, la más dañina y la más cruel, porque venía del interior de la familia, territorio sagrado, y afectaba al hijo de su hijo preferido. La inminencia de una nueva crisis, esta vez definitiva, le robaba la energía y la hacía sentirse agotada. Por su nieto, hizo un último esfuerzo. Mandó a su viejo profesor de yoga y gurú, Dhirendra Brahmachari, que seguía visitándola de vez en cuando, a negociar la recompra de la revista, a cualquier precio, a los nuevos dueños. Pero éstos rechazaron la oferta. Indira estaba en un callejón sin salida. Cientos de millones de personas, el país entero, esperaban expectante el desenlace de esta telenovela en vivo, un reality show antes de su época.
Indira estaba en Londres, inaugurando el Año de la India, un esfuerzo colosal de su gobierno para promover el intercambio cultural, industrial y comercial entre la India y Occidente. Había querido que Sonia fuese con ella. A la fiesta de apertura asistió un elenco numeroso de políticos, científicos, personalidades del mundo de la cultura, la aristocracia y los medios de comunicación. Indira vivió un momento conmovedor cuando Zubin Mehta, que por cierto era parsi, como el padre de Indira, dirigió la orquesta que tocó los himnos nacionales de la India y del Reino Unido y la audiencia se puso en pie. Tenía un significado especial porque era la primera vez que el himno nacional indio era tocado en público en Londres, la antigua capital del Imperio. Hasta Sonia sintió escalofríos de emoción. Indira, exquisitamente ataviada gracias a los cuidados de su nuera, estuvo radiante durante las diferentes recepciones y cenas que acompañaron a la inauguración. Tanto que hubiera sido imposible adivinar que por dentro estaba agitada y ansiosa. Los mensajes que le llegaban de casa anunciaban que Maneka estaba dispuesta a abandonar definitivamente el hogar familiar y que había decidido desafiarla abiertamente. Sonia callaba, expectante, ante el inexorable momento de la ruptura.
En efecto, Maneka había calculado la fecha con precaución, aprovechando que Indira y Sonia estaban de viaje, y que Rajiv, demasiado centrado en su tarea, no pisaba la casa para evitar coincidir con ella. La joven no había hecho caso a Indira y había ido a Lucknow, donde, ante los seguidores de su marido, pronunció un discurso encendido, pero cuidándose de no parecer desleal a la primera ministra. «¡Larga vida a Indira Gandhi!», «¡Sanjay es inmortal!!», rezaban los carteles que organizadores del encuentro habían colgado por doquier. «Siempre honraré la disciplina y la reputación de la gran familia Nehru-Gandhi a la que pertenezco», había concluido Maneka.
Pero esa muestra de falsa lealtad no ablandó a Indira, que regresó de Londres en la mañana del 28 de marzo de 1982, decidida a hacerse respetar. Cuando Maneka fue a saludarla, Indira la cortó en seco:
– Hablaremos luego.
Maneka se encerró en su cuarto y esperó largo rato, hasta que un sirviente llamó a la puerta:
– Adelante -dijo Maneka.
El hombre apareció llevando una bandeja con la comida.
– ¿Y eso?
– La señora Gandhi me encarga decirle que no desea que usted se una al resto de la familia para el almuerzo.
– Llévesela. No pienso comer en mi cuarto porque lo diga ella.
El hombre obedeció. Una hora más tarde, regresaba:
– La señora primera ministra quisiera verla ahora mismo -dijo obsequiosamente.
A Maneka le temblaban las piernas al recorrer el pasillo. Había llegado la hora de la verdad, pero no había nadie en el salón. Tuvo que esperar unos minutos que se hicieron eternos y en los que volvió a comerse las uñas como cuando era pequeña. De pronto, oyó unos ruidos y apareció Indira fuera de sí, caminando descalza, acompañada por el gurú Dhirendra Brahmachari y por el secretario Dhawan, el repeinado. Los quería de testigos.
En circunstancias normales, Indira hubiera lidiado este asunto con su acostumbrada habilidad, esperando el momento idóneo para actuar. Ahora, quizás porque el pensamiento de separarse de su nieto le nublaba la razón, Indira cayó en la trampa que le había tendido su nuera. Apenas se entendían sus palabras. Sin embargo se la oyó alto y claro cuando, señalándola con el dedo, le gritó: «¡Sal de esta casa inmediatamente!»
– ¿Por qué? -replicó Maneka con aire inocente-. ¿Qué he hecho?
– ¡He oído cada palabra del discurso que has pronunciado!
– Tú diste el visto bueno.
Maneka alegaba que se lo había mandado a Indira para su aprobación. En efecto, Rajiv lo había enviado por télex a Londres. Su madre lo había leído, pero no había contestado. Había decidido esperar el regreso para pronunciarse.
– ¡Te dije que no debías hablar en Lucknow, pero has hecho tu santa voluntad y me has desobedecido! Había veneno en cada una de tus palabras… ¿Te crees que no me doy cuenta? ¡Vete de aquí! ¡Vete de esta casa ahora mismo! -chilló-. ¡Vuelve a casa de tu madre!
– No quiero ir a casa de mi madre -respondió Maneka desafiante.
– Te vas a ir con ella. Ya que os habéis confabulado con la escoria de este país, a quienes habéis vendido la revista que montasteis gracias a los contactos que yo os proporcioné, no os quiero volver a ver, ni a ti ni a tu madre.
Maneka empezó a llorar pero añadió:
– Necesito tiempo para preparar mis cosas.
– Has tenido todo el tiempo del mundo. Te irás cuando se te ordene. Tus cosas te las mandarán más tarde. ¡Tú y tu madre sois escoria! -lanzó Indira totalmente desatada.
Maneka fue alejándose hacia su habitación, dando voces:
– ¡No permitiré que insultes a mi madre!
Pero Indira estaba resuelta a expulsarla. No podía controlarse, todos los agravios acumulados desde que Maneka había entrado en aquella casa estallaban como las compuertas de una presa al reventar.
– ¡Vete! ¡Lárgate ahora mismo! ¡Y no te lleves nada de esta casa que no sea tu ropa!
Maneka se encerró en su cuarto, desde donde llamó a su hermana Ambika para contarle lo sucedido, a fin de que diese la voz a la prensa y pedirle ayuda. El escritor Kushwant Singh se enteró de lo que había ocurrido por una llamada de Ambika rogándole que acudiese a casa de la primera ministra.
Las tormentosas relaciones entre suegra y nuera forman parte de la cultura milenaria de la India, hasta el punto de que muchas producciones de Bollywood están basadas en historias que recrean con todo lujo de detalles esos conflictos domésticos. El que ocurrió en casa de la más alta autoridad del país expuso a toda la familia al escrutinio público de una manera que los más avezados productores de cine ni siquiera hubieran podido imaginar.
Hacia las nueve de la noche, una multitud de fotógrafos y periodistas, incluyendo una representación bien nutrida de corresponsales extranjeros, se congregó ante la verja de entrada a la casa.
La policía, cuyos refuerzos se habían desplegado en los alrededores, no sabía muy bien a quién dejar pasar y a quién no. De modo que Ambika y el hermano de Maneka entraron sin dificultad, después de ocho años de ir de visita. Se encontraron a su hermana en su cuarto, hecha un mar de lágrimas, metiendo en desorden todo lo que podía en unas maletas. De pronto, cuando estaban dilucidando cómo proceder, Indira irrumpió en la habitación:
– ¡Vete ya!… Te he dicho que no te lleves nada.
Ambika, cuya lengua viperina era bien conocida de Indira, intervino:
– ¡No se irá! ¡Ésta es su casa!
– ¡Ésta no es su casa! -gritó Indira con ojos desorbitados-. i Ésta es la casa de la primera ministra de la India! -y señalando a Maneka, agregó-: No se puede traer gente aquí sin mi permiso.
Ambika iba a hablar, pero Indira la interrumpió.
– En todo caso, Ambika Anand, no quiero hablar con usted.
– ¡No tiene usted ningún derecho a hablarle así a mi hermana! -lanzó Ambika, sin intención alguna de dejarse amedrentar-. ¡Ésta es la casa de Sanjay y mi hermana es la mujer de Sanjay! Así que ésta es su casa. Nadie la puede echar.
Entonces Indira enloqueció. Lo que no habían conseguido sus enemigos más enconados lo consiguieron aquellas dos hermanas. Los gritos de Indira alertaron a Sonia, que corrió a avisar a Rajiv a su despacho de Akbar Road. Rajiv intentó controlar la situación, con la ayuda de un primo que le ayudaba en sus quehaceres políticos. Le pidieron al jefe de seguridad, un sij alto y fornido, que hiciera el favor de expulsar a las hermanas de casa. El hombre, cauto contestó:
– Señor, sólo puedo cumplir esa orden si la recibo por escrito. Rajiv estaba dispuesto a firmar una orden escrita pero su primo intervino.
– No lo hagas -le dijo-. No firmes nada que luego pueda ser utilizado por la prensa en contra tuya o de la familia. Os guste o no, Maneka tiene derecho a estar en esta casa. Firmar un documento de expulsión sólo puede traeros problemas.
Rajiv miró al sij, que hizo un gesto con la cabeza, en total acuerdo con lo que el primo acababa de decir.
– No es prudente -añadió su primo.
– Está bien -dijo Rajiv, tirando la toalla y volviendo la vista hacia el fondo del pasillo desde donde, de repente, surgió un estruendo ensordecedor.
Las dos hermanas, encerradas en el cuarto de Maneka, habían puesto en el reproductor de vídeo una película de Bollywood a todo volumen para que Indira, que estaba derrotada en la habitación contigua, se diese por enterada de que ellas harían lo que quisiesen. Mientras, planearon su estrategia y la hora exacta a la que saldrían. El secretario Dhawan y el gurú Dhirendra Brahmachari tuvieron que hacer de mensajeros. Cada vez que entraba Dhawan para rogarles que se fueran, ellas le hacían una nueva petición. Primero pidieron la cena, que les fue servida en la habitación. Luego le dijeron que los perros también necesitaban comer, y el secretario mandó alimentarlos con la mala suerte de que Sheba, el lebrel irlandés de Maneka, excitado por el ambiente de hostilidad que había en casa, le mordió levemente en el brazo.
Así estuvieron un par de horas, hasta que las hermanas mandaron sacar sus baúles, maletas y paquetes. Cuando ellas ya estaban afuera, llegó de nuevo Dhawan, esta vez acompañado por el gurú:
– Lo siento, pero tenemos órdenes de registrar sus pertenencias.
– Muy bien -dijo Maneka-, si vais a registrarme, que sea aquí fuera, para que lo vea todo el mundo. Y empezó a abrir los baúles deliberadamente, sacando ropa, zapatos, libros…
De pronto, el crepitar de los flashes de los fotógrafos, desde la valla, iluminó la noche como unos pequeños fuegos artificiales. Indira apareció en el umbral, y le dijo a su secretario que no insistiese en lo del registro. Se había dado cuenta de que su nuera le había ganado la partida y empezó a ceder. Maneka no había hecho sino aplicar una lección de su suegra: «Deja que los enemigos hagan lo que quieran contra ti, pero siempre a la luz pública, para que muestren su peor cara.» Cuando el lamentable espectáculo del registro llegó a su fin, Maneka y su hermana volvieron a su cuarto, exigiendo que fuesen enviados por adelantado sus pertenencias y sus perros a su nuevo domicilio. La última de las condiciones fue que no se irían sin el pequeño Firoz Varun.
En esa noche desastrosa, la peor equivocación de Indira fue la de intentar quedarse con su nieto de dos años. Antes de la pelea había dado orden de que lo llevasen a su cuarto. Había pasado el día con unas décimas de fiebre. Cuando los sirvientes fueron a por él, Indira se negó a entregarlo.
– Mi nieto se queda conmigo -dijo en un ataque de obcecación irracional.
Maneka le hizo saber que si no le entregaba al pequeño, haría una sentada en la puerta de la casa hasta conseguirlo. Muy hábilmente, la joven viuda se disponía a explotar su papel de víctima usando el arma del Mahatma Gandhi, la desobediencia civil. La lucha de Indira era a la desesperada. Hizo venir a P.C. Alexander, su principal secretario oficial, que al ser despertado en plena noche pensó que había estallado algún conflicto internacional. «Nunca la vi tan afligida, tan preocupada, tan ansiosa, tan tensa como aquella noche -diría el hombre-. Su rostro reflejaba una angustia indescriptible.»
– Madam -le dijo Alexander-, ha tenido usted que enfrentarse a tantas crisis en su vida, a tantas batallas políticas, a la muerte de su hijo. ¿Por qué se pone usted así ahora?
– Alexander, esta chica quiere quitarme a Firoz Varun. Tú conoces mi relación con el hijo de Sanjay. Es mi nieto. Me lo quieren quitar.
Indira seguía fuera de sus casillas. El sufrimiento que le producía la pérdida de su nieto le nublaba el juicio. No había manera de hacerla entrar en razón, de convencerla de que el derecho estaba de parte de su nuera. Por muy primera ministra que fuese, no podía nada contra el hecho de que Maneka era la madre del pequeño. ¿No reinaba en la India la rule of law el estado de derecho? Los abogados que hizo venir en mitad de la noche para ver cómo quedarse con el niño estaban de acuerdo en que no había nada que hacer.
– Señora -zanjó por fin uno de sus abogados-, si usted se queda con el niño, su nuera presentará una denuncia y estará usted obligada a entregárselo a la policía, que a su vez lo devolverá a su madre. Le sugiero que se ahorre todo ese lío.
La batalla estaba perdida. Indira fue a su cuarto, y se quedó mirando al niño, que dormía en la cuna con una respiración acompasada y bien audible. La mujer era un mar de lágrimas. Rara vez en su vida la vieron llorar tanto, tan deshecha. Para ella, eso era como la segunda muerte de su hijo. Cuando la cuidadora fue a llevarse al niño, Indira le hizo un gesto con la mano, lo sacó de la cuna y lo estrechó en sus brazos, largamente, consciente de que era la última vez que lo vería. Luego se lo entregó, rota por dentro, limpiándose las lágrimas del rostro con el extremo de su sari.
Eran más de las once de la noche cuando Maneka, llevando al desconcertado y semidespierto Firoz Varun en brazos, salió por fin de casa y se metió en un coche acompañada de su hermana. Una explosión de flashes iluminó toda la secuencia de su partida. Unas fotos conformes a la imagen que ella quería dar, la de una nuera leal tratada cruelmente por su poderosa y autoritaria suegra. «Maneka saludando a los periodistas desde el coche», rezaba el pie de foto que salió a la mañana siguiente en todos los periódicos de la India y parte del extranjero. El diario Indian Express publicó un artículo comparando los esfuerzos de la primera ministra por expulsar a Maneka con el acto de «matar a una avispa a hachazos». Indira había perdido y lo sabía.
A Sonia se le partía el alma de verla tan hundida. También ella sufrió con aquel desenlace, aunque lo veía venir, quizás con más lucidez que la propia Indira. Sufrió porque se había ocupado mucho del pequeño, desde su nacimiento. Había sido una segunda madre para él. La llegada al mundo del pequeño evocaba recuerdos de una felicidad familiar reencontrada después de los sobresaltos de la Emergency. La armonía había durado poco, sólo hasta la muerte de Sanjay, pero había dejado una honda impresión en todos los miembros de la familia. Priyanka y Rahul también se habían acostumbrado a la presencia de ese primito, tan cercano que lo consideraban más bien un hermano. Durante los días siguientes, a todo el que llegaba a verla, Indira le decía: «¿Sabes? Maneka y Firoz Varun se han ido de casa», como si hubiese sido la decisión consensuada de dos adultos. Todo el país sabía con pelos y señales lo que había sucedido.
Pintar. Concentrarse en cada pincelada, sin que tiemble el pulso. Mezclar y volver a mezclar la pintura en la paleta, buscar el tono correcto, el color justo. Quitarse las gafas y volver a ponérselas. Avanzar despacio, pasito a pasito. Rascar con la espátula, alisar, limpiar, manchar de color, volver a empezar… Para Sonia, sus cursos de restauración de pinturas antiguas al óleo en el Museo Nacional eran como una terapia que le permitía olvidarse durante unas horas del trajín de su hogar. Esos momentos robados le proporcionaban una intensa e íntima satisfacción y ahora estaba segura de que ésa hubiera sido su vocación real si la vida no la hubiera llevado por otro derrotero. Era una actividad que le permitía desarrollar su potencial, su carácter de mujer perfeccionista a la que le gustaba arreglar, rehabilitar, remendar. Para restaurar tenía que hacerse invisible. No se trataba de inventar, sino de interpretar la intención del artista original. No era para rebeldes que acabasen imponiendo su criterio. Era para personalidades como la suya, maleables, poco amantes de la confrontación y más bien dóciles, que terminaban siempre adaptándose de la mejor manera y sacando el mejor partido a lo que había. Ahora podía dedicarse a su afición porque su hogar volvió a ser un remanso de paz, como antes de que Maneka entrase a vivir en ella. Y esa paz ayudó a Indira a calmarse, poco a poco, rodeada del afecto de los nietos que le quedaban y con la seguridad de que Sonia se encargaba de la casa, lo que implicaba, por ejemplo, organizar una cena para Mitterrand y su séquito, o una recepción para dirigentes musulmanes a mediodía y otra para jefes del partido por la tarde.
Sonia procuraba siempre ajustar sus horarios y sus compromisos para coincidir con los ratos libres de Rajiv y de su suegra. Sentía que ambos, quizás para contrarrestar la aspereza de la vida política y para curarse de la conmoción que supuso la lucha con Maneka, necesitaban ahora más que nunca la estabilidad, la intimidad y las relaciones directas y francas que encontraban en el universo familiar. Entre las cuatro paredes del hogar, ni Rajiv ni Indira tenían que medir sus palabras, ni preocuparse de lo que decían o a quién se lo decían. Sonia les custodiaba un santuario para que se protegiesen del barullo de la política. Para que disfrutasen del reposo del guerrero. «Estaba dedicada a mi marido con un amor incondicional», diría. Lo mismo hubiera podido decir de Indira. Rajiv le estaba profundamente agradecido de que hubiera aceptado dar el paso y cambiar de vida, y se lo hizo saber: «Corno dice la tradición hindú, un hombre es sólo media persona y su mujer es la otra media. Contigo, me siento exactamente así», le dejó escrito un día en una nota antes de irse a trabajar.
En aquella época Nadia, la hermana pequeña de Sonia, fue a vivir a Nueva Delhi con su marido, diplomático español. Era una chica de rasgos finos, morena, con una innegable distinción natural. Era introvertida, le gustaba leer y la influencia de su marido le hizo aficionarse por la literatura española. Su ambición era hacerse traductora de italiano a español. Ahora estaba demasiado ocupada con sus hijas pequeñas, pero lo dejaba para el futuro… Para Sonia, era maravilloso tenerla tan cerca, poder organizar salidas de fin de semana con los niños de ambos matrimonios o asistir a cenas de amigos, donde se juntaban indios cosmopolitas y europeos residentes en la ciudad. Nadia y su marido tenían una vida social mucho más intensa que la de Rajiv y Sonia, porque ellos formaban parte del circuito diplomático en la capital de la India. Comidas, cócteles, recepciones, inauguraciones de exposiciones, presentaciones de libros, conciertos, partidos de polo, etc., se les veía participando en muchos actos y nada hacía presagiar las diferencias que estaban surgiendo en el matrimonio. A Sonia le llegaron algunos rumores, pero como su hermana no le había dicho nada, les quitó importancia. Estaría loca si se fiara de la rumorología local.
Pero un día Nadia fue a verla a una hora temprana, mientras terminaba de arreglarse.
– ¿Qué tal me queda? -preguntó Sonia, aludiendo al sari que llevaba.
– Estás guapísima -le dijo su hermana con voz apagada.
– Aquí sólo uso saris, nos atacan con eso de que soy italiana, ¿sabes? La verdad es que me siento igual de cómoda de cualquiera de las maneras, de europea o de oriental.
– Puedes pasar perfectamente por una india, si no fuese porque tus joyas son discretas, al contrario que las de las señoras de aquí… En cambio, si yo me pongo un sari, parezco una turista vestida de india.
– Una vez, la mujer de un político se acercó a ver la cruz que llevo colgada al cuello y me preguntó que por qué llevaba una cadenita tan fina cuando se puede llevar un cadenote más visible… Aquí se valora la ostentación, fíjate, en un país con tanta pobreza…
Sonia sonrió al recordar la escena, y cuando se dio la vuelta, después de colocarse el sari, se encontró a su hermana llorando.
– Pero ¿qué te pasa?
Nadia no se atrevía a decir nada. Balbuceaba. Sonia tuvo que usar toda su habilidad para sonsacarle lo que le ocurría. Su marido la engañaba. Se había corrido la voz en el mundillo de Nueva Delhi, lo que añadía humillación al dolor.
«¿Cómo puede ser tan irresponsable?», se preguntó Sonia, furiosa.
El diplomático había resultado algo frívolo. Ni siquiera se esforzaba en disimular sus líos. El más reciente, el que había tenido con una diplomática de la embajada danesa, hizo que Nadia se viniese abajo.
– Me ha prometido que va a romper, pero no sé si creerle. Para Sonia, fue un golpe verla así. Le pidió que tuviera paciencia, que le diese una nueva oportunidad, si es que se lo había prometido. Se había acostumbrado a tenerlos en Nueva Delhi y le daba pena que tuvieran que marcharse. Ojalá se arreglase la situación con su marido. Decididamente, no todos eran como Rajiv. Al cuñado español empezó a cogerle manía.
Como el de Nadia con su marido, la vida está hecha de pequeños desgarros. A principios de 1982, la familia vivió la separación de Rahul. Siguiendo la costumbre heredada de los ingleses, fue enviado a un internado que se encontraba en las estribaciones del Himalaya. Había sido fundado por un profesor inglés que se había quedado de director después de la independencia. Doon School era una institución de excelente reputación, creada a imagen y semejanza de los colegios británicos, donde los hijos y nietos de las clases privilegiadas cursaban sus estudios. Al principio, Sonia se había opuesto a la idea. Separarse de su hijo a los once años no forma parte de la tradición italiana, aunque Rajiv le recordó que sus propios padres la habían mandado interna a la escuela de monjas de Giaveno.
– Ya, pero eso estaba a veinte kilómetros de casa.
Doon School estaba a siete horas de Delhi, lo que, a escala de la India, era una distancia corta. Aun así, fue duro separarse del niño. Era el mismo sufrimiento que habían padecido el bisabuelo Motilal y el abuelo Nehru. En la época, las familias pudientes mandaban a sus vástagos a Inglaterra al cumplir los siete años. Rajiv estaba tan convencido como su bisabuelo de que separarse de su hijo, por muy doloroso que fuese, era una experiencia que ayudaría al niño a crecer, a ser más fuerte e independiente. Lo que le preocupaba, tanto como a Sonia, era que Rahul fuese lo suficientemente maduro como para sobrellevar los ataques y el ensañamiento de sus compañeros. Ya habían tenido que lidiar con ese tipo de problemas cuando iban a la escuela en Delhi y tanto Rahul como Priyanka eran víctimas de las pullas de algunos niños que se mofaban de la familia. Sólo que entonces los padres estaban cerca para ofrecerles su apoyo. «¿Si se meten con ellos allá lejos, quien les consolará?», se preguntaba Sonia, inquieta. «A veces dirán todo tipo de disparates en los periódicos sobre la abuela, sobre mamá o sobre mí -escribió Rajiv a su hijo para darle seguridad-, pero no debes preocuparte. Quizás te encuentres con algunos chicos en el colegio que lo utilicen para meterse contigo, pero descubrirás que la mayoría de esas cosas no son ciertas… Tienes que aprender a lidiar con esas provocaciones… a no hacer caso a lo que te pueda irritar, a no dejar que te afecte.»
De lo que se enteraba el niño por los periódicos era de los numerosos viajes que efectuaban sus padres. En aquella época, Indira viajaba mucho, y siempre que podía iba acompañada de su hijo y de Sonia. Juntos fueron a Nueva York, donde Indira vivió la alegría de reencontrarse con su vieja amiga Dorothy Norman, que la describió así: «Allí estaba, la mujer que lideraba una sociedad altamente compleja de más de setecientos millones de personas, la mayoría pobres y enfrentados a problemas de todo tipo; una mujer todavía abrumada por el dolor de haber perdido a su hijo, más triste que antes…»
– Sí, estoy más tranquila, más triste -le confirmó Indira-. ¿Pero sería justo pedir más? La vida ha sido espléndida conmigo, tanto en felicidad como en dolor. ¿Cómo se puede apreciar lo uno sin lo otro?
Dorothy recordaría a Rajiv y Sonia con mucho cariño por la manera en que se comportaban con ella. Vio a Indira muy orgullosa de su hijo: «Rajiv ha hecho un trabajo magnífico con los Juegos Asiáticos», le contó. Los juegos, inaugurados el 19 de noviembre de 1982, día en que Indira cumplía sesenta y cinco años, habían sido una proeza de organización. Seis estadios, tres hoteles de lujo y un barrio entero con alojamientos para los atletas se habían levantado en un tiempo récord. La fisonomía del sur de Delhi cambió para siempre. Rajiv había salido bien parado de su primera prueba, con una imagen de líder eficaz, moderno, y de buen gestor, aunque la prensa denunció las condiciones de vida de los obreros, en su mayoría inmigrantes del sur, escuálidos hombres y mujeres de piel oscura que fueron vilmente explotados por la legión de intermediarios, contratistas, jefes de obra, constructores, fabricantes de ladrillos, de cemento y de acero que manejaban el presupuesto. No era tarea fácil modernizar la India. Sí, se levantaban edificios vanguardistas, pero lo hacía una sociedad medieval, donde los niños trabajaban de sol a sol por una cantidad de dinero que les era robada por quienes los contrataban. Rajiv se había dado cuenta de que el desafío radicaba en cambiar esa estructura social carcomida por la corrupción. Un desafío inmenso, porque la sociedad india arrastraba miles y miles de años de vicios, de explotación de unas castas por otras, de unas clases por otras. Si en un presupuesto se asignaba un sueldo de cien rupias al día a un obrero, todos sabían que acababa cobrando treinta rupias, en el mejor de los casos. El resto se lo quedaba el contratista o los intermediarios. Luego hubo un detalle revelador de la pobreza del país. Gran parte de los análisis de sangre efectuados a los atletas indios indicaba presencia de anemia. ¿Cómo pretendían competir con japoneses, coreanos, malayos? Por todo eso, los juegos habían sido para Rajiv una victoria agridulce.
Aunque Rajiv no pudiese siempre acompañar a su madre, Sonia lo hacía cada vez que se lo pedía Indira. Nunca viajó tanto: recorrió varios países del Este, Indonesia, las islas Fiji, Tonga, Australia, Filipinas, así como otros lugares de Sudamérica. Cuando el viaje era a Europa, aprovechaba para dar un salto a Orbassano y abrazar a los suyos. Sonia evitaba siempre las cámaras y no le gustaba nada que los funcionarios la tratasen con una deferencia especial por ser la nuera de la primera ministra, lo que solía agradar tanto a la delegación india como a los huéspedes extranjeros. En Washington, Sonia pudo comprobar que Indira seguía sin conectar con los presidentes norteamericanos. Esta vez se trataba de Ronald Reagan, cuya atención Indira no conseguía mantener más de algunos minutos, como si los estragos de la enfermedad que más tarde le atacaría hubiesen empezado ya. «¿Te das cuenta? -le comentó a su nuera después de la escala en Moscú y de haberse entrevistado con Brezhnev-. El futuro de la raza humana está en manos de dos ancianos, firmes en sus posiciones, sin flexibilidad ni ganas de iniciar un diálogo.» Pero en ese momento a Sonia le preocupaba más la salud de Indira que el porvenir del mundo. Había notado que su suegra, cuando estaba cansada, tenía un tic en el ojo, y sus párpados se ponían a temblar ininterrumpidamente. Y dormía muy mal. De pronto decía cosas raras: «Cuando cierro los ojos, veo a una anciana deforme que quiere hacerme daño.»
De regreso a Nueva Delhi, Indira dijo a su amiga Pupul:
– He recibido informes secretos de que alguien lleva a cabo ritos tántricos y de magia negra para destruirme. ¿Pupul, tú crees que hay fuerzas malignas que pueden ser liberadas a través de ritos tántricos?
– Aunque eso sea cierto -le contestó su amiga-. ¿Por qué reaccionas así? Al hacerlo, sólo consigues que esas fuerzas se hagan más poderosas…
– ¿Tengo entonces que ignorar esos informes que recibo cada día? ¿Qué hago?
Pupul y Sonia estaban perplejas. ¿Era ese comportamiento producto del sentimiento de soledad interior que en el fondo nunca la había abandonado desde niña, desde que esperaba sola en casa a que sus padres volviesen de prisión o del sanatorio? No había visto a su nieto Firoz Varun desde hacía casi dos años, y tanto Sonia como Pupul adivinaban que el dolor de la separación hacía estragos en el corazón de Indira. Mantenía su compostura estoica, pero en el fondo estaba tan herida, que quizás se estuviera volviendo loca.
Sonia no lo creía así. Las locuras de Indira las achacaba a la influencia nefasta del gurú Dhirendra Brahmachari, que seguía rondando por casa, siempre vistiendo con kurtas de color naranja. Era como un moscón que, por mucho que uno intentaba apartarlo, siempre volvía. Estaba más grueso, el pelo gris y greñoso le caía sobre los hombros y se había dejado crecer la uña de un meñique, que estaba tan larga y acerada como una cuchilla y que le daba a Sonia un asco difícil de disimular. Todos sabían que el gurú asustaba a Indira con esos supuestos «informes secretos», pero nadie sabía qué hacer para evitarlo. Era increíble: la primera ministra de la India creía con más fuerza esos «informes» que los del departamento de Estadística del gobierno. Lo cierto era que en sus momentos de depresión, cada vez más frecuentes e intensos, lo sobrenatural adquiría una importancia preocupante.
Había otra razón que explicaba por qué utilizaba los servicios del gurú, y es que otro santón, un sij llamado Brindanwale, de treinta años, le había lanzado el desafío político más grave de su vida. Aquel hombre era un simple predicador de pueblo, un fundamentalista que exhortaba a purificar el sijismo, devolverlo a su antigua ortodoxia y luchar por una patria sij. El conflicto con los sijs se remontaba a la Partición que, con toda su colección de horrores y masacres, causó un trauma en la conciencia de esta comunidad, nacida en el siglo xv para luchar contra la idolatría y el dogma de las dos religiones dominantes en la época, el hinduismo y el Islam. En 1947, la Partición desgarró la patria de los sijs, el Punjab, «el país de los cinco ríos», una de las regiones más bellas y fértiles de la India, un paisaje de campos dorados de trigo y cebada atravesado por ríos de aguas plateadas. La frontera entre Pakistán y la India trazada por los ingleses cortó su territorio por la mitad. Punjab occidental se convirtió en parte de Pakistán; Punjab oriental permaneció en la India, con una población mitad sij mitad hindú. Como reacción, un fuerte sentimiento separatista hizo mella en la población sij.
Lo curioso de Brindanwale es que lo había descubierto Sanjay. Preocupado por el avance del partido nacionalista moderado que quitaba muchos votos al Congress en Punjab, Sanjay pensó que al apoyar y promocionar a Brindanwale conseguiría dividir y debilitar el nacionalismo sij. El problema, que nadie supo prever, es que Brindanwale se hizo incontrolable y terminó convirtiéndose en un monstruo que ahora amenazaba a su madre.
Parecía un santón salido directamente de la Edad Media, con una barba negra, larga y sedosa que le caía hasta la cintura. Tenía unos ojillos oscuros penetrantes, una nariz de águila, un rostro severo y enjuto, e iba siempre tocado con un turbante. Vestía una larga túnica azul, y lucía con orgullo su kirpan (sable) de un metro de largo al cinto. Con sus dos metros de altura, su presencia era impresionante. Sus discursos, impregnados de un ardor fanático, encandilaban a muchos sijs que soñaban con una independencia del resto de los indios. Había abandonado a su mujer e hijos para liderar una legión de seguidores, tan extremistas como él Sanjay no había contado con el hecho de que, al crecer su influencia y al aunar más gente a su alrededor, también crecería la ambición de Brindanwale y su deseo de autonomía. Poco después de las elecciones de 1980, en las que participó activamente en la campaña apoyando al Congress y hasta compartió podio con Indira en una ocasión, el santón decidió que no quería ser más un títere de los Gandhi y rompió sus vínculos con el partido. Con el tiempo, él y sus seguidores acabaron exigiendo la creación de un Estado soberano llamado Khalistán, «el país de los puros». El país de los sijs.
El problema es que lo hicieron utilizando la violencia como medio de intimidación y de presión. En 1981, Brindanwale fue acusado de ordenar el asesinato del dueño de una cadena de periódicos del Punjab cuya línea editorial era muy crítica con sus actividades y su ideario. Pero su encarcelamiento provocó una oleada de manifestaciones tan violentas y destructivas que el gobierno central intervino. Vacilante, sin saber realmente qué rumbo tomar, la propia Indira ordenó al ministro del Interior que lo liberase cuando sólo habían transcurrido tres semanas. Lo hizo precisamente para no hacer un mártir de Brindanwale, pero ya era demasiado tarde. Había ingresado en la cárcel como un fanático predicador de provincias y salió como héroe nacional. Hizo una gira por las grandes ciudades en la que demostró su inmensa popularidad entre los sijs de la diáspora. Pero su regreso al Punjab coincidió con un aumento de la violencia. Cada día aparecían, en las callejuelas de Amritsar o Jallandar, cadáveres de hindúes o musulmanes degollados. En varios templos, fieles hindúes descubrieron horrorizados cabezas de su animal sagrado, la vaca, tiradas a los pies de los altares. A estas sangrientas provocaciones se añadían listas negras publicadas por Brindanwale en los periódicos con el nombre de los adversarios que pensaba eliminar. Y cumplía con sus amenazas. El hijo del dueño de la cadena de periódicos asesinado fue abatido a su vez, lo que sembró el terror entre los medios de comunicación y la población en general. Los sijs que se atrevían a criticarlo eran blanco de sus ataques. Volvió a la cárcel, pero sus huestes siguieron matando a opositores. Cuando salió, él y su ejército se atrincheraron en el complejo del Templo de Oro, en Amritsar, la ciudad santa de los sijs.
Construido en medio de las aguas brillantes de un amplio estanque ritual salvado por un puente, el Templo de Oro es un edificio de mármol blanco cuajado de adornos de cobre, plata y oro. La cúpula, enteramente recubierta de paneles de oro, cobija el manuscrito original del Libro Santo de los sijs, el Granth Sahib. Alrededor del estanque circulan fieles siempre en el sentido de las agujas del reloj; caminan con los pies descalzos sobre el mármol reluciente, llevan la cabeza cubierta con turbantes de colores y lucen luengas barbas y espesos bigotes. Las huestes de Brindanwale ocuparon este lugar de paz. Se metieron en los edificios anexos al templo, desde donde salían las órdenes a los comandos terroristas para que asesinasen, pillasen, profanasen e incendiasen en las aldeas del Punjab. Mientras Indira seguía sin saber cómo lidiar con esta creación esperpéntica de Sanjay, Brindanwale recibía a equipos de televisión del mundo entero que le trataban como a una auténtica estrella mediática. La policía, que tenía la moral por los suelos debido al aumento de la delincuencia y la violencia, no se atrevía a entrar en un lugar tan sagrado.
Otros brotes de violencia en Cachemira y en Assam daban la impresión de que la nación iba directa al caos y la desintegración. El asesinato de un inspector de policía mientras rezaba en el Templo de Oro, el 23 de abril de 1983, por los disparos de los hombres de Brindanwale, escondidos tras las rejas de las ventanas, obligó a Indira a tomar una decisión. Pero ¿cuál? ¿Asaltar el templo con el ejército y arriesgarse a provocar la furia de los demás sijs? ¿Sitiar el templo hasta que los terroristas no tuvieran más remedio que rendirse? Indira intentó negociar con líderes del partido nacionalista moderado, mientras el pillaje y los asesinatos continuaban, pero cualquier acuerdo que no contemplase la plena independencia de Khalistán era vetado sistemáticamente por Brindanwale. Éste, a su vez, envalentonado por la indecisión del gobierno central y por el hecho de que el asesinato del inspector de policía quedase impune, se atrincheró en el Akal Takht, el segundo edificio más sagrado del complejo. Consiguió armamento sofisticado pagado por sijs del extranjero y convirtió el templo en una auténtica fortaleza. Indira, Rajiv y sus consejeros esperaban pacientemente a que los líderes más moderados que Brindanwale acabasen por imponerse, o se distanciasen del predicador fanático. Pensaban que el tiempo jugaría a su favor, pero pasaron dos años, y los terroristas seguían atrincherados.
– ¿Puede el ejército asaltar el templo sin causar demasiados estragos? -preguntó Indira al jefe del ejército, el general Sundarji, que había reemplazado a su viejo amigo Sam Manekshaw.
El general desplegó sobre la mesa unas fotos aéreas tomadas la víspera mostrando que todas las ventanas, puertas y demás aperturas del edificio estaban protegidas por sacos terreros o habían sido tapiadas. Le explicó que los terroristas conseguían abastecerse de armas, alimentos y municiones a través de un laberinto de túneles que los unía al exterior. Así, podían mantenerse eternamente.
– Las posibilidades de causar daños extensos es muy alta -sentenció el general
Conscientes de que la susceptibilidad religiosa en el país con más religiones del mundo podía hacer estallar como un polvorín el frágil equilibrio de la nación, los padres de la independencia habían establecido un acuerdo tácito por el que los lugares sagrados eran todos intocables. Detrás de ese acuerdo se había parapetado Brindanwale, seguro de que el ejército nunca se atrevería a intervenir. Tenía enfrente a una mujer cansada, temerosa, herida en el alma, desgastada por el poder, que carecía del aplomo y del ardor guerrero que la habían hecho triunfar en el conflicto de Bangladesh.
Sentirse rehén de unos terroristas que no dejaban el más mínimo margen a la negociación la desesperaba. Con una creciente desazón, Indira se daba cuenta de que la única solución a ese desafío pasaba por el uso de la fuerza. La situación le recordaba a la crisis de Bangladesh, cuando también supo que acabaría teniendo que declarar la guerra. Sólo que entonces no existía problema interno religioso alguno. El enemigo era externo y se podían medir mejor las consecuencias. Ahora eran imprevisibles. Cuando su amiga Pupul, viéndola tan abatida, le preguntó si todo eso no era demasiado para ella, Indira al principio no respondió, pero luego dijo: «No tengo salida. Es mi responsabilidad.»
En 1983, un año después de que Rahul ingresase en Doon School, le tocó el turno a Priyanka de ir interna al equivalente femenino de la escuela de su hermano, Welham School, también en las montañas, a unos doscientos kilómetros de Delhi. De pronto, Sonia se encontró con más tiempo libre del que había tenido nunca, pero tampoco pudo dedicarlo a sí misma. Tuvo que acompañar a su marido a Amethi, su circunscripción electoral. Maneka había decidido, ahora que había cumplido la edad mínima legal, arrebatarle el escaño en las siguientes elecciones en la circunscripción que había sido la de su marido. Un desafío en toda regla. Que hubiese desaparecido de casa no significaba que la cuñada había desaparecido del mapa. En sus recorridos por la zona, se presentaba como la viuda expulsada de casa con un bebé en brazos, y obligada a buscarse la vida por su malvado cuñado y su esposa extranjera. No era cierto, pero sonaba a esas historias sencillas y domésticas de injusticia y envidia familiares que tanto gustan al pueblo. Fue presentada por los suyos en Amethi como «un triunfo del coraje». Ahora que no temía vérselas personalmente con Indira, su comportamiento se hizo aún más agresivo. Puso en circulación cartas de la familia críticas con Rajiv y en un discurso, Maneka comparó a Indira con la diosa Kali, «la bebedora de sangre» -dijo textualmente-, llevando al paroxismo las habituales malas relaciones entre una suegra y su nuera. Se vengaba así por verse excluida por la familia de todas las conmemoraciones oficiales. Al segundo aniversario de la muerte de Sanjay, tampoco fue invitada, y reaccionó convocando un mitin de viudas y organizando una distribución gratuita de ropa. El reto de Maneka era para la primera ministra tan deprimente o más que el desafío, mucho más peligroso, del loco de Brindanwale. Pero dolía más porque tocaba la fibra íntima de la familia.
«Mamá también viene a Amethi conmigo -escribió Rajiv a su hijo-. Va a ser difícil para ella, porque al principio será el blanco de todas las miradas y se sentirá incómoda hasta que se acostumbre. Es muy valiente.» Por primera vez, Sonia se dio cuenta de lo que era la vida de un político indio en campaña. Recorrer un sinfín de kilómetros por carreteras llenas de socavones en automóviles de suspensión durísima, aguantar el calor, el polvo y las moscas en las numerosas aldeas, verse obligada a aceptar un té, y luego otro, y luego otro para no herir la susceptibilidad de la gente… Lo bueno es que ahora hablaba hindi con soltura y podía charlar con los campesinos, que le preguntaban por sus hijos, su suegra, y todo lo que tuviera que ver con la turbulenta historia familiar: «¿Podrá Indira volver a ver a su nieto?», le preguntaban las mujeres, o «¿Es cierto que Maneka no tiene ni para comer?» De lo que no estaban nada convencidos los campesinos es de que Maneka fuese la genuina heredera de la dinastía Nehru-Gandhi, como lo demostraron los resultados en las urnas. De nuevo, volvió a ganar Rajiv.
A principios de 1984, Rajiv aparecía como un político en auge. Su gestión de los juegos, unida a la eficacia demostrada en su cargo de secretario general del Congress, le granjearon un respeto genuino, independientemente de su linaje político. Su oficina era un modelo de buena organización, un rincón creado a su imagen y semejanza. Comparado con los viejos dinosaurios del partido, en su mayoría corruptos aduladores, Rajiv era un dechado de virtudes, sobre todo de eficacia e integridad. Había roto con los individuos turbios que habían pululado alrededor de su hermano, y se rodeaba de tecnócratas, de jóvenes con maletín y traje de ejecutivo, ejemplos de una generación moderna que creía en la tecnología, en las estadísticas y en los ordenadores. Muchos habían sido compañeros de clase suyos en el Doon School, otros en Cambridge, y todos se encontraban más a gusto hablando inglés que hindi. Vivían el presente, no eran intelectuales sino pragmáticos y totalmente ajenos a todo lo que tuviera que ver con la religión, la ideología o la superstición. Tanto ellos como Rajiv se oponían a la actitud pasiva de Indira en el tema del Punjab. La primera ministra, siguiendo los consejos de su gurú Dhirendra Brahmachari, había empezado a hacer ofrendas con la esperanza de que algún milagro pudiese resolver la crisis del Templo de Oro.
– Hay que alejarlo de casa para siempre -le dijo Rajiv a Sonia, hablando del gurú.
No necesitaba Indira más dosis de esoterismo ni más temores añadidos a los negros pensamientos que poblaban su mente. Al contrario, necesitaba tener la cabeza bien fría y la visión lúcida. Seguía hundida en una profunda depresión. Demasiados desafíos, demasiado cansancio. Sanjay había cultivado la amistad con el gurú, no porque creyera en sus poderes ocultos sino porque le era útil. El «santón volador» había conseguido comprar avionetas, traficar con armas, contratar a sicarios y blanquear dinero, yeso eran habilidades que Sanjay admiraba y utilizaba si lo estimaba necesario. Rajiv, directo y honesto, era la antítesis tanto de su hermano como del santón, un individuo perspicaz, impreciso, astuto, deshonesto y nada occidentalizado. Sonia y Rajiv ya no lo soportaban más.
– ¿Qué podemos hacer?
– Voy a intentar que le cancelen su programa televisivo semanal y recortarle las subvenciones a sus ashrams.
Como su estatura de político y su influencia habían crecido, lo consiguió. Para no herir a Indira, Sonia y los consejeros más próximas de su marido ensalzaban los logros de Rajiv, e Indira acabó convencida de que los planes estratégicos de su hijo representaban la única solución para arreglar los males de la India. Poco a poco, fue olvidando el misticismo del gurú y dejó de hacer ofrendas a los dioses para conjurar la crisis del Punjab. Ante el gran alivio de Sonia, el gurú desapareció por completo de la mesa familiar. Casi imperceptiblemente, Dhirendra Brahmachari vio su acceso a la primera ministra denegado. «Lo siento, Madam no tiene tiempo para recibirle», le decía el servicio cuando intentaba volver a verla.
El mes de febrero de ese año fue el único en toda su vida en el que Indira no disfrutó de la primavera, su estación favorita, entre el frío del invierno y los tremendos calores premonzónicos que empiezan a castigar en marzo. Durante ese mes, la ciudad se llena de color, la vegetación de los árboles se vuelve de un verde intenso, y los arriates de flores iluminan los jardines. La temperatura es exquisita y una suave brisa acompaña las noches. En el pasado, a pesar de todas las dificultades y los problemas, Indira siempre se había sentido eufórica en esta época del año. Ahora no. Aislada y triste, el santón sij atrincherado en el Templo de Oro le quitaba el sueño. Escuchaba a todos, y seguía sin saber qué hacer. En situaciones insolubles, sólo cabía ganar tiempo, esperar y mantener la confianza, repetía Indira a sus próximos colaboradores.
Siguiendo el consejo de Rajiv, Indira hizo un último esfuerzo para encontrar una salida negociada a la crisis del Punjab accediendo a muchas concesiones de los independentistas, pero se topó con la intransigencia tanto de los miembros del partido moderado como de Brindanwale. La mayoría de los siete millones de sijs estaban tan desconcertados ante la situación provocada por los extremistas como lo estaba el gobierno. En lugar de negociar, el líder del partido moderado dio el paso definitivo que selló la ruptura, un paso que sólo podía abocar a una catástrofe. Anunció que a partir del 3 de junio, aniversario del martirio del gurú Arjun, precisamente el que había levantado el Templo de Oro, toda exportación de energía eléctrica y de grano fuera del Punjab serían interrumpidas. La ironía de la amenaza no se le podía escapar a Indira. Si el Punjab era el granero de la India, era porque la región se había beneficiado más que ninguna otra de «la revolución verde», el ambicioso plan de desarrollo agrícola que Nehru, y ella después, habían lanzado para acabar de una vez con las hambrunas. Y ahora resultaba que un puñado de fanáticos no sólo amenazaba con romper el Estado, sino también con matar de hambre a los pobres del resto de la India, si el gobierno central no se plegaba a sus exigencias. La situación había llegado a un punto sin retorno. Muy a su pesar, Indira se enfrentaba a lo inevitable: sacar por la fuerza a Brindanwale y a sus seguidores del templo.
Antes que nada, antes siquiera de consultar con el jefe del Estado Mayor, quiso hablar con Sonia:
– Sonia, creo que es mejor sacar a los chicos del colegio… Temo por ellos. El Servicio de Inteligencia me ha avisado de que son blanco de los terroristas. Nada nuevo en eso. Blanco de esos fanáticos lo somos todos. Pero como la situación en el Punjab sigue deteriorándose, es cada vez más difícil garantizar la seguridad en los colegios. Me han aconsejado sacarlos de los internados y traerlos a Delhi.
– ¡Pero si aquí tú sólo tienes un guarda armado para protegerte cuando sales por las mañanas a hablar con la gente en el jardín!
– Eso se va a acabar, van a reforzar la seguridad aquí también, por supuesto.
– Está bien, mañana mismo me los traigo. Ya veremos cómo nos organizamos para escolarizarlos aquí…
Un secretario de Indira les interrumpió. El comandante en jefe del ejército la estaba esperando en el salón. El hombre venía con sus informes de Inteligencia bajo el brazo.
– Señora, están armados hasta los dientes. Los terroristas atrincherados siguen consiguiendo armas muy sofisticadas. Les llegan escondidas en bidones de leche y en sacos de grano, y los envíos se hacen con el dinero de simpatizantes sijs del extranjero.
Indira se quedó pensando. ¿Tenía sentido seguir esperando un milagro? Luego se dirigió hacia su jefe de Estado Mayor y le preguntó:
– ¿Cómo deberíamos proceder con el ataque?
El hombre resopló. Estaba incómodo. Le costaba creer en el éxito de la misión.
– Hay muchos riesgos, señora. Es mi deber avisarla. Mi opinión es que más vale un ataque rápido y masivo, con toda la fuerza necesaria…
– ¿Mejor que sitiarlos? -interrumpió Indira.
– Ya están sitiados, señora, y las armas les siguen llegando. Confío más en un ataque rápido y contundente.
– ¿De cuánto tiempo estamos hablando?
– Unas cuarenta y ocho horas. A menos tiempo, menos bajas.
– Es imprescindible la presencia de oficiales y soldados sijs en la fuerza de asalto. No se debe interpretar esto como una agresión étnica, de hindúes contra sijs.
– Sin duda. El oficial encargado es el comandante Kuldip Singh, de la novena división del Ejército, un sij.
– Hay que dar instrucciones muy precisas para evitar dañar el Templo de Oro. La comunidad sij no nos lo perdonaría.
– Instruiremos a la tropa. Pero esos terroristas son duros de pelar, Madam, no puedo garantizar nada.
– Que Dios nos proteja.
El 30 de mayo, día de un calor asfixiante, las tropas rodearon la ciudad de Amritsar. El bullicio de las calles se desvaneció como por encanto. Invadida por un silencio aterrador, la ciudad santa se convirtió en una ciudad fantasma.
El 2 de junio, los medios de comunicación anunciaron que Indira hablaría a la nación esa misma noche, a las ocho y media. Sonia desayunó con ella, y la notó perturbada, pesimista y todavía indecisa. No le gustaba nada la idea de tener que atacar «una casa de Dios». Le confesó que no le salía el discurso. De hecho, estuvo haciendo tantos cambios de última hora que su aparición en televisión tuvo que retrasarse hasta las nueve y cuarto. Por fin habló, en un tono grave) la expresión del rostro angustiada: «Éste no es tiempo de cólera -dijo-. La unidad y la integridad de la patria están siendo cuestionadas por un puñado de hombres que se han refugiado en lugares sagrados. De nuevo, hago un llamamiento a los partidos moderados para que no cedan su autoridad a Brindanwale.» Acabó apelando al sentido común de todos los habitantes del Punjab: «No vertáis sangre, deshaceos del odio. Unámonos para curar las heridas.» Al escuchar ese discurso, su amiga Pupul se dio cuenta de que los próximos días iban a ser trágicos para Indira y para el país. En efecto, mientras la primera ministra hablaba, tropas del ejército tomaban posiciones alrededor del recinto del Templo de Oro. Estaba a punto de empezar la Operación Blue Star, estrella azul.
Al día siguiente, los corresponsales extranjeros fueron invitados a abandonar el Punjab. El tráfico de autobuses, trenes y aviones quedó interrumpido, así como las líneas de teléfono y de télex. La región fue aislada del resto del mundo en preparación del asalto final. Desde su santuario en el Akal Takht, el edificio contiguo al Templo de Oro, Brindanwale, ahora con una canana cruzada al pecho sobre su túnica azul, una pistola en la mano izquierda y su sable en la derecha, declaró a un puñado de periodistas locales: «Si las autoridades entran en este templo, les vamos a dar tal lección que el trono de Indira se derrumbará. Los cortaremos en pedacitos… ¡que vengan!»
A las cuatro de la tarde del 5 de junio, oficiales del ejército armados de megáfonos dieron orden a todos los civiles de desalojar el complejo, y a los terroristas, de rendirse. Salieron ciento veintiséis sijs, en su mayoría hombres que habían acudido a rezar y peregrinos, pero ningún seguidor de Brindanwale lo hizo. Por la noche, una avanzadilla de comandos especiales se adentró en el complejo, mientras los helicópteros volaban en círculo encima del templo. Se toparon con una resistencia feroz. Más de la mitad de los noventa miembros de los comandos fueron abatidos por el fuego de los extremistas.
El jefe del Estado Mayor informó inmediatamente de las bajas a la primera ministra. El inicio del asalto no podía ser más desalentador. Pero ya no había marcha atrás posible. La suerte estaba echada. Indira no durmió en toda la noche, consciente de que se estaba cometiendo un sacrilegio con los símbolos más venerados de una religión. ¿Por qué le había puesto el destino en esa tesitura? ¿Qué precio habría que pagar por lo que estaban haciendo las tropas? Sintió un escalofrío recorrerle la espalda. De algo estaba segura, y es que ni su gobierno ni ella saldrían indemnes de esa situación. El karma te acaba siempre atrapando. Pero a las ocho de la mañana del 6 de junio, perfectamente arreglada y ataviada, estaba en el jardín atendiendo a un periodista del Sunday Times. La temperatura ya rozaba los 40 grados. El periodista la encontró tensa y cansada. Su última pregunta fue:
– Señora, ¿qué cree que ocurrirá en la India cuando usted ya no sea primera ministra?
– La India ha vivido un tiempo largo, muy largo -miles de años- y mis sesenta y seis años cuentan bien poco. La India ha pasado muchas vicisitudes en su larga historia y siempre ha salido adelante.
Mientras la entrevista tenía lugar, a quinientos kilómetros al norte de Nueva Delhi la batalla por el Templo de Oro causaba estragos. Bajo una temperatura infernal y un sol de justicia que hacía refulgir la cúpula dorada del templo principal, los soldados indios eran abatidos como patos de feria bajo el fuego de los hombres de Brindanwale. De nuevo, más de cien hombres cayeron en el intento de hacerse con el edificio donde estaban atrincherados los terroristas.
Las instrucciones recibidas para que los soldados restringieran el uso de la fuerza al máximo, y para que infligiesen los mínimos daños posibles al templo principal, carecían ya de sentido. El mando, que no veía otra solución que no fuese la de continuar el asalto, envió por la tarde a la artillería apoyada por tanques y vehículos blindados. Para conseguir neutralizar a Brindanwale y a sus hombres, no tuvieron más remedio que bombardear el Akal Takht, infligiendo enormes daños al templo, construido paradójicamente por el quinto gurú, un auténtico apóstol de paz que había insistido en levantarlo a un nivel inferior a los demás en signo de humildad.
Después de un día de encarnizada lucha, el Akal Takht fue casi totalmente arrasado. Cuando bien entrada la noche del 6 de junio los generales fueron a inspeccionar el lugar, no quedaba una sola columna en pie y las paredes de mármol estaban ennegrecidas y picadas por la metralla. En el sótano encontraron el cuerpo de Brindanwale, su larga túnica ya no era azul sino negra de sangre. Yacía junto a treinta y uno de sus hombres. No hubo supervivientes que hubieran sido testigos del martirio del predicador terrorista. En otra habitación, los soldados encontraron documentos sorprendentes: la lista de todas las víctimas que Brindanwale había mandado matar, y una enorme bolsa con cartas de admiración, no sólo de ciudadanos indios, sino de fans del mundo entero.
El coste de la victoria fue mucho más alto de lo que el comandante en jefe del ejército había pronosticado. Mucho más alto de lo que Indira y Rajiv, que estaban horrorizados, habían imaginado. La Operación Blue Star fue en realidad una hecatombe. Más de la mitad de los mil soldados enviados al asalto perecieron. En cuanto a los civiles, un millar de peregrinos que no pudieron ser desalojados murieron. Aparte de las pérdidas humanas, la biblioteca del templo principal, ese que no debía bajo ningún concepto ser dañado y que contenía los manuscritos originales de los gurús sijs, ardió por los cuatro costados. Para la comunidad sij en general, ese ataque era comparable a lo que hubiera sido una invasión y destrucción del Vaticano para los católicos. Un imperdonable sacrilegio. Precisamente lo que Indira había querido evitar.
– Me da miedo que jueguen en el jardín -dijo Indira a Sonia al ver a Rahul desde la ventana del comedor retozar en el césped con uno de los perros-. Los niños habían vuelto a Nueva Delhi, después del aviso del Servicio de Inteligencia, que habían encontrado sus nombres en una lista negra de un grupo extremista sij. Todas las mañanas acudían, fuertemente custodiados, a sus colegios respectivos. Luego pasaban el resto del día en casa. Rara vez salían. Una simple invitación a un cumpleaños entrañaba una compleja operación de seguridad. «Es como si una sombra hubiera entrado en nuestra vida», le dijo Sonia a Rajiv. Indira, muy consciente de que el ataque había causado una herida colectiva en los sijs del Punjab, estaba convencida de que la iban a asesinar. Estaba la primera en esas listas. Otro grupo había jurado vengar el sacrilegio del Templo de Oro asesinando a Indira y a su descendencia hasta la centésima generación. Así se lo dijo a Rajiv y Sonia, que palidecieron. Pero Indira quería que se tomasen muy en serio las draconianas medidas de seguridad que les estaban imponiendo. Ella se ponía un chaleco antibalas bajo el corpiño del sari cada vez que salía de casa, siguiendo los consejos de la policía. Quería que Rajiv y Sonia hiciesen lo mismo.
– No es broma -les dijo.
– Ya lo sé -contestó Rajiv-. Y no te preocupes, me lo pondré también.
Hubo un silencio. Indira adquirió una expresión melancólica y un tono de voz sombrío.
– Cuando ocurra, quiero que esparzáis mis cenizas sobre el Himalaya. He dejado instrucciones escritas para mi funeral. Están en el segundo cajón del secreter de mi cuarto.
– No adelantes acontecimientos -dijo Rajiv en tono socarrón, para relajar el ambiente-. Todavía no estamos en ese trance.
Pero Indira estaba agitada. Más tarde quiso hablar a solas con su nieto Rahul, que ya tenía catorce años:
– Tengo miedo de que os quieran hacer daño. Os pido por favor a ti y a tu hermana que no juguéis más allá de la verja que conduce a las oficinas de Akbar Road -le dijo señalando el lugar en el jardín donde le había visto jugar con el perro-. Siento mucho que tengáis que padecer estas restricciones, pero no me lo perdonaría si os pasase algo.
– ¿Qué nos va a pasar aquí dentro, abuela?
– Os pueden matar, así de claro.
El tono serio de Indira hizo que el niño la contemplara con mirada de incredulidad, como si la abuela estuviera exagerando.
– Por favor, hacedme caso y no os alejéis -continuó diciéndole-. Hay muchos fanáticos que estarían muy satisfechos de haceros daño. De hacernos daño a todos. Lo que me puedan hacer a mí no me importa. He hecho todo lo que he debido y todo lo que he podido en la vida, pero a vosotros… no quiero ni pensarlo.
Rahul estaba ahora cabizbajo y compungido. Indira prosiguió. Abandonó su tono protector y siguió hablando con gravedad, de una forma que su nieto no le conocía y que le impresionó.
– Si me pasa algo, no quiero que lloréis por mí, ¿vale? Cuando llegue el momento tienes que ser valiente. ¿Me lo prometes?
El niño alzó los ojos hacia su abuela y asintió.
Durante esos meses de 1984, Indira realizó muchos viajes por el subcontinente, unos viajes que a veces parecían despedidas, por la manera en que hablaba de sí misma y de cómo le gustaría ser recordada. En algunas entrevistas, hacía balance de su existencia, en otras hablaba como si estuviera por encima de la política nacional. Siempre se había sentido con alma de estadista, y ahora su visión global afloraba y se manifestaba en discursos impregnados de sabiduría. «Cuando a un país tan antiguo como éste se le catapulta a una nueva cultura tecnológica… ¿Qué ocurre con la mente rural? ¿Podrán sobrevivir el misterio y lo sagrado? Algo dentro de mí dice que la India sobrevivirá con sus valores intactos.» A principios de octubre, después de que las últimas lluvias monzónicas limpiasen el cielo y los árboles y las plantas reverdeciesen, Indira habló en Nueva Delhi ante una multitud siempre enorme, un diálogo más de los muchos que llevaba manteniendo con el pueblo de la India en las dos últimas décadas. Habló del coraje como valor supremo para acatar la mayor amenaza que se cernía sobre el país: la presión de las fuerzas sectarias, de las castas o de los grupos religiosos para quebrar la unidad de la India. Fue un discurso que le hubiera gustado a su padre. Sí, la unidad de la India era el valor supremo porque garantizaba el estado de derecho para cada individuo, independientemente de su origen social, étnico o religioso.
El 11 de octubre ocurrió un hecho, a miles de kilómetros de distancia, que la hundió todavía más en sus oscuros presentimientos. Margaret Thatcher, a la que había conocido en Londres, fue objeto de un atentado con bomba del IRA en plena convención del Partido Conservador. Se libró de la muerte por los pelos. Indira la llamó en seguida. Entendía mejor que nadie la vulnerabilidad y el pánico de su colega. Aunque la Dama de Hierro se mostrase impasible de cara a la galería, por dentro estaba tan alterada como puede esperarse de alguien que pasa por semejante trance. La diferencia entre estas dos primeras ministras, que llevaban ocho años siendo amigas, es que para Margaret Thatcher el atentado había supuesto una revelación y una sorpresa. Nunca nada semejante había ocurrido en Inglaterra antes, quitando el asesinato de Lord Mountbatten, también obra del IRA, pero éste había tenido por objetivo a un hombre jubilado mientras paseaba en barco con su nieto, no a un jefe de Estado en activo. Indira, sin embargo, estaba mucho más acostumbrada a la muerte violenta. Había visto morir a Gandhi, Sheikh Rahman y a Sanjay. No hacía tanto, el asesinato de Salvador Allende en Chile la había traumatizado y todavía seguía atormentándola. Siempre pensó que su vida acabaría igual. Sin embargo, cuando el ministro de Defensa intentó convencerla de cambiar a la policía por el ejército para aumentar su protección, ella replicó:
– Ni se te ocurra considerar esa opción. Soy jefa de un gobierno democrático, no de un gobierno militar.
Unos días más tarde, Ashwini Kumar, jefe de la policía de fronteras, dio la orden de que todos los guardias de seguridad sijs destinados en la residencia de Indira fuesen relevados en sus funciones y reemplazados por otros de distintas confesiones. Pero Indira se opuso y vetó la orden. La medida iba en contra de su credo político más íntimo, a saber: que en un estado laico no se hacen distinciones entre religiones. Ashwini Kumar se quedó perplejo y frustrado. «La primera ministra está muy bien protegida de un ataque exterior -dijo-, pero… ¿y si el ataque viene del interior?» Indira apenas le prestó atención y le contestó: «¿Acaso no somos aconfesionales?»
Aquel otoño fue también el otoño de su vida. En noviembre iba a cumplir sesenta y siete años. Era presa de un mal presentimiento que el atentado contra Thatcher había agudizado. Sin decírselo a nadie, a mediados de octubre redactó un documento que luego fue rescatado de entre sus papeles: «Si tengo que morir de una muerte violenta como algunos temen y unos cuantos planifican, sé que la violencia estará en el pensamiento y en la acción del asesino, no en el hecho de mi muerte, porque no existe odio suficientemente oscuro como para hacer sombra al amor que siento por mi gente y por mi país; no existe fuerza capaz de desviarme de mi propósito y de mi esfuerzo por sacar este país adelante. Un poeta ha dicho del amor: "¿Cómo puedo sentirme humilde con tu riqueza a mi lado?" Lo mismo puedo decir de la India.» ¿Eran éstas las palabras de una mente depresiva? ¿O se trataba de una premonición? En todo caso, mostraban que Indira sentía que había hecho la elección correcta al haber decidido continuar con el legado familiar de servicio a la India en lugar de dedicarse a buscar su realización personal.
Llegó Diwali, la gran fiesta hindú de las luces, que en este país donde todo es mito y símbolo significa la victoria de la luz sobre las tinieblas. El cielo de la ciudad estaba salpicado de una miríada de resplandores mientras el estrépito de los petardos se oía a lo lejos. Por todas partes centelleaban bombillas, lamparitas, velas. Los barrios de chabolas parecían belenes y las casas de las grandes avenidas de Nueva Delhi exhibían guirnaldas de luces alambicadas y vistosas. Rajiv volvió de Orissa para pasar la fiesta en familia, como hacía puntualmente todos los años. Fiel a la costumbre, Indira encendió una lamparita de aceite ante la figura de Ganesh, el Dios elefante, el dios de la felicidad, que estaba en un altarcito en la entrada. Luego toda la familia siguió con el ritual de iluminar la casa con velas y lamparitas de aceite, y los niños empezaron a encender petardos. Sobre el estruendo de la fiesta, Indira escuchó a Rajiv decir que tenía que salir pronto a la mañana siguiente.
– ¿Adónde vas? -le preguntó Indira.
– A Bengala…
– ¿Bengala? Qué curioso, ¿sabes que allí creen que las almas de los difuntos comienzan su viaje hoy mismo, el día de Diwali? Allí la gente enciende lamparitas para indicarles el camino…
En el momento, las palabras de Indira no suscitaron respuesta alguna. Ya estaban acostumbrados sus familiares a oírle decir frases que achacaban a su estado depresivo. Pero a Sonia la conmovieron y se angustió tanto que esa noche tuvo una crisis de asma. Eran las cuatro de la madrugada cuando encendió la luz de su mesilla y se levantó para ir al armarito de las medicinas, teniendo cuidado de no despertar a Indira, que dormía en el cuarto de al lado. Pero Sonia se sorprendió al ver aparecer a su suegra, en camisón y con una linterna en la mano.
– Déjame ayudarte a encontrar tus medicinas -le susurró Indira, que obviamente no había dormido nada.
Las encontró y fue a por un vaso de agua para Sonia.
– Llámame si te encuentras mal otra vez -le pidió Indira-.
Procura descansar.
– Eso te digo yo a ti, que descanses… ¿No consigues dormir?
– No… Estoy pensando en irme a Cachemira el fin de semana. Quiero ver los chinares en flor. ¿Los has visto alguna vez?
Sonia negó con la cabeza. Indira prosiguió, en susurros:
– Es el árbol más bonito que existe, y sólo se da en Cachemira. Es como una mezcla de plátano y de arce grande, y en otoño se pone de unos colores espectaculares… rojo, naranja, pardo, amarillo. Es un espectáculo que me recuerda a mi infancia. Hay uno en Srinagar del que estoy enamorada desde que era niña. El más bello de todos los chinares". Tengo ganas de volverlo a ver.
«Aquel árbol parecía tener un significado especial para ella -diría Sonia-. ¿Era acaso la necesidad de despedirse de sus raíces, de los recuerdos y de todo lo que representaba Cachemira para ella?» Indira dudó en quedarse más de una noche en Srinagar, porque estaba preocupada por el asma de Sonia. Pero su nuera la animó y al final Indira se llevó a los nietos. Quería enseñarles esa tierra bella como el paraíso de donde eran oriundos. Y de paso el árbol.
Estuvieron treinta y seis horas en Srinagar y sus alrededores. Pero, para su gran decepción, el chinar de su infancia había muerto hacía poco tiempo. La noticia la conmovió. Supersticiosa como era, la reciente muerte de este chinar centenario no podía ser más que una señal del destino. No dejó traslucir su desazón y tuvo tiempo de llevar a sus nietos a dar una vuelta en shikara, esos barquitos en forma de góndola, sobre las aguas centelleantes y cubiertas de lotos del lago Dal. Les contó sus últimas vacaciones con el abuelo Firoz en uno de los barcos habilitados como hotelitos. Les habló de su amor por las montañas, que había heredado de su padre, y de cómo Cachemira había representado siempre, para Nehru y para ella, una cierta idea del Edén. Luego quiso mostrarles un bosque que exhibía los colores de fuego de los chinares y después los dejó en el hotel. Acompañada de un solo guardia de seguridad, se fue a ascender un monte sagrado para visitar un templo donde vivía un viejo sabio. Estuvieron unas horas juntos. «Indira me dijo que sentía que su tiempo se acababa y que le rondaba la muerte. Yo también lo sentí», confesaría el sabio, que no quiso perder la oportunidad de pedirle que fuese a inaugurar un edificio nuevo adjunto al ashram. «Volveré si sigo viva», fue la respuesta de Indira.
«Regresaron a Delhi el 28 de octubre e Indira pasó una velada tranquila con nosotros en el salón -escribiría Sonia-. Como solía hacer siempre, trajo de su estudio su taburete de mimbre y sus carpetas, y se puso a trabajar, echando un vistazo de vez en cuando a la televisión o charlando con nosotros.» Indira tenía la intención de convocar elecciones generales muy pronto, quizás en dos meses. Por la noche, Sonia le ayudó a preparar la ropa que se pondría al día siguiente para viajar a Orissa, en la costa este. Indira escogió un sari burdeos. El actor Peter Ustinov estaba dirigiendo un documental para la BBC sobre la India e iba a filmarla en su gira por el estado, uno de los más pobres del país. En Bhubaneswar, la capital de Orissa, la primera ministra hizo un discurso emotivo en el que habló de los grandes momentos de la historia de la India, desde los tiempos antiguos hasta la lucha por la independencia. De pronto, hacia el final cambió el tono de su voz, así como la expresión de su rostro: «Estoy aquí hoy, puede que no esté aquí mañana -dijo-. No me importa si vivo o muero… Continuaré sirviendo a mi pueblo hasta mi último suspiro y cuando muera, cada gota de mi sangre alimentará y fortalecerá a mi país, libre y unido.» Después, se dirigió a la Casa del Gobernador donde pensaba pernoctar. El gobernador se mostró sorprendido por la alusión a una muerte violenta.
– Sólo estoy siendo realista y honesta -le dijo Indira-. He visto a mi abuelo y a mi madre morir lentamente y con dolor, así que prefiero morir de pie.
La conversación se interrumpió con la noticia de que el todoterreno en el que sus nietos iban al colegio había sufrido un pequeño accidente esa misma mañana. Nadie había resultado herido. Pero Indira se puso lívida y muy nerviosa. Su eterna amiga, esa vieja paranoia, afloró de nuevo. Decidió regresar a Delhi inmediatamente.
Sonia estaba despierta cuando llegó su suegra a las tres de la madrugada.
– ¿Cómo están los niños? -preguntó Indira, angustiada.
– Bien. Están durmiendo. No les ha pasado nada.
Su secretario principal acudió a verla. La encontró muy cansada. Seguía llevando el mismo sari burdeos, arrugado y polvoriento. Indira estaba convencida de que el percance de la mañana era parte de un complot para secuestrar a sus nietos o agredirlos, y nada de lo que dijo su secretario sirvió para hacerla cambiar de opinión. Luego insistió en discutir asuntos urgentes sobre Cachemira y el Punjab.
– ¿No prefiere dejarlo para mañana? -sugirió el hombre.
– No, hablemos ahora. Mañana quiero descansar un poco.
Tengo una entrevista con el ex primer ministro británico James Callaghan, y por la noche una cena oficial aquí en casa en honor a la princesa Ana…
– Está todo listo para la cena, no te preocupes -dijo Sonia-. Sólo necesito que me digas dónde quieres sentar a la gente.
– Mañana mismo te haré una nota.
Sonia hizo un gesto de despedida y se fue a acostar.
Cuando Indira terminó de dirimir los asuntos pendientes con su secretario principal, llamó al otro, el fiel Dhawan, a quien dio instrucciones para que cancelase todas las citas del día siguiente, excepto la que tenía con Peter Ustinov, que quería entrevistarla por la mañana, y las previstas con la delegación británica por la tarde. Estaba muy cansada.
Dos horas más tarde, a las seis de la mañana, se levantó. Hizo sus ejercicios de yoga, se duchó y escogió un precioso sari de seda en tonos pardos y azafrán con un borde negro. Escogió esos tonos porque le recordaban los colores otoñales de Cachemira y además porque le habían dicho que quedaban bien en televisión. Por la misma razón no se puso el chaleco antibalas que la obligaban a llevar bajo la blusa desde que se multiplicaron las amenazas contra su vida. Probablemente no reparó en que el color azafrán era el color de la renuncia según la creencia hindú, y particularmente sij. Luego desayunó una tostada y una taza de té en su habitación mientras ojeaba la prensa. Sus nietos Rahul y Priyanka fueron a charlar un instante con ella, antes de ir al colegio. Cuando Priyanka le dio un beso de despedida, se extrañó de que su abuela la apretase tan fuertemente contra su cuerpo. Lo achacó al miedo que debía haber sentido con el pequeño accidente de la víspera. Luego Indira llamó a Rahul y le dijo: «¿Te acuerdas de lo que te dije el otro día, de que si me pasa algo, no quiero que lloréis por mí?» El chico asintió y, sorprendido, se dejó abrazar.
Después del desayuno, Indira fue a su vestidor, donde se puso en manos de dos maquillado ras del equipo de Ustinov. Sonia pasó a verla para informarle del menú de la cena. Indira siempre se cuidaba de no servir lo mismo al invitado que repetía en casa. No tuvieron mucho tiempo para hablar porque en seguida el secretario Dhawan fue a avisarla que el equipo de televisión estaba esperándola en su despacho de Akbar Road.
– Ultimaremos los detalles a la hora de comer -le dijo a Sonia al marcharse.
Indira cruzó el comedor, la antesala, y salió de casa. Era un día precioso, una mañana clara, sin neblina, luminosa. El sol teñía de oro la vegetación lujuriosa del jardín. La temperatura era perfecta y la brisa, un bálsamo. Olía a flores y a césped recién cortado. Anduvo por el camino que separaba su residencia de la oficina del partido en Akbar Road, entre macizos de flores y matorrales de hoja perenne. Un policía caminaba a su lado, llevando un paraguas negro para protegerla del sol. El secretario Dhawan seguía unos pasos detrás, y luego un escolta. Pasaron delante de un gran arce que exhibía hojas amarillentas y rojizas. Al final del sendero, ahora bordeado de buganvillas, Indira reconoció a su escolta Beant Singh abriéndole la pequeña verja que daba al jardín donde se encontraban las oficinas. Era difícil no verlo, porque Singh era un gigante, un sij del Punjab, tocado con un turbante a juego con el color caqui de su uniforme. Iba acompañado de otro escolta, también sij, que Indira apenas conocía. Al acercarse a ellos, interrumpió la conversación que mantenía con su secretario por encima del hombro para saludarlos. Lo hizo a la manera tradicional, juntando las manos a la altura del pecho, inclinando levemente la cabeza y diciendo: «Namasté.» Como respuesta, Beant Singh, su fiel escolta de los últimos cinco años, desenfundó una pistola y la apuntó contra ella. Hubo un silencio que duró la eternidad de medio segundo, interrumpido por el canto de un pájaro en las altas ramas de los nims. «¿Qué estás haciendo?», preguntó Indira. En ese momento, Singh le descerrajó cuatro tiros a bocajarro. Indira levantó el brazo como para protegerse. El escolta giró la cabeza hacia su compañero y gritó: «¡Dispara!» El otro escolta sij vació el cargador de su fusil automático Sten -veinticinco balas- en el cuerpo de Indira. El impacto la hizo girar sobre sí misma antes de desplomarse sobre la tierra húmeda del sendero. Tenía los ojos abiertos. Parecían mirar las copas de los árboles, quizás el cielo. Eran las nueve y dieciséis minutos. Cayó en el lugar exacto donde, unos días antes, había visto jugar a su nieto Rahul con uno de los perros.
Otro escolta, que seguía a Indira a cierta distancia y que no formaba parte de la conspiración, corrió hacia ella pero, antes de alcanzarla, una ráfaga le dio en el tobillo y cayó de bruces. Los demás acompañantes, paralizados, temiendo ser tiroteados, se agacharon como parapetándose detrás del cuerpo de Indira. Esperaban lo peor. Pronto oyeron las voces de otros agentes de seguridad que llegaban corriendo de Akbar Road. Creyeron que empezaría un violento tiroteo pero en ese momento los dos escoltas sijs tiraron las armas al suelo. «He hecho lo que tenía que hacer -dijo el gigante Beant Singh en punjabí-. Ahora vosotros haced lo que tengáis que hacer.» Era su manera de decir que, en nombre de los sijs, había vengado el sacrilegio del Templo de Oro. El policía que había sostenido el paraguas negro se abalanzó sobre él y lo tiró al suelo mientras el secretario Dhawan, que de milagro había salido indemne de la última ráfaga, consiguió salir de su estupor, arrastrarse hacia Indira y ponerse en cuclillas a su lado para atenderla. En seguida llegaron más soldados del cuerpo de policía de fronteras, que estaban de guardia en una garita en la calle, y neutralizaron al otro escolta asesino. Los llevaron a la garita, donde hubo una refriega. Se dice que intentaron escapar. El caso es que fueron tiroteados a su vez. Beant Singh murió en el acto. Al otro, gravemente herido, lo iban a trasladar a un hospital. Más tarde, se supo que fuera de sus horas de servicio Beant acostumbraba a frecuentar las gurdwaras (templos sijs) de Delhi y que charlaba con los elementos más exaltados. El otro acababa de pasar un mes de vacaciones en su pueblo del Punjab, en la cuna misma del nacionalismo sij.
El médico personal de Indira, que uno de los sirvientes había avisado nada más oír el tiroteo, llegó resollando y se afanó en realizar ejercicios de reanimación. «¡La ambulancia, rápido!», gritaba: «¡Llamad a la ambulancia para llevar a la señora Gandhi al hospital!» Una ambulancia estaba siempre aparcada frente al domicilio, como parte de la asistencia rutinaria a la primera ministra. Pero en el momento crítico no estaba disponible.
– ¡El chófer se ha ido a tomar un té! -dijo un sirviente.
– ¡Pues un coche! ¡Traed un coche ya!
Consiguieron traer un Ambassador blanco que maniobraron y metieron en el jardín. El secretario Dhawan y el policía agarraron el cuerpo inerte de Indira y lo llevaron hasta el automóvil. La tumbaron en el asiento trasero, y ellos se sentaron delante. El coche estaba a punto de arrancar cuando surgió Sonia, en albornoz, demacrada' el pelo mojado y revuelto y la mirada espantada. El tiroteo la había sorprendido en la ducha. Al principio lo había confundido con petardos, como los que los niños lanzan en Diwali. Pero el grito de una de las sirvientas le hizo darse cuenta de que algo terrible había ocurrido.
Y allí estaba la confirmación de sus temores: su suegra yacía sobre el asiento trasero, sin vida. La mujer que desde pequeña se había identificado con Juana de Arco había sido a su vez traicionada y llevada a la muerte por gente de su confianza. Sonia se metió en el automóvil. «¡Oh, mami! ¡Dios mío, mami!», decía al arrodillarse en el asiento trasero para coger en sus manos la cabeza de Indira y abrazarla, hablarle, apurar el último soplo de vida y quizás revertir el ineludible curso del destino. El coche salió zumbando en dirección al All India Institute of Medical Science, el mismo hospital donde habían llevado a Sanjay después de estrellarse en la avioneta. Sonia recordaría aquel trayecto de sólo cinco kilómetros de distancia como el más largo de su vida. El tráfico era muy denso y parecía que no llegarían nunca. Nueva Delhi ya no era la misma ciudad que cuando llegó; ya casi no había carruajes tirados por bueyes o camellos, ni elefantes, en las calles. La población se había multiplicado por cuatro y el tráfico rodado era denso. Indira se desangraba en sus manos y Sonia se sentía impotente. «¡Dios mío, más rápido!», repetía, mientras pasaba la manga de su albornoz sobre el rostro de Indira y procuraba enjugarle las heridas. Como un péndulo enloquecido, su estado de ánimo oscilaba de lo más negro a la esperanza: «¿Y si está simplemente inconsciente?», se preguntaba de pronto mientras el coche intentaba abrirse paso a bocinazos. «¡Rápido! -le decía al chófer-. ¡A lo mejor pueden salvarla!» Pero por muchos esfuerzos que hiciese el chófer, era imposible sortear el tráfico. ¿Podían imaginar esos conductores aletargados que en ese Ambassador blanco que ni siquiera disponía de sirena yacía el cadáver de la mujer que había regido sus destinos desde hacía más de veinte años? En la mente de Sonia se atropellaban preguntas, en desorden, como un volcán en erupción: «¿Dónde está Rajiv? ¿Cómo le aviso? ¿Dónde están los niños? ¡Tengo que mandar a por ellos! ¡Dios mío, mami, no te mueras!» Había sangre por todas partes: en el albornoz de Sonia las manchas eran de un rojo vivo, en el bonito sari de Indira habían adquirido un tono marrón. Los asientos tapizados de terciopelo también estaban empapados, formando una enorme mancha negra. Pero, aun así, Sonia seguía negándose a creer que lo peor había ocurrido, que ya todo había acabado para la mujer que hasta ese día había sido el pilar de su existencia. En el fondo, ya presentía que las balas de los asesinos habían hecho otras víctimas: su felicidad y la de su familia.
A las nueve y treinta y dos minutos, es decir dieciséis minutos después del atentado, llegaron al hospital. Pero nadie había avisado desde casa para decir que la primera ministra estaba a punto de llegar. Cuando los jóvenes médicos del servicio de urgencias la reconocieron, les entró el pánico. Uno de ellos tuvo la presencia de ánimo de llamar a un experto cardiólogo y unos minutos más tarde un equipo de los médicos más veteranos del hospital bajaron a ocuparse de Indira. Le hicieron una traqueotomía para hacer llegar oxígeno a sus pulmones y le colocaron varias vías para una transfusión de sangre. Decidieron subirla al quirófano de la octava planta. Allí, el electrocardiograma mostró débiles signos de latidos del corazón. Se lo hicieron saber a Sonia, que estaba sola, en la antesala. Una tenue luz de esperanza brilló en sus ojos húmedos. Le dijeron que los médicos estaban dando un vigoroso masaje al corazón de Indira, pero se abstuvieron de explicarle que estaba claro, por la dilatación de las pupilas, que el cerebro estaba irremediablemente dañado. Las balas habían perforado el hígado, los pulmones, varios huesos y la columna vertebral de la primera ministra. «Es un colador», dijo un médico. Sólo el corazón se había salvado. Aun así, durante cuatro horas, los médicos intentaron realizar un milagro.
Sonia apenas podía controlar su temblor. La idea de que el enemigo estaba dentro de casa era terrorífica. ¿De quién fiarse? ¿Y si algún sirviente, algún empleado, algún secretario estaba compinchado? Era como si todas las certezas de la vida se hubieran desmoronado de golpe. ¡Otra vez esa sensación de estar sobre arenas movedizas, donde nada es lo que parece y todo puede cambiar de un minuto a otro! «¡¿Dios mío, y los niños?!» No podía evitar pensar en el asesinato de Sheikh Rahman y de toda su familia. El hijo tenía la misma edad que Rahul. ¿Habrán ido a por los niños al colegio? ¡Si solamente pudiese hablar con su hermana! Pero Nadia no estaba en Nueva Delhi por esas fechas.
Fue Pupul Jayakar, la amiga del alma de Indira, quien llegó primero y quien la tranquilizó. Los niños estaban en casa, a salvo y estaban todo lo serenos que se podía estar en esas circunstancias. Pupul le dijo que la noticia todavía no había trascendido y que los movimientos de la calle eran normales. «Encontré a Sonia en estado de shock -contaría más tarde-. Casi no podía hablar. Empezó a temblar y no quise hacer preguntas.» Pupul le había traído ropa y Sonia trocó el albornoz manchado de sangre por un sari. En la hora siguiente, empezaron a llegar otros amigos, miembros del partido y del gobierno. A Sonia le hubiera gustado echarles a todos de la sala, a todos menos a los amigos íntimos y los compañeros que habían mostrado su lealtad inquebrantable hacia Indira, tan pocos que se podían contar con los dedos de una mano. Pero eso era olvidar que Indira no sólo era la madre de su marido, sino la de todo un pueblo. Su asesinato revestía una gravedad extrema. El país estaba descabezado, sin timonel. Aún no sabía nadie si el atentado había sido una venganza puntual contra Indira o si formaba parte de un complot más amplio para acabar en golpe de Estado. De eso trataban las conversaciones susurradas en los pasillos del hospital entre miembros del gobierno y de la oposición, mientras el vicepresidente departía con altos funcionarios del Gobierno en un cuarto del piso inferior. Departían sobre el futuro del país, porque Indira ya era el pasado. Estaba a punto de entrar en la historia. A las dos y veintidós de la tarde, cinco horas después de ser abatida a balazos por hombres cuya misión era proteger su vida, los médicos declararon que Indira Gandhi había muerto. Diez minutos después, la BBC daba la noticia al mundo.
A tres mil kilómetros de distancia, el Ambassador de Rajiv corría lo más rápidamente posible por una carretera estrecha y llena de baches del estado de Bengala, sorteando elefantes, carricoches, motos, camiones atiborrados de mercancías y gente, mucha gente. Quería llegar a Calcuta lo antes posible para desde allí volar a Delhi y quizás llegar a tiempo para despedirse de su madre. Su recorrido de precampaña electoral había sido interrumpido cuando, a doscientos kilómetros al sur de Calcuta, su coche fue interceptado por un Jeep de la policía. Un agente le entregó una nota: «Ha habido un accidente en casa de la primera ministra. Cancele todas las citas y regrese inmediatamente a Delhi.» Por la radio del coche que circulaba por un paisaje de centelleantes arrozales y aldeas de adobe, Rajiv se enteró de que su madre había sido tiroteada por sus escoltas y transportada al hospital, donde los médicos intentaban salvarla. Reaccionó con aplomo y tranquilidad, quizás porque todavía albergaba una leve esperanza de que sobreviviese. Después de dos horas y media de estrepitoso viaje, cuando estaban a unos cincuenta kilómetros de Calcuta, un helicóptero de la policía interceptó su coche. Rajiv subió al aparato, que lo dejó en el aeropuerto, donde un Boeing de Indian Airlines le estaba esperando para llevarlo a casa. Hizo el viaje en cabina, con los pilotos, que estaban en contacto por radio con la capital. La ausencia de noticias le hizo sentir que ya no volvería a verla viva. Fue a través de una comunicación llena de interferencias como se enteró por fin de que había fallecido. Se quedó quieto, sin hablar, sin llorar. Los Nehru no lloran en público cuando son golpeados, eso le habían enseñado siempre. Parecía que la noticia no le hubiera sorprendido, quizás porque le embargaba un cierto sentido de la fatalidad parecido al que tenía su madre.
En el hospital, después del anuncio de los médicos, Sonia pidió a Pupul que la acompañase a casa a por ropa para vestir a Indira para su último viaje. Además, Sonia estaba deseando ver a sus hijos y salir de ese hospital invadido de gente. Fuera, la actividad de las calles parecía normal. La noticia todavía no había trascendido.
Cuando llegó a casa y sus hijos le preguntaron: «¿Cómo está la abuela?», Sonia se vino abajo. Sus sollozos ahogaban sus palabras. ¿Pero eran necesarias las palabras? Rahul se aferró a su madre y Priyanka corrió al interior de la casa y regresó con el inhalador. Sonia no lo necesitó y poco a poco fue calmándose. Luego, después de darles todas las explicaciones, Pupul y Sonia fueron al vestidor de Indira. Para su viaje final, le eligieron uno de sus saris favoritos, color rosa viejo, y un corpiño que había sido un regalo de un viejo sabio que ella admiraba mucho.
Los niños no quisieron quedarse en casa. También ellos querían ver por última vez a su abuela, y no querían dejar a su madre en ese estado, de modo que Sonia y Pupul se los llevaron de vuelta al hospital. El ambiente de la calle había cambiado por completo. Las tiendas estaban cerrando. «Veíamos a hombres con caras de ansiedad pedaleando con rapidez para volver a casa», diría Pupul. A medida que se acercaban al hospital, vieron a cada vez más gente caminar en la misma dirección. Tanta era la afluencia que la policía bloqueó la entrada principal, de modo que tuvieron que utilizar una entrada de servicio.
A la misma hora, Rajiv aterrizaba en el aeropuerto Palam con un nudo en el estómago. No estaban ni Sonia ni sus hijos para recibirle, los únicos que de verdad hubiera querido ver en ese momento. En cambio, en la pista, a pie de escalerilla, le esperaban sus ayudantes, algunos amigos y, sobre todo, muchos políticos del Congress. Ya estaban allí. Rajiv supo enseguida lo que venían a pedirle. Venían a exigirle que, le gustase o no, fuese el próximo primer ministro de la India.
Unos amigos lo condujeron al hospital. También ellos estaban de acuerdo con la idea de que él debía suceder a su madre. Nadie parecía disentir de lo que era considerado como ley de vida. Además, era lo mejor que podía pasarle para su seguridad y la de su familia, porque dispondría de todo el poder del Estado para protegerle. Era un argumento poderoso, que hizo mella en Rajiv.
– Pero eso lo tienen que decidir el partido y el presidente de la República -objetó-. El presidente es el encargado por ley de escoger a la persona que debe formar gobierno.
– Ya ha tomado la decisión.
– ¡Pero si no está en Delhi!
– Ya lo ha hecho saber. Tienes que aceptar, Rajiv, es lo mejor para vosotros.
En el avión en el que regresaba de un viaje oficial a Yemen, interrumpido por la noticia del asesinato de Indira, el presidente de la República, viejo amigo de la familia Nehru, ya había tomado la decisión de pedirle a Rajiv que fuese primer ministro. Y además que asumiese el cargo de inmediato, ya mismo, sin dejar pasar más tiempo. El momento era de una extrema importancia. La muerte de Indira a manos de pistoleros sijs hacía temer un estallido de violencia entre comunidades, la pesadilla de todo dirigente indio. Por eso era urgente evitar el vacío de poder, para mantener el país unido frente a semejante amenaza que podía acabar con el orden constitucional y, en definitiva, con la India como nación. Así se lo hizo saber el miembro decano del partido, en el mismo aeropuerto: «No debemos dejar el trono vacío, es muy peligroso.» Cuando, más tarde, el presidente de la República explicó las razones de su elección, dijo que tenía que escoger a un nuevo primer ministro del Congress, porque era el partido con mayoría aplastante en el Parlamento. ¿Y quién mejor que Rajiv, que tenía una reputación intachable y era joven e inteligente? Existía otra razón, que no tenía nada que ver con los méritos profesionales de Rajiv, y es que esa elección es la que le hubiera gustado a Indira. «Conocía su manera de pensar y lo que quería -confesó el presidente-, aunque nunca lo discutimos específicamente. Simplemente, sabía cómo era ella.» De modo que Rajiv se encontró en un callejón sin salida. Desde el más allá, la voz de su madre retumbaba en sus oídos. Si no la había abandonado nunca en vida, ¿iba a hacerlo ahora en la muerte? ¿No había tomado ya la decisión de entrar en política? ¿No era lo que le pedía el país la lógica consecuencia de ello? Nunca había querido ser primer ministro, a lo sumo tener un cargo en el gobierno, pero a veces la vida se acelera y no deja elegir.
En su recorrido por los pasillos del hospital, Rajiv se fue encontrando con toda una serie de personajes que habían formado parte de la vida de su madre, incluyendo a una llorosa Maneka, al inefable gurú Dhirendra Brahmachari, que repetía que Indira tenía que haberle escuchado para conjurar el peligro que se cernía sobre su vida, a ministros y funcionarios, ayudantes y secretarios que lloraban en pequeños corros. Los barones del partido estaban todos en el hospital y aprovecharon su llegada para hacerle saber que lo querían como nuevo líder del Congress y, en consecuencia, nuevo líder de la nación. Todos daban por hecho que hablaban con el futuro primer ministro. «Tienes que aceptar -le decían-. Si no por ti, hazlo por tu mujer e hijos, por vuestra seguridad. Y por tu madre, por la memoria de tu abuelo, por la familia, por la India.»
Eran las tres y cuarto de la tarde cuando Rajiv llegó a la sala adjunta al quirófano. Se fundió en un abrazo con Sonia, que rompió en sollozos. Quizás se acordaba de aquella primera cita con Indira en Londres, cuando le había entrado un pánico cerval a conocerla. ¿Quién iba a pensar entonces que la querría tanto, y que les dejaría así, solos ante el abismo?
Rajiv abrazó luego a los niños, que estaban muy asustados. La ola de terror que el atentado había desatado se había propagado como una epidemia. ¿No había jurado un grupo de fanáticos, después de la Operación Blue Star, exterminar a los descendientes de Indira hasta la centésima generación? ¿Quién sería el próximo? «… ¿Papá, mamá, nosotros?» ¿Quién sabía si detrás de cualquier enfermero, de cualquier visitante, de cualquiera de los muchos que recorrían los pasillos de ese hospital no se escondía otro terrorista asesino? ¿Dónde se detendría la furia vengadora de los extremistas sijs?
No tuvo mucho tiempo de consolar a su familia porque la gente le solicitaba constantemente. El país exigía su atención, sin siquiera darle tiempo a llorar la muerte de su madre y tranquilizar a los suyos. «Recuerdo que sentí la necesidad de estar a solas con él, aunque sólo fuese un momento», diría Sonia. Se lo llevó a un rincón del quirófano, a pocos metros de donde los médicos estaban cosiendo el cadáver de Indira. Olía a formol y a éter. La blanca luz de los neones mostraba con toda su crudeza las facciones devastadas del rostro otrora suave de Rajiv.
– Me van a hacer primer ministro -le dijo en un susurro.
Sonia cerró los ojos. Era lo peor que podía haber escuchado. Era como el anuncio de una segunda muerte en el mismo día. Rajiv le cogió ambas manos, mientras siguió susurrándole las razones que le obligaban a aceptar el cargo.
– Sonia, ésa es la mejor manera de protegernos, créeme. Dispondremos de la máxima protección. Ahora, es lo que necesitamos.
– Vámonos a vivir a otro sitio…
– ¿Y crees que estaremos seguros en otro país? Estamos todos en la lista negra de los extremistas, y esos fanáticos son capaces de golpear en cualquier lugar. No, Sonia, no nos queda más remedio que vivir protegidos constantemente, por lo menos hasta que la amenaza remita.
Sonia lloraba desconsoladamente. Sabía lo que eso significaba.
Significa tener que vivir en un entorno claustrofóbico, que los niños no podrían disfrutar de una existencia normal… ¿Era eso vivir? ¿Y la felicidad en todo esto? ¿Esa felicidad a la que se habían tan cómodamente acostumbrado?
– Te lo suplico, Rajiv, no dejes que te hagan esto -le rogó Sonia.
– Te aseguro que es por nuestro bien.
– ¿Por nuestro bien? Pero si ese sistema de protección del que hablas ha demostrado ser totalmente ineficaz. ¡Una primera ministra tiroteada en su propia casa, y ni siquiera el equipo de emergencia más básico a mano…! ¿Te das cuenta?
– La avisaron de que debía prescindir de sus guardias sijs, pero no hizo caso…
– ¿Qué quieres decir, que se lo buscó?
– Tendría que haber escuchado al jefe de la policía y al de Inteligencia. Seguiría ahora con nosotros, si lo hubiera hecho.
Él la abrazó de nuevo. Ella prosiguió:
– Dios mío, te matarán a ti también.
– No tengo elección, me matarán de todas maneras, esté o no en el poder…
– Por favor, no aceptes, diles que no…
– No puedo, mi vida. ¿Te imaginas seguir viviendo como si nada, siempre con miedo, aquí, en Italia o en donde fuese?… Es lo que pasaría si no acepto. Así es como tienes que verlo. Es mi destino. Nuestro destino… Hay momentos en que la vida no te deja elegir porque no hay elección posible. Ayúdame a aceptarlo.
– ¡Oh no, Dios mío, no!… -musitaba Sonia inmersa en un mar de lágrimas-. Te matarán, te matarán… -repetía mientras el secretario oficial de Indira, P.C. Alexander, vino a interrumpirles. La rueda de la sucesión no podía esperar. Era urgente ponerla en marcha. Cogió a Rajiv del brazo.
– Tenemos que organizar la toma de posesión -dijo en voz baja.
– Voy a casa a cambiarme de ropa -le contestó Rajiv-. Estaré antes de las seis en el palacio del presidente de la República.
Entonces Sonia supo que no había nada que hacer, que de nuevo tenía que doblegarse ante unas fuerzas que le sobrepasaban y que nunca podría controlar. ¿Qué podía hacer ella contra un país que se había quedado huérfano y que reclamaba la cabeza del hijo? Cuando Rajiv le dio un beso en la frente y se separó lentamente de ella, Sonia, presa de una indefinible sensación de melancolía, sintió un desgarro en las entrañas, como cuando estaba en el Ambassador sosteniendo la cabeza de una Indira moribunda entre sus brazos.
Por la tarde de ese mismo día tuvo lugar la ceremonia de toma de posesión de Rajiv Gandhi como sexto primer ministro de la India en el salón Ashoka del Palacio del Presidente de la República, el mismo lugar donde su abuelo y su madre habían sido investidos para el mismo cargo. De los seis primeros ministros, tres habían pertenecido a la misma familia y los otros tres habían sido muy breves. En treinta y seis años de independencia, los Nehru habían sido primeros ministros durante treinta y tres años. Indira había sido la tercera en morir en el cargo, pero la primera de una muerte violenta. No fue una ceremonia animada, como correspondería en circunstancias normales. Allí estaba un hombre joven, a quien no le habían dado tiempo para asimilar la muerte de su madre y su repercusión en la nación, empujado a aceptar el papel más difícil y exigente al que podía aspirar cualquier ciudadano de la India. Sin quererlo ni desearlo.
Antes de aceptar, Rajiv había dejado claro que mantendría el gobierno anterior, sin miembros nuevos ni cambios de cartera. A continuación tuvo lugar su primer consejo de ministros, en el que el debate giró en torno a los funerales de Indira. Decidieron instalar la capilla ardiente en Teen Murti House, la antigua residencia de Nehru, el palacete donde Rajiv había pasado su infancia. Usha, la fiel secretaria, fue de las primeras en llegar y así describió a su antigua jefa, tendida en el féretro, el cuerpo amortajado pero el rostro descubierto: «Su cara estaba hinchada y sin color. Mejor que no se hubiera visto así porque no se hubiera gustado, ella que siempre iba tan bien arreglada y que cuidaba tanto su apariencia.» Lo mismo debió de pensar Sonia. La televisión captó un momento corto e intenso, un gesto que quedó grabado en la memoria de millones de indios y que hablaba, más que cualquier declaración escrita o expresada oralmente, del vínculo que unía a ambas mujeres. Sonia, serena, pasó un pañuelo por la comisura de los labios de Indira para secarle el brillo de la piel. Como si en lugar de muerta estuviera viva y siguiese necesitando sus cuidados. La lealtad sobrevivía así a la muerte.
Pasadas las once de la noche, el nuevo primer ministro apareció en televisión, en un discurso que fue retransmitido por radio al mundo entero. Sonia estaba en el estudio de grabación, el corazón partido al ver cómo el poder había secuestrado a su marido, utilizando sin escrúpulos los apellidos Nehru-Gandhi para mantener el país unido en tiempo de crisis. ¿No era una crueldad haber pedido a alguien con tan poca veteranía en política como su marido que aceptase un cargo que precisaba de tanta experiencia, al menos en esos tiempos tan difíciles?
«Indira Gandhi ha sido asesinada -empezó diciendo Rajiv ante las cámaras-. Sabéis cuán cerca de su corazón estaba el sueño de una India próspera, unida y en paz. A causa de su muerte prematura, su labor ha quedado interrumpida. A nosotros nos toca acabarla.»
Su discurso, y el tono de emoción contenida con el que lo pronunció, recordó a muchos el discurso que hizo su abuelo Nehru tras el asesinato de Gandhi. Entonces Nehru tuvo miedo de que los musulmanes fuesen culpados del magnicidio, por eso se apresuró en decir alto y claro que el culpable había sido un fanático hindú. Treinta y seis años más tarde, Rajiv Gandhi no hizo referencia alguna a los asesinos de su madre, o a sus motivos. Aludió a la naturaleza religiosa del asesinato cuando hizo un llamamiento a la calma y a la unidad, diciendo que nada le dolería más al alma de Indira Gandhi que un brote de violencia en cualquier lugar del país.
Pero la violencia ya había estallado. Primero empezó en los alrededores del hospital, cuando varios taxis conducidos por sijs fueron apedreados y un templo sij, incendiado. Cualquier hombre enturbantado parecía de pronto sospechoso. Los vecinos sijs recogieron a sus niños de las calles, se encerraron en casa, bajaron las persianas y apagaron la luz, procurando hacerse invisibles. Las mujeres miraban espantadas entre las rendijas. Algún sij corría a buscar refugio. Para otros, no había refugio. Sabían que el asesinato de Indira Gandhi los habían convertido en blanco de la ira del pueblo. Al caer la noche, se formaron grupos de gente en las callejuelas, la mayoría hindúes, algunos con palos en la mano, otros incitando a la caza del sij. Fue una noche negra, aún más oscura por la oleada de odio y terror que se abatió sobre la ciudad, que apenas durmió. La intensidad de las matanzas aumentaba a medida que surgían rumores de que los sijs habían envenenado los depósitos de agua potable de la capital, o de que un tren lleno de hindúes que venían del Punjab había sido atacado. No eran verdad, pero la gente los creía. Bandas de gamberros, que al principio destrozaban casas y comercios propiedad de sijs, sacaron luego de sus hogares a hombres y niños con turbante para despedazarlos a machetazos frente a sus mujeres horrorizadas. En las calles, grupos de matones se abalanzaban sobre los sijs, a los que daban palizas de muerte o rociaban de gasolina para prenderles fuego. Familias enteras fueron acuchilladas en trenes y autobuses. La policía no se atrevía a intervenir, por pura desidia y también porque en el fondo estaban de acuerdo en vengarse de esa turbulenta minoría. Durante tres días, mientras miles de personas desfilaban ante el cuerpo de Indira Gandhi, entre los que se encontraban estrellas de cine, jefes de Estado, líderes políticos, amigos, familiares y miles de ciudadanos que nunca habían conocido a Indira pero que sentían profundamente su pérdida, la orgía de violencia siguió extendiéndose. Más de dos mil coches, camiones y taxis ardieron, así como un rosario de fábricas propiedad de familias sijs, como la de Campa Cola, la respuesta india a la Coca -Cola, que pertenecía a un antiguo amigo de Sanjay que les había ayudado en tiempos de penuria. Los periodistas documentaron un episodio particularmente atroz en un barrio de la margen derecha del río Yamuna, donde un grupo bien organizado dio muerte de manera sistemática a todo sij frente a la pasividad de la policía. Ni siquiera les daban la oportunidad de salvarse porque prendían fuego a las casas con sus habitantes dentro. Una de las periodistas que fue testigo de lo ocurrido llamó por teléfono a Pupul: «Por favor, haz algo, la situación es trágica», le dijo con voz asustada. Pupul se quedó perpleja. Hasta hacía muy poco tiempo, hubiera sabido qué hacer. Habría cogido el teléfono y hubiera llamado a su amiga Indira, que habría actuado inmediatamente. Pero ahora no sabía a quién dirigirse. De modo que llamó al ministro del Interior que casualmente estaba reunido con Rajiv en el número 1 de Safdarjung Road. Le explicó las masacres, las violaciones, el horror de lo que estaba ocurriendo a menos de diez kilómetros de donde se encontraban. «Hable con el primer ministro», le dijo, y acto seguido le pasó a Rajiv. Pupul le repitió lo que ya había contado. «Me era difícil dirigirme a Rajiv como primer ministro, me era difícil entender que el enorme poder y la masiva autoridad de Indira ahora recaían en él» Rajiv la hizo ir a su casa, donde Pupul contó con más detalle todo lo que sabía. El primer ministro parecía desconcertado e indeciso.
– ¿Qué hago, Pupul? -le preguntó.
– No me corresponde decir lo que debe hacer el primer ministro -le contestó ella-. Te puedo decir lo que tu madre hubiera hecho. Habría llamado al ejército y hubiera mantenido el orden a toda costa. Habría salido en televisión y con todo el prestigio de su cargo hubiera dejado bien claro que bajo ningún concepto consentiría las masacres.
– Ayúdame a redactar un discurso como los que hubiera hecho mi madre -le pidió Rajiv mientras la acompañaba hasta la puerta-. Por favor, hazlo ya, es urgente.
Pupul lo hizo, pero cuando se sentó frente al televisor, no apareció Rajiv, sino el ministro del Interior. Pupul pensó que no era una presencia suficientemente contundente para calmar los ánimos. Le pareció que el discurso carecía de la angustia del hijo y de la autoridad de un primer ministro. De hecho, el ejército no fue llamado a intervenir esa noche por miedo a inflamar aún más los ánimos, de modo que el terror y la barbarie continuaron. Esa indecisión fue atribuida por muchos a la inexperiencia de Rajiv. Pero la verdad es que estaba superado por los acontecimientos, todavía bajo el trauma de haber perdido a su madre y de encontrarse con las riendas del poder, sin saber realmente cómo funcionaban los resortes de ese poder.
Entre los sijs cundía tal pánico que por primera vez en su vida, muchos de ellos se quitaron el turbante y se cortaron las barbas y el pelo para salvarse. Unos cien mil huyeron de la capital. El escritor Kushwant Singh se refugió con su mujer en la embajada de Suecia: «Lo que las turbas buscaban eran los bienes de los sijs, los televisores y las neveras, porque somos más prósperos que los demás. Matar y quemar gente viva sólo era parte de la diversión.» Al anochecer, grupos de sijs se dispersaban por la ciudad buscando refugio. Dos de ellos llegaron a casa de Pupul, y sorprendieron a la mujer del dhobi, el lavandero, que a esas horas debía estar participando en los disturbios. Ante los gritos de susto de la mujer, los sijs salieron corriendo, pero Pupul les hubiera dado cobijo esa noche, como lo hicieron también muchas familias hindúes. De la misma manera que muy pocos sijs habían sido seguidores de Brindanwale, muy pocos hindúes querían vengarse de los sijs. Pero los que lo hicieron fueron de una crueldad que recordaba a los tiempos de la Partición. En tres días, unos tres mil fueron masacrados.
Por la tarde del 2 de noviembre, Rajiv salió por fin en televisión exigiendo el fin de la violencia. «Lo que ha ocurrido en Delhi desde la muerte de Indira Gandhi es un insulto a todo lo que ella defendía», dijo claramente. Al día siguiente, por fin mandó intervenir al ejército, que impuso el toque de queda y entró con tanquetas en los barrios más conflictivos con orden de disparar a todo el que fuera sorprendido en flagrante delito de agresión.
El 3 de noviembre, mientras la paz se imponía por la fuerza, tenía lugar la cremación de Indira muy cerca de donde había tenido lugar la de Nehru y la de Sanjay, en la ribera del río. Rajiv dio siete vueltas a la pira funeraria de su madre, antes de plantar una antorcha entre los troncos de sándalo. Las llamas fueron prendiendo mientras el sol teñía de naranja, rojo y oro el cielo. Asistía un impresionante elenco de personalidades, entre las que se encontraban George Bush padre, la Madre Teresa, miembros de la realeza europea, artistas y escritores, magnates de los negocios, científicos y jefes de Estado. Para una elegante señora vestida de negro, estos funerales revestían una importancia muy particular. Margaret Thatcher recordaba las cálidas palabras de Indira cuando pocas semanas atrás la llamó después del atentado del IRA. «Tenemos que hacer algo contra el terrorismo…», le había dicho.
La silueta de Rajiv entre las llamas que devoraban el cuerpo de su madre quedó grabada para siempre en los ojos de todo un pueblo, como una antorcha de esperanza. «Todo era caos a su alrededor -escribió un conocido periodista- pero él daba una imagen de confianza, parecía controlar la situación.» La Dama de Hierro británica comentó: «He visto en Rajiv el mismo auto control que tenía la señora Gandhi…» La que estaba absolutamente desconsolada, y no lo escondía, era Sonia. «Si alguien hubiera pintado la escena -dijo Margaret Thatcher-, su propio dolor hubiera bastado para comunicar el sentimiento general.» Paradójicamente, no había una enorme multitud de gente humilde, de los millones que habían venerado a Indira como a una diosa. El miedo a los altercados y la atmósfera de violencia que reinaba en la ciudad disuadieron a muchos de ir a rendirle su último homenaje.
Fiel a las instrucciones que había recibido de su madre hacía poco tiempo, una mañana Rajiv cogió la urna de bronce que contenía las cenizas v se embarcó en un avión de la Fuerza Aérea india. Después de una hora de vuelo, sobrevolaba la cordillera del Himalaya, una cresta de picos blancos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Le abrieron una compuerta en el suelo del avión que dejó entrar un aire helado. Rajiv, tocado un gorro de astracán, vestido con un chaquetón de piel, gruesos guantes forrados y llevando una máscara de oxígeno, cogió la urna, también envuelta en una bolsa de piel para que su contenido no se congelase, la abrió y dejó caer las cenizas sobre las montañas, tal y como manda el ritual, para que la muerte volviese a la vida, trece días después de que Indira Gandhi hubiese entrado en la historia.
Rajiv no tuvo un minuto para detenerse a conjurar su propio dolor. La vida política continuaba y los jefes del partido le aconsejaron adelantar las elecciones generales. Querían capitalizar el voto de simpatía que el asesinato de Indira era susceptible de provocar. Rajiv entendió que esas elecciones eran muy importantes para él, porque le servirían para adquirir legitimidad popular y no parecer únicamente que había sido designado a dedo por los seguidores de su madre. De modo que fijó la fecha de votación para el 26 de diciembre de 1984. Quiso que Sonia le acompañase de nuevo a hacer campaña en la circunscripción de Amethi, donde Maneka, con su hijito en brazos, se presentaba como candidata rival. Sonia era ahora la primera dama del país, y sólo pensarlo le daba vértigo. El destino no podía haber elegido alguien menos predispuesto para asumir ese papel. Un papel que hubiera llenado de orgullo y satisfacción a la mayoría de las mujeres, pero que a ella le producía melancolía, porque le hacía añorar su antigua vida. ¡Qué lujo era vivir con seguridad! ¡Qué lujo poder dedicarse a restaurar cuadros, salir con las amigas, ser libre y llevar una vida anónima! Estaban todavía tan traumatizados que antes del viaje a Amethi, y coincidiendo con el 68.0 cumpleaños de Indira, Rajiv y ella redactaron sendas instrucciones: «En caso de mi muerte o la de mi mujer Sonia en accidente, dentro o fuera de la India, nuestros cuerpos deben ser repatriados a Delhi y quemados juntos, según el ritual hindú, en un lugar a cielo abierto. Bajo ninguna circunstancia nuestros cuerpos serán quemados en un crematorio eléctrico. Según nuestra costumbre, nuestro hijo Rahul deberá encender la pira… Es mi deseo que nuestras cenizas sean esparcidas en el Ganges, en Allahabad, donde lo fueron las cenizas de mis antepasados.» ¿No decía el refrán que la cobra muerde siempre dos veces, o sea que una desgracia nunca llegaba sola?
Sonia, vestida con saris blancos, como correspondía al luto por su suegra, descubrió que ahora se encontraba mucho más a gusto entre la multitud de Amethi. «Me convertí en asidua de ese lugar -escribiría más tarde-o Conocía a la gente y sus problemas, y ya no me sentía una extraña entre ellos.» Pero la ausencia de Indira se hacía sentir cruelmente. Había sido el centro del universo familiar, una personalidad fuerte, fiable, siempre presente para guiar, aconsejar, animar y rodear a los suyos. El vacío era abismal. Rajiv se había quedado huérfano, sin la última figura de su familia. Un día, estaba Sonia buscándole en casa, pero nadie parecía saber dónde se había metido. Por fin lo encontró en el antiguo estudio de Indira, observando objetos y fotos de su madre, como si estuviera rastreando su huella. «Parecía muy perdido y muy solo -escribiría Sonia-. Muy a menudo sentía intensamente su ausencia.» Era inevitable. Allá donde iba, aun en los confines más remotos del subcontinente, veía carteles con la cara de su madre, siempre acicalada con su mechón de pelo blanco bien visible y saludando con la palma de la mano hacia arriba. Siempre alguien le hablaba de ella, de la última visita que había realizado allí, de lo que había hecho por esa comunidad, de los niños que había bendecido y hasta del funcionario que había reprendido. Indira había dejado su huella en todo el país, y a Rajiv a veces le parecía que seguía viva, que estaba a punto de aparecer para reconfortarlo y darle ánimos. No le quedaba más remedio que hacer acopio de sus reservas de coraje y fortaleza mental para enfrentarse con estoicismo al recuerdo de su madre.
La gira electoral de Rajiv por el todo el país hubiera sido triunfal de no ser por un grave accidente que ocurrió en la ciudad de Bhopal, en el centro de la India, cuando un escape de gas venenoso de una fábrica de pesticidas, propiedad de la multinacional norteamericana Union Carbide, se extendió por los barrios más pobres de la ciudad, causando miles de muertos y heridos. Considerado el mayor accidente industrial de la historia, la tragedia de Bhopal, justo al principio de su carrera, fue vista por muchos como un mal augurio para el hombre que quería a toda costa desarrollar el país y estrechar lazos con la elite de los negocios. Rajiv decidió inmediatamente visitar la ciudad siniestrada. Prefería que Sonia se quedase en casa, no fuera a ser que el veneno de la fábrica anduviese todavía flotando en el aire, pero ella se negó y fue con él. Nada más llegar, quedaron impresionados por los efectos del envenenamiento. Los hospitales estaban atestados de gente que había perdido la vista, de madres que lloraban la muerte de sus hijos, de niños huérfanos y de hombres desesperados por la aniquilación de sus familias. Ante semejante tragedia, sus diatribas sobre la industrialización de la India y su llamamiento a preparar el país para el siglo XXI parecían palabras huecas. Rajiv se dio cuenta de los problemas que el propio desarrollo era capaz de engendrar. Por lo pronto, hizo lo único que podía hacer, desbloqueó ayuda urgente para las víctimas y se comprometió a que el gobierno les daría una compensación justa. Pero eso nunca se consiguió [1].
Rajiv arrasó en las elecciones de diciembre de 1984, con un resultado mejor del que jamás habían conseguido su abuelo o su madre. Sonia le felicitó efusivamente, a pesar de intuir que esa noticia les acercaba un poco más al borde del precipicio. Durante los tres últimos años su marido había sido diputado del Parlamento responsable únicamente de Amethi, y uno de los secretarios generales del partido. Ahora tenía a su cargo quinientas cuarenta y cuatro circunscripciones y la responsabilidad de gobernar un inmenso, volátil y a veces ingobernable país gripado por un gigantesco aparato de Estado. ¿No había escrito un político inglés que la cordillera del Himalaya parecía pequeña comparada con la carga que soporta un primer ministro de la India a sus espaldas? La dinastía había recibido el mandato del pueblo, un mandato a escala nacional, pero Rajiv no se hacía ilusiones sobre las razones de su éxito: «Ha sido sobre todo por la muerte de mi madre… Nadie me conocía realmente, lo que han hecho ha sido proyectar en mí las expectativas que tenían puestas en ella. Me he convertido en símbolo de sus esperanzas.» Quien perdió estrepitosamente fue Maneka, a pesar de haber hecho una campaña muy dinámica. La ola de simpatía por Rajiv, y quizás el hecho de que ella fuese hija de una familia de origen sij, la barrieron del mapa de la política, por lo menos momentáneamente. Ahora quedaba claro quién era el verdadero heredero del manto de los Nehru-Gandhi.
A Sonia y a los niños se les hizo aún más cuesta arriba luchar para recuperarse del trauma de la muerte violenta de Indira porque, después de quince años viviendo en la misma casa, tuvieron que dejarla y mudarse a otra considerada más segura y más apropiada como residencia oficial del primer ministro, y que se encontraba cerca, en Race Course Road. Ahora que el terrorismo se había convertido en una realidad ineludible de la vida política india, la familia se veía rodeada las veinticuatro horas del día de un impresionante despliegue de fuerzas de seguridad. En parte se trataba de un alarde innecesario, desplegado para compensar todos los fallos que habían cometido con Indira. La responsabilidad de proteger al primer ministro ya no recaía en una fuerza paramilitar, sino en un grupo profesional especializado, el Special Protection Group, creado precisamente a raíz del reciente magnicidio. «Su presencia puso fin a lo que quedaba de nuestra privacidad y nuestra libertad», dijo Sonia. De repente, un día, se pegó un susto cuando estaba en el jardín, con sus tijeras de podar en la mano, y vio en la rama de un árbol a una especie de marciano, totalmente vestido de negro, con pasamontañas, chaleco antibalas y metralleta en ristre. «Estoy de guardia», le dijo el hombre. En otra ocasión en la que tuvo que salir deprisa a comprar algo al economato americano, otro marciano, en la puerta, se lo impidió.
– Señora, no puede salir ahora.
– ¿Cómo que no puedo? Necesito ir a la embajada americana, tengo invitados esta noche…
– Señora, tiene que acostumbrarse a avisarnos con un poco de tiempo. No podemos reaccionar de manera improvisada. Hay unos trescientos agentes encargados de la protección de su familia en este momento.
«¡A buenas horas!», pensó Sonia, que no tuvo más remedio que llamar a su hermana Nadia para que le hiciera el favor de comprar lo que necesitaba y traérselo a casa.
Aunque era desesperante vivir así, no hubo más remedio que acostumbrarse. A Rajiv, los agentes de seguridad quisieron impedirle que siguiera con la costumbre heredada de su madre y de su abuelo de recibir a cientos de visitantes muy pronto por la mañana que le hacían preguntas y le escuchaban sentados en el césped. Pero él insistió en mantenerla, aunque sólo fuese tres días por semana. Era importante que pudiese tomar el pulso del pueblo. y también aprovechaba para perfeccionar su hindi, que hablaba con errores de sintaxis y a veces de pronunciación.
En casa se despertaban a las seis de la mañana con el morning tea que les servían en una bandeja. A las ocho y media, toda la familia estaba reunida para desayunar. Rajiv se iba en seguida y Sonia se quedaba organizando la casa y, si tenía tiempo, leyendo y recortando la prensa. Sus hijos habían dejado de ir al colegio el día del asesinato de la abuela. Según la policía, era demasiado peligroso que fueran a un lugar donde un hombre armado pudiera penetrar con facilidad. De modo que ahora unos profesores particulares llegaban hacia las diez para darles clase en casa. Sonia aprovechaba ese momento para salir a hacer compras o ir a alguna exposición. Iba siempre inmaculadamente ataviada, porque era consciente de que su persona era sometida a un implacable escrutinio público. «Tiene más saris que Imelda Marcos zapatos», decía un rumor. Lo que tenía era la colección de saris y de chales de Indira, en su mayoría regalos que, en su calidad de primera ministra, había acumulado en todos sus recorridos por la India. Sonia los había heredado.
Por las tardes se quedaba con los niños y buscaban maneras de distraerse sin salir, como viendo películas de vídeo. Los domingos quiso mantener la costumbre de invitar a sus amigos íntimos al brunch, aunque Rajiv rara vez pudiese asistir, por lo ocupado que estaba. Pero le parecía importante mantener la apariencia de normalidad. Todos los visitantes, incluida su hermana Nadia y el matrimonio Quattrochi, tenían que ser registrados y pasar una triple barrera de detectores de metales antes de ser admitidos. Se juntaban en el jardín y se charlaba alegremente en italiano, francés, inglés y español mientras degustaban delicias indias servidas en thalis, típicos platitos de latón. Sonia sorprendía con algunos platos difíciles de cocinar en la India, como langostinos en salsa de ajo, que se convirtió en un favorito de los domingos.
Aparte de esos momentos robados, la normalidad era una quimera. Cualquier pequeño retraso de Rajiv, que se esforzaba en comer en familia siempre que podía, provocaba grandes sustos. Los únicos momentos de vida normal los tenían cuando iban de vacaciones a Italia, en verano y por navidades. También allí había vigilancia, aunque no tan agobiante. En Nueva Delhi, vivían como prisioneros.
Lo que tuvo que abandonar totalmente Rajiv fueron sus aficiones especialmente la fotografía, en la que había conseguido un buen nivel profesional. No le quedaba tiempo para escuchar sus canciones preferidas ni para asistir a algún concierto de música clásica india con Sonia y sus hijos. Pero estaba resuelto a continuar siendo un piloto competente, porque era su pasión y además le daba una cierta seguridad ante la incertidumbre de la política. Pidió a un colega que le avisase cuando estuviera a punto de caducar su licencia de vuelo para renovarla acumulando las horas necesarias, lo que siempre podía hacer pilotando él mismo los aviones en los que viajaba recorriendo el país. Pero se le acabó el tiempo para lo que no fuese su actividad de primer ministro: «Para mí sólo había tiempo para la acción». Me lancé a restaurar la confianza, a restaurar la amistad y la fraternidad entre comunidades que habían vivido juntas durante siglos», declaró.
Rajiv había recibido de su madre una herencia envenenada, el problema sij. Era fundamental poder solucionarlo para recuperar la convivencia general. Pensó que primero había que rebajar la tensión, de modo que empezó soltando lastre: declaró que estaba abierto a cualquier compromiso para solucionar el problema siempre y cuando no constituyese una amenaza a la integridad de la nación; liberó a los extremistas arrestados durante los últinl0s meses del régimen de su madre, y se comprometió a iniciar una investigación sobre las matanzas de sijs en Delhi. El líder del partido sij moderado, tan deseoso de conseguir la paz como el primer ministro, acabó firmando los prolegómenos de un acuerdo. Inmediatamente después, Rajiv anunció elecciones en el Punjab para septiembre de 1985, con el fin de transferir la administración de ese estado a los sijs moderados y hacerles responsables de lidiar con los extremistas. Pero el terrorismo continuó, con pequeñas bombas en Delhi y en los alrededores y, sobre todo, con la explosión de un Boeing 747 de lndian Airlines en pleno vuelo de Toronto a Delhi. El atentado, que costó la vida a los trescientos veinticinco pasajeros a bordo, fue atribuido a dos grupos extremistas sijs. Esa noche, Rajiv estuvo reunido con su gobierno, y Sonia le esperó despierta hasta las cuatro de la mañana. Era muy consciente de la magnitud de la amenaza que se cernía sobre su marido y tanto ella como sus hijos vivían aterrados. Veían a los miembros del Special Protection Group con escepticismo. Es cierto, estaban siempre presentes, quizás demasiado, pero ante la audacia de los terroristas sijs… ¿serían realmente eficaces?
Mientras esperaba a Rajiv, Sonia habló por teléfono con su familia en Orbassano. Desde la muerte de Indira, sus padres estaban muy inquietos por lo que pudiera ocurrirles y vivían muy pendientes de los informativos. Cualquier atisbo de orgullo que Paola, su madre, pudiera sentir por el hecho de que su hija fuese primera dama de la India quedaba ensombrecido por el temor a otro atentado. Sonia siempre les tranquilizaba, aunque su madre era capaz de reconocerle el miedo en la voz, a pesar de la distancia y las interferencias. Ese día su madre estaba doblemente preocupada. Su hija Nadia le había anunciado su regreso a Italia.
– Qué suerte tienes, mamá, vas a estar cerca de las niñas… -le dijo Sonia-. En cambio, yo voy a echar mucho de menos a Nadia.
– Estoy muy disgustada. ¿No crees que se pueden reconciliar?
– No, mamá… A veces es mejor así… -le respondió Sonia, adivinando la angustia de su madre. Su cuñado español había seguido engañando a su hermana, y ésta, harta ya, había decidido pedir el divorcio. Ya no tenía sentido quedarse en la India. Sonia se quedaba sola, en un momento delicado, en un ambiente apocalíptico. Tenía que ser valiente, no había alternativa.
Rajiv mantuvo la sangre fría y no cedió a la tentación de responder a la violencia con más violencia, como quizás hubiera hecho su madre. Concedió al Punjab el uso exclusivo de Chandigarh, la ciudad concebida por Le Corbusier, como su capital, a cambio de un compromiso de lealtad por parte del partido moderado sij, y anunció medidas económicas, como la construcción de una presa hidroeléctrica para aliviar el problema de la falta de energía en ese estado. Quería jugar a fondo su baza de ganarse a los moderados.
Pero el 20 de agosto de 1985 todo se vino abajo de nuevo. El líder del partido moderado que recorría los pueblos y ciudades del Punjab pidiendo el apoyo de la gente, «vendiendo» a los suyos el acuerdo con Rajiv, fue asesinado a tiros. De nuevo la tragedia, de nuevo el impasse. Los fanáticos imponían su tiranía, boicoteando cualquier solución negociada. En el Parlamento de Nueva Delhi, se empezó a dudar de la habilidad de Rajiv para conseguir una solución rápida al problema. Pero él no se amedrentó y decidió seguir adelante con las elecciones en el Punjab. De la misma manera que el asesinato de su madre le había catapultado al poder, pensó que el asesinato del líder moderado sij crearía una oleada de simpatía hacia ese partido. Estaba en lo cierto. Por primera vez en la historia del Punjab, los moderados arrasaron en las urnas. El resultado era una clara victoria contra el extremismo.
Pero los fanáticos sijs no iban a desaparecer sin dar batalla. En un nuevo intento por crear tensión, volvieron a atrincherarse en el Akal Takht, el templo arrasado durante la Operación Blue Star y que luego había sido reconstruido. Alegaban esta vez que la reconstrucción había profanado el templo; en realidad, cualquier pretexto era válido para recurrir a la violencia. De nuevo, les llegaron armas por los corredores y los túneles del complejo. En el exterior del Templo de Oro, jóvenes extremistas redoblaron sus ataques contra hindúes y contra todo el que no era considerado suficientemente devoto, como por ejemplo los barberos y peluqueros cuya actividad chocaba de pleno contra el precepto sij de nunca cortarse el pelo, ya que lo que Dios había creado debía ser respetado, incluido el vello. Fueron tachados de enemigos del pueblo sij y en consecuencia fueron blanco de los ataques de los más ortodoxos.
«Sólo cabe el recurso a una acción militar…», al oír esta frase, Sonia se echó a temblar. La había oído una vez, en boca de su suegra. A la vista estaba el resultado… El hijo se encontraba de pronto en la misma encrucijada. ¿Era necesario un nuevo sacrilegio, cuando el anterior no había solucionado el problema? ¿Dónde acabaría esta espiral de violencia? Por si fuera poco, los acontecimientos se repetían con macabra similitud. Como en la ocupación anterior, un policía fue tiroteado cerca del templo, poniendo al gobierno contra las cuerdas y forzando a Rajiv a tomar cartas en el asunto.
– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó Sonia, angustiada.
– Sitiarlos hasta que se rindan.
Desde su despacho en Nueva Delhi, dirigió personalmente la Operación Black Thunder. Dio órdenes estrictas al ejército y a la policía de no entrar en el templo bajo ningún concepto y de sellar el recinto, bloqueando todos los pasillos secretos, así como las vías de entrada y salida de mercancías. La espera se hizo larga, eterna. Los primeros días, los terroristas disparaban al aire y lanzaban ráfagas intimidatorias. Fuera de estas escaramuzas, en el Templo de Oro reinaba el más absoluto silencio. Las aguas del estanque sagrado reflejaban como un espejo los templos colindantes, y todo estaba tan inmóvil que parecía que el tiempo se hubiera detenido. Los terroristas esperaban un ataque, hasta lo provocaban, pero sólo obtenían el eco de sus tiros por respuesta. Al ejército y a la policía siempre les cabía la duda de que pudieran abastecerse por algún canal que escapase a su control, lo que les mantenía en un estado de extrema tensión. Afuera, los habitantes del Punjab rezaban en silencio para que sus lugares sagrados no fueran de nuevo profanados. Sonia lo seguía todo desde casa, en Nueva Delhi, y cada vez que sonaba el teléfono, el corazón le daba un vuelco. Por fin, al cabo de diez días, la voz de Rajiv al otro lado del auricular le dio una buena noticia:
– Se han rendido, ya está. La estrategia ha funcionado. No ha habido violencia ni necesidad de entrar en el templo.
Sonia suspiró, aliviada, aunque no del todo relajada. Vivir sin tensión era un lujo fuera de su alcance. Los terroristas habían fracasado en su intento de provocar al gobierno. Como siempre cuando se quiere repetir la historia, ésta acaba en parodia de sí misma. Esta vez salieron de su guarida muertos de hambre y de sed. Más de doscientos se rindieron. La victoria de Rajiv se hizo aún más patente cuando la prensa publicó fotos del interior del templo, que mostraban el escaso respeto de los terroristas hacia ese lugar tan sagrado. Había restos de excrementos por doquier, montones de ropa, objetos rotos y manchas de sangre producto de sus propias peleas. El descrédito fue completo a ojos de sus correligionarios.
Los críticos de Rajiv, que le acusaban de falta de carácter, tuvieron que admitir que sus cualidades de conciliador daban resultado. Su gran ventaja radicaba precisamente en la diferencia de estilo con su madre y con la mayoría de los políticos indios en general. Aportaba savia nueva. Creía que las políticas socialistas de su madre y de su abuelo gripaban el funcionamiento y el desarrollo de la economía. Estaba convencido de que el License Raj, que su madre había colaborado a apuntalar, ahogaba el espíritu emprendedor de los indios y fomentaba la corrupción. Agilizar permisos contra un soborno era práctica corriente entre los funcionarios. Como piloto de una compañía estatal durante catorce años, Rajiv había sufrido sus notorias incompetencias y sabía de lo que hablaba. Su esfuerzo por hacer que la administración fuese más eficaz y por relajar los controles le valió el reproche de los intelectuales de izquierda. Según ellos, liberalizar el comercio y relajar los controles harían de la India un país excesivamente dependiente del capital extranjero. Le identificaban más con la creciente clase media que con la India profunda. Le acusaban de haber nacido de pie, de hablar mejor inglés que hindi y hasta de llevar a su familia política de vacaciones al parque nacional de Ranthanbore. Cogerse vacaciones era mal visto en la India, sobre todo para un político. Pero Rajiv quiso invitar a su suegro a ver tigres en el mismo parque nacional donde había pasado con Sonia la luna de miel.
Por fin Stefano Maino había accedido a visitar a su hija preferida. Fueron las primeras y únicas vacaciones de su vida, una oportunidad que Rajiv no iba a desperdiciar, por eso se volcó en agasajarle. También formaba parte de aquel viaje el viejo amigo de Stefano, el mecánico Danilo Quadra. Sonia estaba feliz de poder recibir a su padre después de tantos años. Intuía que sería su única visita a la India porque Stefano nunca había sido amante de los viajes y porque ahora padecía del corazón y se encontraba frágil.
– Siempre tiene miedo por ti, incluso desde antes del asesinato de tu suegra -le confesó Danilo a Sonia.
El miedo lo tenía Stefano metido en el cuerpo desde antes de que Sonia se le escapase de las manos, desde el día lejano en que había comentado a su mujer: «La echarán a los tigres.» También sentía miedo por Rajiv, ese bravo ragazzo como lo llamaba. Demasiado bravo para ejercer de político en un lugar tan convulso y pobre como la India, pensaba Stefano. El espectáculo de la miseria lo conmocionó, quizás porque le recordaba a su infancia, cuando era pastor de vacas y el tiempo discurría con exasperante lentitud y la tripa estaba vacía. Parecía que las cosas no iban a mejorar nunca y que la escasez, el tedio y las limitaciones serían eternas, como lo veía reflejado en las miradas de los jóvenes en las aldeas indias. Sonia lo recriminaba constantemente porque era muy proclive a dar generosas limosnas: «Como sigas así, vas a tener a todos los mendigos de la India persiguiéndote» le decía ella, recordándole que la mayoría de los mendigos trabajaban para las mafias y que más valía dar dinero directamente a los que se ocupaban de los pobres. Pero este hombre parco en palabras y que parecía tan duro no hacía caso porque no podía resistir la sonrisa de un niño que metía la mano por la ventana abierta del coche. Al final del viaje, cuando volvieron a Nueva Delhi, su amigo Danilo se lo confirmó a Sonia, alzando los hombros en signo de impotencia: «No hay nada que hacer, le gusta dar dinero a todo el mundo.» Stefano Maino fue siempre fiel a su propia memoria.
Rajiv era demasiado «occidental» como para poder disimularlo, y hasta muy british en sus modales y en la manera de contener sus emociones. Una vez, defendiéndose de un ataque de la oposición dijo que ésta quería hacer regresar a la India a la Edad Media, un modismo que pertenece a la historia europea y no a la india. También era cierto que su grado de identificación con los pobres no era tan intenso como el de su madre o su abuelo, pero pensaba que si la clase media urbana se enriquecía, eso acabaría beneficiando a los pobres de las aldeas. Los viejos dinosaurios del partido le recordaban que lo importante era mantener la lealtad de los votantes, que en su inmensa mayoría eran pobres de solemnidad. ¿Qué sentido tenía hacer una política que no les beneficiase a corto plazo? ¿Acaso quería Rajiv que el partido perdiese las próximas elecciones? El joven primer ministro se encontraba atrapado entre dar mayor libertad a los empresarios para ganar dinero, y mantener la fidelidad de la base, de los pobres. Ése era su gran desafío, y sabía que no iba a ser fácil ganarlo. Para luchar contra el sambenito de «primer ministro de los privilegiados» que sus detractores querían colgarle, y que en una democracia de pobres era muy perjudicial, hizo lo que hubiera hecho su madre: recorrer el país de manera exhaustiva. Hasta participó en una gran peregrinación para mejorar su imagen con las masas. Según Sonia, que le acompañaba en muchos de sus recorridos, su marido era incansable. «Caminaba tan rápido que tenía que pedirle que ralentizase el paso para que los demás pudieran seguirle. Como se había acostumbrado a no dormir más de cuatro o cinco horas al día, solía echar una cabezadita entre las distintas paradas, dándome instrucciones de despertarlo si alguien le estaba esperando. A veces, le dejaba dormir unos minutos más… Luego protestaba, pero por lo menos descansaba.» Sonia fue testigo del sentimiento que despertaba en el pueblo. «La gente respondía más a su encanto personal que al puesto que encarnaba. Daba igual que se encontrara en una aldea tribal del norte, una ciudad en Tamil Nadu, en el corazón del Punjab rural o en las chabolas de Bombay. Rajiv no pertenecía a ninguna casta, etnia o grupo. Era indio y todos le consideraban uno de los suyos.» Conducía su propio todoterreno en las zonas rurales. Allá donde había gente esperando, se detenía a charlar. «Si nos retrasábamos -contaría Sonia-, le seguían esperando pacientemente para hablar con él, para verlo. En sitios remotos, bien entrada la noche, un campesino acercaba una vieja lámpara de aceite a su rostro y yo veía surgir un destello en sus ojos al reconocer su sonrisa. Nos pedía que le acompañásemos para presentarnos a su familia, ponerle nombre a sus recién nacidos, desear suerte a los jóvenes matrimonios de la aldea.» Qué lejos se veía la vida de Nueva Delhi desde esos remotos rincones… desde las chozas donde compartían su escasa comida, donde escuchaban atentamente la descripción de sus privaciones y donde les hacían preguntas para averiguar cómo poder ayudarlos. «Veo mucho amor en los ojos de la gente -dijo Rajiv-, y amistad, confianza, pero sobre todo esperanza.» Rajiv creía firmemente que la tecnología podía eliminar, o por lo menos mitigar la pobreza. Se acordaba de su madre, y de los esfuerzos que había realizado para poner en marcha la revolución verde, llevando a científicos al campo y organizando encuentros con políticos locales y campesinos. Cuando le criticaban por destinar grandes sumas de dinero del presupuesto del Estado a centros de investigación científicos, se defendía diciendo que los granjeros del Punjab nunca hubieran tenido éxito de no haber tenido acceso a cultivos de tejidos y a la ingeniería genética. «Podemos tener fallos si experimentamos -decía-, pero si no lo hacemos no llegaremos nunca a ninguna parte.» Las contradicciones de la India eran sangrantes: ¿Cómo era posible lanzar satélites al espacio y no ser capaces de proveer de agua potable a la población?, se preguntaba. Fue descubriendo que no era por falta de tecnología, sino por la incapacidad de aplicar la tecnología a los problemas de los pobres. De ahí surgió una idea suya que llamó Misiones Tecnológicas, un ambicioso programa de investigación en seis áreas que Rajiv, después de sus recorridos por las zonas rurales, identificó como prioritarias: agua potable, alfabetización, inmunización, producción de leche, telecomunicaciones y energías renovables.
Como siempre ocurre con alguien que sacude viejas estructuras e ideas, fue objeto de escarnio. En Nueva Delhi le tildaban de ingenuo, de querer saltar del carro de bueyes al teléfono móvil, algo que sin embargo terminaría por ocurrir gracias a su visión y a su empuje en esos primeros años de gobierno. Tres décadas más tarde, la foto de un mahut hablando por un teléfono móvil desde lo alto de un elefante que transporta troncos se convertiría en la imagen publicitaria de una empresa de telefonía india. Fue bajo el gobierno de Rajiv Gandhi, y gracias a la intervención de indios que vivían en el extranjero, principalmente en Estados Unidos, que se implantó un sistema de telefonía interurbana e internacional que funciona vía satélite y que ha llevado el teléfono a todas partes, haciéndolo asequible a esos pobres que vivían en el aislamiento más completo.
También en la capital se burlaron de su eslogan «Un ordenador en cada colegio de pueblo para el siglo XXI». Parecía el sueño de un hijo de papá porque, en efecto, muchas escuelas en las aldeas no disponían siquiera de electricidad, o de una pizarra. Pero lo cierto es que Rajiv entendió en seguida el potencial de la informática, que años más tarde serviría de locomotora a la economía de la India, Pensaba que la revolución industrial había conseguido que Europa adquiriese su posición preeminente y no quería que la India perdiese el carro de otra revolución, la de la electrónica y la informática. Menos de un mes después de ser nombrado primer ministro, redujo los aranceles de importación de los componentes informáticos y de los ordenadores. Luego fue eliminando muchos controles de la industria informática y promovió el uso de ordenadores en colegios, bancos y oficinas, dando un fuerte estímulo a la industria local. Bajo su mandato la economía se empezó a liberalizar: «Tenemos que librarnos de los controles sin abandonar el control», decía. La clase media vivió una expansión deseada durante mucho tiempo. La gente pudo comprar televisores, radios, cámaras, relojes y electrodomésticos que previamente eran inasequibles a causa de los altísimos aranceles, tan altos que la mayoría de esos objetos se adquirían de contrabando. Fueron años buenos para los consumidores y los negocios. Por primera vez desde la independencia, la creación de riqueza no era considerada un crimen o un pecado.
La repercusión de estas medidas en la vida de Sonia fue inmediata, facilitando su labor de primera dama. En previsión de las cenas oficiales, ya no tenía que partir en peregrinación por los mercados de Nueva Delhi para conseguir queso, por ejemplo, o aceite de oliva o una batidora. Poco a poco, el mundo exterior empezaba a penetrar en la India milenaria y ésta, a su vez, a abrirse al mundo.
Pero en los años ochenta el país seguía siendo un hervidero de conflictos, y la labor de primer ministro podía compararse a la de un bombero apagando fuegos. Después del Punjab, se dedicó a pacificar la región de Assam, alterada por el influjo de refugiados musulmanes que seguían llegando de Bangladesh quince años después de la guerra a buscar trabajo, y a conseguir la paz con las comunidades tribales del noreste, como los hados, los gurkhas y los mizo, en una serie de acuerdos que consiguieron disminuir y hasta detener la violencia secesionista. En esas visitas, no tenía reparos en tocarse con aparatosos sombreros o de vestirse con trajes locales muy coloridos en símbolo de amistad, exactamente como lo hubiera hecho Indira. Se reía de sí mismo al verse así, y aguantaba muy deportivamente que le tomasen el pelo. Nunca perdía el sentido del humor, y se quedaba perplejo cuando alguien no captaba sus bromas. Cuando Rajiv volvía a casa, se apresuraba a enseñar a Sonia y a los niños los objetos que le habían regalado en esos viajes, ya fuese una vieja pipa de mujer de los Mizo, un cesto de mimbre o una concha esculpida, y que luego guardaba en su despacho como auténticos tesoros. En su fuero interno, sabía que conseguir la paz y la seguridad de los distintos pueblos de la India significaba también conseguirlas para su familia, o por lo menos eso creía hasta el 2 de octubre de 1986, cuando el conflicto sij dio un último coletazo.
Ese día, mientras asistían a una ceremonia para celebrar el 117º aniversario del nacimiento del Mahatma Gandhi en el mausoleo dedicado a su memoria en Nueva Delhi, oyeron nítidamente una explosión.
– Es el petardeo de un ciclomotor -dijo muy seguro un miembro del Special Protection Group.
Rajiv y Sonia se sentaron en el suelo mientras los sacerdotes recitaban las oraciones en memoria del padre de la nación. Cuando la ceremonia terminó y se levantaron para salir, oyeron más explosiones. El guardia más próximo a Sonia fue herido en la frente. Cundió el pánico. La multitud gritaba mientras se dispersaba. Rajiv protegía a su mujer con su cuerpo cuando otros policías les rodearon y los alejaron del lugar. «¡…Conque un ciclomotor!», repetía Sonia indignada. El frustrado asesino fue inmediatamente capturado. Era un sij, que había disparado desde lo alto de un árbol. No hubo heridos, pero para Sonia el intento era un recordatorio de que no podían bajar la guardia ni un segundo. Volvió muy alterada a casa, con enormes ganas de abrazar a sus hijos para comprobar que también ellos estaban bien, porque siempre quedaba la posibilidad de que el atentado formase parte de una conspiración más amplia. Pero esta vez no fue así, el sij había actuado solo.
De pronto, parecía que Rajiv había engordado. ¿Serán los penne all'arrabbiata de Sonia que tanto le gustaban los responsables de esa prominente barriga?, se preguntaban sus amigos con sorna. No, la culpa de ese torso abultado bajo una camisa de algodón era el grueso chaleco antibalas que fue obligado a llevar desde el último intento de atentado. De ahora en adelante, realizaba sus viajes en uno de dos grupos de coches idénticos, para que nadie supiera en cuál viajaba. y cada vez que salía, cientos de policías patrullaban la ciudad en estado de alerta. Los niños ya sólo veían a un grupo reducido de hijos de amigos de sus padres de toda la vida, que, a pesar de ser conocidos de los guardias de seguridad, debían someterse a cacheos minuciosos antes de penetrar en «la fortaleza», como llamaban a la residencia familiar. Sonia dejó los cursos de restauración en el Museo Nacional, que había reanudado en su escaso tiempo libre, y se puso a recopilar las cartas entre Nehru e Indira con la idea de publicarlas un día. Era un trabajo que podía hacer en casa y que además podía servir a su marido, siempre en busca de buenas frases e ideas para sus discursos. Buceando en la memoria familiar, reconoció muchos de los conflictos y problemas con los que su marido se enfrentaba porque, de otra manera y en otro tiempo, Nehru e Indira también habían tenido que lidiar con ellos: cómo controlar el poder de la burocracia, cómo apaciguar las tensiones regionales, cómo sacar el país de la pobreza… El desprecio a la seguridad personal parecía ser un rasgo común en la familia. Ni Nehru ni Indira ni Rajiv sentían mucho respeto por «la seguridad» en general, porque les distanciaba del pueblo y les recordaba más a una dictadura que a una democracia. Pensaban que si alguien de verdad quería matarlos, siempre encontraría la manera de hacerlo. Sonia no estaba convencida. Se estaba dando cuenta de que si Rajiv no hubiese acabado de primer ministro, con todo el poder del Estado protegiéndoles, quizás ahora estarían todos muertos. Le daban sudores fríos de sólo pensarlo. Las circunstancias de la vida habían metido a su familia en una espiral que les obligaba a huir hacia delante. Como no existía posibilidad de detenerse ni retroceder, Sonia no tuvo más remedio que cambiar, aceptar su papel e ingeniárselas para adaptarse y sacar provecho de lo que esta vida le ofrecía. No era fácil, porque la atípica situación de la familia les creaba problemas inesperados. Por ejemplo, Rahul y Priyanka estaban llegando a la edad en la que debían ingresar en un college. ¿Dónde mandarlos? Sonia daba por hecho que no iban a estar más a salvo de la venganza sij en el extranjero que en la India, de manera que el problema se convirtió en fuente de gran ansiedad. Fue entonces cuando Rajiv sugirió mandarlos al American College de Moscú. De todos los países, la URSS era de los más seguros y además no había comunidad sij. A Sonia no le hizo gracia la idea, así que por el momento la desestimaron.
Como primera dama, Sonia acompañaba a su marido al extranjero. Viajaban a bordo de un Boeing 747 especialmente configurado para acomodar al séquito del primer ministro, compuesto de ayudantes, ministros, periodistas y por supuesto de una unidad de agentes del Special Protection Group. Durante los vuelos largos, Sonia se enfrascaba en la lectura de un libro, su gran afición desde la niñez, mientras Rajiv revisaba discursos con sus ayudantes, añadiendo toques de última hora o alguna sugerencia inspirada por algunas de las cartas de Nehru o de su madre. A Rajiv le gustaban esos viajes en los que dormía poco y trabajaba mucho. Daba la impresión de que se encontraba más a gusto en el extranjero que en casa. «Es bueno estar entre amigos», le dijo a Margaret Thatcher nada más llegar a Londres. Sonia procuraba hacerse lo más invisible posible. No era fácil negarse a asistir a recepciones en las que su presencia era requerida o eludir hacer discursos. «Es una mujer muy reservada a la que no le gusta estar en el punto de mira», explicaba su marido, disculpándola. Existía otra razón: no era bueno de cara a la política interna que se hablase de Sonia, porque automáticamente saldría a relucir su origen extranjero, punto débil que Maneka primero, y la derecha fundamentalista hindú después, estaban utilizando para desacreditar al primer ministro.
Pero Rajiv se sentía como pez en el agua entre estadistas internacionales. En el fondo, se había criado entre ellos y hablaba su mismo lenguaje. No daba la imagen de un oscuro político del tercer mundo, sino la de un hombre moderno y progresista con ideas propias capaz de medirse con cualquier líder mundial. Iba respaldado por los logros conseguidos en sus primeros dos años de mandato, que sumaban más que los de ningún otro primer ministro en un lapso de tiempo comparable. Cuando le criticaban porque su política de apertura económica le acercaba a Estados Unidos o viceversa, cuando en Occidente le acusaban de que la India se inclinaba hacia la Unión Soviética, a él le gustaba repetir una frase de su madre: «Nos mantenemos derechos, no escoramos hacia ningún lado.» Rajiv consiguió que el presidente Ronald Reagan hiciese una excepción en su política de no vender a la India tecnología que pudiera ser desviada a países del Este. Quería una supercomputadora americana para ayudar a predecir la evolución de los monzones con un alto grado de precisión, algo que pensó sería de inestimable ayuda para los campesinos. Reagan lo entendió y accedió a la petición.
Para Rajiv, esos viajes suponían asistir a interminables mesas redondas, ceremonias, conferencias y firmas de acuerdos. Disfrutaba sobre todo visitando laboratorios y empresas punteras que producían los últimos adelantos tecnológicos y se preguntaba siempre cómo se podrían aplicar en la India para aliviar la pobreza. En Japón, Rajiv alabó al «primer país asiático en haber asimilado el conocimiento científico» y resaltó los logros de su propio país: «En 1947, ni siquiera producíamos tornos; hoy construimos nuestros reactores atómicos y lanzamos nuestros satélites al espacio.» Estaba especialmente satisfecho de haber salido airoso de lo que consideraba el mayor desafío de su mandato, la sequía de 1987, catalogada corno la más severa del siglo xx y que afectó a doscientos cincuenta y ocho millones de personas y a ciento sesenta y ocho millones de cabezas de ganado. Tomó el asunto firmemente en sus manos, manteniendo un estrecho contacto con funcionarios locales responsables de los programas de desarrollo y de socorro, asegurándose de que los excedentes de reserva eran apropiadamente distribuidos y de que los gastos de la ayuda de urgencia se convertían en inversiones para el desarrollo, por ejemplo ayudando a cavar pozos de agua y realizando obras de irrigación. Su dedicación y la planificación casi militar, que recordaba a muchos la capacidad organizativa de su madre, hizo que el país no tuviera que importar grano y, por primera vez en su historia, la India salía de una sequía a escala nacional sin hambrunas, sin epidemias, sin muertos y con un producto nacional bruto positivo. «¡Fue una gran satisfacción para él!», diría Sonia.
En otros frentes, los resultados no eran tan alentadores. En política exterior, Rajiv había heredado una situación viciada en Sri Lanka, creada en parte por su madre. La antigua isla de Ceilán era un país poblado por diecisiete millones de habitantes, la mayoría de cultura cingalesa y religión budista, excepto una minoría en el norte de dos millones y medio de tamiles, de religión hindú, que tenían fuertes vínculos raciales y lingüísticos con los cincuenta y cinco millones de tamiles que poblaban el estado indio de Tamil Nadu. Esta minoría se había sentido siempre marginada por la mayoría cingalesa. Se sentían tratados como ciudadanos de segunda, sobre todo desde que el gobierno, en los años cincuenta, declarase el cingalés idioma oficial de la isla. Años de resentimiento desembocaron en el surgimiento de una guerrilla, los Tigres Tamiles, que buscaba la independencia de su territorio en la punta noreste de la isla. Durante años, los Tigres contaron con el apoyo discreto de la India. El jefe del gobierno del estado indio de Tamil Nadu, un ex actor de cine de Tamil reconvertido al populismo, les suministraba armas, dinero y refugio. Indira hacía la vista gorda por razones de estrategia política interna, ya que este hombre era su único aliado en el sur y necesitaba su apoyo político.
En 1983, los Tigres eran tan fuertes que intensificaron la lucha armada. El gobierno de Sri Lanka reaccionó con todos los medios a su alcance y de manera brutal, de forma que el conflicto entró en una espiral de terrorismo y represión que reforzó aún más el deseo de independencia de los tamiles. Las altísimas cotas de salvajismo y de crueldad de ambos bandos ofrecían un contraste sangriento con la belleza paradisíaca de la isla. La expresión serena de los Budas esculpidos en piedra por los antiguos moradores de la isla parecían de pronto fuera de lugar.
Cuando Rajiv llegó al poder, se encontró con el problema de que una avalancha de refugiados cruzaban a la India, huyendo de la ofensiva del ejército de la isla. Aparte del problema logístico que suponía alimentar y alojar a miles de personas, existía el riesgo de que el descontento de los tamiles de la isla se contagiara a los del subcontinente, alimentando el deseo de independencia del estado indio de Tamil Nadu, uno de los estados con personalidad propia muy marcada, y creando más tensiones secesionistas en la India, como si no hubiera bastantes.
– Me recuerdas a tu madre, cuando tuvo que enfrentarse a la primera oleada de refugiados de Bangladesh -le dijo Sonia-. Al principio no sabía muy bien qué hacer.
– Lo que hay que hacer es arreglar el problema en su origen, es lo que hubiera pensado ella. No hay que dar razones a los tamiles de Sri Lanka para que vengan. El problema hay que arreglarlo en Colombo. Como mi madre, que tuvo que arreglarlo en Bangladesh.
Rajiv despachó una serie de enviados especiales a Sri Lanka, cuya misión era convencer al gobierno de la isla para que concediese un cierto grado de autonomía a los tamiles, dejando entender que si el gobierno hacía las paces con los tamiles, la India se comprometía a cortar por completo la ayuda a la guerrilla. Pero el gobierno de Sri Lanka, embarcado en una solución militar, hizo oídos sordos. Continuó con su ofensiva e impuso un bloqueo a la península de Jaffna, el territorio de los tamiles en el noreste de la isla. Gasolina, alimentos y medicinas empezaron a escasear.
– No hacen caso. Tienen que entender que la India no puede quedarse de brazos cruzados. Si no nos invitan a colaborar en la solución de un problema que nos amenaza directamente, intervendremos sin pedir permiso.
– ¿Otra guerra? -dijo Sonia-. Piénsatelo bien.
Rajiv planificó bien la jugada. En el bloqueo vio la oportunidad de que la India se impusiera de una vez por todas. Decidió mandar cinco aviones de carga escoltados por cazas en dirección a la península de Jaffna para socorrer a la población, lanzando cuarenta toneladas de arroz, medicinas y suministros varios. Era un gesto animado de un auténtico motivo humanitario y al mismo tiempo de la voluntad de la India de afirmarse como poder regional.
La presión funcionó. El presidente de Sri Lanka acabó por firmar un acuerdo con Rajiv, según el cual el gobierno cingalés concedía una amplia autonomía a los tamiles. El acuerdo también estipulaba que una fuerza de paz india sería trasladada a la isla. El ejército de Sri Lanka se retiraría a sus barracones, y los militantes de los Tigres Tamiles serían persuadidos -o forzados- a deponer las armas. «Este acuerdo no sólo acaba con el conflicto -declaró Rajiv-, también trae paz y hace justicia a las comunidades minoritarias de la isla.»
– Tu madre se sentiría orgullosa de ti -le dijo Sonia.
Pero no era como la victoria de Indira en Bangladesh. Rajiv había vendido la piel antes de cazar el oso.
La mayoría cingalesa, temerosa de que sus intereses se viesen perjudicados por las concesiones hechas a los tamiles, reaccionó de manera violenta a los términos del acuerdo. Cuando Rajiv viajó a Colombo a finales del mes de julio de 1987 para ratificarlo, los agentes del Special Protection Group que le acompañaban intentaron disuadirlo de pasar revista a la guardia de honor como requería el protocolo. «Puede ser peligroso -le dijeron-. Pueden haberse infiltrado elementos incontrolados, hay mucha tensión en la isla…»
– ¿Cómo? Aquí estamos para firmar un acuerdo que garantiza su paz y seguridad… ¿y vais a decirles que tengo miedo de saludar a la guardia de honor?
Sus escoltas, que conocían lo testarudo que podía ser su jefe, no insistieron. Hacía poco tiempo, uno de ellos había sufrido la ira del primer ministro en carne propia. Había osado quejarse de que Rajiv conducía demasiado rápido su propio Range Rover, regalo del rey Hussein de Jordania, con el que le gustaba desplazarse desde su domicilio hasta su despacho en el Parlamento, y que no le podía seguir por las calles de Nueva Delhi. Rajiv lo había encontrado demasiado insolente y había pedido su traslado. La presión del cargo hacía surgir en Rajiv rasgos de cabezonería y determinación que recordaban a los de su hermano y su madre.
De modo que siguió con su programa y acompañó al presidente de Sri Lanka a pasar revista a la guardia de honor, con música de una banda militar, saludos marciales y toda la parafernalia. De pronto, un soldado, vestido del uniforme blanco de la marina, rompió la fila y se abalanzó sobre él, con la intención de golpearle con la culata de un rifle en la cabeza. Rajiv se percató del ataque y se agachó justo a tiempo para esquivar el golpe que le hubiera reventado el cráneo, y que recibió de lleno en el hombro. Todo ocurrió tan rápidamente que los que estaban presentes no se dieron cuenta de lo que había pasado. Rajiv quiso minimizar el incidente y rechazó ser atendido por los médicos. Permaneció escuchando el himno nacional, aguantando el dolor, y continuó con su programa, impertérrito. Hasta que no se metió en el avión para el viaje de vuelta no se dejó tratar por su médico. Hubiera querido esperar a decírselo a Sonia personalmente, para que no se asustase, pero la televisión había hecho llegar las imágenes al mundo entero. Sonia y sus hijos las habían visto en el salón de casa y estaban de nuevo con el corazón en vilo. Otro pequeño incidente venía a recordarles el peligro constante en el que vivían. «Durante mucho tiempo -contaría Sonia no pudo mover el hombro ni dormir sobre el lado izquierdo.»
No había aterrizado Rajiv en Nueva Delhi cuando el Gobierno de Sri Lanka solicitó poner en práctica la cláusula de asistencia militar. Una fuerza de paz de varios miles de soldados indios fue despachada a la isla con la intención de supervisar el alto el fuego y el desarme de la guerrilla y, una vez cumplido el objetivo, regresar. Pero las tropas fueron vistas con recelo por ambos bandos, por la mayoría cingalesa que las acusaba de violar la soberanía, y por los Tigres, que hasta entonces habían pensado que la India estaba de su parte. Cuando los soldados de la fuerza de paz les pidieron que depusieran las armas, los tamiles añadieron de pronto unas condiciones que eran inasumibles, dando al traste con el acuerdo. Regresaron a la selva, desde donde lanzaban cruentos ataques contra la fuerza de paz. Al tener que defenderse, los indios acabaron todavía más implicados en la contienda, asumiendo el papel que tenía anteriormente el ejército de Sri Lanka. Rajiv llegó a enviar casi setenta mil soldados, lo que hizo cundir el pánico en el Parlamento de Nueva Delhi:
– ¡El primer ministro está convirtiendo a Sri Lanka en el Vietnam de la India! -le acusaron desde el banco de la oposición.
Rajiv había sido muy ingenuo al pensar que los tamiles jugarían limpio. «Incumplieron cada uno de los compromisos que habían adquirido con nosotros -declararía Rajiv-. Se lanzaron deliberadamente a destrozar el acuerdo porque o no eran capaces, o no querían hacer la transición de la lucha armada a un proceso democrático.» Rajiv se lo había jugado todo a una carta, pero los tamiles le dejaron en la estacada. Al quitarles el apoyo del que siempre habían disfrutado en la India, le vieron como un traidor a su causa.
Frustración, desengaño y exasperación eran también el lote de un primer ministro, sobre todo cuando los resultados de elecciones regionales parecían confirmar las predicciones de los halcones de su partido, que le habían puesto en guardia contra una política que no diese resultados inmediatos a los pobres. En 1987, el Congress perdió en varios estados, provocando un aumento del descontento entre la vieja guardia, que empezó a cuestionar el liderazgo de Rajiv al frente del partido. Al problema de Sri Lanka y la derrota electoral se sumó un escándalo que causó un daño irreparable a su imagen de Mr. Clean. El 16 de abril de 1987, la radio sueca anunció que millones de dólares habían sido pagados en concepto de comisiones a funcionarios indios y a miembros del Congress por la empresa armamentística sueca Bofors en conexión con un contrato para la venta de cuatrocientos diez morteros a las fuerzas armadas indias. El contrato había sido el resultado de la decisión de Rajiv de mejorar el equipamiento del ejército indio, el cuarto mayor del mundo después del de Estados Unidos, la Unión Soviética y China.
Rajiv y su gobierno reaccionaron ferozmente contra las alegaciones de la radio sueca, desmintiendo varias veces que se hubieran pagado comisiones. La oposición olfateó miedo en las filas del gobierno y lanzó un ataque contra el primer ministro con todos los medios a su alcance. La prensa llegó a acusarlo veladamente de haber cobrado una comisión a través de la familia de Sonia, aludiendo a la proximidad entre Turín y Ginebra como dejando entender que se habían utilizado cuentas suizas opacas manejadas por la familia o amigos de la familia. ¡Hasta hubo periodistas que llamaron por teléfono a los padres de Sonia allá en Orbassano, y el pobre Stefano Maino se vio de repente involucrado en una supuesta trama de tráfico de armas y de cobro de comisiones! Lo único que hicieron aquellas llamadas fue alarmarlos aún más, porque la distancia exacerba la angustia, y el miedo a lo que pudiera ocurrirle a su hija y sus nietos ya era grande. Al escarbar en el asunto, la prensa india sacó a relucir el nombre de un hombre de negocios que había estado involucrado en varios contratos de venta de helicópteros y armamento de empresas italianas al estado indio. Ottavio Quattrochi, el amigo exuberante que desde hacía años pertenecía al círculo íntimo de Rajiv y Sonia, habría cobrado seguramente una jugosa comisión en el asunto Bofors. De ahí a insinuar que Quattrochi les había pasado parte de esa comisión en el extranjero, sólo había un paso, que los periodistas dieron alegremente. ¡Qué escándalo más jugoso!
Aunque ninguna publicación pudo aportar pruebas, el daño estaba hecho y la ingenuidad y falta de experiencia de Rajiv no hicieron más que agravarlo. En lugar de ignorar acusaciones sin fundamento, salió a defenderse en el Parlamento: «Declaro categóricamente en este alto foro de la democracia que ni mi familia ni yo hemos recibido comisión alguna en estas transacciones de Bofors. Ésa es la verdad.» Pero la verdad ya daba igual. Lo importante para los adversarios de Rajiv era que había picado, que en lugar de ignorar la alegación desde el principio, había reaccionado con tanto ímpetu que había abierto la caja de Pandora de las insinuaciones y falsas sospechas. Desmintió de nuevo que se hubieran pagado comisiones o que cualquier ciudadano indio se hubiese beneficiado de ese contrato, y al hacerlo se hundió aún más en el fango del escándalo. En un país donde hasta un cartero cobra una pequeña mordida por entregar el correo al pobre de una chabola, donde la práctica del intermediario existe en todas las facetas de la vida y es tan antigua como la propia cultura, resultaba difícil creer que en un contrato de mil millones de dólares nadie hubiera cobrado un céntimo. A pesar de que un comité parlamentario conjunto concluyese que el proceso de elaboración y evaluación había sido objetivo y correcto, que la decisión de adjudicarlo a Bofors se había basado sólo en el mérito y que no existía evidencia de intermediarios en el momento en que se firmó el contrato, Rajiv ya era sometido a un veredicto público, y ese veredicto le acusaba de estar escondiendo algo. «Quizás sea cierto que Rajiv no estuviese envuelto en la corrupción -reconoció la prensa-. ¡Pero entonces estará involucrado en camuflarla!», proclamaba acto seguido. Cuando un periodista del India Today preguntó por qué Rajiv no respondía a esta última alegación, éste contestó irritado: «¿Tengo que contestar a cualquier perro que ladra?» Más tarde, Rajiv reconoció que ni él ni su gabinete habían sabido manejar el problema. En realidad, había reaccionado como un hombre decente. No lo había hecho como lo hubiera hecho un político avezado, buscando un chivo expiatorio y cargándole las culpas. No contó con que se desenvolvía en el mundo sucio de la política donde la verdad no era lo importante, sino su manipulación para sembrar dudas y descalabrar la imagen del adversario. Sonia estaba triste por él, y furiosa por haberse visto implicada de manera tan ridícula pero tan destructiva, a través de su familia y de los Quattrochi, en semejante despropósito. Se dio cuenta de que se había convertido en blanco de todas las críticas y que ni siquiera en la intimidad era libre. Se acabaron los brunch de los domingos. Ni Maria ni Ottavio Quattrochi ni ninguno de los hombres de negocios o diplomáticos que conocían volvieron a la residencia del primer ministro. Qué injusto, pensaba Sonia. Sobre todo porque ella había sido testigo de primera mano de los términos generales de la negociación. Habían tenido lugar alrededor de una lasaña que había cocinado personalmente para la ocasión. Corría enero de 1986, y el primer ministro sueco Olof Palme, de visita a Nueva Delhi, había ido a comer a casa. Él y Rajiv se habían hecho amigos durante unas conferencias sobre desarme en la sede de la ONU en Nueva York. También Rahul y Priyanka estuvieron presentes en esa comida, en la que ambos estadistas discutieron abiertamente los términos del contrato y Rajiv insistió en su veto a los intermediarios, precisamente para abaratar el coste de la transacción.
¿Cómo podría olvidar Sonia a Olof Palme, tan comprometido con los problemas del Tercer Mundo y que compartía con Rajiv tantos puntos de vista, como la oposición al régimen del apartheid o el apoyo a los países no alineados? Menos de un mes después de aquella cena, Sonia se quedó helada al enterarse por la televisión, el 18 de febrero de 1986, del asesinato del líder sueco, en plena calle, cuando salía del cine con su mujer. ¡Dios mío! ¿Es que ya no existe ningún lugar seguro en el mundo? Si algo así ocurre en Suecia, ¿qué puede pasarnos a nosotros aquí en la India?
Por lo pronto, el asunto Bofors se convirtió en una cruzada que utilizó la oposición para echar a Rajiv de su puesto, aunque los periodistas y los editores de prensa se sentían frustrados por su propia incapacidad para aportar una evidencia definitiva de malversación por parte del gobierno. Nadie parecía saber quiénes habían cobrado de la empresa sueca, ni siquiera el gobierno, y menos aún Rajiv. Pero todos admitían ya que la cláusula del contrato que vetaba a los intermediarios había sido violada. ¿Habían cobrado miembros del Congress desvinculados del gobierno y el dinero había ido a parar a las arcas del partido? ¿Había cobrado Ottavio Quattrochi utilizando su proximidad al poder? ¿Era eso posible sin que lo supiera el máximo responsable, es decir el primer ministro? Rajiv sostuvo siempre que no, pero la duda pesaba como una losa. El clima de incertidumbre pulverizó su credibilidad. Durante los primeros dos años de su mandato, había disfrutado de una prensa favorable y parecía incapaz de hacer algo mal. Hasta la oposición encontraba dificultades en criticar sus acciones, limitándose a criticar su estilo: «La política india ya no huele a pobre como en tiempos del Mahatma Gandhi -había declarado un famoso periodista de un partido rival-; ahora, con Rajiv, huele a after-shave.»
«Al principio nada de lo que hacía estaba mal -diría Rajiv-.
De pronto, nada de lo que hacía estaba bien. Por supuesto, ninguna de las dos cosas eran ciertas.» De llamarle Mr. Clean, pasaron a llamarle peyorativamente the boy, con la intención de compararle desfavorablemente con su madre. «¿Conseguirá the boy estar a la altura?» era el tema de un editorial de prensa diario.
En realidad, la mayoría de los problemas de Rajiv tenían que ver con su inexperiencia política y su candor como ser humano. Le costaba fijar los límites entre la lealtad a los amigos y el bien público. El nombre de los hermanos Bachchan, amigos de la infancia en cuya casa Sonia había vivido sus primeros días en la India, se vio asociado a oscuros escándalos financieros. Un primer ministro más prudente se hubiera distanciado de ellos. Pero Rajiv no lo hizo, al contrario, se mostraba resentido porque criticasen a sus amigos. Su madre decía siempre que en política no existen las relaciones sociales, pero él era demasiado buen amigo para ser buen político. Al principio, se negaba a admitir que sus amigos pudieran fallarle y antes prefería ver una conspiración de sus adversarios políticos que la verdad. Sin embargo, muchos amigos de confianza que había nombrado como consejeros acabaron desengañándole. Uno de ellos, un piloto, el encargado de recordarle cuándo expiraría su licencia de vuelo y de ocuparse de los asuntos de su circunscripción de Amethi, fue acusado por la prensa de construirse una piscina de mármol importado de Italia en su casa. De nuevo Rajiv, en lugar de distanciarse de él, salió a defenderle e hizo un comentario que le causó más daño político que si hubiese realmente cometido un error de gobierno. Dejó caer que muchos pilotos de aviación tenían casas con piscina, una declaración que, dicha en cualquier país de Occidente por un jefe de Estado que además hubiera sido piloto de aerolínea, no hubiera causado furor alguno. En la India levantó ampollas. La oposición le echó en cara su falta de respeto hacia la «sensibilidad india». Fue muy criticado por la costumbre de cogerse unos días de vacaciones en Año Nuevo con su familia en sitios a veces exóticos, como las islas Lakshadeep, en el Océano Índico, o las islas Andamán, en la bahía de Bengala. En Occidente hubiera parecido razonable que alguien que trabajaba tanto mereciese un descanso, que los hijos que vivían enclaustrados todo el año pudiesen disfrutar de unos días de libertad y seguridad, pero en un país pobre como la India, que el máximo mandatario se lo pasase bien estaba mal visto. En realidad, Rajiv y Sonia seguían con la costumbre de reunirse en familia en Navidad y año nuevo, pero en 1988 dejaron de hacerlo en Italia. En octubre de ese año, Stefano Maino había caído fulminado por un ataque al corazón y pensaron que era mejor invitar a la familia a algún lugar que no les recordase las antiguas reuniones alrededor del patriarca.
Sonia se desplazó a Orbassano para el entierro, prácticamente de incógnito, y casi no se dejó ver. A los problemas de seguridad se unía un lógico sentimiento de profunda desolación y las ganas de estar en familia, con su madre y sus hermanas, buceando en los recuerdos, consolándose mutuamente. Al oír el ruido de la primera palada de tierra que el enterrador tiró sobre la caja, Sonia se estremeció. Una parte de su vida quedaba sepultada para siempre. Ya no escucharía sus consejos de sabio montañés que, ahora se daba cuenta, la habían marcado más de lo que siempre había creído.
De regreso a casa, estuvo charlando con Danilo Quadra, el viejo amigo de Stefano, que rememoró los últimos momentos de la vida del antiguo pastor de los montes Asiago. Le contó que habían estado jugando al dominó en el bar de Nino, en la plaza de Orbassano, como lo hacían diariamente desde hacía años, y que nada más volver a casa, esa casa que para Stefano era el símbolo de su triunfo en la vida, cayó fulminado. Que murió sin sufrir. Unos días después, Danilo le contó que Stefano estaba irritado desde que se había enterado del recrudecimiento de los ataques contra Sonia en la prensa india.
– «A mi hija no la quieren allí porque es de aquí», me dijo. ¿Es cierto eso?
– No lo creo -dijo Sonia-. Los que no me quieren son los que están en contra de mi marido.
– Le fastidiaba que por el hecho de que seas italiana, el gobierno indio evite cualquier contrato con empresas de aquí -siguió contándole Danilo-. Unos días antes de morir, me dijo que la Fiat había hecho una oferta muy buena de venta de tractores, pero que al final el contrato se lo habían llevado los japoneses… por miedo del gobierno de tu marido a ser acusado de favorecer empresas italianas. ¿Es eso cierto? -volvió a preguntarle Danilo.
Sonia le miró con sus ojos negros, hinchados por el cansancio y la pena, y asintió. Cuando se quedó sola y se fue a dormir a la que había sido su habitación de soltera, se preguntó, como sorprendida de sí misma, ¿soy realmente de aquí? Su padre se hubiera revuelto en su tumba si la hubiera oído decir algo así, pero sentía una indefinible sensación de extrañeza, de no pertenecer ya a ese decorado que había sido el de su juventud. Como si la muerte de su padre hubiera precipitado el sentimiento de desarraigo. A Sonia le costaba reconocerse en el país de su infancia. Su mente estaba demasiado lejos de las preocupaciones cotidianas de la gente de Orbassano, como para que pudiera identificarse con ellas. En el fondo, había vivido más años en la India que en Italia, más años en un ambiente volcado en los problemas de gobernar a una sexta parte de la humanidad que en un ambiente orientado al mero bienestar individual. Hacía tiempo que su corazón había dejado de oscilar entre ambos mundos. Era de allí, y la muerte de su padre vino a confirmárselo, de una manera secreta, como si la desaparición de quien más se había opuesto a su designio le hiciese ver con mayor claridad de qué lado se encontraba de verdad.
Se quedó encerrada varios días en casa, sin ganas de nada. Ni siquiera tuvo fuerzas para ir a ver a Pier Luigi; no quería hablar con nadie, dar explicaciones, contar su vida… ¿Era posible contarla? ¿Cómo pretender que alguien entendiese la vida que llevaba? Sólo lo podía entender su familia más próxima, y ahora ni siquiera su padre. Le asaltaron pensamientos oscuros… «Tendría que haber sido más cariñosa con él -se decía-, tendría que haberle insistido para que viniera más veces a Delhi, haber estado más cercana a él, haberle llevado al médico y quizás se hubiera podido evitar el infarto…» Era una letanía de reproches provocados por la pena inmensa de haber perdido al hombre que, junto a Rajiv, más la quería. Cuando cerraba los ojos, recordaba el cosquilleo del bigote de su padre en su mejilla, su olor a jabón, su sonrisa y su ceño, sus palabras siempre juiciosas, impregnadas de un sentido común muy básico. Recordaba cuando la llevaba a visitar una obra terminada, y él se la mostraba con el orgullo del trabajo bien hecho. «¿Por qué se ha ido tan rápido?», se preguntaba Sonia. Se acordó de Indira, que había perdido a su marido de un infarto, que es como cuando se apaga la luz de golpe. O cuando explota una bomba y deja un cráter. Dicen que es mejor morir así, pero a Sonia le hubiera gustado despedirse de él, decirle lo mucho que le quería… aunque sólo fuese una vez. Le parecía tan extraño que su padre ya no estuviera allí que una noche se levantó y se fue al cementerio, a rezar sobre su tumba. Se encontró con su hermana, que había tenido la misma idea. Querían estar con él, porque a veces el inconsciente tarda en aceptar lo inevitable. A los pocos días, Sonia se marchó a Nueva Delhi y nunca nadie la volvió a ver en Orbassano.
La historia se repetía. Rajiv Gandhi no podía ser primer ministro sin provocar la misma animosidad que habían suscitado anteriormente su abuelo y su madre. En 1989, partidos de derecha e izquierda se aliaron con miembros del antiguo Partido Janata, la coalición que había nacido para derrotar a Indira, con el objetivo de presentar un frente común en las elecciones generales y lograr una misma meta: de nuevo sacar a un Gandhi del poder. Durante la campaña, un episodio de violencia feroz en el estado de Bihar entre musulmanes e hindúes empañó aún más la ya de por sí desgastada imagen de Rajiv. Hubo más de un millar de muertos antes de que Rajiv pudiese encargarse de aplacar los disturbios.
Luego siguió recorriendo el país al estilo de su madre, acumulando mítines y kilómetros y vendiendo los logros de su gobierno. La diferencia es que su madre iba rodeada de poca protección, lo que le permitía estrechar manos, dar abrazos y, en definitiva, estar en contacto físico con la gente. Cada desplazamiento de Rajiv, en cambio, implicaba la movilización de unos trescientos agentes de seguridad, que no le permitían acercarse tanto, salvo en situaciones absolutamente controladas. De vez en cuando se saltaba el protocolo, aunque tuviera que discutir con sus escoltas, pero en general cada movimiento suyo implicaba tanta logística que había que pensárselo bien si merecía la pena o no. Sabía que tanta limitación le hacía aparecer como un líder lejano ante las masas y por eso pugnaba por liberarse de la vigilancia. «Nunca he tenido miedo por mí», declaró en una entrevista. Como siempre, quien era más consciente del peligro era Sonia.
En campaña, Rajiv viajaba en un Boeing del ejército, costeado por el partido, que despegaba de Nueva Delhi antes del amanecer y que le permitía visitar tres o cuatro estados en un día. Para acceder a lugares remotos, utilizaba helicópteros que la víspera del viaje habían hecho prácticas de aterrizaje en pistas de fortuna. Terminaba la jornada después de medianoche y se quedaba a dormir unas horas en el avión, o en un alojamiento del gobierno. Sólo alguien con la resistencia y el sentido deportivo de la vida que tenía Rajiv podía soportar un ritmo semejante. Sin duda los indios no profesaban por él la misma adoración que sentían hacia su abuelo, ni el respeto casi reverencial con el que rodeaban a Indira, pero apreciaban a este hombre decente que luchaba por mostrarse digno de la carga dinástica que había heredado. En varias ocasiones le acompañó su hijo Rahul, un adolescente con gafas que se parecía mucho a él. Para el joven, fue el bautismo de multitudes. La gente quería tocarle como si al hacerlo se contagiasen de la magia y del poder de un Gandhi. Priyanka no iba a ser menos que su hermano, e insistió para que ella y su madre fuesen a la circunscripción de Amethi, de la que Rajiv era diputado, a poner toda la carne en el asador. Priyanka disfrutaba mucho haciendo campaña junto a su madre. Ambas eran muy populares y muy queridas entre el millón y medio de habitantes de Amethi, que disfrutaban ahora de la prosperidad que les había prometido Rajiv en su primera campaña. Amethi podía alardear ahora de tener todas las carreteras asfaltadas; casi todas sus aldeas tenían electricidad yagua potable y un pequeño boom industrial había reducido drásticamente el paro. Ésas eran las ventajas de tener a su diputado de primer ministro. Madre e hija fueron recibidas con mucho cariño y efusividad. Sonia era la atracción principal de los campesinos, deseosos de colocar una guirnalda de flores alrededor del cuello de esta extranjera que les intrigaba porque siempre iba vestida con sari y hablaba hindi con fluidez. «Puede que sea hija de Italia, pero soy nuera de Amethi», les decía para explicar su origen, y su sonrisa dejaba ver sus graciosos hoyuelos. Como a Sonia no le gustaba hablar en público prefería de ir de casa en casa, o de choza en choza, y animar a la gente a votar por su marido. También madre e hija improvisaban mítines en la cuneta de la carretera, donde explicaban lo mismo que Rajiv y Rahul explicaban a miles de kilómetros de allí a otros campesinos todavía más pobres. Repartían pegatinas e insignias a los jóvenes, y a las mujeres unos bindis adhesivos (el punto en medio de los ojos) con el logo del Congress, la palma de la mano abierta. «Sólo quiero que os deis cuenta de lo que ha mejorado la situación de vuestras aldeas desde que Rajiv fue elegido parlamentario hace ocho años… -les decía Sonia, antes de añadir-. Hermanos y hermanas, si queréis que sigamos trabajando, votad por mi marido.»
Su marido ya no era el político un poco verde de cinco años atrás. La adulación no le hacía el mismo efecto, apenas se avergonzaba de las canciones que le dedicaban ni de los floridos adjetivos con los que le describían. Estaba impaciente por hacer entender los avances conseguidos, las nuevas políticas y las novedosas iniciativas emprendidas. Se desgañitaba explicando cómo había solucionado gran parte de los conflictos heredados en 1984 y cómo había conseguido colocar a la economía en la senda de un crecimiento del 6 por ciento, cuatro puntos más que cuando gobernaba su madre, pero le daba la impresión de que había perdido poder de persuasión y que sus palabras se las llevaba el viento. Le irritaba tener el sentimiento de haberlo hecho bien y al mismo tiempo tener que defenderse constantemente de ataques e insinuaciones malévolas. Lo cierto es que su imagen había pasado de «hijo valiente que asumía el manto de su madre» a «señorito europeo que vivía a costa del pueblo». Era inevitable que después de aplacar antiguos conflictos surgiesen nuevos, pero lo importante era que la India permanecía unida, era un país respetado internacionalmente y la economía despegaba. Sin embargo, la oposición le martilleaba con una avalancha de calumnias. Sonia era un blanco favorito de las críticas: una extranjera manipuladora que desviaba recursos de los pobres indios hacia paraísos capitalistas con la ayuda de amigos y familiares en el más puro estilo mafioso, tan de su país. El problema de su nacionalidad era tan espinoso que la aconsejaron no ir a recibir al Papa en su escala en Nueva Delhi. No se consideraba políticamente correcto que millones de indios la viesen hacer la reverencia y besar el anillo del máximo pontífice de la Iglesia católica. En realidad, ni los políticos ni las masas ni los medios de comunicación estaban acostumbrados al glamour de una pareja en el más alto puesto de gobierno. No existía en la India la tradición de unos Kennedy, unos Blair, porque todos los primeros ministros anteriores habían sido viudos, empezando por el abuelo Nehru.
Al término de la campaña, Rajiv estaba escaldado y decepcionado. Empezó a tener dudas de que su trabajo y la sinceridad de sus propósitos acabaran imponiéndose, como pensaba al principio. «El mundo real es una jungla -escribió a su hija Priyanka- pero ni siquiera funciona la ley de la selva cuando estás en la vida pública.» Su aspecto reflejaba su desaliento. Ya no tenía el rostro sereno y la expresión relajada del pasado. Con la edad, sus facciones se habían crispado, su andar era más pesado, la voz perdió firmeza, aunque seguía siendo cálida, porque él era un hombre afable.
En la oposición, una exultante Maneka Gandhi también ponía en práctica, a su manera, todo lo que había aprendido de su suegra. Hacía campaña en una circunscripción vecina a la de Rajiv con todo el vigor de su juventud y sus ganas de tomarse la revancha. Indira se hubiera escandalizado desde el más allá al descubrir que su nuera se había convertido en una de las secretarias generales de una nueva versión de la coalición Janata, las siglas bajo las que había conseguido ser vencida y llevada a la cárcel. Además, Maneka ejercía de periodista y reportera especializada en temas medioambientales, sobre todo la protección de los animales, un tema muy afín a la ideología de la derecha hindú, siempre muy preocupada por proteger a la vaca sagrada. La influyente revista India Today describía así su estilo de hacer campaña: «Ésta es la Maneka real: madura, confiada en sí misma, una infatigable política que sabe exactamente cómo ganarse el corazón rural. Lleva saris con los colores azafrán y verde de su partido y la cabeza siempre cubierta; la perfecta imagen de una viuda recatada, pero decidida.» No tenía escrúpulo alguno en utilizar su vínculo con la familia para apoyar al partido contrario. Los eslóganes, escritos en paredes y muros de adobe, ofrecían un curioso panegírico de la «cuñadísima»: «La tormenta de la revolución: Maneka Gandhi» o «La valiente nuera de Indira dará su sangre por la nación», como si su relación con la familia bastara para convertirla en mártir potencial.
Las elecciones tuvieron lugar del 22 al 24 de noviembre de 1989. La mayor movilización voluntaria en el mundo de hombres, mujeres y material con un solo objetivo culminó con pocas interrupciones y escasos disturbios. Tres millones y medio de funcionarios supervisaron 589.449 colegios electorales para que quinientos millones de personas depositasen sus papeletas en las urnas. Todo el proceso, que se vivió como una gran fiesta, era motivo de orgullo para la gran mayoría de la población, que encontraba en la democracia un nuevo Dios que les unía por encima de sus diferencias de casta, raza o religión. Rajiv volvió a ganar en Amethi, pero el Congress, por primera vez en su historia, no obtuvo la mayoría absoluta en el Parlamento nacional. Los analistas coincidieron en que el asunto Bofors había jugado un papel importante en los resultados. Aquellas elecciones marcaron el final de lo que se llamaba el «sistema de partido dominante» porque nunca más ningún partido ha vuelto a conseguir la mayoría absoluta de escaños en el Parlamento.
Había corrido el rumor de que Rajiv tenía un vuelo reservado para ir a Italia en caso de derrota, pero no era cierto. Poco antes de las elecciones, un amigo íntimo, también aficionado a la música, le había preguntado:
– Vamos a suponer que pierdes las elecciones…
– Para mí, sería la paz -contestó Rajiv-. Me sentaré a escuchar música con los niños. Retomaré mis viejas aficiones, como la radio y la fotografía.
Pero lo había dicho a la ligera, llevado por el cansancio y el desgaste. Tanto él como su familia, después de todo el esfuerzo realizado, estaban desilusionados. Priyanka, que había heredado el carácter luchador de Indira, no se daba por vencida.
– Papá -le decía-, si el Congress ha conseguido el mayor número de escaños, tienes derecho a formar gobierno… ¿Por qué no lo haces?
En efecto, Rajiv tenía derecho a formar gobierno, pero decidió abstenerse. Aunque hubiera tenido suficiente apoyo entre los partidos minoritarios, pensó que no era momento de seguir.
– Creo que es mejor mantenerse fuera -le dijo-. Voy a dimitir, ahora les toca preocuparse a los nuevos. Interpreto los resultados como que el pueblo no está todo lo satisfecho que tenía que estar. Es lógico que después de tantas expectativas al principio, ahora haya existido una reacción en contra…
Apartado del poder por el péndulo de la democracia, Rajiv sentía una gran frustración. No por el veredicto del pueblo, sino por no haber podido hacer todo lo que se había propuesto, y por su incapacidad en desenvolverse en el nido de víboras de la política india. Ahora que sabía lo difícil que era construir algo, cambiar los conceptos y las ideas, le daba vértigo pensar en la facilidad con la que su labor de los últimos años podía ser destruida. Quizás su visión de la India había pecado de inocente: en cinco años, quiso que su vieja nación, tan temerosa de los cambios y al mismo tiempo tan deseosa de ellos, emprendiese un viaje de varios siglos hacia el futuro. ¿No era pedirle demasiado a este viejo elefante indio? Por un momento, Sonia pensó que quizás abandonaría la política, pero al verlo tan descorazonado fue ella quien le animó a seguir en la brecha. A un periodista que le preguntó a Rajiv si por fin había aceptado la política como profesión, él contestó de buen humor:
– Sí, sólo que a veces me apetece tomarme un descanso. Creo que es algo muy humano.
Sonia sabía que era imposible volver a la vida de antes. Cuando su marido miraba hacia atrás, lo hacía con nostalgia, pero asumiendo que aquello era el pasado: «Soy el mismo de siempre -dijo en una entrevista en televisión-, pero lo que ha cambiado es todo lo demás. Tenía una vida muy confortable, una familia pequeña, un trabajo bien pagado con mucho tiempo libre… pero todo eso se acabó.» Rajiv estaba imbuido de un sentimiento de fatalidad que le hacía pensar que un hombre no reniega de su destino. Los últimos años le habían hecho crecer en una dirección que le había colocado en un plano distinto en la vida. Ahora los desafíos eran mucho mayores y las expectativas eran diferentes. Sobre todo, la responsabilidad de mejorar la vida de ochocientos millones de personas se había transformado en algo prioritario para él. «Esa responsabilidad pesa tanto que cambia todo lo que hacía y lo que hago ahora. Lo que no va a cambiar es mi compromiso con el pueblo de la India para mejorar su existencia, y para que la nación tenga su lugar en el mundo.» La derrota no había alterado su fe. Sabía que su nombre era, para su partido, sacudido por varias derrotas en distintos estados, el solo y único recurso. Su plan era seguir reformándolo para convertirlo en una organización más democrática, como lo era en tiempos de su abuelo. Un partido aconfesional capaz de abarcar todas las tendencias y las creencias. Una casa común que sería el mejor antídoto contra el creciente faccionalismo religioso que vivía el país. Para hacer ese trabajo, era mejor estar en la oposición.
– Con esta coalición entre comunistas y la derecha fundamentalista hindú -le dijo a su hija, siempre muy interesada en el día a día de la vida política-… ocurrirá lo que ocurrió con la abuela y el Janata… Caerá por su propio peso. Es sólo cuestión de tiempo antes de que sus líderes se peleen por el poder, ya lo verás.
Rajiv dimitió el 29 de noviembre de 1989: «Las elecciones se ganan y se pierden… el trabajo de una nación nunca termina. Quiero agradecer al pueblo de la India el afecto que me ha dispensado con tanta generosidad.» Eran palabras que evocaban las del testamento de su abuelo, en el que Nehru había afirmado sentirse conmovido por el cariño que todas las clases de indios le habían profesado. Eran palabras que sonaban a despedida. La cita que Rajiv Gandhi tenía con el destino se acercaba inexorablemente.
Tal y como lo había predicho, los dos líderes más importantes de la nueva coalición se enzarzaron en una pelea a propósito de la designación del nuevo primer ministro. Era un mal comienzo que presagiaba una singladura borrascosa. Pero entre los nuevos miembros del gobierno se encontraba una persona especialmente eufórica que había formado parte de la dinastía familiar de los Nehru. Al ser nombrada ministra de Medio Ambiente y Bosques, Maneka Gandhi vio por fin cumplido su viejo sueño. Ya estaba en el poder. Ya se había tomado la revancha, y pensaba llevarla muy lejos. Fue una humillación más para Rajiv, aunque estaba curado de espantos sobre los vericuetos torticeros de la política y nada de ese mundo le sorprendía. Para el resto de la familia, que había visto cómo Maneka utilizaba su apellido con una total falta de escrúpulo, fue una amarga píldora que sólo la certeza de que ese gobierno sería flor de un día consiguió endulzar.
Para Sonia, haber perdido las elecciones significaba una nueva mudanza, esta vez la última. Tuvieron que dejar la residencia oficial del primer ministro y ocuparon otra villa blanca de estilo colonial, de una sola planta y rodeada de un amplio jardín. Se encontraba en el número 10 de la avenida Janpath, la antigua Queen's Way, una de las grandes arterias de Nueva Delhi bordeada de flamboyanes y de nims, árboles con ramas muy abiertas y frondosas, y cuyas hojas amargas, según la creencia popular, «lo curan todo». Quizás su sombra protectora fuese responsable de curarles la melancolía producida por la derrota porque, nada más mudarse, el ambiente en casa se animó. La vida se hizo un poco más tranquila, más liviana, como si se hubieran quitado un peso de encima, el peso del poder. Rajiv seguía estando muy atareado con su trabajo en el Parlamento y en el partido, pero a un ritmo más llevadero. «Estaba relajado -escribiría Sonia-, casi aliviado. De nuevo disfrutaba de placeres sencillos y cotidianos como comidas ininterrumpidas, quedarse en la sobremesa con nosotros, ver de vez en cuando un vídeo en lugar de encerrarse en su despacho a trabajar.» El chef del exquisito restaurante indio Bukhara, donde antaño solían acudir en familia al buffet de los sábados, les recibió con los brazos abiertos cuando volvió a verlos después de tan larga interrupción. Fueron allí a celebrar el cumpleaños de Rahul, y su inminente partida a Estados Unidos. Los niños ya no eran niños, sino jóvenes adultos devoradores de periódicos y muy interesados en todo lo que pasaba a su alrededor. Como no podían seguir estudiando en casa porque ya habían terminado el equivalente al bachillerato, Rajiv y Sonia habían decidido mandar a su hijo a la universidad de Harvard, acabando así con la tradición de educar a los hijos en Inglaterra, como lo habían hecho tres generaciones de Nehrus. Priyanka prefirió quedarse en Nueva Delhi, estudiando psicología en el Jesus and Mary College. Su obsesión por la política preocupaba tanto a su padre que lo comentó con Benazir Bhutto, cuando se encontraron por última vez en París, invitados por el presidente Mitterrand a asistir a las celebraciones del bicentenario de la Revolución Francesa.
– Por favor -le dijo Rajiv-, cuando la veas, intenta convencerla de que no se meta en esto.
De escuchar a alguien, sabía que su hija escucharía a Benazir, cuyo propio padre había sido asesinado después de una parodia dé juicio bajo las órdenes de un dictador militar. Era otro ejemplo. Próximo y terrible, del destino que esperaba a los que se dejaban seducir por la política. «No se da cuenta de lo peligroso que es esto», insistió Rajiv ante Benazir.
Él pensó que, estando fuera del poder, la amenaza que pesaba sobre él y sus hijos disminuiría, pero los informes que le llegaban sobre su seguridad le tenían siempre preocupado. Las amenazas contra su vida se habían multiplicado. En 1984, estaba el primero en la lista de tres grupos terroristas. Cinco años más tarde, lo estaba en una docena de organizaciones, incluida los Tigres Tamiles. El problema del Punjab parecía haberse solucionado, pero había otros conflictos, especialmente entre hindúes y musulmanes, potencialmente igual de peligrosos. «Ambos habéis vivido en circunstancias muy difíciles durante mucho tiempo, cinco años en un espacio limitado a la casa y el jardín -les había escrito Rajiv a sus hijos en una ocasión-. Es la época de vuestra vida en la que teníais que haber vivido en libertad, haber conocido gente de vuestra edad, haber descubierto el mundo como realmente es. Desafortunadamente, las circunstancias no nos han permitido ofreceros una vida normal.» Aquella carta desprendía un sentimiento de culpabilidad y al mismo tiempo de fatalidad. Rajiv era consciente de que no era dueño de su destino. Lo que le había catapultado a la política había sido un accidente, luego un atentado le había llevado al más alto cargo del gobierno de la nación, y, al fin, el escándalo Bofors le había colocado en la oposición. No había podido cambiar el rumbo de los acontecimientos y en esa carta parecía disculparse por el sufrimiento que ello pudiera haber ocasionado a sus hijos.
En realidad, la derrota en las elecciones fue una bendición para Sonia. En agosto, se fueron unos días a Mussorie, en las montañas, y Rajiv condujo su propio coche. Era su primera escapada juntos en diecinueve meses y allí, con la cordillera del Himalaya de fondo, celebraron el que sería el último cumpleaños de él.
Luego, en Navidad, cuando Rahul volvió de Harvard, toda la familia fue a pasar una semana de vacaciones a la casa de campo de Mehrauli, la que había comprado Firoz Gandhi con la idea de vivir sus últimos años tranquilo con Indira. Nunca habían podido estrenar esa casa, cuyos detalles de construcción Rajiv había supervisado durante años y costeado con sus ahorros. «Fue la primera vez que nos quedamos a vivir en una casa que era enteramente nuestra», escribiría Sonia. Rajiv se encargó de ponerla a punto. Sus hijos ayudaron a sacar los muebles de jardín y a limpiar el vetusto interior mientras él preparaba algo para picar, porque lo prefería a las comidas formales. Ellos le escondían el chocolate que tanto le gustaba porque les parecía que desde que había dejado el poder había ganado peso. Recordaron las fiestas de Holi que habían pasado allí en la infancia, tirándose polvos de colores hasta acabar todos perdidos. Jugaron al bádmington y al scrabble y Sonia empezó a limpiar de rastrojos una parte del jardín con la idea de plantar un huertecito. Le tiraba el campo, desde siempre, desde su niñez en Lusiana. ¡Cómo le hubiera gustado tener a su padre con ellos en esas vacaciones! ¡Cómo le hubiera gustado esa casa! Se acordaba mucho de él. En sus llamadas semanales a su madre en Orbassano, casi se dejó llevar por el reflejo de preguntar por su padre.
«Disfrutamos mucho cada minuto de los seis días que pasamos allí -recordaría Sonia-. Nos traía recuerdos de nuestra vida tal y como era al principio, y el sabor de la que habríamos tenido si hubiéramos podido elegirla por nuestra cuenta.» Muchos amigos se sorprendían de que siguiesen tan románticamente enamorados como el primer día. «A mí no me sorprendía porque siempre se quisieron mucho -recordaría Christian von Stieglitz, el amigo común que les había presentado en Cambridge y que fue a visitarlos durante aquellos días a la casa de Mehrauli-… Por razones de trabajo, iba mucho a Delhi en aquella época, y era un placer verlos siempre tan acaramelados después de tantos años de matrimonio. En privado, no paraban de darse besos y de cogerse la mano.» El 9 de diciembre de 1990, día de su cumpleaños, Sonia recibió un regalo de Rajiv con una nota: «Para Sonia, que no cambia con el tiempo, que es aún más hermosa hoy que cuando la vi por primera vez sentada en una esquina del restaurante Varsity, aquel día tan bonito…»
Pero, como siempre, el paréntesis de felicidad lo cerraron los acontecimientos políticos, que se precipitaban más rápidamente de lo que Rajiv esperaba. La India se deslizaba por una pendiente peligrosa, empujada por uno de los partidos de la coalición en el poder, el BJP (Bharatiya Janata Party), la antigua derecha fundamentalista hindú que tanto había fustigado a Indira. El partido había crecido hasta convertirse en el adversario más peligroso del Congress y un peligro potencial para la unidad del país. Apoyado por el RSS, una organización militante extremista, el BJP reclamaba una «India hindú» donde las minorías tendrían que vivir supeditadas a la mayoría, no en pie de igualdad. Su filosofía era diametralmente opuesta a la de Nehru y el Congress, porque renegaba del principio fundador de la India moderna, es decir de la aconfesionalidad que pregonaba la separación del Estado y de la religión, y la igualdad de todas las religiones ante la ley. El auge del BJP coincidió con el recrudecimiento de la violencia religiosa en el norte del país. Eran disturbios que no se aplacaban solos, sino que duraban hasta que las fuerzas de policía los aplastaban. El origen de esos disturbios era siempre el mismo y solía desencadenarlo un detalle nimio, como una disputa por los lindes de un terreno, por un espacio en una acera, por un cerdo orinando en el muro de una mezquita o una vaca muerta encontrada cerca de un templo hindú. En cualquier caso, en cuanto saltaba la chispa, la violencia se propagaba de manera fulgurante alimentada por rumores, siempre falsos) que magnificaban el incidente original, transformando un simple encontronazo entre dos individuos en una guerra santa entre religiones. Las organizaciones comunitarias y los políticos que se identificaban con una u otra de las facciones alimentaban el fuego de la discordia, de manera que de las palabras se pasaba a los puñetazos, luego a los cuchillos, y así hasta los cócteles molotov y los balazos.
En la India, los conflictos de casta y religión empezaron a retroalimentarse a partir de los años ochenta, en concreto después de que toda la población de un pueblo de intocables en Tamil Nadu tomase la decisión de convertirse al Islam para escapar del rígido sistema hindú de las castas. Aquellos pobres cambiaron hasta el nombre del pueblo, que de Menashkipuram pasó a llamarse Rehmatnagar. Los fundamentalistas hindúes pusieron el grito en el cielo -«¡El hinduismo está en peligro!»- y acusaron a los países del Golfo de estar financiando a los musulmanes de la India. La realidad era que los intocables reaccionaban por fin a siglos de opresión a manos de los terratenientes, que en esa zona eran hindúes de alta casta.
Luego, un acontecimiento aparentemente inofensivo inflamó aún más los ánimos de los fundamentalistas hindúes: la retransmisión en 1987 de una serie basada en el Ramayana, la epopeya hindú más popular, lo más parecido que los hindúes tienen a las escrituras sagradas. La adaptación para la televisión, una mezcla de telenovela y mitología, constaba de ciento cuatro episodios que se retransmitían los domingos por la mañana. El éxito fue tan fulgurante que la televisión estatal encargó a otro productor de Bollywood la realización de la epopeya del Mahabharata. Ambas series fueron las telenovelas de mayor audiencia en el mundo entero. Un 85 por ciento de los telespectadores indios vieron la totalidad de los episodios, una cifra única en la historia de la televisión.
Cuando emitían las series, la actividad del país entero se paralizaba. Taxis, bicicletas y rickshaws desaparecían de las calles. Los teléfonos dejaban de sonar. Las oraciones y los ritos de cremación se posponían. Funcionarios, amas de casa, tenderos, prostitutas, reos, vendedores de agua, barrenderos, niños, pobres que hurgaban en las basuras… todos abandonaban sus quehaceres para plantarse frente a un televisor en casa de alguien, en un comercio, en la plaza de la aldea, o mirando a hurtadillas por las ventanas de las casas de las familias que tenían el privilegio de contar con ese invento extraordinario. Muchos espectadores se creían a pie juntillas lo que estaban viendo, como si los dioses que salían en la pantalla habitasen el mundo de los hombres. Cuando el dios Rama salía en la serie, encendían una lamparita de aceite y se ponían a rezar allí mismo. En la India, las capas más desfavorecidas de la población son indiferentes a la distinción occidental entre historia pasada y actualidad, entre verdad y mito. Para ellos, todo es verdad. Los políticos más avezados, empezando por Indira, siempre supieron utilizar a su favor esa tenue frontera entre personas y dioses.
Las series desencadenaron una auténtica marea de fervor hinduista. En realidad el fervor había existido siempre, y se había exacerbado con la independencia, como una reacción a tantos siglos de dominación por los mogoles y luego por los ingleses. Nehru y Gandhi, muy conscientes del peligro de este tipo de fundamentalismo -parecido al de los sijs o al de los musulmanes, o al de los cristianos en otras partes del mundo, pero más peligroso aún en la India porque era la religión mayoritaria-, se esforzaron en predicar las virtudes de la aconfesionalidad y en enfatizar la unidad entre hindúes y musulmanes. El Mahatma Gandhi lo pagó con su vida: fue asesinado por unos militantes del RSS, organización que más tarde se afilió al BJP. Indira, muy consciente del problema, al principio de su mandato tuvo que enfrentarse con firmeza a cientos de santones desnudos que exigían la prohibición de matar vacas a las puertas del Parlamento.
Rajiv y otros miembros del Congress eran testigos de cómo el BJP explotaba con fines políticos el sentimiento religioso creado por la retransmisión de las series. En 1987, el BJP, de común acuerdo con dos poderosas organizaciones sociales y paramilitares ideológicamente afines, iniciaron una campaña que llamaron de «desagravio histórico». El objetivo era derribar una antigua mezquita construida en la antigua capital hindú de Ayodhya por un general del emperador mogol Babar en 1528. Alegaban que la mezquita había sido construida en el emplazamiento donde había nacido el dios Rama.
Para los musulmanes indios, la campaña del BJP y sus aliados era un ataque directo a sus derechos y a su religión. Impedir que las hordas hindúes destruyesen la mezquita se convirtió en símbolo de su supervivencia. Los ingredientes para un conflicto enrevesado y violento estaban servidos.
En 1989, después de las elecciones que le costaron el puesto a Rajiv, otra organización fundamentalista hindú asociada al BJP lanzó una campaña nacional para que cada pueblo de más de dos mil habitantes ofreciese un ladrillo destinado a la construcción de un templo a Rama a menos de treinta metros del emplazamiento de la mezquita. Era una provocación a los musulmanes. En el Parlamento, Rajiv urgió a que el gobierno tomase cartas en el asunto. El nuevo primer ministro mandó a las fuerzas del orden a interrumpir la construcción del templo, pero no consiguió sentar en una misma mesa a los distintos líderes para negociar una solución pacífica al conflicto. Por su parte, Rajiv hizo el gesto de ir a visitar a un santón hindú muy venerado que vivía a orillas del Ganges, un hombre que creía firmemente que la India era el hogar común de muchas religiones, y que debía seguir siendo así.
Un año más tarde, el BJP hinduista dio una nueva vuelta de tuerca a la provocación. Uno de sus líderes, un individuo alto, serio y carismático llamado L.K. Advani, hizo un llamamiento para que miles de voluntarios de todo el país convergiesen en Ayodhya con la idea de galvanizar las pasiones chovinistas de los hindúes. Él mismo encabezó una peregrinación que salió de una pequeña ciudad de Gujarat, y lo hizo a bordo de un carruaje motorizado que exhibía grandes retratos de los dioses y cuyos altavoces recitaban versos del Ramayana. Los campesinos se frotaban los ojos, incrédulos, al ver pasar ese cortejo seguido de voluntarios vestidos exactamente igual que los héroes de las series que habían visto en televisión. Aquella marcha elevó tanto la temperatura de la tensión comunal que el gobierno, en principio reacio a intervenir contra uno de los miembros de su coalición, mandó interrumpir la procesión de Advani antes de que ésta llegase a su destino.
Como represalia, miles de voluntarios del BJP asaltaron la mezquita de Ayodhya, armados de arcos y flechas. Un escalofrío de pánico recorrió el país entero. ¿Qué pasaría si en cada barrio, en cada aldea, en cada ciudad del subcontinente empezase una guerra de religiones? ¿No había servido la violencia desencadenada durante la Partición para vacunar a la India contra enfrentamientos basados en la religión? Las consecuencias podían ser tan terribles que daba miedo imaginarlas: atrocidades contra personas inocentes, el desmembramiento del país, quizás una guerra civil. Pero el líder del partido hinduista parecía inmune al sentido común. Todo valía con tal de ganar votos, incluyendo colocar a una nación de ochocientos cincuenta millones de habitantes al borde del abismo.
La policía no tuvo más remedio que actuar con contundencia para proteger la mezquita de la destrucción. Hubo una docena de muertos entre militantes y policías. El partido hinduista achacó a la policía el desenlace violento y su líder, Advani, anunció que retiraba su apoyo al gobierno. Mucho antes de lo que Rajiv había previsto, caía el primer gobierno que le había sustituido.
– ¿Vas a pedir que se convoquen elecciones? -le preguntó su hija.
– No, el partido no está listo todavía. No creo que saquemos más votos ahora que en las anteriores. Prefiero esperar.
Rajiv, cabeza del partido con mayor representación en el Parlamento, se encontraba de nuevo en una posición clave. Un líder rival del primer ministro que acababa de caer solicitó su apoyo para formar gobierno. Rajiv aceptó dárselo, pero desde fuera, sin formar parte del nuevo gabinete. Una maniobra astuta, que le proporcionaba control sin tener que asumir la responsabilidad de lo que hacían los miembros de la nueva coalición gobernante. La verdad es que Rajiv no confiaba mucho en este líder, ni en sus ministros, entre los que se encontraba Maneka Gandhi, y no quería verse asociado a su gestión, que preveía iba a ser un desastre. Estaba convencido de que en cuestión de meses la gente pediría desesperadamente el regreso del Congress al poder. Entonces sería el momento de convocar elecciones.
Las predicciones de Rajiv se hicieron realidad. El gabinete constituido por el nuevo primer ministro ofrecía una colección de granujas de lo más deprimente hasta para los estándares del tercer mundo: «Una extraordinaria colección de los más despiadados e inmorales oportunistas que jamás han entrado en la arena política india», según la descripción del escritor inglés afincado en Nueva Delhi, William Dalrymple.
La ruptura no tardó en llegar, y ocurrió de manera un tanto extraña. Sonia estaba de nuevo muy ofuscada con el tema de la seguridad porque, al perder las elecciones, el nuevo gobierno les había retirado los escoltas altamente adiestrados del Special Protection Group, como si el hecho de que Rajiv no estuviese en el gobierno hiciese desaparecer las amenazas. El cambio había sido tan drástico que Sonia y Priyanka vivían en un estado de miedo perpetuo cada vez que Rajiv se iba de viaje. De pasar a ser protegido por cientos de agentes en cada desplazamiento, salía de casa acompañado de un solo escolta, un buen hombre, fiel y servicial, llamado Pradip Gupta: «Si algo le ocurre a Rajiv, será por encima de mi cadáver» le dijo una vez a Sonia al verla tan desasosegada. Pero era un pobre consuelo. Rahul compartía la misma angustia. Llamaba a menudo desde Estados Unidos para cerciorarse de que nada le había pasado a su padre. Estaba tan preocupado por los detalles que le contaba su madre sobre lo chapuceras que eran las medidas de seguridad que insistió mucho en ir a pasar las vacaciones de Pascua a casa, en marzo de 1991. Acompañó a su padre en un viaje por el estado de Bihar y se quedó pasmado al comprobar por sí mismo la ausencia de previsión, la falta de medios y lo expuesto que estaba Rajiv a cualquier agresión. A veces los policías estaban apartando a una muchedumbre y le dejaban solo en el coche, otras veces no se adelantaban lo suficiente y Rajiv quedaba de nuevo expuesto. Antes de embarcarse de nuevo para Estados Unidos, Rahul dijo a su madre unas palabras que en el fondo no quería creer, pero que resultaron premonitorias: «Si no hacéis algo al respecto, me temo que la próxima vez que vuelva será para el funeral de papá.»
El problema no era sólo la falta de apoyo del gobierno, sino que Rajiv estaba obsesionado con la idea de mantenerse cercano al pueblo. Le habían dicho que había perdido las elecciones porque había dado la imagen de alguien lejano y casi altivo. La presencia de guardaespaldas era un impedimento a la hora de labrarse una imagen de político accesible, que era lo que buscaba. «Vivir bajo una amenaza terrorista o una amenaza de muerte nunca me ha preocupado -había declarado-. Nunca he dejado que interfiriese en mi manera de pensar. Sí, me ha causado problemas por todas las molestias que la seguridad implica… pero si hay que morir por lo que uno cree, no lo dudaría.» Christian van Stieglitz estuvo unos días con ellos en aquellas fechas, junto a Pilar, su mujer española. «Pilar no conocía Nueva Delhi, así que Rajiv nos llevó a dar una vuelta. Nos metimos en un pequeño Suzuki que conducía él mismo, y salió a toda velocidad, sus escoltas siguiéndole como podían en un Ambassador blanco, hasta que consiguió despistarlos. ¡No debía ser fácil ser escolta de Rajiv Gandhi! Yo no podía dejar de pensar que se arriesgaba demasiado. Recuerdo que una tarde fuimos al Qutub Minar, el monumento más alto de la ciudad. Rajiv estaba entre mi mujer y yo charlando con nosotros mientras caminábamos entre las ruinas. En un momento dado, me di la vuelta y vi que nos seguían unas mil personas, a cierta distancia, sin atreverse a acercarse demasiado. Estaban sorprendidísimos de ver a Rajiv pasear como un turista más. Seguimos caminando y de pronto Rajiv se agachó y recogió del suelo dos florecitas blancas. Se acercó a la multitud y se las dio a una niña que le miraba boquiabierta con grandes ojos negros.» Cuando Christian le hizo un comentario sobre los riesgos que asumía, Rajiv le contestó: «No puedo desconfiar del hombre de la calle. Tengo que vivir la vida.»
La que no vivía era Sonia. Fue ella quien se fijó, en un fin de semana que pasaron en la casa de campo de Mehrauli, en dos individuos que vigilaban la casa y que no eran los escoltas habituales. Se lo comunicó a Rajiv, y éste salió a preguntarles quién les había dado la orden de vigilarlos, y así descubrió que había sido el jefe de gobierno local, un individuo que pertenecía al partido del nuevo primer ministro. Irritado y desconcertado por lo que consideraba una inaceptable intrusión en su vida privada, Rajiv llamó al primer ministro y exigió que le quitasen esa vigilancia, así como la dimisión del jefe de gobierno que había dado esa orden. «Era una cuestión de confianza -declaró Rajiv-. Había depositado mi confianza en este hombre, y apoyamos su gobierno. Y ahora descubro que no somos de fiar y nos ponen dos policías vigilando nuestra casa. ¿Qué significa esto?» El nuevo primer ministro intentó minimizar el asunto y procuró aplacar los ánimos encendidos de Rajiv, porque se encontraba en un callejón sin salida. De cara a su propio partido, no podía despedir a funcionarios o a jefes de gobierno locales a petición del líder del Congress. Por otra parte, si Rajiv le quitaba el apoyo, perdería el control del Parlamento. Pero Rajiv insistió en depurar responsabilidades. Como el hombre no respondió a sus requerimientos, Rajiv amenazó con boicotear el Parlamento. De modo que cuatro meses después de haber jurado el cargo, ese primer ministro se vio obligado a presentar su dimisión al presidente de la República.
Ahora sí, había llegado el momento de celebrar nuevas elecciones generales, que la comisión electoral fijó para el 20, 23 Y 26 de mayo de 1991. La India estaba en plena crisis, lo que podía facilitar que un partido de oposición como el Congress volviese al poder. Aparte del auge del fundamentalismo hindú, Cachemira vivía una escalada de violencia. En el frente de la economía, la gestión de los últimos gobiernos había sido desastrosa. La inflación, producida por el aumento del precio del crudo a causa de la guerra del Golfo, estaba desbocada y amenazaba con crear graves problemas sociales. Rajiv propuso un programa basado en la estabilidad y en la reforma económica, incluyendo más privatizaciones y menos controles a la industria y el comercio. El enemigo a batir en las urnas era el BJP, el partido hinduista, que se perfilaba como una organización en auge con un programa potencialmente peligroso para la estabilidad del país. Los demás partidos, incluidos los de la coalición saliente, sólo podían aspirar a un número limitado de escaños.
De nuevo Rajiv partió en campaña, seguro de su victoria. Así era la política, como un reflejo de la vida misma, donde nada es permanente y todo cambia sin cesar, a veces a una velocidad de vértigo. Quiso iniciar la campaña junto a Sonia, y él mismo pilotó el avión que el 1 de mayo de 1991 se posó en Amethi. Era la primera de seiscientas escalas que tenía que hacer en veinte días. Una multitud estaba esperándoles a la bajada del avión, entre las que había muchas mujeres que fueron a dar la bienvenida a Sonia. Una de las razones de su inmensa popularidad en Amethi es que Sonia tenía una memoria prodigiosa, y recordaba los nombres y las caras de mujeres que quizás había visto cinco minutos en anteriores viajes. La italiana se identificaba plenamente con aquellas campesinas que la tocaban con una curiosidad casi infantil para comprobar que era de carne y hueso como ellas. Tenía la intención de pasar tres semanas acampando en la circunscripción de su marido, solicitando el voto casa por casa, mientras él recorrería el subcontinente. Al final de la jornada, antes de subir por la escalerilla del avión, Rajiv se dirigió a sus electores y les dijo una frase muy sencilla, pero que a la postre resultó ser profética: «No creo que pueda regresar aquí de nuevo, pero Sonia se queda para velar por vosotros.» Sonia sintió una punzada en el corazón. No por el hecho de quedarse sola, porque la calidez de la gente y la actitud solícita de los miembros locales del Congress la hacían sentirse como en casa, sino porque era la primera vez en veintitrés años de casados que iban a pasar tanto tiempo separados, casi tres semanas.
Aquella noche, mientras intentaba conciliar el sueño tendida en un charpoi, un catre hecho de cuerda trenzada, dentro de una tienda de campaña y luchando contra el calor y los mosquitos, Sonia se acordó de la última vez que había estado en Amethi. Era en febrero, el mes en que cumplían su aniversario de boda. Había venido a inaugurar una campaña de vacunación contra la polio. Pensaba que no podrían celebrar juntos el aniversario, porque Rajiv tenía previsto viajar en esas fechas a Teherán. Iba con la idea de lanzar una iniciativa diplomática para acabar con la guerra del Golfo. Pero una noche como aquélla, aunque menos calurosa, le había llegado una nota de Rajiv pidiéndole que cancelase sus compromisos en Amethi y que por favor volviese rápidamente a Nueva Delhi para acompañarlo en ese viaje. «Siento como… que me apetece estar contigo, únicamente tú y yo, nosotros solos, sin cientos de personas revoloteando a nuestro alrededor como siempre», decía la nota. Cuando Sonia llegó a Nueva Delhi, al filo de la medianoche, se encontró con un Rajiv nervioso porque pensaba que no llegarían a tiempo para coger el vuelo. Descubrió que ya había hecho las maletas. Todo estaba listo para el viaje. En Teherán, después de los compromisos oficiales, se fueron a cenar solos a un restaurante. ¿Hacía cuánto tiempo que no se permitían semejante lujo romántico? Ni se acordaban ya… Rajiv le entregó un regalo que había traído desde Delhi, unos pendientes preciosos y sencillos como le gustaban a ella. Cuando volvieron al hotel, cogió su cámara, con la que siempre viajaba, y se hicieron una foto con el disparador automático, algo que nunca habían hecho antes.
– ¡Madam, Madam!…
Una voz susurrante fuera de la tienda interrumpió su ensoñación. Sonia se levantó, se puso una bata y salió. Un hombre joven, un simpatizante del partido, le entregó un sobre. Venía de Nueva Delhi, era de Rajiv. Sonia lo abrió y encontró una rosa, con una nota escrita a mano. La leyó, sonrió mostrando sus hoyuelos, y regresó al charpoi. «Era un mensaje de amor», confesaría más tarde.
Priyanka llegó unos días más tarde a Amethi para acompañarla. Visitaban una media de quince aldeas al día. Escuchaban las quejas de la gente por una pensión que no llegaba, un niño ciego que necesitaba dinero para una operación o una anciana que se quejaba de que después de las anteriores elecciones, los del Congress los ignoraron. Sonia tomaba notas y daba instrucciones a sus ayudantes. «Tened fe -les decía a los suplicantes-, me voy a encargar de solucionaros esto.»
En una de las aldeas, Priyanka fue testigo de un acontecimiento extraordinario, teniendo en cuenta la aversión que tenía su madre a hablar en público. Sin que Rajiv se lo hubiera pedido, Sonia se atrevió a hacer su primer discurso frente a una multitud de varios miles de personas. «Mi marido ha trabajado mucho por vuestro bienestar y yo trabajo para mi marido… Sólo el Congress puede representaros dignamente, estrechad la mano de mi marido…» Priyanka se reía de verla exhortar a la gente a votar por el Congress, y además con gracia. Las frases en hindi con un ligero acento le salían con facilidad, sonreía y parecía disfrutar, quizás porque no había periodistas, todos eran gente humilde que no la intimidaban. Lo más notorio era que lo había hecho motu proprio, como un acto de entrega a su marido.
Ambas regresaron a Nueva Delhi el día 17 de mayo, agotadas, sudorosas y llenas de polvo, pero optimistas sobre el resultado final de las elecciones. Cuando la noche siguiente Rajiv llegó de su gira y entró por la puerta principal, se quedaron estupefactas. «Estaba exhausto. Casi no podía hablar ni caminar. No había dormido ni había comido decentemente durante semanas. Había estado de campaña unas veinte horas al día. Sus manos y sus brazos estaban llenos de arañazos y de marcas. Le dolía todo el cuerpo. Miles de admiradores le habían tocado, le habían dado apretones de mano, abrazos fraternales y palmadas en la espalda. Se me partió el corazón de verlo en ese estado.» Sus dedos estaban tan hinchados por la cantidad de apretones de mano que se había tenido que quitar la alianza. Pero estaba contento, el corazón henchido por tantas pruebas de afecto, por tanto entusiasmo. Su deficiente servicio de seguridad le había servido para ir al encuentro de lo que su abuelo y su madre llamaban «el amor de la gente», y volvía emocionado porque la gente respondía. «En Kerala y en Tamil Nadu tienen la costumbre de pellizcarte la mejilla, por eso la tengo tan roja e hinchada -le contaba a Sonia mientras ella le colocaba un reposapiés para que pudiese estirar las piernas-… y a veces, en zonas musulmanas, te dan besos, ya sabes, uno, dos, tres besos y luego ese abrazo especial que te parte la espalda… Me duele todo el cuerpo, pero no importa.» Estuvieron charlando tranquilamente durante un buen rato, intercambiando impresiones sobre sus experiencias mutuas. Rajiv estaba satisfecho porque había conseguido demostrar que le importaba la gente. Pero no estaba seguro de ganar: «Va a ser una lucha dura», le confesó. Esa noche durmió cinco horas, todo un lujo, antes de salir para Bhopal, donde el 19 de mayo dio un mitin frente a cien mil personas. La ciudad seguía traumatizada por la catástrofe de 1984. La multinacional responsable del accidente había llegado a un acuerdo para pagar una suma en concepto de compensación a las víctimas, pero el dinero no acababa de llegar a manos de los necesitados. Era desviado por funcionarios corruptos e intermediarios. De nuevo el sistema era lo que fallaba.
Después de Bhopal, ya sólo quedaba el sur, «territorio amigo», como lo llamaban los miembros del Congress. Regresó primero a casa y estaba tan cansado que se quedó dormido en el salón, aliviado al pensar que la campaña estaba llegando a su fin. Tres días más, y estarían todos reunidos allí mismo, porque Rahul iría a pasar las vacaciones de verano. Tenía previsto llegar el 23 de mayo. Sonia y Priyanka también estaban contentas. Estaban más seguras que Rajiv de que éste ganaría las elecciones por un amplio margen. La familia entera se había volcado en el esfuerzo de volver a colocar a un Gandhi y al Congress a la cabeza del país. Indira se hubiera sentido orgullosa de todos ellos: eso era «hacer familia».
El 20 de mayo, Rajiv y Sonia salieron de casa a las siete y media de la mañana para depositar su voto. A esas horas, la temperatura era todavía soportable. Las cornejas parecían saludarlos desde las ramas de los árboles con sus graznidos amargos. Rajiv, vestido con una kurta blanca y un pañuelo tricolor alrededor del cuello, condujo el coche por las anchas avenidas, que estaban casi desiertas, pero a la entrada del colegio electoral les esperaba un corrillo de gente y un equipo de televisión. Sonia estaba espléndida en un salwar kamiz rojo. Saludaron a diestra y siniestra juntando las palmas de la mano a la altura del pecho y Rajiv firmó algunos autógrafos mientras esperaban que abriese el colegio. Detrás, la fila iba creciendo. Un joven voluntario del partido se acercó a Rajiv con una bandeja en la que había incienso, azúcar y pétalos de flor con la intención de realizar allí mismo una puja (una ofrenda) para empezar el día con una nota auspicios a en su honor. Sonia, siempre que estaba con su marido en un lugar público, observaba atentamente a todo el que se acercaba, intentando adivinar alguna intención oculta, un bulto sospechoso, un gesto inhabitual. La paranoia no le daba tregua. Quizás por eso se asustó tanto cuando el hombre de la bandeja, intimidado por Rajiv, la dejó caer en un estrépito que hizo sobresaltarse a todos. Sonia se crispó, luego empezó a sudar copiosamente. Rajiv se percató del malestar de su mujer y pidió que le trajeran un vaso de agua. Cuando le tocó votar, estaba tan alterada que no encontraba la papeleta con el símbolo del Congress. Por un momento pensó que se iría sin votar. A la salida, yendo hacia el coche, se lo contó a Rajiv, que se reía: «Me cogió la mano -recordaría Sonia- con ese toque cálido y tranquilizador que siempre ayudaba a disipar cualquier sentimiento de ansiedad.» Fue quizás la última ocasión en la que Rajiv estaba presente para calmar a su mujer, porque después de dejarla en casa, salió para su siguiente gira. Por la tarde tenía previsto volver a Nueva Delhi para cambiar del helicóptero a un avión y partir con destino al sur, donde las elecciones se celebrarían dos días después.
Pero esa tarde, Rajiv les dio la sorpresa de pasarse por casa. Sonia y Priyanka estaban felices de verlo, aunque fuera por poco tiempo. Rajiv se duchó deprisa, picó algo y llamó a su hijo a Estados Unidos: «Te llamo para darte ánimos con tus exámenes, Rahul, y para decirte lo contento que estoy de que vuelvas pronto… Va a ser un buen verano… Te quiero… Adiós.» Luego dio un beso a Priyanka. De nuevo debía irse, pero lo bueno es que aquélla sería la última escala de la gira electoral. Estaba tranquilo, iba al sur, territorio seguro, no como el norte, tan convulso y peligroso.
– ¿No puedes dejarlo ya? -le pidió Sonia-. Este viaje no cambiará los resultados…
– Lo sé, pero ya está todo organizado… Ánimo, un último empujoncito y saldremos vencedores… Sólo dos días más y de nuevo juntos -le dijo a Sonia con su sonrisa cautivadora.
«Nos despedimos con ternura… -recordaría Sonia- y se fue.
Me quedé mirando entre las rendijas de la persiana y le vi alejarse, hasta que le perdí de vista… Esta vez para siempre.»
Al día siguiente, 21 de mayo de 1991, Rajiv se embarcó en un helicóptero para visitar varias ciudades del estado de Orissa, en el este del país. Fue una jornada extenuante, y por la noche se encontraba tan cansado que pensó recuperar un poco de sueño atrasado y cancelar la última visita que tenía prevista a un pueblo del vecino estado de Tamil Nadu llamado Sriperumbudur. Además, un informe del Servicio de Inteligencia del gobierno central le había expresamente aconsejado no asistir a mítines en Tamil Nadu después del anochecer, porque los Tigres Tamiles disponían en ese estado de un apoyo considerable entre la población. Estaba hambriento, y la líder local del partido, una joven profesional que él había reclutado para el Congress, le invitó a cenar a su casa, pero se quedó pensando en los que le estaban esperando en Sriperumbudur, en todo el esfuerzo que sus compañeros de partido habían invertido en organizar el mitin, y a la postre no quiso defraudarlos y declinó la invitación a cenar. El partido bien se merecía un último esfuerzo.
– Ya dormiré a pierna suelta con Rahul, Priyanka y Sonia a mi alrededor -le dijo a su acompañante.
– ¿Entonces no vas a hacer caso al informe del Servicio de Inteligencia?
– Si tuviera que hacer caso a todos esos informes, tendría que haber abandonado la campaña hace mucho tiempo. Además -añadió-, la violencia política es poco común en el sur de la India, eso lo sabemos todos. Aquí las elecciones se parecen más a fiestas de pueblo que a acontecimientos políticos serios.
Al entrar en el avión, se encontró con la agradable sorpresa de que la líder local le había hecho llegar pizza y unas empanadillas. Apenas había dado un primer mordisco a su cena cuando le comunicaron que el aparato no podía despegar por un problema técnico. «Mejor -se dijo Rajiv, que sólo pensaba en echar una cabezadita-. Pues aquí nos quedamos.» Bajó del avión y se metió en un Ambassador que le condujo al alojamiento del gobierno. Pero, de camino, un coche oficial le alcanzó.
– Señor -le dijo un policía por la ventanilla-, ya se ha solucionado la avería, el avión está listo para el despegue.
Durante una fracción de segundo, Rajiv dudó en si debía seguir camino o regresar al aeropuerto. Al final, se dejó llevar por los acontecimientos y le dijo al chófer que diese media vuelta. De nuevo en el avión, tomó asiento, se abrochó el cinturón y cuando el aparato empezaba a rodar por la pista, se dio cuenta de que había olvidado la comida en el coche.
Llegó a Madras a las ocho y media de la noche, asistió a una corta rueda de prensa, bebió un refresco y siguió viaje por carretera. Iba sentado delante, al lado del conductor, con la ventanilla abierta. En el salpicadero del Ambassador, había una pequeña luz fluorescente que le daba en la cara para que la gente pudiera verlo en la oscuridad de la noche. Se detuvo en un pueblo en el que dio un mitin de veinte minutos y a las nueve y media ya estaba en otro dando un nuevo discurso. En el trayecto, aprovechaba para charlar con periodistas. Ese día iba acompañado de Barbara Crossette, corresponsal de The New York Times y especialista en temas asiáticos. Al cruzar las aldeas, el coche se abría lentamente paso entre la multitud y la gente, con expresión de frenética alegría en sus rostros, lanzaba flores. «Esperamos buenos resultados en esta zona», dijo Rajiv a los periodistas. Nada más salir del coche, sus seguidores pugnaban por colocarle guirnaldas alrededor del cuello, mientras otros le regalaban pañuelos y chales. En un momento dado, se detuvo para saludar a una mujer que estaba siendo estrujada por la muchedumbre. Le colocó una bufanda de seda alrededor del cuello y le dijo unas palabras. La mujer cubrió su rostro con sus manos y apretó la bufanda contra su pecho. Barbara Crossette se sorprendió de la escasa protección de que disponía: «Más de cien veces, cualquiera de las manos que se habían metido en el coche para tocarle el brazo o darle la mano hubiera podido apuñalarlo o dispararle.»
Siguieron camino. A lo largo de la carretera, había luces de colores y pancartas dándole la bienvenida. De vez en cuando, Rajiv indicaba al chófer que fuese más despacio o que parase el coche para salir y estrechar más manos mientras les pedía el voto para el Congress. Lo curioso es que lo decía en inglés, porque no hablaba tamil. Cuando tenía que explicar algo más largo, un intérprete le hacía la labor. Las notas y cartas que iba recogiendo de la gente las metía en una bolsa gris de líneas aéreas que siempre llevaba consigo. Barbara Crossette le hizo su última entrevista. Le preguntó si no tomaba suplementos vitamínicos o si llevaba una dieta especial para aguantar ese despliegue de energía, teniendo en cuenta el calor de 40 grados y lo duras que eran las carreteras… Rajiv prorrumpió en carcajadas. «¡Estos americanos!», debió pensar. «La mayor parte del tiempo no como nada. Me mantengo con esto…», contestó, señalando un par de termos, uno de café y otro de té. Les indicó que la única concesión al confort eran las zapatillas de deporte blancas que llevaba. Luego departió sobre sus temas favoritos: «La gente está frustrada porque el sistema no es eficaz, no alimenta sus aspiraciones. Tenemos que conseguir mejorarlo drásticamente. Pero, sobre todo, estoy decidido a acabar con todas las controversias sobre la religión. Queremos una separación completa entre religión y política. La mezcla es explosiva, no sólo aquí, sino en todo el mundo.»
A las diez de la noche, los líderes locales de Sriperumbudur, un pueblecito agrícola sin mayor interés, anunciaron la llegada del líder. La gente estaba viendo un espectáculo de danza típica de la región, muy colorido y ruidoso, algo normal en los mítines electorales, ya que los candidatos importantes nunca llegaban puntuales. Las dos horas de retraso sobre el horario previsto no quitaron las ganas a la gente de corearlo y de lanzar petardos para celebrar su llegada. Rajiv se asustó al oír las primeras explosiones, pero le explicaron que era la manera habitual de recibir a un dignatario importante en Tamil Nadu. Normalmente, en un acto así, en el norte, hubiera habido un arco detector de metales a la entrada del recinto. Pero aquí no existía nada parecido, excepto los esfuerzos del fiel escolta Pradip Gupta por apartar a la gente y evitar que tocasen a su protegido. Rajiv se detuvo frente a una estatua de su madre y le colocó ceremoniosamente una guirnalda de claveles. La multitud estaba compuesta sobre todo de hombres de aspecto cordial, vestidos con longhis, unas telas enrolladas alrededor de la cintura, y de niquis o de kurtas sin cuello. Después del homenaje a Indira, Rajiv caminó sobre una alfombra roja hacia el estrado donde le esperaban los líderes locales del partido, sentados alrededor de una larga mesa. Aceptaba con su eterna sonrisa las guirnaldas que le iban poniendo, se detenía para dar un apretón de manos, respondía al saludo de uno, se quitaba guirnaldas amontonadas en el cuello y las lanzaba a las mujeres, discutía con los policías locales que intentaban mantener apartada a la multitud, se reía y bromeaba con todos. Sacaba su increíble energía del contacto con la gente, entroncando de este modo con el ejemplo de su abuelo y de su madre.
Entre la multitud había dos mujeres de unos treinta años. Una de ellas era bajita, de piel oscura y llevaba gafas. Se llamaba Dhanu. Vestía una chaqueta vaquera sobre un traje punjabí de color naranja que consistía en una falda larga sobre pantalones anchos, contrariamente al resto de las mujeres del sur, que suelen llevar saris. Parecía estar embarazada. Nadie sospechaba que las razones de su corpulencia se debían a que bajo su chaqueta tenía pegados al cuerpo una batería de nueve voltios, un detonador y seis granadas con metralla envueltas en un material explosivo plástico. La otra chica se llamaba Kokila, y era la hija de un funcionario del partido. Rajiv le puso cariñosamente el brazo por encima del hombro mientras ella recitaba un poema en su honor. Dhanu, con una guirnalda en la mano, consiguió abrirse paso y colocarse detrás de Kokila. Cuando la chica acabó el poema, le llegó el turno a Dhanu, pero justo cuando iba a entregarle su guirnalda a Rajiv, una mujer policía la paró con el brazo. Rajiv le sonrió. «Deje que cada uno tenga su turno… No se preocupe, tranquila.» La policía desistió y se dio la vuelta, sin sospechar que de esa manera estaba salvando la vida. Entonces Dhanu se acercó a Rajiv para colocarle una guirnalda de virutas de madera de sándalo esculpidas en forma de pétalos de flor alrededor del cuello. Rajiv se lo agradeció con su hermosa sonrisa y, siguiendo la tradición, se quitó la guirnalda para entregársela a un compañero del partido que estaba detrás de él. Mientras, Dhanu se agachó para tocarle los pies. Rajiv también lo hizo, para mostrar humildad, como diciendo que él no era digno de ese saludo. Pero la mujer le engañó: no estaba tocándole los pies en signo de veneración, sino tirando de una cuerda que activó el detonador.
La explosión fue apocalíptica. «Cuando me di la vuelta -contó Suman Dubey, ayudante de Rajiv y viejo amigo de la familia- vi a gente volar por los aires como a cámara lenta.» Barbara Crossette, que se había quedado atrás, vio «una explosión muy intensa… y luego la gente cayendo alrededor, en círculo, como los pétalos de una flor. En el lugar donde se suponía que estaba Rajiv, había un agujero en la tierra.» La metralla había acabado con la vida de la asesina, de Rajiv y de diecisiete personas más. El pánico se apoderó de la multitud y de los policías, que no sabían si aquélla sería una explosión aislada o si habría más. El polvo y el humo se disiparon para dejar al descubierto el espectáculo de la masacre: cuerpos desmembrados, tierra negra y humeante, objetos calcinados. Curiosamente, el estrado seguía en pie, lo que había saltado en pedazos había sido la gente.
«Estaba buscando algo de color blanco -contaría Suman Dubey-, porque Rajiv siempre iba de blanco. Pero todo lo que veía era negro, materia calcinada.» Otros compañeros de partido se fueron acercando y encontraron a Pradip Gupta, el fiel escolta de Rajiv. Seguía vivo, estaba tumbado y con los ojos muy abiertos, sufriendo en carne propia la predicción que le había hecho a Sonia: «Si algo le pasa a Rajiv, tendrá que ser por encima de mi cadáver…» Murió unos segundos después. Debajo de su cuerpo, alguien encontró una zapatilla de deporte blanca. Era de Rajiv. Un colega del partido intentó girar lo que quedaba del cuerpo, sin conseguirlo porque se deshacía. Rajiv había sido literalmente eviscerado por la explosión, el cráneo estaba fracturado y había perdido casi toda la masa cerebral. Había muerto en el acto. Quince minutos después de la explosión, sonó el teléfono en el número 10 de Janpath.
Quien descolgó el aparato fue el secretario de Rajiv, que trabajaba en el despacho privado de su jefe, en un ala apartada de la casa. La familia dormía. En su dormitorio, Sonia oyó el teléfono entre sueños y le sonó como un alarido.
– Señor, ha habido un atentado con bomba -dijo una voz entrecortada, salpicada de interferencias.
– ¿Quién habla?
– Soy del Servicio de Inteligencia. Llamo de Sriperumbudur.
Al secretario se le hizo un nudo en la garganta.
– ¿Cómo está Rajivji? -preguntó.
El hombre no respondió. El secretario oyó cómo su interlocutor carraspeaba para aclararse la garganta antes de volver a hablar.
– Señor, es que… -empezó diciendo, sin terminar su frase.
Nervioso, el secretario le azuzó:
– ¿Por qué no me dice de una vez cómo se encuentra Rajiv?
– Señor, ha fallecido -soltó entonces el hombre, y nada más decirlo colgó el teléfono.
El secretario se quedó con el auricular en la mano, la mirada perdida, intentando asimilar lo que acababa de oír. La leve esperanza de que hubiera sido una falsa noticia se evaporó cuando, nada más colgar, volvió a sonar el teléfono. Un miembro del Congress de Tamil Nadu vino a confirmarle la noticia. Ya no había duda. En seguida las demás líneas empezaron a vibrar, en una cacofonía insoportable. El secretario salió apresurado.
– Madam, Madam…
Se encontró con Sonia en el pasillo, que salía de su cuarto atándose el albornoz.
Casi no podía abrir los ojos. Tenía el pelo revuelto. Sabía que una llamada en mitad de la noche no podía anunciar nada bueno. Tenía grabada en su memoria la que había recibido una noche en la casa familiar de Orbassano anunciándole el accidente de Sanjay. Ahora estaba presa de un sentimiento similar y se le hizo un nudo en el estómago. Pero lo que la dejó helada fue el aire asustado, casi histérico del secretario, un hombre habitualmente sobrio y comedido.
– Madam, ha sido una bomba… -balbuceó.
Sonia le lanzó una mirada severa. Tenía el rostro hinchado de sueño.
– ¿Está vivo?
El secretario fue incapaz de contestar. No le salieron las palabras. Tampoco hacían falta, Sonia había dejado de escucharle. Todo su cuerpo se contrajo como si hubiera recibido una descarga eléctrica y de lo más hondo de su alma herida de muerte surgió un grito gutural, ronco. Siete años después de la conversación que había mantenido con Rajiv en el quirófano del hospital donde estaban cosiendo el cadáver de Indira, y en la que le suplicó no aceptar el puesto que su madre había dejado vacante porque le matarían, la predicción se había cumplido.
– ¡iNooooo…!!
Su grito despertó a Priyanka, que apareció en el pasillo, también envuelta en un albornoz, el aspecto derrengado, la mirada atónita. Se quedó muda, incrédula, lívida. Agarró a su madre y la llevó al salón como pudo. Nunca en sus diecinueve años de vida la había visto en ese estado de desesperación. Nunca nadie la había visto llorar de esa manera. Tanto duraron y tan fuertes eran los sollozos que los primeros compañeros de partido que más tarde empezaron a llegar a la casa los oyeron desde la calle.
Priyanka no conseguía confortarla. De pronto, Sonia empezó a toser y a ahogarse de tal manera que el secretario temió que perdiese el conocimiento.
– Es un ataque de asma -dijo Priyanka.
Resultó tan violento que se asustó mucho.
– ¡En seguida vuelvo! -lanzó.
Corrió hacia el cuarto de baño de su madre y buscó afanosamente el inhalador y los antihistamínicos. Cuando volvió al salón, la vio sentada en un sillón con los ojos casi en blanco, la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás, buscando aire como un pez fuera del agua. Pensó que se moría. En realidad, una parte de ella había muerto con su marido.
Las medicinas hicieron su efecto y consiguieron detener la tos, pero no los sollozos. Por mucho que su hija intentara calmarla, Sonia era inconsolable. Su llanto crecía sobre sí mismo, insistente y regular como las olas en su acoso a la playa. Priyanka se dirigió al secretario:
– ¿Dónde está el cuerpo de mi padre? -preguntó.
– En este momento, lo están llevando a Madrás.
– Por favor, ayúdame a hacer las gestiones pertinentes para que podamos desplazarnos hasta allí -le rogó.
Priyanka se hizo cargo de la situación, demostrando una madurez, una sangre fría y un sentido de la organización admirables. Departió con los primeros amigos de su padre y líderes del Congress que acudían con aire perplejo y desolado, algunos llorando a lágrima viva. Hasta habló con el presidente de la República por teléfono. Le pidió que pusiese un avión a disposición de la familia. En el fondo algo dentro de ella le impedía creerse que su padre estaba muerto. Era como un reflejo que protege del dolor y permite actuar. Inconscientemente, le costaba aceptar algo tan catastrófico sin comprobarlo, por eso necesitaba ver a su padre cuanto antes.
– ¿Creéis que es prudente desplazaros hasta allí? -le dijo el presidente de la República.
– Por favor, presidente, insisto. Mi madre y yo tenemos la firme intención de ir esta misma noche a Madrás.
– Está bien, hablaré con el ejército para poner a vuestra disposición un avión de la Fuerza Aérea. Luego pasaré por vuestra residencia para daros el pésame.
– Gracias, le esperaremos.
Ahora le tocaba dar la noticia a su hermano, que estaba en Harvard. Allí era la hora del almuerzo. Consiguió que un compañero le transmitiese el mensaje de que debía llamar a casa urgentemente. Una hora más tarde, su hermana y su madre le dieron la peor noticia de su vida.
– ¡Lo sabía, lo sabía! -dijo el chico llorando y mordiéndose el labio-. Sabía que iba a pasar.
Ese sentimiento de frustración e impotencia acentuaba el dolor de toda la familia.
– Hicimos lo que pudimos…
– ¿Tú crees?
– Claro que sí.
Le dijeron que viniese en el primer vuelo, que estaban empezando a organizar los funerales, que le esperaban.
Eran más o menos las once de la noche y ya la noticia había corrido por Nueva Delhi. Una multitud se estaba congregando ante la verja de casa. Desde el interior, Priyanka y Sonia oían gritos histéricos y lamentos. Seguían acudiendo amigos de la familia, compañeros, ministros, policías, etc. Una invasión en toda regla. La prensa tomaba posiciones en la verja y la calle. La gente todavía no sabía contra quién dirigir su rabia: ¿contra los sijs, los fundamentalistas musulmanes o hindúes, los Tigres Tamiles, los asameses, los dalits…? No faltaban agravios en ese país tan abigarrado. Por lo pronto, la dirigieron contra los equipos de televisión nacional e internacionales. La gente allí congregada empezó a insultarlos. Algunos amigos que al volante de su coche franqueaban la valla fueron recibidos de mala manera: Ottavio y Maria Quattrochi fueron abucheados y recibieron alguna que otra pedrada, y lo mismo ocurrió con los líderes de la oposición, que venían a presentar sus condolencias. La furia de la multitud se extendió hacia todos los adversarios de Rajiv. Una turba intentó asaltar la vecina casa de uno de sus críticos más feroces cuando estaba en el gobierno, un líder de una casta de «intocables». Tal era el ambiente en las calles que el presidente de la República no pudo llegar hasta la casa. Se encontró con una muchedumbre frenética y desesperada. La gente se tiraba sobre el capó de su automóvil, llorando y sollozando.
– ¿Los dispersamos? -preguntó el oficial de seguridad al presidente.
– No, demos media vuelta. No quiero que se inflamen más los ánimos.
De regreso a su residencia en el antiguo palacio del virrey, el presidente llamó por teléfono a Sonia. Estaba un poco más tranquila, y pudo agradecerle sus condolencias y las facilidades que había dispuesto para ese singular viaje.
Vestida con un salwar kamiz blanco, el pelo peinado hacia atrás y recogido en un moño, nada más colgar salió de casa con Priyanka. Fuera les esperaba un coche para llevarlas al aeropuerto. Conducía el tío Kaul, el que tantos esfuerzos había hecho para convencer a Rajiv de que siguiera los pasos de su hermano. El coche se abrió paso con dificultad entre la multitud que se agolpaba alrededor de la casa. Las calles estaban cada vez más agitadas. Grupos de gente se arremolinaban en las esquinas y en las rotondas, en un estado de ánimo que oscilaba entre la rabia y la pena.
– Espero que el gobierno actúe con prontitud y no permita lo que ocurrió después de la muerte de Indira -comentó el tío Kaul.
El vuelo duró tres horas y media, el tiempo que un jet tarda en cruzar el subcontinente de norte a sur. Abajo, en esa negra extensión de tierra salpicada de puntitos de luz que indicaban las ciudades y los pueblos, la India dormía. Dentro de unas horas iba a despertar con la tragedia de otro asesinato político. Dentro de unas horas, pensaron, el país estaría hundido en la aflicción. Nadie habló durante el vuelo. Sólo se oían los sollozos de Sonia.
Seguía siendo de noche cuando aterrizaron en Madrás a las cuatro y media de la madrugada. El avión rodó hasta la vieja terminal, iluminada y rodeada de una ingente multitud. Allí estaba el cuerpo de Rajiv. Por indicación del presidente de la República, lo habían llevado hasta allí para evitar que Sonia y Priyanka tuvieran que desplazarse en coche hasta la ciudad. Un aire húmedo y pegajoso les envolvió nada más salir del avión. Estaban muy nerviosas porque se acercaba el momento. El momento de verlo por última vez. ¿Qué iban a encontrarse? ¿Estaban preparadas para ello? ¿Lo soportarían? Se hacían esas preguntas mientras bajaban la escalerilla y saludaban a las personalidades que habían acudido a recibirlas.
También aquí las autoridades temían que estallasen disturbios, les dijo el gobernador. La multitud buscaba un chivo expiatorio y los ánimos en la ciudad estaban muy caldeados. Por eso habían dispuesto las medidas necesarias para que el vuelo despegase antes del amanecer. Cuando reconoció a Suman Dubey, viejo y leal amigo de Rajiv que había salido milagrosamente ileso del atentado, Sonia se echó a llorar en sus brazos.
Pero no vieron a Rajiv. No podían. Les dijeron que su cuerpo estaba tan destrozado que había sido imposible embalsamarlo. Lo único que vieron fue dos ataúdes. Uno contenía los restos de Rajiv y el otro el de su guardaespaldas, el bueno de Pradip Gupta. A partir de entonces, todo fue muy rápido. Agarradas la una a la otra, madre e hija vieron cómo los metían en las tripas del avión. Ellas volvieron a subir por la escalerilla. Una vez dentro, Sonia pidió que colocasen el ataúd a su lado. Con una mano puso una guirnalda de flores sobre el féretro, mientras con la otra se cubrió el rostro con un chal para enjugar sus lágrimas. Priyanka, al ver el ataúd amarrado así, tuvo que admitir lo que su subconsciente se negaba a aceptar, que en esa caja estaba su padre, o mejor dicho, lo que quedaba de él. Entonces no pudo contenerse más y se desmoronó. De pronto se dio cuenta de que no lo volvería a ver nunca, de que nunca más se dejaría mecer por el afecto y calidez de su padre. Se abrazó a la caja y se quedó sollozando largo rato.
El avión rodaba ya por la pista. Suman Dubey y Sonia la tranquilizaron, la hicieron sentarse y le abrocharon el cinturón. En ese momento Sonia tuvo un gesto que sin duda Rajiv hubiera apreciado. Al darse cuenta de que el ataúd del guardaespaldas Pradip Gupta estaba sin nada, fue a colocarle una guirnalda de jazmines.
Era de día cuando el avión despegó, de vuelta a la capital india. Empezaba el último viaje de Rajiv Gandhi.